Domingo 19 del Tiempo Ordinario 8 de agosto de 2010 Sb 18, 6-9. Se imponían que todos los santos serían solidarios en los peligros y en los bienes. Sal 32. Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que Él se escogió como heredad. He 11, 1-2. 8-19. La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve. Lc 12, 32-48. Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos un tesoro inagotable en el cielo. Despiertos y confiados «La fe, seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve» (2ª lectura), no nos exime de la responsabilidad de vivir cada día nuestro compromiso cristiano, sino más bien todo lo contrario, nos pide que estemos más y más presentes y atentos para que el Evangelio impregne de sentido toda nuestra actividad humana. El fragmento de la carta a los Hebreos que hemos escuchado hace una descripción detallada de la fuerza de la fe a través personas que pusieron toda su confianza en Dios y tuvieron una actuación decisiva en el caminar del Pueblo de Dios. La historia del cristianismo también es testigo de esta misma actitud creyente a lo largo de los siglos. Ahora, la llamada va dirigida hacia nosotros, los que tenemos la responsabilidad de responder al momento histórico que nos toca vivir y sobre el que hemos de actuar según el Evangelio. Benedicto XVI nos anima en esta tarea al afirmar que «la fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una « prueba » de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro « todavía-no ». El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras» (Spe salvi, 7). Cabe profundizar en esta expresión: el presente está marcado por la realidad futura. Nuestra mirada, pues, dirigida hacia Dios y la realización del Reino, queda iluminada para fijarse en la manera como hacer presente los signos del Reino de Dios que Jesús con su muerte y resurrección ya ha inaugurado. Jesús, con su predicación y su actuación liberadora, nos ha hecho ver que el Reino de Dios ya está entre nosotros. Se trata, de nuestra parte, de hacerlo visible mediante nuestro testimonio personal y colectivo con palabras que den razón de nuestra esperanza a quien nos la pida y con la credibilidad que da el seguimiento. ¿Cómo hacerlo? Jesús nos lo propone de nuevo de forma muy clara: «Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón» (Evangelio). Voluntad de desprendimiento de todo aquello que nos mantiene atados a los bienes materiales y nos impide ser libres y tener una visión esperanzada de futuro en Dios; al mismo tiempo, espera de nosotros gestos de solidaridad con los más necesitados. La fe nos abre a la esperanza y ambas se solidifican con la caridad. Jesús abre una vez más nuestro corazón a la confianza, un corazón que tiene que encontrar en Él su tesoro, ya que a partir de Él todo recobra su verdadero sentido. Estas palabras de confianza nos dan noticia de lo que hemos recibido de Dios de forma gratuita y hace que desaparezcan aquellos miedos que nos impiden avanzar según su voluntad. También sus palabras nos animan cuando dice: «no temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino» (Evangelio). Con ello, nos está pidiendo estar en vela, despiertos, atentos a todo, disponibles, confiados, fieles, responsables en las tareas encomendadas. Para llevar todo esto a término, hemos de esforzarnos para adquirir un conocimiento profundo de la Palabra de Dios mediante tiempos de oración y estudio, y descubrir su incidencia en nuestra vida personal y en la realidad social. En este sentido es fundamental contar con la Doctrina social de la Iglesia que, con la exposición de sus principios, «pretende sugerir un método orgánico en la búsqueda de soluciones a los problemas, para que el discernimiento, el juicio y las opciones respondan a la realidad y para que la solidaridad y la esperanza puedan incidir eficazmente también en las complejas situaciones actuales» (CDSI, 9). Benedicto XVI incide en que «la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación… Cada generación tiene que ofrecer también su propia aportación para establecer ordenamientos convincentes de libertad y de bien, que ayuden a la generación sucesiva, como orientación al recto uso de la libertad humana y den también así, siempre dentro de los límites humanos, una cierta garantía también para el futuro. Con otras palabras: las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan» (Spe salvi, 25). En este trabajo de dimensión social será importante acentuar que lo que redime realmente al hombre es el amor y este es el nexo, porque proviene de Dios, entre la esperanza del Reino futuro y su anticipación en el presente, lugar de nuestra dedicación, compromiso y responsabilidad. Sigue el Papa diciendo en su encíclica que «no es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de «redención» que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: « Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro » (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es «redimido», suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha «redimido». Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana «causa primera» del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: «Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Ga 2,20). Podemos concluir, también con las palabras del Papa, que «la verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento» (cf. Jn 13,1; 19,30)… Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente «vida»… La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces «vivimos» (Spe salvi, 26-27). Con la fe puesta en Jesús, que nos promete «vida» en abundancia, sentimos la responsabilidad de comunicarla con nuestro compromiso de seguirle a Él de forma radical.