¿Por qué esta guerra es inmoral? Fernando Aguiar IESA-CSIC Si a la mayoría de los españoles, que están en contra de la guerra, o a la mayoría de los ciudadanos de otros países, que también lo están, se le pregunta si cree que hay guerras justas, guerras moralmente permisibles, seguramente responderá que sí, que las hay; no necesitará grandes conocimientos de historia para poner ejemplos de guerras justificables desde un punto de vista moral (Hitler es muy socorrido en estos casos), ni le hará falta recurrir a sesudos manuales de ética para explicar en qué ocasiones es así: cuando la guerra, dirá la mayoría, sea realmente la única opción frente a un mal mucho mayor. Habrá quien, pese a todo, se oponga a la guerra en cualquier circunstancia, incluso en aquellas ocasiones en las que resulta patente que no hay otra salida. Pero dejando a un lado a quienes consideran el pacifismo como un principio que debe regir de forma absoluta todo conflicto entre naciones, no parece que atente contra nuestro sentido ético, contra nuestras intuiciones éticas más arraigadas, afirmar que, en situaciones excepcionales, la guerra es moralmente justificable. Cuando las tropas Nazis invadieron Francia la conducta moralmente indigna no fue la de aquellos que cogieron sus armas contra el invasor, sino la del gobierno del General Pétain. En cuestiones de este tipo el acuerdo moral no puede ser más amplio. ¿Tan despistada anda ahora, en cambio, esa mayoría que se opone con firmeza –y algunos, a veces, con fiereza- a esta guerra? ¿Tan inmoral resulta condenar a los atacantes? Tal parece creer Julio Carabaña, quien en un artículo recientemente publicado en El país (28/3/03) asegura que la invasión de Irak puede no ser legal, pero es perfectamente moral. Es cierto que el hecho de que la ma yoría se oponga a la guerra no le quita por sí solo la razón a Carabaña. En cuestiones morales la mayoría no siempre acierta. Pero en esta ocasión los argumentos morales a favor de la guerra son tan débiles que no parecen cuestionar seriamente el buen sentido ético de la mayoría. Julio Carabaña afirma, sin embargo, que se siente “moralmente obligado a apoyar la invasión de Irak…porque su consecuencia es con toda probabilidad la eliminación de un mal mucho mayor que el daño que puede provocar”. La consecue ncia beneficiosa de la guerra es la derrota de Sadam, que puede contribuir, afirma Carabaña, “al progreso de la democracia, de la libertad y de los derechos humanos”. Formalmente, las argumentaciones éticas de este tipo se denominan consecuencialistas: las teorías éticas consecuencialistas afirman que, dadas todas las opciones posibles, una acción es moralmente correcta si produce el mejor resultado –si tiene las mejores consecuencias- desde un punto de vista impersonal. Si esta definición se toma en serio la invasión de Irak es claramente inmoral. ¿Por qué? ¿Acaso la invasión no va a tener las mejores consecuencias posibles (derrocar a Sadam, liberar al pueblo Iraquí y, de paso, al kurdo, promover la democracia)? ¿No es en este caso la guerra un mal mucho menor que el bien que fomenta, como opina Julio Carabaña? En primer lugar, un consecuencialista serio tendrá que admitir que la decisión de atacar Irak no se ha tomado tras analizar, y agotar, todas las alternativas posibles. Si lo que se pretendía era desarmar al régimen de Sadam, no se ve por qué los inspectores de la ONU no podían seguir trabajando, dado que se estaba produciendo el resultado deseado. Es cierto que los inspectores estaban amparados por la presión militar americana; pero la presión militar no es la guerra misma, y si esa presión, junto con las inspecciones, estaba dando buenos resultados, un consecuencialista serio condenará esta guerra por inmoral, pues no es la acción que tiene los mejores resultados: desarmar a Sadam pacíficamente habría sido moralmente hablando mucho mejor que desarmarlo tras una guerra. Quizás se afirme ahora que no sólo se busca el desarme con esta guerra, sino que se quiere conseguir, sobre todo, que Irak sea un régimen 1 democrático en el que se respeten los derechos humanos, para lo cual no bastaba con las inspecciones. Sin embargo, si de esto se trata realmente, parece obvio que la coalición militar que encabezan los EEUU no ha contemplado alternativa alguna a la guerra, por lo que no cabe decir que ésta sea, sin lugar a dudas, el mejor medio posible para lograr ese valioso fin. Por último, parece evidente que la invasión de Irak tampoco es la mejor forma de luchar contra el terrorismo –otro de los muchos y confusos motivos que se han invocado para justificar la invasión-, como así lo han reconocido expertos en terrorismo internacional. Por otro lado, un consecuencialista serio jamás sostendrá que las intenciones de los invasores son lo de menos si las consecuencias de la guerra resultan beneficiosas (libertad, democracia, etc.): “hágase el milagro aunque lo haga el diablo”, afirma Carabaña. A su modo de ver, sería deseable que los motivos de los invasores fueran también morales, pero si no existe un poder supranacional que asuma las injerencias humanitarias, tendremos que aceptar que esas intervenciones se produzcan “cuando convengan a los particulares intereses de quienes se ofrecen como brazos armados de la justicia” (sic), pues los motivos importan menos que las consecuencias. Justificar por esta vía toda clase de atrocidades –los Gal, cualquier otro tipo de terrorismo de estado, ETA, la guerra preventiva, los asesinatos selectivos por parte de servicios de inteligencia, etc.- es sumamente sencillo y sumamente inmoral. Porque si somos consecuencialistas de verdad sabremos –lo hemos dicho antes- que el cálculo de las consecuencias beneficiosas de nuestras acciones debe ser impersonal: los intereses particulares no pueden formar parte de ese cálculo y los motivos de la acción son tan importantes como sus consecuencias. Ni desde una perspectiva consecuencialista, ni desde ninguna otra, es moralmente correcto justificar una acción asegurando que la defensa de ciertos intereses privados traerá consigo, de paso, la justicia y la libertad; ni, al revés, es correcta la que afirma que luchamos por la libertad y la democracia y, de paso, obtenemos jugosos beneficios (como prometió de forma indecente Jeff Bush en su visita a España). Por todo esto, quienes defienden las bondades de esta guerra, que a diferencia del profesor Carabaña sí se toman en serio el consecuencialismo, al menos de forma propagandística, tratan de convencernos de que la guerra es la única opción posible para lograr los mejores resultados y que su acción no oculta intereses privados, es decir, que no son el diablo. Por fortuna, disponemos de suficiente información como para negar ambas cosas y asegurar que esta guerra es inmoral. El sentido ético de la orientación de la mayoría de los ciudadanos se halla, pues, en perfecto estado cuando, dada la información de que dispone, considera que esta guerra es inmoral, pues ni se han contemplado todas las opciones posibles para elegir la acción que tenga los mejores resultados –desarme, libertad y democracia sin masacres- ni se han dejado a un lado los intereses particulares. La mayoría de los que estamos en contra de esta guerra no estamos en contra de toda guerra, ni estamos en contra de la injerencia humanitaria. No estamos en contra de toda guerra porque, aunque sea en situaciones excepcionales, se puede demostrar que hay guerras moralmente justificables, lo que no es el caso de la invasión de Irak. Ni estamos en contra de la injerencia humanitaria, como parece creer Julio Carabaña, pues no otra cosa eran las inspecciones de la ONU (¿o es que acaso Sadam invitó amablemente a los inspectores?). Ahora bien, para justificar la injerencia humanitaria y, aún más, la guerra, a muchos de los que estamos en contra de la invasión de Irak no nos bastan los análisis consecuencialistas, ni siquiera cuando son correctos; exigimos algo más que resultados beneficiosos imparciales para dar el sí definitivo a ese tipo de acciones. Pues las consecuencias de nuestros actos, como no puede ser de otra forma, se proyectan hacia el futuro -sólo se conocen del todo cuando la acción ya se ha realizado- y, a menudo, es casi imposible prever cuáles serán. En el caso de la guerra de Irak sabemos –no es difícil predecirlo- que, como en toda guerra, el número de 2 muertos será muy elevado, pero resulta imposible determinar qué otras consecuencias tendrá, ya sean beneficiosas o perjudiciales: ¿El advenimiento acaso de la democracia en Irak? ¿La creación de un estado kurdo y de un estado palestino? ¿la invasión de Irán? ¿El rearme nuclear de otros tiranos? ¿La paz y la seguridad en el mundo? ¿O más bien el recrudecimiento del terrorismo internacional? No lo sabemos, pues aunque algunas de esas cosas sean más probables que otras, se trata precisamente de eso, de probabilidades, no de certidumbres. Por tal motivo, muchos de los que estamos en contra de esta guerra apelamos sobre todo a principios éticos y políticos (no cabe separarlos aquí, y en ellos debería inspirarse el orden legal internacional, y no en los intereses de las naciones más poderosas); principios –como la libertad, la igualdad o la paz- sensibles a las consecuencias, sin duda, pues no queremos que se haga justicia aunque perezca el mundo, sino, como Hegel, que se haga justicia para que no perezca el mundo. Pues bien, ¿en nombre de qué principios se ha invadido Irak? ¿De la libertad, de la igualdad, de la democracia, de la defensa preventiva de los EEUU, del precio de la gasolina o, más cínicamente, de todos a la vez en una interesada mezcla que trata, sin conseguirlo, de contentar a todos? ¿Y en nombre de quién? ¿De los iraquíes o, más bien, de un puñado de naciones justicieras? ¿Se han analizado de verdad todas las posibilidades para que nuestros principios –la libertad, la igualdad, la justicia, el bienestar- se hagan realidad en un mundo convulso? La mayoría de los ciudadanos, que está demostrando mayor salud moral que nunca, se opone a una guerra que no es, ni mucho menos, la única opción posible para la paz, la libertad y la democracia, que atenta, pues, contra principios políticos y morales cada vez más arraigados en el mundo, que se hace al margen de toda institución supranacional y que apenas es capaz de ocultar poderosos intereses privados que se verán generosamente satisfechos el día de después. 3