Aceptarlo

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Aceptarlo
Pensamientos 130 - mayo de 2014
Aceptarlo
Aunque muchas veces nos cuesta aceptar la voluntad
del Señor, debemos reconocer que sin Él no hay salvación.
El ágape cristiano, con la fraternidad y el gozo que le son
propios, engendra la Iglesia-cuerpo de Cristo. Accedemos,
así, a la Pascua, que es fidelidad eterna a Dios.
Aunque el discurso de Jesús sobre el pan de vida eterna parezca duro de digerir, lo mejor es aceptarlo con fe y
humildad para ser «como Dios».
fundador del Seminario del Pueblo de Dios
GLOSA
La dificultad de aceptar la voluntad de Dios suele ser consecuencia de
que nuestra voluntad no se conforma con la suya. La tendencia humana
es procurar que Dios se acomode a nuestras condiciones, y no tanto que
nosotros nos adaptemos a sus exigencias. Dios siempre quiere el bien
del hombre, pero «¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?» (Hb 12,7).
Queremos el Cielo que Dios nos promete, pero a menudo nos da miedo
el camino que nos lleva a él: «¡Qué estrecha la entrada y qué angosto el
camino que lleva a la Vida!» (Mt 7,14). Aunque muchas veces nos cuesta
aceptar la voluntad del Señor, debemos reconocer que sin Él no hay salvación.
Y por eso pedimos en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra
co­­mo en el cielo» (Mt 6,10).
De hecho, la fe es exigente, y el rechazo hacia Jesús es fruto de nuestra
tendencia acomodaticia. Jesús se queja cuando ve que le seguimos, no
tanto para buscarle, sino más bien por los beneficios que podemos obtener: seguimiento interesado y egoísta que no entusiasma el Maestro. En
el fondo, nos buscamos a nosotros mismos, más que a Jesús (cf. Jn 6,26).
En cambio, la voluntad de Dios deberíamos verla como el capricho
de un padre que nos quiere dar muchos regalos, felicidad y bienestar,
desbordando cualquier imaginación puramente humana. Quizás no
conocemos al Padre celestial o bien lo podemos catalogar de juez o de
buena persona, más que de artista con infinita fantasía.
Dios quiere que disfrutemos de su presencia y de toda la creación,
ad­ministrando sus dones con la sabiduría del Espíritu; sus regalos superan
con creces nuestras expectativas. Y el regalo por excelencia es el Hijo
encarnado, re­galo magnífico, inesperado, que nos desborda absolutamente. Y por eso san Pablo ora así por los efesios y por todos nosotros:
«Que podáis comprender con todos los santos la anchura y la longitud,
la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a
todo conocimiento, y os llenéis de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,18-19).
La voluntad de Dios por excelencia es que conozcamos a su hijo Jesús
y creamos en Él: «Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el
que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucitaré el
último día» (Jn 6,40). Si cuesta aceptar que Dios se haya hecho hombre,
mucho más aún que un trozo de pan lo pueda contener. Por ello, aunque
el discurso de Jesús sobre el pan de vida eterna parezca duro de digerir, lo
mejor es aceptarlo con fe y humildad para ser «como Dios».
Por un lado, Dios nos ha sorprendido haciéndose Él mismo uno de
no­­sotros en el hombre Jesús, pero, por otra parte, nos cuesta asumir
que en la fragilidad de la carne humana de Jesús o en la contingencia
de un bocado de pan se esconda su poder y su divinidad: «Muchos de
sus discípulos, al oírlo, dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede es­
cu­charlo?”» (Jn 6,60).
Así pues, debemos aceptar con fe y humildad que Jesús es el «pan
bajado del cielo», y no nos debemos escandalizar pensando: «¿No es este
Jesús, hijo de José? [... ] ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?»
(cf. Jn 6,41-42). Y aceptamos a Jesús, no cada uno por su cuenta, sino
for­mando Iglesia, que es su cuerpo. En efecto, el ágape cristiano, con la
fra­ternidad y el gozo que le son propios, engendra la Iglesia- cuerpo de Cristo.
Por eso los cristianos vamos hacia Dios, asumiendo plenamente la
hu­manidad del Hijo encarnado, sin rechazarla nunca, y aceptando así a
Jesús, porque «el que come mi carne y bebe mi sangre» (cf. Jn 6,54-56),
tiene vida en él –¡vida eterna!–. Y llegamos a ser «como Dios», esto es,
hijos en el Hijo.
Francesc Boqueras
Seminario del Pueblo de Dios
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