Contra Fukuyama: Modernidad, globalización y fin de la historia* por Juan Daniel Videla Universidad Nacional de San Juan La tesis del fin de la historia, acuñada probablemente por los padres de la Iglesia y desarrollada en la modernidad por el idealismo alemán —particularmente por Hegel— ha sido reflotada recientemente a propósito del proceso global de expansión capitalista. Así, más de una década antes del fin del siglo XX, Frances Fukuyama, vocero oficial del así llamado Nuevo Orden Internacional (New International Order) ha hecho el pronunciamiento de rigor para la época posmoderna.1 [1] El colapso de la Unión Soviética, entonces inminente, habría señalado “la victoria flagrante (unabashed) del liberalismo económico y político”. El triunfo de la idea occidental habría traído consigo “el agotamiento total de las alternativas viables” al capitalismo liberal y democrático. Con estas conocidas palabras Fukuyama ha capturado fielmente uno de los temas fundamentales del Zeigeist contemporáneo: el movimiento de la historia parece haberse detenido al convertirse el mundo en un mercado global cuyos principios de legitimidad —se afirma— están más allá de todo cuestionamiento. Semejante fue el sentimiento de Hegel durante la guerra Franco-Prusiana, cuyo gesto escatológico Fukuyama imita. Para Hegel, la batalla de Jena significó la actualización histórica de las ideas de la Revolución Francesa, para Fukuyama, el fin de la Guerra Fría ha producido su propia especie de panacea, un “estado universal homogéneo” que combina la democracia liberal en la esfera pública con el acceso fácil a video-casettera y estéreos en la económica. En este ensayo procuro analizar algunas de las consecuencias que se derivan de la tesis del fin de la historia tal y como aparece en la versión de Fukuyama, a la vez que proponer ciertas alternativas a ellas. Creo que esta tesis es una descripción plausible de una circunstancia histórica que podríamos llamar de distintas maneras —modernidad tardía o capitalismo avanzado— pero que es equivocado identificar esa circunstancia con el “fin de la historia” como tal. En primer lugar, contrasto la nociones de fin de la historia de Fukuyama y Hegel a los efectos de mostrar la centralidad del concepto de política en la concepción hegeliana de la historia, en donde tiene el caracter de una condición sine qua non del proceso histórico. Procuraro aquí mostrar la ambiguedad de la noción hegeliana de fin, preguntando hasta qué punto debemos aceptar la sugerencia de Fukuyama de que el pensamiento llega a su fin en un determinado estado de cultura. A continuación considero la tesis de Fukuyama de que la política acaba al alcanzar el capitalismo lìmites planetarios. Tal es, me parece, el paso previo para discernir el sentido que hoy puedan tener las tendencias o rasgos globales de la 1[1] Fukuyama, F.: “The end of history?”, The national interest, 16, 1989. Cf. Fukuyama, F.: The end of history and the last man. Avon: New York, 1992. historia tanto para derechas como para izquierdas, una vez que la filosofía política parece haber cesado en su función proveedora de ideologías, o de la estirpe superior de fundamentos de legitimidad de los cuales las ideologías provienen. Estimo que la irreversibilidad de esa tendencia no puede ser subestimada, mas allá de que se acepten o no las justificaciones que se proporcionan en servicio de sus causas o consecuencias políticas. Por ultimo, intentaré enumerar algunos de los problemas teóricos que la globalización ha producido, en particular, el concepto de “humanidad”, el proceso de adquisición y reconocimiento de los derechos, el concepto de estado nacional, y el problema de las fuentes de derechos internacionales, después del fin de la guerra fría. A los efectos de hacer mi exposición más accesible presentaré mis ideas en forma de tesis. La primera de ellas reza: la filiación hegeliana de la visión histórico-filosófica de Fukuyama no puede ser discutida, sino las consecuencias que el último extrae de la gran narrativa de Hegel. Después de todo ya el marxismo crítico del siglo XX, comenzando por Lukács y pasando por Goldmann y Marcuse (autores de sendos textos sobre Kant y Hegel) ha afirmado que la filosofía del idealismo alemán es expresión del pensamiento burgués, de la visión que la burguesía tiene de sí misma en el momento en que se afirma como clase dominante en la historia Europea. Para decirlo con palabras de Marcuse (elegidas prácticamente al azar): “mientras la Revolución Francesa había ya empezado a afirmar la realidad de la libertad, el idealismo alemán se limitaba a ocuparse sólo de esa idea de la libertad. Los esfuerzos históricos concretos por establecer una forma racional de sociedad eran trasladados aquí al plano filosófico y se hacían patentes en los esfuerzos por elaborar el concepto de razón”.2 [2] Es decir, los valores de la clase — individualismo, igualitarianismo, libertad, racionalidad técnica— se habrían de traducir en conceptos filosóficos. Estimo que no es necesario suscribir a la filosofía marxista para aceptar que en el idealismo hegeliano, la libertad es un concepto que atraviesa el sistema y cada una de sus determinaciones. El problema consiste —formulado en términos estrictamente idealistas— en qué hacer con la aparente forma empírica que la libertad parece haber alcanzado en nuestros tiempos. Si la historia se ha detenido, y con ella la filosofía, ¿cuál es la forma final de la conciencia filosófica (¿duermiente acaso?) y cómo se relaciona con la apariencia de movimiento (de contradicción) que aún tienen las cosas empíricas? Recordemos a propósito el conocido pasaje en donde Hegel parece anunciar el final que coincide con la aparición del conocimiento absoluto en el contexto de una cultura germánica y cristiana: “Al decir, aún, una palabra acerca de la teoría de cómo debe ser el mundo, la filosofía, por lo demás llega demasiado tarde. Como pensar del mundo surge por primera vez en el tiempo, después que la realidad ha cumplido su proceso de formación y está realizada. Esto, que el concepto enseña, la historia lo presenta, justamente, necesario; esto es, que primero aparce lo ideal 2[2] Marcuse, H. Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social. Madrid, Altaya, 1999, p. 11. frente a lo real en la madurez de la realidad, y después él crea a este mismo mundo gestado en su sustancia, en forma de reino intelectual. Cuando la filosofía pinta el claroscuro, ya un aspecto de la vida ha envejecido y en la penumbra no se lo puede rejuvenecer, sino sólo reconocer: el búho de minerva incia su vuelo al caer el crepúsculo.”3 [3] No obstante su ambiguedad, el texto hegeliano nos hace entender (como también el propio texto de Fukuyama) que una cierta actividad especulativa continúa a pesar haberse alcanzado un estado final. Más aún si pensamos además que después de Hegel la filosofía misma se ocupado de devastar su pretensión sistemática --la idea razón como principio que inspira el sistema-- podemos afirmar que la llegada de un cierto estado de cosas que pueda parecer al observador como algo final no precluye nuevas fomas de pensamiento y de crítica. Tal vez de eso está hablando Hegel. Pero cabe preguntarse por qué el observador cree prensenciar algo final, una crisis, realización o epifanía. Aquí aparece nuestra segunda tesis, que provee una explicación apartándose de la teleología hegeliana: la percepción de que la historia ha llegado a su fin se explica en términos de nuestro desencanto con la modernidad en sus distintas versiones (fundamentalmente la europea) y con las promesas que ella formula. En efecto, la modernidad ha perdido su esplendor y atractivo, no porque su proyecto (sus ideas) haya (n) necesariamente fracasado, sino porque la modernidad ha fracasado como proyecto - porque se ha desenmascarado la idea implícitamente milenaria de que el progreso tecnológico, extendiéndose indefinidamente en el tiempo y el espacio (pero sobre todo en el tiempo, la modernidad se llama así misma tiempo nuevo, Neuzeit) pueda asegurar la felicidad del hombre en este mundo. Freud fue uno de los primero en diagnosticar esta insatisfacción, literalmente este malestar, ya en el título significativo de uno de sus últimos libros, Das Unbehagen in der Kultur (1929), pero la misma experiencia aparece en muchos otros autores.4 [4] Es que el hombre de la última modernidad ha perdido paulatinamente el optimismo que causaran en sus predecesores eventos tales como el advenimiento de la ciencia moderna (física newtoniana, astronomía, copernicana, medicina experimental), el desmoronamiento de las monarquías absolutas, o la revolución industrial.5 [5] Pero la velocidad del cambio sigue acelerándose, con nuevos eventos que la modernidad continúa ofreciendo, y con los cuales garantiza nuestra permanente 3[3] Hegel, G.W. Filosofía del derecho. Méjico, Universidad Autónoma, 1975, p. 17. La interpretación más fuerte de esta idea hegeliana se encuentra en la fuente que inspira a Fukuyama, la Introduction a la lecture de Hegel de A. Kojève , lecciones traducidas al español como la Dialéctica del Amo y del esclavo en Hegel. Buenos Aires, La Pléyade, 1971, particularmente en la lectura que Kojève hace del capítulo VIII de la Fenomenología del Espíritu. 4[4] Cf. Freud; Sigmund: “Das Unbehagen in der Kultur”, en Gesammelte Werke, Frankfurt aM: Fisher, 1961. 5[5] Podrá objetarse, y con razón, que este optimismo fue desmesurado, es decir que las supuestas ganancias de la modernidad fueron aparentes, aún peor, contraproducentes. Así el marxista atento calificará las revoluciones liberales (inglesa, americana y francesa) como revoluciones burguesas de alcance restringido, el cristiano denunciará la manipulación científica de la vida, el ecologista la destrucción del medio ambiente. El caso es empero que la historia aún no ha dado su veredicto, o que el veredicto es ambiguo. La ambigüedad de la ciencia que crea, cura y prolonga la vida para luego hacerla insoportable, en este sentido algo típicamente moderno. insatisfacción. Es este un carácter puramente formal de los tiempos modernos: la aceleración de la conciencia temporal que nos lleva a esperar un mundo mejor, o al menos diferente, cada día. Esta experiencia es la causa del sentimiento de decadencia, en el mejor de los casos de aburrimiento, que la falta de otro proyecto que aparezca como una alternativa visible exacerba. Habiendo desarrollado todas sus tendencias, el proyecto europeo ha llegado a una situación límite desde de la cual se hace imposible continuar experimentándolo como proyecto.6 [6] El ennui que esta situación produce es una forma velada del medio colectivo. Al final del siglo XX, la humanidad europea (o que percibe europea) experimenta la presencia espantosa de límites que no pueden ser superados en forma teórica o práctica. Por ejemplo, la economía global es un fenómeno planetario sin nuevos espacios que conquistar o anexar. No hay lugares nuevos adonde ir, así como no hay razas nuevas que descubrir, conquistar, convertir, con las cuales negociar o de las cuales defenderse. Europa ha perdido su otro cultural, en cuya relación se ha constituido históricamente a través guerras económicas, culturales o militares. Inversamente, la epifanía del Mercado Universal trae consigo la extinción de todos los experimentos basados en ideologías no occidentales, o viene acompañado de un sincretismo que genera el trasplante de valores económicos europeos al suelo de culturas orientales, Japón por ejemplo. La consecuencia más significativa del pesimismo global es la perdida del carácter utópico que tradicionalmente acompañó a los principios políticos y morales de la polis europea, de ahora en más devenidos realidades imperfectas.7 [7] Veámoslo. Tanto los revolucionarios americanos como los franceses escribieron declaraciones de derechos universales (burgueses añadirá el marxista), mientras que estos últimos agregaron un matiz de indefinido logro: the pursuit of happiness. Al final del siglo XX, sin embargo, se ha comprobado una y otra vez que los derechos tienen una validez local o limitada en el mejor de los casos, a menudo una validez étnica o de clase. Solamente un cínico podría afirmar hoy que los sectores estructuralmente pobres dentro del primer mundo hay posibilidades de desarrollo, o que el socialismo del Estado sería todavía sostenible (mas allá, me atrevo a sostener, de que ha dejado un mínimo saldo positivo). Es que el colapso de la Unión Soviética, permitió advertir que hay limites que se imponen a la ingeniería política o económica, no menos de los que se imponen a las expectativas generadas por las sociedades liberales capitalistas (de las cuales también me atrevo a sostener, también hay un saldo positivo). La experiencia de ambas clases de límites nos permite atisbar las reglas arcanas de la gramática política. La pregunta es, puede esta experiencia detener el curso del pensamiento, la ruminación de la conciencia insatisfecha?. 6[6] Cf. Heller, A.: “Europe-an epilogue?”, en A. Heller and F. Feher, The postmodern political condition. New York: Columbia University Press, 1988. 7[7] Poco importa que tal carácter haya sido la imagen que la modernidad tuvo de sí misma, toda vez que esa auto-comprensión tuvo una (cándida) pretensión universal. Esto me lleva a mi tercera tesis: el fordismo global que Fukuyama saluda como Hegel celebrara la batalla de Jena, apunta a un fenómeno mucho más inquietante que el fin de la idea de progreso. El fin de la historia es aquí sinónimo del fin de la razón política, como la capacidad de encontrar solución a los conflictos de intereses que siempre son inherentes a los procesos socioeconómicos. La fe iluminista en el progreso indefinido ha dado lugar a la religión de la necesidad ciega de los procesos globales. Para Hegel la historia universal termina en el movimiento ilustrado, pero su optimismo es genuino, cree ver en la revolución francesa la expresión mas acabada de la razón europea. Este es el significado original que la racionalidad política tiene en los comienzos de la filosofía política Europea, en la Inglaterra de Hobbes, quién enseña a buscar la paz y evitar la propia muerte a través de los preceptos racionales, y también en la de Locke, cuyo racionalismo llega incluso a aconsejar la preservación del prójimo. Mucho puede decirse, por supuesto, a cerca de como interpretar teorías políticas que en un caso prestaron apoyo intelectual al despotismo de Cromwell, y en el otro, justificaron una monarquía constitucional, de cuño aristocrático. La cuestión es que la tesis del fin de la historia carece de la intención jurídica de aquellas teorías, no en vano calificadas de iusnaturalismo. Para ella, por el contrario, los conflictos irresueltos en el contexto de la economía global constituyen situaciones terminales, como se diría de una enfermedad, cuya solución no se busca en complejo alguno de instituciones o prácticas políticas. El cínico mensaje implícito parece ser que la falta de equidad es consecuencia inevitable del desarrollo global, que si bien puede hablarse del liberalismo como fenómeno tanto político como económico, de raíz es este una manifestación de capitalismo. Por supuesto, la idea no es totalmente nueva. En efecto, en los últimos dos siglos el capitalismo se ha afirmado como modo de producción global justificado por democracias liberales, pero lo que es realmente nuevo en la concepción divulgada por Fukuyama, aparte de su retórica apocalíptica, es la idea de que el conflicto entre el capitalismo y el socialismo ha llegado a su fin, que el liberalismo político no tiene sentido fuera de su matriz económica y que esa identificación está allende todo cuestionamiento. Esta idea, por cierto, no podía ocurrírsele a los economistas clásicos, quienes todavía confiaban en la bondad de las instituciones políticas, ni a Hegel, de cuyo horizonte teórico no formaba parte del socialismo. Para la nueva tesis sólo es verdadera aquella forma de pensamiento político que no cuestiona el capitalismo global y sólo en cuanto especie última de pensamiento, como fósil que se conserva como en un estadio histórico que no necesita ya de promesas de un futuro mejor accesible por medios políticos. Se afirma que la imaginación política se ha acabado, quedando limitada a un número finito de variaciones posibles, que mientras la tecnología y la expansión capitalista no se detienen, la conciencia política ha terminado de girar en círculos reconociendo su propio fracaso como proveedora de utopías. De esta manera se descree del valor de cada producto de la conciencia política moderna: la filosofía política, la teoría constitucional, las instituciones democráticas, a los que se tilda de intentos ineficaces de devolver carácter político a los conflictos sociales. De esta forma resulta claro el sentido del prefijo “neo” en neoliberalismo, denotando no la fe en las leyes del mercado (eso caracteriza a todos los pensadores clásicos), sino que la teoría económica no está acompañada de forma alguna por la conciencia política o jurídica. No solo termina aquí la historia, sino la filosofía de la historia en cuanto tal, que comienza, en Isaías, con las promesa de un paraíso. Conviene a esta situación la metáfora de un planeta cuyos recursos naturales están exhaustos, aquí también los hechos nos hablan de la perdida de futuro. Para decirlo una vez mas: lo que se ha declarado muerto al final del milenio no es (solamente) la viabilidad del socialismo, o de cualquier otra alternativa de capitalismo, sino la razón en sí misma, como proveedora de soluciones al conflicto siempre permanente entre lo político y lo económico. Esto me trae a mi cuarta tesis, a los efectos de este ensayo, la última. Para defender aquello que pueda tener de positivo el concepto de razón es preciso hacerse cargo de su absolutismo, ejemplificado como se ha visto en el caso del constitucionalismo europeo y americano en el carácter de infalibilidad y universalidad que se autoproclama. Si bien es esto ultimo un lugar común en las filosofías del siglo XX, quisiera resaltar la necesidad de asumir que la globalización constituye un fenómeno irreversible que merece ser pensado de un modo nuevo, ya que en cierto sentido las antiguas categorías de la crítica han sido rebasadas. No es este el lugar donde decir cómo han sido rebasadas, pero si en qué aspecto, en su adhesión a las promesas del iluminismo las teorías liberales, en su incapacidad de comprender la permanencia del modo capitalista los marxismos. En algo está en lo cierto Fukuyama (o Hegel): el pensamiento es la historia consciente de sí misma, a lo que me atrevo a agregar que la globalización no ha encontrado aún un pensamiento que esté a su altura. Por eso entiendo que el desafío no consiste simplemente en rechazar al neoliberalismo desde las categorías de una crítica heredada, sino generar idiomas propios que comiencen por reconocer la impotencia crítica del lenguaje, el hecho de que el discurso global ha llegado ya, sin necesitar otra justificación que sí mismo (ciertamente sin necesitar justificación racional) antes de que nosotros hayamos comenzado a pensarlo. Así por ejemplo (y esto es apenas un gesto en la dirección propuesta), la noción misma de humanidad debería ser revisada, para significar quiénes son los sujetos históricos al fin de este milenio. Ya no puede hablarse, creo, de una humanidad fragmentada geográficamente, sino —en el nivel de la experiencia— de una humanidad colectiva, conectada a despecho de sus diferencias por esa inmediata sensación de aburrimiento y fracaso descrita mas arriba. Y con todo son muy diferentes entre sí, toda vez que arrastran en el nuevo siglo fidelidades a las tradiciones que los han mantenido aparte en el pasado. El mundo global está fragmentado culturalmente, aún cuando la cultura americana irrumpa en todas partes, como Mac Donald’s, su siempre presente mascarón de proa. El saldo positivo de la fragmentación es que la humanidad ya no se concibe como modelada a imagen y semejanza del hombre europeo. El saldo negativo es que ya no nos importa cómo se conciba. La humanidad ha desaparecido, junto con la utopía del hombre ilustrado, como apelada del discurso político. En segundo lugar, es preciso advertir la caducidad de la vieja noción de derechos civiles, políticos o sociales que todavía se predican de ellos. Es crucial entender aquí la dinámica de la creación de derechos desde, los orígenes del constitucionalismo. Recordemos así que los derechos fundamentales originan de dos modos diferentes: o bien son establecidos por un acto del poder constituyente originario, o bien se derivan del reconocimiento ulterior de una situación de hecho sobreviniente a la constitución originaria, de un acto de poder constituyente derivado.8 [8] No voy a detenerme en el primer caso, por ejemplo si una constitución se legitima por la creencia de que ha sido dada por Dios o es un producto de un contrato fundante del orden político, o de un acto de fuerza, para considerar con algún el segundo supuesto de creación de derechos por vía de extinción progresiva, que me parece mucho más interesante.9 [9] Si se me es permitido extender la noción de liberalismo hasta los tiempos del imperio romano, podemos encontrar que muchos derechos individuales fueron creación de jueces ambulantes o pretores peregrinos, quienes resolvían cuestiones entre los extranjeros habitantes del imperio que carecía de ciudadanía jurídica.10 [10] Estos jueces razonaban por analogía, como si los extranjeros fueran ciudadanos bajo la protección de las leyes imperiales. Así crearon derechos individuales (jura) análogos de los reconocidos por la ley romana, como propiedad, retribución, etc. Así, dieron protección jurídica al extranjero en su persona o sobre sus cosas, pero sin crear el hecho de la disposición que el extranjero ya tenía sobre su persona o sus cosas. Lo mismo ocurrió durante las guerras entre corona y parlamento en Inglaterra, desde los tiempos de la Carta Magna, y lo mismo durante la época de la revolución francesa. En el caso británico los barones, en el francés la burguesía, arrancaron a la corona el reconocimiento de situaciones jurídicas precedentes, derechos sobre tierra, bienes muebles, riquezas. Procesos similares tuvieron lugar respecto de los derechos políticos en la Inglaterra de la era victoriana, y en el siglo XX con respecto a los derechos del trabajo.11 [11] Pero aún la cuestión social se remonta al siglo XVIII. Por ultimo en los casos en que a un grupo determinado le fue negado el reconocimiento de una cierta libertad en existencia, por ejemplo la libertad religiosa, este tuvo que ir a la guerra por ella, o bien exiliarse fundando una nueva comunidad política. Lo que esta digresión histórica demuestra es la adquisición de derechos no ha sido jamás súbita, llevando siempre años, a veces siglos, para que ellos sean garantizados en las constituciones, o alimenten la reflexión teórica. Esto es, sólo derechos de relativa antigüedad han funcionado históricamente como premisas del orden constitucional o el discurso político. Sin embargo el éxito de las tres revoluciones modernas, inglesa, americana y francesa, aunado a la expansión vertiginosa del capitalismo, aceleró en los dos últimos siglos las expectativas de nuevos derechos, otra manifestación de la aceleración de la conciencia histórica en la ultima modernidad. Esa conciencia ha quedado plasmada en las 8[8] Heller, H. Teoría del Estado. Méjico, Fondo de Cultura Económica, 1977. García Pelayo; M.:Derecho Constitucional Comparado. Madrid: Alianza, 1984. 10[10] Villey, M.: El Derecho Romano. Buenos Aires: EUDEBA, 1969. 11[11] Poggi, G.: The development of the modern state. A sociological introduction. Stanford: Stanford University Press, 1989. 9[9] declaraciones universales de derechos, ya aludidas, así como la retórica del socialismo tanto como en la del nacionalismo. El caso es que la diferencia entre las condiciones jurídicas reales y las expectativas que la filosofía política o la retórica del iluminismo alimentan ha producido un efecto contraproducente que se expresa en la tesis del fin de la historia. Ese efecto es la sensación de fracaso inevitable de toda lucha política. Supongo entonces que el concepto de derechos individuales en el siglo XXI no pueden ya ser el del reconocimiento de un estado precedente perfectamente concluido, simplemente porque la historia se mueve demasiado rápido para que uno pueda saber quién tiene qué y cuando. En un mundo en donde se puede acceder a todo de manera instantánea información, comida, sexo las nociones de posesión y disposición, que históricamente han precedido a la formación de derechos, han de haber forzosamente cambiado. En el nivel del discurso, uno debe argumentar a partir de un futuro inminente que constituya condiciones de posibilidad que aún no existan. La tarea es pues crear esas condiciones, no esperar que en vano que sus supuestos aparezcan para ser reconocidos, como en el caso de los derechos humanos, en que a menudo se argumenta en un vacío de precedentes. Porque aquellos que demandan derechos en el siglo XXI no son, como en los casos mencionados de la nobleza, la burguesía o aún el proletariado europeos, grupos ya insertados en procesos económicos. Precisamente, uno de los rasgos mas característicos de la economía global es poder funcionar perfectamente con total independencia, al margen de naciones enteras de indigentes cuyas vidas no obstante afecta. Técnicamente no podría llamárseles desposeídos por cuanto nunca poseyeron nada. Por ello no están en condiciones de decir, como la burguesía o el proletariado europeos, en los panfletos clásicos de Sieyes y Marx, “hasta ahora hemos sido todo, de aquí en mas queremos ser algo”. Porque ellos son nada y están totalmente excluidos del orden global. Exterminados por el genocidio, dispersos geográficamente, culturalmente fragmentados, ignorándose los unos a los otros, no constituyen técnicamente una nación o un pueblo que pueda reclamar derecho a constituir un estado, como árabes o israelíes han hecho en el siglo XX. Esto me lleva al tercer concepto que considero que debería ser revisado a los efectos de pensar la globalización desde un punto de vista político, a saber, el concepto de estado nacional. Este concepto expresa la organización de monarquías que constituyeron el marco político mínimo para el desarrollo de una economía nacional, de donde se origina en oposición al concepto de sociedad civil, que en el pensamiento del liberalismo inglés (Locke y Smith por ejemplo) representó la esfera de libertad privada que la corona había asegurado a la nobleza o alta burguesía.12 [12] El pensamiento norteamericano permaneció fiel a esta tradición, solo que acentuando sus matices individualistas. Con el curso del tiempo un sentido étnico fue añadido al concepto de nación, originado sobre todo 12[12] Poggi, G.: op. Cit. Bobbio, N. And M. Bovero: Sociedad y Estado en la filosofía moderna. El modelo iusnaturalista y el modelo hegeliano-marxiano”. Méjico: Fondo de cultura económica, 1986. Heller, H. op. cit. en el nacionalismo europeo de fines del siglo XIX y en el latinoamericano del siglo XX. (Cabe destacar que los estados latinoamericanos y del tercer mundo tuvieron un origen histórico diferente, ya que fueron creados desde afuera por las coronas europeas). Pero en este como en otros casos, se entendió que la razón de ser del estado nacional como organización jurídica y burocrática es proteger a un determinado sujeto político el individuo, la clase, un grupo social - de enemigos externos o compensarlo por supuestas injusticias sociales. No hace falta decir que la reorganización que siguió a la Segunda Guerra Mundial hizo parcialmente obsoleta a esta concepción, en la medida que la tecnología nuclear llevó a la formación de superpoderes. Ahora bien, el colapso de la Unión Soviética ha dejado a los Estados Unidos como única superpotencia sin que por ello si embargo haya restaurado el estado nacional como existió a los comienzos de la modernidad. Países europeos desarrollados se han unificado bajo una misma moneda, mientras que la suerte de muchos países subdesarrollados, como Argentina, Brasil o Méjico parece depender de su inserción en procesos globales. En otras palabras, con excepción de los Estados Unidos, el fin del siglo XX asiste a ala aparición de estados sin lo que tradicionalmente se entiende por soberanía territorial, económica o militar. Y sin embargo, algunos de esos cuasi-estados, como Serbia por ejemplo, todavía están inmersos en la retórica y en la práctica del nacionalismo étnico. Sus casos constituyen también formas de exclusión, exclusión esta vez del estado de derecho y de lo que alguna vez se llamó, con intensión positiva, la civilización occidental. Muy a pesar de la globalización de toda clase de procesos, sin embargo, no existe autoridad política competente en casos como el de Serbia. Los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN carecen de justificación tanto como de medios para cumplir en estos casos la misión que la teoría constitucional del liberalismo moderno depara para los poderes constituidos dentro de un estado nacional, territorialmente determinado. Ni la ultima superpotencia, tanto menos que la economía global son macroespecies del estado político y la sociedad civil. El cuarto y último concepto que me parece preciso discutir es, entonces, el del fundamento del derecho internacional, que ya no puede concebirse, como en la primera modernidad, como emanando de un pacto de naciones iguales. Tampoco parecen apropiados los principios sentados en el siglo XX por la práctica de la guerra fría, convenios subscriptos parcialmente por temor al holocausto nuclear. En la medida en que las situaciones superan la capacidad de actuar de las jurisdicciones establecidas se hace necesario repensar el fundamento de la protección de ciertos derechos, particularmente los derechos humanos. Aún no tenemos soluciones a crisis como las de la antigua Yugoslavia, porque la historia, para decirlo una vez mas, se ha anticipado a nuestra conciencia, en este caso a la conciencia jurídica. Las cosas acontecen sin que sepamos como experimentarlas. Sin embargo llegamos a conocerlas en la medida en que ocurren, mucho antes de que se haya establecido un consenso acerca de ellas, una tradición en el sentido de Gadamer.13 [13] Tal es la condición fáustica bajo el cual el pensamiento político comienza el nuevo milenio. Por ello es que la idea de historia global reclama un análisis cercano, tanto por las promesas que hace como por las posibilidades que constantemente cancela. Es que el mas grande de los beneficios de la situación actual aún no ha sido percibido, a saber, si la inmediatez de los, procesos globales, que ofrecen información, dominio tecnológico y autogratificación instantáneos puede del mismo modo hacernos experimentar de modo global los sentimientos de transgresión y de culpa, la conciencia de ese “caos en lo ético” de que habló Hegel,14 [14] que preceden toda idea de justicia. Sea que queramos o no ignorarlo, a muchos de nosotros, particularmente a aquellos que podemos hacer algo al respecto, se nos participa instantáneamente de cada ejemplo global de desposeción, destrucción, genocidio. En este sentido, nos hemos vuelto vecinos cercanos. * Ponencia leída en el I Congreso Internacional de Filosofía de la Historia, Buenos Aires, 25 al 27 de octubre de 2000. 13[13] Gadamer, G.: Hermeneutik I. Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen Hermenutik. Mohr: Tübingen, 1990. 14[14] Hegel, G.W.F. “Über die wissenschaftlichen Behandlungsarten des Naturrechts, en Werke in zwänzig Bände, vol. 2, Jenae Schriften 1801-1807. Frankfurt aM: Surhkamp Verlag, 1971, p. 444.