La vida en común en sociedades multiculturales (Aportaciones para

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La vida en común en sociedades multiculturales
(Aportaciones para un debate)
Héctor C. Silveira Gorski
U. de Barcelona
El fenómeno inmigratorio1 de los últimos años ha abierto las puertas a un nuevo proceso
de mestizaje en las ciudades europeas. Cada vez es más común encontrar personas de
otras culturas y procedentes de lugares lejanos conviviendo en un mismo barrio 2 . La
articulación de esta convivencia es uno de los desafíos más importantes que tienen las
sociedades del mañana.
El tránsito de sociedades integradas por diferentes grupos culturales que pretenden
mantener sus identidades a otras donde estos grupos alcancen un reconocimiento de sus
“diferencias” en un marco común de convivencia, no se realizará sin fricciones. No hay
más que revisar nuestro pasado para constatar que la convivencia entre diversas
identidades colectivas oculta, normalmente, la dominación de unas sobre otras. A este
hecho cultural y político se añade otro de tipo psicológico-sociológico: la formación de
la identidad en un marco social integrado por distintos grupos culturales presenta
grandes dificultades. Toda identidad individual busca que los “otros significativos”
(Taylor) la reconozcan como una persona libre, autónoma e igual a cualquier otra, pero
este reconocimiento no es fácil de conseguir cuando los “otros” no pertenecen a la
misma comunidad3 . En este sentido, el fenómeno del pluralismo cultural pone sobre la
mesa la cuestión de las políticas de reconocimiento y de integración entre los grupos
que buscan una convivencia en común bajo un mismo sistema político.
La tesis que defenderé en este trabajo es que las sociedades europeas del mañana no
tienen más remedio que mantenerse abiertas a aceptar como miembros a ciudadanos de
cualquier procedencia sin imponerles su integración en alguna de las formas de vida
existentes en ellas. La perspectiva de que cada vez habrá más ciudadanos procedentes
de otros países y de otras culturas en territorio europeo plantea la necesidad de pensar
en cómo poner en pie una ciudadanía multicultural para que ninguna persona pueda ser
discriminada o quedar excluida de la vida en común. Está claro, como señala Habermas,
1
Gran parte de las migraciones contemporáneas son algo más que simples desplazamientos temporales de
personas y trabajadores. La pobreza en la que viven más de las 2/3 partes de la población mundial influye
de forma determinante en estos procesos migratorios. Sobre los flujos migratorios ver Bodei (1999).
2
En Barcelona ya hay barrios donde más del 10% de sus habitantes son extranjeros (Ciutat Vella y Poble
Sec). En 1999 había 40903 inmigrantes empadronados y en 2000 ya eran 53.428 -el 3’5 % del total de
una población de 1.505.581-.
3
Cuando utilizo las palabras comunidad y sociedad lo hago en el sentido que lo hace Max Weber: “llamo
comunidad a una relación social cuando y en la medida en que la actitud en la acción social (...) se inspira
en el sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los partícipes a constituir un todo (...). Y llamamos
sociedad a una relación social cuando y en la medida en que la actitud en la acción social se inspira en
una compensación de intereses por motivos racionales (de fines o valores) o también en una unión de
intereses con igual motivación” (1992: 33).
2
que el establecimiento de una ciudadanía multicultural requiere políticas y regulaciones
que sacudan y hagan temblar el fundamento nacional de la solidaridad civil en los
estados-nación europeos (2000: 100).
Este texto tiene como objetivo analizar desde la perspectiva de la filosofía política, en
primer lugar, algunas de las cuestiones que, a mi entender, se han de tener en cuenta
cuando hablamos de la configuración de una ciudadanía multicultural en las sociedades
occidentales. En concreto, la relevancia de los temas de la “clausura de sentido” y el del
“exterior constitutivo”. No es posible realizar políticas de “inclusión” sin tener en
cuenta el papel que juegan en el proceso de configuración de las identidades colectivas
y en las relaciones entre autóctonos y foráneos (I). En segundo lugar analizaré, desde un
plano más teórico, las dos fases de la “inclusión” de los extranjeros en una sociedad
democrática -la entrada y la “naturalización”-, haciendo especial hincapié en las teorías
de Habermas y de Walzer (II)4 . Por último, abordaré el tema de la vida en común entre
distintos grupos culturales en sociedades donde el conflicto y las desigualdades
estructuran las relaciones sociales y, por tanto, la convivencia (III).
I. La “clausura del sentido” y el “exterior constitutivo”
Una de las primeras cuestiones que debemos tomar en consideración a la hora de
abordar el tema de la convivencia en sociedades multiculturales es el hecho de que toda
sociedad busca mantener su cohesión en el espacio y en el tiempo mediante la
diferenciación de sus miembros de los foráneos. Este proceso de diferenciación y, al
mismo tiempo, de exclusión de lo exterior se produce, señala Castoriadis, porque toda
sociedad necesita crear su propio mundo de sentido –sus propias “significaciones
sociales imaginarias5 ”- para mantenerse unida como sociedad. Veamos brevemente lo
que dice el filósofo griego sobre esta cuestión6 .
En su ensayo sobre “Las raíces psíquicas y sociales del odio” Castoriadis sostiene que la
práctica totalidad de las sociedades conocidas se han instituido mediante una clausura
de sentido. Utiliza la expresión “clausura del sentido” para referirse a la cuasi necesidad
que tiene toda sociedad y las significaciones imaginarias7 –los significados sociales- de
las que es portadora, de clausurarse ante el mundo exterior que la rodea. Esta clausura
de sentido puede dar lugar a sociedades más cerradas o más abiertas. “Un mundo de
4
No será objeto de mi análisis la problemática de las minorías étnicas y culturales oprimidas ni la de los
nacionalismos de aquellas poblaciones que se conciben como grupos homogéneos étnica y
lingüísticamente y que quieren asegurar su identidad en un estado nacional. Sobre estos temas ver
Kymlicka (1998; 2000) y Hobsbawm (2000 b).
5
Significaciones sociales imaginarias pueden ser, por ejemplo, espíritus. dioses, polis, ciudadano, nación,
estado dinero, virtud, hombre, mujer, etc. Castoradis las llama “imaginarias” porque no corresponden a
elementos “racionales” o “reales”, sino que están dadas por creación; y las llama “sociales” porque sólo
existen estando instituidas y siendo objeto de participación de un ente colectivo impersonal y anónimo
(Castoriadis 1994: 68).
6
7
Para lo que sigue ver Castoriadis (2000: 179 y ss.).
La realidad, por ejemplo, es una “significación imaginaria”, cuyo contenido concreto está
codeterminado por la institución imaginaria de la sociedad” (2000: 183).
3
significaciones es cerrado si toda cuestión que puede plantearse en él o bien halla una
respuesta en términos de significaciones dadas, o bien su planteamiento carece de
sentido” (2000: 184). Mundos cerrados son, por ejemplo, los de las sociedades arcaicas
o tradicionales.
En la “clausura del sentido” los territorios, las fronteras, los foráneos adquieren
importancia en función de los sentidos específicos que los miembros y las instituciones
de una sociedad específica les atribuyen. Así, un extranjero es tal “porque las
significaciones de las que está imbuido son extranjeras, lo que quiere decir que
necesariamente son siempre extrañas”. Estas significaciones se van produciendo a lo
largo de proceso de socialización del individuo desde un sentido inicial coextensivo a su
propia esfera psíquica privada (sentido “monádico”) a un sentido social común. El
sentido de la vida del individuo va cambiando a medida que va pasando por un proceso
paulatino de identificación con ámbitos cada vez más amplios de las significaciones
sociales existentes en el mundo instituido: desde la familia, la parentela, el grupo de
edad, pasando por el clan, la clase social, hasta llegar a la nación y la etnia. Esto quiere
decir, que “todos los polos de identificación del individuo corresponden al mundo
instituido de las significaciones sociales, en el que evidentemente ocupan un lugar
central las significaciones referidas a las diferentes entidades colectivas instituidas de
las que el individuo es un miembro o un elemento” (2000: 185). Así, cuando más
cerrada es una sociedad más fuerte es la identificación de sus miembros con ella.
Pues bien, en este mundo de significados instituidos están también las raíces del
rechazo, temor y odio hacia el “otro”. La búsqueda de certezas últimas por parte de la
psique origina muchas veces procesos de identificación fuertes con las creencias de
unos determinados colectivos, hecho que puede dar lugar también a comportamientos de
desprecio y beligerantes hacia los que no comparten esas creencias o que forman parte
de otro grupo. En el origen de estos comportamientos hay, para Castoriadis, un rechazo
de la psique del sujeto a aceptar lo que para ella es extraño8 . El odio al otro hunde sus
raíces en el la cuasi-exigencia de la clausura del sentido. Por eso define el racismo como
“la aparente incapacidad del sujeto de constituirse en sí sin excluir al otro –y de la
aparente incapacidad de excluir al otro sin desvalorizarlo y, finalmente, odiarlo” (1993:
26).
En suma, para Castoriadis la xenofobia y el racismo, como fenómenos sociales, están
directamente vinculados con el modo cómo se desarrolla el proceso de socializaciónidentificación del individuo. Con ello nos viene a decir que no podemos entender el
fenómeno del odio hacia los “otros” sin tener presente algo que para él forma parte de la
propia “estructura ontológica del ser humano”: el rechazo por parte de la mónada
psíquica a aceptar lo que para ella es “extraño”, esto es: a aceptar, por un lado, el
individuo socializado cuya forma ella –la psique- ha tenido que tomar a la fuerza y, por
otro, los individuos sociales cuya coexistencia se le ha hecho aceptar (2000: 186). Esta
estructura ontológica es lo que lo lleva a afirmar que la aceptación del otro no es la
tendencia natural de la humanidad.
8
En el ensayo que estamos comentando Castoriadis intenta mostrar que el odio tiene dos fuentes que se
refuerzan entre sí: una raíz psíquica, por la tendencia de la psique a rechazar (y así, a odiar) lo que no es
ella misma; y una raíz social, derivada de la necesidad de las significaciones imaginarias existentes en una
sociedad de cerrarse ante las significaciones existentes en el mundo exterior.
4
Ahora bien, llegados a este punto podemos preguntarnos por qué los seres humanos no
pueden considerar a los “otros” como lo que son: simple alteridad. Dicho con otras
palabras: por qué ese rechazo hacia lo extraño, esa exclusión de lo foráneo, se convierte
a menudo en un acto de discriminación, desprecio, confinamiento e incluso en
exterminio. Castoriadis ve una posible causa de estos fenómenos en la disolución en las
modernas sociedades capitalistas de casi todos los grupos colectivos -familia, clases
sociales- que hacían de instancias intermedias en las relaciones entre los individuos. La
pérdida de referentes sociales habría provocado que el individuo se identificara con
otras entidades, como la “religión”, la “nación” o la “raza” y, en consecuencia, que en el
seno de la sociedad se exacerbaran aún más las diferencias respecto a los que no
formaban parte de esas entidades (2000: 192). Esto abre una línea de trabajo interesante
que no podemos abarcar aquí.
Lo que nos interesa remarcar es que la cuestión de la “clausura del sentido” pone de
manifiesto que la “pertenencia” a algún grupo humano viene determinada por el proceso
de autoconstitución de la propia sociedad y por los significaciones sociales que la
institución como un todo y las instituciones existentes en ésta se dan de sí mismas y, en
consecuencia, de los “otros”. La sociedad como un todo se suele autodefinir, por lo
general, de forma negativa, esto es: diferenciándose de las otras sociedades. La
condición de miembro del grupo se determina por exclusión o por diferenciación de
aquellos que son concebidos como ajenos al grupo. En este sentido, podemos decir que
todo grupo -toda comunidad- suele tener un “exterior constitutivo” (Derrida) que
interviene en el proceso de creación de la identidad del grupo y que, en última instancia,
incluso lo hace posible como tal.
Hoy día los extranjeros no-comunitarios, como consecuencia de las políticas de
inmigración aplicadas por los gobiernos europeos, están jugando este papel de “exterior
constitutivo” en el proceso de configuración del “demos” de la Unión Europea. Veamos
brevemente cómo se produce este fenómeno y sus consecuencias para estas personas y
las sociedades europeas.
1. Xenofobia, aporofobia y racismo en los países de la Unión Europea
a) un racismo institucional
Es de todos conocido que después de los acuerdos de Schengen (1985) las leyes de
extranjería se han convertido en un instrumento de control y de exclusión de los
inmigrantes en los sistemas políticos europeos. A los inmigrantes “regulares”, que
cumplen las normas de entrada y permanencia, se les reconocen temporalmente ciertos
derechos civiles, sociales y políticos, mientras que a los “indocumentados” se les
aplican normas de orden público con escasas garantías jurídicas. Estos últimos quedan
sometidos al arbitrio de la administración bajo un régimen jurídico excepcional (Silveira
1998). Personas que están realizando una vida más o menos parecida a la de cualquier
otra se pueden encontrar inmersos, de la noche al día, ante un proceso administrativo de
reclusión en “centros de internamiento9 ” y de expulsión del territorio.
9
Europa despidió el “siglo breve” llena de “campos” de internamiento para inmigrantes “sin papeles”.
Oficialmente en España existen seis “centros de internamiento” (Barcelona, Las Palmas de Gran Canaria,
5
El valor de la persona inmigrada pasa a estar condicionado totalmente por lo que
determinen las leyes de extranjería. Uno los factores que intervienen en este proceso de
condicionamiento es la distinción que realizan las constituciones entre derechos del
hombre o de la personalidad y derechos del ciudadano o de ciudadanía en el campo de
los derechos fundamentales. Los derechos civiles, políticos y sociales se distribuyen en
función de quién sea el sujeto que entre en contacto con el ordenamiento jurídico –un
ciudadano, un hombre, una mujer10 , un extranjero residente o un indocumentado-. Así,
los derechos políticos suelen ser derechos exclusivos de la ciudadanía, los derechos
sociales pueden ser, según decisión del legislador, del ciudadano y de la persona; y los
derechos civiles y los de libertad, en su mayor parte, son derechos de la persona. Pero
de estos últimos, los estados suelen reservar para sus ciudadanos el derecho de
residencia y el circulación (Ferrajoli 1999: 104-105). El no reconocimiento de estos
derechos, que por ser “de libertad” deberían ser reconocidos a todas las personas,
facilita que los inmigrantes, especialmente los “sin papeles”, sean tratados como “nopersonas” (Dal Lago 1999: 208). La conversión de estas personas en “no-personas”
pone de manifiesto hasta qué punto la violencia es un fenómeno inmanente a las
instituciones jurídico-políticas modernas, convirtiéndose incluso, como señala Baratta,
en uno de los problemas “congénitos de la modernidad” (1999: 12).
Las políticas de inmigración y de extranjería ponen en evidencia la ambivalencia y las
falsedades de la cultura política democrática de los países europeos. Por un al do, se
promueven manifestaciones contra el racismo y se castigan penalmente los actos
xenófobos y racistas11 , pero, por otro, se establecen medidas restrictivas respecto a la
inmigración económica, se recortan las ayudas económicas a los países pobres12 , se
dificulta con continuos controles administrativos que los inmigrantes residentes puedan
llevar una vida ordinaria y se persiguen hasta su expulsión a los indocumentados13 . Sin
embargo, los gobiernos, a pesar de las denuncias de las organizaciones defensoras de los
derechos humanos, mantienen las políticas de inmigración realizadas hasta ahora, e
incluso las endurecen, escudados en unas supuestas “razones” superiores o “estados de
necesidad”14 . Lo cierto es que los estados, por más razones que den, siguen actuando
Málaga, Madrid, Murcia y Valencia). En Alemania existen 16 y en Francia otros tantos. Sobre los centros
de internamiento ver el nº 3 de la revista Mugak (septiembre-diciembre 1997).
10
Sobre los derechos de las mujeres inmigrantes ver Mestre (1999: 22).
11
Arts. 22.4 y 510 del nuevo Código Penal español.
12
Según datos de la OCDE desde 1992 hasta 1999 los 21 países más ricos y desarrollados han recortado
sus ayudas al Tercer Mundo en un 24 %, alrededor de 15.000 millones de dólares menos.
13
Entre 1995-1999 el tránsito de inmigrantes por España ha dejado más de un millar de ahogados en el
estrecho de Gibraltar y alrededor de 20.000 detenidos en los “centros de detención” para extranjeros.
Según fuentes del Ministerio del Interior entre enero y noviembre de 1999 fueron expulsados 4839
inmigrantes, devueltos 17012 (sin tener en cuenta las devoluciones realizadas en Ceuta y Melilla) y
rechazados 8434. En 1997 fueron detenidos por inmigración irregular 12132 personas, 12710 en 1998 y
10133 hasta septiembre de 1999.
14
Algunas de las razones que se dan son, por ejemplo: impedir un mayor crecimiento del racismo, evitar
la alarma social, controlar la peligrosidad, la falta de recursos económicos para hacerse cargo de todos los
inmigrantes, evitar el efecto llamada, velar por la salvaguarda de los intereses nacionales. Argumentos de
6
como aparatos de homogeneización cultural, de “etnificación ficticia” (Balibar), cuando
no de represión de las diferencias. Sin embargo, estas políticas no son un fenómeno
aislado sino que se producen en un contexto social concreto.
b) xenofobia, aporofobia y racismo culturalista
En los últimos años, investigaciones empíricas de distinto tipo han constatado un
crecimiento en la opinión pública europea de las manifestaciones de xenofobia hacia los
inmigrantes no-comunitarios15 , especialmente si son pobres y no tienen recursos
(aporofobia). Las razones que se dan sobre el porqué de este fenómeno van desde las
económicas (temor a perder riquezas y privilegios), pasan por las educativas (escasa
instrucción) y las socioculturales (miedo a una posible transformación de la forma de
vida), hasta las comunicativas (poco contacto e interacción entre el grupo mayoritario y
el minoritario). Lo más grave de este crecimiento de la xenofobia en la opinión pública
es que ha servido, junto con el racismo institucional, como caldo de cultivo para la
irrupción en la escena político-social de grupos y organizaciones políticas de ideología
racista, verdaderos protagonistas del incremento del racismo hacia los inmigrantes nocomunitarios.
El ideario racista de estos grupos se fundamenta en un nuevo diferencialismo cultural en
el que la etnia ocupa el lugar que antes ocupaba la raza. El reclamo de unas pretendidas
diferencias biológicas y genéticas ha dado paso a la defensa de las diferencias culturales
entre los grupos étnicos con el fin de evitar que el posible mestizaje entre autóctonos y
foráneos pueda “desnaturalizar” o poner en peligro la identidad y la forma de vida de la
sociedad receptora. El nuevo racismo contra los inmigrantes interpreta la pérdida de los
vínculos sociales y la anomia existente en las periferias urbanas reclamando una
presunta comunidad originaria cuyas virtudes habrían sido transformadas,
supuestamente, por aquéllos que no forman parte de ella. En este sentido, la identidad
este tipo se dieron en la discusión sobre la nueva Ley de Extranjería (L.O. 3/2000, de 11 de enero). El
Ministerio de Interior se oponía a la aprobación de la ley tal y como había sido consensuada por los
partidos en el Congreso de los Diputados por considerar que podía condicionar “la convivencia de los
españoles en la próxima década”. En concreto al gobierno y al Partido Popular les preocupaba
principalmente: a) que la ley se refiera genéricamente a los “extranjeros que se hallen en España” y que
equipare sus derechos al de los españoles (el Ministerio de Interior exigía que no se dieran a las personas
en situación irregular los mismos derechos que al resto de los españoles, como por ejemplo: el derecho a
la asistencia sanitaria, a la educación, a las prestaciones sociales básicas, libertad de asociación, de
circulación y de reunión); b) la difuminación de las diferencias entre los inmigrantes legales e ilegales, ya
que esto podía provocar un “efecto llamada”; c) la necesidad de justificar la denegación de visados
porque esto podría generar la judicialización del asunto y la pérdida de control de los flujos migratorios
por parte del Estado; d) la instauración de un mecanismo de regularización permanente porque podría
permitir el acceso a la residencia legal cumpliendo requisitos “fácilmente manipulables” (la nueva ley
permite obtener la residencia temporal al extranjero “que acredite una estancia ininterrumpida de dos años
en territorio español, figure empadronado en un municipio en el momento en que formule la petición y
cuente con medios económicos para atender a su subsistencia” (art. 29. 3 L.O. 3/2000).
15
En 1997 el Instituto de Estadística de la Unión Europea confirmó la existencia de un importante
número de racistas declarados en los países europeos: el 38 % en Francia, el 23 % en Alemania, el 22 %
en Gran Bretaña, el 21 % en Italia y el 13 % en España. Como botón de muestra del aumento de la
xenofobia y de la aporofobia en España no hay más que recordar los acontecimientos de Terrassa,
Manlleu, Vic y Banyoles en Cataluña o de Níjar y El Ejido en Andalucía.
7
comunitaria, en la medida que apela a una unidad u homogeneización de la comunidad,
favorece la estigmatización de los que no comparten los valores de la comunidad o no
forman parte de ella: los otros” (Wieviorka 1992).
Por tanto, este diferencialismo obliga a que el “otro” sea diferenciado mediante rasgos
distintos a los de carácter fenotípico: a través de la lengua, la cultura, la moral, la
nacionalidad o la religión. El nuevo racismo necesita identificar unas determinadas
características morales o culturales como propias de un determinado grupo humano y
atribuirlas a cualquier individuo perteneciente a ese grupo. Esta estigmatización
convierte a los inmigrantes no-comunitarios en los “otros” por excelencia. La
consecuencia principal de esto es la de poner en pie un nuevo racismo segregacionista16 .
Esta ideología diferencialista es compartida también por partidos políticos nacionalistas
y comunitaristas preocupados por la salvaguarda de las identidades, las tradiciones y la
forma de vida de las poblaciones europeas. Para estos partidos, como la Liga del Norte
de Italia o el Partido Liberal austriaco (FPÖ), los inmigrantes no-comunitarios se han
convertido también en los nuevos “enemigos” simbólicos de la patria. Sus discursos no
hacen más que remarcar las diferencias, haciendo aún más grande la brecha entre los
autóctonos y los foráneos y favoreciendo con ello las políticas de discriminación y de
segregación. Pero sus verdaderas pretensiones, en el fondo, no son tanto la de impedir
un posible mestizaje entre culturas sino sobre todo la de evitar que las personas que
vienen de fuera logren acceder a los bienes y riquezas del grupo.
En suma, las barreras existentes entre los ciudadanos europeos y los inmigrantes se
alimentan tanto de formas institucionales, que defienden los límites del territorio y de la
ciudadanía –cupos de inmigración, leyes de extranjería, permisos de residencia- como
de unos discursos ideológicos, que transforman las diferencias entre ciudadanos
autóctonos y foráneos en una contraposición ontológica: es decir, entre mundos
culturales radicalmente opuestos (Dal Lago 1999: 44). Lo paradójico de este fenómeno
es que los inmigrantes acaban por reconocerse en las etiquetas culturales que se
construyen sobre ellos. Sin embargo, las poblaciones autóctonas difícilmente pueden
saber qué tipos de relaciones guardan los inmigrantes con sus culturas de origen. Por
ello, cuando se habla de multiculturalismo, concebido como un fenómeno social, no se
ha de aceptar el falso presupuesto de que los inmigrantes, por el mero hecho de serlo,
son las vanguardias de las culturas de sus países de origen. Es más, este discurso
diferencialista, al situar en un primer plano la cuestión de las diferencias culturales, no
hace más que esconder las condiciones socio-económicas en las que se encuentra el
inmigrante. El déficit principal de muchas de las teorías sobre el multiculturalismo
radica en que al enfatizar el tema, sin duda muy importante, del “reconocimiento de las
identidades”, desdeñan los aspectos socio-económicos y estructurales que están en su
base. Algunos autores, como Huntignton, llegan aún más lejos y convierten a las
desigualdades y los conflictos económicos entre los países ricos y pobres en guerras
entre culturas o civilizaciones. A este problema aluden también Bourdieu y Wacquant
16
El racismo puede asumir varias formas según como sea construida la relación con el “otro”. Además de
la separación o el aislamiento puede establecer también una relación de rechazo y destrucción del “otro” o
bien de dominación y asimilación. Lo que es común a todas estas formas es la pretensión de establecer un
privilegio, de realizar una exclusión, para dar ventajas a unos y perjudicar a otros.
8
en su crítica del “multiculturalismo” norteamericano, al que tachan de ser un gran
discurso pantalla del nuevo “pensamiento único” que exporta alrededor del mundo los
tres vicios del pensamiento nacional de ese país: “grupismo”, “populismo” y
“moralismo”. El “grupismo” reifica las divisiones sociales canonizadas por la
burocracia estatal en principio de conocimiento y de reivindicación política; el
“populismo” reemplaza el análisis de las estructuras de dominación por la celebración
de la cultura de los dominados y de su ‘punto de vista’; y el “moralismo” obstaculiza la
aplicación del materialismo racional en el análisis del mundo social y económico. La
consecuencia de la aplicación de estos tres vicios es dejar sin efectos el debate sobre el
“reconocimiento de las identidades” ya que en la realidad de todos los días el problema
de este reconocimiento no se sitúa solo a un nivel cultural sino especialmente en el
plano material de las condiciones de vida de las personas (2000: 5).
Todo esto nos lleva a reivindicar un cambio de las políticas que hasta ahora se han
venido realizando en los temas de inmigración y de reconocimiento e integración de
inmigrantes no comunitarios. Un cambio en estas políticas es necesario para evitar,
sobre todo, la difusión de los discursos diferencialistas y la realización de actos
excluyentes y discriminatorios en el seno de la opinión pública y de la sociedad
europea. Pero esto ya nos sitúa ante nuestro segundo tema: en el de las políticas de
“inclusión”.
II.- La “inclusión” del extranjero
Como decíamos en la introducción, la tesis que defendemos en este texto es que las
sociedades europeas, ante el fenómeno de las nueva migraciones y de la formación de
un nuevo pluralismo cultural en su seno deben mantenerse abiertas a aceptar como
miembros de sus estados a ciudadanos de cualquier procedencia sin poder exigirles su
integración en una forma de vida determinada.
En el proceso de “inclusión” de nuevos miembros en la sociedad debemos distinguir
una primera fase, en la que se decide sobre la admisión de nuevos miembros en el
territorio, de una posterior, en la que hay que resolver el proceso de “naturalización” de
los inmigrantes “residentes”. Es decir, los ciudadanos de las sociedades receptoras
tienen dos tipos de “deberes especiales”17 hacia los extranjeros: respecto a aquéllos que
quieren entrar para quedarse en el seno de la sociedad y respecto a los que ya residen en
ésta.
1. La admisión
17
Se entiende por “deberes especiales” aquellos deberes que tienen unas personas con otras por el hecho
de que les ‘son próximas’, es decir, por ser miembros de la misma familia, vecinos o conciudadanos. El
estado es el que impone estos deberes porque los individuos, allende el círculo inmediato de la familia y
el vecindario, son unos extraños para los otros y no se sienten, en consecuencia, responsables o con
obligaciones respecto a ellos. Por esto, como tan extraño es un ciudadano respecto a otro conciudadano
como respecto a un inmigrante de otro país, el estado debe regular los deberes que tienen los
conciudadanos entre sí y los que tienen éstos con los que llegan de fuera: inmigrantes, asilados y
refugiados (Habermas 1998: 638).
9
A la hora de decidir sobre la entrada de nuevos miembros los ciudadanos pueden
considerar que este tema es una cuestión moralmente relevante o bien entender que es
más bien un tema que debe resolverse desde un punto de vista ético, por considerar que
afecta especialmente a la forma de vida y a la convivencia existente en la sociedad
receptora. Es decir, hay que decidir las razones que se van a usar para fundamentar las
leyes que van a regular las políticas inmigratorias18 . Las razones morales son aquellas
que tienen validez universal –esto es, regulan razones de “justicia” teniendo en cuenta lo
que es bueno para cualquier persona en la misma medida- y las razones éticas tienen
una validez contextual y relativa –se adoptan teniendo en cuenta lo que es “bueno” para
los miembros de una comunidad específica-.
En Facticidad y validez Habermas defiende que las políticas de inmigración deben
argumentarse desde el ámbito de la ética. En los discursos éticos son decisorios los
argumentos que se apoyan en una explicitación de la autocomprensión de la forma de
vida de una comunidad específica. Este punto de vista no busca que cualquier persona
pueda dar su consentimiento a la norma sino que esto surja de procesos de
autoentendimiento entre las personas que forman parte de una comunidad específica. Es
un discurso relativo a las formas de acción que son “buenas para nosotros” a largo plazo
y en conjunto. Yo, en cambio, considero que el ámbito propio de las políticas de
inmigración debe ser más amplio y debe hacerse desde un punto de vista moral. La
decisión, a mi entender, debe examinar cómo queremos regular nuestra convivencia en
interés de todos por igual y adoptarse sin priorizar las formas de vida y las tradiciones
de una sociedad específica. La pretensión debe ser la de obtener una norma “justa”:
buscando que “cualquier” persona pueda aceptar la norma en el caso de que se
encontrara en una situación similar a la existente en el momento en que se adoptó.
Ahora bien, esto no quiere decir que en las deliberaciones morales no se puedan
ponderar razones pragmáticas y éticas, razones que mantienen sus relaciones internas
con los intereses y la autocomprensión de cada persona individualmente considerada.
No se ponderan como motivos y orientaciones de valor de las personas individuales, ya
que entonces estaríamos dando prioridad al punto de vista ético, sino como
contribuciones “epistémicas” –como justificación racional de las creencias- a un
discurso en el que nos vemos obligados a examinar qué normas nos damos y con el
objetivo de lograr un acuerdo (Habermas 1999. 62). El motivo de que en las
deliberaciones morales penetren las razones éticas y las pragmáticas se debe a que la
práctica de la legislación sólo se puede ejercer en común con otros y, en consecuencia,
no es imposible eliminar de esa decisión común la perspectiva de los intereses y las
autocomprensiones de las personas. Es decir, si bien la búsqueda de la imparcialidad de
los juicios morales nos obliga a separar la perspectiva horizontal en la que se regulan las
relaciones interpersonales, de la perspectiva vertical de los planes de vida individuales,
el contexto social en el que está inserto el individuo está presente en la decisión moral:
18
En este punto me he basado en la distinción entre moral y ética que hace Habermas en sus últimas
obras, especialmente en Facticidad y Validez (1998) y La Inclusión del otro(1999). En Facticidad y
validez Habermas defiende la tesis de que las razones que dan fundamento a la validez de una norma
jurídica pueden ser de tres tipos: morales, éticas y pragmáticas. Las razones “morales” son aquellas que
juzgan si una praxis es buena para todos en la misma medida; las “éticas” se refieren a los fines a
compartir en un grupo específico; y las “pragmáticas” regulan las estrategias para alcanzar fines
preestablecidos. Los comunitaristas, como veremos, creen que las normas jurídicas no se pueden
fundamentar desde un punto de vista moral, sino sólo ético.
10
es lo que lo ayudará a concretar el punto de vista moral. Como escribe Muguerza, frente
al punto de vista moral “concebido desde un universalismo abstracto, cabe reivindicar,
todas las concreciones que se quieran de este o aquel punto de vista moral”. No es
posible evitar que la vida moral sea contemplada “desde múltiples perspectivas”. Ahora
bien, ello no quiere decir que nos hayamos de confinar a este o aquel punto de vista
moral concreto, reduciendo a ese éthos nuestra moralidad” (1996: 360). Veamos estos
puntos de vista de forma más detallada.
a) la inmigración desde un punto de vista moral
Si se considera que las políticas de inmigración deben ser tratadas desde un punto de
vista moral, los intereses y las orientaciones valorativas en pugna en la discusión sobre
qué normas cabe adoptar ante este fenómeno se han de someter a un test de
universalización o de generalización. Los argumentos morales obligan a tomar
decisiones imparciales y a adoptar criterios aceptables desde la perspectiva de todos los
participantes, esto es, tanto desde el punto de vista del ciudadano autóctono como del
foráneo. La justicia entendida de modo universalista exige que “uno responda por un
extraño que ha formado su identidad en contextos vitales completamente distintos y se
entienda a sí mismo a la luz de tradiciones que no son las propias” (Habermas 1999:
59). En este sentido, en las deliberaciones morales hay una perspectiva “ampliada
intersubjetivamente desde la que se puede examinar si una norma conflictiva puede ser
universalizable desde el punto de vista de cada interesado”. En estas deliberaciones la
pregunta abstracta de qué sea de igual interés para “todos” sobrepasa la pregunta ética
contextualizada de qué es lo mejor para “nosotros”.
En correspondencia con esto el ciudadano de la sociedad receptora debe decidir acerca
de la inmigración de forma imparcial teniendo en cuenta también el punto de vista del
inmigrante. En su decisión debe valorar que a tal vez el día de mañana él también puede
encontrarse en la situación en la que el inmigrante está ahora y, por tanto, tiene que
pensar cómo le gustaría a él que lo trataran en el caso de solicitar la entrada en un país.
Desde este punto de vista, por tanto, al ciudadano no le queda más remedio que
entender que el derecho a migrar –tanto en el sentido del derecho a emigrar como del
derecho a inmigrar- debe ser reconocido como un derecho fundamental de la persona.
Su reconocimiento como tal podría ser decisivo para la realización del proyecto de vida
de cualquier persona que en un momento determinado se vea obligada a emigrar. Por
tanto, en el caso de que se establecieran restricciones a la inmigración, los argumentos
que se den, para ser legítimos, sólo podrían justificarse si compiten con la concepción
del derecho a migrar como un derecho fundamental de la persona. Para Habermas
podrían competir con este punto de vista aquellos otros que desde un punto de vista
socio-económico consideran, por ejemplo, que la entrada de nuevos miembros puede
poner en peligro la reproducción del orden socio-económico o la convivencia social,
hechos que afectarían también a los inmigrantes(1998: 640).
b) la inmigración desde un punto de vista ético
Si se considera, en cambio, que las decisiones sobre las políticas inmigratorias son
cuestiones éticamente relevantes, las discusiones sobre qué normas adoptar han de tener
en cuenta los intereses y las orientaciones valorativas existentes en la sociedad
11
receptora. Por tanto, el discurso ético es menos exigente porque no exige un test de
generalización. El enjuiciamiento imparcial de las cuestiones éticas obliga a ajustarnos a
las valoraciones y a los proyectos de vida existentes en el grupo, teniendo en cuenta lo
que es bueno para los miembros de éste, a diferencia de las cuestiones morales, que
debemos adoptarlas considerando lo que es bueno para todas las personas sin
distinciones. Desde un discurso ético los ciudadanos deben pronunciarse valorando, por
ejemplo, de qué modo la llegada de nuevos miembros puede alterar la distribución de
bienes existente en su sociedad, su forma de vida y la del conjunto de sus
conciudadanos.
Este es el punto de vista que sostiene Michael Walzer, uno de los principales
exponentes de las teorías denominadas “comunitaristas”19 . Para él no es posible abordar
la cuestión de las condiciones legítimas de entrada de los inmigrantes exclusivamente
desde un punto de vista moral, abstracto y universal. No se puede porque lo que
determina en última instancia el principio de justicia es la suma de los consensos y
disensos alcanzados entre los ciudadanos acerca de cómo se distribuyen los bienes –
dinero, poder, educación, atención médica y derechos- en las distintas esferas sociales.
Las cuestiones de justicia y solidaridad sólo tiene sentido plantearlas a partir de estos
significados sociales. Por tanto, no es posible establecer criterios de justicia universales,
aplicables a toda la comunidad humana; sólo se pueden definir principios de justicia en
función de los valores y de los bienes distribuidos en el seno de la sociedad (Walzer
1996: 58-59). Si esto es así no tiene sentido intentar fundamentar las normas jurídicas,
como pretende Habermas, desde la dimensión universalista del discurso moral20 . Esto se
puede hacer sólo desde el ámbito de la ética.
En correspondencia con esto, Walzer, por ejemplo, defiende la idea de que el derecho a
la autodeterminación incluiría también el derecho a la autoafirmación, esto es: a la
salvaguarda de la identidad o de las formas de vida de la sociedad receptora. Las
restricciones que se establecen en las políticas de inmigración sirven “para defender la
libertad y el bienestar, las políticas y la cultura de un grupo de gente comprometida
entre sí y con su propia vida común” (1993: 44, 51-52).
Ahora bien, el derecho legítimo que toda sociedad tiene a salvaguardar su identidad y su
forma de vida puede realizarse (materializarse) de muchas maneras frente a los
19
Sobre el encuadramiento de la teoría de Walzer como “comunitarista” ver el estudio introductorio de
Rafael del Aguila en Walzer (1996).
20
Para Habermas el derecho instituido en una estado, parar ser legítimo, debe estar al menos en
consonancia con argumentos morales. Habermas pretende una síntesis entre la moral y la ética. Así,
escribe: “De lo que el modo deliberativo de la práctica de la legislación ha de cuidar, no es sólo de la
validez ética de las leyes. Antes la compleja pretensión de validez de las normas jurídicas puede
entenderse como la pretensión de, por un lado, haber tenido en cuenta de forma compatible con el bien
común los intereses parciales que estratégicamente se afirman y, por otro, dar cobro a los principios
universalistas de justicia en el horizonte de una forma de vida determinada, caracterizada por
constelaciones valorativas particulares” (1998: 358). Por eso, para salir del dilema entre argumentos
morales y éticos realiza una diferenciación entre materias que deben ser reguladas desde un punto de vista
moral, como, por ejemplo, las referidas a cuestiones penales o de derecho procesal, y las que deben ser
reguladas desde un punto de vista ético, como la protección del medio ambiente, la planificación urbana,
las políticas culturales y, como hemos visto, las políticas inmigratorias (1998: 233).
12
foráneos. Por un lado, están aquellos que fundamentan las restricciones a la inmigración
con argumentos socio-económicos, preocupados principalmente por el mantenimiento
del bienestar de las poblaciones y la reproducción del orden social, y, por otro, los que
lo hacen argumentos ético-políticos con la pretensión de proteger la lengua autóctona,
las formas de vida y las instituciones de la sociedad. Estos últimos, a su vez, los
podemos dividir entre aquellos que tienen un planteamiento ético-político
substancialista, de defensa de las esencias, como gran parte de las teorías
comunitaristas, de los que tienen una posición ético política procedimentalista, como,
por ejemplo, la propuesta del “patriotismo constitucional” de Habermas.
A los argumentos socio-económicos21 , defendidos especialmente por los teóricos del
individualismo y del liberalismo económico, los comunitaristas añadirían otros de
carácter cultural con el fin de proteger la cultura y la forma de vida de la sociedad
receptora22 . Esto legitimaría el establecimiento de condiciones tanto para entrar en el
territorio como en las demandas de “naturalización”. Para los comunitaristas el derecho
a la ciudadanía va ensamblado con la identidad cultural. Ahora bien, esta defensa de las
identidades colectivas –de tipo étnico, cultural- es, como escribe Esposito,
“absolutamente especular respecto a como los neoliberales protegen los límites de la
identidad individual” (2000: 76). Aunque pueda resultar paradójico, las teorías liberales
y las comunitaristas comparten un mismo presupuesto: la defensa de la esencia del
sujeto, unos de forma singular y otros de forma colectiva.
Habermas estaría de acuerdo con la idea de fondo defendida por el comunitarismo. Para
él la sociedad receptora no tiene porqué verse afectada en su integridad por el fenómeno
migratorio. Ahora bien, a diferencia de los comunitaristas, considera que no es legítimo
que la defensa de la cultura, de la lengua o de la forma de vida sirvan de argumento para
restringir el derecho a la inmigración (1998: 640-641). No es legítimo utilizar este tipo
de argumentos porque bajo un estado de derecho y en sociedades culturalmente
plurales, donde los habitantes se identifican con diversas comunidades morales, ninguna
21
Argumentos de este tipo son los que da, por ejemplo, el demógrafo italiano Livi Baci en una entrevista
publicada en El País (10-11-1999). En ella sostiene que la razón que lleva a los países ricos a seleccionar
a los que llegan es el hecho de que en los países europeos la administración pública redistribuye el 50 %
de la renta nacional y, por tanto, si los gobiernos no pusieran filtros a la entrada de inmigrantes el Estado
asistencial de estos países correría peligro. Razonamientos de este tipo son los que están detrás, por
ejemplo, de los depósitos económicos que la mayoría de los gobiernos europeos exigen a los inmigrantes
que quieren entrar en territorio europeo y que sospechan de que puedan quedarse en el país. Por ejemplo,
en el Reino Unido se exige un depósito de 2’7 millones de pesetas a los inmigrantes llegados de India.
22
Como botón de muestra de una posición comunitarista nos sirve lo que dijo Joaquín Estefanía sobre la
integración de los inmigrantes en un artículo de El País (10-II-2000). Para él, los inmigrantes no sólo
deben respetar las leyes de los Estados que les acogen, sino [que] “también deben cumplir las leyes no
escritas de quienes los reciben, pues no sólo llegan a un Estado, sino sobre todo a una sociedad: la
urbanidad, la higiene, las costumbres... La voluntad de aprender el idioma también forma parte de estas
leyes no escritas. Por su parte, los anfitriones tienen que respetar la cultura, los aspectos diferenciales de
los inmigrantes. Estos han de contribuir al bienestar de la sociedad en que habitan, no minarlo o
boicotearlo. En definitiva, los inmigrantes tienen que asumir la civilización de los anfitriones, pero no su
cultura”. La posición que se defiende acerca de la integración, a pesar de que se reconozca que los
anfitriones tienen que respetar la cultura de los inmigrantes, es claramente “integrista”. Para un análisis
más a fondo sobre las posiciones comunitaristas ver Thiebaut (1998) y Colom (1998).
13
persona –ni siquiera aquélla que quiere entrar en el territorio- puede ser discriminada en
función de la cultura o de una forma de vida determinada.
Para evitar que esto suceda Habermas considera imprescindible distinguir entre la
cultura de los grupos arraigados en la sociedad, especialmente la del grupo mayoritario,
y lo que denomina la “cultura política común”. Ésta y no la cultura de la mayoría es la
que da una identidad específica a la sociedad y, por tanto, es la que hay que intentar
conservar. Por tanto, en un estado de derecho de una sociedad plural hay que distinguir
la “integración ética” de los habitantes en los grupos culturales de la “integración
política” en una “cultura política común” (1999, 213). Ambos procesos de integración
deben realizarse por separado y sin solaparse.
La “cultura política” está integrada primordialmente por los principios que regulan la
formación democrática de la opinión pública y de las decisiones políticas. Estos
principios permitirían que los ciudadanos reelaboraran constantemente sus
interpretaciones acerca de las normas y principios constitucionales. El resultado de estas
interpretaciones configuraría para Habermas la “cultura política”. Esto significa que ésta
está impregnada de los valores y tradiciones propios de esa sociedad. Ahora bien, este
contenido ético no debe menoscabar la neutralidad del ordenamiento jurídico frente a
las distintas comunidades integradas éticamente en el nivel subpolítico. La solidaridad
entre los distintos grupos debe dar lugar a un reconocimiento y aceptación “recíproco”
entre ellos pero sin pretensiones de ningún tipo de supremacía y/o dominación
etnocultural.
La defensa de la cultura política no pretende configurar un bien común sustancial -que
impondría a todos los ciudadanos una concepción singular de eudaimonía-, sino que a
través de ella se formen, principalmente, unos determinados vínculos entre los
habitantes con el fin de alcanzar una convivencia en común. La estructuración política
de la sociedad necesita que sus miembros compartan una cierta idea de comunalidad y
que además la pongan en práctica, esto es: practiquen una convivencia cívica.
Difícilmente puede haber una vida en común si el reconocimiento de las tradiciones y
subculturas existentes no va de la mano del reconocimiento de unas instituciones
comunes. Por tanto, la integración en esta “cultura política” permitiría, por un lado, que
los habitantes se reconocieran recíprocamente como miembros de una misma sociedad
y, por otro, que quedaran unidos por una “práctica de civilidad” acerca de sus
preocupaciones comunes (Mouffe 1999: 96- 97). Este lenguaje de intercambio civil
daría a la sociedad una identidad específica y determinaría también la pertenencia a la
“comunidad política”.
Todo esto nos lleva a decir que en la propuesta de “integración política” habermasiana
el derecho democrático a la autodeterminación incluiría también el derecho a preservar
el ámbito en el que los ciudadanos deciden autónomamente sobre sus instituciones,
derechos y deberes comunes - la “cultura política común”- pero no incluiría el derecho a
la autoafirmación de una cultura, de una lengua o de una forma de vida cultural
privilegiada. La integración en la “cultura política común” es una integración que se
lleva a cabo a través de la participación pero no a través de la identidad. De este modo,
el estatus de ciudadano no refleja la identidad cultural del individuo, sino sólo el uso
14
que puede hacer de forma reflexiva de sus derechos democráticos para cambiar su
posición o condición jurídica material.
Según este planteamiento, la sociedad receptora sólo puede esperar de los inmigrantes
su disposición a integrarse en la “cultura política”, sin que por ello tengan que
abandonar sus tradiciones y forma de vida. Esta integración política supone, de todos
modos, una inmersión en los valores ético-políticos de la sociedad receptora. La
“cultura política”, como decíamos antes, está impregnada de los valores existentes en la
sociedad. Sin embargo, si bien esto puede provocar sospechas y levantar críticas
consideramos que la propuesta de “integración política” habermasiana no se puede
equiparar a las posiciones comunitaristas ya que no defiende en ningún momento una
posición esencialista de defensa de los valores ético-políticos. Al contrario, su
planteamiento, en coherencia con su teoría de la democracia deliberativa, deja las
puertas abiertas para que en el futuro la “cultura política” pueda ser alterada incluso por
los inmigrantes. Ello dependerá de las relaciones que los distintos grupos establezcan en
el seno de la sociedad. Según la propuesta habermasiana los principios ético-políticos
comunes, reguladores del marco común de convivencia, podrán ser redefinidos si los
inmigrantes se integran en la sociedad y si existen en ésta los espacios y los
procedimientos institucionales para que la comunicación-confrontación entre los
distintos grupos se pueda realizar. Por ello la calificamos como propuesta ético-política
de carácter procedimental. En un primer momento, el reconocimiento de los inmigrantes
de la “cultura política” protege a la identidad de la sociedad receptora. Pero después
ésta, según como se desarrolle el proceso de democratización, puede ser alterada
políticamente. La práctica dirá, de todos modos, si esta propuesta de “integración
política” no pone en marcha en el fondo un proceso de asimilación de los inmigrantes.
Esta posición inclusiva y abierta acerca de la “integración política” explica también
porque Habermas no comparte las propuestas que defienden la institucionalización de
derechos colectivos con el fin de asegurar la coexistencia en igualdad de condiciones de
distintas subculturas en un mismo estado23 . No las comparte porque para él los titulares
de los derechos a la pertenencia cultural son los seres humanos individuales y no los
grupos o las comunidades24 . Las tradiciones culturales y las formas de vida, concebidas
colectivamente, se reproducen si logran “convencer” a aquellos que se integran en ellas
y las graban en sus estructuras de personalidad. (1999: 210). Por tanto, los que deben
decidir si conservan o no su lengua y su herencia cultural son los miembros del grupo.
Y para esto bastan que vean reconocidos sus derechos fundamentales por parte del
estado. Pero éste, desde un punto de vista cultural, debe permanecer neutral y asumir
sólo el papel de garante del pluralismo cultural.
23
Sobre el tema de los derechos colectivos ver el prolijo trabajo de López Calera (2000). También
Baubök (1999) y Kymlicka (1999).
24
Del mismo parecer es Savater al sostener que “los sujetos colectivos no pueden ser titulares de derechos
‘humanos’ por la sencilla razón de que no hay seres humanos colectivos” (1998: 13). En discusión con
Savater, Gurutz Jaúregui propone no hablar de derecho colectivos, sino de derecho individuales
colectivizados cuya existencia y protección sólo tienen sentido en el marco de un determinado grupo o
colectivo (1998: 10).
15
Esta posición choca con la defensa que realiza Will Kymlicka de los derechos
colectivos en una de sus obras más importantes -“Ciudadanía multicultural” (1996)-. En
este libro el autor canadiense sostiene la tesis de la necesidad de conceder derechos
colectivos a unos determinados “grupos étnicos” y “minorías nacionales” con el fin de
protegerlos de los grupos hegemónicos culturalmente. Los derechos colectivos son
necesarios, argumenta, porque la cultura no es algo sobreañadido a los derechos
individuales de las personas, sino que la propia libertad del individuo depende de la
conservación de esa cultura. Es decir, la libertad de elección de una persona “depende
de prácticas sociales, de los significados culturales y de la existencia de una lengua
compartida”. Por ello, la decisión sobre cómo debemos guiar nuestras vidas conlleva
“explorar las posibilidades que nuestra cultura nos proporciona” (1996: 177). En este
sentido, si los grupos culturales minoritarios tienen que ofrecer un contexto de elección
a sus miembros necesitarán estar protegidos frente a las decisiones económicas y
políticas del grupo mayoritario. La función de los derechos diferenciados es la de
proteger a un grupo cultural frente a otro, generalmente mayoritario25 . Estos derechos
colectivos pueden ser de tres tipos: los derechos de autogobierno (con ellos se delegan
poderes a las minorías nacionales, a menudo a través de algún tipo de federalismo); los
derechos poliétnicos (su fin es dar apoyo financiero y protección legal para
determinadas prácticas asociadas con determinados grupos étnicos y religiosos); y los
derechos especiales de representación (con los que se pretende garantizar que grupos
étnicos o nacionales tengan representación política, escaños, en el seno de instituciones
centrales del Estado que los engloba). Ahora bien, para Kymlicka estos derechos, para
ser aceptados como derechos que favorecen a unos determinados grupos de personas,
deben respetar siempre los derechos individuales de los componentes del grupo y no
pueden tener una posición de dominio sobre otros grupos.
b) La “naturalización”
Una vez tomada una decisión sobre la entrada de nuevos miembros en la comunidad hay
que adoptar otra sobre la “naturalización” del inmigrante residente. En este punto no
caben muchas discusiones ya que toda sociedad democrática que no quiera
contradecirse a sí misma no tiene más remedio que reconocer el derecho a la ciudadanía
como un derecho universal. Es decir, un estado democrático no puede negar que los
procesos de autodeterminación, a través de los cuales los ciudadanos determinan su vida
en común, estén abiertos a todos los habitantes de la sociedad. Una sociedad
democrática no puede negar al inmigrante residente o empadronado su derecho a
integrarse plenamente en la vida política de la sociedad.
La segunda admisión, señala Walzer, puede estar sometida a ciertas exigencias de
tiempo pero nunca puede ser negada del todo. Por ello, la primera decisión acerca de la
entrada en el territorio es muy importante porque lleva aparejada la ampliación de la
pertenencia al grupo. El inmigrante, cuando obtiene la residencia se convierte en un
ciudadano en potencia. Walzer, de todos modos, delimita el principio de justicia política
25
Kymlicka pasa revista a los argumentos de la igualdad, del pacto histórico y de la diversidad para
fundamentar los derechos de autogobierno de las minorías y de los derechos poliétnicos de los grupos
étnicos (1996: 152 y ss). Sobre estos argumentos y otras cuestiones relacionadas con los derechos de las
minorías y los derechos diferenciados ver Añón Roig (1999: 92).
16
de reconocimiento de la ciudadanía a los inmigrantes residentes con el principio de
justicia distributiva existente en la sociedad. Es decir, defiende que los ciudadanos, a la
hora de pronunciarse sobre la inmigración, deben de tener en cuenta principalmente dos
aspectos: que la decisión que adopten no ponga en cuestión la supervivencia de la
propia comunidad –decisión que afecta sobre todo a la primera admisión- pero también
que la comunidad no llegue a transformarse en una tiranía –hecho que está relacionado
con lo que se decida sobre la “naturalización” de los inmigrantes residentes (1993: 7273).
La “naturalización” de los inmigrantes residentes es uno de los temas pendientes que
tiene que resolver la Unión Europea. Desde un punto de vista democrático no es
admisible que los estados europeos sigan manteniendo regímenes de “democracia
censataria”. Es decir, los inmigrantes que estén empadronados y que hayan cumplido
con el período mínimo de residencia que se establezca deben participar activa y
pasivamente en todos los procesos electorales y no sólo, como algunos países reconocen
excepcionalmente, en las elecciones locales26 .
El mantenimiento de estos sistemas de democracia "censataria" pone de manifiesto la
conversión de la ciudadanía europea en un elemento de exclusión y de discriminación.
El art. 8.1. del Tratado de Maastrich (1992) al establecer que “será ciudadano de la
Unión toda persona que ostente la nacionalidad de un Estado miembro”, deja las puertas
abiertas para que los gobiernos practiquen una burocracia de la exclusión no sólo con
los inmigrantes recién llegados sino también respecto a todos aquellos que residen en
suelo europeo desde hace años y que tienen incluso varias generaciones a sus espaldas –
es el caso de los turcos en Alemania, paquistaníes e indios en Gran Bretaña, magrebíes
y argelinos en Francia-. Como dice Balibar, las identidades estatal-nacionales se “han
apropiado de la idea de ciudadano” porque sin su concurso no es posible configurar el
“demos” europeo (1998: 60).
La explicación de por qué los países europeos realizan estas políticas restrictivas en
derechos y de clausura de fronteras no está sólo, a mi entender, en la falta de voluntad
de los gobiernos para realizar otro tipo de políticas inmigratorias o en las demandas de
sectores de la sociedad de que se cierren las fronteras frente a los inmigrantes pobres,
sino que tiene que ver también con la cuestión de cómo se define al ciudadano y se
piensa el “nosotros” en los estados nación europeos. La forma que tienen hoy los
estados de regular la adscripción de una persona al ordenamiento jurídico sigue siendo
la misma que la que estableció la cultura jurídica en el siglo XIX: en virtud del
parentesco o del nacimiento en el territorio. Pero hoy está claro que tanto la adscripción
a través del parentesco como a través del nacimiento en el territorio crea, en términos
sociológicos, ciudadanos de segunda y de tercera clase. La constitución de una
ciudadanía multicultural requiere una redefinición de los mecanismos de adscripción de
26
En Francia hay alrededor de dos millones de inmigrantes no comunitarios residentes que no pueden
votar en las elecciones locales. El 5 de mayo de 2000 la Asamblea francesa aprobó con muchas
reticencias una propuesta de ley de los Verdes otorgando a los extranjeros no comunitarios el derecho a
votar y a ser elegidos concejales, nunca como alcaldes, en las elecciones municipales. Pero esta
propuesta, según las últimas informaciones publicadas, parece ser que no prosperará en el Senado,
especialmente a causa del poco interés del gobierno Jospin, para quien los “tiempos todavía no están
maduros”, para llevar adelante una reforma institucional de este tipo.
17
las personas a la comunidad política. Esta redefinición debe lograr también que el
principio de la nacionalidad –la pertenencia a una nación- no siga impregnando al de la
ciudadanía –la pertenencia a una comunidad política.
Como es conocido, la ciudadanía, desde un punto de vista conceptual, nació en el estado
moderno como una categoría independiente a la de la nacionalidad. Sin embargo, en el
transcurso del siglo XIX se vio contaminada por otras dos ideas: por la que consideraba
que todos los ciudadanos de un estado pertenecen a una misma nación o comunidad
nacional y por la que defendía que lo que une a esos ciudadanos es una etnicidad, una
lengua, una cultura y un pasado común. Esta contaminación tuvo como consecuencia
que la idea de estado como comunidad política, definido territorialmente, se confundiera
con la de la comunidad en sentido antropológico o existencial (Hobsbawm 1994: 6)27 .
Así, el hecho de ser ciudadano –miembro de una comunidad política- quedó asimilado
con la idea de pertenencia a una nación y la nacionalidad ocultó al principio de
ciudadanía.
La ciudadanía para no ser excluyente debe ser progresivamente des-nacionalizada, desterritorializada y más democrática para pasar a fundarse en criterios respetuosos con la
dignidad humana, la igualdad de derechos y el respeto por las “diferencias”. Sólo así
esta categoría jurídica volverá a ser el reflejo del estatus de los derechos y deberes de las
personas que viven en un determinado estado, la expresión, como dice Rusconi, de la
titularidad de acceso a determinados bienes que tienen forma de derechos -civiles,
políticos y sociales- (1996: 20)28 . Esta nueva concepción de la ciudadanía debería
combinarse también “con una nueva teoría de la confianza, a nivel local y global, que
reemplazará al paradigma actual de la confianza centrada en el estado y parapetada tras
las fronteras nacionales” (Santos 1998, 148). En este sentido, un cambio en las políticas
de los gobiernos sobre los flujos migratorios ayudaría a modificar las políticas sobre la
ciudadanía. Sami Naï r propone que los gobiernos europeos controlen y organicen de
forma más flexible los flujos migratorios con el fin de que haya una inmigración de ida
y vuelta entre los países receptores y los de origen y para que los flujos repercutan
positivamente en el desarrollo de los países de origen29 . Pero para hacer esto las
27
Los nacionalismos europeos, con la ayuda del historicismo y del romanticismo, establecieron esta
conexión entre el ethnos y el demos (Hobsbawm 1991: 69).
28
Un primer paso en esta dirección lo pueden dar las administraciones locales. Pueden reconocer a través
de los mecanismos jurídico-políticos que tengan a su alcance como “ciudadanos” a los inmigrantes,
incluso a los “sin papeles” que estén empadronados.
29
Para Naï r la política inmigratoria de los países europeos debería fundamentarse en tres puntos: la
“corresponsabilidad”, la “contractualización” y el “codesarrollo”. La “corresponsabilidad” consistiría en
conseguir que tanto los países de acogida como los de origen se responsabilizasen de los flujos –los de
acogida preocupándose de la demanda migratoria, para evitar que los inmigrantes caigan en manos de las
mafias, y los de origen estableciendo estrategias de dominio de los flujos. Los estados deben intervenir en la
gestión-control de los flujos migratorios ya que su inhibición conlleva que los inmigrantes queden
sometidos a las arbitrariedades de la ley de la oferta y de la demanda del mercado, con la posibilidad de caer
en manos de las mafias de trabajo clandestino para “ser insertados en los circuitos de demandas con un valor
salarial débil”. En segundo lugar, Naï r propone identificar, en los países receptores, los sectores en los que la
mano de obra extranjera es necesaria, flexibilizar la legislación laboral para favorecer el empleo en estos
sectores y realizar contratos de contingencia de inmigrantes con los países proveedores de emigrantes. Hay
que evitar que la inmigración parasite el mercado legal de trabajo. Por último se tendrían que impulsar
políticas de “codesarrollo” con el fin de reorientar la contribución de la inmigración al desarrollo del país de
18
sociedades europeas deben unir sus intereses como países de acogida con el principio de
solidaridad hacia los nuevos inmigrantes.
III. La vida en común: reconocimiento e “inclusión”
El punto de partida para la vida en común es el establecimiento de relaciones de
reconocimiento recíproco entre los habitantes de la sociedad. Para que se produzca este
reconocimiento tienen que existir, más allá de todo discurso moral y cultural, las
condiciones jurídico-políticas indispensables para que una parte de estos habitantes, en
este caso los inmigrantes no comunitarios, no puedan ser tratados bajo ninguna
circunstancia como no-personas. Todos los habitantes de un estado democrático de
derecho han de poder encontrar igual protección y respeto en su integridad como
individuos incanjeables, en cuanto de miembros de un grupo étnico o cultural, y en su
condición de ciudadanos, esto es, de miembros de la comunidad política (Habermas
1998: 623-624). El cumplimiento de estos puntos exige que la sociedad permanezca
abierta, desde el punto de vista de su “cultura política”, a todos sus habitantes –
ciudadanos e inmigrantes residentes-. La ciudadanía no debe cerrarse en términos
particularistas, sustanciales, sino que debe articular lo común con lo particular, lo
autóctono con lo foráneo. Sólo así se podrá iniciar el sendero de la convivencia en una
sociedad multicultural.
Como veíamos antes, la propuesta de “integración política” de Habermas se fundamenta
en la idea de que la autoorganización y, en consecuencia, la democratización de la
sociedad puede convertirse en el motor del proceso de integración de los inmigrantes en
el marco político. La reorganización de la vida en común sería para él, como también
para Mouffe, el resultado de la participación de los ciudadanos y de los inmigrantes en
los foros públicos de discusión y en los ámbitos institucionales de toma de decisiones
sobre los temas de interés general. Otros autores, como Rusconi, en cambio, no tienen
tantas esperanzas y desconfían de que la legítima participación de los inmigrantes en las
instituciones políticas origine una nueva “cultura política común”. Al contrario, creen
que esta participación reforzará en ellos el sentimiento de su propia diferencia (1996:
21).
Ahora bien, independientemente de cuál sea el resultado de esta “integración política”
parece claro que la propuesta de autoorganización de la sociedad a través de un
procedimiento democrático “inclusivo” de todos los grupos culturales difícilmente se
podrá llevar a cabo si estos grupos mantienen relaciones en términos de amigo-enemigo.
Una política “inclusiva” requiere, como señala Mouffe, que las distintas partes en
conflicto no se vean como antagonistas sino como adversarios. Esto nos sitúa ante el
tema de cómo conjugar la política con las pasiones y el conflicto social.
a) la política, las pasiones y la desactivación del “antagonismo”
En los análisis y propuestas sobre la realidad social, especialmente si afectan al ámbito
de las teorías de la justicia, no es posible dejar de lado las dimensiones del poder y del
conflicto. La política, como sabemos, es algo más que un simple proceso racional de
origen: orientar las transferencias financieras y de mercancías de la inmigración “hacia fines socialmente
emancipadores” en sus países (1998)
19
negociación entre individuos ya que en ella intervienen también las pasiones y los
afectos, el proceso instituyente frente a la sociedad instituida (Barcellona 1998: 289).
Aquellas teorías que, como la de Rawls, no tienen en cuenta estas dimensiones corren el
peligro de convertirse en teorías antipolíticas30 . Este mismo problema lo encontramos
en las teorías del “comunitarismo ético”, las cuales, a fuerza de querer privilegiar el bien
común y el vivir conjuntamente, no contemplan en sus justas dimensiones el tema de los
poderes sociales, especialmente del ámbito privado, y el del conflicto latente entre
grupos y clases sociales en sociedades reproductoras de las desigualdades materiales
como las occidentales.
Una política democrática debe insertar las pasiones y los conflictos en la escena pública
respetando y favoreciendo el pluralismo existente en ella. Pero para poder gestionar el
conflicto y las pasiones en el seno de una sociedad democrática es necesario desactivar
el “antagonismo” potencial existente en las relaciones sociales, los enfrentamientos en
términos de amigos y enemigos, y convertirlo en un “agonismo” -en relaciones entre
adversarios- (Mouffe 1999: 16). Esto es importante especialmente por dos motivos. En
primer lugar, porque los acuerdos sobre los principios ético-políticos comunes,
imprescindibles para alcanzar una vida en común, dependen de la dialéctica que los
distintos grupos sociales establecen en el seno de la sociedad. Y, en segundo lugar,
porque los acuerdos sobre la redistribución de los bienes y la satisfacción de las
necesidades en sociedades plurales y desiguales siempre serán parciales y provisionales.
El consenso no puede incluir inevitablemente a todos y, en consecuencia, siempre habrá
algún grupo que quede fuera de los acuerdos.
En este sentido, para ayudar a desactivar el “antagonismo” latente existente entre
autóctonos y foráneos es muy importante conseguir un cambio radical en las políticas de
inmigración y de extranjería de los gobiernos europeos. Es más, a mi entender, las
instituciones no pueden actuar como instancias reproductoras de este antagonismo, sino
que tienen la obligación de hacer lo posible para desactivarlo y eliminarlo. Con este fin
deben trabajar también las organizaciones sociales y políticas, proponiendo soluciones
para aquellas circunstancias sociales, culturales, económicas y políticas que originan o
que están detrás de las conductas xenófobas, discriminatorias y que, en consecuencia,
no hacen más que incrementar el antagonismo y la violencia entre los de aquí y los de
fuera.
Todo esto nos lleva a pensar en cómo llevar la democracia a las prácticas sociales que
tejen la trama de las relaciones entre el estado y la sociedad civil en nuestras sociedades.
Hoy, más que nunca, ante el nuevo panorama socio-político que está tejiendo la
“globalización neoliberal” de la economía de mercado capitalista hay que trabajar para
impulsar y difundir los procesos de democratización en todos los ámbitos sociales. La
lucha por conseguir que la democracia se convierta en una “forma de vida” es necesaria
para conseguir, por lo menos, que las esferas de la sociedad civil y de la opinión publica
30
Rawls piensa que es posible encontrar una solución racional a la cuestión de la justicia y por ello
establece un punto de vista públicamente reconocido desde el cual todos los ciudadanos pueden examinar
si sus instituciones son justas o no. Esto determina que en su teoría desaparezca el conflicto, el
antagonismo y las relaciones de poder; el campo de la política se reduce a un proceso racional de
negociación entre intereses privados bajo las limitaciones de la moral.
20
puedan continuar participando e influyendo en el sistema político y en la creación de
estados de opinión. La democratización y la multiplicación de los espacios sociales en
los que las relaciones de poder estén abiertas a la participación y al control de los
ciudadanos permitiría, entre otras cosas: a) afrontar con ciertas perspectivas de éxito la
alteración de las posiciones sociales que ocupan los habitantes; b) abordar la
transformación y la eliminación de los mecanismos institucionales y sociales
reproductores de desigualdades y de discriminaciones; c) exigir que las propuestas de
reconocimiento de derechos y deberes sean verdaderamente materializadas (Barcellona
1992: 103). Sólo así, consiguiendo una mayor democratización de la sociedad, se logrará
avanzar en el establecimiento de formas de reconocimiento mutuo entre ciudadanos e
inmigrantes, algo imprescindible para alcanzar una convivencia en común.
Sin embargo, este proceso de democratización de la sociedad difícilmente se podrá
poner en práctica si las personas, autóctonas y foráneas, no pueden o no están dispuestas
a asumir sus mutuas responsabilidades comunes. La participación activa en los asuntos
de interés general ya sería un signo de la asunción de estas responsabilidades. Ahora
bien, soy consciente de que este planteamiento sobre la democratización y la
autoorganización social es el punto débil de esta propuesta sobre la vida en común en
sociedades complejas y multiculturales. El ideal democrático es hoy día uno de los
menos practicados. Pero esto está relacionado con la crisis que vive la política en las
sociedades occidentales.
b) la crisis de la política en sociedades plutocráticas de individuos
La crisis actual de la política tiene su origen en la debilidad de los actores políticos
tradicionales, partidos políticos de masas y sindicatos, y en el escaso peso e incidencia
de las organizaciones y de los movimientos sociales, configuradores de la sociedad
civil, en los sistemas económico y político-administrativo. Desde un punto de vista
político, podemos caracterizar a las sociedades occidentales como “plutocracias con
libertades políticas”. Plutocráticas porque el poder -económico, político, militar,
cultural- está fuertemente concentrado en pocas manos, y “con libertades políticas”
porque las decisiones del sistema político se toman a través de instituciones
representativas elegidas por el conjunto de los ciudadanos (Sempere 1999: 61). Habría
que añadirles también el calificativo de “censatarias” por la exclusión de los
inmigrantes residentes31 del sistema político.
Pues bien, en estas plutocracias quedan cada vez menos espacios públicos para la
comunicación y la participación de los ciudadanos en los asuntos de interés general. La
discusión, la confrontación y el diálogo en público por los asuntos comunes han dejado
de ser factores de movilización entre la ciudadanía. En este declive de la política,
concebida como ámbito de la toma de decisiones sobre los asuntos comunes, influye la
debilidad que presentan los partidos políticos como actores colectivos y la merma que
sufren las instituciones políticas del estado-nación en sus facultades de incidencia y de
gobierno sobre la esfera económica. Nuevos actores sociales y políticos (organizaciones
31
A este respecto es muy importante el proyecto de Carta Europea por la salvaguarda de los derechos
humanos en las ciudades, donde se recoge expresamente el derecho al voto en las elecciones locales de
los inmigrantes empadronados.
21
no gubernamentales, grandes empresas transnacionales, corporaciones financieras,
instituciones supranacionales públicas y privadas) van ocupando paulatinamente el
espacio de la política. En realidad, hoy los estados están gobernados por una
comunidad financiera internacional32 .
La debilidad del ideal democrático, la crisis de los actores políticos tradicionales y la
configuración de un “soberano privado supraestatal” (Capella 1997: 260) dejan a las
poblaciones sin interlocutores, sin instituciones políticas fuertes y sin instrumentos
políticos, no sólo para participar, sino también para influir e incidir en la toma de
decisiones que afectan a sus vidas. Las poblaciones quedan a la deriva y, en
consecuencia, expuestas a los demagogos de turno.
Otro de los factores que intervienen en este fenómeno de crisis de la política y que es,
por decirlo de algún modo, su otra cara, es el proceso paulatino de reducción de las
personas en espacios privados-particulares. Nuestras sociedades son “sociedades de
individuos” cada vez más individualizados. Detrás del actual proceso de
individualización están los cambios que bajo el Estado asistencial sufrieron los dos
entornos sociales que desde las revoluciones burguesas habían quedado marcados de
una forma estamental: la clase social tradicional y la familia-. En el Estado asistencial,
escribe Beck, “sobre el trasfondo de un estándar material de vida relativamente alto y
de unas seguridades sociales muy avanzadas, los seres humanos fueron desprendidos
(...) de las condiciones tradicionales de clase y de las referencias de aprovisionamiento
de la familia y remitidos a sí mismos y a su destino laboral individual” (1998: 96).
Con la individualización las personas se ven obligadas a hacer de sí mismas el centro de
sus propios planes de vida y se encuentran ante un creciente ámbito de opciones
posibles, entre las cuales están las de proyectar nuevos vínculos sociales y nuevas reglas
de convivencia. Ahora bien, conseguir esto no es tan simple y no depende sólo de la
libre voluntad de cada uno. Para que la individualización permita al individuo ser más
autónomo es necesario también que haya una reorganización en las formas y en las
condiciones de su vida cotidiana. El individuo ha de encontrar el espacio social y las
condiciones adecuadas para conseguir: a) una apropiación reflexiva de las tradiciones
estabilizadoras de la identidad; b) autonomía en el trato con lo demás y en relación con
las normas de la vida social en común; y c) configurar personalmente su propia vida
individual (Habermas 2000: 111-112).
Sin embargo, esta reorganización del espacio vital del individuo choca contra la
expansión y la hegemonía, cada día más grande, del sistema de la economía de mercado
capitalista. Es más, paradójicamente el proceso de individualización ha abierto aún más
las puertas para la difusión de la lógica del mercado y del consumo de masas como
formas de existencia predominantes en las sociedades occidentales. El individuo se
encuentra delimitado y determinado por el sistema del mercado y la lógica de lo
económico en todos los ámbitos de su vida: laboral, educativo, consumo, ocio, político,
etc. El proceso de individualización ha provocado una mayor institucionalización y
estandarización de las situaciones de vida (Beck 1998: 96-98). La consecuencia más
inmediata de esto es que en este marco al individuo no le queda más remedio que
32
Para constatar esto no hay más que ver las consecuencias económicas y políticas que tienen las
decisiones de la Reserva Federal de EE.UU. y del Banco Central Europeo sobre el precio del dinero.
22
preocuparse de cuidar, por encima de todo, sus propios intereses. Esto lleva también a
que se encuentre cada vez más aislado de los demás. Así, la lógica de la acumulación, la
mercantilización y la pretensión de alcanzar el bienestar de forma individualizada se
erigen en los obstáculos principales de la realización del proyecto de autonomía, de
autoorganización en las sociedades occidentales, al actuar principalmente como
disolventes de los vínculos sociales.
Las causas de este proceso de individualización-mercantilización y del declive de la
política no están sólo en el presente sino que hunden sus raíces en el núcleo ideológicopolítico fundacional de la modernización impulsada por la burguesía. En el proyecto de
sociedad burgués encontramos que la esfera de lo “político-estatal” -que tiene como
función la conservación de lo existente- no deja que la esfera de la “política social” -el
terreno de la creación social- pueda expresarse libremente y realizarse completamente.
Este predominio de la esfera "político estatal" sobre la de la "política social" se debe,
como señala Barcellona, a que en el proceso de constitución de la Modernidad la
burguesía, como fuerza social hegemónica, instituyó unos principios que desde entonces
han determinado las relaciones entre el ámbito político y la sociedad y han definido las
funciones de lo “político-estatal” (de las instituciones instituidas). Estos principios son
cuatro: a) la reducción de la sociedad a economía y de la economía a economía natural
(esto significa que los individuos son concebidos como individuos aislados, que entran
en relación exclusivamente a través del mercado); b) la institución de la esfera política
como una esfera separada, cuya única función es la de garantizar la autonomía de la
esfera económica y el desarrollo de las relaciones implicadas en ella según el principio
de la equivalencia económica; c) la autofundación del derecho, la concepción del
derecho que define su validez en términos exclusivamente formales; d) la racionalidad
abstracta, que excluye las demandas de sentido de los individuos, que impide la
actividad práctico-creativa de éstos, y que define las formas de la acción según la lógica
de la adecuación de los medios a los fines (1998: 347). La institucionalización de estos
principios impide, por un lado, que el pueblo, como poder constituyente, alcance el
autogobierno social y, por otro, debilita a la política como instancia-momento creador
de nuevos significados e instituciones.
En suma, la debilidad del ideal democrático supone, por tanto, un límite importante para
las políticas de “inclusión” de los inmigrantes en las sociedades occidentales. Estas, son
cada vez menos públicas y democráticas al estar, como hemos visto, día a dic más
heterodirigidas por instancias económico-políticas privadas, poco transparentes y
escasamente democráticas.
c) Diálogos transculturales
Una vez establecido el marco de convivencia común los distintos grupos culturales y
sociales podrían iniciar lo que Sousa Santos llama “diálogos transculturales”. Estos
diálogos tendrían como fin principal el de encontrar respuestas tanto a las diferencias
como a los problemas que comparten. Por ejemplo, uno de los problemas con los que se
encuentra la cultura occidental es que si bien todas las culturas tienen concepciones
sobre lo que es la dignidad humana, no todas conciben esta idea en términos de
23
derechos humanos33 . Por ello, los diálogos transculturales necesitan una hermenéutica
diatópica, la cual se basa en la idea de que los topoi34 de una cultura son tan
incompletos como la cultura en que se producen35 . La praxis de una hermenéutica
diatópica impediría, por tanto, mantener una posición universalista porque por más que
las culturas aspiren a tener valores últimos y preocupaciones centrales esto no implica
que se tengan que ignorar los valores de los otros grupos o que se intenten imponer los
de unos sobre los de los otros. Tampoco se puede defender un relativismo cultural
absoluto porque ello significaría la aceptación de la igual validez de los valores y de las
normas sostenidas por las otras culturas, pudiéndose dar el caso, por ejemplo, de que un
ciudadano occidental tuviera que aceptar como válidas normas que no respetan lo que
para él son derechos fundamentales de las personas –por ejemplo, el derecho de
igualdad entre hombres y mujeres-. El hecho de que todas las culturas sean relativas no
significa que no se puedan cuestionar los valores y costumbres de los otros. Sousa
Santos propone que contra el relativismo hay que poner en práctica procedimientos que
atraviesen las distintas culturas con el fin de distinguir las conductas progresistas de las
regresivas.
El fin de estos diálogos y procedimientos transculturales sería el de construir una
concepción verdaderamente mestiza de los derechos humanos, configurar un nuevo
cosmopolitismo que abarcara las preocupaciones morales y políticas y las luchas contra
la opresión y el sufrimiento humano (Santos 1998: 193). Lo más importante, de todos
modos, es que estos diálogos promuevan el establecimiento de los procedimientos
necesarios para que los ciudadanos y los inmigrantes puedan modificar conjuntamente
los principios y las instituciones que estructuran su vida en común.
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33
El eurocentrismo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 suscitó propuestas
alternativas procedentes de las otras áreas culturales como, por ejemplo, la Carta Africana de Derechos
Humanos y de los Pueblos -llamada Carta de Banjul (1981)- y la Declaración de los Valores Asiáticos de
Bangkok (1993).
34
Se entiende por topoi aquellos lugares comunes de un universo discursivo dado, las premisas de la
argumentación que, por ser evidentes, no se discuten.
35
Por ejemplo, todas las culturas son incompletas y problemáticas en sus concepciones de la dignidad
humana (Santos 1998: 199-201).
24
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Héctor Claudio Silveira Gorski
Profesor de Filosofía del Derecho
Facultad de Derecho, U. De Barcelona
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Barcelona 08034
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