EL TLC Y LA INDUSTRIA EDITORIAL Por Bernardo Jaramillo H. –Consultor en Industrias Culturales Bogotá, noviembre de 2004 La sigla de moda en Colombia es TLC. Desde hace algunos meses, los medios, la academia, los negocios, los corrillos de café y una que otra reunión familiar tienen el tema como centro de discusión. Abundan los foros, los manuales y las declaraciones que recorren todo el espectro ideológico y de intereses sobre el tema. Igual cosa, se supone, debe estar pasando en Ecuador y Perú y debe haber pasado en Chile, en República Dominicana y en Centroamérica. Pues bien, esa misma oleada de reflexiones transita, también, por el mundo de la cultura. De nuevo, o mejor por primera vez, en Colombia se habla de excepción cultural, de reserva cultural. Gentes de la música, del cine y de las artes escénicas (agrupadas bajo la Coalición Colombiana para la Diversidad Cultural) se sintonizan con una nueva jerga que habla de reservas, de medidas de disconformidad; se renueva el discurso sobre la globalización y la diversidad cultural. Los más conspicuos representantes de la industria de medios se unen al coro solicitando excepción para sus actividades, en fin, el sector cultural está alerta frente al tratado de libre comercio. La presión bajo la que se realizan las negociaciones y los estrechos cronogramas de la misma, han despertado ese inusitado interés del sector de la cultura por el tema, algo que no se había delineado con tanta fuerza para las negociaciones del Área de Libre Comercio de las Américas, el ALCA, -ese león dormido-, que no es más que la misma receta del TLC, ampliada a todo el continente. Pues bienvenido el debate sobre la cultura y el libre comercio. En esencia, el consenso del sector cultural frente al TLC se ubica en la necesidad de que dentro del Tratado se preserve la soberanía del país para diseñar sus políticas culturales y la necesidad de fortalecer el diseño de éstas para hacer frente a la competencia internacional y garantizar la preservación de la diversidad cultural y las manifestaciones de la cultura local. La discusión se ha centrado, en buena parte, en torno al sector audiovisual: el cine, la televisión y la radio. En realidad, así ha pasado en casi todo el mundo cuando se habla de cultura y libre comercio. Cuotas de pantalla en cine y televisión; inversión extranjera en los medios de comunicación; uso del espacio electromagnético; y distribución electrónica de contenidos culturales, son temas que están sobre la mesa y sobre los que urge tomar decisiones pues comprometen seriamente la diversidad y la identidad cultural. Las decisiones se mueven entre una “excepción cultural” general –esto es, que lo que se apruebe en el tratado no comprometa a las industrias ligadas al derecho de autor- o el establecimiento de una reserva cultural dentro de los capítulos de inversión y de comercio de servicios, que garantice que en determinados sectores el Estado podrá adoptar o mantener determinado tipo de normas de promoción o de regulación. Además, existe la posibilidad de incluir medidas de disconformidad dentro del tratado que ponen a salvo la legislación presente y/o futura sobre las industrias culturales. ¿Y la industria editorial? Poco se le ha escuchado en estos meses. Uno imagina que el arancel cero, vigente en la actualidad, le da argumentos para decir que ya el sector está en libre comercio. Que la Ley del Libro es una estructura legal sólida que le garantiza al sector estabilidad jurídica en los próximos años y que se debatirá nuevamente en el 2013 (pese a los temores que despierta cada nuevo proyecto de reforma tributaria), cuando se acaben las exenciones tributarias vigentes. Puede también pensarse que la barrera idiomática con Estados Unidos no es algo que preocupe sustancialmente frente a la competencia en el mercado interno. En fin, se pueden aventurar muchas hipótesis con respecto al silencio de la industria editorial frente al TLC. Sin embargo, el tema da para muchas reflexiones. Son muy diversos los asuntos que le incumben al sector editorial dentro de la negociación, que deben ser tomados en cuenta dentro de la estrategia del mismo para los próximos años. Veamos: El TLC, con la previsible seguridad jurídica que dará a la inversión extranjera en el país y en la región, puede constituirse en un dinamizador de la inversión en el sector editorial. Las editoriales estadounidenses ya vienen dando pasos en la región desde hace algunos años en el mercado de textos escolares y universitarios, y es previsible que este proceso se fortalezca en los próximos años dadas las potencialidades del país y de la región en el campo de la demanda de libros y publicaciones periódicas. La pregunta que surge inmediatamente es ¿cuáles son los factores que determinarán el lugar de asentamiento de esas nuevas inversiones? Indudablemente, en las últimas décadas, Colombia ha desarrollado una importante infraestructura para la edición y manufactura de libros y la presencia de los productos editoriales colombianos es significativa en algunos países del continente, además de la larga tradición de la venta de servicios de impresión por parte de la industria gráfica colombiana a editores en el resto del continente. Ha sido de corriente aceptación el hecho de que Colombia ha vivido un “boom” editorial en las dos últimas décadas y se le atribuye el mismo a los beneficios derivados de la Ley del Libro. Una mirada más de cerca al tema obliga a poner en su debido lugar tal afirmación. Si bien es indudable que el país ha incrementado significativamente la venta de libros en el exterior, los indicadores de la industria en el mercado interno son bastante bajos, en cuanto a número de títulos editados y ejemplares impresos, y ha registrado caídas significativas con respecto a las cifras de comienzos de los 90. De otra parte, las importaciones de libros se han reducido en términos relativos, sin que haya indicadores de que la industria local haya realizado una sustitución de esas importaciones. En resumen, la oferta de libros, en términos relativos, disponible para el mercado colombiano es cada vez menor. El aparato de distribución –las librerías- sufre una de las crisis más grandes de la historia. Con muy escasas excepciones –empresas que compran derechos de autor en el extranjero, traducen y editan para el mercado regional-, la oferta editorial colombiana se reduce a fondos de interés local y a textos escolares y universitarios. La oferta está dirigida, como en casi toda América Latina, por la industria editorial española y sus filiales en el continente. La argumentación anterior lleva, entonces, a importantes reflexiones sobre el futuro de la industria y, en particular, frente al TLC. La tesis que quiero plantear aquí está referida a que Colombia tiene todas las posibilidades de convertirse en un gran centro editorial en el continente, en términos de una bien ganada imagen, cultivada desde mediados de los ochenta, atrayendo inversión europea y estadounidense. Para lograrlo debe generar las condiciones necesarias para garantizar que este proceso sea exitoso. Pero, ¿basta con disponer de una Ley del Libro que todos en la región quieren imitar? La Ley del Libro en Colombia garantiza una serie de estímulos tributarios y arancelarios para los libros editados e impresos en Colombia. Esa es la condición necesaria para ser beneficiario de la misma. Ahora bien, la tendencia en el mundo editorial es hacia la disminución de los tirajes y hacia los servicios de impresión digital y por demanda. Además, el precio de los servicios de impresión, cuyas características tecnológicas son similares en cualquier lugar del mundo, se puede asemejar al de un “commodity” y es un servicio que viaja por el mundo al vaivén de la tasa de cambio y de los costos laborales. Piénsese solo en que el comercio de libros de China con Estados Unidos, típica venta de servicios de impresión, ha pasado de 1,5 millones de dólares en 1990 a 1.716 millones de dólares en 2003, desplazando a los tradicionales proveedores del sudeste asiático. El tema de atar la Ley del Libro y sus beneficios a los libros “editados e impresos en Colombia” es ya una primera limitante para un inversionista extranjero, que vea posibilidades de editar en Colombia, tanto por las variaciones de los precios de la impresión en el mercado internacional como por factores tecnológicos (un libro editado en Colombia, podría ser impreso localmente por medios digitales en todos los países de la región). Tengo la certeza de que la industria gráfica colombiana, dadas sus fortalezas en cuanto a capacidad instalada y a calidad de su manufactura no requiere este tipo de protección, antes bien debe tener la posibilidad de expandirse, mediante alianzas, hacia otros países de la región, para atender la demanda potencial. Esto nos lleva directamente al tema central. ¿Qué está haciendo la industria editorial para posicionarse regionalmente y convertirse en un imán para la inversión extranjera? Parece que poco. En la discusión del TLC en el país ha cobrado especial importancia la “agenda interna”, esto es, la preparación para lo que viene en el próximo futuro, con tratado o sin tratado. ¿Cuál es la agenda interna de la industria editorial? Esa preparación para el futuro y para atraer la inversión extranjera exige fortalecer el diagnóstico de la cadena productiva editorial. Los asuntos a atender están relacionados con la oferta de papeles de imprenta y escritura, la modernización tecnológica de las industrias gráfica y editorial, la capacitación de traductores, diseñadores, editores y correctores, el fortalecimiento del aparato de distribución y los tópicos de una agenda más general, compartida con el resto del sector productivo. Imaginemos la gran cantidad de empresas nuevas que pueden crearse en el campo de los servicios vinculados a la industria editorial, que podrían formalizar a la gran cantidad de “free lancers” que hoy utiliza el sector y podrían generar riqueza y empleo para el país. Con una visión más amplia, la “agenda interna” de la industria editorial colombiana debería convertirse en una “agenda regional” que aproveche las potencialidades de América Latina en el campo editorial. Es necesario crear empresas editoriales “grandes” en la región, que puedan competir en el mercado internacional de derechos de autor y logren economías de escala en la producción, de manera tal que los objetivos de democratización del acceso al libro, que pasan necesariamente por el precio, se hagan realidad. Iniciativas empresariales en este campo serán la mejor forma de enfrentar la competencia estadounidense y europea. Las empresas editoriales no pueden seguir jugando a esperar el ansiado momento en que una empresa del mundo desarrollado ponga sus ojos en ellas y las incorpore dentro de su colección de sellos. Si la Ley del Libro se lee cuidadosamente y se le da importancia a temas diferentes a la exención tributaria, allí se tienen los lineamientos básicos para empezar a trabajar en esa agenda: ordena ampliar las ventajas arancelarias a otros bienes que hacen parte de la cadena productiva; ordena crear un centro de capacitación para la industria; ordena trabajar en normas técnicas de calidad; algo sugiere para fortalecer la distribución. En fin, una Ley del Libro, trabajada juiciosamente, revisada y actualizada podrá ayudar a hacer realidad los objetivos que se planteó el legislador desde 1958 y en las sucesivas prórrogas de la ley: que en Colombia se lea más y que los libros colombianos se lean más en todo el mundo.