José Jiménez-Blanco Raymond Aron, sociólogo La obra intelectual de Raymond Aron, sin duda de dimensión ingente, sobre todo por su enorme influencia en todo el mundo occidental, puede agruparse en torno a varios temas. En primer lugar, los que responden a su preocupación inicial por las posibilidades de la filosofía de la historia, y particularmente su preocupación por la capacidad predictiva de esta disciplina. En este apartado está la génesis que va a matizar toda su trayectoria intelectual: de un modo concreto, el relativo abandono de la filosofía de la historia para sustituirla por la sociología que pudiera dar respuestas más rigurosas a sus intereses intelectuales originarios, a saber, el problema de la predicción histórica. En segundo lugar, otro apartado lo constituyen sus obras sobre estrategia internacional. Aquí nos encontramos con las obras menos conocidas, pero donde confluyen el análisis político, el sociológico, el ideológico y el estrictamente armamentista, con especial referencia a las implicaciones del armamento nuclear, y todo ello en un contexto internacional. Acaso por la novedad del género, en una singular conjugación de lo interdisciplinar, en el plano de las ciencias sociales, con el punto de vista internacional, en el plano del análisis comparado de distintas sociedades, no ha tenido el eco que otras partes de su obra. Y hay que decir que las dos cosas —inter-disciplinariedad y análisis comparado— no son ninguna novedad en las ciencias sociales actuales, pero Aron practicó ambas cosas en un cierto nivel ensayístico, susceptible de no satisfacer a los especialistas y de resultar, a la vez, de tono demasiado elevado para el lector corriente. En tercer lugar, nos encontramos con las lecciones sobre la sociedad industrial y la lucha de clases en el mundo actual. El carácter de «lecciones» revela su procedencia del ejercicio de su docencia en la Universidad de la Sorbona, y esa impronta pedagógica no se pierde en su versión impresa. Aquí nos encontramos con un tipo de obra estrictamente sociológica, y a ella prestaremos nuestra atención en este artículo. Empero, estos tipos de análisis, llenos de sagaces hipótesis, se quedan en los límites del Cuenta y Razón, n.° 14 Noviembre-Diciembre 1983 ensayo que llega tanto al especialista como al lector corriente. Se trata, sin duda, de la parte más conocida del gran público de la obra sociológica de Aron. En cuarto lugar, Aron ha sido el gran pedagogo que ha expuesto con extraordinaria claridad y conocimiento profundo, de primera mano, la obra de los grandes sociólogos. En este apartado es donde aparece más clara su dimensión de profesor. Tal vez su frialdad expositiva y su renuncia, de entrada, a cualquier especial contribución a la teoría sociológica, explique la utilización masiva por los estudiantes de Sociología de las obras de Aron de este signo. Aron aquí es el profesor que conoce su materia de manera magistral, pero que se centra más en la exposición rigurosa del pensamiento de otros que en la del suyo propio. El conjunto de estas obras culmina en Las etapas del pensamiento sociológico, traducido a casi todos los idiomas y libro de texto obligado en los cursos de teoría sociológica. Siendo uno de los campos que Aron ha cultivado desde los inicios de su carrera académica hasta los momentos de su madurez, resulta difícil adivinar lo que pensaba, en última instancia, sobre cada uno de los autores tratados, sobresaliendo, por el contrario, la penetración impecable del pensamiento ajeno. En quinto lugar, un apartado importante de su obra, que en ocasiones se confunde con obras que podrían situarse en alguno de los apartados anteriores, ha de referirse a sus escritos de espectador comprometido —es el título de un libro que, aunque figura con su nombre, contiene sólo entrevistas con diferentes interlocutores—; las obras de este apartado habría que subsumirlas bajo la rúbrica de polémicas —título de otro de sus libros—. Artículos de periódico y de revista, libros de debate al hilo de las circunstancias, amplia labor de publicista que ha estado al quite de cualquier acontecimiento político o intelectual, a lo largo y ancho de su dilatada vida; acaso sea el elemento que más ha contribuido a su reputación de «sabio» (savant), en el sentido francés del término. Concretamente, Claude Lévi-Strauss lo ha despedido, en este contexto, con la palabra que más habría agradado a Aron: «el último». Sin duda Aron no ha hurtado, desde su sólido y amplio bagaje intelectual, la palabra esclarecedora, al filo de los acontecimientos, posiblemente comprometida y polémica, pero ése era justamente el papel que él ha querido desempeñar en la vida intelectual francesa, con un amplio eco occidental, que traspasa su entorno parisino, que tanto lo estimuló, pero que también le hizo trascender los límites de su país. De los anteriores apartados sólo nos vamos a ocupar en este artículo de los más estrictamente sociológicos; por tanto, de los apartados citados en tercero y cuarto lugar, aunque me resultará inevitable citar alguna obra que de suyo corresponda a los otros apartados distinguidos. Centrado en los apartados sociológicos, trataré de dar respuesta a la cuestión que tiene sentido plantearse a la hora de su muerte: ¿cuál ha sido la aportación de Aron a la sociología actual? Dentro del capítulo estrictamente sociológico de la obra de Raymond Aron podemos distinguir dos tipos de obras: de un lado, las de exposición y crítica del pensamiento sociológico; de otro, el análisis sociológico de la sociedad actual. Con frecuencia esta distinción produce planos de convergencia entre uno y otro tipo de análisis, de tal manera que hay referencias a la realidad empírica en los análisis teóricos, del mismo modo que hay continuas referencias al pensamiento de diferentes autores en los análisis empíricos. Una nota que se puede aplicar a los dos apartados distinguidos y que singulariza la obra sociológica de Aron es la existencia de un estilo propio, que se parece muy poco al de los sociólogos de su generación. Así, sus análisis empíricos tienen un marcado estilo ensayístico, al margen de los métodos y técnicas de investigación de la sociología actual. Por otra parte, su exposición y crítica de diferentes autores sociológicos se hace con indudable brillantez, pero sin el más mínimo intento de construcción teórica. Lo contrario es lo habitual en la sociología actual, incluso en la francesa; a saber, análisis empíricos con métodos y técnicas de investigación de signo marcadamente cuantitativo e intentos de construcción de nuevas síntesis teóricas a partir del análisis de la aportación de autores considerados como clásicos del pensamiento sociológico. En este sentido se puede afirmar que Aron ha sido un excelente profesor de sociología, pero que su contribución a la sociología, es decir, su estricto papel de sociólogo ha sido nulo. Ni sus análisis sobre la sociedad actual ni los dedicados al pensamiento sociológico pasarán de ser materiales para la enseñanza, pero en modo alguno contribuciones al cuerpo de conocimientos nuevos para la sociología. Acaso nos encontramos en Aron con el máximo exponente de una figura intelectual típicamente francesa: el brillante divulgador de la obra sociológica —empírica y teórica— para lo que se había hecho o se estaba haciendo en otros países. Aunque con un matiz importante: si bien Aron reconoce explícitamente su deuda con la sociología alemana, da la impresión de ignorar olímpicamente la sociología de origen anglosajón. Sólo «impresión» porque, como veremos, son ras-treables en su obra fuentes anglosajonas, que sin duda conocía, pero que no citaba. Esta labor de divulgador en lengua francesa de la sociología de otros países se inicia con la primera de sus obras importantes de exposición y crítica de la sociología alemana, titulada precisamente La sociología alemana contemporánea. En esta obra se podría decir que se produce la recepción francesa de la obra de Simmel, Von Wiesse, Tonnies, Vierkandt, Spann, Oppenheimer, A. Weber, Scheler, Mannheim y, sobre todo, Max Weber, a quien dedica casi la mitad de esta obra. Aunque Aron, al empezar su capítulo sobre Max "Weber, afirma que «no se trata, naturalmente, de revelar ni de presentar a Max Weber en Francia» (pág. 109), se trata precisamente de eso, entre otras razones porque la sociología francesa inmediatamente anterior a Aron, dominada por la figura de Durkheim, había ignorado —no puedo precisar si deliberadamente— la obra de Max Weber. Y si Max Weber es conocido en Francia actualmente se debe a la obra receptora de Aron, en quien aquél va a tener una influencia decisiva. Tanto que, a mi parecer, el paso de la filosofía de la historia a la sociología se produce en Aron precisamente a través de la obra de Max Weber, con el que acabará compartiendo no sólo nuevas concepciones sobre la historia y sobre el valor predictivo de una sociología histórica, sino también un pesimismo existencial sobre las posibilidades reales de la continuidad de la democracia liberal. En esta obra inicial de recepción de la sociología alemana contemporánea ya aparece el estilo característico de Aron: brillante expositor del pensamiento de otros, nunca acaba por dar un juicio definitivo sobre nadie. Es cierto que el Aron maduro permite afirmar, por ejemplo, que éste se encuentra más cerca de Max Weber que de Carlos Marx, pero persiste el estilo en que se combina el buen conocimiento, de primera mano, de esos autores con el hurto de juicios conclusivos. Tal vez ello sea debido a lo que parece ser, desde un principio, su renuncia a una construcción teórica propia o, al menos, una síntesis derivada de los autores a los que tan bien conocía. Hay en Aron un «santo y seña» de la intelectualidad francesa de su tiempo: el conocimiento profundó de la lengua alemana. Visto desde una perspectiva actual, eso parece una puerilidad. Pero en su momento, y no sólo en Francia, sino también en España, saber alemán era una patente de sabio, sin más. Esta circunstancia la comparte, por ejemplo, con su eterno amigo Jean-Paul Sartre. Nos podríamos preguntar, ¿qué sería de Sartre sin Heidegger o qué sería de Aron sin Marx y Max Weber? Sin negar los talentos específicos de cada uno, lo cierto es que su reputación intelectual se nutre a costa de «revelar y exponer» a los franceses lo que se había escrito en lengua alemana por otros. Todo lo cual corrobora el carácter pedagógico de la obra de Aron —como la de Sartre, en otra dirección—, pero les quita cualquier rasgo de originalidad y los mantiene presos en la condición de parásitos del pensamiento alemán. En la medida en que la dificultad de la lengua alemana ha sido un obstáculo al parecer insalvable no sólo para los franceses, resulta comprensible que esta dimensión pedagógica de Aron se haya proyectado a muy diferentes países. Los cursos sobre el pensamiento sociológico de Aron, en sus clases de la Sor-bona, antes de publicarse, ya eran conocidos en la versión a «ciclostyl» que facilitaba el Centre de Documentation Universitaire. Esos materiales de sus enseñanzas tuvieron una muy amplia difusión antes de aparecer en forma de libro. Y cuando, finalmente, apareció Las etapas del pensamiento sociológico, el punto de vista de Aron era sobradamente conocido en los medios universitarios de todo el mundo occidental. En este libro se ocupa del pensamiento de Montesquieu, Comte, Marx, Tocqueville, Durkheim, Pareto y Weber. Esta relación de autores se ha convertido en una galería de «clásicos» de obligada «visita» para todos los que trabajan en sociología. Se le podría reprochar a la relación de nombres,que por qué no comprende a autores como, por ejemplo, Rousseau, Spencer o Parsons, que parecen marcar «etapas» en el mismo sentido que los autores relacionados. Como se le podría reprochar la inclusión de Tocqueville, autor «recuperado» para la tradición sociológica —y en ello tuvo parte importante el propio Aron—, pero cuya obra solía quedar fuera de las historias del pensamiento sociológico. La exclusión de Parsons se encuadra en su deliberado desprecio por la sociología anglosajona—la exclusión de Spencer tiene el mismo sentido—, pero también nos muestra su escaso o nulo interés por la idea de lograr una nueva síntesis o convergencia de la tradición teórica de la sociología. (Lo cual contrasta con su idea de encontrar «convergencias» entre sociedades de muy diferente índole, como veremos en su momento.) No alcanzo a comprender la exclusión de Rousseau, sin el cual me resulta sencillamente ininteligible el nacimiento de la sociología como disciplina científica. El «rescate» de la dimensión sociológica del pensamiento de Alexis de Tocqueville —en buena parte, como hemos dicho, por obra del propio Aron—, como la idéntica operación con el pensamiento de Montesquieu, es cualquier cosa menos una labor monográfica aislada. Por el contrario, Raymond Aron «incorpora» a estos autores al pensamiento sociológico, porque él mismo va a practicar el mismo género de literatura sociológica, que podemos encuadrar dentro del epígrafe del «gran ensayo». Puede ser "que la preferencia aroniana por este tipo de género literario sea la razón de la selección de Montesquieu y Tocqueville en Las etapas del pensamiento sociológico y, al mismo tiempo, la razón de la exclusión de Rousseau, mucho más teórico y sistemático que los anteriores. Porque toda la obra de Aron está inserta en este género del «gran ensayo» en mucho mayor medida que en el análisis riguroso de la realidad o en la elaboración teórica formalmente construida, propia ya de la sociología de su tiempo, incluso en la propia Francia, donde la obra de Emile Durkheim había ya introducido reglas precisas para el método sociológico. Intelectualmente, Aron da un salto atrás en el tiempo y recupera una tradición pre-sociológica, el «gran ensayo», capaz de producir obras maestras, pero inútiles en la construcción del cuerpo de conocimientos de una ciencia empírica, como la sociología pretende ser. Montesquieu, Tocqueville y Max Weber van a ser los autores favoritos de Raymond Aron. Y no sólo por la cuestión del estilo o género literario, sino muy particularmente por ser autores que, de un modo general, se pueden colocar en la línea de los clásicos de la democracia liberal. Todos ellos —incluso a pesar de alguna apariencia en contrario, como en el caso de Max Weber— son autores de libros —magistrales y ejemplares, por otra parte— en donde se conjugan el conocimiento de la experiencia histórica de diversos países, un excelente estilo literario, una aguda capacidad para la observación inteligente, sin salirse del plano de las generalizaciones empíricas— que, cuando menos, disfrutan del beneficio de la duda—:, erudición poco común, familiaridad con el pensamiento de los «clásicos» —utilizados como criterio de «autoridad»—, junto con una acusada sensibilidad para los problemas rigurosamente actuales; a todo este conjunto de cosas es a lo que he llamado el «gran ensayo», y no hay la menor duda de que Aron ha sido un buen exponente de esa tradición. Lo que pasa es que semejantes entremeses no son del particular agrado de los sociólogos actuales, atenidos a mayores rigores teóricos y metodológicos, pero explican el éxito editorial que han tenido muchos de sus libros de cara al gran público. Por contra de su no disimulada simpatía por autores de corte liberal, el blanco de sus críticas más arteras ha sido la obra de Karl Marx, de la cual era un perfecto conocedor, incluso de su teoría económica. Pero en esta contraposición pone de manifiesto Aron una doble medida, que no sólo implica preferencias ideológicas, perfectamente legítimas, sino también argumentos más afilados a la hora de enfrentarse críticamente con la obra de Marx que cuando se ocupa de Montesquieu, Tocqueville o Max Weber. La crítica a Marx se centra en lo que Aron mismo denomina el Marx-profeta, para concluir que sus predicciones no se han cumplido y que, en consecuencia, todo el sistema teórico de Marx se viene abajo, quedándose en pura ideología. Es cierto que el sistema teórico de Marx, mucho más formalizado que el de los otros autores mencionados, se presta a reducirlo a predicciones muy concretas, a las que el tiempo obviamente da razón o se la quita. Y es evidente que el tiempo no ha dado la razón a las predicciones marxistas. Pero si prescindimos del grado de formalizadón de la obra de Montesquieu, Tocqueville o Max Weber, lo cierto es que de su obra también pueden derivarse predicciones y también todos ellos pueden ser llamados «profetas». En Montesquieu, por ejemplo, ¿qué queda de su teoría de la división de poderes? En la Inglaterra que él hizo objeto de su análisis todo el mundo está de acuerdo en que tal división de poderes nunca se dio, y en las democracias actuales esa doctrina es más una retórica de la prosa constitucional que un hecho puro y simple. En Tocqueville, su famoso dilema entre libertad e igualdad —es decir, que libertad e igualdad eran incompatibles—, la doctrina empieza a no ser verdad en los propios Estados Unidos, donde Tocqueville veía amenazada la libertad por su indeclinable tendencia al igualitarismo. Ha ocurrido justamente lo contrario. Y si nos fijamos en la Unión Soviética, tenemos que concluir que este país, enfrentado dramáticamente con ese dilema, ha optado por una solución sumamente original: una sociedad sin libertad, pero también sin igualdad. En Max Weber, su predicción del proceso de burocratización, de un lado, y del proceso de racionalización, secularización y consiguiente desencantamiento del mundo, de otro, presenta en el mundo contemporáneo signos contradictorios de que están ocurriendo simultáneamente tales cosas y sus opuestas, haciendo sumamente peligrosa una conclusión terminante al respecto. La pregunta se impone: ¿por qué unas predicciones no cumplidas descalifican toda una obra —como la de Karl Marx— y, en cambio, las profecías no cumplidas de Montesquieu, Tocqueville o Max Weber le permiten a Aron mantener la vigencia del pensamiento de estos últimos, sin lanzarlos a las tinieblas de la ideología? Hay aquí, por parte de Aron, una doble medida crítica que no se soporta ni siquiera en la lógica del sentido común. (De la cuestión de las ideologías, en Aron, nos ocuparemos más adelante.) En realidad, Aron comparte con Tocqueville una visión sesgada de los Estados Unidos, que no se atiene a los hechos ni en uno ni en otro, como la crítica actual ha demostrado al reexaminar las tesis de éste en La democracia en América, o las que el propio Aron sostiene al revisitar el tema norteamericano en République impértale, les Éfats-Unis dans le monde, obra representativa de todas las típicas reticencias francesas contra los Estados Unidos, desde Tocqueville hasta Aron, en una tradición de rechazo de lo anglosajón, ciertamente pueril. No obstante, de la tradición liberal representada por Montesquieu, Tocqueville y Max Weber, Aron —curado de su socialismo juvenil— se hacía paladín en el ambiente intelectual de París, inclinado a identificar la izquierda y el progreso no sólo con el socialismo, sino también con la experiencia soviética. Esta nota dominante del Aron más conocido hay que decir que la ha defendido con toda gallardía, renunciando a halagos momentáneos de su entorno universitario, permaneciendo él constante en su defensa de la libertad, con independencia de los vaivenes ideológicos de sus alrededores. Aunque —todo hay que decirlo— Aron ha heredado de la tradición liberal en que él mismo se inserta —especialmente, por influencia de Max Weber— un apego a la libertad, un rechazo expreso de cualquier tipo de totalitarismo, donde, sin embargo, el pesimismo sobre el porvenir de la democracia es una constante obsesiva en toda su obra, de lo que es buena prueba su libro de 1977 Plaidoyer pour l'Europe decadente, traducido al español con el título de En defensa de la democracia y de la Europa liberal. Cuando Raymond Aron abandona su campo inicial de la filosofía de la historia para pasarse, de la mano sobre todo de Max Weber —el sociólogo con más sabiduría histórica que haya existido nunca—-, a la sociología, en realidad lo que hace es trasladar su interés a las sociedades actuales. Parafraseando palabras del propio Aron, para el análisis de las sociedades actuales —complejas, por definición— hay que ser un poco historiador, economista, sociólogo e incluso un poco filósofo (cfr. De la condition historique du sociologue, 1971, pág. 21). El resultado de la mezcla de semejantes ingredientes, que distan de ser inequívocos, es un tipo de análisis, dentro del género del «gran ensayo», pictórico de sagacidades y su - gerencias, pero discutible de una punta a la otra. Lo más alejado posible del «porte gris de la ciencia», que quería para la sociología, dentro de la propia Francia, Emile Durkheim. El análisis de las sociedades actuales se contiene en los tres volúmenes siguientes: Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial, La lucha de clases y Democracia y totalitarismo (traducidos en Seix-Barral, 1965-1968). Todos ellos son lecciones en el sentido literal del término; fueron primero el contenido de cursos universitarios dados en la Sorbona desde 1955 hasta 1958. Primero se presentaron en «ciclostyl» en las tiradas del Centre de Documentation Universitaire. Su difusión ha debido de ser muy amplia porque muchas de las tesis en ellos enunciadas aparecen un poco por aquí y un poco por allá, si bien es necesario decir que las tesis fundamentales contenidas en esos tres volúmenes tienen antecedentes muy concretos, que no se citan. En estas lecciones, Aron parece más interesado en tratar de libros que en tratar de hechos. O, para decirlo más exactamente, Aron confunde los hechos con los textos, aun siendo éstos procedentes de los clásicos de las ciencias sociales. Una mezcla muy peculiar de opiniones con alguna que otra cifra —sobre todo económica— le permite construir un «discurso» (como se dice ahora) tan brillante como de escasa contundencia empírica. Da la impresión de que a Aron, en estos análisis de la actualidad, más que atenerse a los hechos, le interesa el diálogo con los clásicos. La lectura puede resultar fascinante —de hecho ha fascinado a muy variados tipos de personas, particularmente los políticos—, pero se trata de la fascinación de lo brillante, lo erudito y la explicación que se mueve entre lo aparentemente novedoso y lo obvio. En resumen, lo que suele proporcionar una buena reputación intelectual «a peu de frais», como ya escribía Gomte de algunos pretendidos sociólogos de su tiempo. Hay que reconocer que el género del «gran ensayo» encuentra en Ray-mond Aron el máximo representante actual del viejo estilo de algunos grandes maestros del pensamiento social. Acaso le sobre erudición y le falten ideas realmente nuevas. Hay en sus lecciones demasiado texto ajeno, hasta el punto de tener la impresión de que son puro texto. Faltan hechos, y, sobre todo, hechos precisados por los modernos métodos y técnicas de la investigación social, cuestión esta última que no parece haber provocado en Aron el menor interés. La tesis fundamental de estos tres libros de lecciones es que, prescindiendo del elemento ideológico, se pueden explicar las sociedades más desarrolladas recurriendo únicamente al tipo-ideal, en el sentido \veberiano, de la «sociedad industrial». La industria, como elemento técnico y racio-nalizador —pretendidamente, siguiendo ideas de Max Weber—, es capaz de explicar las características, por ejemplo, de Estados Unidos o la Unión Soviética, como variable independiente, quedando como variables dependientes del fenómeno de la industria la estructura social, el régimen económico, el cultural o el tipo de régimen político. La idea de caracterizar a la sociedad contemporánea como «sociedad industrial» ya está en Saint-Simon, Comte o el ignorado Spencer. Lo que no está en ninguno de ellos es la tesis, que fácilmente, se ha deslizado desde el tipo-ideal de «sociedad industrial», del fin de las ideologías. Tesis, esta última, con la que no estamos de acuerdo, aunque debe señalarse que Aron no es responsable de la mayor parte de la literatura conservadora sobre «el fin de las ideologías» (como es sabido, título de un libro de Daniel Bell), puesto que, entre otras cosas, Aron escribió en un libro complementario de los anteriormente mencionados, titulado Tres ensayos sobre la era industrial (1966), un capítulo cuyo mero enunciado marca su distancia con esa literatura conservadora; el ensayo III reza: «Fin de las ideologías. Renacimiento de las ideas». No quisiera decir con esto que el pensamiento de Aron no sea conservador en muchos aspectos. Pero no lo es —por lo menos, yo no puedo considerarlo así— cuando Aron ha sido el más lúcido defensor de la libertad y de la democracia. Pero su tesis del «fin de las ideologías» ha sido sin duda utilizada más ampliamente por escritores conservadores, que, en realidad, lo que querían era sentenciar el fin del marxismo y del socialismo, cuestión que no se atiene a los hechos. En realidad, el «fin de las ideologías» era el crepúsculo de todas las ideologías, excepto de la suya, normalmente conservadora. Aron, en última instancia, acaba la serie de los libros con el titulado Democracia y totalitarismo, según ya hemos visto. Y en este volumen, Aron opta lúcidamente por la democracia, frente a toda suerte de totalitarismo, y eso no deja de ser una opción ideológica para Aron, para mí y para tantos de nosotros; la única opción ideológica de rango ético superior, pero, al fin y a la postre, ideología. No fue Aron quien formuló por vez primera la tesis de la «sociedad industrial». Pitirin Sorokin, que como emigrado ruso a los Estados Unidos tenía buenas razones para no ignorar el papel histórico de la ideología marxista, fue el primero en esbozar la hipótesis de que los problemas de sociedades como la U. R. S. S. y los Estados Unidos se entendían mejor desde la óptica de dos sociedades en acelerado proceso de industrialización que desde otras perspectivas. A partir de esta idea, el deslizamiento hacia la tesis de la convergencia de los dos sistemas económicos —capitalismo y socialismo— resulta ser inevitable. Situémonos en los años cincuenta. Por aquellas calendas la tesis de la convergencia estaba ampliamente aceptada. Considerada desde nuestra perspectiva actual —1983—, la tesis se nos aparece como un puro disparate. Ni los sistemas han convergido ni las ideologías han finalizado. En cualquier caso —recordemos—, Aron escribía sobre el renacimiento de las ideas: la idea de la democracia liberal ha dominado, por encima de hipótesis ocasionales, más o menos originales, en toda la obra de Raymond Aron, y ante esa idea éste no ha hecho jamás la más mínima concesión. Pero si la idea de la democracia liberal se mantiene, y se puede decir que renace cada día, 'ello es en gran medida el trabajo intelectual de Aron: el observador comprometido, comprometido precisamente con la causa de la democracia liberal. Pues bien, todas las observaciones de matiz que podamos hacer a la obra de Raymond Aron —como el género literario practicado, la ausencia de contribución teórica o el limitado alcance de la tesis de la «sociedad industrial»—- son, en primer lugar, observaciones que sólo atañen a una parte de su obra, y, en segundo lugar, el conjunto de su obra está dedicado a la defensa de la democracia y de la libertad, lo que le convierte casi en exclusiva en el sociólogo más comprometido con estas causas que ha dominado la sociología francesa desde los años treinta. Es muy posible que otros sociólogos más «ortodoxos» —de acuerdo con los criterios profesionales dominantes— como, en general, los anglosajones y, especialmente, los norteamericanos, no hayan estado de hecho menos comprometidos con la democracia y la libertad que Aron. Tal vez se pueda registrar en la mayoría de ellos la contrafigura intelectual de nuestro autor. Pero ninguno de ellos podría acreditar, a la hora de su muerte, como sucede con Raymond Aron, una contribución comprometida y combativa semejante en alcance, difusión e influencia —en la enseñanza, en la prensa diaria, en los libros— a la que éste ha hecho por la causa de la democracia y la libertad, frente a cualquier tentación totalitaria. Hemos escrito antes sobre el pesimismo, heredado de Max Weber, respecto del triunfo final de la causa democrática y liberal. Pero el mismo Aron ha matizado ese pesimismo. Escribe: «A partir de 1930 sentía casi físicamente la aproximación de tempestades históricas. Esa experiencia que me inclinó hacia un pesimismo activo me ha marcado para siempre. Definitivamente dejé de creer que la historia obedeciese por sí misma a los imperativos de la razón o a los deseos de los hombres de buena voluntad. Perdí la fe, pero he guardado, no sin esfuerzo, la esperanza. Descubrí el enemigo que no me he cansado de combatir: el totalitarismo» (De la condition historique du sodologue, págs. 20-21). «Pesimismo activo» y «esperanza» sobre la libertad, «combate» contra el totalitarismo, dignifican una obra intelectual coherente desde los años treinta, los años en que, precisamente, el mundo intelectual se inunda de una nueva ola de sofismo y propaganda. Contra esa ola es como hay que comprender la contribución de Raymond Aron a la idea de la libertad y la democracia. J. J.-B.* * Catedrático de Sociología. Universidad Complutense.