I. Parece que la fe es igual de evidente que de extraña. Quien cree parece no necesitar ningún razonamiento para hacerlo, la fe aparece en él como una forma natural de mirar la realidad topándose siempre en ella con Dios. Apenas si tendría que poner algo de su parte. De ahí esa dificultad que acompaña a muchos creyentes para comprender la verdad de las afirmaciones de los que dicen no creer o no poder creer. Por el contrario, para el que no cree, la realidad se presenta como un muro que no deja ninguna opción a Dios y ante el cual hay que ser realistas y no buscar lo que no se podría encontrar o lo que, de hecho, no afecta para nada a la vida cotidiana. Esta facilidad y dificultad para creer hace que muchos sientan que la fe y la increencia son dos mundos separados sin nada que decirse, sin más punto de contacto que el respeto. Sin embargo, parece no ser así ya que, por una parte, la primera señal de Dios para los no creyentes es la fe de los que creen y, por otra parte, la sospecha de los no creyentes sobre el Dios de los creyentes es un crisol donde el creyente debe purificar sus imágenes de Dios no sean demasiado mundanas o simples proyecciones de sus deseos. II. La primera carta de Pedro (cap. 3, vers 15) invita a los cristianos a dar razones de su fe a todo el que las pida. Ciertamente la fe no se demuestra, pero sí puede mostrar su coherencia con las esperanzas y los deseos más hondos de lo humano y así hacerse lugar en el mundo como una propuesta de vida plena, como una forma de ser y vivir la vida que da hondura, alegría y sentido. Hoy en día la vida cristiana recibe de la sociedad más críticas que preguntas lo que provoca que los mismos creyentes seamos los que nos preguntemos a nosotros mismos sobre nuestra fe. ¿Tiene algún sentido seguir creyendo, seguir viviendo como creyentes? ¿Podemos seguir lo que siempre creímos? ¿Tenemos razones para ello? Es verdad que la Iglesia y sus teólogos siempre han intentado comprender (“la fe busca su inteligencia”, decían), pero hoy la situación de duda parece haberse instalado, más o menos profundamente, en cada cristiano y podríamos decir que ya nadie podrá seguir siéndolo honradamente sin “darse razones a sí mismo”. III. La Iglesia es ofrecida por Dios como compañera de camino desde el principio (Hch 8, 26-40 y 17, 16-34) para alentar, orientar y alimentar la búsqueda de la fe de todo hombre. Sin embargo, no puede hacer el trabajo de cada creyente, éste habrá de buscar, preguntar, escuchar, confiar, razonar... Sólo así la fe se hace grande y hace grande nuestra vida hasta salvarla del sin-sentido y de la vulgar rutina de la vida que se deja llevar por sus inercias. Al encontrar razones para nosotros mismos, quizá nuestra vida de fe se convierta, para los que buscan sin todavía poder creer del todo, en una pregunta y en el comienzo de una respuesta sorprendente. Reflexión – Meditación – Oración 1. Buscar las razones de la fe. Después de leer la ficha detente a meditar con las siguientes pautas: * ¿Te sientes identificado con alguna de las afirmaciones que se hacen en el primer apartado? ¿Crees que tu fe ya está hecha o que necesita profundizarse, purificarse, perfeccionarse,...? ¿Crees que la fe se puede perder? ¿Cómo?. ¿Crees que se puede encontrar? ¿Cómo? * ¿Crees que la gente busca respuestas en la fe a las dificultades, ante las que les sitúa la vida? ¿Crees que las encuentran? ¿Piensa por qué sí o por qué no? ¿Sientes que la fe tendría que darte respuestas que no te da?. Cuando tienes dificultades con tu fe, ¿qué sueles hacer?. * ¿Sientes que tu vida puede ser un motivo de fe y de esperanza de parte de Dios para los demás? ¿Puedes recordar a alguien que lo haya sido para ti? Recuerda y da gracias. * Puedes leer meditativamente los textos de los Hechos de los Apóstoles que se citan (Hch 8, 26-40 y 17, 16-34) y preguntarle a Dios qué puede querer decirte a través de ellos. Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Sé que habitas en una luz inaccesible, pero ¿dónde se halla esa claridad? ¿Quién me conducirá hasta allí para verte en ella? ¿Con qué señales, con qué rasgos te buscaré?. Señor, jamás te vi, no conozco tu rostro. Enséñame a buscarte y muéstrame a quien te busca, ya que a menos que tu me enseñes no puedo encontrarte. Deseándote te buscaré; te desearé buscándote. Amando te hallaré y encontrándote te amaré. (San Anselmo)