Tres siglos de inmortalidad

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Tres siglos de inmortalidad
Evald Vasilievich Iliénkov y Liev K. Naúmienko
Publicado en ruso en la revista Comunista (1977, n.5, pp. 63-73) y publicado en italiano
en Jornal Crítica da Filosofía Italiana (Julio-Diciembre 1977, año LVI (LVIII), fasc. IIIIV, pp. 410-426).
Disponible en ruso en el Читая Ильенкова [http://caute.ru/ilyenkov/]. Derechos de
reproducción: Creative Commons.
Traducción: Rubén Zadoya Loureda.
Hace trescientos años, completó su camino en la tierra uno de los mejores hijos
del género humano, un hombre ante cuya memoria se sienten hoy obligados a inclinar
la cabeza con respeto incluso los adversarios más radicales de sus ideas, los enemigos
implacables de la noble causa a la que entregó su vida corta y luminosa, teólogos e
idealistas de todas las tendencias y matices. Siglos de esfuerzos inútiles los convencieron
de que no es posible confrontar a Espinoza con insultos, difamaciones, prohibiciones y
censuras. Ahora intentan vencerlo con el arma de la “interpretación”, a través de la
tergiversación más inexcusable del verdadero sentido de la doctrina del gran pensador
humanista. Es bastante ridículo, pero es así. El mismo partido del oscurantismo religioso
que alguna vez publicara el texto de la “gran excomunión” que prohibía para siempre a
sus correligionarios, no sólo “leer cualquier cosa compuesta o escrita o por él”, sino
incluso “acercarse a él a menos de cuatro codos”, hoy, por boca de Ben Gurion, pide
permiso a la humanidad para “corregir la injusticia” y cuenta entre sus santos al gran
hereje y adversario de Dios…
Bertrand Russell, reconocido líder del positivismo contemporáneo, lo consideró,
entre los grandes filósofos, uno de los más nobles y atractivos, aun cuando pensaba que
“la ciencia y la filosofía de nuestro tiempo no pueden aceptar la concepción de la
sustancia en que se apoyaba Espinoza”. (B. Russell, A History of Western philosophy,
New York, 1966, pp. 568-578).1
Por supuesto, tales interpretaciones, al igual que las viejas calumnias, apenas
pueden mancillar la figura de Espinoza. Cuanto mayor es la distancia en el tiempo que
nos separa de su vida, más claro y definido se perfila su auténtico rostro, el rostro de uno
de los fundadores de la ciencia moderna, de una visión esencialmente materialista del
mundo circundante y del mundo interior del hombre.
Es posible afirmar sin exagerar que, gracias a la doctrina de Espinoza, la
humanidad conquistó, de una vez y para siempre, el sistema claro e inequívoco de
axiomas de la cultura intelectual y moral progresista y democrática. En su personalidad
y en su obra, el intelecto y la moral se fundieron de manera verdaderamente prodigiosa,
de forma tal que resulta del todo imposible separar el uno de la otra. Esta peculiaridad
1 RUSSELL, Bertrand. История западнои философии [Historia de la Filosofía Occidental]. Moscú,
1959, pp. 588-597. [En castellano en: Historia de la filosofía occidental. Editorial Espasa Calpe; 2010]
1
da origen a algo que solo puede ser definida como una humanidad profunda, como la
democracia profunda del pensamiento.
Es difícil concebir injusticia mayor que la leyenda acerca de “la complejidad”,
“la ininteligibilidad” y “la inaccesibilidad” de las tesis que constituyen la esencia de la
doctrina de Espinoza. Estas son tan claras y sencillas en todos los puntos decisivos que
pueden parecer derivadas de una ingenuidad infantil, en lugar de concebirse como el
resultado del trabajo arduo de una mente madura y osada, presa de una extrema
necesidad y de las contradicciones más agudas de la época, las contradicciones del
desarrollo de la cultura burguesa que lo acompañarían desde el inicio hasta su fin
inevitable: las existentes entre la ciencia y la religión, entre la palabra y la acción, entre
el hombre y la naturaleza, entre los individuos y la sociedad, y otras por el estilo.
Por la lógica rigurosa de su construcción, el edificio de la Ética recuerda la
armonía luminosa del Partenón, un hermoso templo erigido en honor del Hombre y de
la humanidad, un hombre del todo real, terrenal, al que nada humano le es ajeno,
incluidas sus flaquezas, o sea, sus limitaciones naturales… Se trata de las mismas
flaquezas y limitaciones que toda religión “deifica”, que se presentan y se conciben como
virtudes incondicionales, como perfecciones “divinas” de su naturaleza, como resultado
de lo cual sus perfecciones reales comienzan a parecer defectos pecaminosos. Espinoza
no intenta en modo alguno “deificar” al hombre. Simplemente procura entenderlo tal
y como es. En esto radica todo el secreto del espinozismo.
La gran ventaja del ateísmo de Espinoza –que constituye la fuerza y la sabiduría
de su estrategia y su táctica– respecto a cualquier otra forma de “no creencia en Dios”,
deriva probablemente de esa faceta de su personalidad y su doctrina que definimos más
arriba como democracia profunda, de su respeto sincero por el ser humano de su época,
real, vivo, no imaginario. Espinoza no intentaba impresionar a sus contemporáneos con
expresiones irreverentes del tipo “¡no hay dios!”, porque su lucha no estaba orientada
contra las palabras que designan prejuicios y supersticiones, sino contra los propios
prejuicios y supersticiones en su esencia. Echaba por tierra los prejuicios, al tiempo que
se mostraba indulgente con los términos con los que estos se expresaban. Precisamente
por ello, se dirigía a sus contemporáneos en el único lenguaje que estos entendían: dios
existe, pero vosotros, los hombres, lo imagináis completamente diferente a lo que realmente
es. Lo imagináis muy semejante a vosotros, y le atribuís todo vuestro egoísmo, toda
vuestra estrechez personal y nacional, todas las características de vuestra naturaleza,
incluidas las peculiaridades de la carne, hasta llegar al absurdo más ridículo y evidente.
Espinoza sitúa así la conciencia religiosa frente a una alternativa muy incómoda:
o dios es antropomórfico, y entonces está privado de todos los atributos “divinos”, o posee
todos esos atributos, y en tal caso, su representación debe ser depurada de toda huella de
antropomorfismo, de cualquier indicio de semejanza con el cuerpo pensante del hombre.
Se trata de una auténtica descomposición dialéctica del concepto fundamental
de la teología y de la religión, que destruye por completo la piedra angular de la ética y
la cosmología idealista-religiosa. A dios se le retiran, uno tras otro, todos los rasgos y
atributos que le había atribuido la religión y estos le son devueltos de inmediato a su
verdadero dueño, el ser humano; al final, dios se ve privado de toda determinación y
resulta enteramente fundido con el conjunto infinito de todas las “determinaciones” que
se niegan mutuamente. En otras palabras, de “dios” no queda, en resumen, más que el
nombre; se convierte en un sinónimo nuevo –y por tanto, superfluo– de la palabra
“naturaleza”, de la que el hombre real siempre ha sido y sigue siendo una minúscula
partícula. La fuerza real y el poder de la palabra “dios” sobre los hombres no es otra cosa
que la fuerza totalmente real del desconocimiento de estos acerca de la verdadera
naturaleza y el orden de las cosas en el cosmos, la fuerza demoníaca de la ignorancia, de
la ausencia de un saber real del ser humano tanto sobre la naturaleza como sobre sí
mismo.
Nos hallamos, por supuesto, ante un ateísmo tan claro e inequívoco que fue
comprendido de inmediato por todos; no sólo por los teólogos instruidos, virtuosos en el
arte de detectar cualquier atisbo de heterodoxia, sino hasta por el cura más provinciano.
En el pasado, ningún ateo había desatado entre el clero tamaña tempestad de
indignación, de odios e insultos. En la animadversión hacia Espinoza confluirían
estrechamente las fuerzas de todas las religiones, demostrando así una completa
unanimidad en la comprensión del hecho de que su doctrina representaba la condena a
muerte, no sólo –y no tanto– de una religión o iglesia específica, sino también de la
forma religiosa de pensamiento en general. Obviamente, la furia del clero reveló una
sola cosa: su total impotencia para oponer a Espinoza aunque sea un argumento sólido,
para contraponer a su doctrina algo más que insultos, maldiciones y amenazas. El
adjetivo “espinoziano” se convirtió durante largos siglos en sinónimo de “ateo”, e
hicieron falta cientos de años para que las religiones del mundo tomaran conciencia de
que los insultos groseros contra Espinoza apenas afectaban la fuerza serena de sus
argumentos y, más bien, elevaban su prestigio ante los ojos de todos los hombres de
pensamiento.
Al descomponer dialécticamente el concepto idealista-religioso de “dios“ en sus
elementos constitutivos reales (por un lado, una falsa representación de la naturaleza y,
por otro, una representación no menos falsa de la naturaleza humana como una
“partecita” de aquella), Espinoza presentó una alternativa positiva al punto de vista que
había desahuciado con su análisis: la investigación científica lúcida y audaz, que no se
detiene ante nada, de la naturaleza del hombre como un “modo” peculiar de la
naturaleza en general, la comprensión dialéctica de ambos, tanto en su unidad, como
en la diferencia existente dentro de esa unidad, igualmente indudable.
Se trata, de manera general, del mismo programa en cuyo cumplimiento está
empeñado desde entonces todo el desarrollo de la cultura mundial en sus mejores
tendencias y sus corrientes auténticamente progresistas.
El propio Espinoza entendió muy bien que la realización concreta de su
programa de perfeccionamiento intelectual y moral de la humanidad, no es una labor
tan sencilla como para que pueda ser culminada con premura, porque la tarea de
comprender de forma exhaustiva la naturaleza en su totalidad, que incluye la
comprensión de la naturaleza humana como una parte peculiar de este conjunto infinito,
sólo puede ser acometida con el concurso de las fuerzas combinadas de todas las ciencias
naturales y humanas, y únicamente como un objetivo que nunca será plenamente
alcanzado. Por ello, no confió la solución de esa gran tarea a una sola ciencia, cualquiera
que fuese – la mecánica, la fisiología o la filosofía–, sino que puso sus esperanzas
solamente en sus esfuerzos conjuntos, orientados a alcanzar una comprensión adecuada
de la naturaleza infinita. Por esta misma razón, Espinoza nunca amarró sus puntos de
vista al nivel de desarrollo de las ciencias naturales de su tiempo (como tampoco al nivel
existente de las concepciones morales de sus contemporáneos), pues comprendía
perfectamente toda su limitación, todas sus carencias e imperfecciones. Esa peculiar
actitud fue muy valorada dos siglos después por Friedrich Engels: “Hay que señalar los
grandes méritos de la filosofía de la época que, a pesar de la limitación de las Ciencias
Naturales contemporáneas, no se desorientó y —comenzando por Espinoza y acabando
por los grandes materialistas franceses— se esforzó tenazmente para explicar el mundo
partiendo del mundo mismo y dejando la justificación detallada de esta idea a las
Ciencias Naturales del futuro”2.
Es del todo evidente que resulta imposible entender y explicar la filosofía de
Espinoza como el resultado de una simple “generalización” de las ciencias naturales de
su época, pues aquella no se apoyaba en el nivel alcanzado por estas últimas, sino en las
tendencias históricas progresistas que no era muy fácil identificar en el conjunto del
conocimiento de entonces. No se debe olvidar que las ciencias naturales de la época
apenas comenzaban a liberarse del yugo omnipotente de la teología y que sobre la
mentalidad de los naturalistas, incluso de los más grandes, aún pesaba el prestigio de un
Aristóteles teologizado con su concepción de la finalidad “inmanente” de los fenómenos
naturales, o sea, de la existencia de fines en la propia naturaleza. Esta representación
acudía en socorro de los naturalistas cada vez que se ponían de manifiesto las deficiencias
obvias de la concepción puramente mecanicista de las cosas, es decir, el punto de vista
matemático unilateral, la manera abstractamente cuantitativa de describirlas e
interpretarlas. La teleología —una forma un poco más refinada del mismo
antropomorfismo que regía en la esfera de la moral religiosa—, resultó un complemento
históricamente inevitable de la concepción groseramente mecanicista, una especie de
imagen especular invertida de su imperfección. En plena medida, esta
“complementariedad” constituía una propiedad de todo el cartesianismo y, más tarde,
de todos los discípulos del gran Newton.
No es difícil imaginar qué filosofía nos hubiese dejado Espinoza en herencia si
simplemente (acríticamente) hubiese generalizado los éxitos de las ciencias naturales de
su tiempo, incluso sus verdaderos éxitos, obtenidos mediante el modo de pensamiento
consecuentemente mecanicista. Sin embargo, él demostró una asombrosa capacidad de
diferenciación crítica en relación con estos éxitos, y por ello su actitud categóricamente
negativa hacia la teleología en general se convirtió por necesidad en una actitud crítica
respecto al mecanicismo. Esta ventaja de su forma de pensar se reveló con especial
agudeza en la comprensión de la naturaleza del hombre, en la solución de las
dificultades relacionadas con la doctrina cartesiana de la relación entre el cuerpo y el
alma, con el famoso problema “psicofísico”.
La solución de este problema en la concepción de Espinoza aún impresiona
por la solidez de sus principios y la ausencia de compromisos teóricos, por aquella
asombrosa consistencia que aún hoy –300 años después– brilla por su ausencia entre
algunos psicólogos y fisiólogos cuando reflexionan sobre la relación existente entre la
C. Marx y F. Engels, Introducción a La Dialéctica de la Naturaleza. En Obras escogidas, en tres tomos,
Editorial Progreso, Moscú, 1974, tomo 3.
2
psiquis y el cerebro, entre el pensamiento y los estados corporales del ser humano, del
organismo del hombre.
Como todo lo genial, la solución de Espinoza es sencilla.
De un solo golpe, corta el nudo gordiano del célebre problema “psicofísico”
ideado por Descartes: entre el “alma” y el cuerpo del hombre no existe ni puede existir
“relación” alguna (menos aún causal, de causa y efecto) por la sencilla razón de que no
se trata de dos “cosas” diferentes que pudieran establecer relaciones recíprocas diversas
entre sí, sino de la misma “cosa” en dos proyecciones diferentes, obtenidas como
resultado de su refracción (su desdoblamiento) a través del prisma de nuestra “mente”.
Por ello, en el enfoque cartesiano, el “problema psicofísico” constituye un
problema ilusorio, existente solo en la imaginación, que Espinoza retira del orden del
día al considerarlo una formulación falsa de un problema real completamente diferente.
Este problema se resuelve mediante la investigación crítica de las peculiaridades reales
de nuestra propia mente (o, con más precisión, de la facultad de imaginación), inclinada
a ver dos cosas diferentes donde de hecho sólo existen dos palabras que designan la
misma “cosa” efectivamente indivisible: el cuerpo pensante.
Así, pues, preguntarse cómo se “unen” en el hombre el “alma” y el “cuerpo”
(los estados del cuerpo y el pensamiento), es tan absurdo como preguntarse cómo se
“une” al cuerpo su propia extensión. Esta pregunta ya contiene en sí el supuesto absurdo
de que puede existir un “cuerpo” sin “extensión”, y una extensión sin cuerpo y fuera del
cuerpo…
El concepto de cuerpo pensante es la auténtica piedra angular de toda la filosofía
de Espinoza, la médula de su oposición al dualismo cartesiano, aunque desde un punto
de vista formal (según el orden de la exposición de esta filosofía en la Ética) podría
parecer que esta piedra angular la constituyen las definiciones axiomáticamente
formuladas de “sustancia”, “atributo”, “libertad”, “necesidad”, “causa final” e “infinitud”.
Karl Marx llamó la atención en varias ocasiones sobre esta importantísima
circunstancia: “Así, son dos cosas absolutamente diferentes lo que Espinoza consideraba
la piedra angular de su sistema, y lo que, en realidad, constituye esta piedra angular”3.
No es difícil reparar en que las “definiciones”, con las que comienza la Ética,
solo constituyen en realidad aclaraciones sucintas del significado de determinadas
palabras (términos) universalmente aceptadas en aquella época. Otra cosa
completamente diferente es responder a la pregunta de si es posible considerar el
pensamiento como la sustancia del alma humana (es decir, de la psiquis real de los
hombres), o si ha de entenderse solo como un atributo de la sustancia, como algo que
solo nuestra mente concibe como esencia de la sustancia, es decir, como la propia
sustancia en su definición principal. Es fácil comprender (y así lo hicieron al acto los
contemporáneos de Espinoza) que la mente que concibe al pensamiento como
“sustancia “ del alma, es la “mente” completamente real de Descartes, que, en este caso,
había rendido todas sus posiciones ante los teólogos. Espinoza es en extremo categórico
al afirmar que esta representación constituye una ilusión de nuestra mente, que en modo
alguno compartía, aunque comprendiera su origen.
3
MARX, Karl; ENGELS, Friedrich. Сочинения [Obras Escogidas], v.34, p. 287.
El verdadero punto de partida y el concepto fundamental del sistema de
Espinoza, desde cuya perspectiva reinterpreta radicalmente todos los “conceptos” lógicos
abstractos de su época, es una determinada concepción de la naturaleza del hombre
consecuentemente materialista, que aún hoy no todos aceptan.
El hombre –y solo el hombre– es el objeto real del que aquí se trata y que
Espinoza, de punta a cabo, sitúa en el centro de su investigación teórica. El hombre, y
solo el hombre, es el “sujeto real”, y todas las características postuladas al principio sin
hacer referencia a él –las características de la “sustancia”, del “atributo”, del “modo”,
etc.– son en realidad definiciones abstractas suyas.
El pensamiento es una propiedad, una facultad de la materia o, como dice
Espinoza, un atributo de la sustancia. En esta tesis encuentra su expresión acabada la
esencia del materialismo “inteligente” de los siglos siguientes, incluido el nuestro. Toda
la poderosa energía heurística del materialismo se encuentra aquí como en un resorte
enrollado, como en un concentrado de fórmulas algebraicas.
Precisamente a causa de su exactitud, las formulaciones de Espinoza tuvieron
consecuencias verdaderamente catastróficas para la concepción idealista-religiosa del
mundo; estremecieron el fundamento –la piedra angular– de las construcciones
especulativas más ingeniosas, que estas compartían con las supersticiones más groseras y
primitivas. Estas formulaciones aún conservan toda su fuerza destructiva en relación con
este tipo de construcciones, a lo cual es preciso añadir que excluyen, al mismo tiempo,
toda posibilidad de interpretar el “pensamiento”, no solo como cierto principio
incorpóreo que irrumpe activamente desde fuera en la “sustancia corpórea” para
formarla a su manera, sino también de explicarlo según la lógica del materialismo
primitivo, mecanicista, inclinado a ver en el “pensamiento” un sinónimo literario inútil
(un nombre superfluo) de los procesos materiales peculiares que transcurren en el
cuerpo del cerebro humano, en el estrecho espacio del cráneo del hombre. Esta
concepción puramente fisiológica del “pensamiento” es tan inaceptable y absurda para
Espinoza como las fantasías acerca del “alma incorpórea”.
Espinoza comprende perfectamente que es imposible entender la “naturaleza
del pensamiento” cuando nos limitamos a examinar los sucesos que ocurren dentro del
cuerpo singular y del cerebro del individuo, porque en ellos sólo se expresa de una
manera particular algo totalmente diferente, a saber, el “poder de las causas externas”,
la necesidad universal en cuyos marcos existen y actúan (se mueven) todos los cuerpos,
incluido el cuerpo del ser humano.
Por lo tanto, el “pensamiento” (la facultad que distingue el “cuerpo pensante”
del cuerpo no pensante) sólo puede ser comprendido si examinamos el “cuerpo” real en
cuyo interior el pensamiento se realiza por necesidad y no por azar. Ese “cuerpo” no es
la glándula “pineal”, no es el cerebro y ni siquiera el cuerpo humano en su totalidad,
sino solamente el conjunto infinito de “cuerpos”, del cual forma parte también el cuerpo
del hombre.
Al definir el pensamiento como un “atributo de la sustancia”, Espinoza se sitúa
por encima de todo representante del materialismo mecanicista. Asimismo, se anticipa
a su época por lo menos en dos siglos cuando enuncia, en esencia, una tesis que Engels
formularía de la siguiente forma: “Pero lo gracioso del caso es que el mecanicismo
(incluyendo al materialismo del siglo XVIII) no se desprende de la necesidad abstracta
ni tampoco, por tanto, de la casualidad. El que la materia desarrolle de su seno el cerebro
pensante del hombre constituye, para él, un puro azar, a pesar de que, allí donde esto
ocurre, se halla, paso a paso, condicionado por la necesidad. En realidad, es la naturaleza
de la materia la que lleva consigo el progreso hacia el desarrollo de seres pensantes, razón
por la cual sucede necesariamente siempre que se dan las condiciones necesarias para
ello (las cuales no son, necesariamente, siempre y dondequiera las mismas)”.4
De lo anterior se deriva necesariamente la conclusión de que “la materia
permanece eternamente la misma a través de todas sus mutaciones; de que ninguno de
sus atributos puede llegar a perderse del todo y de que, por tanto, por la misma férrea
necesidad con que un día desaparecerá de la faz de la tierra su floración más alta, el
espíritu pensante, volverá a brotar en otro lugar y en otro tiempo”.5
¿Es necesario demostrar que nos hallamos ante una reproducción de la tesis que
sustenta Espinoza? El propio Engels destacó de forma inequívoca la coincidencia total
de sus ideas con las de Espinoza en este punto, y no es casual que Plejanov haya traído
a colación esta circunstancia en el contexto de sus discusiones con los machistas: “Así,
pues –pregunté– ¿considera usted que el viejo Espinoza estaba en lo cierto al decir que
el pensamiento y la extensión no son otra cosa que dos atributos de una misma sustancia?
‘Desde luego’ –respondió Engels–, ‘el viejo Espinoza tenía toda la razón’”.6
Lo importante en este caso no es tanto la coincidencia de ideas, cuanto el hecho
de que Engels ve precisamente aquí la frontera que separa radicalmente el materialismo
“inteligente” del materialismo mecanicista que, incapaz de orientarse en la dialéctica de
las interrelaciones entre la “idea” y la materia, se ve arrastrado por fuerza hacia el callejón
sin salida del célebre “problema psicofísico”.
El discurso sobre la “naturaleza del pensamiento”, sobre el pensamiento como
tal, se construye de manera inaceptable a imagen y semejanza de la “inteligencia y la
voluntad” del individuo singular, es decir, de acuerdo con la lógica del antropomorfismo
que, al razonar sobre esta cuestión, siguen tanto los teólogos como los cartesianos. Ahora
bien, ocurre justamente lo contrario: el intelecto y la voluntad del hombre singular han
de ser entendidos como una expresión particular y específica (y no necesariamente
“adecuada”) de la capacidad universal, “infinita en su género”, necesariamente
inherente, no a un cuerpo único, sino a todo el conjunto infinito de tales cuerpos unidos
en una totalidad, que constituyen, según la expresión de Espinoza, “como si fuera un
solo cuerpo”.
Esta facultad universal pertenece al cuerpo singular solo porque este es capaz
de existir y de actuar de acuerdo con una necesidad que lo conecta con todos los otros
cuerpos, y no de acuerdo con la naturaleza, la forma y la disposición peculiar de las
partículas de las que está compuesto
En otras palabras, por su naturaleza, el pensamiento consiste precisamente en
la facultad de ejecutar acciones corporales reales de acuerdo con la lógica de cualquier
ENGELS, Friedrich. Dialéctica de la Natureza. In: MARX, Karl; ENGELS, Friedrich. Сочинения
[Obras Escogidas], v.20, pp. 523-524.
5
ENGELS, Friedrich. Dialéctica da Naturaleza. In: MARX, Karl; ENGELS, Friedrich. Сочинения
[Obras Escogidas], v.20, p. 363.
6
PLEKHANOV, Georgi Valentinovitch. Сочинения [Obras Escogidas], v. XI. Moscú-Leningrado, 1928,
p. 26.
4
otro cuerpo, y no de acuerdo con la lógica de la estructura específica del cuerpo que
realiza estas acciones. En ello radica la esencia del espinozismo, la esencia del vuelco
radical que operó Espinoza en la historia del pensamiento filosófico, un vuelco decisivo
hacia el materialismo.
Un cuerpo es un cuerpo pensante en la medida en que es capaz de construir
activamente sus propias acciones y realizarlas de acuerdo con los esquemas (con la forma
y la disposición) de todo el conjunto de cuerpos del mundo circundante, con los
esquemas de la necesidad universal.
Por supuesto, el hombre real, terrenal, está muy lejos de poder hacer esto; sin
embargo, por cuanto piensa, actúa exactamente así y no de otra forma. Los grados de su
libertad aumentan justamente en la misma medida en que actúa como un cuerpo
pensante. Es posible afirmar que el problema de la libertad en la obra de Espinoza se
identifica desde el principio con el problema de la facultad del “cuerpo pensante” (de
la “cosa pensante”) de existir y de actuar de acuerdo con el orden necesario de las cosas
en el mundo circundante.
También en este punto, la doctrina de Espinoza constituye una antítesis radical
del cartesianismo, a saber, su antítesis materialista. A los ojos de Descartes, “la libertad”
se presenta por doquier como un simple sinónimo del “libre albedrío”, o sea, de la
capacidad del “alma” de actuar con absoluta independencia de todo el conjunto de las
circunstancias materiales. En términos generales, se trata de la misma concepción del
problema de la “libertad” que más tarde predicaron tanto Kant como Fichte, así como
sus seguidores, incluidos los existencialistas contemporáneos.
En cambio, según Espinoza, esta concepción de la “libertad” es una ilusión
más de nuestra (limitada) mente, a la que no corresponde nada en la realidad
independiente de ella. Esta ilusión surge de manera muy simple, como consecuencia de
la ignorancia de las mismas causas reales que estimulan al “cuerpo pensante” a actuar
de una manera y no de otra.
El supuesto “libre albedrío” es, pues, sólo una máscara detrás de la cual se
esconde en realidad la ausencia total de libertad, o la necesidad en forma de compulsión
externa, tanto más irresistible cuanto que el “cuerpo pensante” no sólo no ve, sino que
definitivamente no quiere ver las causas externas que lo esclavizan.
Según Espinoza, en cambio, la libertad consiste en la facultad de
autodeterminación para la acción inherente al cuerpo pensante, que toma en cuenta
activamente todo el conjunto de circunstancias y condiciones “corporales” de tal acción,
en vez de obedecer ciegamente a la espontaneidad de los acontecimientos fortuitos
inmediatos. El “cuerpo pensante”, que abarca con la mirada no sólo las “causas” externas
que actúan directamente sobre él en un momento dado, sino también las más distantes,
se revela capaz de actuar a contrapelo de la presión ejercida por una u otra situación
fortuita y efímera, de acuerdo con la necesidad general integral del mundo exterior, de
acuerdo con la “razón”.
No es difícil entender cuánto más amplia, más profunda y –lo más importante–,
más realista que la cartesiana, resulta esta forma de plantear el problema de la “libertad”.
Al rechazar de manera categórica la interpretación de la libertad como “libre albedrío”,
Espinoza formula su concepción de la libertad como la actuación real (“corpórea”) del
hombre que determina activamente (es decir, conscientemente) los objetivos y los
medios de sus acciones, de acuerdo con el nexo general –global, no sólo inmediato–
objetivo de las cosas.
De forma unánime, los adversarios cartesianos de esta concepción (quienes
hasta el día de hoy abordan el problema de la “libertad” exclusivamente como “libre
albedrío”, o sea, como un fenómeno que tiene lugar en el interior de un “cuerpo pensante”
singular, como la “independencia” absoluta de la psiquis del individuo respecto al
mundo exterior) le reprocharon –y aún le siguen reprochando– a Espinoza su supuesta
propensión hacia el “fatalismo”. Nada más alejado de la realidad.
No deja de tener interés señalar que en nuestros días los filósofos burgueses
dirigen este mismo reproche de “fatalismo”, de negación de la “libertad de la
personalidad”, no sólo contra Espinoza, sino también contra el marxismo, y se sirven
para ello de los mismos argumentos y de sus fundamentos teóricos. Así, en el Diccionario
Filosófico de Heinrich Schmidt [el Philosophisches Wörterbuch de Heinrich Schmidt,
publicado por vez primera en Alemania Occidental en 1912], leemos esta definición de
“libertad”:
“La libertad (Freiheit) es la posibilidad de comportarse a su gusto. La libertad
es libre albedrío. Por su esencia, la voluntad es siempre una voluntad libre […] El
marxismo considera la libertad como una ficción: en realidad, el hombre siempre piensa
y actúa en dependencia de los estímulos y del entorno (Véase: Situación), en el cual
juegan un papel fundamental las relaciones económicas y la lucha de clases”. Y así
sucesivamente, con el mismo espíritu.
Por supuesto, tanto Espinoza como el marxismo rechazan esta “libertad” –el
“libre albedrío”– y colocan en su lugar la libertad real, alcanzable sólo mediante la
acción coincidente con las tendencias generales del cambio de las “situaciones”
históricas universales, y no con presiones ejercidas sobre el “cuerpo” y la “psiquis” del
individuo por circunstancias inmediatas, empíricamente constatables…
Fue precisamente Espinoza quien formuló por primera vez la definición de
libertad como actuación de conformidad con la necesidad universal del mundo, porque
solamente esta actuación hace al hombre dueño y no siervo ciego de las “circunstancias”
y asegura a fin de cuentas la superación exitosa de los obstáculos que se alzan en el
camino hacia un objetivo racional planteado; mientras que la concepción cartesiana de
la libertad como libre albedrío del individuo aislado, como posibilidad de hacer “lo que
se quiera”, acarrea que ese “libre albedrío” choque con la resistencia, para él invencible,
del “poderío de las causas externas” y, como resultado, resulte absolutamente impotente
y de ningún modo “libre”.
Ante la sabiduría de la solución de Espinoza, inclinó la cabeza el propio Hegel,
quien intentaba salvar la concepción cartesiana de la libertad con una interpretación
antimaterialista de la necesidad universal, entendida como necesidad del “espíritu
absoluto”, puramente lógica. Sin embargo, el esquema general de su solución del
problema lo sitúa del lado de Espinoza, contra Kant y Fichte.
Tanto el planteamiento como la solución del problema psicofísico que ofrece
Espinoza, trascienden con creces los marcos de su contenido específico. Su grandeza y
su valor imperecedero en la historia de la filosofía, de la ciencia y de la cultura, consisten
en haber formulado de forma en extremo aguda y sin compromisos, las condiciones del
planteamiento y la solución correcta no sólo de este, sino también de cualquier
problema científico similar. Estas condiciones contienen en sí el principio del monismo
materialista, cuyo valor cosmovisivo y metodológico se resume en una fórmula simple
pero enjundiosa: explicar el mundo material a partir de sí mismo, sin cualesquiera
añadidos extraños y sin “sustracciones” mutiladoras. No se trata de reducir series
directamente opuestas de fenómenos a lo que es común a todas ellas, sino, por el
contrario, de deducir fenómenos distintos y opuestos a partir de una causa inicial común,
completamente corpórea, que genera los unos a los otros. Esta es la vía del
desdoblamiento de una misma realidad en sus momentos opuestos, la vía de la
“deducción materialista”.
Espinoza comprendió con precisión que si las oposiciones empíricamente
evidentes (el alma y el cuerpo, la razón y la voluntad, el intelecto y los “afectos”, y así
sucesivamente) se consideran dadas y son constatadas desde el inicio como series de
fenómenos mutuamente excluyentes, la tarea de investigar su unidad y su interconexión
necesaria se vuelve insoluble de forma automática. Espinoza estimaba que la única
alternativa a este callejón sin salida del dualismo cartesiano, es precisamente el método
inverso, que parte de una comprensión clara de una unidad inicial dada y luego procura
esclarecer cómo y por qué este “lo mismo” genera dos formas de su propia expresión, no
sólo diferentes, sino también opuestas. Es por ello que se sitúa conscientemente en el
ámbito del principio dialéctico del “desdoblamiento de la unidad” (Lenin), el único que
conduce a la comprensión (al conocimiento) del vínculo real existente entre fenómenos
que nos parecen mutuamente excluyentes y, por esta razón, “no unificables”…
En términos generales, esta es también la vía que sigue el autor de El Capital,
la forma lógica de un punto de vista esencialmente histórico, encaminado a esclarecer
cómo “se engendran”, cómo se originan realmente las diferencias y las contraposiciones
empíricamente evidentes. Se trata del principio de la deducción, que aún hoy se opone
al “reduccionismo”, cuya sabiduría consiste en el intento infructuoso de reducir la
diversidad concreta de los fenómenos de la naturaleza y de la historia a una triste
uniformidad, a una “unidad” formal sin vida de hechos de diverso género, a un
sucedáneo artificial de la comprensión real del nexo vivo y contradictorio que se
establece entre ellos en la totalidad natural infinita.
Precisamente por eso aún hoy los positivistas odian tanto a Espinoza y su
principio de "sustancia". La "lógica de la ciencia" fundada por ellos no es compatible
con este principio, ya que parte de la idea infantil de que sólo el lenguaje crea la
"unidad" del conocimiento teórico y de que esta unidad sólo existe en el lenguaje –"el
lenguaje de la ciencia"–, fuera del cual sólo habría una “diversidad” puramente subjetiva
e inconexa de impresiones sensoriales y vivencias.
Si una u otra cualidad (por ejemplo, el valor, la medida aritmética, la forma
espacial, la información o la organización, etc.) se considera “en sí misma” como un
“objeto abstracto” particular, y las cosas que poseen esa cualidad solo son consideradas
como sus “portadores”, también “en sí mismos”, la cualidad en cuestión se transforma
inmediatamente en una “esencia” particular y adquiere propiedades místicas, similares
a las propiedades del “alma” que solamente se encarna en cosas materiales
completamente independientes de ella por su “naturaleza” y sencillamente
inconmensurables con ellas. Tales son “los números y las figuras” de los pitagóricos, la
“entelequia” (o “fuerza vital”) de los vitalistas, el “valor” de los economistas vulgares, la
“estructura” y “el sistema” de los estructuralistas, la técnica, la tecnología, las reglas
jurídicas y los “valores” morales de los sociólogos burgueses, los “signos” y los
“significados” de los positivistas lógicos, etc. Para cada grupo particular de fenómenos se
formula un principio particular de explicación. Lo que hace la “filosofía de la ciencia”
positivista es transformar semejantes abstracciones –creaciones artificiales de la mente–,
en sus propios “objetos”, como consecuencia de lo cual surge el problema irresoluble
para ella de conectar los “temas” de la ciencia con sus “objetos”, las palabras con las
cosas, los “signos” con los “significados”, los conceptos científicos con la experiencia,
con la práctica, con las “realidades banales” de la vida cotidiana, según la expresión del
conocido positivista Philipp Frank.
Para Espinoza, la unidad interna de los fenómenos de la naturaleza y de la vida
humana es un punto de partida y un hecho no menos real que la diversidad que surge
dentro de ella. Para los positivistas, una y otra sólo existen en el interior del cuerpo del
hombre: la diversidad, en la sensoriedad, y la unidad, sólo en la palabra, en el lenguaje.
No es difícil comprender que se trata de posiciones antagónicas. La de Espinoza es la de
un materialismo inteligente, que extiende sus principios a la comprensión de la
naturaleza y de la vida del hombre, incluida su actividad cognoscitiva. La posición de
los positivistas es la de reducir todo a las abstracciones de la fisiología y de la lingüística:
se trata el idealismo psicofisiológico que contrapone por adelantado los eventos que
ocurren en el interior del cuerpo del hombre con su cerebro, a los acontecimientos del
mundo circundante.
No es difícil comprender que la visión monista consecuente de Espinoza sobre
estas dos series de eventos conserva en nuestros días un valor heurístico inestimable –
aún no del todo justipreciado– para la solución de problemas tan sutiles como el de las
interrelaciones existentes entre la psicología y la fisiología del sistema nervioso superior,
entre el “signo” y su “significado”, entre los procesos psíquicos y el comportamiento
“externo”, y otros muchos de este género. El eminente psicólogo soviético Liev Vigotski
escribió de forma convincente en varias ocasiones acerca de la actualidad de los
principios defendidos por Espinoza en relación con este tema.
¿Es casual el hecho de que el gran Einstein deseara tener precisamente al viejo
Espinoza como árbitro filosófico en su discusión con Miels Bohr? Pues, en este caso, el
debate se apoyaba en una u otra interpretación del problema del "observador" de los
fenómenos físicos. ¿Quien observa los acontecimientos del mundo físico?, ¿el hombre
entendido como representante del mundo y como suyo ciudadano con plenos derechos,
como una partícula sujeta a todas las leyes de la física sin excepción, o un "intelecto"
incorpóreo matematizante, que contempla la naturaleza “desde fuera” sin tener nada en
común con ella?
Una de dos: o el monismo materialista consecuente de Espinoza, o el dualismo,
el pluralismo y el relativismo que separa la unidad viva existente entre la naturaleza y el
hombre y, por ello, conduce inevitablemente no sólo a la contraposición de la “lógica
de la ciencia” (el “orden de las ideas”) con la lógica de las cosas, sino también al
desmembramiento del propio sujeto del conocimiento, la razón humana, en un gran
número de compartimentos mal ligados entre sí, sujetos a “lógicas” diversas (por ejemplo,
la “lógica del conocimiento empírico” y la “lógica de la ciencia”; la “lógica de la
matemática” y la “lógica de las ciencias inductivas”, etc.). Esto resulta comprensible,
pues el “investigador” u “observador” que se ocupa de abstracciones muertas, no
constituye él mismo más que una abstracción, distante del sujeto real del conocimiento,
del hombre real que desarrolla su actividad objetiva en el mundo real.
La idea central del espinozismo es la convicción de que es necesaria una escala
única, común a la naturaleza de las cosas y a la razón en general, una lógica común que
determine, como decía Espinoza, “el orden y la conexión de las ideas” de acuerdo con
“el orden y la conexión de las cosas”. En caso contrario, la razón que sigue su lógica
“específica” no es capaz de producir más que desorden; pues las abstracciones no son
objetos del pensamiento y el conocimiento, sino medios suyos, una especie de "señales
viales" que ayudan al ser humano a orientarse en el intrincado laberinto de la naturaleza.
La tarea de una inteligencia genuina consiste en colocar correctamente estos indicadores
en los cruces y en las intersecciones de los caminos. Quien explora estos caminos y los
convierte en avenidas amplias no es "la ciencia por sí misma", sino una ciencia
indisolublemente vinculada con la praxis.
Sólo la dialéctica materialista es capaz en nuestros días de jugar este papel de
lógica del desarrollo de la ciencia y de la cultura. Por supuesto, Espinoza no creó ni
podía crear una lógica así en su época. Sin embargo, en esencia, planteó el problema de
crear precisamente esta lógica, y la cultura de pensamiento dialéctica actual es
inconcebible sin su aporte.
Quien contempla y conoce en la figura del hombre, ¿es la Naturaleza por sí
misma? ¿O quien lo hace es cierto “intelecto” incorpóreo que flota fuera del espacio,
conectado no se sabe cómo con la carne pecadora del hombre-científico?
La respuesta de Espinoza es inequívoca y conserva su actualidad en nuestros
días. Quien conoce la naturaleza no es la “mente”, el “espíritu” o la “razón”, sino
únicamente el Hombre totalmente real, con su organización corpórea espacialmente
determinada, que posee una mente, un espíritu, una razón. En otras palabras, en la figura
del Hombre quien realmente conoce (es decir, se conoce a sí misma) es la naturaleza en
su infinitud, y en modo alguno el “sujeto” incorpóreo del idealismo con sus experiencias
internas, trátese del “alma” cartesiana, del “espíritu absoluto” de Schelling y de Hegel,
la “voluntad” de Schopenhauer, o la “información pura” de los partidarios tardíos de
Aristóteles que aún hablan del conocimiento como percepción de la “forma pura” sin
materia. Hace ya trescientos años, Espinoza echó a un lado estas y otras concepciones
similares acerca de la relación cognoscitiva del hombre con la naturaleza. Por ello,
continúa siendo uno de los luchadores más poderosos en la guerra sin cuartel del
materialismo contra el idealismo en todas sus vertientes heterogéneas, incluidas las que
visten el traje de la “ciencia moderna” y recurren al “lenguaje de la ciencia”.
En su tiempo, Espinoza se sirvió del lenguaje de la teología para defender los
intereses de la ciencia. Sus adversarios se sirven del lenguaje de la ciencia para defender
los intereses de la superstición. En ello radica la diferencia principal.
A partir de lo anterior, ha de quedar claro que no hay nada más falso e injusto
que acusar a Espinoza de haber perdido actualidad. La actitud ante Espinoza es la
actitud ante su principio, el principio del materialismo consecuente, monista, militante.
Si la sociedad burguesa contemporánea no asume la esencia de su filosofía, la
explicación debe buscarse en ella misma, en sus principios.
El “secreto” de la actitud de la filosofía burguesa contemporánea hacia
Espinoza puede desvelara través de las siguientes palabras de Marx que, aunque referidas
a otra época, conservan su fuerza tanto para los tiempos de Espinoza como para el
capitalismo de nuestros días: “Como la mariposa nocturna que, luego de ocultarse el sol
común para todos, busca la luz de las lámparas que cada ser humano enciende para sí”7.
Espinoza era hijo de su tiempo, pero no su apologista; fue un ideólogo de la
burguesía ascendente, pero nunca un albacea de los pequeños comerciantes o los
grandes empresarios. Fue la conciencia de la época y, por ello, no sólo expresó sus
contradicciones y conflictos, sus errores evidentes y sus “ilusiones honestas”, sino
también sus desilusiones en relación consigo misma y sus esperanzas de que fuese
posible organizar la vida de forma tal que la luz de las “lámparas” no se apague antes
que la luz del “sol común”, el hombre sea digno de ser llamado “hombre racional” y
pueda presentarse en la integridad su ser frente a la totalidad de la naturaleza.
En febrero pasado se cumplieron trescientos años de la muerte de Espinoza; y
en diciembre se cumplirán trescientos años de la edición póstuma de sus obras –la Opera
posthuma. Es todo un símbolo: el año de su muerte es el año de su nacimiento como
pensador para la humanidad, para la inmortalidad.
7
MARX, Karl; ENGELS, Friedrich. Из ранних произведении [Obras juveniles]. Moscú, 1956, p. 197.
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