La piel del tambor - La gaceta de la Universidad de Guadalajara

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opinión
Carlos Martínez Macías
Con la modernidad, la tecnología y la globalización, se han
derribado muchos muros que
han convertido al mundo en un
lugar cada vez más libre.
Pero también han sido factores que contribuyeron a convertir al ser humano en un ente
más pragmático, materialista y
egoísta.
Lo vemos ahora en los partidos políticos donde sin rubor
alguno se pueden dejar de lado
principios, ética y moral y cambiar de camisa o bando sin asomo de vergüenza.
Lo vemos también en otras
actividades de la vida donde la
mística es materia olvidada.
El poderoso encanto del dinero reflejado en bienes materiales, en placer y comodidades,
parece una gigantesca serpiente
que estrangula los mejores sentimientos de las personas.
Una de las letras de Serrat
lo define perfectamente: “tanto
tienes, tanto vales, y párele de
contar; hoy; respiramos, mañana dejamos de respirar”.
En la danza frenética de los
tiempos que hoy vivimos y que
es marcada por la vanidad que
se puede palpar en la televisión
donde se convierte en raiting a
la miseria y la desgracia, pocos
reflexionan sobre el rumbo de la
sociedad que se aleja de los valores elementales.
Junto a la vanidad, el edonismo y la chabacanería, crece
la indiferencia de las personas a
prácticamente todo lo que le rodea.
La hay hacia los asuntos públicos, hacia los compañeros de
trabajo, a los vecinos, a los ciudadanos y en algunos casos hasta a la propia familia.
El individualismo campea
nuestros días y la gente prefiere
pensar en lo que conviene, más
que en lo que cree.
Por lo mismo, es cómodo sacrificar posiciones en aras del interés. Es fácil pisotear una amistad si eso significa bienestar.
En los tiempos actuales, casi
todo tiene precio y casi todo
puede ser sacrificado...
El escritor Arturo Pérez Reverte, en su extraordinario libro
La piel del tambor, narra las peripecias de un viejo sacerdote que
es perseguido precisamente por
ser fiel a su mística, a sus principios, a la ética y moral de la iglesia en la que él cree.
La historia tiene como pro-
16 de enero de 2006 |
sin pedir audiencia
“El periodismo es una profesión amarga, pero de muy dulces recuerdos”.
Renato Leduc.
La piel del tambor
tagonista a un sacerdote joven
que viste ropa fina y que trabaja en El Vaticano, mismo que es
enviado a investigar al ortodoxo
sacerdote católico que es párroco de un templo en Sevilla.
El viejo sacerdote que es
idolatrado por sus feligreses,
se niega a ceder a los intereses
económicos de empresarios que
pretenden derribar la vieja Iglesia para levantar ahí un centro
comercial.
Los altos jerarcas del Vaticano que reciben fuertes sumas de
dinero por parte de los inversionistas para que vendan el terreno que ocupa el templo, deciden
enviar al joven religioso para
que encuentre una rendija para
someter al viejo párroco.
Es un hombre pequeño, de
figura delgada y correosa que
desprecia todo lo que tanto gusta el joven sacerdote, viste mal,
con zapatos raspados y ropa vieja y arrugada.
Tiene desde varios años atrás
la misma sotana que lo ha acompañado a miles de misas.
El joven sacerdote investiga
al párroco y encuentra a un sujeto fascinante que tiene como
afición la astronomía y que en
las noches con un balcón y un
telescopio prestados, se pierde
en las estrellas.
Descubre además a un hombre que no le interesan las cosas
materiales, que vive en una habitación sobria, sin televisión y
con una pequeña computadora.
En uno de los capítulos, el
viejo clérigo le cuenta al enviado
del Vaticano los motivos que lo
impulsan a ser como es, un sacerdote a la antigua, de los que
todavía creen en la palabra de
Dios y en la fortaleza que representan los bálsamos para el espíritu de los feligreses.
Dice que durante nueve años
fue encargado de un pequeño
La historia concluye de una
forma interesante. El terreno
que ocupaba el templo era una
donación de una familia adinerada que puso como condición
que cada sábado se oficiara misa.
Si se faltaba a esta condición, el
terreno podría ser vendido.
El viejo sacerdote es secuestrado y le impiden que el sábado
dé la misa.
Pero el joven enviado del Vaticano, el de la ropa fina y gustos de primer mundo, subyugado por la reciedumbre de aquel
viejo, toca las campanas aquel
sábado para llamar a misa y encabeza la ceremonia olvidando
la misión de espía a la que fue
enviado.
Como los feligreses que
acudían al templo, el sacerdote
también resultó seducido por la
visión de aquel singular personaje...
Del pasaje narrado en la novela, quiero rescatar la importancia a que en los tiempos modernos, puedan sobrevivir los
principios, la ética profesional y
los valores elementales, sobre el
materialismo feroz que nos consume.
Lamentablemente, igual que
el viejo sacerdote de la novela
de Pérez Reverte, cada vez quedan menos Quijotes en el mundo aunque todavía hay muchos
molinos de viento en pie para
enfrentar.
*** ***
templo en lo más lejano de la sierra donde apenas tenía 48 personas que acudían a misa.
Durante todos esos años,
cumplió con el rito de los oficios
hasta que no quedó ningún feligrés. La última fue una anciana
de 84 años que no sobrevivió al
invierno.
Lo enviarían después a otras
pequeñas parroquias hasta que
llegó a la vieja Iglesia de Sevilla.
En el diálogo con el funcionario del Vaticano, el veterano
sacerdote le dice que la Iglesia
católica necesita de esos viejos
curas para mantenerse en pie.
Que la labor de gente como
él, en los sitios más apartados
del mundo donde todavía se
cree la palabra divina, son los
que sostienen la fe.
– El Vaticano con su dinero,
con su riqueza, tecnología y ropa
fina, necesita de gente como yo.
Luego concluye con una frase demoledora:
– Yo soy la vieja y parchada
piel del tambor donde aún redobla la gloria de Dios...
A Manera de despedida: El primero de enero de 2005, el rector
general de la Universidad de
Guadalajara me honró al nombrarme Director de Información.
El proyecto era coordinar los
esfuerzos informativos de la Universidad en la televisión, la radio
y esta Gaceta Universitaria.
Sin embargo, a partir de esta
fecha, dejo el cargo y por lo mismo esta será la última columna
que aparecerá en este semanario.
Me voy agradecido con la
oportunidad que me brindaron
porque me permitió conocer a
gente valiosa y sólo lamento que
mi capacidad y talento periodísticos no hayan sido suficientes
para continuar con mi labor.
En este momento, más que
nunca debo reconocer que suscribo la frase de Renato Leduc
que siempre acompaña a mi columna: “el periodismo es una
profesión amarga, pero de muy
dulces recuerdos”.n
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