ANTE LA S E L V A VIRGEN MI P R I M E R A EMOCIÓN Para dar fin a esta interminable introducción, aún he de abrir, por última vez, una nueva válvula de escape que haga teñir con los colores más limpios las páginas que siguen, en las que me ocupo de aquellas impresiones y placeres que, sintiéndolos en presencia del bosque, no caben en los otros capítulos de carácter científico localizados en los lugares oportunos y predeterminados. Aquello de los "sentires de la razón", de Eugenio d'Ors, que le llevó a escribir, primero, su Flos sophortim, y, después, su Novísimo Glosario, De Libido Sciendi, más aquel otro "Que la selva virgen es barroca", es tal vez uno de los mayores aciertos del enérgico pensador español. Para mí es motivo de profunda satisfacción haber sido el oportuno argumento vivo, que en momentos de acerbo ataque a su punto de vista, estaba más necesitado de esgrimir para mantener sus posiciones, gloriosa y auténticamente conquistadas, con lo cual he entrado de lleno en el ámbito del pensamiento dorsiano. Cuando regresaba del bosque virgen, camino de la región costera, luego de haber cubierto dos prolongados circuitos por la zona oriental de la Guinea continental española, iba recogiendo en los pliegues de mi memoria sentimental toda la emoción y todo el amplio mundo de posibilidades que la entraña de la selva había abierto a mi capacidad emotiva y sensible. En unas pocas horas de abstracción involuntaria e imperiosamente impuesta por la gran conmoción que la deseada vida en el bosque había convertido en realidad, fui midiendo y pesando cuidadosamente, con desvelos de avaro, toda la fabulosa riqueza que el bosque, con ademán de gran señor, había puesto en mis manos pecadoras. Me agobiaba pensar en la enorme responsabilidad que había contraído al atreverme a levantar siquiera una punta del pesado tapiz que oculta el tesoro denso y múltiple del mundo vegetal, más grande de los que visten la superficie terrestre. Tenía clara idea de que si me había sido dado gozar de todo aquello no era con el simple objeto de mi placer personal, sino que ello me obligaba a realizar una obra muy lastrada, con la terminante obligación de que fuera lo más cuidada posible, para que reflejase, cuando menos de un modo pálido, pero real, toda la belleza sobrehumana de aquel escenario. Y ahora estoy precisamente en ese momento difícil y temido de ir transmitiendo a mis cuartillas a través de la máquina de escribir todo cuanto mi limitada capacidad de hombre me permite alcanzar.