Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

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Los Pazos de Ulloa
Emilia Pardo Bazán
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PRIMERA PARTE
Tomo I
-IPor más que el jinete trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda de
cordel y susurrando palabritas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose en bajar
la cuesta a un trote cochinero que descuadernaba los intestinos, cuando no a trancos
desigualísimos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del camino real de
Santiago a Orense en términos que los viandantes, al pasarlo, sacudían la cabeza murmurando
que tenía bastante más declive del no sé cuántos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al
llevar la carretera en semejante dirección, ya sabrían los ingenieros lo que se pescaban, y alguna
quinta de personaje político, alguna influencia electoral de grueso calibre debía andar cerca.
Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de
personas linfáticas. Por ser joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba,
pareciera un niño, a no desmentir la presunción sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto de
amarillo polvo que levantaba el trote del jaco, bien se advertía que el traje del mozo era de paño
negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa de seglar
vestidas por clérigos. Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y
nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos
de la trotada se lo hiciesen saltar al suelo, que sería el mayor compromiso del mundo. Bajo el
cuello del desairado levitín asomaba un dedo de alzacuello, bordado de cuentas de abalorio.
Demostraba el jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y
a dos dedos de salir despedido por las orejas, leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si
fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos.
Al acabarse el repecho, volvió el jaco a la sosegada andadura habitual, y pudo el jinete
enderezarse sobre el aparejo redondo, cuya anchura inconmensurable le había descoyuntado los
huesos todos de la región sacro-ilíaca. Respiró, quitóse el sombrero y recibió en la frente
sudorosa el aire frío de la tarde. Caían ya oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y setos, y
un peón caminero, en mangas de camisa, pues tenía su chaqueta colocada sobre un mojón de
granito, daba lánguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta. Tiró el
jinete del ramal para detener a su cabalgadura, y ésta, que se había dejado en la cuesta abajo las
ganas de trotar, paró inmediatamente. El peón alzó la cabeza, y la placa dorada de su sombrero
relució un instante.
-¿Tendrá usted la bondad de decirme si falta mucho para la casa del señor marqués de Ulloa?
-¿Para los Pazos de Ulloa? - contestó el peón repitiendo la pregunta.
- Eso es.
- Los Pazos de Ulloa están allí - murmuró extendiendo la mano para señalar a un punto en el
horizonte.- Si la bestia anda bien, el camino que queda pronto se pasa... Ahora tiene que seguir
hasta aquel pinar ¿ve? y luego le cumple torcer a mano izquierda, y luego le cumple bajar a
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mano derecha por un atajito, hasta el crucero... En el crucero ya no tiene pérdida, porque se ven
los Pazos, una construcción muy grandísima...
- Pero... ¿como cuánto faltará? - preguntó con inquietud el clérigo.
Meneó el peón la tostada cabeza.
- Un bocadito, un bocadito...
Y sin más explicaciones, emprendió otra vez su desmayada faena, manejando el azadón lo
mismo que si pesase cuatro arrobas.
Se resignó el viajero a continuar ignorando las leguas de que se compone un bocadito, y taloneó
al rocín. El pinar no estaba muy distante, y por el centro de su sombría masa serpeaba una trocha
angostísima, en la cual se colaron montura y jinete. El sendero, sepultado en las oscuras
profundidades del pinar, era casi impracticable; pero el jaco, que no desmentía las aptitudes
especiales de la raza caballar gallega para andar por mal piso, avanzaba con suma precaución,
cabizbajo, tanteando con el casco, para sortear cautelosamente las zanjas producidas por la llanta
de los carros, los pedruscos, los troncos de pino cortados y atravesados donde hacían menos
falta. Adelantaban poco a poco, y ya salían de las estrecheces a senda más desahogada, abierta
entre pinos nuevos y montes poblados de aliaga, sin haber tropezado con una sola heredad
labradía, un plantío de coles que revelase la vida humana. De pronto los cascos del caballo
cesaron de resonar y se hundieron en blanda alfombra: era una camada de estiércol vegetal,
tendida, según costumbre del país, ante la casucha de un labrador. A la puerta una mujer daba de
mamar a una criatura. El jinete se detuvo.
- Señora, ¿sabe si voy bien para la casa del marqués de Ulloa?
- Va bien, va...
-¿Y... falta mucho?
Enarcamiento de cejas, mirada entre apática y curiosa, respuesta ambigua en dialecto:
- La carrerita de un can...
¡Estamos frescos!, pensó el viajero, que si no acertaba a calcular lo que anda un can en una
carrera, barruntaba que debe ser bastante para un caballo. En fin, en llegando al crucero vería los
Pazos de Ulloa... Todo se le volvía buscar el atajo, a la derecha... Ni señales. La vereda,
ensanchándose, se internaba por tierra montañosa, salpicada de manchones de robledal y algún
que otro castaño todavía cargado de fruta: a derecha e izquierda, matorrales de brezo crecían
desparramados y oscuros. Experimentaba el jinete indefinible malestar, disculpable en quien,
nacido y criado en un pueblo tranquilo y soñoliento, se halla por vez primera frente a frente con
la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza, y recuerda historias de viajeros robados, de gentes
asesinadas en sitios desiertos.
-¡Qué país de lobos! - dijo para sí, tétricamente impresionado.
Alegrósele el alma con la vista del atajo, que a su derecha se columbraba, estrecho y pendiente,
entre un doble vallado de piedra, límite de dos montes. Bajaba fiándose en la maña del jaco para
evitar tropezones, cuando divisó casi al alcance de su mano algo que le hizo estremecerse: una
cruz de madera, pintada de negro con filetes blancos, medio caída ya sobre el murallón que la
sustentaba. El clérigo sabía que estas cruces señalan el lugar donde un hombre pereció de muerte
violenta; y, persignándose, rezó un padrenuestro, mientras el caballo, sin duda por olfatear el
rastro de algún zorro, temblaba levemente empinando las orejas, y adoptaba un trotecillo
medroso que en breve le condujo a una encrucijada. Entre el marco que le formaban las ramas de
un castaño colosal, erguíase el crucero.
Tosco, de piedra común, tan mal labrado que a primera vista parecía monumento románico, por
más que en realidad sólo contaba un siglo de fecha, siendo obra de algún cantero con pujos de
escultor, el crucero, en tal sitio y a tal hora, y bajo el dosel natural del magnífico árbol, era
poético y hermoso. El jinete, tranquilizado y lleno de devoción, pronunció descubriéndose:
«Adorámoste, Cristo, y bendecímoste, pues por tu Santísima Cruz redimiste al mundo», y de
paso que rezaba, su mirada buscaba a lo lejos los Pazos de Ulloa, que debían ser aquel gran
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edificio cuadrilongo, con torres, allá en el fondo del valle. Poco duró la contemplación, y a punto
estuvo el clérigo de besar la tierra, merced a la huida que pegó el rocín, con las orejas enhiestas,
loco de terror. El caso no era para menos: a cortísima distancia habían retumbado dos tiros.
Quedóse el jinete frío de espanto, agarrado al arzón, sin atreverse ni a registrar la maleza para
averiguar dónde estarían ocultos los agresores; mas su angustia fue corta, porque ya del ribazo
situado a espaldas del crucero descendía un grupo de tres hombres, antecedido por otros tantos
canes perdigueros, cuya presencia bastaba para demostrar que las escopetas de sus amos no
amenazaban sino a las alimañas monteses.
El cazador que venía delante representaba veintiocho o treinta años: alto y bien barbado, tenía el
pescuezo y rostro quemados del sol, pero por venir despechugado y sombrero en mano, se
advertía la blancura de la piel no expuesta a la intemperie, en la frente y en la tabla de pecho,
cuyos diámetros indicaban complexión robusta, supuesto que confirmaba la isleta de vello rizoso
que dividía ambas tetillas. Protegían sus piernas recias polainas de cuero, abrochadas con
hebillaje hasta el muslo; sobre la ingle derecha flotaba la red de bramante de un repleto morral, y
en el hombro izquierdo descansaba una escopeta moderna, de dos cañones. El segundo cazador
parecía hombre de edad madura y condición baja, criado o colono: ni hebillas en las polainas, ni
más morral que un saco de grosera estopa; el pelo cortado al rape, la escopeta de pistón,
viejísima y atada con cuerdas; y en el rostro, afeitado y enjuto y de enérgicas facciones
rectilíneas, una expresión de encubierta sagacidad, de astucia salvaje, más propia de un piel roja
que de un europeo. Por lo que hace al tercer cazador, sorprendióse el jinete al notar que era un
sacerdote. ¿En qué se le conocía? No ciertamente en la tonsura, borrada por una selva de pelo
gris y cerdoso, ni tampoco en la rasuración, pues los duros cañones de su azulada barba contarían
un mes de antigüedad; menos aún en el alzacuello, que no traía, ni en la ropa, que era semejante
a la de sus compañeros de caza, con el aditamento de unas botas de montar, de charol de vaca
muy descascaradas y cortadas por las arrugas. Y no obstante trascendía a clérigo, revelándose el
sello formidable de la ordenación, que ni aun las llamas del infierno consiguen cancelar, en no sé
qué expresión de la fisonomía, en el aire y posturas del cuerpo, en el mirar, en el andar, en todo.
No cabía duda: era un sacerdote.
Aproximóse al grupo el jinete, y repitió la consabida pregunta:
-¿Pueden ustedes decirme si voy bien para casa del señor marqués de Ulloa?
El cazador alto se volvió hacia los demás, con familiaridad y dominio.
-¡Qué casualidad! - exclamó -. Aquí tenemos al forastero... Tú, Primitivo... Pues te cayó la
lotería: mañana pensaba yo enviarte a Cebre a buscar al señor... Y usted, señor abad de Ulloa...
¡ya tiene usted aquí quien le ayude a arreglar la parroquia!
Como el jinete permanecía indeciso, el cazador añadió:
-¿Supongo que es usted el recomendado de mi tío, el señor de la Lage?
- Servidor y capellán... - respondió gozoso el eclesiástico, tratando de echar pie a tierra, ardua
operación en que le auxilió el abad -. ¿Y usted... - exclamó, encarándose con su interlocutor - es
el señor marqués?
-¿Cómo queda el tío? ¿Usted... a caballo desde Cebre, eh? - repuso éste evasivamente, mientras
el capellán le miraba con interés rayano en viva curiosidad. No hay duda que así, varonilmente
desaliñado, húmeda la piel de transpiración ligera, terciada la escopeta al hombro, era un cacho
de buen mozo el marqués; y sin embargo, despedía su arrogante persona cierto tufillo bravío y
montaraz, y lo duro de su mirada contrastaba con lo afable y llano de su acogida.
El capellán, muy respetuoso, se deshacía en explicaciones.
- Sí, señor; justamente... En Cebre he dejado la diligencia y me dieron esta caballería, que tiene
unos arreos, que vaya todo por Dios... El señor de la Lage, tan bueno, y con el humor aquél de
siempre... Hace reír a las piedras... Y guapote, para su edad... Estoy reparando que si fuese su
señor papá de usted, no se le parecería más... Las señoritas, muy bien, muy contentas y muy
saludables... Del señorito, que está en Segovia, buenas noticias. Y antes que se me olvide...
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Buscó en el bolsillo interior de su levitón, y fue sacando un pañuelo muy planchado y doblado,
un Semanario chico, y por último una cartera de tafilete negro, cerrada con elástico, de la cual
extrajo una carta que entregó al marqués. Los perros de caza, despeados y anhelantes de fatiga,
se habían sentado al pie del crucero; el abad picaba con la uña una tagarnina para liar un pitillo,
cuyo papel sostenía adherido por una punta al borde de los labios; Primitivo, descansando la
culata de la escopeta en el suelo, y en el cañón de la escopeta la barba, clavaba sus ojuelos
negros en el recién venido, con pertinacia escrutadora. El sol se ponía lentamente en medio de la
tranquilidad otoñal del paisaje. De improviso el marqués soltó una carcajada. Era su risa, como
suya, vigorosa y pujante, y, más que comunicativa, despótica.
- El tío - exclamó, doblando la carta - siempre tan guasón y tan célebre... Dice que aquí me
manda un santo para que me predique y me convierta... No parece sino que tiene uno pecados:
¿eh, señor abad? ¿Qué dice usted a esto? ¿Verdad que ni uno?
- Ya se sabe, ya se sabe - masculló el abad en voz bronca... Aquí todos conservamos la inocencia
bautismal.
Y al decirlo, miraba al recién llegado al través de sus erizadas y salvajinas cejas, como el
veterano al inexperto recluta, sintiendo allá en su interior profundo desdén hacia el curita
barbilindo, con cara de niña, donde sólo era sacerdotal la severidad del rubio entrecejo y la
compostura ascética de las facciones.
-¿Y usted se llama Julián Álvarez? - interrogó el marqués.
- Para servir a usted muchos años.
-¿Y no acertaba usted con los Pazos?
- Me costaba trabajo el acertar. Aquí los paisanos no le sacan a uno de dudas, ni le dicen
categóricamente las distancias. De modo que...
- Pues ahora ya no se perderá usted. ¿Quiere montar otra vez?
-¡Señor! No faltaba más.
- Primitivo - ordenó el marqués -, coge del ramal a esa bestia.
Y echó a andar, dialogando con el capellán que le seguía. Primitivo, obediente, se quedó
rezagado, y lo mismo el abad, que encendía su pitillo con un misto de cartón. El cazador se
arrimó al cura.
-¿Y qué le parece el rapaz, diga? ¿Verdad que no mete respeto?
- Boh... Ahora se estila ordenar mequetrefes... Y luego mucho de alzacuellitos, guantecitos,
perejiles con escarola... ¡Si yo fuera el arzobispo, ya les daría el demontre de los guantes!
- II Era noche cerrada, sin luna, cuando desembocaron en el soto, tras del cual se eleva la ancha mole
de los Pazos de Ulloa. No consentía la oscuridad distinguir más que sus imponentes
proporciones, escondiéndose las líneas y detalles en la negrura del ambiente. Ninguna luz
brillaba en el vasto edificio, y la gran puerta central parecía cerrada a piedra y lodo. Dirigióse el
marqués a un postigo lateral, muy bajo, donde al punto apareció una mujer corpulenta,
alumbrando con un candil. Después de cruzar corredores sombríos, penetraron todos en una
especie de sótano con piso terrizo y bóveda de piedra, que, a juzgar por las hileras de cubas
adosadas a sus paredes, debía ser bodega; y desde allí llegaron presto a la espaciosa cocina,
alumbrada por la claridad del fuego que ardía en el hogar, consumiendo lo que se llama
arcaicamente un mediano monte de leña y no es sino varios gruesos cepos de roble, avivados, de
tiempo en tiempo, con rama menuda. Adornaban la elevada campana de la chimenea ristras de
chorizos y morcillas, con algún jamón de añadidura, y a un lado y a otro sendos bancos
brindaban asiento cómodo para calentarse oyendo hervir el negro pote, que, pendiente de los
llares, ofrecía a los ósculos de la llama su insensible vientre de hierro.
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A tiempo que la comitiva entraba en la cocina, hallábase acurrucada junto al pote una vieja, que
sólo pudo Julián Álvarez distinguir un instante - con greñas blancas y rudas como cerro que le
caían sobre los ojos, y cara rojiza al reflejo del fuego -, pues no bien advirtió que venía gente,
levantóse más aprisa de lo que permitían sus años, y murmurando en voz quejumbrosa y
humilde: «Buenas nochiñas nos dé Dios», se desvaneció como una sombra, sin que nadie
pudiese notar por dónde. El marqués se encaró con la moza.
-¿No tengo dicho que no quiero aquí pendones?
Y ella contestó apaciblemente, colgando el candil en la pilastra de la chimenea:
- No hacía mal..., me ayudaba a pelar castañas.
Tal vez iba el marqués a echar la casa abajo, si Primitivo, con mayor imperio y enojo que su amo
mismo, no terciase en la cuestión, reprendiendo a la muchacha.
-¿Qué estás parolando ahí...? Mejor te fuera tener la comida lista. ¿A ver cómo nos la das
corriendito? Menéate, despabílate.
En el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el uso mostraba extendido un
mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, después de soltar en un rincón la escopeta,
vaciaba su morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos empañados
y el pelaje maculado de sangraza. Apartó la muchacha el botín a un lado, y fue colocando platos
de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un
jarro de vino proporcionado al pan; luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras, y tomó del
vasar una sopera magna. De nuevo la increpó airadamente el marqués.
-¿Y los perros, vamos a ver? ¿Y los perros?
Como si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron
desde el rincón más oscuro, y olvidando el cansancio, exhalaban famélicos bostezos, meneando
la cola y levantando el partido hocico. Julián creyó al pronto que se había aumentado el número
de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el grupo canino en el círculo de viva luz que
proyectaba el fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a
cuatro años, cuyo vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones de blanca estopa,
podía desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes parecía vivir el
chiquillo en la mejor inteligencia y más estrecha fraternidad. Primitivo y la moza disponían en
cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote; y el
marqués - que vigilaba la operación -, no dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara de
hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue
distribuyendo en las cubetas. Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogación y
deseo, sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de
golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su
lengua glotona. El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en
fieras por el primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando los
dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que
sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la
cabeza, lanzó una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole
a refugiarse más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en
servir caldo a los racionales. Julián, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeció del
chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la roña, el miedo
y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo.
-¡Pobre! - murmuró cariñosamente -. ¿Te ha mordido la perra? ¿Te hizo sangre? ¿Dónde te
duele, me lo dices? Calla, que vamos a reñirle a la perra nosotros. ¡Pícara, malvada!
Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués. Se
contrajo su fisonomía: sus cejas se fruncieron, y arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco
movimiento le sentó en sus rodillas, palpándole las manos, a ver si las tenía mordidas o
lastimadas. Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido, soltó la risa.
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-¡Farsante! - gritó -. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ¿Y tú, para qué vas a meterte con ella? Un
día te come media nalga, y después lagrimitas. ¡A callarse y a reírse ahora mismo! ¿En qué se
conocen los valientes?
Diciendo así, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba al niño que, cogiéndolo sin vacilar, lo
apuró de un sorbo. El marqués aplaudió:
-¡Retebién! ¡Viva la gente templada!
- No, lo que es el rapaz... el rapaz sale de punta - murmuró el abad de Ulloa.
-¿Y no le hará daño tanto vino? - objetó Julián, que sería incapaz de bebérselo él.
-¡Daño! ¡Sí, buen daño nos dé Dios! - respondió el marqués, con no sé qué inflexiones de orgullo
en el acento -. Déle usted otros tres, y ya verá... ¿Quiere usted que hagamos la prueba?
- Los chupa, los chupa - afirmó el abad.
- No señor; no señor... Es capaz de morirse el pequeño... He oído que el vino es un veneno para
las criaturas... Lo que tendrá será hambre.
- Sabel, que coma el chiquillo - ordenó imperiosamente el marqués, dirigiéndose a la criada.
Ésta, silenciosa e inmóvil durante la anterior escena, sacó un repleto cuenco de caldo, y el niño
fue a sentarse en el borde del lar, para engullirlo sosegadamente.
En la mesa, los comensales mascaban con buen ánimo. Al caldo, espeso y harinoso, siguió un
cocido sólido, donde abundaba el puerco: los días de caza, el imprescindible puchero se tomaba
de noche, pues al monte no había medio de llevarlo. Una fuente de chorizos y huevos fritos
desencadenó la sed, ya alborotada con la sal del cerdo. El marqués dio al codo a Primitivo.
- Tráenos un par de botellitas... De el del año 59.
Y volviéndose hacia Julián, dijo muy obsequioso:
- Va usted a beber del mejor tostado que por aquí se produce... Es de la casa de Molende: se
corre que tienen un secreto para que, sin perder el gusto de la pasa, empalague menos y se
parezca al mejor jerez... Cuanto más va, más gana: no es como los de otras bodegas, que se
vuelven azúcar.
- Es cosa de gusto - aseveró el abad, rebañando con una miga de pan lo que restaba de yema en
su plato.
- Yo - declaró tímidamente Julián - poco entiendo de vinos... Casi no bebo sino agua.
Y al ver brillar bajo las cejas hirsutas del abad una mirada compasiva de puro desdeñosa,
rectificó:
- Es decir... con el café, ciertos días señalados, no me disgusta el anisete.
- El vino alegra el corazón... El que no bebe, no es hombre - pronunció el abad
sentenciosamente.
Primitivo volvía ya de su excursión, empuñando en cada mano una botella cubierta de polvo y
telarañas. A falta de tirabuzón, se descorcharon con un cuchillo, y a un tiempo se llenaron los
vasos chicos traídos ad hoc. Primitivo empinaba el codo con sumo desparpajo, bromeando con el
abad y el señorito. Sabel, por su parte, a medida que el banquete se prolongaba y el licor
calentaba las cabezas, servía con familiaridad mayor, apoyándose en la mesa para reír algún
chiste, de los que hacían bajar los ojos a Julián, bisoño en materia de sobremesas de cazadores.
Lo cierto es que Julián bajaba la vista, no tanto por lo que oía, como por no ver a Sabel, cuyo
aspecto, desde el primer instante, le había desagradado de extraño modo, a pesar o quizás a causa
de que Sabel era un buen pedazo de lozanísima carne. Sus ojos azules, húmedos y sumisos, su
color animado, su pelo castaño que se rizaba en conchas paralelas y caía en dos trenzas hasta
más abajo del talle, embellecían mucho a la muchacha y disimulaban sus defectos, lo pomuloso
de su cara, lo tozudo y bajo de su frente, lo sensual de su respingada y abierta nariz. Por no mirar
a Sabel, Julián se fijaba en el chiquillo, que envalentonado con aquella ojeada simpática, fue
poco a poco deslizándose hasta llegar a introducirse entre las rodillas del capellán. Instalado allí,
alzó su cara desvergonzada y risueña, y tirando a Julián del chaleco, murmuró en tono
suplicante:
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-¿Me lo da?
Todo el mundo se reía a carcajadas: el capellán no comprendía.
-¿Qué pide? - preguntó.
-¿Qué ha de pedir? - respondió el marqués festivamente -. ¡El vino, hombre! ¡El vaso de tostado!
-¡Mama! - exclamó el abad.
Antes de que Julián se resolviese a dar al niño su vaso casi lleno, el marqués había aupado al
mocoso, que sería realmente una preciosidad a no estar tan sucio. Parecíase a Sabel, y aún se le
aventajaba en la claridad y alegría de sus ojos celestes, en lo abundante del pelo ensortijado, y
especialmente en el correcto diseño de las facciones. Sus manitas, morenas y hoyosas, se tendían
hacia el vino color de topacio; el marqués se lo acercó a la boca, divirtiéndose un rato en
quitárselo cuando ya el rapaz creía ser dueño de él. Por fin consiguió el niño atrapar el vaso, y en
un decir Jesús trasegó el contenido, relamiéndose.
-¡Éste no se anda con requisitos! - exclamó el abad.
-¡Quiá! - confirmó el marqués -. ¡Si es un veterano! ¿A que te zampas otro vaso, Perucho?
Las pupilas del angelote rechispeaban; sus mejillas despedían lumbre, y dilataba la clásica
naricilla con inocente concupiscencia de Baco niño. El abad, guiñando picarescamente el ojo
izquierdo, escancióle otro vaso, que él tomó a dos manos y se embocó sin perder gota; en
seguida soltó la risa; y, antes de acabar el redoble de su carcajada báquica, dejó caer la cabeza,
muy descolorido, en el pecho del marqués.
-¿Lo ven ustedes? - gritó Julián angustiadísimo -. Es muy chiquito para beber así, y va a ponerse
malo. Estas cosas no son para criaturas.
-¡Bah! - intervino Primitivo -. ¿Piensa que el rapaz no puede con lo que tiene dentro? ¡Con eso y
con otro tanto! Y si no verá.
A su vez tomó en brazos al niño y, mojando en agua fresca los dedos, se los pasó por las sienes.
Perucho abrió los párpados y miró alrededor con asombro, y su cara se sonroseó.
-¿Qué tal? - le preguntó Primitivo -. ¿Hay ánimos para otra pinguita de tostado?
Volvióse Perucho hacia la botella y luego, como instintivamente, dijo que no con la cabeza,
sacudiendo la poblada zalea de sus rizos. No era Primitivo hombre de darse por vencido tan
fácilmente: sepultó la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una moneda de cobre.
- De ese modo... - refunfuñó el abad.
- No seas bárbaro, Primitivo - murmuró el marqués entre placentero y grave.
-¡Por Dios y por la Virgen! - imploró Julián -. ¡Van a matar a esa criatura! Hombre, no se
empeñe en emborrachar al niño: es un pecado, un pecado tan grande como otro cualquiera. ¡No
se pueden presenciar ciertas cosas!
Al protestar, Julián se había incorporado, encendido de indignación, echando a un lado su
mansedumbre y timidez congénita. Primitivo, de pie también, mas sin soltar a Perucho, miró al
capellán fría y socarronamente, con el desdén de los tenaces por los que se exaltan un momento.
Y metiendo en la mano del niño la moneda de cobre y entre sus labios la botella destapada y
terciada aún de vino, la inclinó, la mantuvo así hasta que todo el licor pasó al estómago de
Perucho. Retirada la botella, los ojos del niño se cerraron, se aflojaron sus brazos, y no ya
descolorido, sino con la palidez de la muerte en el rostro, hubiera caído redondo sobre la mesa, a
no sostenerlo Primitivo. El marqués, un tanto serio, empezó a inundar de agua fría la frente y los
pulsos del niño; Sabel se acercó, y ayudó también a la aspersión; todo inútil: lo que es por esta
vez, Perucho la tenía.
- Como un pellejo - gruñó el abad.
- Como una cuba - murmuró el marqués -. A la cama con él en seguida. Que duerma y mañana
estará más fresco que una lechuga. Esto no es nada.
Sabel se alejó cargada con el niño, cuyas piernas se balanceaban inertes, a cada movimiento de
su madre. La cena se acabó menos bulliciosa de lo que empezara: Primitivo hablaba poco, y
Julián había enmudecido por completo. Cuando terminó el convite y se pensó en dormir,
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reapareció Sabel armada de un velón de aceite, de tres mecheros, con el cual fue alumbrando por
la ancha escalera de piedra que conducía al piso alto, y ascendía a la torre en rápido caracol. Era
grande la habitación destinada a Julián, y la luz del velón apenas disipaba las tinieblas, de entre
las cuales no se destacaba más que la blancura del lecho. A la puerta del cuarto se despidió el
marqués, deseándole buenas noches y añadiendo con brusca cordialidad:
- Mañana tendrá usted su equipaje... Ya irán a Cebre por él... Ea, descansar, mientras yo echo de
casa al abad de Ulloa... Está un poco... ¿eh? ¡Dificulto que no se caiga en el camino y no pase la
noche al abrigo de un vallado!
Solo ya, sacó Julián de entre la camisa y el chaleco una estampa grabada, con marco de
lentejuela, que representaba a la Virgen del Carmen, y la colocó de pie sobre la mesa donde
Sabel acababa de depositar el velón. Arrodillóse, y rezó la media corona, contando por los dedos
de la mano cada diez. Pero el molimiento del cuerpo le hacía apetecer las gruesas y frescas
sábanas, y omitió la letanía, los actos de fe y algún padrenuestro. Desnudóse honestamente,
colocando la ropa en una silla a medida que se la quitaba, y apagó el velón antes de echarse.
Entonces empezaron a danzar en su fantasía los sucesos todos de la jornada: el caballejo que
estuvo a punto de hacerle besar el suelo, la cruz negra que le causó escalofríos, pero sobre todo
la cena, la bulla, el niño borracho. Juzgando a las gentes con quienes había trabado conocimiento
en pocas horas, se le figuraba Sabel provocativa, Primitivo insolente, el abad de Ulloa sobrado
bebedor y nimiamente amigo de la caza, los perros excesivamente atendidos, y en cuanto al
marqués... En cuanto al marqués, Julián recordaba unas palabras del señor de la Lage:
- Encontrará usted a mi sobrino bastante adocenado... La aldea, cuando se cría uno en ella y no
sale de allí jamás, envilece, empobrece y embrutece.
Y casi al punto mismo en que acudió a su memoria tan severo dictamen, arrepintióse el capellán,
sintiendo cierta penosa inquietud que no podía vencer. ¿Quién le mandaba formar juicios
temerarios? Él venía allí para decir misa y ayudar al marqués en la administración, no para fallar
acerca de su conducta y su carácter... Con que... a dormir...
- III Despertó Julián cuando entraba de lleno en la habitación un sol de otoño dorado y apacible.
Mientras se vestía, examinaba la estancia con algún detenimiento. Era vastísima, sin cielo raso;
alumbrábanla tres ventanas guarnecidas de anchos poyos y de vidrieras faltosas de vidrios cuanto
abastecidas de remiendos de papel pegados con obleas. Los muebles no pecaban de suntuosos ni
de abundantes, y en todos los rincones permanecían señales evidentes de los hábitos del último
inquilino, hoy abad de Ulloa, y antes capellán del marqués: puntas de cigarros adheridas al piso,
dos pares de botas inservibles en un rincón, sobre la mesa un paquete de pólvora y en un poyo
varios objetos cinegéticos, jaulas para codornices, gayolas, collares de perros, una piel de conejo
mal curtida y peor oliente. Amén de estas reliquias, entre las vigas pendían pálidas telarañas, y
por todas partes descansaba tranquilamente el polvo, enseñoreado allí desde tiempo inmemorial.
Miraba Julián las huellas de la incuria de su antecesor, y sin querer acusarle, ni tratarle en sus
adentros de cochino, el caso es que tanta porquería y rusticidad le infundía grandes deseos de
primor y limpieza, una aspiración a la pulcritud en la vida como a la pureza en el alma. Julián
pertenecía a la falange de los pacatos, que tienen la virtud espantadiza, con repulgos de monja y
pudores de doncella intacta. No habiéndose descosido jamás de las faldas de su madre sino para
asistir a cátedra en el Seminario, sabía de la vida lo que enseñan los libros piadosos. Los demás
seminaristas le llamaban San Julián, añadiendo que sólo le faltaba la palomita en la mano.
Ignoraba cuándo pudo venirle la vocación; tal vez su madre, ama de llaves de los señores de la
Lage, mujer que pasaba por beatona, le empujó suavemente, desde la más tierna edad, hacia la
Iglesia, y él se dejó llevar de buen grado. Lo cierto es que de niño jugaba a cantar misa, y de
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grande no paró hasta conseguirlo. La continencia le fue fácil, casi insensible, por lo mismo que la
guardó incólume, pues sienten los moralistas que es más hacedero no pecar una vez que pecar
una sola. A Julián le ayudaba en su triunfo, amén de la gracia de Dios que él solicitaba muy de
veras, la endeblez de su temperamento linfático-nervioso, puramente femenino, sin ardores ni
rebeldías, propenso a la ternura, dulce y benigno como las propias malvas, pero no exento, en
ocasiones, de esas energías súbitas que también se observan en la mujer, el ser que posee menos
fuerza en estado normal, y más cantidad de ella desarrolla en las crisis convulsivas. Julián, por su
compostura y hábitos de pulcritud - aprendidos de su madre, que le sahumaba toda la ropa con
espliego y le ponía entre cada par de calcetines una manzana camuesa - cogió fama de
seminarista pollo, máxime cuando averiguaron que se lavaba mucho manos y cara. En efecto era
así, y a no mediar ciertas ideas de devota pudicicia, él extendería las abluciones frecuentes al
resto del cuerpo, que procuraba traer lo más aseado posible.
El primer día de su estancia en los Pazos bien necesitaba chapuzarse un poco, atendido el polvo
de la carretera que traía adherido a la piel; pero sin duda el actual abad de Ulloa consideraba
artículo de lujo los enseres de tocador, pues no vio Julián por allí más que una palangana de
hojalata, a la cual servía de palanganero el poyo. Ni jarra, ni toalla, ni jabón, ni cubo. Quedóse
parado delante de la palangana, en mangas de camisa y sin saber qué hacer, hasta que,
convencido de la imposibilidad de refrescarse con agua, quiso al menos tomar un baño de aire, y
abrió la vidriera.
Lo que abarcaba la vista le dejó encantado. El valle ascendía en suave pendiente, extendiendo
ante los Pazos toda la lozanía de su ladera más feraz. Viñas, castañares, campos de maíz
granados o ya segados, y tupidas robledas, se escalonaban, subían trepando hasta un montecillo,
cuya falda gris parecía, al sol, de un blanco plomizo. Al pie mismo de la torre, el huerto de los
Pazos se asemejaba a verde alfombra con cenefas amarillentas, en cuyo centro se engastaba la
luna de un gran espejo, que no era sino la superficie del estanque. El aire, oxigenado y
regenerador, penetraba en los pulmones de Julián, que sintió disiparse inmediatamente parte del
vago terror que le infundía la gran casa solariega y lo que de sus moradores había visto. Como
para renovarlo, entreoyó detrás de sí rumor de pisadas cautelosas, y al volverse vio a Sabel, que
le presentaba con una mano platillo y jícara, con la otra, en plato de peltre, un púlpito de agua
fresca y una servilleta gorda muy doblada encima. Venía la moza arremangada hasta el codo, con
el pelo alborotado, seco y volandero, del calor de la cama sin duda: y a la luz del día se notaba
más la frescura de su tez, muy blanca y como infiltrada de sangre. Julián se apresuró a ponerse el
levitín, murmurando:
- Otra vez haga el favor de dar dos golpes en la puerta antes de entrar... Conforme estoy a pie,
pudo cuadrar que estuviese en la cama todavía... o vistiéndome.
Miróle Sabel de hito en hito, sin turbarse, y exclamó:
- Disimule, señor... Yo no sabía... El que no sabe, hace como el que no ve.
- Bien, bien... Yo quería decir misa antes de tomar el chocolate.
- Hoy no podrá, porque tiene la llave de la capilla el señor abad de Ulloa, y Dios sabe hasta qué
horas dormirá, ni si habrá quién vaya allá por ella.
Julián contuvo un suspiro. ¡Dos días ya sin misar! Cabalmente desde que era presbítero se había
redoblado su fervor religioso, y sentía el entusiasmo juvenil del nuevo misacantano, conmovido
aún por la impresión de la augusta investidura; de suerte que celebraba el sacrificio esmerándose
en perfilar la menor ceremonia, temblando cuando alzaba, anonadándose cuando consumía,
siempre con recogimiento indecible. En fin, si no había remedio...
- Ponga el chocolate ahí - dijo a Sabel.
Mientras la moza ejecutaba esta orden, Julián alzaba los ojos al techo y los bajaba al piso, y
tosía, tratando de buscar una fórmula, un modo discreto de explicarse.
-¿Hace mucho que no duerme en este cuarto el señor abad?
- Poco... Hará dos semanas que bajó a la parroquia.
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- Ah... Por eso... Esto está algo... sucio, ¿no le parece? Sería bueno barrer... y pasar también la
escoba por entre las vigas.
Sabel se encogió de hombros.
- El señor abad no me mandó nunca que le barriese el cuarto.
- Pues, francamente, la limpieza es una cosa que a todo el mundo gusta.
- Sí, señor, ya se sabe... No pase cuidado, que yo lo arreglaré muy arregladito.
Lo pronunció con tanta sumisión, que Julián a su vez quiso mostrarle un poco de caritativo
interés.
-¿Y el niño? - preguntó -. ¿No le hizo mal lo de ayer?
- No, señor... Durmió como un santiño y ya anda corriendo por la huerta. ¿Ve? Allí está.
Mirando por la abierta ventana, y haciéndose una pantalla con la mano, Julián divisó a Perucho,
que, sin sombrero, con la cabeza al sol, arrojaba piedras al estanque.
- Lo que no sucede en un año sucede en un día, Sabel - advirtió gravemente el capellán -. ¡No
debe consentir que le emborrachen al chiquillo: es un vicio muy feo, hasta en los grandes, cuanto
más en un inocente así! ¿Para qué le aguanta a Primitivo que le dé tanta bebida? Es obligación de
usted el impedirlo.
Sabel fijaba pesadamente en Julián sus azules pupilas, siendo imposible discernir en ellas el
menor relámpago de inteligencia o de convencimiento. Al fin articuló con pausa:
- Yo qué quiere que le haga... No me voy a reponer contra mi señor padre.
Julián calló un momento atónito. ¡De modo que quien había embriagado a la criatura era su
propio abuelo! No supo replicar nada oportuno, ni siquiera lanzar una exclamación de censura.
Llevóse la taza a la boca para encubrir la turbación, y Sabel, creyendo terminado el coloquio, se
retiraba despacio, cuando el capellán le dirigió una pregunta más.
-¿El señor marqués anda ya levantado?
- Sí, señor... Debe estar por la huerta o por los alpendres.
- Haga el favor de llevarme allí - dijo Julián levantándose y limpiándose apresuradamente los
labios sin desdoblar la servilleta.
Antes de dar con el marqués, recorrieron el capellán y su guía casi toda la huerta. Aquella vasta
extensión de terreno debía haber sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los
adornos de la jardinería simétrica y geométrica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual
apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora
intrincado matorral de bojes, donde ni la vista más lince distinguiría rastro de los lobos, pinos,
torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blasón de los Ulloas; y,
sin embargo, persistía en la confusa masa no sé qué aire de cosa plantada adrede y con arte. El
borde de piedra del estanque estaba semiderruido, y las gruesas bolas de granito que lo
guarnecían andaban rodando por la hierba, verdosas de musgo, esparcidas aquí y acullá como
gigantescos proyectiles en algún desierto campo de batalla. Obstruido por el limo, el estanque
parecía charca fangosa, acrecentando el aspecto de descuido y abandono de la huerta, donde los
que ayer fueron cenadores y bancos rústicos se habían convertido en rincones poblados de
maleza, y los tablares de hortaliza en sembrados de maíz, a cuya orilla, como tenaz
reminiscencia del pasado, crecían libres, espinosos y altísimos, algunos rosales de variedad
selecta, que iban a besar con sus ramas más altas la copa del ciruelo o peral que tenían enfrente.
Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el último vástago de los Ulloas, con las
manos en los bolsillos, silbando distraídamente como quien no sabe qué hacer del tiempo. La
presencia de Julián le dio la solución del problema. Señorito y capellán emparejaron y alabando
la hermosura del día, acabaron de visitar el huerto al pormenor, y aun alargaron el paseo hasta el
soto y los robledales que limitaban, hacia la parte norte, la extensa posesión del marqués. Julián
abría mucho los ojos, deseando que por ellos le entrase de sopetón toda la ciencia rústica, a fin
de entender bien las explicaciones relativas a la calidad del terreno o el desarrollo del arbolado;
pero, acostumbrado a la vida claustral del Seminario y de la metrópoli compostelana, la
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naturaleza le parecía difícil de comprender, y casi le infundía temor por la vital impetuosidad que
sentía palpitar en ella, en el espesor de los matorrales, en el áspero vigor de los troncos, en la
fertilidad de los frutales, en la picante pureza del aire libre. Exclamó con desconsuelo
sincerísimo:
- Yo confieso la verdad, señorito... De estas cosas de aldea, no entiendo jota.
- Vamos a ver la casa - indicó el señor de Ulloa -. Es la más grande del país - añadió con orgullo.
Mudaron de rumbo, dirigiéndose al enorme caserón, donde penetraron por la puerta que daba al
huerto, y habiendo recorrido el claustro formado por arcadas de sillería, cruzaron varios salones
con destartalado mueblaje, sin vidrios en las vidrieras, cuyas descoloridas pinturas maltrataba la
humedad, no siendo más clemente la polilla con el maderamen del piso. Pararon en una
habitación relativamente chica, con ventana de reja, donde las negras vigas del techo semejaban
remotísimas, y asombraban la vista grandes estanterías de castaño sin barnizar, que en vez de
cristales tenían enrejado de alambre grueso. Decoraba tan tétrica pieza una mesa-escritorio, y
sobre ella un tintero de cuerno, un viejísimo balde de suela, no sé cuántas plumas de ganso y una
caja de obleas vacía.
Las estanterías entreabiertas dejaban asomar legajos y protocolos en abundancia; por el suelo, en
las dos sillas de baqueta, encima de la mesa, en el alféizar mismo de la enrejada ventana, había
más papeles, más legajos, amarillentos, vetustos, carcomidos, arrugados y rotos; tanta papelería
exhalaba un olor a humedad, a rancio, que cosquilleaba en la garganta desagradablemente. El
marqués de Ulloa, deteniéndose en el umbral y con cierta expresión solemne, pronunció:
- El archivo de la casa.
Desocupó en seguida las sillas de cuero, y explicó muy acalorado que aquello estaba
revueltísimo - aclaración de todo punto innecesaria - y que semejante desorden se debía al
descuido de un fray Venancio, administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas
manos pecadoras había venido el archivo a parar en lo que Julián veía...
- Pues así no puede seguir - exclamaba el capellán -. ¡Papeles de importancia tratados de este
modo! Hasta es muy fácil que alguno se pierda.
-¡Naturalmente! Dios sabe los desperfectos que ya me habrán causado, y cómo andará todo,
porque yo ni mirarlo quiero... Esto es lo que usted ve: ¡un desastre, una perdición! ¡Mire usted...,
mire usted lo que tiene ahí a sus pies! ¡Debajo de una bota!
Julián levantó el pie muy asustado, y el marqués se bajó recogiendo del suelo un libro
delgadísimo, encuadernado en badana verde, del cual pendía rodado sello de plomo. Tomólo
Julián con respeto, y al abrirlo, sobre la primera hoja de vitela, se destacó una soberbia miniatura
heráldica, de colores vivos y frescos a despecho de los años.
-¡Una ejecutoria de nobleza! - declaró el señorito gravemente.
Por medio de su pañuelo doblado, la limpiaba Julián del moho, tocándola con manos delicadas.
Desde niño le había enseñado su madre a reverenciar la sangre ilustre, y aquel pergamino escrito
con tinta roja, miniado, dorado, le parecía cosa muy veneranda, digna de compasión por haber
sido pisoteada, hollada bajo la suela de sus botas. Como el señorito permanecía serio, de codos
en la mesa, las manos cruzadas bajo la barba, otras palabras del señor de la Lage acudieron a la
memoria del capellán: «Todo eso de la casa de mi sobrino debe ser un desbarajuste... Haría usted
una obra de caridad si lo arreglase un poco.» La verdad es que él no entendía gran cosa de
papelotes, pero con buena voluntad y cachaza...
- Señorito - murmuró -, ¿y por qué no nos dedicamos a ordenar esto como Dios manda? Entre
usted y yo, mal sería que no acertásemos. Mire usted, primero apartamos lo moderno de lo
antiguo; de lo que esté muy estropeado se podría hacer sacar copia; lo roto se pega con cuidadito
con unas tiras de papel transparente...
El proyecto le pareció al señorito de perlas. Convinieron en ponerse al trabajo desde la mañana
siguiente. Quiso la desgracia que al otro día Primitivo descubriese en un maizal próximo un
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bando entero de perdices entretenido en comerse la espiga madura. Y el marqués se terció la
carabina y dejó para siempre jamás amén a su capellán bregar con los documentos.
- IV Y el capellán lidió con ellos a brazo partido, sin tregua, tres o cuatro horas todas las mañanas.
Primero limpió, sacudió, planchó sirviéndose de la palma de la mano, pegó papelitos de cigarro a
fin de juntar los pedazos rotos de alguna escritura. Parecíale estar desempolvando, encolando y
poniendo en orden la misma casa de Ulloa, que iba a salir de sus manos hecha una plata. La
tarea, en apariencia fácil, no dejaba de ser enfadosa para el aseado presbítero: le sofocaba una
atmósfera de mohosa humedad; cuando alzaba un montón de papeles depositado desde tiempo
inmemorial en el suelo, caía a veces la mitad de los documentos hecha añicos por el diente
menudo e incansable del ratón; las polillas, que parecen polvo organizado y volante, agitaban sus
alas y se le metían por entre la ropa; las correderas, perseguidas en sus más secretos asilos, salían
ciegas de furor o de miedo, obligándole, no sin gran repugnancia, a despachurrarlas con los
tacones, tapándose los oídos para no percibir el ¡chac! estremecedor que produce el cuerpo
estrujado del insecto; las arañas, columpiando su hidrópica panza sobre sus descomunales
zancos, solían ser más listas y refugiarse prontísimamente en los rincones oscuros, a donde las
guía misterioso instinto estratégico. De tanto asqueroso bicho tal vez el que más repugnaba a
Julián era una especie de lombriz o gusano de humedad, frío y negro, que se encontraba siempre
inmóvil y hecho una rosca debajo de los papeles, y al tocarlo producía la sensación de un trozo
de hielo blando y pegajoso.
Al cabo, a fuerza de paciencia y resolución, triunfó Julián en su batalla con aquellas alimañas
impertinentes, y en los estantes, ya despejados, fueron alineándose los documentos, ocupando,
por efecto milagroso del buen orden, la mitad menos que antes, y cabiendo donde no cupieron
jamás. Tres o cuatro ejecutorias, todas con su colgante de plomo, quedaron apartadas, envueltas
en paños limpios. Todo estaba arreglado ya, excepto un tramo de la estantería donde Julián
columbró los lomos oscuros, fileteados de oro, de algunos libros antiguos. Era la biblioteca de un
Ulloa, un Ulloa de principios del siglo: Julián extendió la mano, cogió un tomo al azar, lo abrió,
leyó la portada... «La Henriada, poema francés, puesto en verso español: su autor, el señor de
Voltaire...» Volvió a su sitio el volumen, con los labios contraídos y los ojos bajos, como
siempre que algo le hería o escandalizaba: no era en extremo intolerante, pero lo que es a
Voltaire, de buena gana le haría lo que a las cucarachas; no obstante, limitóse a condenar la
biblioteca, a no pasar ni un mal paño por el lomo de los libros: de suerte que polillas, gusanos y
arañas, acosadas en todas partes, hallaron refugio a la sombra del risueño Arouet y su enemigo el
sentimental Juan Jacobo, que también dormía allí sosegadamente desde los años de 1816.
No era tortas y pan pintado la limpieza material del archivo; sin embargo, la verdadera obra de
romanos fue la clasificación. ¡Aquí te quiero! parecían decir los papelotes así que Julián
intentaba distinguirlos. Un embrollo, una madeja sin cabo, un laberinto sin hilo conductor. No
existía faro que pudiese guiar por el piélago insondable: ni libros becerros, ni estados, ni nada.
Los únicos documentos que encontró fueron dos cuadernos mugrientos y apestando a tabaco,
donde su antecesor, el abad de Ulloa, apuntaba los nombres de los pagadores y arrendatarios de
la casa, y al margen, con un signo inteligible para él solo, o con palabras más enigmáticas aún, el
balance de sus pagos. Los unos tenían una cruz, los otros un garabato, los de más allá una
llamada, y los menos, las frases no paga, pagará, va pagando, ya pagó. ¿Qué significaban pues el
garabato y la cruz? Misterio insondable. En una misma página se mezclaban gastos e ingresos:
aquí aparecía Fulano como deudor insolvente, y dos renglones más abajo, como acreedor por
jornales. Julián sacó del libro del abad una jaqueca tremebunda. Bendijo la memoria de fray
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Venancio, que, más radical, no dejara ni rastro de cuentas, ni el menor comprobante de su larga
gestión.
Había puesto Julián manos a la obra con sumo celo, creyendo no le sería imposible orientarse en
semejante caos de papeles. Se desojaba para entender la letra antigua y las enrevesadas rúbricas
de las escrituras; quería al menos separar lo correspondiente a cada uno de los tres o cuatro
principales partidos de renta con que contaba la casa; y se asombraba de que para cobrar tan
poco dinero, tan mezquinas cantidades de centeno y trigo, se necesitase tanto fárrago de
procedimientos, tanta documentación indigesta. Perdíase en un dédalo de foros y subforos,
prorrateos, censos, pensiones, vinculaciones, cartas dotales, diezmos, tercios, pleitecillos
menudos, de atrasos, y pleitazos gordos, de partijas. A cada paso se le confundía más en la
cabeza toda aquella papelería trasconejada; si las obras de reparación, como poner carpetas de
papel fuerte y blanco a las escrituras que se deshacían de puro viejas le eran ya fáciles, no así el
conocimiento científico de los malditos papelotes, indescifrables para quien no tuviese lecciones
y práctica. Ya desalentado se lo confesó al marqués.
- Señorito, yo no salgo del paso... Aquí convenía un abogado, una persona entendida.
- Sí, sí, hace mucho tiempo que lo pienso yo también... Es indispensable tomar mano en eso,
porque la documentación debe andar perdida... ¿Cómo la ha encontrado usted? ¿Hecha una
lástima? Apuesto a que sí.
Dijo esto el marqués con aquella entonación vehemente y sombría que adoptaba al tratar de sus
propios asuntos, por insignificantes que fuesen; y mientras hablaba, entretenía las manos ciñendo
su collar de cascabeles a la Chula, con la cual iba a salir a matar unas codornices.
- Sí, señor... - murmuró Julián -. No está nada bien, no... Pero la persona acostumbrada a estas
cosas se desenreda de ellas en un soplo... Y tiene que venir pronto quien sea, porque los papeles
no ganan así.
La verdad era que el archivo había producido en el alma de Julián la misma impresión que toda
la casa: la de una ruina, ruina vasta y amenazadora, que representaba algo grande en lo pasado,
pero en la actualidad se desmoronaba a toda prisa. Era esto en Julián aprensión no razonada, que
se transformaría en convicción si conociese bien algunos antecedentes de familia del marqués.
Don Pedro Moscoso de Cabreira y Pardo de la Lage quedó huérfano de padre muy niño aún. A
no ser por semejante desgracia, acaso hubiera tenido carrera: los Moscosos conservaban, desde el
abuelo afrancesado, enciclopedista y francmasón que se permitía leer al señor de Voltaire, cierta
tradición de cultura trasañeja, medio extinguida ya, pero suficiente todavía para empujar a un
Moscoso a los bancos del aula. En los Pardos de la Lage era, al contrario, axiomático que más
vale asno vivo que doctor muerto. Vivían entonces los Pardos en su casa solariega, no muy
distante de la de Ulloa: al enviudar la madre de don Pedro, el mayorazgo de la Lage iba a casarse
en Santiago con una señorita de distinción, trasladando sus reales al pueblo; y don Gabriel, el
segundón, se vino a los Pazos de Ulloa, para acompañar a su hermana, según decía, y servirle de
amparo; en realidad, afirmaban los maldicientes, para disfrutar a su talante las rentas del cuñado
difunto. Lo cierto es que don Gabriel en poco tiempo asumió el mando de la casa: él descubrió y
propuso para administrador a aquel bendito exclaustrado fray Venancio, medio chocho desde la
exclaustración, medio idiota de nacimiento ya, a cuya sombra pudo manejar a su gusto la
hacienda del sobrino, desempeñando la tutela. Una de las habilidades de don Gabriel fue hacer
partijas con su hermana cogiéndole mañosamente casi toda su legítima, despojo a que asintió la
pobre señora, absolutamente inepta en materia de negocios, hábil sólo para ahorrar el dinero que
guardaba con sórdida avaricia, y que tuvo la imprudente niñería de ir poniendo en onzas de oro,
de las más antiguas, de premio. Cortos eran los réditos del caudal de Moscoso que no se
deslizaban de entre los dedos temblones de fray Venancio a las robustas palmas del tutor; pero si
lograban pasar a las de doña Micaela, ya no salían de allí sino en forma de peluconas, camino de
cierto escondrijo misterioso, acerca del cual iba poco a poco formándose una leyenda en el país.
Mientras la madre atesoraba, don Gabriel educaba al sobrino a su imagen y semejanza,
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llevándolo consigo a ferias, cazatas, francachelas rústicas, y acaso distracciones menos
inocentes, y enseñándole, como decían allí, a cazar la perdiz blanca; y el chico adoraba en aquel
tío jovial, vigoroso y resuelto, diestro en los ejercicios corporales, groseramente chistoso, como
todos los de la Lage, en las sobremesas: especie de señor feudal acatado en el país, que enseñaba
prácticamente al heredero de los Ulloas el desprecio de la humanidad y el abuso de la fuerza. Un
día que tío y sobrino se deportaban, según costumbre, a cuatro o seis leguas de distancia de los
Pazos, habiéndose llevado consigo al criado y al mozo de cuadra, a las cuatro de la tarde y
estando abiertas todas las puertas del caserón solariego, se presentó en él una gavilla de veinte
hombres enmascarados o tiznados de carbón, que maniató y amordazó a la criada, hizo echarse
boca abajo a fray Venancio, y apoderándose de doña Micaela, le intimó que enseñase el
escondrijo de las onzas; y como la señora se negase, después de abofetearla, empezaron a
mecharla con la punta de una navaja, mientras unos cuantos proponían que se calentase aceite
para freírle los pies. Así que le acribillaron un brazo y un pecho, pidió compasión y descubrió,
debajo de un arca enorme, el famoso escondrijo, trampa hábilmente disimulada por medio de una
tabla igual a las demás del piso, pero que subía y bajaba a voluntad. Recogieron los ladrones las
hermosas medallas, apoderáronse también de la plata labrada que hallaron a mano, y se retiraron
de los Pazos a las seis, antes que anocheciese del todo. Algún labrador o jornalero les vio salir,
pero ¿qué había de hacer? Eran veinte, bien armados con escopetas, pistolas y trabucos.
Fray Venancio, que sólo había recibido tal cual puntapié o puñada despreciativa, no necesitó más
pasaporte para irse al otro mundo, de puro miedo, en una semana; la señora se apresuró menos,
pero, como suele decirse, no levantó cabeza, y de allí a pocos meses una apoplejía serosa le
impidió seguir guardando onzas en un agujero mejor disimulado. Del robo se habló largo tiempo
en el país, y corrieron rumores muy extraños: se afirmó que los criminales no eran bandidos de
profesión, sino gentes conocidas y acomodadas, alguna de las cuales desempeñaba cargo
público, y entre ellas se contaban personas relacionadas de antiguo con la familia de Ulloa, que
por lo tanto estaban al corriente de las costumbres de la casa, de los días en que se quedaba sin
hombres, y de la insaciable constancia de doña Micaela en recoger y conservar la más valiosa
moneda de oro. Fuese lo que fuese, la justicia no descubrió a los autores del delito, y don Pedro
quedó en breve sin otro pariente que su tío Gabriel. Éste buscó para el sitio de fray Venancio a
un sacerdote brusco, gran cazador, incapaz de morirse de miedo ante los ladrones. Desde tiempo
atrás les ayudaba en sus expediciones cinegéticas Primitivo, la mejor escopeta furtiva del país, la
puntería más certera, y el padre de la moza más guapa que se encontraba en diez leguas a la
redonda. El fallecimiento de doña Micaela permitió que hija y padre se instalasen en los Pazos,
ella a título de criada, él a título de... montero mayor, diríamos hace siglos; hoy no hay nombre
adecuado para el empleo. Don Gabriel los tenía muy a raya a entrambos, olfateando en Primitivo
un riesgo serio para su influencia; pero tres o cuatro años después de la muerte de su hermana,
don Gabriel sufrió ataques de gota que pusieron en peligro su vida, y entonces se divulgó lo que
ya se susurraba acerca de su casamiento secreto con la hija del carcelero de Cebre. El hidalgo se
trasladó a vivir, mejor dicho a rabiar, en la villita; otorgó testamento legando a tres hijos que
tenía sus bienes y caudal, sin dejar al sobrino don Pedro ni el reloj en memoria; y habiéndosele
subido la gota al corazón, entregó su alma a Dios de malísima gana, con lo cual hallóse el último
de los Moscosos dueño de sí por completo.
Gracias a todas estas vicisitudes, socaliñas y pellizcos, la casa de Ulloa, a pesar de poseer dos o
tres decentes núcleos de renta, estaba enmarañada y desangrada; era lo que presumía Julián: una
ruina. Dada la complicación de red, la subdivisión atomística que caracteriza a la propiedad
gallega, un poco de descuido o mala administración basta para minar los cimientos de la más
importante fortuna territorial. La necesidad de pagar ciertos censos atrasados y sus intereses
había sido causa de que la casa se gravase con una hipoteca no muy cuantiosa; pero la hipoteca
es como el cáncer: empieza atacando un punto del organismo y acaba por inficionarlo todo. Con
motivo de los susodichos censos, el señorito buscó asiduamente las onzas del nuevo escondrijo
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de su madre; tiempo perdido: o la señora no había atesorado más desde el robo, o lo había
ocultado tan bien, que no diera con ello el mismo diablo.
La vista de tal hipoteca contristó a Julián, pues el buen clérigo empezaba a sentir la adhesión
especial de los capellanes por las casas nobles en que entran; pero más le llenó de confusión
encontrar entre los papelotes la documentación relativa a un pleitecillo de partijas, sostenido por
don Alberto Moscoso, padre de don Pedro, con... ¡el marqués de Ulloa!
Porque ya es hora de decir que el marqués de Ulloa auténtico y legal, el que consta en la Guía de
forasteros, se paseaba tranquilamente en carretela por la Castellana, durante el invierno de 1866
a 1867, mientras Julián exterminaba correderas en el archivo de los Pazos. Bien ajeno estaría él
de que el título de nobleza por cuya carta de sucesión había pagado religiosamente su impuesto
de lanzas y medias anatas, lo disfrutaba gratis un pariente suyo, en un rincón de Galicia. Verdad
que al legítimo marqués de Ulloa, que era Grande de España de primera clase, duque de algo,
marqués tres veces y conde dos lo menos, nadie le conocía en Madrid sino por el ducado, por
aquello de que baza mayor quita menor, aun cuando el título de Ulloa, radicado en el claro solar
de Cabreira de Portugal, pudiese ganar en antigüedad y estimación a los más eminentes. Al pasar
a una rama colateral la hacienda de los Pazos de Ulloa, fue el marquesado a donde correspondía
por rigurosa agnación; pero los aldeanos, que no entienden de agnaciones, hechos a que los
Pazos de Ulloa diesen nombre al título, siguieron llamando marqueses a los dueños de la gran
huronera. Los señores de los Pazos no protestaban: eran marqueses por derecho consuetudinario;
y cuando un labrador, en un camino hondo, se descubría respetuosamente ante don Pedro,
murmurando: «Vaya usía muy dichoso, señor marqués», don Pedro sentía un cosquilleo grato en
la epidermis de la vanidad, y contestaba con voz sonora: «Felices tardes.»
-VDel famoso arreglo del archivo sacó Julián los pies fríos y la cabeza caliente: él bien quisiera
despabilarse, aplicar prácticamente las nociones adquiridas acerca del estado de la casa, para
empezar a ejercer con inteligencia sus funciones de administrador, mas no acertaba, no podía; su
inexperiencia en cosas rurales y jurídicas se traslucía a cada paso. Trataba de estudiar el
mecanismo interior de los Pazos: tomábase el trabajo de ir a los establos, a las cuadras, de
enterarse de los cultivos, de visitar la granera, el horno, los hórreos, las eras, las bodegas, los
alpendres, cada dependencia y cada rincón; de preguntar para qué servía esto y aquello y lo de
más allá, y cuánto costaba y a cómo se vendía; labor inútil, pues olfateando por todas partes
abusos y desórdenes, no conseguía nunca, por su carencia de malicia y de gramática parda, poner
el dedo sobre ellos y remediarlos. El señorito no le acompañaba en semejantes excursiones: harto
tenía que hacer con ferias, caza y visitas a gentes de Cebre o del señorío montañés, de suerte que
el guía de Julián era Primitivo. Guía pesimista si los hay. Cada reforma que Julián quería
plantear, la calificaba de imposible, encogiéndose de hombros; cada superfluidad que intentaba
suprimir, la declaraba el cazador indispensable al buen servicio de la casa. Ante el celo de Julián
surgían montones de dificultades menudas, impidiéndole realizar ninguna modificación útil. Y lo
más alarmante era observar la encubierta, pero real omnipotencia de Primitivo. Mozos, colonos,
jornaleros, y hasta el ganado en los establos, parecía estarle supeditado y propicio: el respeto
adulador con que trataban al señorito, el saludo, mitad desdeñoso y mitad indiferente que
dirigían al capellán, se convertían en sumisión absoluta hacia Primitivo, no manifestada por
fórmulas exteriores, sino por el acatamiento instantáneo de su voluntad, indicada a veces con
sólo el mirar directo y frío de sus ojuelos sin pestañas. Y Julián se sentía humillado en presencia
de un hombre que mandaba allí como indiscutible autócrata, desde su ambiguo puesto de criado
con ribetes de mayordomo. Sentía pesar sobre su alma la ojeada escrutadora de Primitivo que
avizoraba sus menores actos, y estudiaba su rostro, sin duda para averiguar el lado vulnerable de
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aquel presbítero, sobrio, desinteresado, que apartaba los ojos de las jornaleras garridas. Tal vez la
filosofía de Primitivo era que no hay hombre sin vicio, y no había de ser Julián la excepción.
Corría entre tanto el invierno, y el capellán se habituaba a la vida campestre. El aire vivo y puro
le abría el apetito: no sentía ya las efusiones de devoción que al principio, y sí una especie de
caridad humana que le llevaba a interesarse en lo que veía a su alrededor, especialmente los
niños y los irracionales, con quienes desahogaba su instintiva ternura. Aumentábase su
compasión hacia Perucho, el rapaz embriagado por su propio abuelo; le dolía verle revolcarse
constantemente en el lodo del patio, pasarse el día hundido en el estiércol de las cuadras, jugando
con los becerros, mamando del pezón de las vacas leche caliente o durmiendo en el pesebre,
entre la hierba destinada al pienso de la borrica; y determinó consagrar algunas horas de las
largas noches de invierno a enseñar al chiquillo el abecedario, la doctrina y los números. Para
realizarlo se acomodaba en la vasta mesa, no lejos del fuego del hogar, cebado por Sabel con
gruesos troncos; y cogiendo al niño en sus rodillas, a la luz del triple mechero del velón, le iba
guiando pacientemente el dedo sobre el silabario, repitiendo la monótona salmodia por donde
empieza el saber: be-a bá, be-e bé, be-i bí... El chico se deshacía en bostezos enormes, en muecas
risibles, en momos de llanto, en chillidos de estornino preso; se acorazaba, se defendía contra la
ciencia de todas las maneras imaginables, pateando, gruñendo, escondiendo la cara,
escurriéndose, al menor descuido del profesor, para ocultarse en cualquier rincón o volverse al
tibio abrigo del establo.
En aquel tiempo frío, la cocina se convertía en tertulia, casi exclusivamente compuesta de
mujeres. Descalzas y pisando de lado, como recelosas, iban entrando algunas, con la cabeza
resguardada por una especie de mandilón de picote; muchas gemían de gusto al acercarse a la
deleitable llama; otras, tomando de la cintura el huso y el copo de lino, hilaban después de
haberse calentado las manos, o sacando del bolsillo castañas, las ponían a asar entre el rescoldo;
y todas, empezando por cuchichear bajito, acababan por charlotear como urracas. Era Sabel la
reina de aquella pequeña corte: sofocada por la llama, con los brazos arremangados, los ojos
húmedos, recibía el incienso de las adulaciones, hundía el cucharón de hierro en el pote, llenaba
cuencos de caldo, y al punto una mujer desaparecía del círculo, refugiábase en la esquina o en un
banco, donde se la oía mascar ansiosamente, soplar el hirviente bodrio y lengüetear contra la
cuchara. Noches había en que no se daba la moza punto de reposo en colmar tazas, ni las mujeres
en entrar, comer y marcharse para dejar a otras el sitio: allí desfilaba sin duda, como en mesón
barato, la parroquia entera. Al salir cogían aparte a Sabel, y si el capellán no estuviese tan
distraído con su rebelde alumno, vería algún trozo de tocino, pan o lacón rápidamente escondido
en un justillo, o algún chorizo cortado con prontitud de las ristras pendientes en la chimenea, que
no menos velozmente pasaba a las faltriqueras. La última tertuliana que se quedaba, la que
secreteaba más tiempo y más íntimamente con Sabel, era la vieja de las greñas de estopa,
entrevista por Julián la noche de su llegada a los Pazos. Era imponente la fealdad de la bruja:
tenía las cejas canas, y, de perfil, le sobresalían, como también las cerdas de un lunar; el fuego
hacía resaltar la blancura del pelo, el color atezado del rostro, y el enorme bocio o papera que
deformaba su garganta del modo más repulsivo. Mientras hablaba con la frescachona Sabel, la
fantasía de un artista podía evocar los cuadros de tentaciones de San Antonio en que aparecen
juntas una asquerosa hechicera y una mujer hermosa y sensual, con pezuña de cabra.
Sin explicarse el porqué, empezó a desagradar a Julián la tertulia y las familiaridades de Sabel,
que se le arrimaba continuamente, a pretexto de buscar en el cajón de la mesa un cuchillo, una
taza, cualquier objeto indispensable. Cuando la aldeana fijaba en él sus ojos azules, anegados en
caliente humedad, el capellán experimentaba malestar violento, comparable sólo al que le
causaban los de Primitivo, que a menudo sorprendía clavados a hurtadillas en su rostro.
Ignorando en qué fundar sus recelos, creía Julián que meditaban alguna asechanza. Era
Primitivo, salvo tal cual momentáneo acceso de brusca y selvática alegría, hombre taciturno, a
cuya faz de bronce asomaban rara vez los sentimientos; y con todo eso, Julián se juzgaba blanco
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de hostilidad encubierta por parte del cazador; en rigor, ni hostilidad podía llamarse; más bien
tenía algo de observación y acecho, la espera tranquila de una res, a quien, sin odiarla, se desea
cazar cuanto antes. Semejante actitud no podía definirse, ni expresarse apenas. Julián se refugió
en su cuarto, adonde hizo subir, medio arrastro, al niño, para la lección acostumbrada. Así como
así, el invierno había pasado, y el calor de la lareira no era apetecible ya.
En su habitación pudo el capellán notar mejor que en la cocina la escandalosa suciedad del
angelote. Media pulgada de roña le cubría la piel; y en cuanto al cabello, dormían en él capas
geológicas, estratificaciones en que entraba tierra, guijarros menudos, toda suerte de cuerpos
extraños. Julián cogió a viva fuerza al niño, lo arrastró hacia la palangana, que ya tenía bien
abastecida de jarras, toallas y jabón. Empezó a frotar. ¡María Santísima y qué primer agua la que
salió de aquella empecatada carita! Lejía pura, de la más turbia y espesa. Para el pelo fue preciso
emplear aceite, pomada, agua a chorros, un batidor de gruesas púas que desbrozase la virgen
selva. Al paso que adelantaba la faena, iban saliendo a luz las bellísimas facciones, dignas del
cincel antiguo, coloreadas con la pátina del sol y del aire; y los bucles, libres de estorbos, se
colocaban artísticamente como en una testa de Cupido, y descubrían su matiz castaño dorado,
que acababa de entonar la figura. ¡Era pasmoso lo bonito que había hecho Dios a aquel muñeco!
Todos los días, que gritase o que se resignase el chiquillo, Julián lo lavaba así antes de la lección.
Por aquel respeto que profesaba a la carne humana no se atrevía a bañarle el cuerpo, medida bien
necesaria en verdad. Pero con los lavatorios y el carácter bondadoso de Julián, el diablillo iba
tomándose demasiadas confianzas, y no dejaba cosa a vida en el cuarto. Su desaplicación, mayor
a cada instante, desesperaba al pobre presbítero: la tinta le servía a Perucho para meter en ella la
mano toda y plantarla después sobre el silabario; la pluma, para arrancarle las barbas y romperle
el pico cazando moscas en los vidrios; el papel, para rasgarlo en tiritas o hacer con él
cucuruchos; las arenillas, para volcarlas sobre la mesa y figurar con ellas montes y collados,
donde se complacía en producir cataclismos hundiendo el dedo de golpe. Además, revolvía la
cómoda de Julián, deshacía la cama brincando encima, y un día llegó al extremo de prender
fuego a las botas de su profesor, llenándolas de fósforos encendidos.
Bien aguantaría Julián estas diabluras con la esperanza de sacar algo en limpio de semejante
hereje; pero se complicaron con otra cosa bastante más desagradable: las idas y venidas
frecuentes de Sabel por su habitación. Siempre encontraba la moza algún pretexto para subir: que
se le había olvidado recoger el servicio del chocolate; que se le había esquecido mudar la toalla.
Y se endiosaba, y tardaba un buen rato en bajar, entreteniéndose en arreglar cosas que no estaban
revueltas, o poniéndose de pechos en la ventana, muy risueña y campechanota, alardeando de
una confianza que Julián, cada día más reservado, no autorizaba en modo alguno.
Una mañana entró Sabel a la hora de costumbre con las jarras de agua para las abluciones del
presbítero, que, al recibirlas, no pudo menos de reparar, en una rápida ojeada, cómo la moza
venía en justillo y enaguas, con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y
pierna blanquísimos, pues Sabel, que se calzaba siempre y no hacía más que la labor de cocina y
ésa con mucha ayuda de criadas de campo y comadres, no tenía la piel curtida, ni deformados los
miembros. Julián retrocedió, y la jarra tembló en su mano, vertiéndose un chorro de agua por el
piso.
- Cúbrase usted, mujer - murmuró con voz sofocada por la vergüenza -. No me traiga nunca el
agua cuando esté así... no es modo de presentarse a la gente.
- Me estaba peinando y pensé que me llamaba... - respondió ella sin alterarse, sin cruzar siquiera
las palmas sobre el escote.
- Aunque la llamase no era regular venir en ese traje... Otra vez que se esté peinando que me
suba el agua Cristobo o la chica del ganado... o cualquiera...
Y al pronunciar estas palabras, volvíase de espaldas para no ver más a Sabel, que se retiraba
lentamente.
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Desde aquel punto y hora, Julián se desvió de la muchacha como de un animal dañino e
impúdico; no obstante, aún le parecía poco caritativo atribuir a malos fines su desaliño
indecoroso, prefiriendo achacarlo a ignorancia y rudeza. Pero ella se había propuesto demostrar
lo contrario. Poco tiempo iba transcurrido desde la severa reprimenda, cuando una tarde,
mientras Julián leía tranquilamente la Guía de Pecadores, sintió entrar a Sabel y notó, sin
levantar la cabeza, que algo arreglaba en el cuarto. De pronto oyó un golpe, como caída de
persona contra algún mueble, y vio a la moza recostada en la cama, despidiendo lastimeros ayes
y hondos suspiros. Se quejaba de una aflicción, una cosa repentina, y Julián, turbado pero
compadecido, acudió a empapar una toalla para humedecerle las sienes, y a fin de ejecutarlo se
acercó a la acongojada enferma. Apenas se inclinó hacia ella, pudo -a pesar de su poca
experiencia y ninguna malicia- convencerse de que el supuesto ataque no era sino bellaquería
grandísima y sinvergüenza calificada. Una ola de sangre encendió a Julián hasta el cogote: sintió
la cólera repentina, ciega, que rarísima vez fustigaba su linfa, y señalando a la puerta, exclamó:
- Se me va usted de aquí ahora mismo o la echo a empellones..., ¿entiende usted? No me vuelve
usted a cruzar esa puerta... Todo, todo lo que necesite, me lo traerá Cristobo... ¡Largo
inmediatamente!
Retiróse la moza cabizbaja y mohína, como quien acaba de sufrir pesado chasco. Julián, por su
parte, quedó tembloroso, agitado, descontento de sí mismo, cual suelen los pacíficos cuando
ceden a un arrebato de ira: hasta sentía dolor físico, en el epigastrio. A no dudarlo, se había
excedido; debió dirigir a aquella mujer una exhortación fervorosa, en vez de palabras de
menosprecio. Su obligación de sacerdote era enseñar, corregir, perdonar, no pisotear a la gente
como a los bichos del archivo. Al cabo Sabel tenía un alma, redimida por la sangre de Cristo
igual que otra cualquiera. Pero ¿quién reflexiona, quién se modera ante tal descaro? Hay un
movimiento que llaman los escolásticos primo primis fatal e inevitable. Así se consolaba el
capellán. De todos modos, era triste cosa tener que vivir con aquella mala hembra, no más púdica
que las vacas. ¿Cómo podía haber mujeres así? Julián recordaba a su madre, tan modosa,
siempre con los ojos bajos y la voz almibarada y suave, con su casabé abrochado hasta la nuez,
sobre el cual, para mayor recato, caía liso, sin arrugas, un pañuelito de seda negra. ¡Qué mujeres!
¡Qué mujeres se encuentran por el mundo!
Desde el funesto lance tuvo Julián que barrerse el cuarto y subirse el agua, porque ni Cristobo ni
las criadas hicieron caso de sus órdenes, y a Sabel no quería verle ni la sombra en la puerta. Lo
que más extrañeza y susto le causó fue observar que Primitivo, después del suceso, no se
recataba ya para mirarle con fijeza terrible, midiéndole con una ojeada que equivalía a una
declaración de guerra. Julián no podía dudar que estorbaba en los Pazos: ¿por qué? A veces
meditaba en ello interrumpiendo la lectura de Fray Luis de Granada y de los seis libros de San
Juan Crisóstomo sobre el sacerdocio; pero al poco rato, descorazonado por tanta mezquina
contrariedad, desesperando de ser útil jamás a la casa de Ulloa, se enfrascaba nuevamente en sus
páginas místicas.
- VI De los párrocos de las inmediaciones, con ninguno había hecho Julián tan buenas migas como
con don Eugenio, el de Naya. El abad de Ulloa, al cual veía con más frecuencia, no le era
simpático, por su desmedida afición al jarro y a la escopeta; y al abad de Ulloa, en cambio, le
exasperaba Julián, a quien solía apodar mariquita; porque para el abad de Ulloa, la última de las
degradaciones en que podía caer un hombre era beber agua, lavarse con jabón de olor y cortarse
las uñas: tratándose de un sacerdote, el abad ponía estos delitos en parangón con la simonía.
«Afeminaciones, afeminaciones», gruñía entre dientes, convencidísimo de que la virtud en el
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sacerdote, para ser de ley, ha de presentarse bronca, montuna y cerril; aparte de que un clérigo no
pierde, ipso facto, los fueros de hombre, y el hombre debe oler a bravío desde una legua. Con los
demás curas de las parroquias cercanas tampoco frisaba mucho Julián; así es que, convidado a
las funciones de iglesia, acostumbraba retirarse tan pronto como se acababan las ceremonias, sin
aceptar jamás la comida que era su complemento indispensable. Pero cuando don Eugenio le
invitó con alegre cordialidad a pasar en Naya el día del patrón, aceptó de buen grado,
comprometiéndose a no faltarle.
Según lo convenido, subió a Naya la víspera, rehusando la montura que le ofrecía don Pedro.
¡Para legua y media escasa! ¡Y con una tarde hermosísima! Apoyándose en un palo, dando
tiempo a que anocheciese, deteniéndose a cada rato para recrearse mirando el paisaje, no tardó
mucho en llegar al cerro que domina el caserío de Naya, tan oportunamente que vino a caer en
medio del baile que, al son de la gaita, bombo y tamboril, a la luz de los fachones de paja de
centeno encendidos y agitados alegremente, preludiaba a los regocijos patronales. Poco tardaron
los bailarines en bajar hacia la rectoral, cantando y atruxando como locos, y con ellos descendió
Julián.
El cura esperaba en la portalada misma: recogidas las mangas de su chaqueta, levantaba en alto
un jarro de vino, y la criada sostenía la bandeja con vasos. Detúvose el grupo; el gaitero, vestido
de pana azul, en actitud de cansancio, dejando desinflarse la gaita, cuyo punteiro caía sobre los
rojos flecos del roncón, se limpiaba la frente sudorosa con un pañuelo de seda, y los reflejos de
la paja ardiendo y de las luces que alumbraban la casa del cura permitían distinguir su cara
guapota, de correctas facciones, realzada por arrogantes patillas castañas. Cuando le sirvieron el
vino, el rústico artista dijo cortésmente: «¡A la salud del señor abade y la compaña!» y, después
de echárselo al coleto, aún murmuró con mucha política, pasándose el revés de la mano por la
boca: «De hoy en veinte años, señor abade.» Las libaciones consecutivas no fueron acompañadas
de más fórmulas de atención.
Disfrutaba el párroco de Naya de una rectoral espaciosa, alborozada a la sazón con los
preparativos de la fiesta y asistía impávido a los preliminares del saco y ruina de su despensa,
bodega, leñera y huerto. Era don Eugenio joven y alegre como unas pascuas, y su condición, más
que de padre de almas, de pilluelo revoltoso y ladino; pero bajo la corteza infantil se escondía
singular don de gentes y conocimiento de la vida práctica. Sociable y tolerante, había logrado no
tener un solo enemigo entre sus compañeros. Le conceptuaban un rapaz inofensivo.
Tras el pocillo de aromoso chocolate, dio a Julián la mejor cama y habitación que poseía, y le
despertó cuando la gaita floreaba la alborada, rayando ésta apenas en los cielos. Fueron juntos
los dos clérigos a revisar el decorado de los altares, compuestos ya para la misa solemne. Julián
pasaba la revista con especial devoción, puesto que el patrón de Naya era el suyo mismo, el
bienaventurado San Julián, que allí estaba en el altar mayor con su carita inocentona, su estática
sonrisilla, su chupa y calzón corto, su paloma blanca en la diestra, y la siniestra delicadamente
apoyada en la chorrera de la camisola. La imagen modesta, la iglesia desmantelada y sin más
adorno que algún rizado cirio y humildes flores aldeanas puestas en toscos cacharros de loza,
todo excitaba en Julián tierna piedad, la efusión que le hacía tanto provecho, ablandándole y
desentumeciéndole el espíritu. Iban llegando ya los curas de las inmediaciones, y en el atrio,
tapizado de hierba, se oía al gaitero templar prolijamente el instrumento, mientras en la iglesia el
hinojo, esparcido por las losas y pisado por los que iban entrando, despedía olor campestre y
fresquísimo. La procesión se organizaba; San Julián había descendido del altar mayor; la cruz y
los estandartes oscilaban sobre el remolino de gentes amontonadas ya en la estrecha nave, y los
mozos, vestidos de fiesta, con su pañuelo de seda en la cabeza en forma de burelete, se ofrecían a
llevar las insignias sacras. Después de dar dos vueltas por el atrio y de detenerse breves instantes
frente al crucero, el santo volvió a entrar en la iglesia, y fue pujado, con sus andas, a una mesilla
al lado del altar mayor muy engalanada, y cubierta con antigua colcha de damasco carmesí. La
misa empezó, regocijada y rústica, en armonía con los demás festejos. Más de una docena de
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curas la cantaban a voz en cuello, y el desvencijado incensario iba y venía, con retintín de
cadenillas viejas, soltando un humo espeso y aromático, entre cuya envoltura algodonosa parecía
suavizarse el desentono del introito, la aspereza de las broncas laringes eclesiásticas. El gaitero,
prodigando todos sus recursos artísticos, acompañaba con el punteiro desmangado de la gaita y
haciendo oficios de clarinete. Cuando tenía que sonar entera la orquesta, mangaba otra vez el
punteiro en el fol; así podía acompañar la elevación de la hostia con una solemne marcha real, y
el postcomunio con una muñeira de las más recientes y brincadoras, que, ya terminada la misa,
repetía en el vestíbulo, donde tandas de mozos y mozas se desquitaban, bailando a su sabor, de la
compostura guardada por espacio de una hora en la iglesia. Y el baile en el atrio lleno de luz, el
templo sembrado de hojas de hinojos y espadaña que magullaron los pisotones, alumbrado, más
que por los cirios, por el sol que puerta y ventanas dejaban entrar a torrentes, los curas jadeantes,
pero satisfechos y habladores, el santo tan currutaco y lindo, muy risueño en sus andas, con una
pierna casi en el aire para empezar un minueto y la cándida palomita pronta a abrir las alas, todo
era alegre, terrenal, nada inspiraba la augusta melancolía que suele imperar en las ceremonias
religiosas. Julián se sentía tan muchacho y contento como el santo bendito, y salía ya a gozar el
aire libre, acompañado de don Eugenio, cuando en el corro de los bailadores distinguió a Sabel,
lujosamente vestida de domingo, girando con las demás mozas, al compás de la gaita. Esta vista
le aguó un tanto la fiesta.
Era a semejante hora la rectoral de Naya un infierno culinario, si es que los hay. Allí se reunían
una tía y dos primas de don Eugenio -a quienes por ser muchachas y frescas no quería el párroco
tener consigo a diario en la rectoral -; el ama, viejecilla llorona, estorbosa e inútil, que andaba
dando vueltas como un palomino atontado, y otra ama bien distinta, de rompe y rasga, la del cura
de Cebre, que en sus mocedades había servido a un canónigo compostelano, y era célebre en el
país por su destreza en batir mantequillas y asar capones. Esta fornida guisandera, un tanto
bigotuda, alta de pecho y de ademán brioso, había vuelto la casa de arriba abajo en pocas horas,
barriéndola desde la víspera a grandes y furibundos escobazos, retirando al desván los trastos
viejos, empezando a poner en marcha el formidable ejército de guisos, echando a remojo los
lacones y garbanzos, y revistando, con rápida ojeada de general en jefe, la hidrópica despensa,
atestada de dádivas de feligreses; cabritos, pollos, anguilas, truchas, pichones, ollas de vino,
manteca y miel, perdices, liebres y conejos, chorizos y morcillas. Conocido ya el estado de las
provisiones, ordenó las maniobras del ejército: las viejas se dedicaron a desplumar aves, las
mozas a fregar y dejar como el oro peroles, cazos y sartenes, y un par de mozancones de la aldea,
uno de ellos idiota de oficio, a desollar reses y limpiar piezas de caza.
Si se encontrase allí algún maestro de la escuela pictórica flamenca, de los que han derramado la
poesía del arte sobre la prosa de la vida doméstica y material, ¡con cuánto placer vería el
espectáculo de la gran cocina, la hermosa actividad del fuego de leña que acariciaba la panza
reluciente de los peroles, los gruesos brazos del ama confundidos con la carne no menos rolliza y
sanguínea del asado que aderezaba, las rojas mejillas de las muchachas entretenidas en retozar
con el idiota, como ninfas con un sátiro atado, arrojándole entre el cuero y la camisa puñados de
arroz y cucuruchos de pimiento! Y momentos después, cuando el gaitero y los demás músicos
vinieron a reclamar su parva o desayuno, el guiso de intestinos de castrón, hígado y bofes,
llamado en el país mataburrillo, ¡cuán digna de su pincel encontraría la escena de rozagante
apetito, de expansión del estómago, de carrillos hinchados y tragos de mosto despabilados al
vuelo, que allí se representó entre bromas y risotadas!
¿Y qué valía todo ello en comparación del festín homérico preparado en la sala de la rectoral?
Media docena de tablas tendidas sobre otros tantos cestos, ayudaban a ensanchar la mesa
cuotidiana; por encima dos limpios manteles de lamanisco sostenían grandes jarros rebosando
tinto añejo; y haciéndoles frente, en una esquina del aposento, esperaban turno ventrudas ollas
henchidas del mismo líquido. La vajilla era mezclada, y entre el estaño y barro vidriado
descollaba algún talavera legítimo, capaz de volver loco a un coleccionista, de los muchos que
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ahora se consagran a la arcana ciencia de los pucheros. Ante la mesa y sus apéndices, no sin mil
cumplimientos y ceremonias, fueron tomando asiento los padres curas, porfiando bastante para
ceder los asientos de preferencia, que al cabo tocaron al obeso Arcipreste de Loiro - la persona
más respetable en años y dignidad de todo el clero circunvecino, que no había asistido a la
ceremonia por no ahogarse con las apreturas del gentío en la misa -, y a Julián, en quien don
Eugenio honraba a la ilustre casa de Ulloa.
Sentóse Julián avergonzado, y su confusión subió de punto durante la comida. Por ser nuevo en
el país y haber rehusado siempre quedarse a comer en las fiestas, era blanco de todas las miradas.
Y la mesa estaba imponente. La rodeaban unos quince curas y sobre ocho seglares, entre ellos el
médico, notario y juez de Cebre, el señorito de Limioso, el sobrino del cura de Boán, y el
famosísimo cacique conocido por el apodo de Barbacana, que apoyándose en el partido
moderado a la sazón en el poder, imperaba en el distrito y llevaba casi anulada la influencia de su
rival el cacique Trampeta, protegido por los unionistas y mal visto por el clero. En suma, allí se
juntaba lo más granado de la comarca, faltando sólo el marqués de Ulloa, que vendría de fijo a
los postres. La monumental sopa de pan rehogada en grasa, con chorizo, garbanzos y huevos
cocidos cortados en ruedas, circulaba ya en gigantescos tarterones, y se comía en silencio,
jugando bien las quijadas. De vez en cuando se atrevía algún cura a soltar frases de encomio a la
habilidad de la guisandera; y el anfitrión, observando con disimulo quiénes de los convidados
andaban remisos en mascar, les instaba a que se animasen, afirmando que era preciso
aprovecharse de la sopa y del cocido, pues apenas había otra cosa. Creyéndolo así Julián, y no
pareciéndole cortés desairar a su huésped, cargó la mano en la sopa y el cocido. Grande fue su
terror cuando empezó a desfilar interminable serie de platos, los veintiséis tradicionales en la
comida del patrón de Naya, no la más abundante que se servía en el arciprestazgo, pues Loiro se
le aventajaba mucho.
Para llegar al número prefijado, no había recurrido la guisandera a los artificios con que la cocina
francesa disfraza los manjares bautizándolos con nombres nuevos o adornándolos con arambeles
y engañifas. No, señor: en aquellas regiones vírgenes no se conocía, loado sea Dios, ninguna
salsa o pebre de origen gabacho, y todo era neto, varonil y clásico como la olla. ¿Veintiséis
platos? Pronto se hace la lista: pollos asados, fritos, en pepitoria, estofados, con guisantes, con
cebollas, con patatas y con huevos; aplíquese el mismo sistema a la carne, al puerco, al pescado
y al cabrito. Así, sin calentarse los cascos, presenta cualquiera veintiséis variados manjares.
¡Y cómo se burlaría la guisandera si por arte de magia apareciese allí un cocinero francés
empeñado en redactar un menú, en reducirse a cuatro o seis principios, en alternar los fuertes con
los ligeros y en conceder honroso puesto a la legumbre! ¡Legumbres a mí!, diría el ama del cura
de Cebre, riéndose con toda su alma y todas sus caderas también. ¡Legumbres el día del patrón!
Son buenas para los cerdos.
Ahíto y mareado, Julián no tenía fuerzas sino para rechazar con la mano las fuentes que no
cesaban de circular pasándoselas los convidados unos a otros: a bien que ya le observaban
menos, pues la conversación se calentaba. El médico de Cebre, atrabiliario, magro y disputador;
el notario, coloradote y barbudo, osaban decir chistes, referir anécdotas; el sobrino del cura de
Boán, estudiante de derecho, muy enamorado de condición, hablaba de mujeres, ponderaba la
gracia de las señoritas de Molende y la lozanía de una panadera de Cebre, muy nombrada en el
país; los curas al pronto no tomaron parte, y como Julián bajase la vista, algunos comensales,
después de observarle de reojo, se hicieron los desentendidos. Mas duró poco la reserva; al ir
vaciándose los jarros y desocupándose las fuentes, nadie quiso estar callado y empezaron las
bromas a echar chispas.
Máximo Juncal, el médico, recién salido de las aulas compostelanas, soltó varias puntadas sobre
política, y también malignas pullas referentes al grave escándalo que a la sazón traía muy
preocupados a los revolucionarios de provincia: Sor Patrocinio, sus manejos, su influencia en
Palacio. Alborotáronse dos o tres curas; y el cacique Barbacana, con suma gravedad, volviendo
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hacia Juncal su barba florida y luenga, díjole desdeñosamente una verdad como un templo: que
«muchos hablaban de lo que no entendían», a lo cual el médico replicó, vertiendo bilis por ojos y
labios, «que pronto iba a llegar el día de la gran barredura, que luego se armaría el tiberio del
siglo, y que los neos irían a contarlo a casa de su padre Judas Iscariote.»
Afortunadamente profirió estos tremendos vaticinios a tiempo que la mayor parte de los párrocos
se hallaban enzarzados en la discusión teológica, indispensable complemento de todo convite
patronal. Liados en ella, no prestó atención a lo que el médico decía ninguno de los que podían
volvérselas al cuerpo: ni el bronco abad de Ulloa, ni el belicoso de Boán, ni el Arcipreste, que
siendo más sordo que una tapia, resolvía las discusiones políticas a gritos, alzando el índice de la
mano derecha como para invocar la cólera del cielo. En aquel punto y hora, mientras corrían las
fuentes de arroz con leche, canela y azúcar, y se agotaban las copas de tostado, llegaba a su
periodo álgido la disputa, y se entreoían argumentos, proposiciones, objeciones y silogismos.
- Nego majorem...
- Probo minorem.
- Eh... Boán, que con mucho disimulo me estás echando abajo la gracia...
- Compadre, cuidado... Si adelanta usted un poquito más nos vamos a encontrar con el libre
albedrío perdido.
- Cebre, mira que vas por mal camino: ¡mira que te marchas con Pelagio!
- Yo a San Agustín me agarro, y no lo suelto.
- Esa proposición puede admitirse simpliciter, pero tomándola en otro sentido... no cuela.
- Citaré autoridades, todas las que se me pidan: ¿a que no me citas tú ni media docena? A ver.
- Es sentir común de la Iglesia desde los primeros concilios.
- Es punto opinable, ¡quoniam! A mí no me vengas a asustar tú con concilios ni concilias.
-¿Querrás saber más que Santo Tomás?
-¿Y tú querrás ponerte contra el Doctor de la gracia?
-¡Nadie es capaz de rebatirme esto! Señores... la gracia...
-¡Que nos despeñamos de vez! ¡Eso es herejía formal; es pelagianismo puro!
- Qué entiendes tú, qué entiendes tú... Lo que tú censures, que me lo claven...
- Que diga el señor Arcipreste... Vamos a aventurar algo a que no me deja mal el señor
Arcipreste.
El Arcipreste era respetado más por su edad que por su ciencia teológica; y se sosegó un tanto el
formidable barullo cuando se incorporó difícilmente, con ambas manos puestas tras los oídos,
vertiendo sangre por la cara, a fin de dirimir, si cabía lograrlo, la contienda. Pero un incidente
distrajo los ánimos: el señorito de Ulloa entraba seguido de dos perros perdigueros, cuyos
cascabeles acompañaban su aparición con jubiloso repique. Venía, según su promesa, a tomar
una copa a los postres; y la tomó de pie, porque le aguardaba un bando de perdices allá en la
montaña.
Hízosele muy cortés recibimiento, y los que no pudieron agasajarle a él agasajaron a la Chula y
al Turco, que iban apoyando la cabeza en todas las rodillas, lamiendo aquí un plato y
zampándose un bizcocho allá. El señorito de Limioso se levantó resuelto a acompañar al de
Ulloa en la excursión cinegética, para lo cual tenía prevenido lo necesario, pues rara vez salía del
Pazo de Limioso sin echarse la escopeta al hombro y el morral a la cintura.
Cuando partieron los dos hidalgos, ya se había calmado la efervescencia de la discusión sobre la
gracia, y el médico, en voz baja, le recitaba al notario ciertos sonetos satírico-políticos que
entonces corrían bajo el nombre de belenes. Celebrábalos el notario, particularmente cuando el
médico recalcaba los versos esmaltados de alusiones verdes y picantes. La mesa, en desorden,
manchada de salsas, ensangrentada de vino tinto, y el suelo lleno de huesos arrojados por los
comensales menos pulcros, indicaban la terminación del festín; Julián hubiera dado algo bueno
por poderse retirar; sentíase cansado, mortificado por la repugnancia que le inspiraban las cosas
exclusivamente materiales; pero no se atrevía a interrumpir la sobremesa, y menos ahora que se
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entregaban al deleite de encender algún pitillo y murmurar de las personas más señaladas en el
país. Se trataba del señorito de Ulloa, de su habilidad para tumbar perdices, y sin que Julián
adivinase la causa, se pasó inmediatamente a hablar de Sabel, a quien todos habían visto por la
mañana en el corro de baile; se encomió su palmito, y al mismo tiempo se dirigieron a Julián
señas y guiños, como si la conversación se relacionase con él. El capellán bajaba la vista según
costumbre, y fingía doblar la servilleta; mas de improviso, sintiendo uno de aquellos chispazos
de cólera repentina y momentánea que no era dueño de refrenar, tosió, miró en derredor, y soltó
unas cuantas asperezas y severidades que hicieron enmudecer a la asamblea. Don Eugenio, al ver
aguada la sobremesa, optó por levantarse, proponiendo a Julián que saliesen a tomar el fresco en
la huerta: algunos clérigos se alzaron también, anunciando que iban a echar completas; otros se
escurrieron en compañía del médico, el notario, el juez y Barbacana, a menear los naipes hasta la
noche.
Refugiáronse al huerto el cura de Naya y Julián, pasando por la cocina, donde la algazara de los
criados, primas del cura, cocineras y músicos era formidable, y los jarros se evaporaban y la
comilona amenazaba durar hasta el sol puesto. El huerto, en cambio, permanecía en su tranquilo
y poético sosiego primaveral, con una brisa fresquita que columpiaba las últimas flores de los
perales y cerezos, y acariciaba el recio follaje de las higueras, a cuya sombra, en un ribazo de
mullida grama, se tendieron ambos presbíteros, no sin que don Eugenio, sacando un pañuelo de
algodón a cuadros, se tapase con él la cabeza, para resguardarla de las importunidades de alguna
mosca precoz. A Julián todavía le duraba el sofoco, la llamarada de indignación; pero ya le
pesaba, de su corta paciencia, y resolvía ser más sufrido en lo venidero. Aunque bien mirado...
-¿Quiere escotar un sueño? - preguntó el de Naya al verle tan cabizbajo y mustio.
- No; lo que yo quería, Eugenio, era pedirle que me dispensase el enfado que tomé allá en la
mesa... Conozco que soy a veces así... un poco vivo... y luego hay conversaciones que me sacan
de tino, sin poderlo remediar. Usted póngase en mi caso.
- Pongo, pongo... Pero a mí me están embromando también a cada rato con las primas..., y hay
que aguantar, que no lo hacen con mala intención; es por reírse un poco.
- Hay bromas de bromas, y a mí me parecen delicadas para un sacerdote las que tocan a la
honestidad y a la pureza. Si aguanta uno por respetos humanos esos dichos, acaso pensarán que
ya tiene medio perdida la vergüenza para los hechos. Y ¿qué sé yo si alguno, no digo de los
sacerdotes, no quiero hacerles tal ofensa, pero de los seglares, creerá que en efecto...?
El de Naya aprobó con la cabeza como quien reconoce la fuerza de una observación; pero, al
mismo tiempo, la sonrisa con que lucía la desigual dentadura era suave e irónica protesta contra
tanta rigidez.
- Hay que tomar el mundo según viene... - murmuró filosóficamente -. Ser bueno es lo que
importa; porque ¿quién va a tapar las bocas de los demás? Cada uno habla lo que le parece, y
gasta las guasas que quiere... En teniendo la conciencia tranquila...
- No, señor; no, señor; poco a poco - replicó acaloradamente Julián -. No sólo estamos obligados
a ser buenos, sino a parecerlo; y aún es peor en un sacerdote, si me apuran, el mal ejemplo y el
escándalo, que el mismo pecado. Usted bien lo sabe, Eugenio; lo sabe mejor que yo, porque tiene
cura de almas.
- También usted se apura ahí por una chanza, por una tontería, lo mismo que si ya todo el mundo
le señalase con el dedo... Se necesita una vara de correa para vivir entre gentes. A este paso no le
arriendo la ganancia, porque no va a sacar para disgustos.
Caviloso y cejijunto, había cogido Julián un palito que andaba por el suelo, y se entretenía en
clavarlo en la hierba. Levantó la cabeza de pronto.
- Eugenio, ¿es mi amigo?
- Siempre, hombre, siempre - contestó afable y sinceramente el de Naya.
- Pues séame franco. Hábleme como si estuviésemos en el confesonario. ¿Se dice por ahí... eso?
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-¿Lo qué?
- Lo de que yo... tengo algo que ver... con esa muchacha, ¿eh? Porque puede usted creerme, y se
lo juraría si fuese lícito jurar: bien sabe Dios que la tal mujer hasta me es aborrecible, y que no le
habré mirado a la cara media docena de veces desde que estoy en los Pazos.
- No, pues a la cara se le puede mirar, que la tiene como una rosa... Ea, sosiéguese: a mí se me
figura que nadie piensa mal de usted con Sabel. El marqués no inventó la pólvora, es cierto que
no, y la moza se distraerá con los de su clase cuanto quiera, dígalo el bailoteo en la gaita de hoy;
pero no iba a tener la desvergüenza de pegársela en sus barbas, con el mismo capellán... Hombre,
no hagamos tan estúpido al marqués.
Julián se volvió, más bien arrodillado que sentado en la grama, con los ojos abiertos de par en
par.
- Pero... el señorito..., ¿qué tiene que ver el señorito...?
El cura de Naya saltó a su vez, sin que ninguna mosca le picase, y prorrumpió en juvenil
carcajada. Julián, comprendiendo, preguntó nuevamente:
- Luego el chiquillo... el Perucho...
Tornó don Eugenio a reír hasta el extremo de tener que limpiarse los lagrimales con el pañuelo
de cuadros.
- No se ofenda... - murmuraba entre risa y llanto -. No se ofenda porque me río así... Es que, de
veras, no me puedo contener cuando me pega la risa; un día hasta me puse malo... Esto es como
las cosqui... cosquillas... involuntario...
Aplacado el acceso de risa, añadió:
- Es que yo siempre lo tuve a usted por un bienaventurado, como nuestro patrón San Julián...,
pero esto pasa de castaño oscuro... ¡Vivir en los Pazos y no saber lo que ocurre en ellos! ¿O es
que quiere hacerse el bobo?
-A fe, no sospechaba nada, nada, nada. ¿Usted piensa que iba a quedarme allí ni dos días, caso de
averiguarlo antes? ¿Autorizar con mi presencia un amancebamiento? ¿Pero... usted está seguro
de lo que dice?
- Hombre... ¿tiene usted gana de cuentos? ¿Es usted ciego? ¿No lo ha notado? Pues repárelo.
-¡Qué sé yo! ¡Cuando uno no está en la malicia! Y el niño..., ¡infeliz criatura! El niño me da tanta
compasión... Allí se cría como un morito... ¿Se comprende que haya padres tan sin entrañas?
- Bah... Esos hijos así, nacidos por detrás de la Iglesia... Luego, si uno oye a los de aquí y a los
de allá... Cada cual dice lo que se le antoja... La moza es alegre como unas castañuelas; todo el
mundo en las romerías le debe dos cuartos: uno la convida a rosquillas, el otro a resolio, éste la
saca a bailar, aquél la empuja... Se cuentan mil enredos... ¿Usted se ha fijado en el gaitero que
tocó hoy en la misa?
-¿Un buen mozo, con patillas?
- Cabal. Le llaman el Gallo de mote. Pues dicen si la acompaña o no por los caminos...
¡Historias!
Por detrás de la tapia del huerto se oyó entonces vocerío alegre y argentinas carcajadas.
- Son las primas... - dijo don Eugenio -. Van a la gaita, que está tocando en el crucero ahora.
¿Quiere usted venir un ratito? A ver si se le pasa el disgusto... Ahí en casa unos rezan y otros
juegan... Yo no rezo nunca sobre la comida.
- Vamos allá - contestó Julián, que se había quedado ensimismado.
- Nos sentaremos al pie del crucero.
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- VII Volvía Julián preocupado a la casa solariega, acusándose de excesiva simplicidad, por no haber
reparado cosas de tanto bulto. Él era sencillo como la paloma; sólo que en este pícaro mundo
también se necesita ser cauto como la serpiente... Ya no podía continuar en los Pazos... ¿Cómo
volvía a vivir a cuestas de su madre, sin más emolumentos que la misa? ¿Y cómo dejaba así de
golpe al señorito don Pedro, que le trataba tan llanamente? ¿Y la casa de Ulloa, que necesitaba
un restaurador celoso y adicto? Todo era verdad: pero, ¿y su deber de sacerdote católico?
Le acongojaban estos pensamientos al cruzar un maizal, en cuyo lindero manzanilla y cabrifollos
despedían grato aroma. Era la noche templada y benigna, y Julián apreciaba por primera vez la
dulce paz del campo, aquel sosiego que derrama en nuestro combatido espíritu la madre
naturaleza. Miró al cielo, oscuro y alto.
-¡Dios sobre todo! - murmuró, suspirando al pensar que tendría que habitar un pueblo de calles
angostas y encontrarse con gente a cada paso.
Siguió andando, guiado por el ladrido lejano de los perros. Ya divisaba próxima la vasta mole de
los Pazos. El postigo debía estar abierto. Julián distaba de él unos cuantos pasos no más, cuando
oyó dos o tres gritos que le helaron la sangre: clamores inarticulados como de alimaña herida, a
los cuales se unía el desconsolado llanto de un niño.
Engolfóse el capellán en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y llegó velozmente
a la cocina. En el umbral se quedó paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa
del candilón. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la
brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los puños metidos en los ojos, sollozaba. Sin
reparar lo que hacía, arrojóse Julián hacia el grupo, llamando al marqués con grandes voces:
-¡Señor don Pedro..., señor don Pedro!
Volvióse el señor de los Pazos, y se quedó inmóvil, con la escopeta empuñada por el cañón,
jadeante, lívido de ira, los labios y las manos agitadas por temblor horrible; y en vez de disculpar
su frenesí o de acudir a la víctima, balbució roncamente:
-¡Perra..., perra..., condenada..., a ver si nos das pronto de cenar, o te deshago! ¡A levantarse... o
te levanto con la escopeta!
Sabel se incorporaba ayudada por el capellán, gimiendo y exhalando entrecortados ayes. Tenía
aún el traje de fiesta con el cual la viera Julián danzar pocas horas antes junto al crucero y en el
atrio; pero el mantelo de rico paño se encontraba manchado de tierra; el dengue de grana se le
caía de los hombros, y uno de sus largos zarcillos de filigrana de plata, abollado por un culatazo,
se le había clavado en la carne de la nuca, por donde escurrían algunas gotas de sangre. Cinco
verdugones rojos en la mejilla de Sabel contaban bien a las claras cómo había sido derribada la
intrépida bailadora.
-¡La cena he dicho! - repitió brutalmente don Pedro.
Sin contestar, pero no sin gemir, dirigióse la muchacha hacia el rincón donde hipaba el niño, y le
tomó en brazos, apretándole mucho. El angelote seguía llorando a moco y baba. Don Pedro se
acercó entonces, y mudando de tono, preguntó:
-¿Qué es eso? ¿Tiene algo Perucho?
Púsole la mano en la frente y la sintió húmeda. Levantó la palma: era sangre. Desviando
entonces los brazos, apretando los puños, soltó una blasfemia, que hubiera horrorizado más a
Julián si no supiese, desde aquella tarde misma, que acaso tenía ante sí a un padre que acababa
de herir a su hijo. Y el padre resurgía, maldiciéndose a sí propio, apartando los rizos del
chiquillo, mojando un pañuelo en agua, y atándolo con cuidado indecible sobre la
descalabradura.
- A ver cómo lo cuidas... - gritó dirigiéndose a Sabel -. Y cómo haces la cena en un vuelo... ¡Yo
te enseñaré, yo te enseñaré a pasarte las horas en las romerías sacudiéndote, perra!
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Con los ojos fijos en el suelo, sin quejarse ya, Sabel permanecía parada, y su mano derecha
tentaba suavemente su hombro izquierdo, en el cual debía tener alguna dolorosa contusión. En
voz baja y lastimera, pero con suma energía, pronunció sin mirar al señorito:
- Busque quien le haga la cena..., y quien esté aquí... Yo me voy, me voy, me voy, me voy...
Y lo repetía obstinadamente, sin entonación, como el que afirma una cosa natural e inevitable.
-¿Qué dices, bribona?
- Que me voy, que me voy... A mi casita pobre... ¡Quién me trajo aquí! ¡Ay, mi madre de mi
alma!
Rompió la moza a llorar amarguísimamente, y el marqués, requiriendo su escopeta, rechinaba los
dientes de cólera, dispuesto ya a hacer alguna barrabasada notable, cuando un nuevo personaje
entró en escena. Era Primitivo, salido de un rincón oscuro; diríase que estaba allí oculto hacía
rato. Su aparición modificó instantáneamente la actitud de Sabel, que tembló, calló y contuvo sus
lágrimas.
-¿No oyes lo que te dice el señorito? - preguntó sosegadamente el padre a la hija.
- Oi-go, siii-see-ñoor, oi-go - tartamudeó la moza, comiéndose los sollozos.
- Pues a hacer la cena en seguida. Voy a ver si volvieron ya las otras muchachas para que te
ayuden. La Sabia está ahí fuera: te puede encender la lumbre.
Sabel no replicó más. Remangóse la camisa y bajó de la espetera una sartén. Como evocada por
alguna de sus compañeras en hechicerías, entró en la cocina entonces, pisando de lado, la vieja
de las greñas blancas, la Sabia, que traía el enorme mandil atestado de leña. El marqués tenía aún
la escopeta en la mano: cogiósela respetuosamente Primitivo, y la llevó al sitio de costumbre.
Julián, renunciando a consolar al niño, creyó llegada la ocasión de dar un golpe diplomático.
- Señor marqués..., ¿quiere que tomemos un poco el aire? Está la noche muy buena... Nos
pasearemos por el huerto...
Y para sus adentros pensaba:
«En el huerto le digo que me voy también... No se ha hecho para mí esta vida, ni esta casa.»
Salieron al huerto. Oíase el cuarrear de las ranas en el estanque, pero ni una hoja de los árboles
se movía, tal estaba la noche de serena. El capellán cobró ánimos, pues la oscuridad alienta
mucho a decir cosas difíciles.
- Señor marqués, yo siento tener que advertirle...
Volvióse el marqués bruscamente.
- Ya sé..., ¡chist!, no necesitamos gastar saliva. Me ha pescado usted en uno de esos momentos
en que el hombre no es dueño de sí... Dicen que no se debe pegar nunca a las mujeres...
Francamente, don Julián, según ellas sean... ¡Hay mujeres de mujeres, caramba..., y ciertas cosas
acabarían con la paciencia del santo Job que resucitase! Lo que siento es el golpe que le tocó al
chiquillo.
- Yo no me refería a eso... - murmuró Julián -. Pero si quiere que le hable con el corazón en la
mano, como es mi deber, creo no está bien maltratar así a nadie... Y por la tardanza de la cena,
no merece...
-¡La tardanza de la cena! - pronunció el señorito -. ¡La tardanza! A ningún cristiano le gusta
pasarse el día en el monte comiendo frío y llegar a casa y no encontrar bocado caliente; ¡pero si
esa mala hembra no tuviese otras mañas...! ¿No la ha visto usted? ¿No la ha visto usted todo el
día, allá en Naya, bailoteando como una descosida, sin vergüenza? ¿No la ha encontrado usted a
la vuelta, bien acompañada? ¡Ah!... ¿Usted cree que se vienen solitas las mozas de su calaña?
¡Ja, ja! Yo la he visto, con estos ojos, y le aseguro a usted que si tengo algún pesar, ¡es el de no
haberle roto una pierna, para que no baile más por unos cuantos meses!
Guardó silencio el capellán, sin saber qué responder a la inesperada revelación de celos feroces.
Al fin calculó que se le abría camino para soltar lo que tenía atravesado en la garganta.
- Señor marqués - murmuró -, dispénseme la libertad que me tomo... Una persona de su clase no
se debe rebajar a importársele por lo que haga o no haga la criada... La gente es maliciosa, y
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pensará que usted trata con esa chica... Digo pensará Ya lo piensa todo el mundo... Y el caso es
que yo..., vamos..., no puedo permanecer en una casa donde, según la voz pública, vive un
cristiano en concubinato... Nos está prohibido severamente autorizar con nuestra presencia el
escándalo y hacernos cómplices de él. Lo siento a par del alma, señor marqués; puede creerme
que hace tiempo no tuve un disgusto igual.
El marqués se detuvo, con las manos sepultadas en los bolsillos.
- Leria, leria... - murmuró -. Es preciso hacerse cargo de lo que es la juventud y la robustez... No
me predique un sermón, no me pida imposibles. ¡Qué demonio!, el que más y el que menos es
hombre como todos.
- Yo soy un pecador - replicó Julián -, solamente que veo claro en este asunto, y por los favores
que debo a usted, y el pan que le he comido, estoy obligado a decirle la verdad. Señor marqués,
con franqueza, ¿no le pesa de vivir así encenagado? ¡Una cosa tan inferior a su categoría y a su
nacimiento! ¡Una triste criada de cocina!
Siguieron andando, acercándose a la linde del bosque, donde concluía el huerto.
-¡Una bribona desorejada, que es lo peor! - exclamó el marqués después de un rato de silencio Oiga usted... - añadió arrimándose a un castaño -. A esa mujer, a Primitivo, a la condenada bruja
de la Sabia con sus hijas y nietas, a toda esa gavilla que hace de mi casa merienda de negros, a la
aldea entera que los encubre, era preciso cogerlos así (y agarraba una rama del castaño
triturándola en menudos fragmentos) y deshacerlos. Me están saqueando, me comen vivo..., y
cuando pienso en que esa tunanta me aborrece y se va de mejor gana con cualquier gañán de los
que acuden descalzos a alquilarse para majar el centeno, ¡tengo mientes de aplastarle los sesos
como a una culebra!
Julián oía estupefacto aquellas miserias de la vida pecadora, y se admiraba de lo bien que teje el
diablo sus redes.
- Pero, señor... - balbució -. Si usted mismo lo conoce y lo comprende...
-¿Pues no lo he de comprender? ¿Soy estúpido acaso para no ver que esa desvergonzada huye de
mí, y cada día tengo que cazarla como a una liebre? ¡Sólo está contenta entre los demás
labriegos, con la hechicera que le trae y lleva chismes y recados a los mozos! A mí me detesta. A
la hora menos pensada me envenenará.
- Señor marqués, ¡yo me pasmo! - arguyó el capellán eficazmente -. ¡Que usted se apure por una
cosa tan fácil de arreglar! ¿Tiene más que poner a semejante mujer en la calle?
Como ambos interlocutores se habían acostumbrado a la oscuridad, no sólo vio Julián que el
marqués meneaba la cabeza, sino que torcía el gesto.
- Bien se habla... - pronunció sordamente -. Decir es una cosa y hacer es otra... Las dificultades
se tocan en la práctica. Si echo a ese enemigo, no encuentro quien me guise ni quien venga a
servirme. Su padre... ¿Usted no lo creerá? Su padre tiene amenazadas a todas las mozas de que a
la que entre aquí en marchándose su hija, le mete él una perdigonada en los lomos... Y saben que
es hombre para hacerlo como lo dice. Un día cogí yo a Sabel por un brazo y la puse en la puerta
de la casa: la misma noche se me despidieron las otras criadas, Primitivo se fingió enfermo, y
estuve una semana comiendo en la rectoral y haciéndome la cama yo mismo... Y tuve que pedirle
a Sabel, de favor, que volviese... Desengáñese usted, pueden más que nosotros. Esa comparsa
que traen alrededor son paniaguados suyos, que les obedecen ciegamente. ¿Piensa usted que yo
ahorro un ochavo aquí en este desierto? ¡Quiá! Vive a mi cuenta toda la parroquia. Ellos se
beben mi cosecha de vino, mantienen sus gallinas con mis frutos, mis montes y sotos les
suministran leña, mis hórreos les surten de pan; la renta se cobra tarde, mal y arrastro; yo
sostengo siete u ocho vacas, y la leche que bebo cabe en el hueco de la mano; en mis establos
hay un rebaño de bueyes y terneros que jamás se uncen para labrar mis tierras; se compran con
mi dinero, eso sí, pero luego se dan a parcería y no se me rinden cuentas jamás...
-¿Por qué no pone otro mayordomo?
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-¡Ay, ay, ay! ¡Como quien no dice nada! Una de dos: o sería hechura de Primitivo y entonces
estábamos en lo mismo, o Primitivo le largaría un tiro en la barriga... Y si hemos de decir verdad,
Primitivo no es mayordomo... Es peor que si lo fuese, porque manda en todos, incluso en mí;
pero yo no le he dado jamás semejante mayordomía... Aquí el mayordomo fue siempre el
capellán... Ese Primitivo no sabrá casi leer ni escribir; pero es más listo que una centella, y ya en
vida del tío Gabriel se echaba mano de él para todo... Mire usted, lo cierto es que el día que él se
cruza de brazos, se encuentra uno colgadito... No hablemos ya de la caza, que para eso no tiene
igual; a mí me faltarían los pies y las manos si me faltase Primitivo... Pero en los demás asuntos
es igual... Su antecesor de usted, el abad de Ulloa, no se valía sin él; y usted, que también ha
venido en concepto de administrador, séame franco: ¿ha podido usted amañarse solo?
- La verdad es que no - declaró Julián humildemente -. Pero con el tiempo..., la práctica...
-¡Bah, bah! A usted no le obedecerá ni le hará caso jamás ningún paisano, porque es usted un
infeliz; es usted demasiado bonachón. Ellos necesitan gente que conozca sus máculas y les dé
ciento de ventaja en picardía.
Por depresiva que fuese para el amor propio del capellán la observación, hubo de reconocer su
exactitud. No obstante, picado ya, se propuso agotar los recursos del ingenio para conseguir la
victoria en lucha tan desigual. Y su caletre le sugirió la siguiente perogrullada:
- Pero, señor marqués..., ¿por qué no sale un poco al pueblo? ¿No sería ése el mejor modo de
desenredarse? Me admiro de que un señorito como usted pueda aguantar todo el año aquí, sin
moverse de estas montañas fieras... ¿No se aburre?
El marqués miraba al suelo, aun cuando en él no había cosa digna de verse. La idea del capellán
no le cogía de sorpresa.
-¡Salir de aquí! - exclamó -. ¿Y a dónde demontre se va uno? Siquiera aquí, mal o bien, es uno el
rey de la comarca... El tío Gabriel me lo decía mil veces: las personas decentes, en las
poblaciones, no se distinguen de los zapateros... Un zapatero que se hace millonario metiendo y
sacando la lesna, se sube encima de cualquier señor, de los que lo somos de padres a hijos... Yo
estoy muy acostumbrado a pisar tierra mía y a andar entre árboles que corto si se me antoja.
- Pero al fin, señorito, ¡aquí le manda Primitivo!
- Bah... A Primitivo le puedo yo dar tres docenas de puntapiés, si se me hinchan las narices, sin
que el juez me venga a empapelar... No lo hago; pero duermo tranquilo con la seguridad de que
lo haría si quisiese. ¿Cree usted que Sabel irá a quejarse a la justicia de los culatazos de hoy?
Esta lógica de la barbarie confundía a Julián.
- Señor, yo no le digo que deje esto... Únicamente, que salga una temporadita, a ver cómo le
prueba... Apartándose usted de aquí algún tiempo, no sería difícil que Sabel se casase con
persona de su esfera, y que usted también encontrase una conveniencia arreglada a su calidad,
una esposa legítima. Cualquiera tiene un desliz, la carne es flaca; por eso no es bueno para el
hombre vivir solo, porque se encenaga, y como dijo quien lo entendía, es mejor casarse que
abrasarse en concupiscencia, señor don Pedro. ¿Por qué no se casa, señorito? - exclamó,
juntando las manos -. ¡Hay tantas señoritas buenas y honradas!
A no ser por la oscuridad, vería Julián chispear los ojos del marqués de Ulloa.
-¿Y cree usted, santo de Dios, que no se me había ocurrido a mí? ¿Piensa usted que no sueño
todas las noches con un chiquillo que se me parezca, que no sea hijo de una bribona, que
continúe el nombre de la casa..., que herede esto cuando yo me muera... y que se llame Pedro
Moscoso, como yo?
Al decir esto golpeábase el marqués su fornido tronco, su pecho varonil, cual si de él quisiese
hacer brotar fuerte y adulto ya el codiciado heredero. Julián, lleno de esperanza, iba a animarle
en tan buenos propósitos; pero se estremeció de repente, pues creyó sentir a sus espaldas un
rumor, un roce, el paso de un animal por entre la maleza.
-¿Qué es eso? - exclamó volviéndose -. Parece que anda por aquí el zorro.
El marqués le cogió del brazo.
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- Primitivo... - articuló en voz baja y ahogada de ira -. Primitivo que nos atisbará hace un cuarto
de hora, oyendo la conversación... Ya está usted fresco... Nos hemos lucido... ¡Me valga Dios y
los santos de la corte celestial! También a mí se me acaba la cuerda. ¡Vale más ir a presidio que
llevar esta vida!
- VIII Mientras se raía con la navaja de barba los contados pelos rubios que brotaban en sus carrillos,
Julián maduraba un proyecto: afeitado y limpio que fuese, emprendería el camino de Cebre un
pie tras otro, en el caballo de San Francisco; allí le pediría al cura una jícara de chocolate, y
esperaría en la rectoral hasta las doce, hora en que pasa la diligencia de Orense a Santiago; malo
sería que en interior o cupé no hubiese un asiento vacante. Tenía dispuesto su maletín: lo
enviaría a buscar desde Cebre por un mozo. Y calculando así, miraba contristado el paisaje
ameno, el huerto con su dormilón estanque, el umbrío manchón del soto, la verdura de los prados
y maizales, la montaña, el limpio firmamento, y se le prendía el alma en el atractivo de aquella
dulce soledad y silencio, tan de su gusto, que deseaba pasar allí la vida toda. ¡Cómo ha de ser!
Dios nos lleva y trae según sus fines... No, no era Dios, sino el pecado, en figura de Sabel, quien
lo arrojaba del paraíso... Le agitó semejante idea y se cortó dos veces la mejilla... Estuvo
próximo a inferirse el tercer rasguño, porque le dieron una palmada en el hombro.
Se volvió... ¿Quién había de conocer a don Pedro, tan metamorfoseado como venía? Afeitado
también, aunque sin detrimento de su barba, que brillaba suavizada por el aceite de olor,
trascendiendo a jabón y a ropa limpia, vestido con traje de mezclilla, chaleco de piqué blanco,
hongo azul, y al brazo un abrigo, parecía el señor de Ulloa otro hombre nuevo y diferente, con
veinte grados más de educación y cultura que el anterior. De golpe lo comprendió todo Julián... y
la sangre le dio gozoso vuelco.
-¡Señorito...!
- Ea, despachar, que corre prisa... Tiene usted que acompañarme a Santiago y necesitamos llegar
a Cebre antes de mediodía.
-¿De veras viene usted? ¡Mismo parece cosa de milagro! Yo estuve hoy arreglando la maleta.
¡Bendito sea Dios! Pero si usted determina que me quede aquí entretanto...
-¡No faltaba otra cosa! Si salgo solo, se me agua la fiesta. Voy a dar una sorpresa al tío Manolo,
y a conocer a las primas, que sólo las he visto cuando eran unas mocosas... Si ahora me
desanimo, no vuelvo a animarme en diez años. Ya he mandado a Primitivo que ensille la yegua y
ponga el aparejo a la borrica.
En aquel punto asomó por la puerta un rostro que a Julián se le antojó siniestro, y acaso pensó
otro tanto el marqués, pues preguntó impaciente:
- Vamos a ver, ¿qué ocurre?
- La yegua - respondió Primitivo sin alzar la voz - no sirve para el camino.
-¿Por qué razón? ¿Puede saberse?
- Está sin una ferradura siquiera - declaró serenamente el cazador.
-¡Mal rayo que te parta! - vociferó el marqués echando fuego por los ojos -. ¡Ahora me dices eso!
¿Pues no es cuenta tuya cuidar de que esté herrada? ¿O he de llevarla yo al herrador todos los
días?
- Como no sabía que el señorito quisiese salir hoy...
- Señor - intervino Julián -, yo iré a pie. Al fin tenía determinado dar ese paseo. Lleve usted la
burra.
30
- Tampoco hay burra - objetó el cazador sin pestañear ni alterar un solo músculo de su faz
broncínea.
-¿Que... no... hay... bu... rraaaaa? - articuló, apretando los puños, don Pedro -. ¿Que no... la...
hayyy? A ver, a ver... Repíteme eso, en mi cara.
El hombre de bronce no se inmutó al reiterar fríamente.
- No hay burra.
-¡Pues así Dios me salve! ¡La ha de haber y tres más, y si no por quien soy que os pongo a todos
a cuatro patas y me lleváis a caballo hasta Cebre!
Nada replicó Primitivo, incrustado en el quicio de la puerta.
- Vamos claros, ¿cómo es que no hay burra?
- Ayer, al volver del pasto, el rapaz que la cuida le encontró dos puñaladas... Puede el señorito
verla.
Disparó don Pedro una imprecación, y bajó de dos en dos las escaleras. Primitivo y Julián le
seguían. En la cuadra, el pastor, adolescente de cara estúpida y escrofulosa, confirmó la versión
del cazador. Allá en el fondo del establo columbraron al pobre animal, que temblaba, con las
orejas gachas y el ojo amortiguado; la sangre de sus heridas, en negro reguero, se había
coagulado desde el anca a los cascos. Julián experimentaba en el establo sombrío y lleno de
telarañas impresión análoga a la que sentiría en el teatro de un crimen. Por lo que hace al
marqués, quedóse suspenso un instante, y de súbito, agarrando al pastor por los cabellos, se los
mesó y refregó con furia, exclamando:
- Para que otra vez dejes acuchillar a los animales..., toma..., toma..., toma...
Rompió el chico a llorar becerrilmente, lanzando angustiosas miradas al impasible Primitivo.
Don Pedro se volvió hacia éste.
- Pilla ahora mismo mi saco y la maleta de don Julián... Volando... Nos vamos a pie hasta
Cebre... Andando bien, tenemos tiempo de coger el coche.
Obedeció el cazador sin perder su helada calma. Bajó la maleta y el saco; pero en vez de cargar
ambos objetos a hombros, entregó cada bulto a un mozo de campo, diciendo lacónicamente:
- Vas con el señorito.
Sorprendióse el marqués y miró a su montero con desconfianza. Jamás perdonaba Primitivo la
ocasión de acompañarle, y extrañaba su retraimiento entonces. Por la imaginación de don Pedro
cruzaron rápidas vislumbres de recelo; y como si Primitivo lo adivinase, probó a disiparlo.
- Yo tengo ahí que atender al rareo del soto de Rendas. Están los castaños tan apretados, que no
se ve... Ya andan allá los leñadores... Pero sin mí, no se desenvuelven...
Encogióse de hombros el señorito, calculando que acaso Primitivo se proponía ocultar en el soto
la vergüenza de su derrota. No obstante, como creía conocerle, hacíasele duro que abandonase la
partida sin desquite. Estuvo a punto de exclamar: «Acompáñame.» Presintió resistencias, y pensó
para su sayo: «¡Qué demonio! Más vale dejarle. Aunque se empeñe, no me ha de cortar el paso...
Y si cree que puede conmigo...»
Fijó sin embargo una mirada escrutadora en las escuetas facciones del cazador, donde creía
advertir, muy encubierta y disimulada, cierta contracción diabólica.
-¿Qué estará rumiando este zorro? - cavilaba el señorito -. Sin alguna no escapamos. ¡No, pues
como se desmande! Me coge hoy en punto de caramelo.
Subió don Pedro a su habitación y volvió con la escopeta al hombro. Julián le miraba
sorprendido de que tomase el arma yendo de viaje. De pronto el capellán recordó algo también y
se dirigió a la cocina.
-¡Sabel! - gritó -. ¡Sabel! ¿Dónde está el niño, mujer? Le quería dar un beso.
Sabel salió y volvió con el chiquillo agarrado a sus sayas. Le había encontrado escondido en el
pesebre de las vacas, su rincón favorito, y el diablillo traía los rizos entretejidos con hierba y
flores silvestres. Estaba precioso. Hasta la venda de la descalabradura le asemejaba al Amor.
Julián le levantó en peso, besándole en ambos carrillos.
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- Sabel, mujer, lávelo de vez en cuando siquiera... Por las mañanas...
- Vámonos, vámonos... - apremió el marqués desde la puerta, como si recelase entrar junto a la
mujer y el niño -. Hace falta el tiempo... Se nos va a marchar el coche.
Si Sabel deseaba retener a aquel fugitivo Eneas, no dio de ello la más leve señal, pues se volvió
con gran sosiego a sus potes y trébedes. Don Pedro, a pesar de la urgencia alegada para apurar a
Julián, aguardó dos minutos en la puerta, quizás con la ilusión recóndita de ser detenido por la
muchacha; pero al fin, encogiéndose de hombros, salió delante, y echó a andar por la senda
abierta entre viñas que conducía al crucero. Era el paraje descubierto, aunque el terreno
quebrado, y el señorito podía otear fácilmente a derecha e izquierda todo cuanto sucediese: ni
una liebre brincaría por allí sin que sus ojos linces de cazador la avizorasen. Aunque departiendo
con Julián acerca de la sorpresa que se le preparaba a la familia de la Lage, y de si amenazaba
llover porque el cielo se había encapotado, no descuidaba el marqués observar algo que debía
interesarle muchísimo. Un instante se paró, creyendo divisar la cabeza de un hombre allá lejos,
detrás de los paredones que cerraban la viña. Pero a tal distancia no consiguió cerciorarse. Vigiló
más atento.
Acercábanse al soto de Rendas, situado antes del crucero; desde allí el arbolado se espesaba, y se
dificultaba la precaución. Orillaron el soto, llegaron al pie del santo símbolo y se internaron en el
camino más agrio y estrecho, sin ver nada que justificase temores. En la espesura oyeron el golpe
reiterado del hacha y el ¡ham! de los leñadores, que rareaban los castaños. Más adelante, silencio
total. El cielo se cubría de nubes cirrosas, y la claridad del sol apenas se abría paso, filtrándose
velada y cárdena, presagiando tempestad. Julián recordó un detalle melancólico, la cruz a la cual
iban a llegar en breve, que señalaba el teatro de un crimen, y preguntó:
-¿Señorito?
-¿Eh? - murmuró el marqués, hablando con los dientes apretados.
- Aquí cerca mataron un hombre, ¿verdad? Donde está la cruz de madera. ¿Por qué fue, señorito?
¿Alguna venganza?
- Una pendencia entre borrachos, al volver de la feria - respondió secamente don Pedro, que se
hacía todo ojos para inspeccionar los matorrales.
La cruz negreaba ya sobre ellos, y Julián se puso a rezar el Padre nuestro acostumbrado, muy
bajito. Iba delante, y el señorito le pisaba casi los talones. Los mozos portadores del equipaje se
habían adelantado mucho, deseosos de llegar cuanto antes a Cebre y echar un traguete en la
taberna. Para oír el susurro que produjeron las hojas y la maleza al desviarse y abrir paso a un
cuerpo, necesitábanse realmente sentidos de cazador. El señorito lo percibió, aunque tenue,
clarísimo, y vio el cañón de la escopeta apuntado tan diestramente que de fijo no se perdería el
disparo: el cañón no amagaba a su pecho, sino a las espaldas de Julián. La sorpresa estuvo a
punto de paralizar a don Pedro: fue un segundo, menos que un segundo tal vez, un espacio de
tiempo inapreciable, lo que tardó en reponerse, y en echarse a la cara su arma, apuntando a su
vez al enemigo emboscado. Si el tiro de éste salía, la bala se cruzaría casi con otra bala justiciera.
La situación duró pocos instantes: estaban frente a frente dos adversarios dignos de medir sus
fuerzas. El más inteligente cedió, encontrándose descubierto. Oyó el marqués el roce del follaje
al bajarse el cañón que amenazaba a Julián, y Primitivo salió del soto, blandiendo su vieja
escopeta certera, remendada con cordeles. Julián precipitó el Gloria Patri para decirle en tono
cortés:
- Hola... ¿Se viene usted con nosotros por fin hasta Cebre?
- Sí, señor - contestó Primitivo, cuyo semblante recordaba más que nunca el de una estatua de
fundición -. Dejo dispuesto en Rendas, y voy a ver si de aquí a Cebre sale algo que tumbar...
- Dame esa escopeta, Primitivo - ordenó don Pedro -. Estoy oyendo cantar la codorniz ahí, que
no parece sino que me hace burla. Se me ha olvidado cargar mi carabina.
Diciendo y haciendo, cogió la escopeta, apuntó a cualquier parte, y disparó. Volaron hojas y
pedazos de rama de un roble próximo, aunque ninguna codorniz cayó herida.
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-¡Marró! - exclamó el señorito fingiendo gran contrariedad, mientras para sí discurría: «No era
bala, eran postas... Le quería meter grajea de plomo en el cuerpo... ¡Claro, con bala era más
escandaloso, más alarmante para la justicia. Es zorro fino!»
Y en voz alta:
- No vuelvas a cargar; hoy no se caza, que se nos viene la lluvia encima y tenemos que apretar el
paso. Marcha delante, enséñanos el atajo hasta Cebre.
-¿No lo sabe el señorito?
- Sí tal, pero a veces me distraigo.
- IX Como ya dos veces había repicado la campanilla y los criados no llevaban trazas de abrir, las
señoritas de la Lage, suponiendo que a horas tan tempranas no vendría nadie de cumplido,
bajaron en persona y en grupo a abrir la puerta, sin peinar, con bata y chinelas, hechas unas
fachas. Así es que se quedaron voladas al encontrarse con un arrogante mozo, que les decía
campechanamente:
-¿A que nadie me conoce aquí?
Sintieron impulsos de echar a correr; pero la tercera, la menos linda de todas, frisando al parecer
en los veinte años, murmuró:
- De fijo que es el primo Perucho Moscoso.
-¡Bravo! - exclamó don Pedro -. ¡Aquí está la más lista de la familia!
Y adelantándose con los brazos abiertos fue para abrazarla; pero ella, hurtando el cuerpo, le
tendió una manecita fresca, recién lavada con agua y colonia. En seguida se entró por la casa
gritando:
-¡Papá!, ¡papá! ¡Está aquí el primo Perucho!
El piso retembló bajo unos pasos elefantinos... Apareció el señor de la Lage, llenando con su
volumen la antesala, y don Pedro abrazó a su tío, que le llevó casi en volandas al salón. Julián,
que por no malograr la sorpresa de la aparición del primo se había quedado oculto detrás de la
puerta, salía riendo del escondite, muy embromado por las señoritas, que afirmaban que estaba
gordísimo, y se escurría por el corredor, en busca de su madre.
Viéndoles juntos, se observaba extraordinario parecido entre el señor de la Lage y su sobrino
carnal: la misma estatura prócer, las mismas proporciones amplias, la misma abundancia de
hueso y fibra, la misma barba fuerte y copiosa; pero lo que en el sobrino era armonía de
complexión titánica, fortalecida por el aire libre y los ejercicios corporales, en el tío era
exuberancia y plétora; condenado a una vida sedentaria, se advertía que le sobraba sangre y
carne, de la cual no sabía qué hacer; sin ser lo que se llama obeso, su humanidad se desbordaba
por todos lados; cada pie suyo parecía una lancha, cada mano un mazo de carpintero. Se ahogaba
con los trajes de paseo; no cabía en las habitaciones reducidas; resoplaba en las butacas del
teatro, y en misa repartía codazos para disponer de más sitio. Magnífico ejemplar de una raza
apta para la vida guerrera y montés de las épocas feudales, se consumía miserablemente en el vil
ocio de los pueblos, donde el que nada produce, nada enseña, ni nada aprende, de nada sirve y
nada hace. ¡Oh dolor! Aquel castizo Pardo de la Lage, naciendo en el siglo XV, hubiera dado en
qué entender a los arqueólogos e historiadores del XIX.
Mostró admirarse de la buena presencia del sobrino y le habló llanotamente, para inspirarle
confianza.
-¡Muchacho, muchacho! ¿A dónde vas con tanto doblar? Cuidado que estás más hombre que
yo... Siempre te imitaste más a Gabriel y a mí que a tu madre que santa gloria haya... Lo que es
con tu padre, ni esto... No saliste Moscoso, ni Cabreira, chico; saliste Pardo por los cuatro
costados. Ya habrás visto a tus primas, ¿eh? Chiquillas, ¿qué le decís al primo?
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-¿Qué me dicen? Me han recibido como a la persona de más cumplimiento... A ésta le quise dar
un abrazo, y ella me alargó la mano muy fina.
-¡Qué borregas! ¡Marías Remilgos! A ver cómo abrazáis todas al primo, inmediatamente.
La primera que se adelantó a cumplir la orden fue la mayor. Al estrecharla, don Pedro no pudo
dejar de notar las bizarras proporciones del bello bulto humano que oprimía. ¡Una real moza, la
primita mayor!
-¿Tú eres Rita, si no me equivoco? - preguntó risueño -. Tengo muy mala memoria para nombres
y puede que os confunda.
- Rita, para servirte... - respondió con igual amabilidad la prima -. Y ésta es Manolita, y ésta es
Carmen, y aquélla es Nucha...
- Sttt... Poquito a poco... Me lo iréis repitiendo conforme os abrace.
Dos primas vinieron a pagar el tributo, diciendo festivamente:
- Yo soy Manolita, para servir a usted.
- Yo, Carmen, para lo que usted guste mandar.
Allá entre los pliegues de una cortina de damasco se escondía la tercera, como si quisiese
esquivar la ceremonia afectuosa; pero no le valió la treta, antes su retraimiento incitó al primo a
exclamar:
-¿Doña Hucha, o como te llames?... Cuidadito conmigo..., se me debe un abrazo...
- Me llamo Marcelina, hombre... Pero éstas me llaman siempre Marcelinucha o Nucha...
Costábale trabajo resolverse, y permanecía refugiada en el rojo dosel de la cortina, cruzando las
manos sobre el peinador de percal blanco, que rayaban con doble y largo trazo, como de tinta,
sus sueltas trenzas. El padre la empujó bruscamente, y la chica vino a caer contra el primo, toda
ruborizada, recibiendo un apretón en regla, amén de un frote de barbas que la obligó a ocultar el
rostro en la pechera del marqués.
Hechas así las amistades, entablaron el señor de la Lage y su sobrino la imprescindible
conversación referente al viaje, sus causas, incidentes y peripecias. No explicaba muy
satisfactoriamente el sobrino su impensada venida: pch... ganas de espilirse... Cansa estar
siempre solo... Gusta la variación... No insistió el tío, pensando para su chaleco: «Ya Julián me
lo contará todo.»
Y se frotaba las manos colosales, sonriendo a una idea que, si acariciaba tiempo hacía allá en su
interior, jamás se le había presentado tan clara y halagüeña como entonces. ¡Qué mejor esposo
podían desear sus hijas que el primo Ulloa! Entre los numerosos ejemplares del tipo del padre
que desea colocar a sus niñas, ninguno más vehemente que don Manuel Pardo, en cuanto a la
voluntad, pero ninguno más reservado en el modo y forma. Porque aquel hidalgo de cepa vieja
sentía a la vez gana ardentísima de casar a las chiquillas y un orgullo de raza tan exaltado, bajo
engañosas apariencias de llaneza, que no sólo le vedaba descender a ningún ardid de los usuales
en padres casamenteros, sino que le imponía suma rigidez y escrúpulo en la elección de sus
relaciones y en la manera de educar a sus hijas, a quienes traía como encastilladas y aisladas, no
llevándolas sino de pascuas a ramos a diversiones públicas. Las señoritas de la Lage, discurría
don Manuel, deben casarse, y sería contrario al orden providencial que no apareciese tronco en
que injertar dignamente los retoños de tan noble estirpe; pero antes se queden para vestir
imágenes que unirse con cualquiera, con el teniente que está de guarnición, con el comerciante
que medra midiendo paño, con el médico que toma el pulso; eso sería, ¡vive Dios!, profanación
indigna; las señoritas de la Lage sólo pueden dar su mano a quien se les iguale en calidad. Así
pues, don Manuel, que se desdeñaría de tender redes a un ricachón plebeyo, se propuso
inmediatamente hacer cuanto estuviese en su mano para que su sobrino pasase a yerno, como el
Sandoval de la zarzuela.
¿Conformaban las primitas con las opiniones de su padre? Lo cierto es que, apenas el primo se
sentó a platicar con don Manuel, cada niña se escurrió bonitamente, ya a arreglar su tocado, ya a
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prevenir alojamiento al forastero y platos selectos para la mesa. Se convino en que el primo se
quedaba hospedado allí, y se envió por la maleta a la posada.
Fue la comida alegre en extremo. Rápidamente se había establecido entre don Pedro y las
señoritas de la Lage el género de familiaridad inherente al parentesco en grado prohibido pero
dispensable: familiaridad que se diferencia de la fraternal en que la sazona y condimenta un
picante polvito de hostilidad, germen de graciosas y galantes escaramuzas. Cruzábase en la mesa
vivo tiroteo de bromas, piropos, que entre los dos sexos suele preludiar a más serios combates.
- Primo, me extraña mucho que estando a mi lado no me sirvas el agua.
- Los aldeanos no entendemos de política: ve enseñándome un poco, que por tener maestras así...
- Glotón, ¿quién te da permiso para repetir?
- El plato está tan rico, que supongo que es obra tuya.
-¡Vaya unas ilusiones! Ha sido la cocinera. Yo no guiso para ti. Te fastidiaste.
- Prima, esta yemecita. Por mí.
- No me robes del plato, goloso. Que no te lo doy, ea. ¿No tienes ahí la fuente?
-¿A que te lo atrapo? Cuando más descuidada estés...
-¿A que no?
Y la prima se levantaba y echaba a correr con su plato en las manos, para evitar el hurto de un
merengue o de media manzana, y el juego se celebraba con estrepitosas carcajadas, como si
fuese el paso más gracioso del mundo. Las mantenedoras de este torneo eran Rita y Manolita, las
dos mayores; en cuanto a Nucha y Carmen, se encerraban en los términos de una cordialidad
mesurada, presenciando y riendo las bromas, pero sin tomar parte activa en ellas, con la
diferencia de que en el rostro de Carmen, la más joven, se notaba una melancolía perenne, una
preocupación dominante, y en el de Nucha se advertía tan sólo gravedad natural, no exenta de
placidez.
Hállabase don Pedro en sus glorias. Al resolverse a emprender el viaje, receló que las primas
fuesen algunas señoritas muy cumplimenteras y espetadas, cosa que a él le pondría en un brete,
por serle extrañas las fórmulas del trato ceremonioso con damas de calidad, clase de perdices
blancas que nunca había cazado; mas aquel recibimiento franco le devolvió al punto su aplomo.
Animado, y con la cálida sangre despierta, consideraba a las primitas una por una, calculando a
cuál arrojaría el pañuelo. La menor no hay duda que era muy linda, blanca con cabos negros, alta
y esbelta, pero la mal disimulada pasión de ánimo, las cárdenas ojeras, amenguaban su atractivo
para don Pedro, que no estaba por romanticismos. En cuanto a la tercera, Nucha, asemejábase
bastante a la menor, sólo que en feo: sus ojos, de magnífico tamaño, negros también como
moras, padecían leve estrabismo convergente, lo cual daba a su mirar una vaguedad y pudor
especiales; no era alta, ni sus facciones se pasaban de correctas, a excepción de la boca, que era
una miniatura. En suma, pocos encantos físicos, al menos para los que se pagan de la cantidad y
morbidez en esta nuestra envoltura de barro. Manolita ofrecía otro tipo distinto, admirándose en
ella lozanas carnes y suma gracia, unida a un defecto que para muchos es aumento singular de
perfección en la mujer, y a otros, verbigracia a don Pedro, les inspira repulsión: un carácter
masculino mezclado a los hechizos femeniles, un bozo que iba pasando a bigote, una
prolongación del nacimiento del pelo sobre la oreja que, descendiendo a lo largo de la
mandíbula, quería ser, más que suave patilla, atrevida barba. A la que no se podían poner tachas
era a Rita, la hermana mayor. Lo que más cautivaba a su primo, en Rita, no era tanto la belleza
del rostro como la cumplida proporción del tronco y miembros, la amplitud y redondez de la
cadera, el desarrollo del seno, todo cuanto en las valientes y armónicas curvas de su briosa
persona prometía la madre fecunda y la nodriza inexhausta. ¡Soberbio vaso en verdad para
encerrar un Moscoso legítimo, magnífico patrón donde injertar el heredero, el continuador del
nombre! El marqués presentía en tan arrogante hembra, no el placer de los sentidos, sino la
numerosa y masculina prole que debía rendir; bien como el agricultor que ante un terreno fértil
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no se prenda de las florecillas que lo esmaltan, pero calcula aproximadamente la cosecha que
podrá rendir al terminarse el estío.
Pasaron al salón después de la comida, para la cual las muchachas se habían emperejilado.
Enseñaron a don Pedro infinidad de quisicosas: estereóscopos, álbumes de fotografías, que eran
entonces objetos muy elegantes y nada comunes. Rita y Manolita obligaban al primo a fijarse en
los retratos que las representaban apoyadas en una silla o en una columna, actitud clásica que por
aquel tiempo imponían los fotógrafos; y Nucha, abriendo un álbum chiquito, se lo puso delante a
don Pedro, preguntándole afanosamente:
-¿Le conoces?
Era un muchacho como de diecisiete años, rapado, con uniforme de alumno de la Academia de
artillería, parecidísimo a Nucha y a Carmen cuanto puede parecerse un pelón a dos señoritas con
buenas trenzas de pelo.
- Es mi niño - afirmó Nucha muy grave.
-¿Tu niño?
Riéronse las otras hermanas a carcajadas, y don Pedro exclamó cayendo en la cuenta:
-¡Bah!, ya sé. Es vuestro hermano, mi señor primo, el mayorazgo de la Lage, Gabrieliño.
- Pues claro: ¿quién había de ser? Pero esa Nucha le quiere tanto, que siempre le llama su niño.
Nucha, corroborando el aserto, se inclinó y besó el retrato, con tan apasionada ternura, que allá
en Segovia el pobre alumno, víctima quizá de los rigores de la cruel novatada, debió sentir en la
mejilla y el corazón una cosa dulce y caliente.
Cuando Carmen, la tristona, vio a sus hermanas entretenidas, se escabulló del salón, donde ya no
apareció más. Agotado todo lo que en el salón había que enseñar al primo, le mostraron la casa
desde el desván hasta la leñera: un caserón antiguo, espacioso y destartalado, como aún quedan
muchos en la monumental Compostela, digno hermano urbano de los rurales Pazos de Ulloa. En
su fachada severa desafinaba una galería de nuevo cuño, ideada por don Manuel Pardo de la
Lage, que tenía el costoso vicio de hacer obras. Semejante solecismo arquitectónico era el
quitapesares de las señoritas de Pardo; allí se las encontraba siempre, posadas como pájaros en
rama favorita, allí hacían labor, allí tenían un breve jardín, contenido en macetas y cajones, allí
colgaban jaulas de canarios y jilgueros; tal vez no parasen en esto los buenos oficios de la galería
dichosa. Lo cierto es que en ella encontraron a Carmen, asomada y mirando a la calle, tan
absorta que no sintió llegar a sus hermanas. Nucha le tiró del vestido; la muchacha se volvió,
pudiendo notarse que tenía unas vislumbres de rosa en las mejillas, descoloridas de ordinario.
Hablóle Nucha vivamente al oído, y Carmen se apartó del encristalado antepecho, siempre muda
y preocupada. Rita no cesaba de explicar al primo mil particularidades.
- Desde aquí se ven las mejores calles... Ése es el Preguntoiro; por ahí pasa mucha gente...
Aquella torre es la de la Catedral... ¿Y tú no has ido a la Catedral todavía? ¿Pero de veras no le
has rezado un Credo al Santo Apóstol, judío? - exclamaba la chica vertiendo provocativa luz de
sus pupilas radiantes -. Vaya, vaya... Tengo yo que llevarte allí, para que conozcas al Santo y lo
abraces muy apretadito... ¿Tampoco has visto aún el Casino?, ¿la Alameda?, ¿la Universidad?
¡Señor! ¡Si no has visto nada!
- No, hija... Ya sabes que soy un pobre aldeano... y he llegado ayer al anochecer. No hice más
que acostarme.
-¿Por qué no te viniste acá en derechura, descastado?
-¿A alborotaros la casa de noche? Aunque salgo de entre tojos, no soy tan mal criado como todo
eso.
- Vamos, pues hoy tienes que ver alguna notabilidad... Y no faltar al paseo... Hay chicas muy
guapas.
- De eso ya me he enterado, sin molestarme en ir a la Alameda - contestó el primo echando a
Rita una miradaza que ella resistió con intrepidez notoria, y pagó sin esquivez alguna.
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-XY en efecto, le fueron enseñadas al marqués de Ulloa multitud de cosas que no le importaban
mayormente. Nada le agradó, y experimentó mil decepciones, como suele acontecer a las gentes
habituadas a vivir en el campo, que se forman del pueblo una idea exagerada. Pareciéronle, y con
razón, estrechas, torcidas y mal empedradas las calles, fangoso el piso, húmedas las paredes,
viejos y ennegrecidos los edificios, pequeño el circuito de la ciudad, postrado su comercio y
solitarios casi siempre sus sitios públicos; y en cuanto a lo que en un pueblo antiguo puede
enamorar a un espíritu culto, los grandes recuerdos, la eterna vida del arte conservada en
monumentos y ruinas, de eso entendía don Pedro lo mismo que de griego o latín. ¡Piedras
mohosas! Ya le bastaban las de los Pazos. Nótese cómo un hidalgo campesino de muy rancio
criterio se hallaba al nivel de los demócratas más vandálicos y demoledores. A pesar de conocer
a Orense y haber estado en Santiago cuando niño, discurría y fantaseaba a su modo lo que debe
ser una ciudad moderna: calles anchas, mucha regularidad en las construcciones, todo nuevo y
flamante, gran policía, ¿qué menos puede ofrecer la civilización a sus esclavos? Es cierto que
Santiago poseía dos o tres edificios espaciosos, la Catedral, el Consistorio, San Martín... Pero en
ellos existían cosas muy sin razón ponderadas, en concepto del marqués: por ejemplo, la Gloria
de la Catedral. ¡Vaya unos santos más mal hechos y unas santas más flacuchas y sin forma
humana!, ¡unas columnas más toscamente esculpidas! Sería de ver a alguno de estos sabios que
escudriñan el sentido de un monumento religioso, consagrándose a la tarea de demostrar a don
Pedro que el pórtico de la Gloria encierra alta poesía y profundo simbolismo. ¡Simbolismo!
¡Jerigonzas! El pórtico estaba muy mal labrado, y las figuras parecían pasadas por tamiz. Por
fuerza las artes andaban atrasadísimas en aquellos tiempos de maricastaña. Total, que de los
monumentos de Santiago se atenía el marqués a uno de fábrica muy reciente: su prima Rita.
La proximidad de la fiesta del Corpus animaba un tanto la soñolienta ciudad universitaria, y
todas las tardes había lucido paseo bajo los árboles de la Alameda. Carmen y Nucha solían ir
delante, y las seguían Rita y Manolita, acompañadas por su primo; el padre cubría la retaguardia
conversando con algún señor mayor, de los muchos que existen en el pueblo compostelano,
donde por ley de afinidad parece abundar más que en otras partes la gente provecta. A menudo
se arrimaba a Manolita un señorito muy planchado y tieso, con cierto empaque ridículo y
exageradas pretensiones de elegancia: llamábase don Víctor de la Formoseda y estudiaba
derecho en la Universidad; don Manuel Pardo le veía gustoso acercarse a sus hijas, por ser el
señorito de la Formoseda de muy limpio solar montañés, y no despreciable caudal. No era éste el
único mosquito que zumbaba en torno de las señoritas de la Lage. A las primeras de cambio notó
don Pedro que así por los tortuosos y lóbregos soportales de la Rúa del Villar, como por las
frondosidades de la Alameda y la Herradura, les seguía y escoltaba un hombre joven, melenudo,
enfundado en un gabán gris, de corte raro y antiguo. Aquel hombre parecía la sombra de las
muchachas: no era posible volver la cabeza sin encontrársele: y don Pedro reparó también que al
surgir detrás de un pilar o por entre los árboles el rondador perpetuo, la cara triste y ojerosa de
Carmen se animaba, y brillaban sus abatidos ojos. En cambio don Manuel y Nucha daban señales
de inquietud y desagrado.
Ya sobre la pista, don Pedro siguió acechando, a fuer de cazador experto. Nucha no debía tener
ningún adorador entre la multitud de estudiantes y vagos que acudían al paseo, o si lo tenía, no le
hacía caso, pues caminaba seria e indiferente. En público, Nucha parecía revestirse de gravedad
ajena a sus años. Respecto a Manolita, no perdía ripio coqueteando con el señorito de la
Formoseda. Rita, siempre animada y provocadora, lo era mucho con su primo, y no poco con los
demás, pues don Pedro advirtió que a las miradas y requiebros de sus admiradores correspondía
con ojeadas vivas y flecheras. Lo cual no dejó de dar en qué pensar al marqués de Ulloa, el cual,
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tal vez por contarse en el número de los hombres fácilmente atraídos por las mujeres vivarachas,
tenía de ellas opinión detestable y para sus adentros la expresaba en términos muy crudos.
Dormían en habitaciones contiguas Julián y el marqués, pues Julián, desde su ordenación, había
ascendido de categoría en la casa, y mientras la madre continuaba desempeñando las funciones
de ama de llaves y dueña, el hijo comía con los señores, ocupaba un cuarto de importancia, y era
tratado en suma, si no de igual a igual, pues siempre quedaban matices de protección, al menos
con gran amabilidad y deferencia. De noche, antes de recogerse, el marqués se le entraba en el
dormitorio a fumar un cigarro y charlar. La conversación ofrecía pocos lances, pues siempre
versaba sobre el mismo proyecto. Decía don Pedro que le admiraban dos cosas: haberse resuelto
a salir de los Pazos, y hallarse tan decidido a tomar estado, idea que antes le parecía irrealizable.
Era don Pedro de los que juzgan muy importantes y dignas de comentarse sus propias acciones y
mutaciones - achaque propio de egoístas - y han menester tener siempre cerca de sí algún inferior
o subordinado a quien referirlas, para que les atribuya también valor extraordinario.
Agradaba la plática a Julián. Aquellas proyectadas bodas entre primo y prima le parecían tan
naturales como juntarse la vid al olmo. Las familias no podían ser mejores ni más para en una;
las clases iguales; las edades no muy desproporcionadas, y el resultado dichosísimo, porque así
redimía el marqués su alma de las garras del demonio, personificado en impúdicas barraganas.
Solamente no le contentaba que don Pedro se hubiese ido a fijar en la señorita Rita: mas no se
atrevía ni a indicarlo, no fuese a malograrse la cristiana resolución del marqués.
- Rita es una gran moza... - decía éste explayándose -. Parece sana como una manzana, y los
hijos que tenga heredarán su buena constitución. Serán más fuertes aún que Perucho, el de Sabel.
¡Inoportuna reminiscencia! Julián se apresuraba a replicar, sin meterse en honduras fisiológicas:
- La casta de los señores de Pardo es muy saludable, gracias a Dios...
Una noche cambiaron de sesgo las confidencias, entrando en terreno sumamente embarazoso
para Julián, siempre temeroso de que cualquier desliz de su lengua desbaratase los proyectos del
señorito, y le echase a él sobre la conciencia responsabilidad gravísima.
-¿Sabe usted - insinuó don Pedro - que mi prima Rita se me figura algo casquivana? Por el paseo
va siempre entretenida en si la miran o no la miran, si le dicen o no le dicen... juraría que toma
varas.
-¿Que toma varas? - repitió el capellán, quedándose en ayunas del sentido de la frase grosera.
- Sí, hombre..., que se deja querer, vamos... Y para casarse, no es cosa de broma que la mujer las
gaste con el primero que llega.
-¿Quién lo duda, señorito? La prenda más esencial en la mujer es la honestidad y el recato. Pero
no hay que fiarse de apariencias. La señorita Rita tiene el genio así, franco y alegre...
Creíase Julián salvado con estas evasivas, cuando, a las pocas noches, don Pedro le apretó para
que cantase:
- Don Julián, aquí no valen misterios... Si he de casarme, quiero al menos saber con quién y
cómo... Apenas se reirían si porque vengo de los Pazos me diesen de buenas a primeras gato por
liebre. Con razón se diría que salí de un soto para meterme en otro. No sirve contestar que usted
no sabe nada. Usted se ha criado en esta casa, y conoce a mis primas desde que nació. Rita... Rita
es mayor que usted, ¿no es verdad?
- Sí, señor - respondió Julián, no teniendo por cargo de conciencia revelar la edad -. La señorita
Rita cumplirá ahora veintisiete o veintiocho años... Después viene la señorita Manolita y la
señorita Marcelina, que son seguidas..., veintitrés y veintidós... porque en medio murieron dos
niños varones..., y luego la señorita Carmen, veinte... Cuando nació el señorito Gabriel, que
andará en los diecisiete o poco más, ya no se pensaba que la señora volviese a tener sucesión,
porque andaba delicada, y le probó tan mal el parto, que falleció a los pocos meses.
- Pues usted debe conocer perfectamente a Rita. Cante usted, ea.
- Señorito, a la verdad... Yo me crié en esta casa, es cierto; pero sin manualizarme con los
señores, porque mi clase era otra muy distinta... Y mi madre, que era muy piadosa, no me
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permitió jamás juntarme con las señoritas para jugar ni nada... por razones de decoro... ¡Ya usted
me comprende! Con el señorito Gabriel sí que tuve algún trato; lo que es con las señoritas...
buenos días y buenas noches, cuando las encontraba en los pasillos. Luego ya fui al Seminario...
-¡Bah, bah! ¿Tiene usted gana de cuentos...? Harto estará usted de saber cosas de las chicas.
Basta su madre de usted para enterarle. ¿Acerté? Se ha puesto usted colorado... ¡Ajá! ¡Por ahí
vamos bien! ¡A ver con qué cara me niega que su madre le ha informado de algunas cosillas...!
Julián se tornó purpúreo. ¡Que si le habían contado! ¡Pues no habían de contarle! Desde su
llegada, la venerable dueña que regía el llavero en casa de la Lage no había cogido a solas a su
hijo un minuto sin ceder a la comezón de tocar ciertos asuntos, que únicamente con varones
graves y religiosos pueden conferirse... Misía Rosario no lo iba a charlar con otras comadres
envidiosas, eso no; por algo comía el pan de don Manuel Pardo; pero con la gente grave y de
buen consejo, v. g., su confesor don Vicente el canónigo, y Julián, aquel pedazo de sus entrañas
elevado a la más alta dignidad que cabe en la tierra, ¿quién le vedaba el gustazo de juzgar a su
modo la conducta del amo y las señoritas, de alardear de discreción, censurando melosa y
compasivamente algunos de sus actos que ella «si fuese señora» no realizaría jamás, y de oír que
«personas de respeto» alababan mucho su cordura, y conformaban del todo con su dictamen?
Que si le habían contado a Julián, ¡Dios bendito! Pero una cosa era que se lo hubiesen contado, y
otra que él lo pudiese repetir. ¿Cómo revelar la manía de la señorita Carmen, empeñada en
casarse contra viento y marea de su padre, con un estudiantillo de medicina, un nadie, hijo de un
herrador de pueblo (¡oh baldón para la preclara estirpe de los Pardos!), un loco de atar que la
comprometía siguiéndola por todas partes a modo de perrito faldero, y de quien además se
aseguraba que era un materialista, metido en sociedades secretas? ¿Cómo divulgar que la
señorita Manolita hacía novenas a San Antonio para que don Víctor de la Formoseda se
determinase a pedirla, llegando al extremo de escribir a don Víctor cartas anónimas
indisponiéndole con otras señoritas cuya casa frecuentaba? Y sobre todo, ¿cómo indicar ni lo
más somero y mínimo de aquello de la señorita Rita, que maliciosamente interpretado tanto
podía dañar a su honra? Antes le arrancasen la lengua.
- Señorito... - balbució -. Yo creo que las señoritas son muy buenas e incapaces de faltar en nada;
pero si lo contrario supiese, me guardaría bien de propalarlo, toda vez que yo..., que mi
agradecimiento a esta familia me pondría..., vamos... como si dijéramos... una mordaza...
Detúvose, comprendiendo que se empantanaba más.
- No traduzca mis palabras, señorito... Por Dios, no saque usted consecuencias de mi poca
habilidad para explicarme.
-¿Según eso - preguntó el marqués mirando de hito en hito al capellán -, usted juzga que no hay
absolutamente nada censurable? Clarito. ¿Las considera usted a todas unas señoritas
intachables... perfectísimas... que me convienen para casarme? ¿Eh?
Meditó Julián antes de responder.
- Si usted se empeña en que le descubra cuánto uno tiene en el corazón... francamente, aunque
las señoritas son cada una de por sí muy simpáticas, yo, puesto a escoger, no lo niego..., me
quedaría con la señorita Marcelina.
-¡Hombre! Es algo bizca... y flaca... Sólo tiene buen pelo y buen genio.
- Señorito, es una alhaja.
- Será como las demás.
- Es como ella sola. Cuando el señorito Gabriel quedó sin mamá de pequeñito, lo cuidó con una
formalidad que tenía la gracia del mundo, porque ella no era mucho mayor que él. Una madre no
hiciera más. De día, de noche, siempre con el chiquillo en brazos. Le llamaba su hijo: dicen que
era un sainete ver aquello. Parece que el peso del chiquillo la rindió y por eso quedó más
delicada de salud que las otras. Cuando el hermano marchó al colegio, estuvo malucha. Por eso
la ve usted descolorida. Es un ángel, señorito. Todo se le vuelve aconsejar bien a las hermanas...
- Señal de que lo necesitan - arguyó don Pedro maliciosamente.
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-¡Jesús! No puede uno deslizarse... Bien sabe usted que sobre lo bueno está lo mejor, y la
señorita Marcelina raya en perfecta. La perfección es dada a pocos. Señorito, la señorita
Marcelina, ahí donde usted la ve, se confiesa y comulga tan a menudo, y es tan religiosa, que
edifica a la gente.
Quedóse don Pedro reflexionando algún rato, y aseguró después que le agradaba mucho, mucho,
la religiosidad en las mujeres; que la conceptuaba indispensable para que fuesen «buenas».
- Con que beatita, ¿eh? - añadió -. Ya tengo por dónde hacerla rabiar.
Y tal fue en efecto el resultado inmediato de aquella conferencia donde, con mejor deseo que
diplomacia, había intentado Julián presentar la candidatura de Nucha. Desde entonces el primo
gastó con ella bastantes bromas, algunas más pesadas que divertidas. Con placer del niño
voluntarioso cuyos dedos entreabren un capullo, gozaba en poner colorada a Nucha, en arañarle
la epidermis del alma por medio de chanzas subidas e indiscretas familiaridades que ella
rechazaba enérgicamente. Semejante juego mortificaba al capellán tanto como a la chica; las
sobremesas eran para él largo suplicio, pues a las anécdotas y cuentos de don Manuel, que
versaban siempre sobre materias nada pulcras ni bien olientes (costumbre inveterada en el señor
de la Lage), se unían las continuas inconveniencias del primo con la prima. El pobre Julián, con
los ojos fijos en el plato, el rubio entrecejo un tanto fruncido, pasaba las de Caín. Imaginábase él
que ajar, siquiera fuese en broma, la flor de la modestia virginal era abominable sacrilegio. Por lo
que su madre le había contado y por lo que en Nucha veía, la señorita le inspiraba religioso
respeto, semejante al que infunde el camarín que contiene una veneranda imagen. Jamás se
atrevía a llamarla por el diminutivo, pareciéndole Nucha nombre de perro más bien que de
persona; y cuando don Pedro se resbalaba a chanzonetas escabrosas, el capellán, juzgando que
consolaba a la señorita Marcelina, tomaba asiento a su lado y le hablaba de cosas santas y
apacibles, de alguna novena o función de iglesia, a las cuales Nucha asistía con asiduidad.
No lograba el marqués vencer la irritante atracción que le llevaba hacia Rita; y con todo, al
crecer el imperio que ejercía en sus sentidos la prima mayor, se fortalecía también la especie de
desconfianza instintiva que infunden al campesino las hembras ciudadanas, cuyo refinamiento y
coquetería suele confundir con la depravación. Vamos, no lo podía remediar el marqués; según
frase suya, Rita le escamaba terriblemente. ¡Es que a veces ostentaba una desenvoltura! ¡Se
mostraba con él tan incitadora; tendía la red con tan poco disimulo; se esponjaba de tal suerte
ante los homenajes masculinos!
El aldeano que llega al pueblo ha oído contar mil lances, mil jugarretas hechas a los bobos que
allí entran desprevenidos como incautos peces. Lleno de recelo, mira hacia todas partes, teme
que le roben en las tiendas, no se fía de nadie, no acierta a conciliar el sueño en la posada, no sea
que mientras duerme le birlen el bolso. Guardada la distancia que separaba de un labriego al
señor de Ulloa, éste era su estado moral en Santiago. No hería su amor propio ser dominado por
Primitivo y vendido groseramente por Sabel en su madriguera de los Pazos, pero sí que le torease
en Compostela su artificiosa primilla. Además, no es lo mismo distraerse con una muchacha
cualquiera que tomar esposa. La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a
perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo... Y don Pedro figuraba entre los
que no juzgan limpia ya a la que tuvo amorosos tratos, aún en la más honesta y lícita forma, con
otro que con su marido. Aún las ojeadas en calles y paseos eran pecados gordos. Entendía don
Pedro el honor conyugal a la manera calderoniana, española neta, indulgentísima para el esposo
e implacable para la esposa. Y a él que no le dijesen: Rita no estaba sin algún enredillo... Acerca
de Carmen y Manolita no necesitaba discurrir, pues bien veía lo que pasaba. Pero Rita...
Ningún amigo íntimo tenía en Santiago don Pedro, aunque sí varios conocidos, ganados en el
paseo, en casa de su tío o en el Casino, donde solía ir mañana y noche, a fuer de buen español
ocioso. Allí se le embromaba mucho con su prima, comentándose también la desatinada pasión
de Carmen por el estudiante y su continuo atalayar en la galería, con el adorador apostado
enfrente. Siempre alerta, el señorito estudiaba el tono y acento con que nombraban a Rita. En dos
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o tres ocasiones le pareció notar unas puntas de ironía, y acaso no se equivocase; pues en las
ciudades pequeñas, donde ningún suceso se olvida ni borra, donde gira perpetuamente la
conversación sobre los mismos asuntos, donde se abulta lo nimio y lo grave adquiere
proporciones épicas, a menudo tiene una muchacha perdida la fama antes que la honra, y
ligerezas insignificantes, glosadas y censuradas años y años, llevan a su autora con palma al
sepulcro. Además, las señoritas de la Lage, por su alcurnia, por los humos aristocráticos de su
padre, y la especie de aureola con que pretendía rodearlas, por su belleza, eran blanco de
bastantes envidillas y murmuraciones: cuando no se las motejaba de orgullosas, se recurría a
tacharlas de coquetas.
Lucía el Casino entre su maltratado mueblaje un caduco sofá de gutapercha, gala del gabinete de
lectura: sofá que pudiera llamarse tribuna de los maldicientes, pues allí se reunían tres de las más
afiladas tijeras que han cortado sayos en el mundo, triunvirato digno de más detenido bosquejo y
en el cual descollaba un personaje eminentísimo, maestro en la ciencia del mal saber. Así como
los eruditos se precian de no ignorar la más mínima particularidad concerniente a remotas épocas
históricas, este sujeto se jactaba de poder decir, sin errar punto ni coma, lo que disfrutaban de
renta, lo que comían, lo que hablaban y hasta lo que pensaban las veinte o treinta familias de viso
que encerraba el recinto de Santiago. Hombre era para pronunciar con suma formalidad y gran
reposo:
- Ayer, en casa de la Lage, se han puesto en la mesa dos principios: croquetas y carne estofada.
La ensalada fue de coliflor, y a los postres se sirvió carne de membrillo de las monjas.
Comprobada la exactitud de tales pormenores, resultaban rigurosamente ciertos.
Tan bien informado individuo consiguió encender más recelos en el ánimo del suspicaz señor de
Ulloa, bastándole para ello unas cuantas palabritas, de ésas que tomadas al pie de la letra no
llevan malicia alguna, pero vistas al trasluz pueden significarlo todo... Encomiando el salero de
Rita, y la hermosura de Rita, y la buena conformación anatómica del cuerpo de Rita, añadió
como al descuido:
- Es una muchacha de primer orden... Y aquí difícilmente le saldría novio. Las chicas por el
estilo de Rita siempre encuentran su media naranja en un forastero.
- XI Hacía un mes que don Manuel Pardo se preguntaba a sí mismo: «¿Cuándo se determinará el
rapaz a pedirme a Rita?»
Que se la pediría, no lo dudó un momento. La situación del marqués en aquella casa era
tácitamente la del novio aceptado. Los amigos de la familia de la Lage se permitían alusiones
desembozadas a la próxima boda; los criados, en la cocina, calculaban ya a cuánto ascendería la
propineja nupcial. Al recogerse, sus hermanas daban matraca a Rita. A todas horas reían
fraternalmente con el primo y una ráfaga de alegría juvenil trocaba la vetusta casa en alborotada
pajarera.
Descabezaba una tarde la siesta el marqués, cuando llamaron a la puerta con grandes palmadas.
Abrió: era Rita, en chambra, con un pañuelo de seda atado a lo curro, luciendo su hermosa
garganta descubierta. Blandía en la diestra un plumero enorme, y parecía una guapísima criada
de servir, semejanza que lejos de repeler al marqués, le hizo hervir la sangre con mayor ímpetu.
Sofocada y risueña la muchacha echaba lumbres por ojos, boca y mejillas.
-¿Perucho? ¿Peruchón?
-¿Ritiña, Ritona? - contestó don Pedro devorándola con el mirar.
- Dicen las chicas que vengas... Estamos muy enfaenadas arreglando el desván, donde hay todos
los trastos del tiempo del abuelo. Parece que se encuentran allí cosas fenomenales.
- Y yo ¿para qué os sirvo? Supongo que no me mandaréis barrer.
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- Todo será que se nos antoje. Ven, holgazán, dormilón, marmota.
Conducía al desván empinadísima escalera, y no era el sitio muy oscuro, pues recibía luz de tres
grandes claraboyas, pero sí bastante bajo; don Pedro no podía estar allí de pie, y las chicas, al
menor descuido, se pegaban coscorrones en la cabeza contra la armazón del techo. Guardábanse
en el desván mil cachivaches arrumbados que habían servido en otro tiempo a la pompa, aparato
y esplendor de los Pardos de la Lage, y hoy tenían por compañeros al polvo y la polilla; por
esperanza, la visita de muchachas bulliciosas, que de vez en cuando lo exploraban, a fin de
desenterrar alguna presea de antaño, que reformaban según la moda actual. Con las antiguallas
que allí se pudrían, pudiera escribirse la historia de las costumbres y ocupaciones de la nobleza
gallega, desde un par de siglos acá. Restos de sillas de manos pintadas y doradas; farolillos con
que los pajes alumbraban a sus señoras al regresar de las tertulias, cuando no se conocía en
Santiago el alumbrado público; un uniforme de maestrante de Ronda; escofietas y ridículos,
bordados de abalorio; chupas recamadas de flores vistosas; medias caladas de seda, rancias ya;
faldas adornadas con caireles; espadines de acero tomados de orín; anuncios de funciones de
teatro impresos en seda, rezando que la dama de música había de cantar una chistosa tonadilla, y
el gracioso representar una divertida pitipieza; todo andaba por allí revuelto con otros
chirimbolos análogos, que trascendían a casacón desde mil leguas, y entre los cuales
distinguíanse, como prendas más simbólicas y elocuentes, los trebejos masónicos: medalla,
triángulo, mállete, escuadra y mandil, despojos de un abuelo afrancesado y grado 33.·., y una
lindísima chaqueta de grana, con las insignias de coronel bordadas en plata por bocamangas y
cuello, herencia de la abuela de don Manuel Pardo, que según costumbre de su época, autorizada
por el ejemplo de la reina María Luisa, usaba el uniforme de su marido para montar diestramente
a horcajadas.
-A buena parte me trajisteis - decía don Pedro, ahogado entre el polvo y contrariadísimo por no
poder moverse del asiento.
- Aquí te queremos - le replicaban Rita y Manolita, palmoteando triunfantes -,porque aunque te
empeñes, no hay medio de correr tras de nosotras, ni de hacernos barrabasadas. Llegó la nuestra.
Te vamos a vestir con espadín y chupa. Ya verás.
- Buena gana tengo de ponerme de máscara.
- Un minuto solamente. Para ver qué facha haces.
- Os digo que no me visto de mamarracho.
-¿Cómo que no? Se nos ha puesto a nosotras en el moño.
- Mirad que os pesará. La que se me acerque ha de arrepentirse.
-¿Y qué nos harás, fantasmón?
- Eso no se dice hasta que se vea.
La misteriosa amenaza pareció infundir temor en las primas, que se limitaron por entonces a
inofensivas travesuras, a algún plumerazo más o menos. Adelantaba la limpieza del desván:
Manolita, con sus brazos nervudos, manejaba los trastos; Rita los clasificaba; Nucha los sacudía
y doblaba esmeradamente; Carmen tomaba poca parte en el trajín, y menos aún en la jarana: dos
o tres veces se eclipsó, para asomarse a la galería sin duda. Las demás le soltaron indirectas.
-¿Qué tal está el día, Carmucha? ¿Llueve o hace sol?
-¿Pasa mucha gente por la calle? Contesta, mujer.
- Ésa siempre está pensando en las musarañas.
A medida que las prendas iban quedando limpias de polvo, las chicas se las probaban. A
Manolita le sentaba a maravilla el uniforme de coronel, por su tipo hombruno. Rita era un
encanto con la dulleta de seda verdegay de la abuela. Carmen sólo consintió en dejarse poner un
estrafalario adorno, un penacho triple, que allá cuando se estrenó se llamaba Las tres potencias.
Tocóle a Nucha la probatura de las mantillas de blonda. A todo esto la tarde caía, y en el
telarañoso recinto del desván se veía muy poco. La penumbra era favorable a los planes de las
muchachas; aprovechando la ocasión propicia, acercáronse disimuladamente las dos mayores a
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don Pedro, y mientras Rita le plantaba en la cabeza un sombrero de tres picos, Manolita le
echaba por los hombros una chupa color tórtola, con guirnaldas de flores azules y amarillas.
Fue de confusión el momento que siguió a esta diablura sosa. Don Pedro, medio a gatas porque
de otro modo no se lo consentía la poca altura del desván, perseguía a sus primas, resuelto a
tomar memorable venganza; y ellas, exhalando chillidos ratoniles, tropezando con los muebles y
cachivaches esparcidos aquí y acullá, procuraban buscar la puertecilla angosta, para evitar
represalias. Mientras Rita se atrincheraba tras los restos de una silla de manos y una desvencijada
cómoda, huyeron dos chicas, las menos valientes; y habiendo tenido Manolita la buena
ocurrencia de cegar momentáneamente a su primo arrojándole a la cabeza un chal, pudo evadirse
también Rita, jefe nato del motín. Desenredarse del chal haciéndolo jirones, y lanzarse a la
puerta y a la escalera en seguimiento de la fugitiva, fueron acciones simultáneas en don Pedro.
Saltó impetuosamente los peldaños, precipitándose en el corredor a tientas, guiado por su instinto
de perseguidor de alimañas ágiles, que oye delante de sí el apresurado trotecillo de la hermosa
res. En una revuelta del pasillo le dio alcance. La defensa fue blanda, entrecortada de risas. Don
Pedro, determinado a infligir el castigo ofrecido, lo aplicó en efecto cerca de una oreja, largo y
sonoro. Parecióle que la víctima no se resistía entonces; mas debía ser errónea tan maliciosa
suposición, porque Rita aprovechó un segundo de suspensión de hostilidades para huir
nuevamente, gritando:
-¿A que no me coges otra vez, cobarde?
Engolosinado, olvidando el peligro del juego, el marqués echó detrás de la prima, que se había
desvanecido ya en las negruras del pasadizo. Éste, irregular y tortuoso, serpeaba alrededor de
parte de la casa, quebrándose en inesperados codos, y a veces estrechándose como longaniza mal
rellena. Rita llevaba ventaja en sus familiares angosturas. Oyó el marqués chirriar puertas,
indicio de que la chica se había acogido al sagrado de alguna habitación. No estaba don Pedro
para respetar sagrados. Empujó la puerta tras la cual juzgaba parapetada a Rita. La puerta resistía
como si tuviese algún obstáculo delante; mas los puños de don Pedro dieron cuenta fácilmente de
la endeble trinchera de un par de sillas, que vinieron al suelo con estrépito. Penetró en un cuarto
completamente oscuro, y por instinto alargó las manos a fin de no tropezar con los muebles;
advirtió que algo rebullía en las tinieblas; tanteó el aire y palpó un bulto de mujer, que aprisionó
en sus brazos sin decir palabra, con ánimo de repetir el castigo. ¡Oh sorpresa! La resistencia más
tenaz y briosa, la protesta más desesperada, unas manitas de acero que no podía cautivar, un
cuerpo nervioso que se sacudía rehuyendo toda presión, y al mismo tiempo varias exclamaciones
de profunda y verdadera congoja, dos o tres gritos ahogados que demandaban socorro... ¡Diantre!
Aquello no se parecía a lo otro, no... Por ciego y exaltado que estuviese el marqués, hubo de
comprender... Sintió una confusión insólita en él, y soltó a la chica.
- Nuchiña, no llores... Calla, mujer... Ya te dejo; no te hago nada... Aguarda un instante.
Registró precipitadamente sus bolsillos, rascó un fósforo, miró alrededor, encendió una vela
puesta en un candelabro... Nucha, viéndose libre, callaba; pero se mantenía a la defensiva.
Volvió el marqués a disculparse y a consolarla.
- Nucha, no seas chiquilla... Perdona, mujer... Dispensa, no creía que eras tú.
Conteniendo un sollozo, exclamó Nucha:
- Fuese quien fuese... Con las señoritas no se hacen estas brutalidades.
- Hija mía, tu señora hermanita me buscó..., y el que me busca, que no se queje si me encuentra...
Ea, no haya más, no estés así disgustada. ¿Qué va a decir de mí el tío? Pero ¿aún lloras, mujer?
Cuidado que eres sensible de veras. A ver, a ver esa cara.
Alzó el candelabro para alumbrar el rostro de Nucha. Estaba ésta encendida, demudada, y por
sus mejillas corría despacio una lágrima; pero al darle la luz en los ojos, no pudo menos de
sonreír ligeramente y secar el llanto con su pañuelo.
-¡Hija! ¡Cualquiera se te atreve! ¡Eres una fierecita! ¡Y hasta fuerza en los puños descubres en
esos momentos! ¡Diantre!
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- Vete - ordenó Nucha recobrando su seriedad -. Ésta es mi habitación, y no me parece decente
que te estés metido en ella.
Dio el marqués dos pasos para salir; y volviéndose de pronto, preguntó:
-¿Quedamos amigos? ¿Se hacen las paces?
- Sí, con tal que no vuelvas a las andadas - respondió con sencillez y firmeza Nucha.
-¿Qué me harás si vuelvo? - interrogó risueño el hidalgo campesino -. Capaz eres de dejarme en
el sitio de una manotada, chica.
- No por cierto... No tengo yo fuerzas para tanto. Haré otra cosa.
-¿Cuál?
- Decírselo a papá, muy clarito, para que se fije en lo que de seguro no se le habrá pasado por la
cabeza: que no parece natural vivir tú aquí no siendo nuestro hermano y siendo nosotras
muchachas solteras. Ya sé que es un atrevimiento meterme a enmendarle la plana a papá; pero él
no ha reparado en esto, ni te cree capaz de gracias como las de hoy. En cuanto note algo, se le ha
de ocurrir sin que yo se lo sople al oído, pues no soy quién para aconsejar a mi padre.
-¡Caramba! Lo dices de un modo..., ¡como si fuese cuestión de vida o muerte!
- Pues así.
Marchóse con estas despachaderas el marqués, y a la hora de la cena estuvo taciturno y metido
en sí, haciendo caso omiso de las zalamerías de Rita. Nucha, aunque un poco alterada la
fisonomía, se mostró como siempre, afable, tranquila y atenta al buen servicio y orden de la
mesa. Aquella noche el marqués no dejó dormir a Julián, entreteniéndole hasta las altas horas
con larga y tendida plática. Los días siguientes fueron de tregua; don Pedro salía bastante, y se le
veía mucho en el Casino, junto a la tribuna de los maldicientes. No perdía allí el tiempo.
Informábase de particularidades que le importaban, por ejemplo, el verdadero estado de fortuna
de su tío. En Santiago se decía lo que él sospechaba ya: don Manuel Pardo mejoraba en tercio y
quinto a su primogénito Gabriel, que entre la mejora, su legítima y el vínculo, vendría a
arramblar con casi toda la casa de la Lage. No restaba más esperanza a las primitas que la
herencia de una tía soltera, doña Marcelina, madrina de Nucha por más señas, que residía en
Orense, atesorando sórdidamente y viviendo como una rata en su agujero. Estas nuevas dieron en
qué pensar a don Pedro, que desveló a Julián algunas noches más. Al cabo adoptó una resolución
definitiva.
Estremecióse de placer don Manuel Pardo viendo al sobrino entrar en su despacho una mañana,
con la expresión indefinible que se nota en el rostro y continente de quien viene a tratar algo de
importancia. Había oído don Manuel que donde hay varias hermanas, lo difícil es deshacerse de
la primera, y después las otras se desprenden de suyo, como las cuentas de una sarta tras la más
próxima al cabo del hilo. Colocada Rita, lo demás era tortas y pan pintado. Con Manolita
cargaría por último el finchado señorito de la Formoseda; a Carmen se le quitarían de la cabeza
ciertas locuras y siendo tan linda no le faltaría buen acomodo; y Nucha... Lo que es Nucha no le
hacía a él peso en casa, pues la gobernaba a las mil maravillas; además, a fuer de heredera
presunta de su madrina, no necesitaba ampararse casándose. Si no hallaba marido, viviría con
Gabriel cuando éste, acabada la carrera, se estableciese según conviene al mayorazgo de la Lage.
Con tan gratos pensamientos, don Manuel abrió los oídos para mejor recibir el rocío de las
palabras de su sobrino... Lo que recibió fue un escopetazo.
-¿Por qué se asusta usted tanto, tío? - exclamaba don Pedro gozando en sus adentros con la
mortificación y asombro del viejo hidalgo -. ¿Hay impedimento? ¿Tiene Nucha otro novio?
Comenzó don Manuel a poner mil objeciones, callándose algunas que no eran para dichas. Salió
la corta edad de la muchacha, su delicada salud, y hasta su poca hermosura alegó el padre,
sazonando la observación con alusiones no muy reservadas al buen palmito de Rita y al mal
gusto de no preferirla. Dio al sobrino manotadas en los hombros y en las rodillas; gastó chanzas,
quiso aconsejarle como se aconseja a un niño que escoge entre juguetes; y por último, tras de
referir varios chascarrillos adecuados al asunto y contados en dialecto, acabó por declarar que a
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las demás chicas les daría algo al contraer matrimonio, pero que a Nucha... como esperaba
heredar lo de su tía... Los tiempos estaban malos, abofé... Luego, encarándose con el marqués, le
interrogó:
-¿Y qué dice esa mosquita muerta de Nucha, vamos a ver?
- Usted se lo preguntará, tío... ¡Yo no le dije cosa de sustancia...! Ya vamos viejos para andar
haciendo cocos.
¡Oh y qué marejada hubo en casa de la Lage por espacio de una quincena! Entrevistas con el
padre, cuchicheos de las hermanas entre sí, trasnochadas y madrugonas, batir de puertas, lloreras
escondidas que denunciaban ojos como puños, trastornos en las horas de comer, conferencias
con amigos sesudos, curiosidades de dueña oficiosa que apaga el ruido de su pisar para
sorprender algo al abrigo de una cortina, todas las dramáticas menudencias que acompañan a un
grave suceso doméstico... Y como en provincia las paredes son de cristal, se murmuró en
Santiago desaforadamente, glosando los escándalos ocurridos entre las señoritas de la Lage por
causa del primo. Se acusó a Rita de haber insultado agriamente a su hermana porque le quitaba el
novio, y a Carmen de ayudarla, porque Nucha reprendía su ventaneo. Se censuró a Nucha
también por falsa e hipócrita. Se le royeron los zancajos a don Manuel, afirmando que había
dicho en toda confianza a persona que lo repitió en toda intimidad: «El sobrino no me había de
salir de aquí sin una de las chicas, y como se le antojó Nucha, hubo que dársela.» Se aseguró que
las hermanas no cruzaban ya palabra alguna en la mesa, y lo confirmó ver a Rita en paseo sola
con Carmen delante, mientras el primo seguía detrás con don Manuel y Nucha. Ésta iba como
avergonzada, cabizbaja y modesta. Crecieron los comentarios cuando Rita salió para Orense, a
acompañar una temporada a la tía Marcelina, según dijo, y don Pedro para una posada, por no
considerarse decoroso que los novios viviesen bajo un mismo techo en vísperas de boda.
Ésta se efectuó llegada la dispensa pontificia, hacia fines del mes de agosto. No faltaron los
indispensables requisitos: finezas mutuas, regalos de amigos y parientes, cajas de dulces muy
emperifolladas para repartir, buen ajuar de ropa blanca, las galas venidas de Madrid en un cajón
monstruo. Dos o tres días antes de la ceremonia se recibió un paquetito procedente de Segovia, y
dentro de él un estuche. Contenía una sortija de oro muy sencilla, y una cartulina figurando
tarjeta, que decía: «A mi inolvidable hermana Marcelina, su más amante hermano, Gabriel.» La
novia lloró bastante con el obsequio de su niño, púsolo en el dedo meñique de la mano izquierda,
y allí se le reunió el otro anillo que en la iglesia le ciñeron.
Casáronse al anochecer, en una parroquia solitaria. Vestía la novia de rico gro negro, mantilla de
blonda y aderezo de brillantes. Al regresar hubo refresco para la familia y amigos íntimos
solamente: un refresco a la antigua española, con almíbares, sorbetes, chocolate, vino generoso,
bizcochos, dulces variadísimos, todo servido en macizas salvillas y bandejas de plata, con gran
etiqueta y compostura. No adornaban la mesa flores, a no ser las rosas de trapo de las tartas o
ramilletes de piñonate; dos candelabros con bujías, altos como mecheros de catafalco,
solemnizaban el comedor; y los convidados, transidos aún del miedo que infunde el terrible
sacramento del matrimonio visto de cerca, hablaban bajito, lo mismo que en un duelo,
esmerándose en evitar hasta el repique de las cucharillas en la loza de los platos. Parecía aquello
la comida postrera de los reos de muerte. Verdad es que el señor don Nemesio Angulo,
eclesiástico en extremo cortesano y afable, antiguo amigo y tertuliano de don Manuel y autor de
la dicha de los cónyuges, a quienes acababa de bendecir, intentó soltar dos o tres cosillas
festivas, en tono decentemente jovial, para animar un poco la asamblea; pero sus esfuerzos se
estrellaron contra la seriedad de los concurrentes. Todos estaban - es la frase de cajón - muy
afectados, incluso el señorito de la Formoseda, que acaso pensaba «cuando la barba de tu
vecino...», y Julián, que viendo colmados sus deseos y votos ardentísimos, triunfante su
candidatura, sentía no obstante en el corazón un peso raro, como si algún presentimiento cruel se
lo abrumase.
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Seria y solícita, la novia atendía y servía a todo el mundo; dos o tres veces su pulso desasentado
le hizo verter el Pajarete que escanciaba al buen don Nemesio, colocado en sitio preferente, a su
derecha. El novio entretanto conversaba con los hombres, y, al alzarse de la mesa, repartió
excelentes cigarros de que tenía rellena la petaca. Nadie aludió al trascendental acontecimiento,
ni se atrevió a decir la menor chanza que pudiese poner colorada a la novia; pero al despedirse
los convidados, algunos caballeros recalcaron maliciosamente las buenas noches, mientras
matronas y doncellas, besando con estrépito a la desposada, le chillaban al oído: «Adiós,
señora... Ya eres señora, ya no es posible llamarte señorita...», celebrando tan trivial observación
con afectadas risas, y mirando a Nucha como para aprendérsela de memoria. Cuando todos
fueron saliendo, don Manuel Pardo se acercó a su hija, y la oprimió contra el pecho colosal,
sellándole la frente con besos muy cariñosos. Hallábase realmente conmovido el señor de la
Lage: era la primera vez que casaba una hija; sentía desbordarse en su alma la paternidad, y al
tomar de la mano a Nucha para conducirla a la cámara nupcial, alumbrándoles el camino Misia
Rosario con un candelabro de cinco brazos cogido de la mesa del comedor, no acertaba a
pronunciar palabra, y un poco de humedad se asomaba a sus lagrimales áridos, y una sonrisa de
orgullo y placer entreabría al mismo tiempo su boca. En el umbral pudo exclamar al cabo:
-¡Si levantase la cabeza tal día como hoy tu madre que en gloria esté!
Ardían en el tocador de la estancia dos velas puestas en candeleros no menos empinados y
majestuosos que los candelabros del refresco; y como no la iluminaba otra luz, ni se había
soñado siquiera en el clásico globo de porcelana que es de rigor en todo voluptuoso camarín de
novela, impregnaba la alcoba más misterio religioso que nupcial, completando su analogía con
una capilla u oratorio la forma del tálamo, cuyas cortinas de damasco rojo franjeadas de oro se
parecían exactamente a colgaduras de iglesia, y cuyas sábanas blanquísimas, tersas y
almidonadas, con randas y encajes, tenían la casta lisura de los manteles de altar. Cuando el
padre se retiraba ya, murmurando «Adiós, Nuchiña, hija querida», la novia le asió la diestra y se
la besó humildemente, con labios secos, abrasados de calentura. Quedó sola. Temblaba como la
hoja en el árbol, y al través de sus crispados nervios corría a cada instante el escalofrío de la
muerte chiquita, no por miedo razonado y consciente, sino por cierto pavor indefinible y sagrado.
Parecíale que aquella habitación donde reinaba tan imponente silencio, donde ardían tan altas y
graves las luces, era el mismo templo en que no hacía dos horas aún se había puesto de hinojos...
Volvió a arrodillarse, divisando allá en la sombra de la cabecera del lecho el antiguo Cristo de
ébano y marfil, a quien el cortinaje formaba severo dosel. Sus labios murmuraban el
consuetudinario rezo nocturno: «Un Padrenuestro por el alma de mamá...» Oyéronse en el
corredor pisadas recias, crujir de botas flamantes, y la puerta se abrió.
FIN DEL TOMO PRIMERO
Tomo II
- XII 46
Quedaban migajas, no muy añejas aún, del pan de la boda, cuando don Pedro celebró con Julián
una conferencia, conviniendo ambos en lo urgente de que el capellán se adelantase a salir a los
Pazos para adoptar varias precauciones indispensables y civilizar algo la huronera, mientras no
iban a vivirla sus dueños. Julián aceptó la comisión, y entonces el señorito mostró
remordimientos o escrúpulos de habérsela encomendado.
- Mire usted - advirtió - que allí se necesitan muchas agallas... Primitivo es hombre de malos
hígados, capaz de darle a usted cien vueltas...
- Dios delante. Matar no me matará.
- No lo diga usted dos veces - insistió el señor de Ulloa, impulsado por voces de su conciencia,
que en aquel momento se dejaban oír claras y apremiantes -. Ya le avisé a usted en otra ocasión
de cómo es Primitivo: capaz de cualquier desafuero... Lo que yo no creo es que vaya a cometer
barbaridades por gusto de cometerlas, ni aun en el primer momento, cuando le ciega el deseo de
la venganza... Con todo...
No era ésta la única vez que don Pedro manifestaba sagacidad en el conocimiento de caracteres y
personas, don esterilizado por la falta de nociones de cultura moral y delicadeza, de ésas que hoy
exige la sociedad a quien, mediante el nacimiento, la riqueza o el poder, ocupa en ella lugar
preeminente.
Prosiguió el señorito:
- Primitivo no es un bárbaro... Pero es un bribón redomado y taimadísimo, que no se para en
barras con tal de lograr sus fines... ¡Demontres! Harto estoy de saberlo... El día que nos
vinimos... si él pudiese detenernos soplándonos un tiro a mansalva... no doy dos cuartos por su
pellejo de usted ni por el mío.
Estremecióse Julián, y se le borraron las rosadas tintas de los pómulos. No era de madera de
héroes, lo cual le salía a la cara. A don Pedro le divertía infinito el miedo del capellán. En la
índole de don Pedro había un fondo de crueldad, sostenido por su vida grosera.
- Apostemos - exclamó riéndose - que la cruz aquélla del camino va usted a pasarla rezando.
- No digo que no - contestó Julián repuesto ya -; mas no por eso me niego a ir. Es mi deber; de
suerte que no hago nada de extraordinario en cumplirlo. Dios sobre todo... A veces no es tan
fiero el león como lo pintan.
- No le tiene cuenta ahora a Primitivo meterse en dibujos.
Calló Julián. Al cabo exclamó:
- Señorito, ¡si usted adoptase una buena resolución! ¡Echar a ese hombre, señorito, echarlo!
- Calle usted, hombre, calle usted... Le pondremos a raya... Pero eso de echar... ¿Y los perros?
¿Y la caza? ¿Y aquellas gentes, y todo aquel cotarro, que nadie me lo entiende sino él?
Desengáñese usted: sin Primitivo no me arreglo yo allí... Haga usted la prueba, sólo por gusto, de
aquillotrarme algunas cosas de las que Primitivo maneja durmiendo... Además, crea usted lo que
le digo, que es como el Evangelio: si echa usted a Primitivo por la puerta, se nos entrará por la
ventana. ¡Diantre! ¡Si sabré yo quién es Primitivo!
Julián balbució:
-¿Y... de lo demás...?
- De lo demás... Arréglese usted como quiera... Lleva usted plenos poderes.
¡Ya lo creo que los llevaba! ¡Así llevase también alguna receta eficaz para servirse de ellos!
Investido de autoridad omnímoda, Julián sentía en el fondo del alma una especie de compasión
por la desvergonzada manceba y el hijo espurio. Este último sobre todo. ¿Qué culpa tenía el
pobre inocente de las bellaquerías maternales? Siempre parecía duro arrojarle de una casa donde,
al fin y al cabo, el dueño era su padre. Julián no se hubiera encargado jamás de tan ingrata
comisión a no parecerle que iba en ello la salvación eterna de don Pedro, y también el sosiego
temporal de la que él seguía llamando señorita Marcelina, contra el dictamen de las convidadas a
la boda.
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No sin aprensión cruzó de nuevo el triste país de lobos que antecedía al valle de los Pazos. El
cazador le aguardaba en Cebre, e hicieron la jornada juntos; Primitivo, por más señas, se mostró
tan sumiso y respetuoso, que Julián, quien al revés que don Pedro poseía el don de errar en el
conocimiento práctico de las gentes, guardando los aciertos para el terreno especulativo y
abstracto, fue poco a poco desechando la desconfianza, y persuadiéndose de que ya no tenía el
zorro intenciones de morder. El rostro impasible de Primitivo no revelaba rencor ni enojo. Con
su laconismo y seriedad habituales, hablaba del tiempo desapacible y metido en agua, que casi
no había consentido majar, ni segar el maíz, ni vendimiar como Dios manda, ni cumplir en paz
ninguna de las grandes faenas agrícolas. Estaba en efecto el camino encharcado, lleno de
aguazales, y como había llovido por la mañana también, los pinos dejaban escurrir de las verdes
y brillantes púas de su ramaje gotas de agua que se aplastaban en el sombrero de los viajeros.
Julián iba perdiendo el miedo y un gozo muy puro le inundaba el espíritu cuando saludó al
crucero con verdadera efusión religiosa.
«Bendito seas, Dios mío - pensaba para sí -, pues me has permitido cumplir una obra buena,
grata a tus ojos. He encontrado en los Pazos, hace un año, el vicio, el escándalo, la grosería y
todas las malas pasiones; y vuelvo trayendo el matrimonio cristiano, las virtudes del hogar
consagrado por ti. Yo, yo he sido el agente de que te has valido para tan santa obra... Dios mío,
gracias.»
Cortaron el soliloquio ladridos vehementes: era la jauría del marqués, que salía a recibir al
montero mayor, haciendo locas demostraciones de regocijo, zarandeando los rabos mutilados y
abriendo de una cuarta las fresquísimas bocas. Acariciólos Primitivo con su enjuta mano, pues
era sumamente afectuoso para los perros; y al nieto, que en pos de los perros venía, le dio una
especie de festivo soplamocos. Quiso Julián besar al niño, pero éste se puso en polvorosa antes
de que pudiese lograrlo; y el capellán experimentó otra vez compasivos remordimientos,
causados por la vista de la ya repudiada criatura. A Sabel la halló en el sitio de costumbre, entre
sus pucheros, pero sin el antiguo séquito de aldeanas viejas y mozas, de la Sabia y su dilatada
progenie. Reinaba en la cocina orden perfecto: todo limpio, sosegado y solitario; la persona más
severa y amiga de censurar no encontraría qué. El capellán comenzaba a sentirse confuso viendo
en ausencia suya tanto arreglo, y a temer que su venida lo trastornara: idea dictada por su nativa
timidez. A la hora de cenar aumentó su sorpresa. Primitivo, más blando que un guante, le daba
cuenta en voz reposada de lo ocurrido allí durante medio año, en materia de vacas paridas, obras
emprendidas, rentas cobradas; y mientras el padre reconocía así su autoridad superior, la hija le
servía diligente y humilde, con pegajosa dulzura de animal doméstico que implora caricias. No
sabía Julián qué cara poner en vista de una acogida tan cordial.
Creyó que mudarían de actitud al día siguiente, cuando, haciendo uso de los plenísimos poderes
y facultades omnímodas de que venía investido, ordenó a la Agar y al Ismael de aquel
patriarcado emigrar al desierto. ¡Milagro asombroso! Tampoco se alteró entonces la
mansedumbre de Primitivo.
- Los señoritos traerán cocinera de allá, de Santiago... - explicaba Julián, para fundar en algo la
expulsión.
- Por supuesto... - respondió Primitivo con la mayor naturalidad del mundo -. Allá en la vila
guísase de otro modo... Los señores tienen la boca acostumbrada... Cuadra bien, que yo también
le iba a pedir que le escribiese al señor marqués de traer quien cocinase.
-¿Usted? - exclamó Julián, estupefacto.
- Sí, señor... La hija se me quiere casar...
-¿Sabel?
- Sabel, sí, señor, anda en eso... Con el gaitero de Naya, el Gallo... Por de contado se empeña en
irse para su casa, así que les echen las bendiciones...
Sintió Julián un sofocón de pura alegría. No pudo menos de pensar que en todo aquel negocio de
Sabel andaba visiblemente la mano de la Providencia. ¡Sabel casada, alejada de allí; el peligro
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conjurado; las cosas en orden, la salvación segura! Una vez más dio gracias al Dios bondadoso
que quita los estorbos de delante cuando la mezquina previsión humana no cree posible
removerlos siquiera... La satisfacción que le rebosaba en el semblante era tal, que se avergonzó
de mostrarla ante Primitivo, y empezó a charlar aprisa, por disimulo, felicitando al cazador y
augurando a Sabel un porvenir de ventura en el nuevo estado. Aquella noche misma escribió al
marqués la buena noticia.
Pasaron días, siempre bonancibles. Proseguía Sabel mansa, Primitivo complaciente, Perucho
invisible, la cocina desierta. Sólo notaba Julián cierta resistencia pasiva en lo tocante al gobierno
de los estados y hacienda del marqués. En este terreno le fue absolutamente imposible adelantar
una pulgada. Primitivo sostenía su posición de verdadero administrador, apoderado, y, entre
bastidores, autócrata: Julián comprendía que sus plenos poderes importaban tanto como la
carabina de Ambrosio, y hasta pudo cerciorarse, por indicios evidentes, de que el influjo que
ejercía el cazador en el circuito de los Pazos iba haciéndose extensivo a toda la comarca; a
menudo venían a conferenciar con el mayordomo, en actitud respetuosa y servil, gentes de
Cebre, de Castrodorna, de Boán, de puntos más distantes todavía. En cuatro leguas a la redonda
no se movía una paja sin intervención y aquiescencia de Primitivo. No poseía Julián fuerzas para
luchar con él, ni lo intentaba, pareciéndole secundario el perjuicio que a la casa de Ulloa
originase la mala administración de Primitivo, en proporción al daño inmenso que estuvo a punto
de causarle Sabel. Descartarse de la hija lo tenía él por importante; en cuanto al padre...
Verdad es que la hija no se marchaba tampoco; pero se marcharía, ¡no faltaba más! ¿Quién duda
que se marcharía? Tranquilizaba a Julián una señal en su concepto infalible: el haber sorprendido
cierto anochecer, cerca del pajar, a Sabel y al gallardo gaitero entretenidos en coloquios más
dulces que edificantes. Le ruborizó el encuentro, pero hizo la vista gorda reflexionando que
aquello era, por decirlo así, la antesala del altar. Seguro de la victoria respecto a la mala hembra,
transigió en lo relativo al mayordomo. Cuanto más que éste no rechazaba las indicaciones de
Julián, ni le llevaba la contraria en cosa alguna. Si el capellán ideaba planes, censuraba abusos o
insistía en la urgente necesidad de una reforma, Primitivo aprobaba, allanaba el camino, sugería
medios, de palabra se entiende; al llegar a la realización, ya era harina de otro costal: empezaban
las dificultades, las dilaciones: que hoy... que mañana... No hay fuerza comparable a la inercia.
Primitivo decía a Julián para consolarle:
- Una cosa es hablar, y otra hacer...
O matar a Primitivo, o entregársele a discreción: el capellán comprendía que no quedaba otro
recurso. Fue un día a desahogar sus cuitas con don Eugenio, el abad de Naya, cuyos discretos
pareceres le alentaban mucho. Encontróle todo alborotado con los noticiones políticos, que
acababan de confirmar los pocos periódicos que se recibían en aquellos andurriales. La marina se
había sublevado, echando del trono a la reina, y ésta se encontraba ya en Francia, y se constituía
un gobierno provisional, y se contaba de una batalla reñidísima en el puente de Alcolea, y el
ejército se adhería, y el diablo y su madre... Don Eugenio andaba, de puro excitado, medio loco,
proyectando irse a Santiago sin dilación para saber noticias ciertas. ¡Qué dirían el señor
Arcipreste y el abad de Boán! ¿Y Barbacana? Ahora sí que Barbacana estaba fresco: su eterno
adversario Trampeta, amigo de los unionistas, se le montaría encima por los siglos de los siglos,
amén. Con el embullo de estos acontecimientos, apenas atendió el abad de Naya a las
tribulaciones de Julián.
- XIII 49
Transcurrido algún tiempo de vida familiar con suegro y cuñadas, don Pedro echó de menos su
huronera. No se acostumbraba a la metrópoli arzobispal. Ahogábanle las altas tapias verdosas,
los soportales angostos, los edificios de lóbrego zaguán y escalera sombría, que le parecían
calabozos y mazmorras. Fastidiábale vivir allí donde tres gotas de lluvia meten en casa a todo el
mundo y engendran instantáneamente una triste vegetación de hongos de seda, de enormes
paraguas. Le incomodaba la perenne sinfonía de la lluvia que se deslizaba por los canalones
abajo o retiñía en los charcos causados por la depresión de las baldosas. Quedábanle dos recursos
no más para combatir el tedio: discutir con su suegro o jugar un rato en el Casino. Ambas cosas
le produjeron en breve, no hastío, pues el verdadero hastío es enfermedad moral propia de los
muy refinados y sibaritas de entendimiento, sino irritación y sorda cólera, hija de la secreta
convicción de su inferioridad. Don Manuel era superior a su sobrino por el barniz de educación
adquirido en dilatados años de existencia ciudadana y el consiguiente trato de gentes, así como
por aquel bien entendido orgullo de su nacimiento y apellido, que le salvaba de adocenarse (era
su expresión predilecta). Aparte de la manía de referir en las sobremesas y entre amigos de
confianza mil anécdotas, no contrarias al pudor, pero sí a la serenidad del estómago de los
oyentes, era don Manuel persona cortés y de buenas formas para presidir, verbigracia, un duelo,
asistir a una junta en la Sociedad Económica de Amigos del País, llevar el estandarte en una
procesión, ser llamado al despacho de un gobernador en consulta. Si deseaba retirarse al campo,
no le atraía tan sólo la perspectiva de dar rienda suelta a instintos selváticos, de andar sin corbata,
de no pagar tributo a la sociedad, sino que le solicitaban aficiones más delicadas, de origen
moderno: el deseo de tener un jardín, de cultivar frutales, de hacer obras de albañilería,
distracción que le embelesaba y que en el campo es más barata que en la ciudad. Además, el fino
trato de su mujer, la perpetua compañía de sus hijas suavizara ya las tradiciones rudas que por
parte de los la Lage conservaba don Manuel: cinco hembras respetadas y queridas civilizan al
hombre más agreste. He aquí por qué el suegro, a pesar de encontrarse cronológicamente una
generación más atrás que su yerno, estaba moralmente bastantes años delante.
Trataba don Manuel de descortezar a don Pedro; y no sólo fue trabajo perdido, sino
contraproducente, pues recrudeció su soberbia y le infundió mayores deseos de emanciparse de
todo yugo. Aspiraba el señor de la Lage a que su sobrino se estableciese en Santiago, levantando
la casa de los Pazos y visitándola los veranos solamente, a fin de recrearse y vigilar sus fincas; y
al dar tales consejos a su yerno, los entreveraba con indirectas y alusiones, para demostrar que
nada ignoraba de cuanto sucedía en la vieja madriguera de los Ulloas. Este género de imposición
y fiscalización, aunque tan disculpable, irritó a don Pedro, que según decía, no aguantaba ancas
ni gustaba de ser manejado por nadie en el mundo.
- Por lo mismo - declaró un día delante de su mujer - vamos a tomar soleta pronto. A mí nadie
me trae y lleva desde que pasé de chiquillo. Si callo a veces, es porque estoy en casa ajena.
Estar en casa ajena le exaltaba. Todo cuanto veía lo encontraba censurable y antipático. El
decoroso fausto del señor de la Lage; sus bandejas y candelabros de plata; su mueblaje rico y
antiguo; la respetabilidad de sus relaciones, compuestas de lo más selecto de la ciudad; su
honesta tertulia nocturna de canónigos y personas formales que venían a hacerle la partida de
tresillo; sus criados respetuosos, a veces descuidados, pero nunca insolentes ni entrometidos,
todo se le figuraba a don Pedro sátira viviente del desarreglo de los Pazos, de aquella vida torpe,
de las comidas sin mantel, de las ventanas sin vidrios, de la familiaridad con mozas y gañanes. Y
no se le despertaba la saludable emulación, sino la ruin envidia y su hermano el ceñudo
despecho. Únicamente le consolaban los desatinados amoríos de Carmen; celebraba la gracia,
frotándose las manos, siempre que en el Casino se comentaba la procacidad del estudiante y el
descaro de la chiquilla. ¡Que rabiase su suegro! No bastaba tener sillas de damasco y alfombras
para evitar escándalos.
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Los altercados de don Pedro con su tío iban agriándose, y vino a envenenarlos la discusión
política, que enzarza más que ninguna otra, especialmente a los que discuten por impresión, sin
ideas fijas y razonadas. Fuerza es confesar que el marqués estaba en este caso. Don Manuel no
era ningún lince, pero afiliado platónicamente desde muchos años atrás al partido moderado
puro, hecho a leer periódicos, conocía la rutina; y había tomado tan a contrapelo el chasco de
González Bravo y la marcha de Isabel II, que se disparaba, poniéndose a dos dedos de ahogarse,
cuando el sobrino, por molestarle, le contradecía, disculpaba a los revolucionarios, repetía las
enormidades que la prensa y las lenguas de entonces propalaban contra la majestad caída, y
aparentaba creerlas como artículo de fe. El tío le rebatía con acritud y calor, alzando al cielo las
gigantescas manos.
- Allá en las aldeas - decía - se traga todo, hasta el mayor disparate... No tenéis formado el
criterio, hijo, no tenéis formado el criterio, ésa es vuestra desgracia... Lo miráis todo al través de
un punto de vista que os forjáis vosotros mismos... (este tremendo disparate debía haberlo
aprendido don Manuel en algún artículo de fondo). Hay que juzgar con la experiencia, con la
sensatez.
-¿Y usted se figura que somos tontos los que venimos de allá...? Puede ser que aún tengamos
más pesquis, y veamos lo que ustedes no ven... (aludía a su prima Carmen, colgada de la galería
en aquel momento). Créame usted, tío, en todas partes hay bobalicones que se maman el dedo...
¡Vaya si los hay!
La discusión tomaba carácter personal y agresivo; solía esto ocurrir a la hora de la sobremesa; las
tazas del café chocaban furiosas contra los platillos; don Manuel, trémulo de coraje, vertía el
anisete al llevarlo a la boca; tío y sobrino alzaban la voz mucho más de lo regular, y después de
algún descompasado grito o frase dura, había instantes de armado silencio, de muda hostilidad,
en que las chicas se miraban y Nucha, con la cabeza baja, redondeaba bolitas de miga de pan o
doblaba muy despacio las servilletas de todos deslizándolas en las anillas. Don Pedro se
levantaba de repente, rechazando su silla con energía, y, haciendo temblar el piso bajo su andar
fuerte, se largaba al Casino, donde las mesas de tresillo funcionaban día y noche.
Tampoco allí se encontraba bien. Sofocábale cierta atmósfera intelectual, muy propia de ciudad
universitaria. Compostela es pueblo en que nadie quiere pasar por ignorante, y comprendía el
señorito cuánto se mofarían de él y qué chacota se le preparaba, si se averiguase con certeza que
no estaba fuerte en ortografía ni en otras ías nombradas allí a menudo. Se le sublevaba su amor
propio de monarca indiscutible en los Pazos de Ulloa al verse tenido en menos que unos
catedráticos acatarrados y pergaminosos, y aun que unos estudiantes troneras, con las botas rojas
y el cerebro caliente y vibrante todavía de alguna lectura de autor moderno, en la Biblioteca de la
Universidad o en el gabinete del Casino. Aquella vida era sobrado activa para la cabeza del
señorito, sobrado entumecida y sedentaria para su cuerpo; la sangre se le requemaba por falta de
esparcimiento y ejercicio, la piel le pedía con mucha necesidad baños de aire y sol, duchas de
lluvia, friegas de espinos y escajos, ¡plena inmersión en la atmósfera montés!
No podía sufrir la nivelación social que impone la vida urbana; no se habituaba a contarse como
número par en un pueblo, habiendo estado siempre de nones en su residencia feudal. ¿Quién era
él en Santiago? Don Pedro Moscoso a secas; menos aún: el yerno del señor de la Lage, el marido
de Nucha Pardo. El marquesado allí se había deshecho como la sal en el agua, merced a la
malicia de un viejecillo, miembro del maldiciente triunvirato, a quien correspondía, por su
acerada y prodigiosa memoria y años innumerables, el ramo de averiguación y esclarecimiento
de añejos sucedidos, así como al más joven, que conocemos ya, tocaban las investigaciones de
actualidad, viniendo a ser cronista el uno y analista el otro de la metrópoli. El cronista, pues, hizo
su oficio desentrañando la genealogía entera y verdadera de las casas de Cabreira y Moscoso,
probando ce por be que el título de Ulloa no correspondía ni podía corresponder sino al duque de
tal y cual, grande de España, etc.; y demostrándolo mediante oportuna exhibición de la Guía de
Forasteros. Por cierto que al instruir estas diligencias se hizo bastante burla de don Pedro y del
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señor de la Lage, a quien se acusaba de haber bordado la corona de marquesa en un juego de
sábanas regalado a su hija; inocente desliz que el analista confirmó, especificando dónde y cómo
se habían marcado las susodichas sábanas, y cuánto había costado el escusón y el perendengue
de la coronita.
Impaciente ya, resolvió don Pedro la marcha antes de que pasase la inclemencia del invierno, a
fines de un marzo muy esquivo y desapacible. Salía el coche para Cebre tan de madrugada, que
no se veía casi; hacía un frío cruel, y Nucha, acurrucada en el rincón del incómodo vehículo, se
llevaba a menudo el pañuelo a los ojos, por lo cual su marido la interpeló con poca blandura:
-¿Parece que vienes de mala gana conmigo?
-¡Qué cosas tienes! - respondió la muchacha destapando el rostro y sonriendo -. Es natural que
sienta dejar al pobre papá y... y a las chicas.
- Pues ellas - murmuró el señorito - me parece que no te echarán memoriales para que vuelvas.
Nucha calló. El carruaje brincaba en los baches de la salida, y el mayoral, con voz ronca,
animaba al tiro. Alcanzaron la carretera y rodó el armatoste sobre una superficie más igual.
Nucha reanudó el diálogo preguntando a su marido pormenores relativos a los Pazos,
conversación a que él se prestaba gustoso, ponderando hiperbólicamente la hermosura y
salubridad del país, encareciendo la antigüedad del caserón y alabando la vida cómoda e
independiente que allí se hacía.
- No creas - decía a su mujer, alzando la voz para que no la cubriese el ruido de los cascabeles y
el retemblar de los vidrios -, no creas que no hay gente fina allí... La casa está rodeada de señorío
principal: las señoritas de Molende, que son muy simpáticas; Ramón Limioso, un cumplido
caballero... También nos hará compañía el Abad de Naya... ¡Pues y el nuestro, el de Ulloa, que es
presentado por mí! Ése es tan mío como los perros que llevo a cazar... No le mando que ladre y
que porte porque no se me antoja. ¡Ya verás, ya verás! Allí es uno alguien y supone algo.
A medida que se acercaban a Cebre, que entraba en sus dominios, se redoblaba la alegre
locuacidad de don Pedro. Señalaba a los grupos de castaños, a los escuetos montes de aliaga y
exclamaba regocijadísimo:
-¡Foro de casa...! ¡Foro de casa...! No corre por ahí una liebre que no paste en tierra mía.
La entrada en Cebre acrecentó su alborozo. Delante de la posada aguardaban Primitivo y Julián;
aquél con su cara de metal, enigmática y dura, éste con el rostro dilatado por afectuosísima
sonrisa. Nucha le saludó con no menor cordialidad. Bajaron los equipajes, y Primitivo se
adelantó trayendo a don Pedro su lucia y viva yegua castaña. Iba éste a montar, cuando reparó en
la cabalgadura que estaba dispuesta para Nucha, y era una mula alta, maligna y tozuda, arreada
con aparejo redondo, de esos que por formar en el centro una especie de comba, más parecen
hechos para despedir al jinete que para sustentarlo.
-¿Cómo no le has traído a la señorita la borrica? - preguntó don Pedro, deteniéndose antes de
montar, con un pie en el estribo y una mano asida a las crines de la yegua, y mirando al cazador
con desconfianza.
Primitivo articuló no sé qué de una pata coja, de un tumor frío...
-¿Y no hay más borricos en el país?, ¿eh? A mí no me vengas con eso. Te sobraba tiempo para
buscar diez pollinas.
Volvióse hacia su mujer, y como para tranquilizar su conciencia, preguntóle:
-¿Tienes miedo, chica? Tú no estarás acostumbrada a montar. ¿Has andado alguna vez en esta
casta de aparejos? ¿Sabes tenerte en ellos?
Nucha permanecía indecisa, recogiendo el vestido con la diestra, sin soltar de la otra el saquillo
de viaje. Al cabo murmuró:
- Lo que es tenerme, sé... El año pasado, cuando estuve de baños, monté en mil aparejos nunca
vistos... Sólo que ahora...
Soltó el traje de repente, llegóse a su marido, y le pasó un brazo alrededor del cuello,
escondiendo la cara en su pechera como la primera vez que había tenido que abrazarle; y allí, en
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una especie de murmullo o secreteo dulcísimo, acabó la frase interrumpida. Pintóse en el rostro
del marqués la sorpresa, y casi al mismo tiempo la alegría inmensa, radiante, el júbilo orgulloso,
la exaltación de una victoria. Y apretando contra sí a su mujer, con amorosa protección, exclamó
a gritos:
- O no hay en tres leguas a la redonda una pollina mansa, o aunque la tenga el mismo Dios del
cielo y no la quiera prestar, aquí vendrá para ti, a fe de Pedro Moscoso. Aguarda, hija, aguarda
un minuto nada más... O mejor dicho, entra en la posada y siéntate... A ver, un banco, una silla
para la señorita... Espera, Nuchiña, vengo volando. Primitivo, acompáñame tú. Abrígate, Nucha.
Volando no, pero sí al cabo de media hora, volvió sin aliento. Traía del ronzal una oronda
borriquilla, bien arreada, dócil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre. Don
Pedro tomó en brazos a su esposa y la sentó en la albarda, arreglándole la ropa con esmero.
- XIV Así que pudieron conferenciar reservadamente capellán y señorito, preguntó don Pedro, sin mirar
cara a cara a Julián:
-¿Y... ésa? ¿Está todavía por aquí? No la he visto cuando entramos.
Como Julián arrugase el entrecejo, añadió:
- Está, está... Apostaría yo cien pesos, antes de llegar, a que usted no había encontrado modo de
sacudírsela de encima.
- Señorito, la verdad... - articuló Julián bastante disgustado -. Yo no sé qué decir... Ha sido una
cosa que se ha ido enredando... Primitivo me juró y perjuró que la muchacha se iba a casar con el
gaitero de Naya...
- Ya sé quién es - dijo entre dientes don Pedro, cuyo rostro se anubló.
- Pues yo... como era bastante natural, lo creí. Además tuve ocasión de persuadirme de que, en
efecto, el gaitero y Sabel... tienen... trato.
-¿Ha averiguado usted todo eso? - interrogó el marqués con ironía.
- Señor, yo... Aunque no sirvo mucho para estas cosas, quise informarme para no caer de
inocente... He preguntado por ahí y todo el mundo está conforme en que andan para casarse;
hasta don Eugenio, el abad de Naya, me dijo que el muchacho había pedido sus papeles. Y por
cierto que, a pretexto de no sé qué enredo o dificultad en los tales papeles dichosos, no se hizo la
cosa todavía.
Quedóse don Pedro callado, y al fin prorrumpió:
- Es usted un santo. Ya podían venirme a mí con ésas.
- Señor, la verdad es que si tuvieron intención de engañarme... digo que son unos grandísimos
pillos. Y la Sabel, si no está muerta y penada por el gaitero, lo figura que es un asombro. Hace
dos semanas fue a casa de don Eugenio y se le arrodilló llorando y pidiendo por Dios que se
diese prisa a arreglarle el casamiento, porque aquel día sería el más feliz de su vida. Don
Eugenio me lo ha contado, y don Eugenio no dice una cosa por otra.
-¡Bribona! ¡Bribonaza! - tartamudeó el señorito, iracundo, paseándose por la habitación
aceleradamente.
Sosegóse no obstante muy luego, y agregó:
- No me pasmo de nada de eso, ni digo que don Eugenio mienta; pero... usted... es un papanatas,
un infeliz, porque aquí no se trata de Sabel, ¿entiende usted?, sino de su padre, de su padre. Y su
padre le ha engañado a usted como a un chino, vamos. La... mujer ésa, bien comprendo que rabia
por largarse; mas Primitivo es abonado para matarla antes que tal suceda.
- No, si también empezaba yo a maliciarme eso... Mire usted que empezaba a maliciármelo.
El señorito se encogió de hombros con desdén, y exclamó:
-A buena hora... Deje usted ya de mi cuenta este asunto... Y por lo demás..., ¿qué tal, qué tal?
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- Muy mansos..., como corderos... No se me han opuesto de frente a nada.
- Pero habrán hecho de lado cuanto se les antoje... Mire usted, don Julián, a veces me dan ganas
de empapillarle a usted. Lo mismito que a los pichones.
Julián replicó todo compungido:
- Señorito, acierta usted de medio a medio. No hay forma de conseguir nada aquí si Primitivo se
opone. Tenía usted razón cuando me lo aseguraba el año pasado. Y de algún tiempo acá, parece
que aún le tienen mayor respeto, por no decir más miedo. Desde que se armó la revolución y
andan agitadas las cosas políticas, y cada día recibimos una noticia gorda, creo que Primitivo se
mezcla en esos enredos, y recluta satélites en el país... Me lo ha asegurado don Eugenio,
añadiendo que ya antes tenía subyugada a mucha gente prestando a réditos.
Guardaba silencio don Pedro. Por fin alzó la cabeza y dijo:
-¿Se acuerda usted de la burra que hubo que buscar en Cebre para mi mujer?
-¡No me he de acordar!
- Pues la señora del juez..., ríase usted un poco, hombre..., la señora del juez se avino a
prestármela porque iba Primitivo conmigo. Si no...
No hizo Julián reflexión alguna acerca de un suceso que tanto indignaba al marqués. Al terminar
la conferencia, don Pedro le puso la mano en el hombro.
-¿Y por qué no me da usted la enhorabuena, desatento? - exclamó con aquella misma irradiación
que habían tenido sus pupilas en Cebre.
Julián no entendía. El señorito se explicó cayéndosele la baba de gozo. Sí, señor, para octubre, el
tiempo de las castañas..., esperaba el mundo un Moscoso, un Moscoso auténtico y legítimo...
hermoso como un sol además.
-¿Y no puede también ser una Moscosita? - preguntó Julián después de reiteradas felicitaciones.
-¡Imposible! - gritó el marqués con toda su alma. Y como el capellán se echase a reír, añadió:- Ni
de guasa me lo anuncie usted, don Julián... Ni de guasa. Tiene que ser un chiquillo, porque si no
le retuerzo el pescuezo a lo que venga. Ya le he encargado a Nucha que se libre bien de traerme
otra cosa más que un varón. Soy capaz de romperle una costilla si me desobedece. Dios no me ha
de jugar tan mala pasada. En mi familia siempre hubo sucesión masculina: Moscosos crían
Moscosos, es ya proverbial. ¿No lo ha reparado usted cuando estuvo almorzándose el polvo del
archivo? Pero usted es capaz de no haber reparado tampoco el estado de mi mujer, si no le entero
yo ahora.
Y era verdad. No sólo no lo había echado de ver, sino que tan natural contingencia no se le había
pasado siquiera por las mientes. La veneración que por Nucha sentía y que iba acrecentándose
con el trato, cerraba el paso a la idea de que pudiesen ocurrirle los mismos percances fisiológicos
que a las demás hembras del mundo. Justificaba esta candorosa niñería el aspecto de Nucha. La
total inocencia, que se pintaba en sus ojos vagos y como perdidos en contemplaciones de un
mundo interior, no había menguado con el matrimonio; las mejillas, un poco más redondeadas,
seguían tiñéndose del carmín de la vergüenza por el menor motivo. Si alguna variación podía
observarse, algún signo revelador del tránsito de virgen a esposa, era quizás un aumento de
pudor; pudor, por decirlo así, más consciente y seguro de sí mismo; instinto elevado a virtud. No
se cansaba Julián de admirar la noble seriedad de Nucha cuando una chanza atrevida o una
palabra malsonante hería sus oídos; la dignidad natural, que era como su propia envoltura,
escudo impalpable que la resguardaba hasta contra las osadías del pensamiento; la bondad con
que agradecía la atención más leve, pagándola con frases compuestas, pero sinceras; la serenidad
de toda su persona, semejante al caer de una tarde apacibilísima. Parecíale a Julián que Nucha
era ni más ni menos que el tipo ideal de la bíblica Esposa, el poético ejemplar de la Mujer fuerte,
cuando aún no se ha borrado de su frente el nimbo del candor, y sin embargo ya se adivina su
entereza y majestad futura. Andando el tiempo aquella gracia había de ser severidad, y a las
oscuras trenzas sucederían las canas de plata, sin que en la pura frente imprimiese jamás una
mancha el delito ni una arruga el remordimiento. ¡Cuán sazonada madurez prometía tan suave
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primavera! Al pensarlo, felicitábase otra vez Julián por la parte que le cabía en la acertada
elección del señorito.
Con desinteresada satisfacción se decía a sí mismo que había logrado contribuir al
establecimiento de una cosa gratísima a Dios, e indispensable a la concertada marcha de la
sociedad: el matrimonio cristiano, lazo bendito, por medio del cual la Iglesia atiende juntamente,
con admirable sabiduría, a fines espirituales y materiales, santificando los segundos por medio de
los primeros. «La índole de tan sagrada institución - discurría Julián - es opuesta a impúdicos
extremos y arrebatos, a romancescos y necios desahogos, ardientes y roncos arrullos de tórtola»;
por eso alguna vez que el esposo se deslizaba a familiaridades más despóticas que tiernas,
parecíale al capellán que la esposa sufría mucho, herida en su cándida modestia, en su decente
compostura; figurábasele que la caída de sus párpados, su encendimiento, su silencio, eran muda
protesta contra libertades impropias del honesto trato conyugal. Si ante él sucedían tales cosas, a
la mesa por ejemplo, Julián torcía la cara, haciéndose el distraído, o alzaba el vaso para beber, o
fingía atender a los perros, que husmeaban por allí.
Le asaltaba entonces un escrúpulo, de ésos que se quiebran de sutiles. Por muy perfecta casada
que hiciese Nucha, su condición y virtudes la llamaban a otro estado más meritorio todavía, más
parecido al de los ángeles, en que la mujer conserva como preciado tesoro su virginal limpieza.
Sabía Julián por su madre que Nucha manifestaba a veces inclinación a la vida monástica, y daba
en la manía de deplorar que no hubiese entrado en un convento. Siendo Nucha tan buena para
mujer de un hombre, mejor sería para esposa de Cristo; y las castas nupcias dejarían intacta la
flor de su inocencia corporal, poniéndola para siempre al abrigo de las tribulaciones y combates
que en el mundo nunca faltan.
Esto de los combates le recordaba a Sabel. ¿Quién duda que su permanencia en casa era ya un
peligro para la tranquilidad de la esposa legítima? No imaginaba Julián riesgos inmediatos, pero
presentía algo amenazador para lo porvenir. ¡Horrible familia ilegal, enraizada en el viejo
caserón solariego como las parietarias y yedras en los derruidos muros! Al capellán le entraban a
veces impulsos de coger una escoba, y barrer bien fuerte, bien fuerte, hasta que echase de allí a
tan mala ralea. Pero cuando iba más determinado a hacerlo, tropezaba en la egoísta tranquilidad
del señorito y en la resistencia pasiva, incontrastable del mayordomo. Sucedió además una cosa
que aumentó la dificultad de la barredura: la cocinera enviada de Santiago empezó a
malhumorarse, quejándose de que no entendía la cocina, de que la leña no ardía bien, del humo,
de todo; Sabel, muy servicial, acudió a ayudarla; y a los pocos días la cocinera, cansada de aldea,
se despidió con malos modos, y Sabel quedó en su sitio, sin que mediasen más fórmulas para el
reemplazo que asir el mango de la sartén cuando la otra lo soltó. Julián no tuvo ni tiempo de
protestar contra este cambio de ministerio y vuelta al antiguo régimen. Lo cierto es que la familia
espuria se mostraba por entonces incomparablemente humilde: a Primitivo no se le encontraba
sino llamándole cuando hacía falta; Sabel se eclipsaba apenas dejaba la comida puesta a la
lumbre y confiada al cuidado de las mozas de fregadero; el chiquillo parecía haberse evaporado.
Y con todo, al capellán no le llegaba la camisa al cuerpo. ¡Si Nucha se enteraba! ¿Y quién duda
que se enteraría en el momento menos pensado? Por desgracia la nueva esposa mostraba afición
suma a recorrer la casa, a informarse de todo, a escudriñar los sitios más recónditos y
trasconejados, verbigracia desvanes, bodegas, lagar, palomar, hórreos, tulla, perreras,
cochiqueras, gallinero, establos y herbeiros o depósitos de forraje. No le llegaba a Julián la
camisa al cuerpo, temblando que en alguna de estas dependencias recibiese Nucha a boca de
jarro, por impensado incidente, la atroz revelación. Y al mismo tiempo, ¿cómo oponerse al útil
merodeo del ama de casa hacendosa por sus dominios? Parecía que con la joven señora entraban
en cada rincón de los Pazos la alegría, la limpieza y el orden, y que la saludaba el rápido
bailotear del polvo arremolinado por las escobas, la vibración del rayo de sol proyectado en
escondrijos y zahurdas donde las espesas telarañas no lo habían dejado penetrar desde años
antes.
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Seguía Julián a Nucha en sus exploraciones, a fin de vigilar y evitar, si cabía, cualquier suceso
desgraciado. Y en efecto, su intervención fue provechosa cuando Nucha descubrió en el gallinero
cierto pollo implume. El caso merece referirse despacio.
Había observado Nucha que en aquella casa de bendición las gallinas no ponían jamás, o si
ponían no se veía la postura. Afirmaba don Pedro que se gastaban al año bastantes ferrados de
centeno y mijo en el corral; y con todo eso, las malditas gallinas no daban nada de sí. Lo que es
cacarear, cacareaban como descosidas, indicio evidente de que andaban en tratos de soltar el
huevo; oíase el himno triunfal de las fecundas a la vez que el blando cloquear de las lluecas; se
iba a ver el nido, se advertía en él suave calorcillo, se distinguía la paja prensada señalando en
relieve la forma del huevo... Y nada; que no se podía juntar ni para una mala tortilla. Nucha
permanecía ojo alerta. Un día que acudió más diligente al cacareo delator, divisó agazapado en el
fondo del gallinero, escondiéndose como un ratoncillo, un rapaz de pocos años. Sólo asomaban
entre la paja de la nidadura sus descalzos pies. Nucha tiró de ellos y salió el cuerpo, y tras del
cuerpo las manos, en las cuales venía ya el plato que apetecía el ama de casa, pues los huevos
que el chico acababa de ocultar se le habían roto con la prisa, y la tortilla estaba allí medio hecha,
batida por lo menos.
-¡Ah pícaro! - exclamó Nucha cogiéndole y sacándole afuera, a la luz del corral -. ¡Te voy a
desollar vivo, gran tunante! ¡Ya sabemos quién es el zorro que se come los huevos! Hoy te
pongo el trasero en remojo, donde no lo veas.
Agitábase y perneaba el ladrón en miniatura; Nucha sintió lástima, imaginándose que sollozaba
con desconsuelo. Apenas logró verle un minuto la cara desviándole de ella los brazos, pudo
convencerse de que el muy insolente no hacía sino reírse a más y a mejor, y también notar la
extraordinaria lindeza del desharrapado chicuelo. Julián, testigo inquieto de esta escena, se
adelantó y quiso arrebatárselo a Nucha.
- Déjemelo usted, don Julián... - suplicó ella -. ¡Qué guapo!, ¡qué pelo!, ¡qué ojos! ¿De quién es
esta criatura?
Nunca el timorato capellán sintió tantas ganas de mentir. No atinó, sin embargo.
- Creo... - tartamudeó atragantándose -, creo que... de Sabel, la que guisa estos días.
-¿De la criada? Pero... ¿está casada esa chica?
Creció la turbación de Julián. De esta vez tenía en la garganta una pera de ahogo.
- No, señora; casada, no... Ya sabe usted que... desgraciadamente... las aldeanas..., por aquí... no
es común que guarden el mayor recato... Debilidades humanas.
Sentóse Nucha en un poyo del corral que con el gallinero lindaba, sin soltar al chiquillo,
empeñándose en verle la cara mejor. Él porfiaba en taparla con manos y brazos, pegando
respingos de conejo montés cautivo y sujeto. Sólo se descubría su cabellera, el monte de rizos
castaños como la propia castaña madura, envedijados, revueltos con briznas de paja y motas de
barro seco, y el cuello y nuca, dorados por el sol.
- Julián, ¿tiene usted ahí una pieza de dos cuartos?
- Sí, señora.
- Toma, rapaciño... A ver si me pierdes el miedo.
Fue eficaz el conjuro. Alargó el chiquillo la mano, y metió rápidamente en el seno la moneda.
Nucha vio entonces el rostro redondeado, hoyoso, graciosísimo y correcto a la vez, como el de
los amores de bronce que sostienen mecheros y lámparas. Una risa entre picaresca y celestial
alegraba tan linda obra de la naturaleza. Nucha le plantó un beso en cada carrillo.
-¡Qué monada! ¡Dios lo bendiga! ¿Cómo te llamas, pequeño?
- Perucho - contestó el pilluelo con sumo desenfado.
-¡El nombre de mi marido! - exclamó la señorita con viveza -. ¿Apostemos a que es su ahijado?
¿Eh?
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- Es su ahijado, su ahijado - se apresuró a declarar Julián, que desearía ponerle al chico un tapón
en aquella boca risueña, de carnosos labios cupidinescos. No pudiendo hacerlo intentó sacar la
conversación de terreno tan peligroso.
-¿Para qué querías tú los huevos? Dilo y te doy otros dos cuartos, anda.
- Los vendo - declaró Perucho concisamente.
- Con que los vendes, ¿eh? Tenemos aquí un negociante... ¿Y a quién los vendes?
-A las mujeres de por ahí, que van a la vila...
- Sepamos, ¿a cómo te pagan?
- Dos cuartos por la ducia.
- Pues mira - díjole Nucha cariñosamente -, de aquí en adelante me los vas a vender a mí, que te
pagaré otro tanto. Por lo bonito que eres no quiero reñirte ni enfadarme contigo. ¡Quiá! Vamos a
ser muy amigotes tú y yo. Lo primerito que te he de regalar son unos pantalones... No andas muy
decente que digamos.
En efecto, por los desgarrones y aberturas del sucio calzón de estopa del chico hacían irrupción
sus fresquísimas y lozanas carnes, cuya morbidez no alcanzaba a encubrir el fango y suciedad
que les servía de vestidura, a falta de otra más decorosa.
-¡Angelitos! - murmuró Nucha -. ¡Parece mentira que los traigan así! Yo no sé cómo no se
matan, cómo no perecen de frío... Julián, hay que vestir a este niño Jesús.
- Sí, ¡buen niño Jesús está él! - gruñó Julián -. El mismísimo enemigo malo, ¡Dios me perdone!
No le tenga lástima, señorita; es un diablillo, más travieso que un mico... Lo que no hice yo para
enseñarle a leer y escribir, para acostumbrarle a que se lavase esos hocicos y esas patas... ¡Ni
atándolo, señorita, ni atándolo! Y está más sano que una manzana con la vida que trae. Ya se ha
caído dos veces al estanque este año, y de una por poco se ahoga.
- Vaya, Julián, ¿qué quiere usted que haga a su edad? No ha de ser formal como los mayores.
Ven conmigo, rapaz, que voy a arreglarte algo para que te tapes esas piernecitas... ¿No tiene
calzado? Pues hay que encargarle unos zuecos bien fuertes, de álamo... Y le voy a predicar un
sermón a su madre para que me lo enjabone todos los días. Usted le va a dar lección otra vez. O
le haremos ir a la escuela, que será lo mejor.
No hubo quien apease a Nucha de su caritativo propósito. Julián estaba con el alma en un hilo,
temiendo que de semejante aproximación resultase alguna catástrofe. No obstante, la bondad
natural de su corazón hizo que se interesase nuevamente por aquella obra pía, que ya había
intentado sin fruto. Veía en ella mayor demostración de la hermosura moral de Nucha. Parecíale
que era providencial el que la señorita cuidase a aquel mal retoño de tronco ruin. Y Nucha
entretanto se divertía infinito con su protegido; hacíale gracia su propia desvergüenza, sus
instintos truhanescos, su afán por apandar huevos y fruta, su avidez al coger las monedas, su
afición al vino y a los buenos bocados. Aspiraba a enderezar aquel arbolito tierno, civilizándole a
la vez la piel y el espíritu. Obra de romanos, decía el capellán.
- XV Por entonces se dedicó el matrimonio Moscoso a pagar visitas de la aristocracia circunvecina.
Nucha montaba la borriquilla, y su marido la yegua castaña; Julián los acompañaba en mula;
alguno de los perros favoritos del marqués se incorporaba a la comitiva siempre, y dos mozos,
vestidos con la ropa dominguera, la más bordada faja, el sombrero de fieltro nuevecito,
empuñando varas verdes que columpiaban al andar, iban de espolistas, encargados de tener mano
de las monturas cuando se apeasen los jinetes.
La tanda empezó por la señora jueza de Cebre. Abrió la puerta la criada en pernetas, que al ver a
Nucha bajarse de su cabalgadura y arreglar los volantes del traje con el mango de la sombrilla,
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echó a correr despavorida hacia el interior de la casa, clamando como si anunciase fuego o
ladrones:
- Señora... ¡Ay, mi señora! ¡Unos señores...!, ¡hay unos señores aquí!
Ningún eco respondió a sus alaridos de consternación; pero transcurridos breves minutos,
apareció en el zaguán el juez en persona, deshaciéndose en excusas por la torpeza de la
muchacha: era inconcebible el trabajo que costaba domesticarlas; se les repetía mil veces la
misma cosa, y nada, no aprendían a recibir a las... pues... de la manera que... Al murmurar así,
arqueaba el codo ofreciendo a Nucha el sostén de su brazo para subir la escalera; y siendo ésta
tan angosta que no cabían dos personas de frente, la señora de Moscoso pasaba los mayores
trabajos del mundo intentando asirse con las yemas de los dedos al brazo del buen señor, que
subía dos escalones antes que ella todo torcido y sesgado. Llegados a la puerta de la sala, el juez
empezó a palparse, buscando ansiosamente algo en los bolsillos, articulando a media voz
monosílabos entrecortados y exclamaciones confusas. De repente exhaló una especie de bramido
terrible.
- Pepa... ¡Pepaaaá!
Se oyó el ¡clac! de los pies descalzos, y el juez interpeló a la fámula:
- La llave, ¿vamos a ver? ¿Dónde Judas has metido la llave?
Pepa se la alargaba ya a toda prisa, y el juez, cambiando de tono y pasando de la más furiosa
ronquera a la más meliflua dulzura, empujó la puerta y dijo a Nucha:
- Por aquí, señora mía, por aquí..., tenga usted la bondad...
La sala estaba completamente a oscuras. Nucha tropezó con una mesa, a tiempo que el juez
repetía:
- Tenga usted la bondad de sentarse, señora mía... Usted dispense...
La claridad que bañó la habitación, una vez abiertas las maderas de la ventana, permitió a Nucha
distinguir al fin el sofá de repis azul, los dos sillones haciendo juego, el velador de caoba, la
alfombra tendida a los pies del sofá y que representaba un ferocísimo tigre de Bengala, color de
canela fina. Al juez todo se le volvía acomodar a los visitadores, insistiendo mucho en si al
marqués de Ulloa le convenía la luz de frente o estaría mejor de espaldas a la vidriera; al mismo
tiempo lanzaba ojeadas de sobresalto en derredor, porque le iba sabiendo mal la tardanza de su
mujer en presentarse. Esforzábase en sostener la conversación, pero su sonrisa tenía la
contracción de una mueca, y su ojo severo se volvía hacia la puerta muy a menudo. Al cabo se
oyó en el corredor crujido de enaguas almidonadas: la señora jueza entró, sofocada y compuesta
de fresco, según claramente se veía en todos los pormenores de su tocado; acababa de embutir su
respetable humanidad en el corsé, y sin embargo no había logrado abrochar los últimos botones
del corpiño de seda; el moño postizo, colocado a escape, se torcía inclinándose hacia la oreja
izquierda; traía un pendiente desabrochado, y no habiéndole llegado el tiempo para calzarse,
escondía con mil trabajos, entre los volantes pomposos de la falda de seda, las babuchas de
orillo.
Aunque Nucha no pecaba de burlona, no pudo menos de hacerle gracia el atavío de la jueza, que
pasaba por el figurín vivo de Cebre, y a hurtadillas sonrió a Julián mostrándole con
imperceptible guiño los collares, dijes y broches que lucía en el cuello la señora, mientras ésta a
su vez devoraba e inventariaba el sencillo adorno de la recién casada santiaguesa. La visita fue
corta, porque el marqués deseaba cumplir aquel mismo día con el Arcipreste, y la parroquia de
Loiro distaba una legua por lo menos de la villita de Cebre. Se despidieron de la autoridad
judicial tan ceremoniosamente como habían entrado, con los mismos requilorios de brazo y
acompañamiento y muchos ofrecimientos de casa y persona.
Era preciso para ir a Loiro internarse bastante en la montaña, y seguir una senda llena de
despeñaderos y precipicios, que sólo se hacía practicable al acercarse a los dominios del
arciprestazgo, vastos y ricos algún día, hoy casi anulados por la desamortización. La rectoral
daba señales de su esplendor pasado; su aspecto era conventual; al entrar y apearse en el zaguán,
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los señores de Ulloa sintieron la impresión del frío subterráneo de una ancha cripta abovedada,
donde la voz humana retumbaba de un modo extraño y solemne. Por la escalera de anchos
peldaños y monumental balaústre de piedra bajaba dificultosamente, con la lentitud y el balanceo
con que caminan los osos puestos en dos pies, una pareja de seres humanos monstruosa,
deforme, que lo parecía más viéndola así reunida: el Arcipreste y su hermana. Ambos jadeaban:
su dificultosa respiración parecía el resuello de un accidentado; las triples roscas de la papada y
el rollo del pestorejo aureolaban con formidable nimbo de carne las faces moradas de puro
inyectadas de sangre espesa; y cuando se volvían de espaldas, en el mismo sitio en que el
Arcipreste lucía la tonsura ostentaba su hermana un moñito de pelo gris, análogo al que gastan
los toreros. Nucha, a quien el recibimiento del juez y el tocado de su señora habían puesto de
buen humor, volvió a sonreír disimuladamente, sobre todo al notar los quidproquos de la
conversación, producidos por la sordera de los dos respetables hermanos. No desmintiendo éstos
la hospitalaria tradición campesina, hicieron pasar a los visitadores, quieras no quieras, al
comedor, donde un mármol se hubiera reído también observando cómo la mesa del refresco, la
misma en que comían a diario los dueños de casa, tenía dos escotaduras, una frente a otra, sin
duda destinadas a alojar desahogadamente la rotundidad de un par de abdómenes gigantescos.
El regreso a los Pazos fue animado por comentarios y bromas acerca de las visitas: hasta Julián
dio de mano a su formalidad y a su indulgencia acostumbrada para divertirse a cuenta de la mesa
escotada y del almacén de quincalla que la señora jueza lucía en el pescuezo y seno. Pensaban
con regocijo en que al día siguiente se les preparaba otra excursión del mismo género, sin duda
igualmente divertida: tocábales ver a las señoritas de Molende y a los señores de Limioso.
Salieron de los Pazos tempranito, porque bien necesitaban toda la larga tarde de verano para
cumplir el programa; y acaso no les alcanzaría, si no fuese porque a las señoritas de Molende no
las encontraron en casa; una mocetona que pasaba cargada con un haz de hierba explicó
difícilmente que las señoritas iban en la feria de Vilamorta, y sabe Dios cuándo volverían de allá.
Le pesó a Nucha, porque las señoritas, que habían estado en los Pazos a verla, le agradaban, y
eran los únicos rostros juveniles, las únicas personas en quienes encontraba reminiscencias de la
cháchara alegre y del fresco pico de sus hermanas, a las cuales no podía olvidar. Dejaron un
recado de atención a cargo de la mocetona y torcieron monte arriba, camino del Pazo de
Limioso.
El camino era difícil y se retorcía en espiral alrededor de la montaña; a uno y otro lado, las cepas
de viña, cargadas de follaje, se inclinaban sobre él como para borrarlo. En la cumbre amarilleaba
a la luz del sol poniente un edificio prolongado, con torre a la izquierda, y a la derecha un
palomar derruido, sin techo ya. Era la señorial mansión de Limioso, un tiempo castillo roquero,
nido de azor colgado en la escarpada umbría del montecillo solitario, tras del cual, en el
horizonte, se alzaba la cúspide majestuosa del inaccesible Pico Leiro. No se conocía en todo el
contorno, ni acaso en toda la provincia, casa infanzona más linajuda ni más vieja, y a cuyo
nombre añadiesen los labriegos con acento más respetuoso el calificativo de Pazo, palacio,
reservado a las moradas hidalgas.
Desde bastante cerca, el Pazo de Limioso parecía deshabitado, lo cual aumentaba la impresión
melancólica que producía su desmantelado palomar. Por todas partes indicios de abandono y
ruina: las ortigas obstruían la especie de plazoleta o patio de la casa; no faltaban vidrios en las
vidrieras, por la razón plausible de que tales vidrieras no existían, y aun alguna madera,
arrancada de sus goznes, pendía torcida, como un jirón en un traje usado. Hasta las rejas de la
planta baja, devoradas de orín, subían las plantas parásitas, y festones de yedra seca y raquítica
corrían por entre las junturas desquiciadas de las piedras. Estaba el portón abierto de par en par,
como puerta de quien no teme a ladrones; pero al sonido mate de los cascos de las monturas en el
piso herboso del patio, respondieron asmáticos ladridos y un mastín y dos perdigueros se
abalanzaron contra los visitantes, desperdiciando por las fauces el poco brío que les quedaba,
pues ninguno de aquellos bichos tenía más que un erizado pelaje sobre una armazón de huesos
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prontos a agujerearlo al menor descuido. El mastín no podía, literalmente, ejecutar el esfuerzo
del ladrido: temblábanle las patas, y la lengua le salía de un palmo entre los dientes, amarillos y
roídos por la edad. Apaciguáronse los perdigueros a la voz del señor de Ulloa, con quien habían
cazado mil veces; no así el mastín, resuelto sin duda a morir en la demanda, y a quien sólo acalló
la aparición de su amo el señorito de Limioso.
¿Quién no conoce en la montaña al directo descendiente de los paladines y ricohombres gallegos,
al infatigable cazador, al acérrimo tradicionalista? Ramonciño Limioso contaría a la sazón poco
más de veintiséis años, pero ya sus bigotes, sus cejas, su cabello y sus facciones todas tenían una
gravedad melancólica y dignidad algún tanto burlesca para quien por primera vez lo veía. Su
entristecido arqueo de cejas le prestaba vaga semejanza con los retratos de Quevedo; su
pescuezo, flaco, pedía a voces la golilla, y en vez de la vara que tenía en la mano, la imaginación
le otorgaba una espada de cazoleta. Donde quiera que se encontrase aquel cuerpo larguirucho,
aquel gabán raído, aquellos pantalones con rodilleras y tal cual remiendo, no se podía dudar que,
con sus pobres trazas, Ramón Limioso era un verdadero señor desde sus principios - así decían
los aldeanos - y no hecho a puñetazos, como otros.
Lo era hasta en el modo de ayudar a Nucha a bajarse de la borrica, en la naturalidad galante con
que le ofreció no el brazo, sino, a la antigua usanza, dos dedos de la mano izquierda para que en
ellos apoyase la palma de su diestra la señora de Ulloa. Y con el decoro propio de un paso de
minueto, la pareja entró por el Pazo de Limioso adelante, subiendo la escalera exterior que
conducía al claustro, no sin peligro de rodar por ella: tales estaban de carcomidos los venerables
escalones. El tejado del claustro era un puro calado; veíanse, al través de las tejas y las vigas,
innumerables retales de terciopelo azul celeste; la cría de las golondrinas piaba dulcemente en
sus nidos, cobijados en el sitio más favorable, tras el blasón de los Limiosos, repetido en el
capitel de cada pilar en tosca escultura - tres peces bogando en un lago, un león sosteniendo una
cruz -. Fue peor cuando entraron en la antesala. Muchos años hacía que la polilla y la vetustez
habían dado cuenta de la tablazón del piso; y no alcanzando, sin duda, los medios de los
Limiosos a echar piso nuevo, se habían contentado con arrojar algunas tablas sueltas sobre los
pontones y las vigas, y por tan peligroso camino cruzó tranquilamente el señorito, sin dejar de
ofrecer los dedos a Nucha, y sin que ésta se atreviese a solicitar más firme apoyo. Cada tablón en
que sentaban el pie se alzaba y blandía, descubriendo abajo la negra profundidad de la bodega,
con sus cubas vestidas de telarañas. Atravesaron impávidos el abismo y penetraron en la sala,
que al menos poseía un piso clavado, aunque en muchos sitios roto y en todos casi reducido a
polvo sutil por el taladro de los insectos.
Nucha se quedó inmóvil de sorpresa. En un ángulo de la sala medio desaparecía bajo un gran
acervo de trigo un mueble soberbio, un vargueño incrustado de concha y marfil; en las paredes,
del betún de los cuadros viejos y ahumados se destacaba a lo mejor una pierna de santo
martirizado, toda contraída, o el anca de un caballo, o una cabeza carrilluda de angelote; frente a
la esquina del trigo, se alzaba un estrado revestido de cuero de Córdoba, que aún conservaba su
rica coloración y sus oros intensos; ante el estrado, en semicírculo, magníficos sitiales
escultados, con asiento de cuero también; y entre el trigo y el estrado, sentadas en tallos (asientos
de tronco de roble bruto, como los que usan los labriegos más pobres), dos viejas secas, pálidas,
derechas, vestidas de hábito del Carmen, ¡hilaban!
Jamás había creído la señora de Moscoso que vería hilar más que en las novelas o en los cuentos,
a no ser a las aldeanas, y le produjo singular efecto el espectáculo de aquellas dos estatuas
bizantinas, que tales parecían por su quietud y los rígidos pliegues de su ropa, manejando el huso
y la rueca, y suspendiendo a un mismo tiempo la labor cuando ella entró. En nombre de las dos
estatuas - que eran las tías paternas del señorito de Limioso - había visitado éste a Nucha; vivía
también en el Pazo el padre, paralítico y encamado, pero a éste nadie le echaba la vista encima;
su existencia era como un mito, una leyenda de la montaña. Las dos ancianas se irguieron y
tendieron a Nucha los brazos con movimiento tan simultáneo que no supo a cuál de ellas atender,
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y a la vez y en las dos mejillas sintió un beso de hielo, un beso dado sin labios y acompañado del
roce de una piel inerte. Sintió también que le asían las manos otras manos despojadas de carne,
consuntas, amojamadas y momias; comprendió que la guiaban hacia el estrado, y que le ofrecían
uno de los sitiales, y apenas se hubo sentado en él, conoció con terror que el asiento se
desvencijaba, se hundía; que se largaba cada pedazo del sitial por su lado sin crujidos ni
resistencia; y con el instinto de la mujer encinta, se puso de pie, dejando que la última prenda del
esplendor de los Limiosos se derrumbase en el suelo para siempre...
Salieron del goteroso Pazo cuando ya anochecía, y sin que se lo comunicasen, sin que ellos
mismos pudiesen acaso darse cuenta de ello, callaron todo el camino porque les oprimía la
tristeza inexplicable de las cosas que se van.
- XVI Debía el sucesor de los Moscosos andar ya cerca de este mundo, porque Nucha cosía sin
descanso prendas menudas semejantes a ropa de muñecas. A pesar de la asiduidad en la labor, no
se desmejoraba, al contrario, parecía que cada pasito de la criatura hacia la luz del día era en
beneficio de su madre. No podía decirse que Nucha hubiese engruesado, pero sus formas se
llenaban, volviéndose suaves curvas lo que antes eran ángulos y planicies. Sus mejillas se
sonroseaban, aunque le velaba frente y sienes esa ligera nube oscura conocida por paño. Su pelo
negro parecía más brillante y copioso; sus ojos, menos vagos y más húmedos; su boca, más
fresca y roja. Su voz se había timbrado con notas graves. En cuanto al natural aumento de su
persona, no era mucho ni la afeaba, prestando solamente a su cuerpo la dulce pesadez que se nota
en el de la Virgen en los cuadros que representan la Visitación. La colocación de sus manos,
extendidas sobre el vientre como para protegerlo, completaba la analogía con las pinturas de tan
tierno asunto.
Hay que reconocer que don Pedro se portaba bien con su esposa durante aquella temporada de
expectación. Olvidando sus acostumbradas correrías por montes y riscos, la sacaba todas las
tardes, sin faltar una, a dar paseítos higiénicos, que crecían gradualmente; y Nucha, apoyada en
su brazo, recorría el valle en que los Pazos de Ulloa se esconden, sentándose en los murallones y
en los ribazos al sentirse muy fatigada. Don Pedro atendía a satisfacer sus menores deseos: en
ocasiones se mostraba hasta galante, trayéndole las flores silvestres que le llamaban la atención,
o ramas de madroño y zarzamora cuajadas de fruto. Como a Nucha le causaban fuerte
sacudimiento nervioso los tiros, no llevaba jamás el señorito su escopeta, y había prohibido
expresamente a Primitivo cazar por allí. Parecía que la leñosa corteza se le iba cayendo, poco a
poco, al marqués, y que su corazón bravío y egoísta se inmutaba, dejando asomar, como entre las
grietas de la pared, florecillas parásitas, blandos afectos de esposo y padre. Si aquello no era el
matrimonio cristiano soñado por el excelente capellán, viven los cielos que debía asemejársele
mucho.
Julián bendecía a Dios todos los días. Su devoción había vuelto, no a renacer, pues no muriera
nunca, pero sí a reavivarse y encenderse. A medida que se acercaba la hora crítica para Nucha, el
capellán permanecía más tiempo de rodillas dando gracias al terminar la misa; prolongaba más
las letanías y el rosario; ponía más alma y fervor en el cuotidiano rezo. Y no entran en la cuenta
dos novenas devotísimas, una a la Virgen de Agosto, otra a la Virgen de Septiembre.
Figurábasele este culto mariano muy adecuado a las circunstancias, por la convicción cada vez
más firme de que Nucha era viva imagen de Nuestra Señora, en cuanto una mujer concebida en
pecado puede serlo.
Al oscurecer de una tarde de octubre estaba Julián sentado en el poyo de su ventana, engolfado
en la lectura del P. Nieremberg. Sintió pasos precipitados en la escalera. Conoció el modo de
pisar de don Pedro. El rostro del señor de Ulloa derramaba satisfacción.
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-¿Hay novedades? - preguntó Julián soltando el libro.
-¡Ya lo creo! Nos hemos tenido que volver del paseo a escape.
-¿Y han ido a Cebre por el médico?
- Va allá Primitivo.
Julián torció el gesto.
- No hay que asustarse... Detrás de él van a salir ahora mismo otros dos propios. Quería ir yo en
persona, pero Nucha dice que no se queda ahora sin mí.
- Lo mejor sería ir yo también por si acaso - exclamó Julián -. Aunque sea a pie y de noche...
Lanzó don Pedro una de sus terribles y mofadoras carcajadas.
-¡Usted! - clamó sin cesar de reír -. ¡Vaya una ocurrencia, don Julián!
El capellán bajó los ojos y frunció el rubio ceño. Sentía cierta vergüenza de su sotana, que le
inutilizaba para prestar el menor servicio en tan apretado trance. Y al par que sacerdote era
hombre, de modo que tampoco podía penetrar en la cámara donde se cumplía el misterio. Sólo
tenían derecho a ello dos varones: el esposo y el otro, el que Primitivo iba a buscar, el
representante de la ciencia humana. Acongojóse el espíritu de Julián pensando en que el recato
de Nucha iba a ser profanado, y su cuerpo puro tratado quizás como se trata a los cadáveres en la
mesa de anatomía: como materia inerte, donde no se cobija ya un alma. Comprendió que se
apocaba y afligía.
- Llámeme usted si para algo me necesita, señor marqués - murmuró con desmayada voz.
- Mil gracias, hombre... Venía únicamente a darle a usted la buena noticia.
Don Pedro volvió a bajar la escalera rápidamente silbando una riveirana, y el capellán, al pronto,
se quedó inmóvil. Pasóse luego la mano por la frente, donde rezumaba un sudorcillo. Miró a la
pared. Entre varias estampitas pendientes del muro y encuadradas en marcos de briche y
lentejuelas, escogió dos: una de San Ramón Nonnato y otra de Nuestra Señora de la Angustia,
sosteniendo en el regazo a su Hijo muerto. Él la hubiera preferido de la Leche y Buen Parto, pero
no la tenía, ni se había acordado mucho de tal advocación hasta aquel instante. Desembarazó la
cómoda de los cachivaches que la obstruían y puso encima, de pie, las estampas. Abrió después
el cajón, donde guardaba algunas velas de cera destinadas a la capilla; tomó un par, las acomodó
en candeleros de latón, y armó su altarito. Así que la luz amarillenta de los cirios se reflejó en los
adornos y cristal de los cuadros, el alma de Julián sintió consuelo inefable. Lleno de esperanza,
el capellán se reprendió a sí mismo por haberse juzgado inútil en momentos semejantes. ¡Él
inútil! Cabalmente le incumbía lo más importante y preciso, que es impetrar la protección del
cielo. Y arrodillándose henchido de fe, dio principio a sus oraciones.
El tiempo corría sin interrumpirlas. De abajo no llegaba noticia alguna. A eso de las diez
reconoció Julián que sus rodillas hormigueaban con insufrible hormigueo, que se apoderaba de
sus miembros dolorosa lasitud, que se le desvanecía la cabeza. Hizo un esfuerzo y se incorporó
tambaleándose. Una persona entró. Era Sabel, a quien el capellán miró con sorpresa, pues hacía
bastante tiempo que no se presentaba allí.
- De parte del señorito, que baje a cenar.
-¿Ha venido su padre de usted? ¿Ha llegado el médico? - interrogó ansiosamente Julián, no
atreviéndose a preguntar otra cosa.
- No, señor... De aquí a Cebre hay un bocadito.
En el comedor encontró Julián al marqués cenando con apetito formidable, como hombre a quien
se le ha retrasado la pitanza dos horas más que de costumbre. Julián trató de imitar aquel sosiego,
sentándose y extendiendo la servilleta.
-¿Y la señorita? - preguntó con afán.
-¡Pss!... Ya puede usted suponer que no muy a gusto.
-¿Necesitará algo mientras usted está aquí?
- No. Tiene allá a su doncella, la Filomena. Sabel también ayuda para cuanto se precise.
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Julián no contestó. Sus reflexiones valían más para calladas que para dichas. Era una
monstruosidad que Sabel asistiese a la legítima esposa; pero si no se le ocurría al marido, ¿quién
tenía valor para insinuárselo? Por otra parte, Sabel, en realidad, no carecía de experiencia
doméstica, ni dejaría de ser útil. Notó Julián que el marqués, a diferencia de algunas horas antes,
parecía malhumorado e impaciente. Recelaba el capellán interrogarle. Determinóse al fin.
-¿Y... dará tiempo a que llegue el médico?
-¿Que si da tiempo? - respondió el señorito embaulando y mascando con colérica avidez -.
¡Como no lo dé de más! Estas señoritas finas son muy delicadas y difíciles para todo... Y cuando
no hay un gran físico... Si fuese por el estilo de su hermana Rita...
Descargó un porrazo con el vaso en la mesa, y añadió sentenciosamente:
- Son una calamidad las mujeres de los pueblos... Hechas de alfeñique... Le aseguro a usted que
tiene una debilidad, y una tendencia a las convulsiones y a los síncopes, que... ¡Melindres,
diantre! ¡Melindres a que las acostumbran desde pequeñas!
Pegó otro trompis y se levantó, dejando solo en el comedor a Julián. No sabía éste qué hacer de
su persona, y pensó que lo mejor era emprender de nuevo plática con los santos. Subió. Las velas
seguían ardiendo, y el capellán volvió a arrodillarse. Las horas pasaban y pasaban, y no se oían
más ruidos que el viento de la noche al gemir en los castaños, y el hondo sollozo del agua en la
represa del cercano molino. Sentía Julián cosquilleo y agujetas en los muslos, frío en los huesos
y pesadez en la cabeza. Dos o tres veces miró hacia su cama, y otras tantas el recuerdo de la
pobrecita, que sufría allá abajo, le detuvo. Dábale vergüenza ceder a la tentación. Mas sus ojos se
cerraban, su cabeza, ebria de sueño, caía sobre el pecho. Se tendió vestido, prometiéndose
despabilarse al punto. Despertó cuando ya era de día.
Al encontrarse vestido, se acordó, y tratándose mentalmente de marmota y leño, pensó si ya
estaría en el mundo el nuevo Moscoso. Bajó apresurado, frotándose los párpados, medio aturdido
aún. En la antesala de la cocina se dio de manos a boca con Máximo Juncal, el médico de Cebre,
con bufanda de lana gris arrollada al cuello, chaquetón de paño pardo, botas y espuelas.
-¿Llega usted ahora mismo? - preguntó asombrado el capellán.
- Sí, señor... Primitivo dice que estuvieron llamando anoche a mi puerta él y otros dos, pero que
no les abrió nadie... Verdad que mi criada es algo sorda; mas con todo..., si llamasen como Dios
manda... En fin, que hasta el amanecer no me llegó el aviso. De cualquier manera parece que
vengo muy a tiempo todavía... Primeriza al fin y al cabo... Estas batallas acostumbran durar
bastante... Allá voy a ver qué ocurre...
Precedido de don Pedro, echó a andar látigo en mano y resonándole las espuelas, de modo que la
imagen bélica que acababa de emplear parecía exacta, y cualquiera le tomaría por el general que
acude a decidir con su presencia y sus órdenes la victoria. Su continente resuelto infundía
confianza. Reapareció a poco pidiendo una taza de café bien caliente, pues con la prisa de venir
se encontraba en ayunas. Al señorito le sirvieron chocolate. Emitió el médico su dictamen
facultativo: armarse de paciencia, porque el negocio iba largo.
Don Pedro, de humor algo fosco y con las facciones hinchadas por el insomnio, quiso a toda
costa saber si había peligro.
- No, señor; no, señor - contestó Máximo desliendo el azúcar con la cucharilla y echando ron en
el café -. Si se presentan dificultades, estamos aquí... Tú, Sabel: una copita pequeña.
En la copita pequeña escanció también ron, que paladeó mientras el café se enfriaba. El marqués
le tendió la petaca llena.
- Muchas gracias... - pronunció el médico encendiendo un habano -. Por ahora estamos a ver
venir. La señora es novicia, y no muy fuerte... A las mujeres se les da en las ciudades la
educación más antihigiénica: corsé para volver angosto lo que debe ser vasto; encierro para
producir la clorosis y la anemia; vida sedentaria, para ingurgitarlas y criar linfa a expensas de la
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sangre... Mil veces mejor preparadas están las aldeanas para el gran combate de la gestación y
alumbramiento, que al cabo es la verdadera función femenina.
Siguió explanando su teoría, queriendo manifestar que no ignoraba las más recientes y osadas
hipótesis científicas, alardeando de materialismo higiénico, ponderando mucho la acción
bienhechora de la madre naturaleza. Veíase que era mozo inteligente, de bastante lectura y
determinado a lidiar con las enfermedades ajenas; mas la amarillez biliosa de su rostro, la lividez
y secura de sus delgados labios, no prometían salud robusta. Aquel fanático de la higiene no
predicaba con el ejemplo. Asegurábase que tenía la culpa el ron y una panadera de Cebre, con
salud para vender y regalar cuatro doctores higienistas.
Don Pedro chupaba también con ensañamiento su cigarro y rumiaba las palabras del médico, que
por extraño caso, atendida la diferencia entre un pensamiento relleno de ciencia novísima y otro
virgen hasta de lectura, conformaban en todo con su sentir. También el hidalgo rancio pensaba
que la mujer debe ser principalmente muy apta para la propagación de la especie. Lo contrario le
parecía un crimen. Acordábase mucho, mucho, con extraños remordimientos casi incestuosos,
del robusto tronco de su cuñada Rita. También recordó el nacimiento de Perucho, un día que
Sabel estaba amasando. Por cierto que la borona que amasaba no hubiera tenido tiempo de
cocerse cuando el chiquillo berreaba ya diciendo a su modo que él era de Dios como los demás y
necesitaba el sustento. Estas memorias le despertaron una idea muy importante.
- Diga, Máximo... ¿le parece que mi mujer podrá criar?
Máximo se echó a reír, saboreando el ron.
- No pedir gollerías, señor don Pedro... ¡Criar! Esa función augusta exige complexión muy
vigorosa y predominio del temperamento sanguíneo... No puede criar la señora.
- Ella es la que se empeña en eso - dijo con despecho el marqués -; yo bien me figuré que era un
disparate... por más que no creí a mi mujer tan endeble... En fin, ahora tratamos de que no nazca
el niño para rabiar de hambre. ¿Tendré tiempo de ir a Castrodorna? La hija de Felipe el casero,
aquella mocetona, ¿no sabe usted?...
-¿Pues no he de saber? ¡Gran vaca! Tiene usted ojo médico... Y está parida de dos meses. Lo que
no sé es si los padres la dejarán venir. Creo que son gente honrada en su clase y no quieren
divulgar lo de la hija.
-¡Música celestial! Si hace ascos la traigo arrastrando por la trenza... A mí no me levanta la voz
un casero mío. ¿Hay tiempo o no de ir allá?
- Tiempo, sí. Ojalá acabásemos antes; pero no lleva trazas.
Cuando el señorito salió, Máximo se sirvió otra copa de ron y dijo en confianza al capellán:
- Si yo estuviese en el pellejo del Felipe... ya le quiero un recado a don Pedro. ¿Cuándo se
convencerán estos señoritos de que un casero no es un esclavo? Así andan las cosas de España:
mucho de revolución, de libertad, de derechos individuales... ¡Y al fin, por todas partes la tiranía,
el privilegio, el feudalismo! Porque, vamos a ver, ¿qué es esto sino reproducir los ominosos
tiempos de la gleba y las iniquidades de la servidumbre? Que yo necesito tu hija, ¡zas!, pues
contra tu voluntad te la cojo. Que me hace falta leche, una vaca humana, ¡zas!, si no quieres dar
de mamar de grado a mi chiquillo, le darás por fuerza. Pero le estoy escandalizando a usted.
Usted no piensa como yo, de seguro, en cuestiones sociales.
- No señor; no me escandalizo - contestó apaciblemente Julián -. Al contrario... Me dan ganas de
reír porque me hace gracia verle a usted tan sofocado. Mire usted qué más querrá la hija de
Felipe que servir de ama de cría en esta casa. Bien mantenida, bien regalada, sin trabajar...
Figúrese.
-¿Y el albedrío? ¿Quiere usted coartar el albedrío, los derechos individuales? Supóngase que la
muchacha se encuentre mejor avenida con su honrada pobreza que con todos esos beneficios y
ventajas que usted dice... ¿No es un acto abusivo traerla aquí de la trenza, porque es hija de un
casero? Naturalmente que a usted no se lo parece; claro está. Vistiéndose por la cabeza, no se
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puede pensar de otro modo; usted tiene que estar por el feudalismo y la teocracia. ¿Acerté? No
me diga usted que no.
- Yo no tengo ideas políticas - aseveró Julián sosegadamente; y de pronto, como recordando,
añadió - ¿Y no sería bien dar una vuelta a ver cómo lo pasa la señorita?
-¡Pchs!... No hago por ahora gran falta allá, pero voy a ver. Que no se lleven la botella del ron,
¿eh? Hasta dentro de un instante.
Volvió en breve, e instalándose ante la copa mostró querer reanudar la conversación política, a la
cual profesaba desmedida afición, prefiriendo, en su interior, que le contradijesen, pues entonces
se encendía y exaltaba, encontrando inesperados argumentos. Las violentas discusiones en que se
llegaba a vociferar y a injuriarse le esparcían la estancada bilis, y la función digestiva y
respiratoria se le activaba, produciéndole gran bienestar. Disputaba por higiene: aquella gimnasia
de la laringe y del cerebro le desinfartaba el hígado.
-¿Con que usted no tiene ideas políticas? A otro perro con ese hueso, padre Julián... Todos los
pájaros de pluma negra vuelan hacia atrás, no andemos con cuentos. Y si no, a ver, hagamos la
prueba: ¿qué piensa usted de la revolución? ¿Está usted conforme con la libertad de cultos? Aquí
te quiero, escopeta. ¿Está usted de acuerdo con Suñer?
-¡Vaya unas cosas que tiene el señor don Máximo! ¿Cómo he de estar de acuerdo con Suñer?
¿No es ése que dijo en el Congreso blasfemias horrorosas? ¡Dios le alumbre!
- Hable claro: ¿usted piensa como el abad de San Clemente de Boán? Ése dice que a Suñer y a
los revolucionarios no se les convence con razones, sino a trabucazo limpio y palo seco. ¿Usted
qué opina?
- Son dichos de acaloramiento... Un sacerdote es hombre como todos y puede enfadarse en una
disputa y echar venablos por la boca.
- Ya lo creo; y por lo mismo que es hombre como todos puede tener intereses bastardos, puede
querer vivir holgazanamente explotando la tontería del prójimo, puede darse buena vida con los
capones y cabritos de los feligreses... No me negará usted esto.
- Todos somos pecadores, don Máximo.
- Y aún puede hacer cosas peores, que... se sobrentienden..., ¿eh? No sofocarse.
- Sí, señor. Un sacerdote puede hacer todas las cosas malas del mundo. Si tuviésemos privilegio
para no pecar, estábamos bien; nos habíamos salvado en el momento mismo de la ordenación,
que no era floja ganga. Cabalmente, la ordenación nos impone deberes más estrechos que a los
demás cristianos, y es doblemente difícil que uno de nosotros sea bueno. Y para serlo del modo
que requeriría el camino de perfección en que debemos entrar al ordenarnos de sacerdotes, se
necesita, aparte de nuestros esfuerzos, que la gracia de Dios nos ayude. Ahí es nada.
Díjolo en tono tan sincero y sencillo, que el médico amainó por algunos instantes.
- Si todos fuesen como usted, don Julián...
- Yo soy el último, el peor. No se fíe usted en apariencias.
-¡Quiá! Los demás son buenas piezas, buenas..., y ni con la revolución hemos conseguido
minarles el terreno... Le parecerá a usted mentira lo que amañaron estos días para dar gusto a ese
bandido de Barbacana...
No hallándose en antecedentes, Julián guardaba silencio.
- Figúrese usted - refirió el médico - que Barbacana tiene a sus órdenes otro facineroso, un
paisano de Castrodorna, conocido por el Tuerto, que va y viene a Portugal a salto de mata,
porque una noche cosió a puñaladas a su mujer y al amante... Hace poco parece que le echó
mano la justicia, pero Barbacana se empeñó en librarlo, y tanto sudaron él y los curas, que el
hombre salió bajo fianza, y se pasea por ahí... De modo que, a pesar de los pesares, nos tiene
usted como siempre, mandados por el infame Barbacana.
- Pero - objetó Julián - yo he oído que aquí, cuando no reina Barbacana, reina otro cacique peor,
que le llaman Trampeta, por los enredos y diabluras que arma a los pobres paisanos chupándoles
el tuétano... Con que por fas o por nefas.
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- Eso... Eso tiene algo de verdad..., pero mire usted, al menos Trampeta no se propone levantar
partidas... Con Barbacana es preciso concluir, pues corresponde con las juntas carlistas de la
provincia para llevar el país a fuego y sangre... ¿Es usted partidario del niño Terso?
- Ya le dije que no tengo opiniones.
- Es que no le da la gana de disputar.
- Francamente, don Máximo, acierta usted. Estoy pendiente de esa pobre señorita... pensando en
lo que puede sucederle. Y no entiendo de política...; no se ría usted..., no entiendo. Sólo entiendo
de decir misa; y el caso es que no la he dicho hoy todavía, y mientras no la diga no me desayuno,
y el estómago se me va... Aplicaré la misa por la necesidad presente. Yo no puedo - añadió con
cierta melancolía - prestarle a la señorita otro auxilio.
Marchóse, dejando al médico sorprendido de encontrar un cura que rehuía entrar en políticas
discusiones, que por aquellos días reemplazaban a las teológicas en todas las sobremesas
patronales, y celebró su misa con gran atención y minuciosidad en las ceremonias. El repique de
la campanilla del acólito resonaba claro y argentino en la vetusta capilla vacía. Oíanse fuera
gorjeos de pájaros en los árboles del huerto, lejano chirrido de carros que salían al trabajo,
rumores campestres gratos, calmantes, bienhechores. Era la misa de San Ramón Nonnato,
elegida para la circunstancia; y cuando el celebrante pronunció «ejus nobis intercessione
concede, ut a peccatorum vinculis absoluti...», parecióle que las cadenas de dolor que ligaban a
la pobre virgencita - que aún entonces se la representaba como tal el capellán - se rompían de
golpe, dejándola libre, gozosa y radiante, con la más feliz maternidad.
Sin embargo, cuando regresó a la casa no había indicios de la susodicha ruptura de cadenas. En
vez de las apresuradas idas y venidas de criados que siempre indican algún acontecimiento
trascendental, notó una calma de mal agüero. El señorito no volvía: verdad es que Castrodorna
distaba bastante de los Pazos. Fue preciso sentarse a la mesa sin él. El médico no intentó disputar
más, porque a su vez empezaba a hallarse preocupado con la flema del heredero de los
Moscosos. Hay que decir, en abono del discutidor higienista, que tomaba su profesión por lo
serio, y la respetaba tanto como Julián la suya. Probábalo su misma manía de la higiene y su
culto de la salud, culto infundido por librotes modernos que sustituyen al Dios del Sinaí con la
diosa Higia. Para Máximo Juncal, inmoralidad era sinónimo de escrofulosis, y el deber se parecía
bastante a una perfecta oxidación de los elementos asimilables. Disculpábase a sí propio ciertos
extravíos, por tener un tanto obstruidas las vías hepáticas.
En aquel momento, el peligro de la señora de Moscoso despertaba su instinto de lucha contra los
males positivos de la tierra: el dolor, la enfermedad, la muerte. Comió distraídamente, y sólo
bebió dos copas de ron. Julián apenas pasó bocado; preguntaba de tiempo en tiempo:
-¿Qué ocurrirá por allí, don Máximo?
Cesó de preguntar cuando el médico le hubo dado, a media voz, algunos detalles, empleando
términos técnicos. La noche caía. Máximo apenas salía del cuarto de la paciente. Sintióse Julián
tan triste y solo, que ya se disponía a subir y encender su altar, para disfrutar al menos la
compañía de las velas y los cuadritos. Pero don Pedro entró impetuosamente, como una ráfaga de
viento huracanado. Traía de la mano una muchachona color de tierra, un castillo de carne: el tipo
clásico de la vaca humana.
- XVII Que Máximo Juncal, ya que es su oficio, reconozca detenidamente la cuenca del río lácteo de la
poderosa bestiaza, conducida por el marqués de Ulloa, no sin asombro de las gentes, en el borrén
delantero de la silla de su yegua, por no haber en Castrodorna otros medios de transporte, y no
permitir la impaciencia de don Pedro que el ama viniese a pie. La yegua recordará toda la vida,
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con temblor general de su cuerpo, aquella jornada memorable en que tuvo que sufrir a la vez el
peso del actual representante de los Moscosos y el de la nodriza del Moscoso futuro.
Cayéronsele a don Pedro las alas del corazón cuando vio que su heredero no había llegado
todavía. En aquel momento le pareció que un suceso tan próximo no se verificaría jamás. Apuró
a Sabel reclamando la cena, pues traía un hambre feroz. Sabel la sirvió en persona, por hallarse
aquel día muy ocupada Filomena, la doncella, que acostumbraba atender al comedor. Estaba
Sabel fresca y apetecible como nunca, y las floridas carnes de su arremangado brazo, el brillo
cobrizo de las conchas de su pelo, la melosa ternura y sensualidad de sus ojos azules, parecían
contrastar con la situación, con la mujer que sufría atroces tormentos, medio agonizando, a corta
distancia de allí. Hacía tiempo que el marqués no veía de cerca a Sabel. Más que mirarla, se
puede decir que la examinó despacio durante algunos minutos. Reparó que la moza no llevaba
pendientes y que tenía una oreja rota; entonces recordó habérsela partido él mismo, al aplastar
con la culata de su escopeta el zarcillo de filigrana, en un arrebato de brutales celos. La herida se
había curado, pero la oreja tenía ahora dos lóbulos en vez de uno.
-¿No duerme nada la señorita? - preguntaba Julián al médico.
-A ratos, entre dolor y dolor... Precisamente me gusta a mí bien poco ese sopor en que cae. Esto
no adelanta ni se gradúa, y lo peor es que pierde fuerzas. Cada vez se me pone más débil. Puede
decirse que lleva cuarenta y ocho horas sin probar alimento, pues me confesó que antes de avisar
a su marido, mucho antes, ya se sintió mal y no pudo comer... Esto de los sueñecitos no me hace
tilín. Para mí, más que modorra, son verdaderos síncopes.
Don Pedro apoyaba con desaliento la cabeza en el cerrado puño.
- Estoy convencido - dijo enfáticamente - de que semejantes cosas sólo les pasan a las señoritas
educadas en el pueblo y con ciertas impertinencias y repulgos... Que les vengan a las mozas de
por aquí con síncopes y desmayos... Se atizan al cuerpo media olla de vino y despachan esta
faena cantando.
- No, señor, hay de todo... Las linfático-nerviosas se aplanan... Yo he tenido casos...
Explicó detenidamente varias lides, no muchas aún, porque empezaba a asistir, como quien dice.
Él estaba por la expectativa: el mejor comadrón es el que más sabe aguardar. Sin embargo, se
llega a un grado en que perder un segundo es perderlo todo. Al aseverar esto, paladeaba sorbos
de ron.
-¿Sabel? - llamó de repente.
-¿Qué quiere, señorito Máximo? - contestó la moza con solicitud.
-¿Dónde me han puesto una caja que traje?
- En su cuarto, sobre la cama.
-¡Ah!, bueno.
Don Pedro miró al médico, comprendiendo de qué se trataba. No así Julián, que asustado por el
hondo silencio que siguió al diálogo de Máximo y Sabel, interrogó indirectamente para saber qué
encerraba la caja misteriosa.
- Instrumentos - declaró el médico secamente.
-¿Instrumentos..., para qué? - preguntó el capellán, sintiendo un sudor que le rezumaba por la
raíz del cabello.
- Para operarla, ¡qué demonio! Si aquí se pudiese celebrar junta de médicos, yo dejaría quizás
que la cosa marchase por sus pasos contados; pero recae sobre mí exclusivamente la
responsabilidad de cuanto ocurra. No me he de cruzar de brazos, ni dejarme sorprender como un
bolonio. Si al amanecer ha aumentado la postración y no veo yo síntomas claros de que esto se
desenrede... hay que determinarse. Ya puede usted ir rezando al bendito San Ramón, señor
capellán.
-¡Si por rezar fuese! - exclamó ingenuamente Julián -. ¡Apenas llevo rezado desde ayer!
De tan sencilla confesión tomó pie el médico para contar mil graciosas historietas, donde se
mezclaban donosamente la devoción y la obstetricia y desempeñaba San Ramón papel muy
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principal. Refirió de su profesor en la clínica de Santiago, que al entrar en el cuarto de las
parturientas y ver la estampa del santo con sus correspondientes candelicas, solía gritar furioso:
«Señores, o sobro yo o sobra el santo... Porque si me desgracio me echarán la culpa, y si salimos
bien dirán que fue milagro suyo...» Contó también algo bastante grotesco sobre rosas de Jericó,
cintas de la Virgen de Tortosa, y otros piadosos talismanes usados en ocasiones críticas. Al fin
cesó en su cháchara, porque le rendía el sueño, ayudado por el ron. A fin de no aletargarse del
todo en la comodidad del lecho, tendióse en el banco del comedor, poniendo por almohada una
cesta. El señorito, cruzando sobre la mesa ambos brazos, había dejado caer la frente sobre ellos y
un silbido ahogado, preludio de ronquido, anunciaba que también le salteaba la gana de dormir.
El alto reloj de pesas dio, con fatigado son, la medianoche.
Julián era el único despierto; sentía frío en las médulas y en los pómulos ardor de calentura.
Subió a su cuarto, y empapando la toalla en agua fresca, se la aplicó a las sienes. Las velas del
altar estaban consumidas; las renovó, y colocó una almohada en el suelo para arrodillarse en ella,
pues lo más molesto siempre era el dichoso hormigueo. Y empezó a subir con buen ánimo la
cuesta arriba de la oración. A veces desmayaba, y su cuerpo juvenil, envuelto en las nieblas
grises del sueño, apetecía la limpia cama. Entonces cruzaba las manos, clavándose las uñas de
una en el dorso de otra, para despabilarse. Quería rezar con devoción, tener conciencia de lo que
pedía a Dios: no hablar de memoria. Sin embargo, desfallecía. Acordóse de la oración del Huerto
y de aquella diferencia tan acertadamente establecida entre la decisión del espíritu y la de la
carne. También recordó un pasaje bíblico: Moisés orando con los brazos levantados, porque, de
bajarlos, sería vencido Israel. Entonces se le ocurrió realizar algo que le flotaba en la
imaginación. Quitó la almohada, quedándose con las rótulas apoyadas en el santo suelo; alzó los
ojos, buscando a Dios más allá de las estampas y de las vigas del techo; y abriendo los brazos en
cruz, comenzó a orar fervorosamente en tal postura.
El ambiente se volvió glacial; una tenue claridad, más lívida y opaca que la de la luna, asomó por
detrás de la montaña. Dos o tres pájaros gorjearon en el huerto; el rumor de la presa del molino
se hizo menos profundo y sollozante. La aurora, que sólo tenía apoyado uno de sus rosados
dedos en aquel rincón del orbe, se atrevió a alargar toda la manecita, y un resplandor alegre,
puro, bañó las rocas pizarrosas, haciéndolas rebrillar cual bruñida plancha de acero, y entró en el
cuarto del capellán, comiéndose la luz amarilla de los cirios. Mas Julián no veía el alba, no veía
cosa ninguna... Es decir, sí veía esas luces que enciende en nuestro cerebro la alteración de la
sangre, esas estrellitas violadas, verdosas, carmesíes, color de azufre, que vibran sin alumbrar;
que percibimos confundidas con el zumbar de los oídos y el ruido de péndulo gigante de las
arterias, próximas a romperse... Sentíase desvanecer y morir; sus labios no pronunciaban ya
frases, sino un murmullo, que todavía conservaba tonillo de oración. En medio de su doloroso
vértigo oyó una voz que le pareció resonante como toque de clarín... La voz decía algo. Julián
entendió únicamente dos palabras:
- Una niña.
Quiso incorporarse, exhalando un gran suspiro, y lo hizo, ayudado por la persona que había
entrado y no era otra sino Primitivo; pero apenas estuvo en pie, un atroz dolor en las
articulaciones, una sensación de mazazo en el cráneo le echaron a tierra nuevamente.
Desmayóse.
Abajo, Máximo Juncal se lavaba las manos en la palangana de peltre sostenida por Sabel. En su
cara lucía el júbilo del triunfo mezclado con el sudor de la lucha, que corría a gotas medio
congeladas ya por el frío del amanecer. El marqués se paseaba por la habitación ceñudo,
contraído, hosco, con esa expresión torva y estúpida a la vez que da la falta de sueño a las
personas vigorosas, muy sometidas a la ley de la materia.
- Ahora alegrarse, don Pedro - dijo el médico -. Lo peor está pasado. Se ha conseguido lo que
usted tanto deseaba... ¿No quería usted que la criatura saliese toda viva y sin daño? Pues ahí la
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tenemos, sana y salva. Ha costado trabajillo..., pero al fin...
Encogióse despreciativamente de hombros el marqués, como amenguando el mérito del
facultativo, y murmuró no sé qué entre dientes, prosiguiendo en su paseo de arriba abajo y de
abajo arriba, con las manos metidas en los bolsillos, el pantalón tirante cual lo estaba el espíritu
de su dueño.
- Es un angelito, como dicen las viejas - añadió maliciosamente Juncal, que parecía gozarse en la
cólera del hidalgo -; sólo que angelito hembra. A estas cosas hay que resignarse; no se inventó el
modo de escribir al cielo encargando y explicando bien el sexo que se desea...
Otro espumarajo de rabia y grosería brotó de los labios de don Pedro. Juncal rompió a reír,
secándose con la toalla.
- La mitad de la culpa por lo menos la tendrá usted, señor marqués - exclamó -. ¿Quiere usted
hacerme favor de un cigarrito?
Al ofrecer la petaca abierta, don Pedro hizo una pregunta. Máximo recobró la seriedad para
contestarla.
- Yo no he dicho tanto como eso... Me parece que no. Cierto que cuando las batallas son muy
porfiadas y reñidas puede suceder que el combatiente quede inválido; pero la naturaleza, que es
muy sabia, al someter a la mujer a tan rudas pruebas, le ofrece también las más impensadas
reparaciones... Ahora no es ocasión de pensar en eso, sino en que la madre se restablezca y la
chiquita se críe. Temo algún percance inmediato... Voy a ver... La señora se ha quedado tan
abatida...
Entró Primitivo, y sin mostrar alteración ni susto dijo «que subiese don Máximo, que al capellán
le había dado algo; que estaba como difunto».
- Vamos allá, hombre, vamos allá. Esto no estaba en el programa - murmuró Juncal.
-¡Qué trazas de mujercita tiene ese cura! ¡Qué poquito estuche! Lo que es éste no cogerá el
trabuco, aunque lleguen a levantarse las partidas con que anda soñando el jabalí del abad de
Boán.
- XVIII Largos días estuvo Nucha detenida ante esas lóbregas puertas que llaman de la muerte, con un
pie en el umbral, como diciendo: «¿Entraré? ¿No entraré?» Empujábanla hacia dentro las
horribles torturas físicas que habían sacudido sus nervios, la fiebre devoradora que trastornó su
cerebro al invadir su pecho la ola de la leche inútil, el desconsuelo de no poder ofrecer a su niña
aquel licor que la ahogaba, la extenuación de su ser del cual la vida huía gota a gota sin que
atajarla fuese posible. Pero la solicitaban hacia fuera la juventud, el ansia de existir que estimula
a todo organismo, la ciencia del gran higienista Juncal, y particularmente una manita pequeña,
coloradilla, blanda, un puñito cerrado que asomaba entre los encajes de una chambra y los
dobleces de un mantón.
El primer día que Julián pudo ver a la enferma, no hacía muchos que se levantaba, para tenderse,
envuelta en mantas y abrigos, sobre vetusto y ancho canapé. No le era lícito incorporarse aún, y
su cabeza reposaba en almohadones doblados al medio. Su rostro enflaquecido y exangüe
amarilleaba como una faz de imagen de marfil, entre el marco del negro cabello reluciente.
Bizcaba más, por habérsele debilitado mucho aquellos días el nervio óptico. Sonrió con dulzura
al capellán, y le señaló una silla. Julián clavaba en ella esa mirada donde rebosaba la compasión,
mirada delatora que en vano queremos sujetar y apagar cuando nos aproximamos a un enfermo
grave.
- La encuentro a usted con muy buen semblante, señorita - dijo el capellán mintiendo como un
bellaco.
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- Pues usted - respondió ella lánguidamente - está algo desmejorado.
Confesó que, en efecto, no andaba bueno desde que..., desde que se había acatarrado un poco. Le
daba vergüenza referir lo de la noche en vela, el desmayo, la fuerte impresión moral y física
sufrida con tal motivo. Nucha empezó a hablarle de algunas cosas indiferentes, y pasó sin
transición a preguntarle:
-¿Ha visto usted la pequeñita?
- Sí, señora... El día del bautizo. ¡Angelito! Lloró bien cuando le pusieron la sal y cuando sintió
el agua fría...
-¡Ah! Desde entonces ha crecido una cuarta lo menos y se ha vuelto hermosísima. Y alzando la
voz y esforzándose, añadió:- ¡Ama, ama! Traiga la niña.
Oyéronse pasos como de estatua colosal que anda, y entró la mocetona color de tierra, muy
oronda con su vestido nuevo de merino azul ribeteado de negro terciopelo de tira, con el cual se
asemejaba a la gigantona tradicional de la catedral de Santiago, llamada la Coca. A manera de
pajarito posado en grueso tronco, venía la inocente criatura recostada en el magno seno que la
nutría. Estaba dormida, y tenía la calma, el dulce e insensible respirar que hace sagrado el sueño
de los niños. Julián no se cansaba de mirarla así.
-¡Santita de Dios! - murmuró apoyando los labios muy quedamente en la gorra, por no atreverse
a la frente.
- Cójala usted, Julián... Ya verá lo que pesa. Ama, déle la niña...
No pesaba más que un ramo de flores, pero el capellán juró y perjuró que parecía hecha de
plomo. Aguardaba el ama en pie, y él se había sentado con la chiquilla en brazos.
- Déjemela un poquito... - suplicó -. Ahora, mientras duerme... No despertará de seguro en
mucho tiempo.
- Ya la llamaré cuando haga falta. Ama, váyase.
La conversación giró sobre un tema muy socorrido y muy del gusto de Nucha: las gracias de la
pequeña... Tenía muchísimas, sí señor, y el que lo dudase sería un gran majadero. Por ejemplo:
abría los ojos con travesura incomparable; estornudaba con redomada picardía; apretaba con su
manita el dedo de cualquiera, tan fuerte, que se requería el vigor de un Hércules para desasirse; y
aún hacía otros donaires, mejores para callados que para archivados por la crónica. Al referirlos,
el rostro exangüe de Nucha se animaba, sus ojos brillaban, y la risa dilató sus labios dos o tres
veces. Mas de pronto se nubló su cara, hasta el punto de que entre las pestañas le bailaron
lágrimas, a las cuales no dio salida.
- No me han dejado criarla, Julián... Manías del señor de Juncal, que aplica la higiene a todo, y
vuelta con la higiene, y dale con la higiene... Me parece a mí que no iba a morirme por intentarlo
dos meses, dos meses nada más. Puede que me encontrase mejor de lo que estoy, y no tuviese
que pasar un siglo clavada en este sofá, con el cuerpo sujeto y la imaginación loca y suelta por
esos mundos de Dios... Porque así, no gozo descanso: siempre se me figura que el ama me ahoga
la niña, o me la deja caer. Ahora estoy contenta, teniéndola aquí cerquita.
Sonrió a la chiquilla dormida, y añadió:
-¿No le encuentra usted parecido...?
-¿Con usted?
-¡Con su padre!... Es todito él en el corte de la frente...
No manifestó el capellán su opinión. Mudó de asunto y continuó aquel día y los siguientes
cumpliendo la obra de caridad de visitar al enfermo. En la lenta convalecencia y total soledad de
Nucha, falta le hacía que alguien se consagrase a tan piadoso oficio. Máximo Juncal venía un día
sí y otro no; pero casi siempre de prisa, porque iba teniendo extensa clientela: le llamaban hasta
de Vilamorta. El médico hablaba de política exhalando un aliento de vaho de ron, tratando de
pinchar y amoscar a Julián; y, en realidad, si Julián fuese capaz de amostazarse, habría de qué
con las noticias que traía Máximo. Todo eran iglesias derribadas, escándalos antirreligiosos,
capillitas protestantes establecidas aquí o acullá, libertades de enseñanza, de cultos, de esto y de
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lo otro... Julián se limitaba a deplorar tamaños excesos, y a desear que las cosas se arreglasen, lo
cual no daba tela a Máximo para armar una de sus trifulcas favoritas, tan provechosas al
esparcimiento de su bilis y tan fecundas en peripecias cuando tropezaba con curas ternes y
carlistas, como el de Boán o el Arcipreste.
Mientras el belicoso médico no venía, todo era paz y sosiego en la habitación de la enferma.
Únicamente lo turbaba el llanto, prontamente acallado, de la niña. El capellán leía el Año
cristiano en alta voz, y poblábase el ambiente de historias con sabor novelesco y poético:
«Cecilia, hermosísima joven e ilustre dama romana, consagró su cuerpo a Jesucristo;
desposáronla sus padres con un caballero llamado Valeriano y se efectuó la boda con muchas
fiestas, regocijos y bailes... Sólo el corazón de Cecilia estaba triste...» Seguía el relato de la
mística noche nupcial, de la conversión de Valeriano, del ángel que velaba a Cecilia para guardar
su pureza, con el desenlace glorioso y épico del martirio. Otras veces era un soldado, como San
Menna; un obispo, como San Severo... La narración, detallada y dramática, refería el
interrogatorio del juez, las respuestas briosas y libres de los mártires, los tormentos, la
flagelación con nervios de buey, el ecúleo, las uñas de hierro, las hachas encendidas aplicadas al
costado... «Y el caballero de Cristo estaba con un corazón esforzado y quieto, con semblante
sereno, con una boca llena de risa (como si no fuera él sino otro el que padecía), haciendo burla
de sus tormentos y pidiendo que se los acrecentasen...» Tales lecturas eran de fantástico efecto,
particularmente al caer de las adustas tardes invernales, cuando la hoja seca de los árboles se
arremolinaba danzando, y las nubes densas y algodonáceas pasaban lentamente ante los cristales
de la ventana profunda. Allá a lo lejos se oía el perpetuo sollozo de la represa, y chirriaban los
carros cargados de tallos de maíz o ramaje de pino. Nucha escuchaba con atención, apoyada la
barba en la mano. De tiempo en tiempo su seno se alzaba para suspirar.
No era la primera vez que observaba Julián, desde el parto, gran tristeza en la señorita. El
capellán había recibido una carta de su madre que encerraba quizás la clave de los disgustos de
Nucha. Parece que la señorita Rita había engatusado de tal manera a la tía vieja de Orense, que
ésta la dejaba por heredera universal, desheredando a su ahijada. Además, la señorita Carmen
estaba cada día más chocha por su estudiante, y se creía en el pueblo que, si don Manuel Pardo
negaba el consentimiento, la chica saldría depositada. También pasaban cosas terribles con la
señorita Manolita: don Víctor de la Formoseda la plantaba por una artesana, sobrina de un
canónigo. En fin, misia Rosario pedía a Dios paciencia para tantas tribulaciones (las de la casa de
Pardo eran para misia Rosario como propias). Si todo esto había llegado a oídos de Nucha por
conducto de su marido o de su padre, no tenía nada de extraño que suspirase así. Por otra parte,
¡el decaimiento físico era tan visible! Ya no se parecía Nucha a más Virgen que a la demacrada
imagen de la Soledad. Juncal la pulsaba atentamente, le ordenaba alimentos muy nutritivos, la
miraba con alarmante insistencia.
Atendiendo a la niña, Nucha se reanimaba. Cuidábala con febril actividad. Todo se lo quería
hacer ella, sin ceder al ama más que la parte material de la cría. El ama, decía ella, era un tonel
lleno de leche que estaba allí para aplicarle la espita cuando fuese necesario y soltar el chorro: ni
más ni menos. La comparación del tonel es exactísima: el ama tenía hechura, color e inteligencia
de tonel. Poseía también, como los toneles, un vientre magno. Daba gozo verla comer, mejor
dicho, engullir: en la cocina, Sabel se entretenía en llenarle el plato o la taza a reverter, en
ponerle delante medio pan, cebándola igual que a los pavos. Con semejante mostrenco Sabel se
la echaba de principesa, modelo de delicados gustos y selectas aficiones. Como todo es relativo
en el mundo, para la gente de escalera abajo de la casa solariega el ama representaba un salvaje
muy gracioso y ridículo, y se reían tanto más con sus patochadas cuanto más fácilmente podían
incurrir ellos en otras mayores. Realmente era el ama objeto curioso, no sólo para los payos, sino
por distintas razones, para un etnógrafo investigador. Máximo Juncal refirió a Julián pormenores
interesantes. En el valle donde se asienta la parroquia de que el ama procedía - valle situado en
los últimos confines de Galicia, lindando con Portugal - las mujeres se distinguen por sus
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condiciones físicas y modo de vivir: son una especie de amazonas, resto de las guerreras galaicas
de que hablan los geógrafos latinos; que si hoy no pueden hacer la guerra sino a sus maridos,
destripan terrones con la misma furia que antes combatían; andan medio en cueros, luciendo sus
fornidas y recias carnazas; aran, cavan, siegan, cargan carros de rama y esquilmo, soportan en
sus hombros de cariátide enormes pesos y viven, ya que no sin obra, por lo menos sin auxilio de
varón, pues los del valle suelen emigrar a Lisboa en busca de colocaciones desde los catorce
años, volviendo sólo al país un par de meses, para casarse y propagar la raza, y huyendo apenas
cumplido su oficio de machos de colmena. A veces, en Portugal, reciben nuevas de infidelidades
conyugales, y, pasando la frontera una noche, acuchillan a los amantes dormidos: éste fue el
crimen del Tuerto protegido por Barbacana, cuya historia había contado también Juncal. No
obstante, las hembras de Castrodorna suelen ser tan honestas como selváticas. El ama no
desmentía su raza por la anchura desmesurada de las caderas y redondez de los rudos miembros.
Costó un triunfo a Nucha vestirla racionalmente, y hacerle trocar la corta saya de bayeta verde,
que no le cubría la desnuda pantorrilla, por otra más cumplida y decorosa, consintiéndole
únicamente el justillo, prenda clásica de ama de cría, que deja rebosar las repletas ubres, y los
característicos pendientes de enorme argolla, el torquis romano conservado desde tiempo
inmemorial en el valle. Fue una lid obligarle a poner los zapatos a diario, porque todas sus
congéneres los reservan para las fiestas repicadas; fue una penitencia enseñarle el nombre y uso
de cada objeto, aún de los más sencillos y corrientes; fue pensar en lo excusado convencerla de
que la niña que criaba era un ser delicado y frágil, que no se podía traer mal envuelto en retales
de bayeta grana, dentro de una banasta mullida de helechos, y dejarse a la sombra de un roble, a
merced del viento, del sol y de la lluvia, como los recién nacidos del valle de Castrodorna; y
Máximo Juncal, que aunque gran apologista de los artificios higiénicos lo era también de las
milagrosas virtudes de la naturaleza, hallaba alguna dificultad en conciliar ambos extremos, y
salía del paso apelando a su lectura más reciente, El origen de las especies, por Darwin, y
aplicando ciertas leyes de adaptación al medio, herencia, etcétera, que le permitían afirmar que el
método del ama, si no hacía reventar como un triquitraque a la criatura, la fortalecería
admirablemente.
Por si acaso, Nucha no se atrevió a intentar la prueba, y dedicóse a cuidar en persona su tesoro,
llevando la existencia atareada y minuciosa de las madres, en la cual es un acontecimiento que
estén ahumadas las sopas, y un fracaso que se apague el brasero. Ella lavaba a su hijita, la vestía,
la fajaba, la velaba dormida y la entretenía despierta. La vida corría monótona, ocupadísima, sin
embargo. El bueno de Julián, testigo de estas faenas, iba enterándose poco a poco de los para él
arcanos misteriosos del aseo y tocado de una criatura, llegando a familiarizarse con los múltiples
objetos que componen el complicado ajuar de los recienes: gorras, ombligueros, culeros, pañales,
fajas, microscópicos zapatos de crochet, capillos y baberos. Tales prendas, blanquísimas,
adornadas con bordados y encajes, zahumadas con espliego, templaditas al sano calor de la
camilla - calor doméstico si los hay - las tenía el capellán muchas veces en el regazo, mientras la
madre, con la niña tendida boca abajo sobre su delantal de hule, pasaba y repasaba la esponja por
las carnes de tafetán, escocidas y medio desolladas por la excesiva finura de su tierna epidermis,
las rociaba con refrescantes polvos de almidón y, apretando las nalgas con los dedos para que
hiciesen hoyos, se las mostraba a Julián exclamando con júbilo:
-¡Mire usted qué monada..., qué llenita se va poniendo!
En materia de desnudeces infantiles, Julián no era voto, pues sólo conocía las de los angelotes de
los retablos; pero cavilaba para sus adentros que, a pesar de haber el pecado original corrompido
toda carne, aquélla que le estaban enseñando era la cosa más pura y santa del mundo: un lirio,
una azucena de candor. La cabezuela blanda, cubierta de lanúgine rubia y suave por cima de las
costras de la leche, tenía el olor especial que se nota en los nidos de paloma, donde hay pichones
implumes todavía; y las manitas, cuyo pellejo rellenaba ya suave grasa, y cuyos dedos se
redondeaban como los del niño Dios cuando bendice; la faz, esculpida en cera color rosa; la
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boca, desdentada y húmeda como coral pálido recién salido del mar; los piececillos, encendidos
por el talón a fuerza de agitarse en gracioso pataleo, eran otras tantas menudencias provocadoras
de ese sentimiento mixto que despiertan los niños muy pequeños hasta en el alma más
empedernida: sentimiento complejo y humorístico, en que entra la compasión, la abnegación, un
poco de respeto y un mucho de dulce burla, sin hiel de sátira.
En Nucha, el espectáculo producía las hondas impresiones de la luna de miel maternal, exaltadas
por un temperamento nervioso y una sensibilidad ya enfermiza. A aquel bollo blando, que aún
parecía conservar la inconsistencia del gelatinoso protoplasma, que aún no tenía conciencia de sí
propio ni vivía más que para la sensación, la madre le atribuía sentido y presciencia, le insuflaba
en locos besos su alma propia, y, en su concepto, la chiquilla lo entendía todo y sabía y ejecutaba
mil cosas oportunísimas, y hasta se mofaba discretamente, a su manera, de los dichos y hechos
del ama. «Delirios impuestos por la naturaleza con muy sabios fines», explicaba Juncal. ¡Qué fue
el primer día en que una sonrisa borró la grave y cómica seriedad de la diminuta cara y
entreabrió con celeste expresión el estrecho filete de los labios! No era posible dejar de recordar
el tan traído como llevado símil de la luz de la aurora disipando las tinieblas. La madre pensó
chochear de alegría.
-¡Otra vez, otra vez! - exclamaba -. ¡Encanto, cielo, cielito, monadita mía, ríete, ríete!
Por entonces la sonrisa no se dignó presentarse más. La zopenca del ama negaba el hecho, cosa
que enfurecía a la madre. Al otro día cupo a Julián la honra de encender la efímera lucecilla de la
inteligencia naciente en la criatura, paseándole no sé qué baratijas relucientes delante de los ojos.
Julián iba perdiendo el miedo a la nena, que al principio creía fácil de deshacer entre los dedos
como merengue; y mientras la madre enrollaba la faja o calentaba el pañal, solía tenerla en el
regazo.
- Más me fío en usted que en el ama - decíale Nucha confidencialmente, desahogando unos
secretos celos maternales -. El ama es incapaz de sacramentos... Figúrese usted que para hacerse
la raya al peinarse apoya el peine en la barbilla y lo va subiendo por la boca y la nariz hasta que
acierta con la mitad de la frente; de otro modo no sabe... Me he empeñado en que no coma con
los dedos, y ¿qué conseguí? Ahora come la carne asada con cuchara... Es un entremés, Julián.
Cualquier día me estropea la chiquilla.
El capellán perfeccionaba sus nociones del arte de tener un chico en brazos sin que llore ni rabie.
Consolidó su amistad con la pequeñuela un suceso que casi debería pasarse en silencio: cierto
húmedo calorcillo que un día sintió Julián penetrar al través de los pantalones... ¡Qué
acontecimiento! Nucha y él lo celebraron con algazara y risa, como si fuese lo más entretenido y
chusco. Julián brincaba de contento y se cogía la cintura, que le dolía con tantas carcajadas. La
madre le ofreció su delantal de hule, que él rehusó; ya tenía un pantalón viejo, destinado a
perecer en la demanda, y por nada del mundo renunciaría a sentir aquella onda tibia... Su
contacto derretía no sé qué nieve de austeridad, cuajada sobre un corazón afeminado y virgen
allá desde los tiempos del seminario, desde que se había propuesto renunciar a toda familia y
todo hogar en la tierra entrando en el sacerdocio; y al par encendía en él misterioso fuego,
ternura humana, expansiva y dulce; el presbítero empezaba a querer a la niña con ceguera, a
figurarse que, si la viese morir, se moriría él también, y otros muchos dislates por el estilo, que
cohonestaba con la idea de que, al fin, la chiquita era un ángel. No se cansaba de admirarla, de
devorarla con los ojos, de considerar sus pupilas líquidas y misteriosas, como anegadas en leche,
en cuyo fondo parecía reposar la serenidad misma.
Una penosa idea le acudía de vez en cuando. Acordábase de que había soñado con instituir en
aquella casa el matrimonio cristiano cortado por el patrón de la Sacra Familia. Pues bien, el santo
grupo estaba disuelto: allí faltaba San José o lo sustituía un clérigo, que era peor. No se veía al
marqués casi nunca; desde el nacimiento de la niña, en vez de mostrarse más casero y sociable,
volvía a las andadas, a su vida de cacerías, de excursiones a casa de los abades e hidalgos que
poseían buenos perros y gustaban del monte, a los cazaderos lejanos. Pasábase a veces una
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semana fuera de los Pazos de Ulloa. Su hablar era más áspero, su genio, más egoísta e
impaciente, sus deseos y órdenes se expresaban en forma más dura. Y aún notaba Julián más
alarmantes indicios. Le inquietaba ver que Sabel recibía otra vez su antigua corte de sultana
favorita, y que la Sabia y su progenie, con todas las parleras comadres y astrosos mendigos de la
parroquia, pululaban allí, huyendo a escape cuando él se acercaba, llevando en el seno o bajo el
mandil bultos sospechosos. Perucho ya no se ocultaba, antes se le encontraba por todas partes
enredado en los pies, y, en suma, las cosas iban tornando al ser y estado que tuvieron antes.
Trataba el bueno del capellán de comulgarse a sí propio con ruedas de molino, diciéndose que
aquello no significaba nada; pero la maldita casualidad se empeñó en abrirle los ojos cuando no
quisiera. Una mañana que madrugó más de lo acostumbrado para decir su misa, resolvió advertir
a Sabel que le tuviese dispuesto el chocolate dentro de media hora. Inútilmente llamó a su cuarto,
situado cerca de la torre en que Julián dormía. Bajó con esperanzas de encontrarla en la cocina, y
al pasar ante la puerta del gran despacho próximo al archivo, donde se había instalado don Pedro
desde el nacimiento de su hija, vio salir de allí a la moza, en descuidado traje y soñolienta. Las
reglas psicológicas aplicables a las conciencias culpadas exigían que Sabel se turbase: quien se
turbó fue Julián. No sólo se turbó, pero subió de nuevo a su dormitorio, notando una sensación
extraña, como si le hubiesen descargado un fuerte golpe en las piernas quebrándoselas. Al entrar
en su habitación, pensaba esto o algo análogo:
«Vamos a ver, ¿quién es el guapo que dice misa hoy?»
- XIX No, ese guapo no era él. ¡Buena misa sería la que dijese, con la cabeza hecha una olla de grillos!
Hasta reprimir los amotinados pensamientos que le acuciaban, hasta adoptar una resolución
firme y valedera, Julián no se atrevía ni a pensar en el santo sacrificio.
La cosa era bien clara. Situación: la misma del año penúltimo. Tenía que marcharse de aquella
casa echado por el feo vicio, por el delito infame. No le era lícito permanecer allí ni un instante
más. Salvo el debido respeto, se había llevado la trampa el matrimonio cristiano, en cierto modo
obra suya, y ya no quedaba rastro de hogar, sino una sentina de corrupción y pecado. A otra
parte, pues, con la música.
Sólo que... Vaya, hay cosas más fáciles de pensar que de hacer en este mundo. Todo era una
montaña: encontrar pretexto, despedirse, preparar el equipaje... La primera vez que pensó en irse
de allí ya le costaba algún esfuerzo; hoy, la idea sola de marchar le producía el mismo efecto que
si le echasen sobre el alma un paño mojado en agua fría. ¿Por qué le disgustaba tanto la
perspectiva de salir de los Pazos? Bien mirado, él era un extraño en aquella casa.
Es decir, eso de extraño... Extraño no, pues vivía unido espiritualmente a la familia por el
respeto, por la adhesión, por la costumbre. Sobre todo, la niña, la niña. El acordarse de la niña le
dejó como embobado. No podía explicarse a sí mismo el gran sacudimiento interior que le
causaba pensar que no volvería a cogerla en brazos. ¡Mire usted que estaba encariñado con la tal
muñeca! Se le llenaron de lágrimas los ojos.
«Bien decían en el Seminario - murmuró con despecho - que soy muy apocado y muy... así...,
como las mujeres, que por todo se afectan. ¡Vaya un sacerdote ordenado de misa! Si tengo tal
afición a chiquillos, no debí abrazar la carrera que abracé. No, no; esto que voy diciendo es un
desatino mayor todavía... Si me gustan los chiquillos y tengo vocación de ayo o niñero, ¿quién
me priva de cuidar a los que andan descalzos por las carreteras, pidiendo limosna? Son hijos de
Dios lo mismo que esta pobre pequeña de aquí... Hice mal, muy mal en tomarle tanta afición...
Pero es que sólo un perro, ¡qué!, ni un perro...: sólo una fiera puede besar a un angelito y no
quererlo bien.»
Resumiendo después sus cavilaciones, añadió para sí:
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«Soy un majadero, un Juan Lanas. No sé a qué he venido aquí la vez segunda. No debí volver.
Estaba visto que el señorito tenía que parar en esto. Mi poca energía tiene la culpa. Con riesgo de
la vida debí barrer esa canalla, si no por buenas, a latigazos. Pero yo no tengo agallas, como dice
muy bien el señorito, y ellos pueden y saben más que yo, a pesar de ser unos brutos. Me han
engañado, me han embaucado, no he puesto en la calle a esa moza desvergonzada, se han reído
de mí y ha triunfado el infierno.»
Mientras sostenía este monólogo, iba sacando de un cajón de la cómoda prendas de ropa blanca,
a fin de hacer su equipaje, pues como todas las personas irresolutas, solía precipitarse en los
primeros momentos y adoptar medidas que le ayudaban a engañarse a sí propio. Al paso que
rellenaba la maleta, razonaba para consigo:
«¿Señor, Señor, por qué ha de haber tanta maldad y tanta estupidez en la tierra? ¿Por qué el
hombre ha de dejar que lo pesque el diablo con tan tosco anzuelo y cebo tan ruin? (diciendo esto
alineaba en el baúl calcetines). Poseyendo la perla de las mujeres, el verdadero trasunto de la
mujer fuerte, una esposa castísima (este superlativo se le ocurrió al doblar cuidadosamente la
sotana nueva), ¡ir a caer precisamente con una vil mozuela, una sirviente, una fregona, una
desvergonzada que se va a picos pardos con el primer labriego que encuentra!»
Llegaba aquí del soliloquio cuando trataba sin éxito de acomodar el sombrero de canal de modo
que la cubierta de la maleta no lo abollase.
El ruido que hizo la tapa al descender, el gemido armonioso del cuero, parecióle una voz irónica
que le respondía:
«Por eso, por eso mismo.»
«¡Será posible! - murmuró el bueno del capellán -. ¡Será posible que la abyección, que la
indignidad, que la inmundicia misma del pecado atraiga, estimule, sea un aperitivo, como las
guindillas rabiosas, para el paladar estragado de los esclavos del vicio! Y que en esto caigan, no
personas de poco más o menos, sino señores de nacimiento, de rango, señores que...»
Detúvose y, reflexivo, contó un montículo de pañuelos de narices que sobre la cómoda reposaba.
«Cuatro, seis, siete... Pues yo tenía una docena, todos marcados... Pierden aquí la ropa
bastante...»
Volvió a contar.
«Seis, siete... Y uno en el bolsillo, ocho... Puede que haya otro en la lavandera...»
Dejólos caer de golpe. Acababa de recordar que uno de aquellos pañuelos se lo había atado él a
la niñita debajo de la barba, para impedir que la baba le rozase el cuello. Suspiró hondamente, y
abriendo otra vez el maletín, notó que la seda del sombrero de canal se estropeaba con la tapa.
«No cabe», pensó, y parecióle enorme dificultad para su viaje no poder acomodar la canaleja.
Miró el reloj: señalaba las diez. A las diez o poco más comía la chiquita su sopa y era la risa del
mundo verla con el hocico embadurnado de puches, empeñada en coger la cuchara y sin acertar a
lograrlo. ¡Estaría tan mona! Resolvió bajar; al día siguiente le sería fácil colocar mejor su
sombrero y resolver la marcha. Por veinticuatro horas más o menos...
Este medicamento emoliente de la espera equivale, para la mayor parte de los caracteres, a
infalible específico. No hay que vituperar su empleo, en atención a lo que consuela: en rigor, la
vida es serie de aplazamientos, y sólo hay un desenlace definitivo, el último. Así que Julián
concibió la luminosa idea de aguardar un poco, sintióse tranquilo; aun más: contento. No era su
carácter muy jovial, propendiendo a una especie de morosidad soñadora y mórbida, como la de
las doncellas anémicas; pero en aquel punto respiraba con tal desahogo por haber encontrado una
solución, que sus manos temblaban, deshaciendo con alegre presteza el embutido de calcetines y
ropa blanca y dando amable libertad al canal y manteo. Después se lanzó por las escaleras,
dirigiéndose a la habitación de Nucha.
Nada aconteció aquel día que lo diferenciase de los demás, pues allí la única variante solía ser el
mayor o menor número de veces que mamaba la chiquitina, o la cantidad de pañales puestos a
secar. Sin embargo, en tan pacífico interior veía el capellán desarrollarse un drama mudo y
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terrible. Ya se explicaba perfectamente las melancolías, los suspiros ahogados de Nucha. Y
mirándole a la cara y viéndola tan consumida, con la piel terrosa, los ojos mayores y más vagos,
la hermosa boca contraída siempre, menos cuando sonreía a su hija, calculaba que la señorita,
por fuerza, debía saberlo todo, y una lástima profunda le inundaba el alma. Reprendióse a sí
mismo por haber pensado siquiera en marcharse. Si la señorita necesitaba un amigo, un defensor,
¿en quién lo encontraría más que en él? Y lo necesitaría de fijo.
La misma noche, antes de acostarse, presenció el capellán una escena extraña, que le sepultó en
mayores confusiones. Como se le hubiese acabado el aceite a su velón de tres mecheros y no
pudiese rezar ni leer, bajó a la cocina en demanda de combustible. Halló muy concurrido el sarao
de Sabel. En los bancos que rodeaban el fuego no cabía más gente: mozas que hilaban, otras que
mondaban patatas, oyendo las chuscadas y chocarrerías del tío Pepe de Naya, vejete que era un
puro costal de malicias, y que, viniendo a moler un saco de trigo al molino de Ulloa, donde
pensaba pasar la noche, no encontraba malo refocilarse en los Pazos con el cuenco de caldo de
unto y tajadas de cerdo que la hospitalaria Sabel le ofrecía. Mientras él pagaba el escote
contando chascarrillos, en la gran mesa de la cocina, que desde el casamiento de don Pedro no
usaban los amos, se veían, no lejos de la turbia luz de aceite, relieves de un festín más suculento:
restos de carne en platos engrasados, una botella de vino descorchada, una media tetilla, todo
amontonado en un rincón, como barrido despreciativamente por el hartazgo; y en el espacio libre
de la mesa, tendidos en hilera, había hasta doce naipes, que si no recortados en forma ovada por
exceso de uso, como aquellos de que se sirvieron Rinconete y Cortadillo, no les cedían en lo
pringosos y sucios. En pie, delante de ellos, la señora María la Sabia, extendiendo el dedo negro
y nudoso cual seca rama de árbol, los consultaba con ademán reflexivo. Encorvada la horrenda
sibila, alumbrada por el vivo fuego del hogar y la luz de la lámpara, ponía miedo su estoposa
pelambrera, su catadura de bruja en aquelarre, más monstruosa por el bocio enorme, ya que le
desfiguraba el cuello y remedaba un segundo rostro, rostro de visión infernal, sin ojos ni labios,
liso y reluciente a modo de manzana cocida. Julián se detuvo en lo alto de la escalera,
contemplando las prácticas supersticiosas, que se interrumpirían de seguro si sus zapatillas
hiciesen ruido y delatasen su presencia.
Si él conociese a fondo la tenebrosísima y aún no desacreditada ciencia de la cartomancia,
¡cuánto más interesante le parecería el espectáculo! Entonces podría ver reunidos allí, como en el
reparto de un drama, los personajes todos que jugaban en su vida y ocupaban su imaginación.
Aquel rey de bastos, con hopalanda azul ribeteada de colorado, los pies simétricamente
dispuestos, la gran maza verde al hombro, se le figuraría bastante temible si supiese que
representaba un hombre moreno casado - don Pedro -. La sota del mismo palo se le antojaría
menos fea si comprendiese que era símbolo de una señorita morena también - Nucha -. A la de
copas le daría un puntapié por insolente y borracha, atendido que personificaba a Sabel, una
moza rubia y soltera. Lo más grave sería verse a sí mismo - un joven rubio - significado por el
caballo de copas, azul por más señas, aunque ya todos estos colorines los había borrado la
mugre.
¡Pues qué sucedería si después, cuando la vieja barajó los naipes y, repartiéndolos en cuatro
montones, empezó a interpretar su sentido fatídico, pudiese él oír distintamente todas las
palabras que salían del antro espantable de su boca! Había allí concordancias de la sota de bastos
con el ocho de copas, que anunciaban nada menos que amores secretos de mucha duración;
apariciones del ocho de bastos, que vaticinaban riñas entre cónyuges; reuniones de la sota de
espadas con la de copas patas arriba, que encerraban tétricos augurios de viudez por muerte de la
esposa. A bien que el cinco del mismo palo profetizaba después unión feliz. Todo esto, dicho por
la sibila en voz baja y cavernosa, lo escuchaba solamente la bella fregatriz Sabel, que con los
brazos cruzados tras la espalda, el color arrebatado, se inclinaba sobre el oráculo, que más
parecía provocarla a curiosidad que a regocijo. La jarana con que en el hogar se celebraban los
chistes del señor Pepe impedía que nadie atendiese al silabeo de la vieja. Merced a la situación
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de la escalera, dominaba Julián la mesa, trípode y ara del temeroso rito, y sin ser visto podía ver
y entreoír algo. Escuchaba, tratando de entender mejor lo que sólo confusamente percibía, y
como al hacerlo cargase sobre el barandal de la escalera, éste crujió levemente, y la bruja alzó su
horrible carátula. En un santiamén recogió los naipes, y el capellán bajó, algo confuso de su
espionaje involuntario, pero tan preocupado con lo que creía haber sorprendido, que ni se le
ocurrió censurar el ejercicio de la hechicería. La bruja, empleando el tono humilde y servil de
siempre, se apresuró a explicarle que aquello era mero pasatiempo, «por se reír un poco».
Volvió Julián a su cuarto agitadísimo. Ni él mismo sabía lo que le correteaba por el magín. Bien
presumía antes a cuántos riesgos se exponían Nucha y su hija viviendo en los Pazos: ahora...,
ahora los divisaba inminentes, clarísimos. ¡Tremenda situación! El capellán le daba vueltas en su
cerebro excitado: a la niña la robarían para matarla de hambre; a Nucha la envenenarían tal vez...
Intentaba serenarse. ¡Bah! No abundan tanto los crímenes por esos mundos, a Dios gracias. Hay
jueces, hay magistrados, hay verdugos. Aquel hato de bribones se contentaría con explotar al
señorito y a la casa, con hacer rancho de ella, con mandar anulando en su dignidad y poderío
doméstico a la señorita. Pero..., ¿si no se contentaba?
Dio cuerda a su velón, y apoyando los codos sobre la mesa intentó leer en las obras de Balmes,
que le había prestado el cura de Naya, y en cuya lectura encontraba grato solaz su espíritu,
prefiriendo el trato con tan simpática y persuasiva inteligencia a las honduras escolásticas de
Prisco y San Severino. Mas a la sazón no podía entender una sola línea del filósofo, y sólo oía
los tristes ruidos exteriores, el quejido constante de la presa, el gemir del viento en los árboles.
Su acalorada fantasía le fingió entre aquellos rumores quejumbrosos otro más lamentable aún,
porque era personal: un grito humano. ¡Qué disparatada idea! No hizo caso y siguió leyendo.
Pero creyó escuchar de nuevo el ay tristísimo. ¿Serían los perros? Asomóse a la ventana: la luna
bogaba en un cielo nebuloso, y allá a lo lejos se oía el aullar de un perro, ese aullar lúgubre que
los aldeanos llaman ventar la muerte y juzgan anuncio seguro del próximo fallecimiento de una
persona. Julián cerró la ventana estremeciéndose. No despuntaba por valentón, y sus temores
instintivos se aumentaban en la casa solariega, que le producía nuevamente la dolorosa
impresión de los primeros días. Su temperamento linfático no poseía el secreto de ciertas
saludables reacciones, con las cuales se desecha todo vano miedo, todo fantasma de la
imaginación. Era capaz, y demostrado lo tenía, de arrostrar cualquier riesgo grave, si creía que se
lo ordenaba su deber; pero no de hacerlo con ánimo sereno, con el hermoso desdén del peligro,
con el buen humor heroico que sólo cabe en personas de rica y roja sangre y firmes músculos. El
valor propio de Julián era valor temblón, por decirlo así; el breve arranque nervioso de las
mujeres.
Volvía a su conferencia con Balmes cuando... ¡Jesús nos valga! ¡Ahora sí, ahora sí que no cabía
duda! Un chillido sobreagudo de terror había subido por el oscuro caracol y entrado por la puerta
entornada. ¡Qué chillido! El velón le bailaba en las manos a Julián... Bajaba, sin embargo, muy
aprisa, sin sentir sus propios movimientos, como en las espantosas caídas que damos soñando. Y
volaba por los salones recorriendo la larga crujía para llegar hacia la parte del archivo, donde
había sonado el grito horrible... El velón, oscilando más y más en su diestra trémula, proyectaba
en las paredes caleadas extravagantes manchones de sombra... Iba a dar la vuelta al pasillo que
dividía el archivo del cuarto de don Pedro, cuando vio... ¡Dios santo! Sí, era la escena misma, tal
cual se la había figurado él... Nucha de pie, pero arrimada a la pared, con el rostro desencajado
de espanto, los ojos no ya vagos sino llenos de extravío mortal; enfrente su marido, blandiendo
un arma enorme... Julián se arrojó entre los dos... Nucha volvió a chillar...
-¡Ay!, ¡ay! ¡Qué hace usted! ¡Que se escapa... que se escapa!
Comprendió entonces el alucinado capellán lo que ocurría, con no poca vergüenza y confusión
suya... Por la pared trepaba aceleradamente, deseando huir de la luz, una araña de desmesurado
grandor, un monstruoso vientre columpiado en ocho velludos zancos. Su carrera era tan rápida,
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que inútilmente trataba el señorito de alcanzarla con la bota; de repente Nucha se adelantó, y con
voz entre grave y medrosa repitió ingenuamente lo que había dicho mil veces en su niñez:
-¡San Jorge... para la araña!
El feo insecto se detuvo a la entrada de la zona de sombra: la bota cayó sobre él. Julián, por
reacción natural del miedo disipado, que se trueca en inexplicable gozo, iba a reírse del suceso;
pero notó que Nucha, cerrando los ojos y apoyándose en la pared, se cubría la cara con el
pañuelo.
- No es nada, no es nada... - murmuraba.
- Un poco de llanto nervioso... Ya pasará... Estoy aún algo débil...
-¡Valiente cosa para tanto alboroto! - exclamó el marido encogiéndose de hombros -. ¡Os crían
con más mimo! En mi vida he visto tal. Don Julián, ¿usted creyó que la casa se venía abajo? ¡Ea,
a recogerse! Buenas noches.
Tardó bastante el capellán en dormirse. Recapacitaba en sus terrores y concedía su ridiculez;
prometíase vencer aquella pusilanimidad suya; pero duraba aún el desasosiego: la impulsión
estaba comunicada y almacenada en sinuosidades cerebrales muy hondas. Apenas le otorgó sus
favores el sueño, vino con él una legión de pesadillas a cual más negra y opresora. Empezó a
soñar con los Pazos, con el gran caserón; mas, por extraña anomalía propia del estado, cuyo
fundamento son siempre nociones de lo real, pero barajadas, desquiciadas y revueltas merced al
anárquico influjo de la imaginación, no veía la huronera tal cual la había visto siempre, con su
vasta mole cuadrilonga, sus espaciosos salones, su ancho portalón inofensivo, su aspecto
amazacotado, conventual, de construcción del siglo XVIII; sino que, sin dejar de ser la misma,
había mudado de forma; el huerto con bojes y estanque era ahora ancho y profundo foso; las
macizas murallas se poblaban de saeteras, se coronaban de almenas; el portalón se volvía puente
levadizo, con cadenas rechinantes; en suma: era un castillote feudal hecho y derecho, sin que le
faltase ni el romántico aditamento del pendón de los Moscosos flotando en la torre del homenaje;
indudablemente, Julián había visto alguna pintura o leído alguna medrosa descripción de esos
espantajos del pasado que nuestro siglo restaura con tanto cariño. Lo único que en el castillo
recordaba los Pazos actuales era el majestuoso escudo de armas; pero aun en este mismo existía
diferencia notable, pues Julián distinguía claramente que se habían animado los emblemas de
piedra, y el pino era un árbol verde en cuya copa gemía el viento, y los dos lobos rapantes
movían las cabezas exhalando aullidos lúgubres. Miraba Julián fascinado hacia lo alto de la
torre, cuando vio en ella alarmante figurón: un caballero con visera calada, todo cubierto de
hierro; y aunque ni un dedo de la mano se le descubría, con el don adivinatorio que se adquiere
soñando, Julián percibía al través de la celada la cara de don Pedro. Furioso, amenazador,
enarbolaba don Pedro un arma extraña, una bota de acero, que se disponía a dejar caer sobre la
cabeza del capellán. Éste no hacía movimiento alguno para desviarse, y la bota tampoco acababa
de caer; era una angustia intolerable, una agonía sin término; de repente sintió que se le posaba
en el hombro una lechuza feísima, con greñas blancas. Quiso gritar: en sueños el grito se queda
siempre helado en la garganta. La lechuza reía silenciosamente. Para huir de ella, saltaba el foso;
mas éste ya no era foso, sino la represa del molino; el castillo feudal también mudaba de hechura
sin saberse cómo; ahora se parecía a la clásica torre que tienen en las manos las imágenes de
Santa Bárbara; una construcción de cartón pintado, hecha de sillares muy cuadraditos, y a cuya
ventana asomaba un rostro de mujer pálido, descompuesto... Aquella mujer sacó un pie, luego
otro... fue descolgándose por la ventana abajo... ¡Qué asombro! ¡Era la sota de bastos, la
mismísima sota de bastos, muy sucia, muy pringosa! Al pie del muro la esperaba el caballo de
espadas, una rara alimaña azul, con la cola rayada de negro. Mas a poco Julián reconoció su
error: ¡qué caballo de espadas! No era sino San Jorge en persona, el valeroso caballero andante
de las celestiales milicias, con su dragón debajo, un dragón que parecía araña, en cuya tenazuda
boca hundía la lanza con denuedo... Brillante y aguda, la lanza descendía, se hincaba, se
hincaba... Lo sorprendente es que el lanzazo lo sentía Julián en su propio costado... Lloraba muy
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bajito, queriendo hablar y pedir misericordia; nadie acudía en su auxilio, y la lanza le tenía ya
atravesado de parte a parte... Despertó repentinamente, resintiéndose de una punzada dolorosa en
la mano derecha, sobre la cual había gravitado el peso del cuerpo todo, al acostarse del lado
izquierdo, posición favorable a las pesadillas.
- XX Los sueños de las noches de terror suelen parecer risibles apenas despunta la claridad del nuevo
día; pero Julián, al saltar de la cama, no consiguió vencer la impresión del suyo. Proseguía el
hervor de la imaginación sobrexcitada: miró por la ventana, y el paisaje le pareció tétrico y
siniestro; verdad es que entoldaban la bóveda celeste nubarrones de plomo con reflejos lívidos, y
que el viento, sordo unas veces y sibilante otras, doblaba los árboles con ráfagas repentinas. El
capellán bajó la escalera de caracol con ánimo de decir su misa, que a causa del mal estado de la
capilla señorial acostumbraba celebrar en la parroquia. Al regresar y acercarse a la entrada de los
Pazos, un remolino de hojas secas le envolvió los pies, una atmósfera fría le sobrecogió, y la
gran huronera de piedra se le presentó imponente, ceñuda y terrible, con aspecto de prisión,
como el castillo que había visto soñando. El edificio, bajo su toldo de negras nubes, con el ruido
temeroso del cierzo que lo fustigaba, era amenazador y siniestro. Julián penetró en él con el alma
en un puño. Cruzó rápidamente el helado zaguán, la cavernosa cocina, y, atravesando los salones
solitarios, se apresuró a refugiarse en la habitación de Nucha, donde acostumbraban servirle el
chocolate por orden de la señorita.
Encontró a ésta algo más desemblantada que de costumbre. Al abatimiento que de ordinario se
revelaba en su rostro afilado, se agregaba una contracción y un azoramiento, indicios de gran
tirantez nerviosa. Tenía a la niña en brazos, y al ver llegar a Julián le hizo rápidamente seña de
que ni chistase ni se menease, que el angelito andaba en tratos de aletargarse al calor del seno
maternal. Inclinada sobre la criatura, Nucha le echaba el aliento para mejor adormecerla, y
arreglaba con febriles movimientos el pañolón calcetado que envolvía, como el capullo a la
oruga, aquella vida naciente. Pestañeó la niña dos o tres veces, y luego cerró los ojitos, mientras
su madre no cesaba de arrullarla con una nana aprendida del ama, una especie de gemido cuya
base era el triste, ¡lai... lai!, la queja lenta y larga de todas las canciones populares en Galicia. El
canto fue descendiendo, hasta concluir en la pronunciación melancólica y cariñosa de una sola
letra, la e prolongada; y levantándose en puntas de pie, Nucha depositó a su hija en la cuna muy
delicada y cuidadosamente, pues la chiquilla era tan lista - en opinión de su madre - que
distinguía al punto la cuna del brazo, y era capaz de despertar del sopor más profundo si se
enteraba de la sustitución.
Por lo mismo Julián y Nucha se hablaron muy de quedo, mientras la señorita manejaba la aguja
de crochet calcetando unos zapatitos que parecían bolsas. Julián empezó por preguntar si se le
había quitado el susto de la noche anterior.
- Sí, pero todavía estoy no sé cómo.
- Yo tampoco les tengo afición a esos bichos asquerosos... No los había visto tan gordos hasta
que vine a la aldea. En el pueblo apenas los hay.
- Pues yo - contestó Nucha - era antes muy valiente; pero desde... que nació la pequeña, no sé
qué me pasa; parece que me he vuelto medio tonta, que tengo miedo a todo...
Interrumpió la labor, y alzó la cara; sus grandes ojos estaban dilatados; sus labios, ligeramente
trémulos.
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- Es una enfermedad, es una manía; ya lo conozco, pero no lo puedo remediar, por más que hago.
Tengo la cabeza debilitada; no pienso sino en cosas de susto, en espantos... ¿Ve usted qué
chillidos di ayer por la dichosa araña? Pues de noche, cuando me quedo sola con la niña... porque el ama durmiendo es lo mismo que si estuviese muerta; aunque le disparen al oído un
cañón de a ocho no se mueve- haría a cada paso escenas por el estilo si no me dominase. No se
lo digo a Juncal por vergüenza; pero veo cosas muy raras. La ropa que cuelgo me representa
siempre hombres ahorcados, o difuntos que salen del ataúd con la mortaja puesta; no importa que
mientras está el quinqué encendido, antes de acostarme, la arregle así o asá; al fin toma esas
hechuras extravagantes aun no bien apago la luz y enciendo la lamparilla. Hay veces que
distingo personas sin cabeza; otras, al contrario, les veo la cara con todas sus facciones, la boca
muy abierta y haciendo muecas... Esos mamarrachos que hay pintados en el biombo se mueven;
y cuando crujen las ventanas con el viento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del
otro mundo que se quejan...
-¡Señorita! - exclamó dolorosamente Julián -. ¡Eso es contra la fe! No debemos creer en
aparecidos ni en brujerías.
-¡Si yo no creo! - repuso la señorita riendo nerviosamente -. ¿Usted se figura que soy como el
ama, que dice que ha visto en realidad la Compaña, con su procesión de luces allá a las altas
horas? En mi vida he dado crédito a paparruchas semejantes; por eso digo que debo de estar
enferma, cuando me persiguen visiones y vestiglos... Lo que siempre me porfía el señor de
Juncal: fortalecerse, criar sangre... Lástima que la sangre no se compre en la tienda... ¿no le
parece a usted?
- O que... los sanos no se la podamos regalar a... los que... la necesitan...
Dijo esto el presbítero titubeando, poniéndose encendido hasta la nuca, porque su impulso
primero había sido exclamar: «Señorita Marcelina, aquí está mi sangre a la disposición de
usted.»
El silencio producido por arranque tan vivo duró algunos segundos, durante los cuales ambos
interlocutores miraron fijamente, distraídos y ensimismados, el paisaje que se alcanzaba desde la
ancha y honda ventana fronteriza. Al pronto no lo vieron; luego su efecto sombrío les fue
entrando, mal de su grado, por los ojos hasta el alma. Eran las montañas negras, duras, macizas
en apariencia, bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las
claridades pálidas de un angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras
violentamente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado... A un mismo
tiempo exclamaron los dos, capellán y señorita:
-¡Qué día tan triste!
Julián reflexionaba en la rara coincidencia de los terrores de Nucha y los suyos propios; y,
pensando alto, prorrumpía:
- Señorita, también esta casa..., vamos, no es por decir mal de ella, pero... es un poco miedosa.
¿No le parece?
Los ojos de Nucha se animaron, como si el capellán le hubiese adivinado un sentimiento que no
se atrevía a manifestar.
- Desde que ha venido el invierno - murmuró hablando consigo misma - no sé qué tiene ni qué
trazas saca... que no me parece la misma... Hasta las murallas se han vuelto más gordas y la
piedra más oscura... Será una tontería, ¡ya sé que lo será!, pero no me atrevo a salir de mi
habitación, yo que antes revolvía todos los rincones y andaba por todas partes... Y no tengo
remedio sino dar una vuelta por ella... Necesito ver si hay abajo, en el sótano, arcones para la
ropa blanca... Hágame el favor de venir, Julián, ahora que la niña duerme... Quiero quitarme de
la cabeza estas aprensiones y estas tontunas.
Intentó el capellán disuadirla: temía que se cansase, que se enfriase al atravesar los salones, al
bajar al claustro. La señorita no dio más respuesta que dejar la labor, envolverse en su mantón y
echar a andar. Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas, casi vacías,
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donde las pisadas retumbaban sordamente. De tiempo en tiempo, Nucha volvía la cabeza atrás a
ver si la seguía su acompañante, y el ademán de volverla revelaba alteración y zozobra. En la
diestra columpiaba un manojo de llaves. Salieron al claustro superior, y por una escalerilla muy
pendiente descendieron al inferior, cuyas arcadas eran de piedra.
Llegados al patín que cerraba el grave claustro, Nucha señaló a un pilar que tenía incrustada una
argolla de hierro, de la cual colgaba aún un eslabón comido de orín.
-¿Sabe usted qué era esto? - murmuró con apagada voz.
- No sé - respondió Julián.
- Dice Pedro - explicó la señorita - que estuvo ahí la cadena con que tenían sujeto sus abuelos a
un negro esclavo... ¿No parece mentira que se hiciesen semejantes crueldades? ¡Qué tiempos tan
malos, Julián!
- Señorita..., a don Máximo Juncal, que no piensa más que en política, todo se le vuelve hablar
de eso; pero mire usted, en cada tiempo hay su legua de mal camino... Bastantes barbaridades
hacen hoy en día, y la religión anda perdida desde estas grescas.
- Pero como aquí - observó Nucha, formulando sencillamente una observación históricofilosófica de bastante alcance - no ve uno sino las atrocidades de los señores de otro tiempo...,
parece que son las únicas que le dan en qué pensar... ¿Por qué serán tan malos cristianos los
hombres? - añadió entreabriendo los labios con cándido asombro.
El cielo se oscureció más en el momento de expresarse así Nucha; un relámpago alumbró
súbitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la señorita, que adquirió a
la luz verdosa el aspecto trágico de una faz de imagen.
-¡Santa Bárbara bendita! - articuló piadosamente el capellán, estremeciéndose -. Volvámonos
arriba, señorita... Está tronando. Como este año no tuvimos cordonazo de San Francisco..., ya se
ve, el equinoccio no quiere pasar sin esto... ¿Subimos?
- No - resolvió Nucha, empeñada en combatir sus propios terrores -. Ésta es la puerta del
sótano... ¿Cuál será la llave?
La buscó algún tiempo en el manojo. Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro
relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio en que iba a penetrar; rodó el carro del
trueno, pausado al principio, después ronco y formidable, como una voz hinchada por la cólera, y
Nucha retrocedió con espanto.
-¿Qué sucede, señorita querida? ¿Qué sucede? - gritó el capellán.
-¡Nada... nada! - tartamudeó la señora de Ulloa -. Se me figuró al abrir que estaba ahí dentro un
perro muy grande, sentado, y que se levantaba y se me echaba para morderme... ¿Si no los tendré
cabales? Pues mire usted que juraría haberlo visto.
-¡El dulce Nombre! No, señorita es que hace frío aquí, es que truena, es que es una locura andar
ahora revolviendo en los sótanos... Retírese usted; yo buscaré lo que haga falta.
- No - replicó Nucha con energía -. Ya me carga de veras ser tan boba... Quiero entrar antes, para
que vea usted si comprendo perfectamente que todas son necedades... ¿Trae usted la cerilla? gritó ya desde dentro.
El capellán la encendió, y a su luz menos que dudosa vieron el sótano, mejor dicho, entrevieron
las paredes destilando humedad; el confuso montón de objetos retirados allí por inservibles y
pudriéndose en los rincones; el conjunto de cosas informes y, por lo mismo, temerosas y vagas.
En la penumbra de aquel lugar casi subterráneo, en el hacinamiento de vejestorios retirados por
inservibles y entregados a las ratas, la pata de una mesa parecía un brazo momificado, la esfera
de un reloj era la faz blanquecina de un muerto, y unas botas de montar carcomidas, asomando
por entre papeles y trapos, despertaban en la fantasía la idea de un hombre asesinado y oculto
allí. No obstante, Nucha, con paso resuelto, fue derecha al caos húmedo y medroso, y, con la voz
ahogada y conmovida de los que acaban de obtener un gran triunfo sobre sí mismos, gritó:
- Aquí está el arcón... Que me lo suban después...
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Salió muy animada, satisfecha de su resolución, vencedora en la lucha cuerpo a cuerpo con el
caserón que la asustaba. Al subir otra vez por la escalerilla, volvió a sobrecogerla el fragor de un
trueno más hondo, poderoso y cercano que los anteriores. ¡Era preciso encender la vela del
Santísimo y rezar el Trisagio!
Así lo hicieron al punto. La vela fue colocada sobre la cómoda de Nucha: un cirio bastante largo
aún, de cera color de naranja, con muchas lágrimas y un pabilo que chisporroteaba y no acababa
de arder. Antes de arrodillarse, cerraron las maderas de la ventana, para evitar que la ojeada
fulgurante del relámpago les deslumbrase a cada minuto. Rugía con creciente ira el viento, y la
tronada se había situado sobre los Pazos, oyéndose su estruendo lo mismo que si corriese por el
tejado un escuadrón de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un peñasco y
llevarlo a tumbos por encima de las tejas. ¡Con cuánto fervor empezó el capellán a guiar el
Trisagio misterioso! Anonadándose ante la cólera divina, cuya violencia sacudía y hacía
retemblar a los Pazos como si fuesen una choza, pronunciaba:
De la subitánea muerte
del rayo y de la centella
libra este Trisagio, y sella
a quien lo reza: y advierte...
Nucha, de repente, se incorporaba lanzando un chillido, y corría al sofá, donde se reclinaba
lanzando interrumpidas carcajadas histéricas, que sonaban a llanto. Sus manos crispadas
arrancaban los corchetes de su traje, o comprimían sus sienes, o se clavaban en los almohadones
del sofá, arañándolos con furor... Aunque tan inexperto, Julián comprendió lo que ocurría: el
espasmo inevitable, la explosión del terror reprimido, el pago del alarde de valentía de la pobre
Nucha...
-¡Filomena, Filomena! Aquí, mujer, aquí... Agua, vinagre..., el frasquito aquél... ¿Dónde está el
frasco que vino de la botica de Cebre? Aflójele el vestido... Ya me vuelvo de espaldas, mujer, no
necesitaba avisármelo... Unos pañitos fríos en las sienes... ¡Si truena, que truene! Deje tronar...
Acuda a la señorita... Déle aire con este papel aunque sea... ¿Ya está cubierta y floja? Se lo daré
yo, poquito a poco... Que respire bien el vinagre...
- XXI Notóse días después alguna mejoría en el estado general de la señora de Ulloa, con lo cual el
capellán revivió y se le animó también el marchito semblante. El marqués andaba en extremo
distraído, organizando una cazata a los lejanos montes de Castrodorna, más allá del río; el tiempo
se aseguraba; las noches eran de helada, claras y glaciales; acercábase el plenilunio, y todo
prometía feliz éxito. La víspera de la salida al cazadero vinieron a dormir a los Pazos el notario
de Cebre, el señorito de Limioso, el cura de Boán, el de Naya, y un cazador furtivo, escopeta
negra infalible, conocida en el país por el alias de Bico de rato (hocico de ratón), mote
apropiadísimo a la color tiznada de su cara, donde giraban dos ojuelos vivarachos. Llenóse la
casa de ruido, de tilinteo de cascabeles, de cadencia de uñas de perros sobre los pisos de madera,
de voces sonoras y de órdenes para tener en punto al amanecer todos los arreos de caza. La cena
fue regocijada y ruidosa: se bromeó, se contaron de antemano las perdices que habían de
sucumbir, se saborearon por adelantado las provisiones que se llevaban al monte, y se remojó
previamente el gaznate con jarros de un tinto añejo que daba gloria. A la hora de los postres y del
café, habiéndose retirado Nucha, que por el ansia de su niña se recogía temprano, subieron de la
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cocina Primitivo y el ratón, y los futuros compañeros de glorias y fatigas comenzaron a
fraternizar fumando y trincando a competencia. Era el momento más sabroso, el verdadero
instante de felicidad espiritual para un cazador de raza: era el minuto de las anécdotas cinegéticas
y, sobre todo, de los embustes.
Para éstos se establecía turno pacífico, pues nadie renunciaba a soltar su correspondiente bola, y
crecían en magnitud conforme se enredaba la plática. Formaban círculo los cazadores, y a sus
pies dormían enroscados los perros, con un ojo cerrado y otro entreabierto y de párpado
convulso; a veces, cuando se aplacaban las risotadas y las frases chistosas, se oía a los canes
tocar la guitarra, espulgarse a toda orquesta, ladrar por sueños, sacudir las orejas y suspirar con
resignación. Nadie les hacía caso.
El hocico de ratón tiene la palabra:
-¡Pueda que no me lo crean y es tan cierto como que habemos de morir y la tierra nos ha de
comer! Para más verdá fue un día de San Silvestre...
- Andarían las brujas sueltas - interrumpió el cura de Boán.
- Si eran meigas o era el trasno, yo no lo sé: pero lo mismo que habemos de dar cuenta a Dios
nuestro Señor de nuestras auciones, me pasó lo que les voy a contar. Andaba yo tras de una
perdiz agachadito, agachadito y el ratón se agachaba en efecto, siguiendo su inveterada
costumbre de representar cuanto hablaba, porque no llevaba perro ni diaño que lo valiese, y
estaba, con perdón de las barbas honradas que me escuchan, para montar a caballo de un vallado,
cuando oigo ¡tras tris, tras tras!, ¡tipirí, tipirá!, el andar de una liebre; ¡más lista venía... que las
zantellas! Pues señor... viro la cabeza mismo así..., ¡con perdón de las barbas!, con mi escopeta
más agarrada que la Bula..., y de repente, ¡pan!, me pasa una cosa del otro mundo por encima de
la cabeza, y me caigo del vallado abajo...
Explosión de preguntas, de risas, de protestas.
-¿Una cosa del otro mundo?
-¿Un ánima del Purgatorio?
-¿Pero él era persona o animal o qué mil rayos era?
- Abrir la puerta, que esta mentira no cabe en la habitación.
-¡Así Dios me salve y me dé la gloria como es verdad! - clamó el hocico de ratón, poniendo el
semblante más compungido del mundo -. ¡Era, con perdón, la descarada de la liebre, que brincó
por riba de mí y me tiró patas arriba!
La aclaración produjo verdadero delirio. Don Eugenio, el abad de Naya, se abría literalmente de
risa, apretándose las caderas con ambas manos, quejándose y derramando lágrimas; el marqués
de Ulloa lanzaba carcajadas poderosas; hasta Primitivo modulaba una risa opaca y turbia. El
bueno del ratón no podía ya entreabrir los labios para hablar sin que la hilaridad se desatase. En
toda reunión de cazadores (gente amiga de bromas pesadas) hay un bufón, un juglar, un gracioso
obligado, y este papel correspondía de derecho a la escopeta negra, que se prestaba a
desempeñarlo de bonísima gana. Acostumbrado a pasarse los días y las noches al sereno, en
espera de la liebre, del conejo o de la perdiz; hecho a apretarse la cintura con una cuerda, a la
manera de los salvajes, en las muchas ocasiones en que le faltaba un mendrugo de pan que roer,
el mísero ratoncillo era dichoso cuando le tocaba cazar con gente de pro, de la que se lleva al
cazadero botas henchidas de lo añejo, lacones cocidos y cigarros; ufanábase cuando le
celebraban sus patrañas: las narraba cada día con mayor seriedad, convicción y tono ingenuo, y a
todas las chanzas respondía invocando a Dios y a los santos de la corte celestial en apoyo de sus
aseveraciones estrambóticas.
De pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, mapamundi de remiendos, y moviendo con
risible rapidez nariz y boca, que tenía de color de unto rancio, aguardaba a que le pidiesen algún
nuevo episodio tan verosímil como el de la liebre; pero ahora el turno le correspondía a don
Eugenio.
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-¿Saben - decía medio llorando y salivando aún de risa - un caso que pasó entre el canónigo
Castrelo y un señor muy chistoso, Ramírez de Orense?
-¡El canónigo Castrelo! - exclamaron el cura de Boán y el marqués -. ¡Qué apunte! ¡De órdago!
Ése las suelta... como la torre de la Catedral.
- Pues verán, verán cómo encontró con la horma de su zapato donde menos se lo pensaba. Era
una noche en el Casino, y estaban jugando al tresillo. Castrelo se puso, como de costumbre, a
espetar cuentos de caza..., ¡mentira todos! Después de que se hartó, quiso encajar uno
descomunal y dijo así muy serio: «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al monte, y entre unas
matas oí así... un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito... el ruido seguía, dale que tienes.
Me acerco más..., y ya no me cabe duda de que hay allí escondida una pieza. Armo, apunto,
disparo..., ¡pum, pum! ¿Y qué creerán ustedes que maté, señores?» Todo el mundo a nombrar
animales diferentes: que lobo, que zorro, que jabalí, y hasta hubo quien nombró a un oso...
Castrelo a decir que no con la cabeza..., hasta que por último saltó: «Pues ni zorro, ni lobo, ni
jabalí... Lo que maté era... ¡un tigre de Bengala!»
- Hombre, don Eugenio... ¡No fastidiar! - gritaron unánimemente los cazadores -. ¿Había de
atreverse Castrelo?... ¿Cómo no le deshicieron el morro de una bofetada allí mismo?
Don Eugenio, no consiguiendo que le oyesen, hacía con la mano señas de que faltaba lo mejor
del cuento.
-¡Paciencia! - exclamó por fin -. Tengan paciencia, que no se acabó. Pues, señor, ya ustedes
comprenderán que en el Casino se armó una gresca. Empezaron a insultar a Castrelo y a tratarlo
de mentiroso en su cara. Sólo el señor de Ramírez estaba muy formal, y apaciguaba a los
alborotadores. «No hay que asombrarse, no hay que asombrarse; yo les contaré a ustedes una
cosa que me pasó a mí cazando, que es más rara todavía que la del señor de Castrelo.» El
canónigo empieza a escamarse y la gente a atender. «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al
monte, y, entre unas matas, oí así... un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito... El ruido
seguía, dale que tienes. Me acerco más... Ya no me cabe duda de que hay allí escondida una
pieza. Armo..., apunto..., disparo... ¡Pum, pum!... ¿Y qué creerá usted que maté, señor
canónigo?» «¿Cómo demonios lo he de saber? Sería... un león.» «¡Ca!» «Pues sería... un
elefante.» «¡Caaa!» «Sería... lo que usted guste, caramba.» «¡Una sota de bastos, señor de
Castrelo! ¡Era una sota de bastos!»
Minutos de no entenderse. El ratón reía con una especie de hipo agudo; el señorito de Limioso,
ronca y gravemente; el cura de Boán, no sabiendo cómo desahogar el regocijo, pateaba en el
suelo y abofeteaba a la mesa.
-¡Ey! - gritó don Eugenio -. Bico-de-rato, ¿no te has tropezado tú nunca con ningún tigre? Echa
un vasito y cuéntanos si te encontraste alguno por ahí, hom.
Atizóse el ratón su medio cuartillo; brilláronle los ojuelos, limpió el labio con la bocamanga de
la mugrienta chaqueta, y declaró con acento sincero y candoroso:
- Lo que es trigues..., por estos montes no debe de los haber, que si no, ya los tendría matados;
pero les diré lo que me pasó un día de la Virgen de Agosto...
-¿A las tres y diez minutos de la tarde? - preguntó don Eugenio.
- No..., habían de ser las once de la mañana, y puede que aún no las fuesen. ¡Pero créanme, como
que esa luz nos está alumbrando! Venía yo de tirar a las tórtolas en un sembrado, y me encontré
a la chiquilla del tío Pepe de Naya, que traía la vaca mismo cogida así y hacía ademán de
arrollarse una cuerda a la muñeca. «Buenos días.» «Santos y buenos.» «¿Me da las rulas?» «¿Y
qué me das por ellas, rapaza?» «No tengo un ichavo triste.» «Pues déjame mamar de la vaquiña,
que rabio de sed.» «Mame luego, pero no lo chupe todo.» Me arrodillo así el ratón medio se
hincó de hinojos ante el abad de Naya, y ordeñando en la palma de la mano, con perdón, zampo
la leche. ¡Qué fresca! «Vaya, rapaza... ¡San Antón te guarde la vaca!» Ando, ando, ando, ando, y
al cuarto de legua de allí me entra un sueño por todo el cuerpo..., como que me voy quedando
tonto. ¡A escotar! Me meto por el monte arriba, y llegando a donde hay unos tojos más altos que
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un cristiano, me tumbo así (con perdón) y saco el sombrero, y lo dejo de esta manera (reparen
bien) sobre la yerba. Sueño fue, que hasta de allí a hora y media no volví en mi acuerdo. Voy a
apañar mi sombrero para largar... Lo mismo que todos nos habernos de morir y resucitar en la
gloria del día del Juicio, me veo debajo una culebra más gorda que mi brazo drecho..., ¡con
perdón!
-¿Pero no que el izquierdo? - interrumpió don Eugenio picarescamente.
-¡Muchísimo más gorda! - continuó el ratón imperturbable -, y toda rollada, rollada, rollada, que
cabía allí debajo..., ¡y durmiendo como una santa de Dios!
-¿Pero roncar, no roncaba?
- La condenada acudía al olor de la leche..., y valió que le dio idea de esconderse en el chapeo...,
que las intenciones bien se las conocí... ¡eran de metérseme por la boca, con perdón de las barbas
honradas!
Aunque se armó gran algazara, la moderó algún tanto el cura de Boán recordando las diversas
ocasiones en que se oían contar casos análogos: culebras que se encontraban en los establos
mamando del pezón de las vacas, otras que se deslizaban en la cuna de los niños para beberles la
leche en el estómago...
Asistía Julián a la velada, entretenido y contento, porque la alegría y el humor de los cazadores le
disipaba las ideas congojosas de algunos días atrás, el miedo a la Sabia, a Primitivo, a los Pazos,
los lúgubres presentimientos acrecentados por la comunicación de los terrores nerviosos de
Nucha. Don Eugenio, viéndole animado, le porfiaba para que fuese a hacerles una visita al
cazadero; negábase Julián, pretextando la necesidad de decir misa, de rezar las horas canónicas:
en realidad, era que no quería dejar enteramente sola a la señorita. Al cabo, tanto insistió don
Eugenio, que hubo de prometer, aplazando para el último día.
- No ha de haber nada de eso - exclamó el bullicioso párroco -. Mañana por la mañanita nos lo
llevamos con nosotros... Se vuelve de allá pasado mañana temprano.
Toda resistencia hubiera sido inútil, y más en tal momento, cuando la jarana crecía y el vino
menguaba en los jarros. Julián sabía que aquella gente maleante y retozona era capaz de llevarlo
por fuerza, si se negaba a ir de grado.
- XXII Tuvo, pues, que salir al romper el alba, dando diente con diente, caballero en la mansa pollinita,
y siendo blanco de las bromas de los cazadores, porque iba vestido de modo asaz impropio para
la ocasión, sin zamarra, ni polainas de cuero, ni sombrerazo, ni armas ofensivas o defensivas de
ninguna especie. El día asomaba despejado y magnífico: en las hierbas resplandecían las
cristalizaciones de la escarcha; la tierra se estremecía de frío y humeaba levemente a la primera
caricia del sol; el paso animado y gimnástico de los cazadores resonaba militarmente sobre el
terreno endurecido por la helada.
Desde el cazadero, adonde llegaron a cosa de las nueve, desparramáronse por el monte. Julián,
no sabiendo qué hacer de su persona, quedóse pegado a don Eugenio, y le vio realizar dos
proezas cinegéticas y meter en el morral dos pollitos de perdiz, tibios aún de la recién arrancada
vida. Es de advertir que don Eugenio no gozaba fama de diestro tirador, por lo cual, al reunirse
los cazadores a mediodía para comer en un repuesto encinar, el párroco de Naya invocó el
testimonio de Julián para que asegurase que se las había visto tirar al vuelo.
-¿Y qué es tirar al vuelo, don Julián? - le preguntaron todos.
Como el capellán se quedó parado al hacerle tan insidiosa pregunta, ocurrióseles a los cazadores
que sería cosa muy divertida darle a Julián una escopeta y un perro y que intentase cazar algo.
Quieras que no quieras, fue preciso conformarse. Se le destinó el Chonito, perdiguero
infatigable, recastado, de hocico partido, el más ardiente y seguro de cuantos canes iban allí.
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- En cuanto vea que el perro se para - explicábale don Eugenio al novel cazador, que apenas
sabía por dónde coger el arma mortífera -, se prepara usted y le anima para que entre..., y al salir
las perdices, les apunta y hace fuego cuando se tiendan... Si es la cosa más fácil del mundo...
Chonito caminaba con la nariz pegada al suelo, sus ijares se estremecían de impaciencia, de
cuando en cuando se volvía para cerciorarse de que le acompañaba el cazador. De pronto tomó el
trote hacia un matorral de urces, y repentinamente se quedó parado, en actitud escultural, tenso e
inmóvil como si lo hubiesen fundido en bronce para colocar en un zócalo.
-¡Ahora! - exclamó el de Naya -. Eh, Julián, mándele que entre...
- Entra, Chonito, entra - murmuró lánguidamente el capellán.
El perro, sorprendido por el tono suave de la orden, vaciló; por fin se lanzó entre las urces, y al
punto mismo se oyó un revoloteo, y el bando salió en todas direcciones.
-¡Ahora, condenado, ahora! ¡Ese tiro! - gritó don Eugenio.
Julián apretó el gatillo... Las aves volaron raudamente y se perdieron de vista en un segundo.
Chonito, confuso, miraba al que había disparado, a la escopeta y al suelo: el hidalgo animal
parecía preguntar con los ojos dónde se encontraba la perdiz herida, para portarla.
Media hora después se repitió la escena, y el desengaño de Chonito. Ni fue el último, porque más
adelante, en un sembrado, aún levantó el can un bando tan numeroso, tan próximo, y que salía
tan a tiro, que era casi imposible no tumbar dos o tres perdices disparando a bulto. Otra vez hizo
fuego Julián. El perdiguero ladraba de entusiasmo y de gozo... Mas ninguna perdiz cayó.
Entonces Chonito, clavando en el capellán una mirada casi humana, llena de desprecio, volvió
grupas y se alejó corriendo a todo correr, sin dignarse oír las imperativas voces con que lo
llamaban...
No hay cómo encarecer lo que se celebró este rasgo de inteligencia a la hora de la cena. Se hizo
chacota de Julián, y, en penitencia de su torpeza, se le condenó a asistir inmediatamente, cansado
y todo, a la espera de las liebres.
La luna de aquella noche de diciembre semejaba disco de plata bruñida colgado de una cúpula de
cristal azul oscuro; el cielo se ensanchaba y se elevaba por virtud de la serenidad y transparencia
casi boreales de la atmósfera.
Caía helada, y en el aire parecía que se cruzaban millares de finísimas agujas, que apretaban las
carnes y reconcentraban el calor vital en el corazón. Pero para la liebre, vestida con su abrigado
manto de suave y tupido pelo, era noche de festín, noche de pacer los tiernos retoños de los
pinos, la fresca hierba impregnada de rocío, las aromáticas plantas de la selva; y noche también
de amor, noche de seguir a la tímida doncella de luengas orejas y breve rabo, sorprenderla,
conmoverla y arrastrarla a las sombrías profundidades del pinar...
Tras de los pinos y matorrales se emboscaban en noches así los cazadores. Tendidos boca abajo,
cubierto con un papel el cañón de la carabina a fin de que el olor de la pólvora no llegue a los
finos órganos olfativos de la liebre, aplican el oído al suelo, y así se pasan a veces horas enteras.
Sobre el piso endurecido por el hielo resuena claramente el trotecillo irregular de la caza;
entonces el cazador se estremece, se endereza, afianza en tierra la rodilla, apoya la escopeta en el
hombro derecho, inclina el rostro y palpa nerviosamente el gatillo antes de apretarlo. A la
claridad lunar divisa por fin un monstruo de fantástico aspecto, pegando brincos prodigiosos,
apareciendo y desapareciendo como una visión: la alternativa de la oscuridad de los árboles y de
los rayos espectrales y oblicuos de la luna hace parecer enorme a la inofensiva liebre, agiganta
sus orejas, presta a sus saltos algo de funambulesco y temeroso, a sus rápidos movimientos una
velocidad que deslumbra. Pero el cazador, con el dedo ya en el gatillo, se contiene y no dispara.
Sabe que el fantasma que acaba de cruzar al alcance de sus perdigones es la hembra, la Dulcinea
perseguida y recuestada por innumerables galanes en la época del celo, a quien el pudor obliga a
ocultarse de día en su gazapera, que sale de noche, hambrienta y cansada, a descabezar cogollos
de pino, y tras de la cual, desalados y hechos almíbar, corren por lo menos tres o cuatro machos,
deseosos de románticas aventuras. Y si se deja pasar delante a la dama, ninguno de los nocturnos
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rondadores se detendrá en su carrera loca, aunque oiga el tiro que corta la vida de su rival,
aunque tropiece en el camino su ensangrentado cadáver, aunque el tufo de la pólvora le diga:
«¡Al final de tu idilio está la muerte!»
No, no se pararán. Acaso el instinto de cobardía propio de su raza les moverá a agazaparse
breves minutos detrás de un arbusto o de una peña; pero al primer imperceptible efluvio amoroso
que les traiga la cortante brisa; al primer hálito de la hembra que se destaque del olor de la resina
exhalado por los pinares, los fogosos perseguidores se lanzarán de nuevo y con más brío, ciegos
de amor, convulsos de deseo, y el cazador que los acecha los irá tendiendo uno por uno a sus
pies, sobre la hierba en que soñaron tener lecho nupcial.
- XXIII En el corazón de la tierna heredera de los Ulloas tenía el capellán, desde hacía algún tiempo, un
rival completamente feliz y victorioso: Perucho.
Le bastó presentarse para triunfar. Entró un día en la punta de los pies, y sin ser sentido fue
arrimándose a la cuna. Nucha le ofrecía de vez en cuando golosinas y calderilla, y el rapaz, como
suele suceder a las fieras domesticadas, contrajo excesiva familiaridad y apego, y costaba trabajo
echarle de allí, encontrándosele por todas partes, donde menos se pensaba, a manera de gatito
pequeño viciado en el mimo y la compañía.
Muchísimo le llamó la atención la chiquitina al pronto. Ni los pollos nuevos cuando rompían el
cascarón, ni los cachorros de la Linda, ni los recentales de la vaca, consiguieron nunca fijar así
las miradas atónitas de Perucho. No podía él darse cuenta de cómo ni por dónde había venido tan
gran novedad; sobre este tema, se perdía en reflexiones. Rondaba la cuna incesantemente,
poniéndose en riesgo notorio de recibir algún pescozón del ama, y, como no le expulsasen, se
estaba buena pieza con el dedito en la boca, absorto y embelesado, más parecido que nunca a los
amorcillos de los jardines que dicen con su actitud: «Silencio.» Jamás se le había visto quieto
tantas horas seguidas. Así que la niña empezó a tener asomos de conciencia de la vida exterior,
dio claras muestras de que si ella le interesaba a Perucho, no le importaba menos Perucho a ella.
Ambos personajes reconocieron en seguida su mutua importancia, y a este reconocimiento
siguieron evidentes señales de concordia y regocijo. Apenas veía la chiquilla a Perucho, brillaban
sus ojuelos, y de su boca entreabierta salía, unido a la cristalina y caliente baba de la dentición,
un amorosísimo gorjeo. Tendía ansiosamente las manos, y Perucho, comprendiendo la orden,
acercaba la cabeza cerrando los párpados; entonces la pequeña saciaba su anhelo, tirando a su
sabor del pelo ensortijado, metiendo los dedos de punta por boca, orejas y nariz, todo
acompañado del mismo gorjeo, y entreverado con chillidos de alegría cuando, por ejemplo,
acertaba con el agujero de la oreja.
Pasados los dos o tres primeros meses de lactancia, el genio de los niños se agria, y sus llantos y
rabietas son frecuentes, porque empiezan los fenómenos precursores de la dentición a
molestarles. Cuando tal sucedía a su niña, Nucha solía emplear con buen resultado el talismán de
la presencia de Perucho. Un día que el berrenchín no cesaba, fue preciso acudir a expedientes
más heroicos: sentar a Perucho en una silleta baja y ponerle en brazos a la chiquitina. Él se
estaba quieto, inmóvil, con los ojos muy abiertos y fijos, sin osar respirar, tan hermoso, que
daban ganas de comérselo. La chiquita, sin transición, había pasado de la furia a la bonanza, y
reía abriendo un palmo de desdentada boca; reía con los labios, con el mirar, con los pies
bailarines, que descargaban pataditas menudas en el muslo de Perucho. No se atrevía el rapaz ni
a volver la cabeza, de puro encantado.
A medida que la chiquilla atendía más, Perucho se ingeniaba en traerle juguetes inventados por
él, que la divertían infinito. No se sabe lo que aquel galopín discurría para encontrar a cada paso
cosas nuevas, ya fuesen flores, ya pajaritos vivos, ya ballestas de caña, ya todo género de
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porquerías, que era lo que más entusiasmaba a la pequeña. Presentábase a lo mejor con una rana
atada por una pata, perneando en grotescas contorsiones, o llegaba ufanísimo con un ratón
acabadito de nacer, tan chico y asustado, que daba lástima. Tenía aquel cachidiablo la
especialidad de los juguetes animados. En su pucho roto y agujereado almacenaba lagartijas,
mariposas y mariquitas de Dios; en sus bolsillos y seno, nidos, frutos y gusanos. La señorita le
tiraba bondadosamente de las orejas.
- Como vuelvas a traer aquí tales ascos..., verás, verás. Te he de colgar de la chimenea como a
los chorizos, para que te ahumes.
Julián transigía con estas intimidades, mientras no sorprendió el secreto de otras harto menos
inocentes. Desde que madrugando había visto a Sabel salir del cuarto de don Pedro, dábale un
vuelco la sangre cada vez que tropezaba al chiquillo y notaba el afecto con que lo trataba Nucha
a veces.
Cierto día entró el capellán en la habitación de la señorita y encontró un inesperado espectáculo.
En el centro de la cámara humeaba un colosal barreñón de loza, lleno de agua templada, y
estrechamente abrazados y en cueros, el chiquillo sosteniendo en brazos a la niña, estaban
Perucho y la heredera de Ulloa en el baño. Nucha, en cuclillas, vigilaba el grupo.
- No hubo otro medio de reducirla a bañarse - exclamó al advertir la admiración de Julián -; y
como don Máximo dice que el baño le conviene...
- No me pasmo yo de ella - respondió el capellán -, sino de él, que le teme más al agua que al
fuego.
- A trueque de estar con la nena - replicó Nucha -, se deja él bañar aunque sea en pez hirviendo.
Ahí los tiene usted en sus glorias. ¿No parecen un par de hermanitos?
Al pronunciar sin intención la frase, Nucha, desde el suelo, alzaba la mirada hacia Julián. La
descomposición de la cara de éste fue tan instantánea, tan reveladora, tan elocuente, tan
profunda, que la señora de Moscoso, apoyándose en una mano, se irguió de pronto, quedándose
en pie frente a él. En aquel rostro consumido por la larga enfermedad, y bajo cuya piel fina se
traslucía la ramificación venosa; en aquellos ojos vagos, de ancha pupila y córnea húmeda,
cercados de azulada ojera, vio Julián encenderse y fulgurar tras las negras pestañas una luz
horrible, donde ardían la certeza, el asombro y el espanto. Calló. No tuvo ánimos para pronunciar
una sola frase, ni disimulo para componer sus facciones alteradas.
La niña, en el tibio bienestar del baño, sonreía, y Perucho, sosteniéndola por los sobacos,
hablándola con tierna algarabía de diminutivos cariñosos, la columpiaba en el líquido
transparente, le abría los muslos para que recibiese en todas partes la frescura del agua, imitando
con religioso esmero lo que había visto practicar a Nucha. Ocurría la escena en un salón de los
más chicos de la casa, dividido en dos por descomunal y maltratadísimo biombo del siglo
pasado, pintado harto fantásticamente con paisajes inverosímiles: árboles picudos en fila que
parecían lechugas, montañas semejantes a quesos de San Simón, nubarrones de hechura de
panecillos, y casas con techo colorado, dos ventanas y una puerta, siempre de frente al
espectador. Ocultaba el biombo la cama de Nucha, de copete dorado y columnas salomónicas, y
la cunita de la niña. Inmóvil por espacio de algunos segundos, la señorita recobró de improviso
la acción. Se inclinó hacia el barreño y arrancó de golpe a su hija de brazos de Perucho.
La criatura, sorprendida y asustada por el brusco movimiento, interrumpida en su diversión,
rompió en llanto desconsolado y repentino; y su madre, sin hacerle caso, entró corriendo tras el
biombo, la echó en la cuna, y medio la arropó, volviendo a salir inmediatamente. Aún
permanecía Perucho en el agua, asaz asombrado; la señorita le asió de los hombros, del pelo, de
todas partes, y empujándole cruelmente, desnudo como estaba, le persiguió por el salón hasta
expulsarle a empellones.
-¡Largo de aquí! - decía más pálida que nunca y con los ojos llameantes -. ¡Que no te vea yo
entrar!... Como vuelvas te azoto, ¿entiendes?, ¡te azoto!
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Pasó tras el biombo otra vez, y Julián la siguió aturdido, sin saber lo que le sucedía. Con la
cabeza baja, los labios temblones, la señora de Moscoso arreglaba, sin disimular el desatiento de
las manos, los pañales de su hija, cuyo llorar tenía ya inflexiones de pena como de persona
mayor.
- Llame usted al ama - ordenó secamente Nucha.
Corrió Julián a obedecer. A la puerta del salón le cerraba el paso una cosa tendida en el suelo;
alzó el pie; era Perucho, en cueros, acurrucado. No se le oía el llanto: veíase únicamente el brillo
de los gruesos lagrimones, y el vaivén del acongojado pecho. Compadecido el capellán, levantó a
la criatura. Sus carnes, mojadas aún, estaban amoratadas y yertas.
- Ven por tu ropa - le dijo -. Llévala a tu madre para que te vista. Calla.
Insensible como un espartano al mal físico, Perucho sólo pensaba en la injusticia cometida con
él.
- No hacía mal... - balbució, ahogándose -. No-ha-cí-a-mal... ningu... no...
Volvió Julián con el ama, pero la criatura tardó bastante en consolarse al pecho. Ponía la boquita
en el pezón, y de repente torcía la cara, hacía pucheros, iniciaba un llanto quejumbroso. Nucha,
con andar automático, salió del retrete formado por el biombo y se acercó a la ventana, haciendo
seña a Julián de que la siguiese. Y, demudados ambos, se contemplaron algunos minutos
silenciosamente, ella preguntando con imperiosa ojeada, él resuelto ya a engañar, a mentir. Hay
problemas que sólo lo son planteados a sangre fría; en momentos de apuro, los resuelve el
instinto con seguridad maravillosa. Julián estaba determinado a faltar a la verdad sin escrúpulos.
Al cabo Nucha pronunció con sordo acento:
- No crea que es la primera vez que se me ocurre que ese... chiquillo es... hijo de mi marido. Lo
he pensado ya; sólo que fue como un relámpago, de esas cosas que desecha uno apenas las
concibe. Ahora ya... ya estamos en otro caso. Sólo con ver su cara de usted...
-¡Jesús!, ¡señorita Marcelina! ¿Qué tiene que ver mi cara?... No se acalore, le ruego que no se
acalore... ¡Por fuerza esto es cosa del demonio! ¡Jesús mil veces!
- No, no me acaloro - exclamó ella, respirando fuerte y pasándose por la frente la palma
extendida.
-¡Válgame Dios! Señorita, a usted le va mal. Se le ha vuelto un color... Estoy viendo que le da el
ataque. ¿Quiere la cucharadita?
- No, no y no; esto no es nada: un poco de ahogo en la garganta. Esto lo... noto muchas veces; es
como una bola que se me forma allí... Al mismo tiempo parece que me barrenan la sien... Al
caso, al caso. Decláreme usted lo que sabe. No calle nada.
- Señorita... - Julián resolvió entonces, en su interior, apelar a eso que llaman subterfugio
jesuítico, y no es sino natural recurso de cuantos, detestando la mentira, se ven compelidos a
temer la verdad -. Señorita... Reniego de mi cara. ¡Lo que se le ha ido a ocurrir! Yo no pensaba
en semejante cosa. No, señora, no.
La esposa hincó más sus ojos en los del capellán e hizo dos o tres interrogaciones concretas,
terminantes. Aquí del jesuitismo, mejor dicho, de la verdad cogida por donde no pincha ni corta.
- Me puede creer; ya ve que no había de tener gusto en decir una cosa por otra: no sé de quién es
el chiquillo. Nadie lo sabe de cierto. Parece natural que sea del querido de la muchacha.
-¿Usted está seguro de que tiene... querido?
- Como de que ahora es de día.
-¿Y de que el querido es un mozo aldeano?
- Sí señora: un rapaz guapo por cierto; el que toca la gaita en las fiestas de Naya y en todas
partes. Le he visto venir aquí mil veces, el año pasado, y... andaban juntos. Es más: me consta
que trataban de sacar los papeles para casarse. Sí señora: me consta. Ya ve usted que...
Nucha respiró de nuevo, llevándose la diestra a la garganta, que sin duda le oprimía el consabido
ahogo. Sus facciones se serenaron un tanto, sin recobrar su habitual compostura y apacibilidad
encantadora: persistía la arruga en el entrecejo, el extravío en el mirar.
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-¡Mi niña... - articuló en voz baja -, mi niña abrazada con él! Aunque usted diga y jure y
perjure... Julián, esto hay que remediarlo. ¿Cómo voy a vivir de esta manera? ¡Ya me debía usted
avisar antes! Si el chiquillo y la mujer no salen de aquí, yo me volveré loca. Estoy enferma; estas
cosas me hacen daño..., daño.
Sonrió con amargura y añadió:
- Tengo poca suerte... No he hecho mal a nadie, me he casado a gusto de papá, y mire usted
¡cómo se me arreglan las cosas!
- Señorita...
- No me engañe usted también recalcó el también. Usted se ha criado en mi casa, Julián, y para
mí es usted como de la familia. Aquí no cuento con otro amigo. Aconséjeme.
- Señorita - exclamó el capellán con fuego -, quisiera librarla de todos los disgustos que pueda
tener en el mundo, aunque me costase sangre de las venas.
- O esa mujer se casa y se va - pronunció Nucha -, o...
Interrumpió aquí la frase. Hay momentos críticos en que la mente acaricia dos o tres soluciones
violentísimas, extremas, y la lengua, más cobarde, no se atreve a formularlas.
- Pero, señorita Marcelina, no se mate así - porfió Julián -. Son figuraciones, señorita,
figuraciones.
Ella le tomó las manos entre las suyas, que ardían.
- Dígale usted a mi marido que la eche, Julián. ¡Por amor de Dios y su madre santísima!
El contacto de aquellas palmas febriles, la súplica, turbaron al capellán de un modo inexplicable,
y sin reflexionar exclamó:
-¡Tantas veces se lo he dicho!
-¡Ve usted! - repuso ella, sacudiendo la cabeza y cruzando las manos.
Enmudecieron. En la campiña se oía el ronco graznido de los cuervos; tras el biombo, la niña
lloriqueaba, inconsolable. Nucha se estremeció dos o tres veces. Por último articuló dando con
los nudillos en los vidrios de la ventana:
- Entonces seré yo...
El capellán murmuró como si rezase:
- Señorita... Por Dios... No se revuelva la cabeza... Déjese de eso...
La señora de Moscoso cerró los ojos y apoyó la faz en los vidrios de la ventana. Procuraba
contenerse: la energía y serenidad de su carácter querían salir a flote en tan deshecha tempestad.
Pero agitaba sus hombros un temblor, que delataba la tiranía del sistema nervioso sobre su
debilitado organismo. El temblor, por fin, fue disminuyendo y cesando... Nucha se volvió, con
los ojos secos y los nervios domados ya.
- XXIV Poco después sufrió una metamorfosis el vivir entumecido y soñoliento de los Pazos. Entró allí
cierta hechicera más poderosa que la señora María la Sabia: la política, si tal nombre merece el
enredijo de intrigas y miserias que en las aldeas lo recibe. Por todas partes cubre el manto de la
política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas; pero, al menos, en las capitales
populosas, la superficie, el aspecto, y a veces los empeños de la lid, presentan carácter de
grandiosidad. Ennoblece la lucha la magnitud del palenque; asciende a ambición la codicia, y el
fin material se sacrifica, en ocasiones, al fin ideal de la victoria por la victoria. En el campo, ni
aun por hipocresía o histrionismo se aparenta el menor propósito elevado y general. Las ideas no
entran en juego, sino solamente las personas, y en el terreno más mezquino: rencores, odios,
rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate naval en una charca.
Forzoso es reconocer, no obstante, que en la época de la revolución, la exaltación política, la fe
en las teorías llevada al fanatismo, lograba infiltrarse doquiera, saneando con ráfagas de huracán
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el mefítico ambiente de las intrigas cuotidianas en las aldeas. Vivía entonces España pendiente
de una discusión de Cortes, de un grito que se daba aquí o acullá, en los talleres de un arsenal o
en los vericuetos de una montaña; y cada quince días o cada mes, se agitaban, se debatían, se
querían resolver definitivamente cuestiones hondas, problemas que el legislador, el estadista y el
sociólogo necesitan madurar lentamente, meditar quizás años enteros antes de descifrarlos, y que
una multitud en revolución decide en pocas horas, mediante una acalorada discusión
parlamentaria, o una manifestación clamorosa y callejera. Entre el almuerzo y la comida se
reformaba, se innovaba una sociedad; fumando un cigarro se descubrían nuevos principios, y en
el fondo de la vorágine batallaban las dos grandes soluciones de raza, ambas fuertes porque se
apoyaban en algo secular, lentamente sazonado al calor de la historia: la monarquía absoluta y la
constitucional, por entonces disfrazada de monarquía democrática.
La conmoción del choque llegaba a todos lados, sin exceptuar las fieras montañas que cercaban a
los Pazos de Ulloa. También allí se politiqueaba. En las tabernas de Cebre, el día de la feria, se
oía hablar de libertad de cultos, de derechos individuales, de abolición de quintas, de federación,
de plebiscito - pronunciación no garantizada, por supuesto -. Los curas, al terminar las funciones,
entierros y misas solemnes, se demoraban en el atrio, discutiendo con calor algunos síntomas
recientes y elocuentísimos, la primer salida de aquellos famosos cuatro sacristanes, y otras
menudencias. El señorito de Limioso, tradicionalista inveterado, como su padre y abuelo, había
hecho dos o tres misteriosas excursiones hacia la parte del Miño, cruzando la frontera de
Portugal, y susurrábase que celebraba entrevistas en Tuy con ciertos pájaros; afirmábase también
que las señoritas de Molende estaban ocupadísimas construyendo cartucheras y no sé qué más
arreos bélicos, y a cada paso recibían secretos avisos de que se iba a practicar un registro en su
casa.
Sin embargo, los entendidos y prácticos en la materia comprendían que cualquier intentona a
mano armada en territorio gallego se quedaría en agua de cerrajas, y que por más rumores que
corriesen acerca de armamentos y organización en Portugal, venidas de tropa, nombramientos de
oficialidad, etc., la verdadera batalla que allí se librase no sería en los campos, sino en las urnas;
no por eso más incruenta. Gobernaban a la sazón el país los dos formidables caciques, abogado
el uno y secretario el otro del ayuntamiento de Cebre; esta villita y su región comarcana
temblaban bajo el poder de entrambos. Antagonistas perpetuos, su lucha, como la de los
dictadores romanos, no debía terminarse sino con la pérdida y muerte del uno. Escribir la crónica
de sus hazañas, de sus venganzas, de sus manejos, fuera cuento de nunca acabar. Para que nadie
piense que sus proezas eran cosa de risa, importa advertir que algunas de las cruces que
encontraba el viajante por los senderos, algún techo carbonizado, algún hombre sepultado en
presidio para toda su vida, podían dar razón de tan encarnizado antagonismo.
Conviene saber que ninguno de los dos adversarios tenía ideas políticas, dándoseles un bledo de
cuanto entonces se debatía en España; mas, por necesidad estratégica, representaba y encarnaba
cada cual una tendencia y un partido: Barbacana, moderado antes de la Revolución, se declaraba
ahora carlista; Trampeta, unionista bajo O'Donnell, avanzaba hacia el último confín del
liberalismo vencedor.
Barbacana era más grave, más autoritario, más obstinado e implacable en la venganza personal,
más certero en asestar el golpe, más ávido e hipócrita, encubriendo mejor sus alevosas trazas
para desmantecar al desventurado colono; era además hombre que prefería servirse de medios
legales y manejar el código, diciendo que no hay tan seguro modo de acabar con un enemigo
como empapelarlo: si no guarnecían tantas cruces los caminos por culpa de Barbacana, las
cárceles hediondas del distrito antaño, y hogaño las murallas de Ceuta y Melilla, podían revelar
hasta dónde se extendía su influencia. En cambio Trampeta, si justificando su apodo no
desdeñaba los enredos jurídicos, solía proceder con más precipitación y violencia que Barbacana,
asegurando la retirada menos hábilmente; así es que su adversario le tuvo varias veces cogido
entre puertas, y por punto no le aniquiló. Trampeta poseía en desquite gran fertilidad de ingenio,
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suma audacia, expedientes impensados con que salir de los más graves compromisos. Barbacana
servía mejor para preparar desde su habitación una emboscada, hurtando el cuerpo después;
Trampeta, para ejecutarla en persona y con fortuna. La comarca aborrecía a entrambos, pero
Barbacana inspiraba más terror por su genio sombrío. En aquella ocasión Trampeta, encargado
de representar las ideas dominantes y oficiales, se creía seguro de la impunidad, aunque quemase
a medio Cebre y apalease, encausase y embargase al otro medio. Barbacana, con la superioridad
de su inteligencia, y aun de su instrucción, comprendía dos cosas: primera, que se había arrimado
a pared más sólida, a gente que no desampara a sus amigos; segunda, que cuando se le antojase
pasarse con armas y bagajes al campo opuesto, conseguiría siempre hundir a Trampeta. Ya había
tirado sus líneas para el caso próximo de la elección de diputados.
Trampeta, con actividad vertiginosa, hacía la cama al candidato del gobierno. Muy a menudo iba
a la capital de provincia, a conferenciar con el gobernador. En tales ocasiones, el secretario,
calculando que hombre prevenido vale por dos, ni olvidaba las pistolas, ni omitía hacerse
escoltar por sus seides más resueltos, pues no ignoraba que Barbacana tenía a sus órdenes mozos
de pelo en pecho, verbigracia el temible Tuerto de Castrodorna. Cada viaje era una viña para el
bueno del secretario, y muy beneficioso para los suyos: poco a poco las hechuras de Barbacana
iban cayendo, y estancos, alguacilatos, guardianía de la cárcel, peones camineros, toda la
plantilla oficial de Cebre, quedando a gusto de Trampeta. Sólo no pudo meterle el diente al juez,
protegido en altas regiones por un pariente de la señora jueza, persona de viso. Obtuvo también
que se hiciese la vista gorda en muchas cosas, que se cerrasen los ojos en otras, y que respecto a
algunas sobreviniese ceguera total; y con esto y con las facultades latas de que se hallaba
investido, declaró, puesta la mano en el pecho, que respondía de la elección de Cebre.
Durante este periodo, Barbacana se hacía el muerto, limitándose a apoyar débilmente, como por
compromiso, al candidato propuesto por la Junta carlista orensana, y recomendado por el
Arcipreste de Loiro y los curas más activos, como el de Boán, el de Naya, el de Ulloa. Bien se
dejaba comprender que Barbacana no tenía fe en el éxito. El candidato era una excelente persona
de Orense, instruido, consecuentísirno tradicionalista, pero sin arraigo en el país y con fama de
poca malicia política. Sus mismos correligionarios no estaban a bien con él, por conceptuarle
más hombre de bufete que de acción e intriga.
Así las cosas, empezó a notarse que Primitivo, el montero mayor de los Pazos, venía a Cebre
muy a menudo; y como allí se repara todo, se observó también que, además de las
acostumbradas estaciones en las tabernas, Primitivo se pasaba largas horas en casa de Barbacana.
Éste vivía casi bloqueado en su domicilio, porque Trampeta, envalentonado con la embriaguez
del poder, profería amenazas, asegurando que Barbacana recibiría su pago en una corredoira
(camino hondo). No obstante, el abogado se arriesgó a salir en compañía de Primitivo, y viéronse
ir y venir curas influyentes y caciques subalternos, muchos de los cuales fueron también a los
Pazos: unos a comer, otros por la tarde. Y como no hay secreto bien guardado entre tres, y menos
entre tres docenas, el país y el gobierno supieron pronto la gran noticia: el candidato de la Junta
se retiraba de buen grado, y en su lugar Barbacana apoyaba, con el nombre de independiente, a
don Pedro Moscoso, conocido por marqués de Ulloa.
Desde que se enteró del complot, Trampeta pareció atacado del baile de San Vito. Menudeó
viajes a la capital: eran de oír sus explicaciones y comentarios en el despacho del gobernador.
- Todo lo arma - decía él - ese cerdo cebado del Arcipreste, unido al faccioso del cura de Boán e
instigando al usurero del mayordomo de los Pazos, el cual a su vez mete en danza al malcriado
del señorito, que está enredado con su hija. ¡Vaya un candidato! - exclamaba frenético -, ¡vaya
un candidato que los neos escogen! ¡Siquiera el otro era persona honrada! Y alzaba mucho la voz
al llegar a esto de la honradez.
Viendo el gobernador que el cacique perdía absolutamente la sangre fría, comprendió que el
negocio andaba mal parado, y le preguntó severamente:
-¿No ha respondido usted de la elección, con cualquier candidato que se presentase?
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- Sí señor, sí señor... - repuso apresuradamente Trampeta -. Sino que considérese: ¿quién contaba
con semejante cosa del otro mundo?
Atropellándose al hablar, de pura rabia y despecho, insistió en que nadie imaginaría que el
marqués de Ulloa, un señorito que sólo pensaba en cazar, se echase a político; que, a pesar de la
gran influencia de la casa y de ejercer su nombre bastante prestigio entre los paisanos, la
aristocracia montañesa y los curas, la tentativa importaría un comino si no la hubiese tomado de
su cuenta Barbacana y no le ayudase un poderoso cacique subalterno, que antes fluctuaba entre
el partido de Barbacana y el de Trampeta, pero en esta ocasión se había decidido, y era el mismo
mayordomo de los Pazos, hombre resuelto y sutil como un zorro, que disponía de numerosos
votos seguros, pues muchísima gente le debía cuartos que tenía esquilmada la casa de Ulloa a
cuyas expensas se enriquecía con disimulo y que este solemne bribón, al arrimo del gran
encausador Barbacana, se alzaría con el distrito, si no se llevaba el asunto a rajatabla y sin
contemplaciones.
Quien conozca poco o mucho el mecanismo electoral no dudará que el gobernador hizo jugar el
telégrafo para que sin pérdida de tiempo, y por más influencias que se atravesasen, fuese
removido el juez de Cebre y las pocas hechuras de Barbacana que en el distrito restaban ya.
Deseaba el gobernador triunfar en Cebre sin apelar a recursos extraordinarios y arbitrariedades
de monta, pues sabía que, si no era probable que jamás se levantasen allí partidas, en cambio la
sangre humana manchaba a menudo mesas y urnas electorales; pero la nueva combinación le
obligaba a no reparar en medios y conferir al insigne Trampeta poderes ilimitados...
Mientras el secretario se prevenía, el abogado no se dormía en las pajas. La aceptación del
señorito, al pronto, le había vuelto loco de contento. No tenía don Pedro ideas políticas, aun
cuando se inclinaba al absolutismo, creyendo inocentemente que con él vendría el
restablecimiento de cosas que lisonjeaban su orgullo de raza, como por ejemplo, los vínculos y
mayorazgos; fuera de esto, inclinábase al escepticismo indiferente de los labriegos, y era incapaz
de soñar, como el caballeresco hidalgo de Limioso, en la quijotada de entrar por la frontera del
Miño a la cabeza de doscientos hombres. Mas a falta de pasión política, le impulsó a aceptar la
diputación su vanidad. Él era la primera persona del país, la más importante, la de origen más
ilustre: su familia, desde tiempo inmemorial, figuraba al frente de la nobleza comarcana; en esto
hizo hincapié el Arcipreste de Loiro para convencerle de que le correspondía la representación
del distrito. Primitivo no desarrolló mucha elocuencia para apoyar la demostración del
Arcipreste: limitóse a decir, empleando un expresivo plural y cerrando el puño:
- Tenemos al país así.
Desde que corrió la noticia comenzó el señorito a sentirse halagado por la especie de pleitohomenaje que se presentaron a rendirle infinidad de personas, todo el señorío de los contornos, el
clero casi unánime, y los muchos adictos y partidarios de Barbacana, capitaneados por este
mismo. A don Pedro se le ensanchaba el pulmón. Bien entendía que Primitivo estaba entre
bastidores; pero al fin y al cabo, el incensado era él. Mostró aquellos días gran cordialidad y
humor excelente y campechano. Hizo caricias a su hija y ordenó se le pusiese un traje nuevo, con
bordados, para que la viesen así las señoritas de Molende, que se proponían no contribuir con
menos de cien votos al triunfo del representante de la aristocracia montañesa. Él también porque los candidatos noveles tienen su época de cortejos en que rondan la diputación como se
ronda a las muchachas, y se afeitan con esmero y tratan de lucir sus prendas físicas - cuidó algo
más de su persona, lamentablemente desatendida desde el regreso a los Pazos, y como estaba
entonces en el apogeo de su belleza, más bien masculina que varonil, las muñidoras electorales
se ufanaban de enviar tan guapo mozo al Congreso. Por entonces, la pasión política sacaba
partido hasta de la estatura, del color del pelo, de la edad.
Desde que empezó a hervir la olla, hubo en los Pazos mesa franca: se veía correr a Filomena y a
Sabel por los salones adelante, llevando y trayendo bandejas con tostado jerez y bizcochos; oíase
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el retintín de las cucharillas en las tazas de café y el choque de los vasos. Abajo, en la cocina,
Primitivo obsequiaba a sus gentes con vino del Borde y tarterones de bacalao, grandes fuentes de
berzas y cerdo. A menudo se juntaban ambas mesas, la de abajo y la de arriba, y se discutía, y se
reía y se contaban cuentos subidos de color, y se despellejaba a azadonazos - porque no cabe
nombrar el escalpelo - a Trampeta y a los de su bando, removiendo entre risotadas, cigarros e
interjecciones, el inmenso detritus de trampas mayores y menores en que descansaba la fortuna
del secretario de Cebre.
- De esta vez - decía el cura de Boán, viejo terne y firme, que echaba fuego por los ojos y gozaba
fama del mejor cazador del distrito después de Primitivo -, de esta vez los fastidiamos, quoniam!
Nucha no asistía a las sesiones del comité. Se presentaba únicamente cuando las visitas eran tales
que lo requerían; atendía a suministrar las cosas indispensables para el perenne festín, pero huía
de él. Tampoco Julián bajaba sino rara vez a las asambleas, y en ellas apenas descosía los labios,
mereciendo por esto que el cura de Ulloa se ratificase en su opinión de que los capellanes
atildados no sirven para nada de provecho. No obstante, apenas averiguó el comité que Julián
tenía bonita letra cursiva, y ortografía asaz correcta, se echó mano de él para misivas de
compromiso. Además, le cayó otra ocupación.
Sucedió que el Arcipreste de Loiro, que había conocido y tratado mucho a la señora doña
Micaela, madre de don Pedro, quiso ver otra vez toda la casa, y también la capilla, donde algunas
veces había dicho misa en vida de la difunta, que esté en gloria. Don Pedro se la mostró de mala
gana, y el Arcipreste se escandalizó al entrar. Estaba la capilla casi a tejavana: la lluvia corría por
el retablo abajo; las vestiduras de las imágenes parecían harapos; todo respiraba el mayor
abandono, el frío y tristeza especial de las iglesias descuidadas. Julián ya se encontraba cansado
de soltar indirectas al marqués sobre el estado lastimoso de la capilla, sin obtener resultado
alguno; mas el asombro y las lamentaciones del Arcipreste arañaron en la vanidad del señor de
Ulloa, y consideró que sería de buen efecto, en momentos tales, lavarle la cara, repararla un
poco. Se retejó con bastante celeridad, y con la misma un pintor, pedido a Orense, pintó y doró el
retablo y los altares laterales, de suerte que la capilla parecía otra, y don Pedro la enseñaba con
orgullo a los curas, a los señoritos, a la caciquería barbacanesca. Sólo faltaba ya trajear
decentemente a los santos y recoser ornatos y mantelillos. De esta faena se encargó Nucha, bajo
la dirección de Julián. Con tal motivo, refugiados en la capilla solitaria, no llegaba hasta ellos el
barullo del club electoral. Entre el capellán y la señorita desnudaban a San Pedro, peinaban los
rizos de la Purísima, ribeteaban el sayal de San Antón, fregoteaban la aureola del Niño Jesús.
Hasta la boeta de las ánimas del Purgatorio fue cuidadosamente lavada y barnizada de nuevo, y
las ánimas en pelota, larguiruchas, acongojadas, rodeadas de llamas de almazarrón, salieron a luz
en toda su edificante fealdad. Era semejante ocupación dulcísima para Julián: corrían las horas
sin sentir en el callado recinto, que olía a pintura fresca y a espadaña traída por Nucha para
adornar los altares; mientras armaba en un tallo de alambre una hoja de papel plateado o pasaba
un paño húmedo por el vidrio de una urna, no necesitaba hablar: satisfacción interior y apacible
le llenaba el alma. A veces Nucha no hacía más que mandar la maniobra, sentada en una silleta
baja con su niña en brazos (no quería apartarla de sí un instante). Julián trabajaba por dos: tenía
una escala y se encaramaba a lo más alto del retablo. No se atrevía a preguntar nada acerca de
asuntos íntimos, ni a averiguar si la señorita había tenido con su esposo conversación decisiva
respecto a Sabel; pero notaba el aire abatido, las denegridas ojeras, el frecuente suspirar de la
esposa, y sacaba de estos indicios la natural consecuencia. Otros síntomas percibió que le
acaloraron la fantasía, dándole no poco en qué cavilar. Nucha mostraba vehemente exaltación del
cariño maternal de algún tiempo a esta parte. Apenas se separaba de la chiquita cuando,
desasosegada e inquieta, salía a buscarla a ver qué le sucedía. En una ocasión, no encontrándola
donde presumía, comenzó a exhalar gritos desgarradores, exclamando: «¡Me la roban!, ¡me la
roban!» Por fortuna, el ama se acercaba ya trayendo a la pequeña en brazos. A veces la besaba
con tal frenesí, que la criatura rompía en llanto. Otras se quedaba embelesada mirándola con
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dulce e inefable sonrisa, y entonces Julián recordaba siempre las imágenes de la Virgen Madre,
atónita de su milagrosa maternidad. Mas los instantes de amor tranquilo eran breves, y continuos
los de sobresalto y dolorosa ternura. No consentía a Perucho acercarse por allí. Su fisonomía se
alteraba al divisar el niño; y éste, arrastrándose por el suelo, olvidando sus travesuras diabólicas,
sus latrocinios, su afición al establo, se emboscaba a la entrada de la capilla para ver salir a la
nena y hacerle mil garatusas, que ella pagaba con risas de querubín, con júbilo desatinado, con el
impulso de todo su cuerpecillo proyectado hacia adelante, impaciente por lanzarse de brazos del
ama a los de Perucho.
Un día notó Julián en Nucha algo más serio aún: no ya expresión de melancolía, sino hondo
decaimiento físico y moral. Sus ojos se hallaban encendidos y abultados, como de haber llorado
mucho tiempo seguido; su voz era desmayada y fatigosa; sus labios estaban resecos, tostados por
la calentura y el insomnio. Allí no se veía ya la espina del dolor que lentamente va hincándose,
pero el puñal clavado de golpe hasta el pomo. Semejante espectáculo dio al traste con la
prudencia del capellán.
- Usted está mala, señorita. A usted le pasa algo hoy.
Nucha meneó la cabeza intentando sonreír.
- No tengo nada.
Lo doliente y debilitado del acento la desmentía.
- Por Dios, señorita, no me responda que no... ¡Si lo estoy viendo! Señorita Marcelina...
¡Válgame mi patrono San Julián! ¡Que no he de poder yo servirle de algo, prestarle ayuda o
consuelo! Soy una persona humilde, inútil; pero con la intención, señorita, soy grande como una
montaña. ¡Quisiera, se lo digo con el corazón, que me mandase, que me mandase!
Hacía estas protestas esgrimiendo un paño untado de tiza contra las sacras, cuyo cerco de metal
limpiaba con denuedo, sin mirarlo.
Alzó Nucha los ojos, y en ellos lució un rayo instantáneo, un impulso de gritar, de quejarse, de
pedir auxilio... Al punto se apagó la llamarada, y encogiéndose de hombros levemente, la
señorita repitió:
- No tengo nada, Julián.
En el suelo había una cesta llena de hortensias y rama verde, destinada al adorno de los floreros;
Nucha empezó a colocarla con la destreza y delicadeza graciosa que demostraba en el
desempeño de todos sus domésticos quehaceres. Julián, entre embelesado y afligido, seguía con
la vista el arreglo de las azules flores en los tarros de loza, el movimiento de las manos
enflaquecidas al través de las hojas verdes. Notó que caía sobre ellas una gota de agua, gruesa,
límpida, no procedente de la humedad del rocío que aún bañaba las hortensias. Y casi al tiempo
mismo advirtió otra cosa, que le cuajó la sangre de horror: en las muñecas de la señora de
Moscoso se percibía una señal circular, amoratada, oscura... Con lucidez repentina, el capellán
retrocedió dos años, escuchó de nuevo los quejidos de una mujer maltratada a culatazos, recordó
la cocina, el hombre furioso... Completamente fuera de sí, dejó caer las sacras y tomó las manos
de Nucha para convencerse de que, en efecto, existía la siniestra señal...
Entraban a la sazón por la puerta de la capilla muchas personas: las señoritas de Molende, el juez
de Cebre, el cura de Ulloa, conducidos por don Pedro, que los traía allí con objeto de que
admirasen los trabajos de restauración. Nucha se volvió precipitadamente; Julián, trastornado,
contestó balbuciendo al saludo de las señoritas. Primitivo, que venía a retaguardia, clavaba en él
su mirada directa y escrutadora.
- XXV Si unas elecciones durasen mucho, acabarían con quien las maneja, a puro cansancio,
molimiento y tensión del cuerpo y del espíritu, pues los odios enconados, la perpetua sospecha
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de traición, las ardientes promesas, las amenazas, las murmuraciones, las correrías y cartas
incesantes, los mensajes, las intrigas, la falta de sueño, las comidas sin orden, componen una
existencia vertiginosa e inaguantable. Acerca de los inconvenientes prácticos del sistema
parlamentario estaban muy de acuerdo la yegua y la borrica que, con un caballo recio y joven
nuevamente adquirido por el mayordomo para su uso privado, completaban las caballerizas de
los Pazos de Ulloa. ¡Buenas cosas pensaban ellos de las elecciones allá en su mente asnal y
rocinesca, mientras jadeaban exánimes de tanto trotar, y humeaba todo su pobre cuerpo bañado
en sudor!
¡Pues qué diré de la mula en que Trampeta solía hacer sus excursiones a la capital! Ya las
costillas le agujereaban la piel, de tan flaca como se había puesto. Día y noche estaba el insigne
cacique atravesado en la carretera, y a cada viaje la elección de Cebre se presentaba más dudosa,
más peliaguda, y Trampeta, desesperado, vociferaba en el despacho del Gobernador que
importaba desplegar fuerza, destituir, colocar, asustar, prometer, y, sobre todo, que el candidato
cunero del gobierno aflojase la bolsa, pues de otro modo el distrito se largaba, se largaba, se
largaba de entre las manos.
-¿Pues no decía usted - gritó un día el Gobernador con vehementes impulsos de mandar al
infierno al gran secretario - que la elección no sería muy costosa; que los adversarios no podían
gastar nada; que la Junta carlista de Orense no soltaba un céntimo; que la casa de los Pazos no
soltaba un céntimo tampoco, porque a pesar de sus buenas rentas está siempre a la quinta
pregunta?
- Ahí verá usted, señor - contestó Trampeta -. Todo eso es mucha verdad; pero hay momentos en
que el hombre..., pues... cambia sus auciones, como usted me enseña (Trampeta tenía esta
muletilla). El marqués de Ulloa...
-¡Qué marqués ni qué calabazas! - interrumpió con impaciencia el Gobernador.
- Bueno, es una costumbre que hay de llamarle así... Y mire usted que llevo un mes de porclamar
en todos lados que no hay semejante marqués, que el gobierno le ha sacado el título para dárselo
a otro más liberal, y que ese título de marqués quien se lo ha ofrecido es Carlos siete, para
cuando venga la Inquisición y el diezmo, como usted me enseña...
- Adelante, adelante - exclamó el Gobernador, que aquel día debía estar nervioso -. Decía usted
que el marqués o lo que sea... en vista de las circunstancias...
- No reparará en un par de miles de duros más o menos, no señor.
-¿Si no los tenía, los habrá pedido?
-¡Catá! Los ha pedido a su suegro de Santiago; y como el suegro de Santiago no tiene tampoco
una peseta disponible, como usted me enseña... héteme aquí que se los ha dado el suegro de los
Pazos.
-¿Se le cuentan dos suegros a ese candidato carlista? - preguntó el gobernador, que a su pesar se
divertía con los chismes del secretario.
- No será el primero, como usted me enseña - dijo Trampeta riéndose de la chuscada -. Ya
entiende por quién hablo... ¿eh?
-¡Ah!, sí, la muchacha ésa que vivía en la casa antes de que Moscoso se casase, y de la cual tiene
un hijo... Ya ve usted cómo me acuerdo.
- El hijo... el hijo será de quien Dios disponga, señor gobernador... Su madre lo sabrá..., si es que
lo sabe.
- Bien, eso para la elección importa un rábano... Al grano: los recursos de que Moscoso
dispone...
- Pues se los ha facilitado el mayordomo, el Primitivo, el suegro de cultis... Y usted me
preguntará: ¿cómo un infeliz mayordomo tiene miles de duros? Y yo respondo: prestando a
réditos del ocho por ciento al mes, y más los años de hambre, y metiendo miedo a todo el mundo
para que le paguen bien y no le nieguen una miserable deuda de un duro... - Y usted dirá: ¿de
dónde saca ese Primitivo o ese ladrón el dinero para prestar? - Y yo replico: del bolsillo de su
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mismo amo, robándole en la venta del fruto, dándolo a un precio y abonándoselo a otro,
engañándole en la administración y en los arriendos, pegándosela, como usted me enseña, por
activa y por pasiva... - Y usted dirá...
Este modo dialogado era un recurso de la oratoria trampetil, del cual echaba mano cuando quería
persuadir al auditorio. El gobernador le interrumpió:
- Con permiso de usted lo diré yo mismo. ¿Qué cuenta le tiene a ese galopín prestarle a su amo
los miles de duros que tan trabajosamente le ha cogido?
-¡Me caso!... - votó el secretario -. Los miles de duros, como usted me enseña, no se prestan sin
hipoteca, sin garantías de una clás o de otra, y el Primitivo no ha nacido en el año de los tontos.
Así queda seguro el capital y el amo sujeto.
- Comprendo, comprendo - articuló con viveza el Gobernador. Queriendo dar una muestra de su
penetración, añadió: - Y le conviene sacar diputado al señorito, para disponer de más influencia
en el país y poder hacer todo cuanto le acomode...
Trampeta miró al funcionario con la mezcla de asombro y de gozosa ironía que las personas de
educación inferior muestran cuando oyen a las más elevadas decir una simpleza gorda.
- Como usted me enseña, señor gobernador - pronunció -, no hay nada de eso... Don Pedro,
diputado de oposición o independiente o conforme les dé la gana de llamarle, servirá de tanto a
los suyos como la carabina de Ambrosio... Primitivo, arrimándose a un servidor de usted o al
judío, con perdón, de Barbacana, conseguiría lo que quisiese ¿eh?, sin necesidad de sacar
diputado al amo... Y Primitivo, hasta que le dio la ventolera, siempre fue de los míos... Zorro
como él no lo hay en toda la provincia... Ése ha de acabar por envolvernos a Barbacana y a mí.
- Y entonces Barbacana ¿por qué se ha declarado a favor del señorito?
- Porque Barbacana va con los curas a donde lo lleven. Ya sabe lo que hace... Usted, un suponer,
está ahí hoy y se larga mañana; pero los curas están siempre, y lo mismo el señorío... los
Limiosos, los Méndez...
Y dando suelta al torrente de su rencor, el cacique añadió apretando los puños:
-¡Me caso con Dios! Mientras no hundamos a Barbacana, no se hará nada en Cebre.
-¡Corriente! Pues facilítenos usted la manera de hundirlo. Ganas no faltan.
Trampeta se quedó un rato pensativo, y con la cuadrada uña del pulgar, quemada del cigarro, se
rascó la perilla.
- Lo que yo cavilo es ¿qué cuenta le tendrá al raposo de Primitivo esta diputación del amo?...
Ahora se aprovecha de dos cosas: lo que le pilla como hipoteca y lo que le mama corriendo con
los gastos electorales y presentándole luego, como usted me enseña, las cuentas del Gran
Capitán... Pero si vencen y me hacen diputado a mi señor don Pedro, y éste vuela para Madrí, y
allí pide cuartos por otro lado, que sí pedirá, y abre el ojo para ver las picardías de su
mayordomo, y no se vuelve a acordar de la moza ni del chiquillo..., entonces...
Tornó a rascarse la perilla, suspenso y meditabundo, como el que persigue la solución de un
problema muy intrincado. Sus agudísimas facultades intelectuales estaban todas en ejercicio.
Pero no daba con el cabo de la madeja.
- Al caso - insistió el gobernador -. De lo que se trata es de que no nos derroten
vergonzosamente. El candidato es primo del ministro; hemos respondido de la elección.
- Contra el candidato de la Junta de Orense.
-¿Piensa usted que allá admiten esas distinciones? Estamos a triunfar contra cualquiera. No
andemos con circunloquios; ¿cree usted que vamos a salir rabo entre piernas? ¿Sí o no?
Trampeta permanecía indeciso. Al cabo levantó la faz, con el orgullo de un gran estratégico,
seguro siempre de inventar algún ardid para burlar al enemigo.
- Mire usted - dijo -, hasta la fecha Barbacana no ha podido acabar con este cura, aunque me ha
jugado dos o tres buenas... Pero a jugarlas no me gana él ni Dios... Sólo que a mí no se me
ocurren las mejores tretas hasta que tocan a romper el fuego... Entonces ni el diablo discurre lo
que yo discurro. Tengo aquí - y se dio una puñada en la negruzca frente - una cosa que rebulle,
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pero que aún no sale por más que hago... Saldrá, como usted me enseña, cuando llegue el
mismísimo punto resfinado de la ocasión...
Y blandiendo el brazo derecho repetidas veces de arriba abajo, como un sable, añadió en voz
hueca:
- Fuera miedo. ¡Se gana!
Mientras el secretario cabildeaba con la primera autoridad civil de la provincia, Barbacana daba
audiencia al Arcipreste de Loiro, que había querido ir en persona a tomar noticias de cómo
andaban los negocios por Cebre, y se arrellanaba en el despacho del abogado, sorbiendo, por
fusique de plata, polvos de un rapé Macuba, que acaso nadie gastaba ya sino él en toda Galicia, y
que le traían de contrabando, con gran misterio y cobrándole un dineral.
El Arcipreste, a quien en Santiago conocían por el apodo de Sobres de Envelopes, a causa de una
candorosa pregunta en mal hora formulada en una tienda, había sido en otro tiempo, cuando
simple abad de Anles, el mejor instrumento electoral conocido. Dijéronle una vez que iba
perdida la elección que él manejaba; gritó él furioso: «¿Perder el cura de Anles una elección?»,
y, al gritar, dio el más soberano puntapié a la urna, que era un puchero, haciéndola volar en miles
de pedazos, desparramando las cédulas y logrando, con tan sencillo expediente, que su candidato
triunfase. La hazaña le valió la gran cruz de Isabel la Católica. En el día, obesidad, años y
sordera le impedían tomar parte activa; pero quedábale la afición y el compás, no habiendo para
él cosa tan gustosa como un electoral cotarro.
Siempre que el arcipreste venía a Cebre, pasaba un ratito en el estanco y cartería, donde se
charlaba de política por los codos, se leían papeles de Madrid, y se enmendaba la plana a todos
los gobernantes y estadistas habidos y por haber, oyéndose a menudo frases del corte siguiente:
«Yo, Presidente del Consejo de Ministros, arreglo eso de una plumada.» «Yo que Prim, no me
arredro por tan poco.» Y aún solía levantarse la voz de algún tonsurado exclamando: «Pónganme
a mí donde está el Papa, y verán cómo lo resuelvo mucho mejor en un periquete.»
Al salir de casa de Barbacana, encontró el arcipreste en la cartería al juez y al escribano, y a la
puerta a don Eugenio, desatando su yegua de una argolla y dispuesto a montar.
- Aguárdate un poco, Naya - le dijo familiarmente, dándole, según costumbre entre curas, el
nombre de su parroquia -. Voy a ver los partes de los periódicos, y después nos largamos juntos.
- Yo tomo hacia los Pazos.
- Yo también. Di allá en la posada que me traigan aquí la mula.
Cumplió don Eugenio el encargo diligentemente, y a poco ambos eclesiásticos, envueltos en
cumplidos montecristos, atados los sombreros por debajo de la barba con un pañuelo para que no
se los llevase el viento fuerte que corría, bajaban el repecho de la carretera al sosegado paso de
sus monturas. Naturalmente hablaban de la batalla próxima, del candidato y de otras
particularidades referentes a la elección. El arcipreste lo veía todo muy de color de rosa, y estaba
tan cierto de vencer, que ya pensaba en llevar la música de Cebre a los Pazos para dar serenata al
diputado electo. Don Eugenio, aunque animado, no se las prometía tan felices. El gobierno
dispone de mucha fuerza, ¡qué diantre!, y cuando ve la cosa mal parada recurre a la coacción,
haciendo las elecciones por medio de la Guardia Civil. Todo eso de Cortes era, según dicho del
abad de Boán, una solemnísima farsa.
- Pues por esta vez - contestaba el arcipreste, manoteando y bufando para desenredarse de la
esclavina del montecristo, que el viento le envolvía alrededor de la cara -, por esta vez, les hemos
de hacer tragar saliva. Al menos el distrito de Cebre enviará al congreso una persona decente,
hijo del país, jefe de una casa respetable y antigua, que nos conoce mejor que esos pillastres
venidos de fuera.
- Eso es muy cierto - respondió don Eugenio, que rara vez contradecía de frente a sus
interlocutores -; a mí me gusta, como al que más, que la casa de los Pazos de Ulloa represente a
Cebre; y si no fuese por cosas que todos sabemos...
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El arcipreste, muy grave, sorbió el fusique o cañuto. Amaba entrañablemente a don Pedro, a
quien, como suele decirse, había visto nacer, y además profesaba el principio de respetar la
alcurnia.
- Bien, hombre, bien - gruñó -, dejémonos de murmuraciones... Cada uno tiene sus defectos y sus
pecados, y a Dios dará cuenta de ellos. No hay que meterse en vidas ajenas.
Don Eugenio, como si no entendiese, insistió, repitiendo cuanto acaba de oír en la cartería de
Cebre, donde se bordaban con escandalosos comentarios las noticias dadas por Trampeta al
gobernador de la provincia. Todo lo refería gritando bastante, a fin de que el punto de sordera del
arcipreste, agravado por el viento, no le impidiese percibir lo más sustancial del discurso. El
travieso y maleante clérigo gozaba lo indecible viendo al arcipreste sofocado, abotargado, con la
mano en la oreja a guisa de embudo, o introduciendo rabiosamente el fusique en las narices.
Cebre, según don Eugenio, hervía en indignación contra don Pedro Moscoso; los aldeanos lo
querían bien; pero en la villa, dominada por gentes que protegía Trampeta, se contaban horrores
de los Pazos. De algunos días acá, justamente desde la candidatura del marqués, se había
despertado en la población de Cebre un santo odio al pecado, una reprobación del concubinato y
la bastardía, un sentimiento tan exquisito de rectitud y moralidad, que asombraba; siendo de
advertir que este acceso de virtud se notaba únicamente en los satélites del secretario, gente en su
mayoría de la cáscara amarga y nada edificante en su conducta. Al enterarse de tales cosas, el
arcipreste se amorataba de furor.
-¡Fariseos, escribas! - rebufaba -. ¡Y luego nos llamarán a nosotros hipócritas! ¡Miren ustedes
qué recato, qué decoro y qué vergüenza les ha entrado a los incircuncisos de Cebre! (en boca del
arcipreste, incircunciso era tremenda injuria). Como si el que más y el que menos de ese atajo de
tunantes no tuviese hechos méritos para ir a presidio... y al palo, sí señor, ¡al palo!
Don Eugenio no podía contener la risa.
- Hace siete años, la friolera de siete años - tartamudeó el arcipreste calmándose un poco, pero
respirando trabajosamente a causa del mucho viento -, siete añitos que en los Pazos sucede... eso
que tanto les asusta ahora... Y maldito si se han acordado de decir esta boca es mía. Pero con las
elecciones... ¡Qué condenado de aire! Vamos a volar, muchacho.
- Pues aún murmuran cosas peores - gritó el de Naya.
-¿Eh? Si no se oye nada con este vendaval.
- Que aún dicen cosas más serias - voceó don Eugenio, pegando su inquieta yegüecilla a la
reverenda mula del arcipreste.
- Dirán que nos van a fusilar a todos... Lo que es a mí, ya me amenazó el secretario con
formarme siete causas y meterme en chirona.
- Qué causas ni qué... Baje usted la cabeza... Así... Aunque estamos solos no quiero gritar
mucho...
Agarrado don Eugenio al montecristo de su compañero, le explicó desde cerca algo que las alas
del nordeste se llevaron aprisa, con estridente y burlón silbido.
-¡Caramelos! - rugió el arcipreste, sin que se le ocurriese una sola palabra más. Tardó aún cosa
de dos minutos en recobrar la expedición de la lengua y en poder escupir al ventarrón, cada vez
más desencadenado y furioso, una retahíla de injurias contra los infames calumniadores del
partido de Trampeta. El granuja de don Eugenio le dejó desahogar, y luego añadió:
- Aún hay más, más.
-¿Y qué más puede haber? ¿Dicen también que el señorito don Pedro sale a robar a los caminos?
¡Canalla de incircuncisos ésos, sin más Dios ni más ley que su panza!
- Aseguran que la noticia viene por persona de la misma casa.
-¿Eeeeh? Cargue el diablo con el viento.
- Que la noticia viene por persona de la misma casa de los Pazos... ¿Ya me entiende usted? - Y
don Eugenio guiñó el ojo.
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- Ya entiendo, ya... ¡Corazones de perro, lenguas de escorpión! Una señorita que es la honradez
en persona, de una familia tan buena, no despreciando a nadie..., ¡y calumniarla, y para más con
un ordenado de misa! ¡Liberaluchos indecentes, de éstos de por aquí, que se venden tres al
cuarto! ¡Pero cómo está el mundo, Naya, cómo está el mundo!
- Pues también añaden...
-¡Caramelos! ¿Acabarás hoy? ¡Qué tormenta se prepara, María Santísima! ¡Qué viento... qué
viento!
- Atiéndame, que esto no lo dicen ellos, sino Barbacana. Que esa persona de la casa - Primitivo,
vamos - nos va a hacer una perrería gorda en la elección.
-¿Eeeh? ¿Tú seque chocheas? Para, mula, a ver si oigo mejor. ¿Que Primitivo...?
- No es seguro, no es seguro, no es seguro - vociferó el abad de Naya, que se divertía más que en
un sainete.
-¡Por vida de lo que malgasto, que esto ya pasa de raya! Hazme el favor de no volverme loco,
¿eh?, que para eso bastante tengo con el viento maldito. ¡No quiero oír, no quiero oír más! declaró esto en ocasión que su montecristo se alzaba rápidamente a impulsos de una ráfaga
mayor, y se volvía todo hacia arriba, dejando al arcipreste como suelen pintar a Venus en la
concha. Así que logró remediar el percance, hizo trotar a su mula, y no se oyó en el camino más
voz que la del nordeste, que allá a lo lejos, sacudiendo castañares y robledales, remedaba
majestuosa sinfonía.
- XXVI Amortiguada la primera impresión, no se atrevía Julián a interrogar a Nucha sobre lo que había
visto. Hasta recelaba ir al cuarto de la señorita. Algún fundamento tenía este recelo. Aunque de
suyo confiado, creía notar el capellán que le espiaban. ¿Quién? Todo el mundo: Primitivo, Sabel,
la vieja bruja, los criados. Como sentimos de noche, sin verla, la niebla húmeda que nos penetra
y envuelve, así sentía Julián la desconfianza, la malevolencia, la sospecha, la odiosidad que iba
espesándose en torno suyo. Era cosa indefinible, pero patente. En dos o tres funciones a que
asistió, figurósele que los curas le hablaban con acento hostil, que el arcipreste le examinaba
frunciendo el entrecejo, y que únicamente don Eugenio le manifestaba la acostumbrada
cordialidad. Pero acaso fuesen éstas vanas cavilaciones, y quizás soñaba también al imaginarse
que, a la mesa, don Pedro seguía continuamente la dirección de sus ojos y acechaba sus
movimientos. Esto le fatigaba tanto más cuanto que un irresistible anhelo le obligaba a mirar a
Nucha muy a menudo, reparando a hurtadillas si estaba más delgada, si comía con buen apetito,
si se notaba algo nuevo en sus muñecas. La señal, oscura el primer día, fue verdeando y
desapareciendo.
La necesidad de ver a la niña acabó por poder más que las vacilaciones de Julián. Arreglada ya la
capilla, sólo en la habitación de su madre podía verla, y allí fue, no bastándole el beso robado en
el corredor, cuando el ama lo cruzaba con la nena en brazos. Iba la criatura saliendo de esa edad
en que los niños parecen un lío de trapos, y sin perder la gracia y atractivo del ser indefenso y
débil, tenía el encanto de la personalidad, de la soltura cada vez mayor de sus movimientos y
conciencia de sus actos. Ya adoptaba posturas de ángel de Murillo; ya cogía un objeto y acertaba
a llevarlo a la cálida boca, en la impaciencia de la dentición retrasada; ya ejecutaba con indecible
monería ese movimiento cautivador entre todos los de los niños pequeños, de tender no sólo los
brazos, sino el cuerpo entero, con abandono absoluto, hacia la persona que les es simpática;
actitud que las nodrizas llaman irse con la gente. Hacía tiempo que la pequeña redoblaba la risa,
y su carcajada melodiosa, repentina y breve, era sólo comparable a gorjeo de pájaro. Ningún
sonido articulado salía aún de su boca, pero sabía expresar divinamente, con las onomatopeyas
que según ciertos filólogos fueron base del lenguaje primitivo, todos sus afectos y antojos; en su
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cráneo, que empezaba a solidificarse, por más que en el centro latiese aún la abierta mollera, se
espesaba el pelo, de día en día más oscuro, suave aún como piel de topo; sus piececitos se
desencorvaban, y los dedos, antes retorcidos, el pulgar vuelto hacia arriba, los otros botoncillos
de rosa hacia abajo, se habituaban a la estación horizontal que exige el andar humano. Cada uno
de estos grandes progresos en el camino de la vida era sorpresa y placer inefable para Julián,
confirmando su dedicación paternal al ser que le dispensaba el favor insigne de tirarle de la
cadena del reloj, manosearle los botones del chaleco, ponerle como nuevo de baba y leche. ¡Qué
no haría él por servir de algo a la nenita idolatrada! A veces el cariño le inspiraba ideas feroces,
como agarrar un palo y moler las costillas a Primitivo; coger un látigo y dar el mismo trato a
Sabel. Pero, ¡ay! Nadie puede usurpar el puesto del amo de casa, del jefe de la familia; y el jefe...
Al capellán le pesaba en el alma la fundación de aquel hogar cristiano. Recta había sido la
intención, y amargo el fruto. ¡Sangre del corazón daría él por ver a Nucha en un convento!
¿Qué arbitrio adoptar ya? Julián presentía los inmensos inconvenientes de su intervención
directa. Seguro de la teoría, firme en el terreno del derecho, capaz de resistir pasivamente hasta
morir, faltábale la vigorosa palanca de los actos humanos, la iniciativa. En aquella casa es
indudable que andaban muchas cosas desquiciadas, otras torcidas y fuera de camino; el capellán
asistía al drama, temía un desenlace trágico, sobre todo desde la famosa señal en las muñecas,
que no le salía de la acalorada imaginación; mostrábase taciturno; su color sonrosado se trocaba
en amarillez de cera; rezaba más aún que de costumbre; ayunaba; decía la misa con el alma
elevada, como la diría en tiempos de martirio; deseaba ofrecer la existencia por el bienestar de la
señorita; pero, a no ser en uno de sus momentos de arrechucho puramente nervioso, no podía, no
sabía, no acertaba a dar un paso, a adoptar una medida - aunque ésta fuese tan fácil y hacedera
como escribir cuatro renglones a don Manuel Pardo de la Lage, informándole de lo que ocurría a
su hija -. Siempre encontraba pretextos para aplazar toda acción, tan socorridos como éste,
verbigracia:
- Dejemos que pasen las elecciones.
Las elecciones le infundían esperanzas de que, si el señorito, elegido diputado, salía de la
huronera, de entre la gente inicua que lo prendía en sus redes, era posible que Dios le tocase en el
corazón y mudase de conducta.
Una cosa preocupaba mucho al buen capellán: ¿el señorito se iría solo a Madrid, o llevaría a su
mujer y a la pequeña? Julián ponía a Dios por testigo de que deseaba esto último, si bien al
pensar qué podía suceder le entraba una hipocondría mortal. La idea de no ver más a nené
durante meses o años, de no tenerla en las rodillas montada a caballito, de quedarse allí, frente a
frente con Sabel, como en oscuro pozo habitado por una sabandija, le era intolerable. Duro le
parecía que se marchase la señorita, pero lo de la niña..., lo de la niña...
«Si me la dejasen -pensaba- la cuidaría yo perfectamente.»
Acercábase la batalla decisiva. Los Pazos eran un jubileo, un ir y venir de adictos y correveidiles,
un entrar y salir de mensajes, de órdenes y contraórdenes, que le daban semejanza con un cuartel
general. Siempre había en las cuadras caballos o mulas forasteras, masticando abundante pienso,
y en los anchos salones se oía crujir incesante de botas altas, pisadas de fuertes zapatos, cuando
no pateo de zuecos. Julián se tropezaba con curas sofocados, respirando bélico ardor, que le
hablaban de los trabajos, pasmándose de ver que no tomaba parte en nada... ¡En tan solemne y
crítica ocasión, el capellán de los Pazos no tenía derecho a dormir ni a comer!
Seguía reparando que algunos abades se mostraban con él así como airados o resentidos, en
especial el arcipreste, el más encariñado con la casa de Ulloa; pues mientras el cura de Boán y
aun el de Naya atendían sobre todo al triunfo político, el arcipreste miraba principalmente al
esplendor del hidalgo solar, al buen nombre de los Moscosos.
Todo anunciaba que el señor de los Pazos se llevaría el gato al agua, a pesar del enorme aparato
de fuerza desplegado por el gobierno. Se contaban los votos, se hacía un censo, se sabía que la
superioridad numérica era tal, que las mayores diabluras de Trampeta no la echarían abajo. No
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disponía el gobierno en el distrito sino de lo que, pomposamente hablando, puede llamarse el
elemento oficial. Si es verdad que éste influye mucho en Galicia, merced al carácter sumiso de
los labriegos, allí en Cebre no podía contrapesar la acción de curas y señoritos reunidos en torno
del formidable cacique Barbacana. El arcipreste resoplaba de gozo. ¡Cosa rara! Barbacana
mismo era el único que no se las contaba felices. Preocupado y de peor humor a cada instante,
torcía el gesto cuando algún cura entraba en su despacho frotándose las manos de gusto, a
noticiarle adhesiones, caza de votos.
¡Qué elecciones aquéllas, Dios eterno! ¡Qué lid reñidísima, qué disputar el terreno pulgada a
pulgada, empleando todo género de zancadillas y ardides! Trampeta parecía haberse convertido
en media docena de hombres para trampetear a la vez en media docena de sitios. Trueques de
papeletas, retrasos y adelantos de hora, falsificaciones, amenazas, palos, no fueron arbitrios
peculiares de esta elección, por haberse ensayado en otras muchas; pero uniéronse a las
estratagemas usuales algunos rasgos de ingenio sutil, enteramente inéditos. En un colegio, las
capas de los electores del marqués se rociaron de aguarrás y se les prendió fuego
disimuladamente por medio de un fósforo, con que los infelices salieron dando alaridos, y no
aparecieron más. En otro se colocó la mesa electoral en un descanso de escalera; los votantes no
podían subir sino de uno en uno, y doce paniaguados de Trampeta, haciendo fila, tuvieron
interceptado el sitio durante toda la mañana, moliendo muy a su sabor a puñadas y coces a quien
intentaba el asalto. Picardía discreta y mañosa fue la practicada en Cebre mismo.
Acudían allí los curas acompañando y animando al rebaño de electores, a fin de que no se
dejasen dominar por el pánico en el momento de depositar el voto. Para evitar que «se la
jugasen», don Eugenio, valiéndose del derecho de intervención, sentó en la mesa a un labriego
de los más adictos suyos, con orden terminante de no separar la vista un minuto de la urna. «¿Tú
entendiste, Roque? No me apartas los ojos de ella, así se hunda el mundo.» Instalóse el payo,
apoyando los codos en la mesa y las manos en los carrillos, contemplando de hito en hito la
misteriosa olla, tan fijamente como si intentase alguna experiencia de hipnotismo. Apenas
alentaba, ni se movía más que si fuese hecho de piedra. Trampeta en persona, que daba sus
vueltas por allí, llegó a impacientarse viendo al inmóvil testigo, pues ya otra olla rellena de
papeletas, cubiertas a gusto del alcalde y del secretario de la mesa, se escondía debajo de ésta,
aguardando ocasión propicia de sustituir a la verdadera urna. Destacó, pues, un seide encargado
de seducir al vigilante, convidándole a comer, a echar un trago, recurriendo a todo género de
insinuaciones halagüeñas. Tiempo perdido: el centinela ni siquiera miraba de reojo para ver a su
interlocutor: su cabeza redonda, peluda, sus salientes mandíbulas, sus ojos que no pestañeaban,
parecían imagen de la misma obstinación. Y era preciso sacarle de allí, porque se acercaba la
hora sacramental, las cuatro, y había que ejecutar el escamoteo de la olla. Trampeta se agitó, hizo
a sus adláteres preguntas referentes a la biografía del vigilante, y averiguó que tenía un pleito de
tercería en la Audiencia, por el cual le habían embargado los bueyes y los frutos. Acercóse a la
mesa disimuladamente, púsole una mano en el hombro, y gritó: «¡Fulano... ganaste el pleito!»
Saltó el labriego, electrizado. «¡Qué me dices, hombre!» «Se falló en la Audiencia ayer.» «Tú
loqueas.» «Lo que oyes.» En este intervalo el secretario de la mesa verificaba el trueque de
pucheros: ni visto ni oído. El alcalde se levantó con solemnidad. «¡Señores... se va a proceder al
discutinio!» Entra la gente en tropel: comienza la lectura de papeletas; míranse los curas atónitos,
al ver que el nombre de su candidato no aparece «¿Tú te moviste de ahí?», pregunta el abad de
Naya al centinela. «No, señor», responde éste con tal acento de sinceridad, que no consentía
sospecha. «Aquí alguien nos vende», articula el abad de Ulloa en voz bronca, mirando
desconfiadamente a don Eugenio. Trampeta, con las manos en los bolsillos, ríe a socapa.
Tales amaños mermaron de un modo notable la votación del marqués de Ulloa, dejando
circunscrita la lucha, en el último momento, a disputarse un corto número de votos, del cual
dependía la victoria. Y llegado el instante crítico, cuando los ulloístas se juzgaban ya dueños del
campo, inclinaron la balanza del lado del gobierno defecciones completamente impensadas, por
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no decir abominables traiciones, de personas con quienes se contaba en absoluto, habiendo
respondido de ellas la misma casa de los Pazos, por boca de su mayordomo. Golpe tan repentino
y alevoso no pudo prevenirse ni evitarse. Primitivo, desmintiendo su acostumbrada
impasibilidad, dio rienda a una cólera furiosa, desatándose en amenazas absurdas contra los
tránsfugas.
Quien se mostró estoico fue Barbacana. La tarde que se supo la pérdida definitiva de la elección,
el abogado estaba en su despacho, rodeado de tres o cuatro personas. Ahogándose como ballena
encallada en una playa y a quien el mar deja en seco, entró el arcipreste, morado de despecho y
furor. Desplomóse en un sillón de cuero; echó ambas manos a la garganta, arrancó el alzacuello,
los botones de camisa y almilla; y trémulo, con los espejuelos torcidos y el fusique oprimido en
el crispado puño izquierdo, se enjugó el sudor con un pañuelo de hierbas. La serenidad del
cacique le sacó de tino.
-¡Me pasmo, caramelos! Me pasmo de verle con esa flema! ¿O no sabe lo que pasa?
- Yo no me apuro por cosas que están previstas. En materia de elecciones no se me coge a mí de
susto.
-¿Usted se esperaba lo que ocurre?
- Como si lo viera. Aquí está el abad de Naya, que puede responder de que se lo profeticé. No
atestiguo con muertos.
- Verdad es - corroboró don Eugenio, harto compungido.
-¿Y entonces, santo de Dios, a qué tenernos embromados?
- No les íbamos a dejar el distrito por suyo sin disputárselo siquiera. ¿Les gustaría a ustedes?
Legalmente, el triunfo es nuestro.
- Legalmente... ¡Toma, caramelos! ¡Legalmente sí, pero vénganos con legalidades! ¡Y esos Judas
condenados que nos faltaron cuando precisamente pendía de ellos la cosa! ¡El herrero de
Gondás, los dos Ponlles, el albéitar...!
- Ésos no son Judas, no sea inocente, señor arcipreste: ésa es gente mandada, que acata una
consigna. El Judas es otro.
-¿Eeeeh? Ya entiendo, ya... ¡Hombre, si es cierta esa maldad - que no puedo convencerme, que
se me atraganta -, aún sería poco para el traidor el castigo de Judas! Pero usted, santo, ¿por qué
no le atajó? ¿Por qué no avisó? ¿Por qué no le arrancó la careta a ese pillo? Si el señor marqués
de Ulloa supiese que tenía en casa al traidor, con atarlo al pie de la cama y cruzarlo a latigazos...
¡Su propio mayordomo! No sé cómo pudo usted estarse así con esa flema.
- Se dice luego; pero mire usted: cuando la elección estriba en una persona, y no cabe cerciorarse
de si está de buena o mala fe, de poco sirve revelar sospechas... Hay que aguardar el golpe atado
de pies y manos..., son cosas que se ven a la prueba, y si salen mal, se debe callar y guardarlas...
Al pronunciar la palabra guardarlas, el cacique se daba una puñada en el pecho, cuya concavidad
retumbó sordamente, lo mismo que debía retumbar la de san Jerónimo cuando el santo la hería
con el famoso pedrusco.
Y algo se asemejaba Barbacana al tipo de los san Jerónimos de escuela española, amojamados y
huesudos, caracterizados por la luenga y enmarañada barba y el sombrío fuego de las pupilas
negras.
- De aquí no salen - añadió con torvo acento -, y aquí no pierden el tiempo, que todavía nadie se
la hizo a Barbacana sin que algún día se la pagase. Y respecto del Judas, ¿cómo quería usted que
lo pudiésemos desenmascarar, si ahora, lo mismo que en tiempo de la pasión de Nuestro Señor
Jesucristo, tenía la bolsa en la mano? A ver, señor arcipreste, ¿quién nos ha facilitado las
municiones para esta batalla?
-¿Que quién las ha facilitado? En realidad de verdad, la casa de Ulloa.
-¿Las tenía disponibles? ¿Sí o no? Ahí está el toque. Como esas casas no son más que vanidad y
vanidad, por no confesar que le faltaban los cuartos y no pedirlos a una persona de conocida
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honradez, pongo por ejemplo, un servidor, va y los recibe de un pillastre, de una sanguijuela que
le está chupando cuanto posee.
- Buenas cosas van a decir de nosotros los badulaques de la Junta de Orense. Que somos unos
estafermos y que no servimos para nada. ¡Perder una elección! Es la primera vez de mi vida.
- No. Que escogimos un candidato muy simple. Hablando en plata, eso es lo que dirá la Junta de
Orense.
- Poco a poco - exclamó el arcipreste dispuesto a romper lanzas por su caro señorito -. No
estamos conformes...
Aquí llegaban de su plática, y el auditorio, que se componía, además del abad de Naya, del de
Boán y del señorito de Limioso, guardaba el silencio de la humillación y la derrota. De repente
un espantoso estruendo, formado por los más discordantes y fieros ruidos que pueden desgarrar
el tímpano humano, asordó la estancia. Sartenes rascadas con tenedores y cucharas de hierro;
tiestos de cocina tocados como címbalos; cacerolas, dentro de las cuales se agitaba en
vertiginoso remolino un molinillo de batir chocolate; peroles de cobre en que tañían broncas
campanadas fuertes manos de almirez; latas atadas a un cordel y arrastradas por el suelo;
trébedes repicados con varillas de hierro, y, por cima de todo, la lúgubre y ronca voz del cuerno,
y la horrenda vociferación de muchas gargantas humanas, con esa cavernosidad que comunica a
la laringe el exceso de vino en el estómago. Realmente acababan los bienaventurados músicos de
agotar una redonda corambre, que en la Casa Consistorial les había brindado la munificencia del
secretario. Por entonces aún ignoraban los electores campesinos ciertos refinamientos, y no
sabían pedir del vino que hierve y hace espuma, como algunos años después, contentándose con
buen tinto empecinado del Borde. Al través de las vidrieras de Barbacana penetraba, junto con el
sonido de los hórridos instrumentos y descompasada gritería, vaho vinoso, el olor tabernario de
aquella patulea, ebria de algo más que del triunfo. El arcipreste se enderezaba los espejuelos; su
rostro congestionado revelaba inquietud. El cura de Boán fruncía el cano entrecejo. Don Eugenio
se inclinaba a echarlo todo a broma. El señorito de Limioso, resuelto y tranquilo, se aproximó a
la ventana, alzó un visillo y miró.
La cencerrada proseguía, implacable, frenética, azotando y arañando el aire como una multitud
de gatos en celo el tejado donde pelean; súbitamente, de entre el alboroto grotesco se destacó un
clamor que en España siempre tiene mucho de trágico: un muera.
-¡Muera el Terso!
Un enjambre de mueras y vivas salió tras el primero.
-¡Mueran los curas!
-¡Muera la tiranía!
-¡Viva Cebre y nuestro diputado!
-¡Viva la Soberanía Nacional!
-¡Muera el marqués de Ulloa!
Más enérgico, más intencionado, más claro que los restantes, brotó este grito:
-¡Muera el ladrón faucioso Barbacana!
Y el vocerío, unánime, repitió:
-¡Mueraaaa!
Instantáneamente apareció junto a la mesa del abogado un hombre de siniestra catadura, hasta
entonces oculto en un rincón. No vestía como los labriegos, sino como persona de baja condición
en la ciudad: chaqueta de paño negro, faja roja y hongo gris; patillas cortas, de boca de hacha,
redoblaban la dureza de su fisonomía, abultada de pómulos y ancha de sienes. Uno de sus
hundidos ojuelos verdes relucía felinamente; el otro, inmóvil y cubierto con gruesa nube blanca,
semejaba hecho de cristal cuajado.
Abriendo Barbacana el cajón de su pupitre, sacaba de él dos enormes pistolas de arzón,
prehistóricas sin duda, y las reconocía para cerciorarse de que estaban cargadas. Mirando al
aparecido fijamente, pareció ofrecérselas con leve enarcamiento de cejas. Por toda respuesta, el
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Tuerto de Castrodorna hizo asomar al borde de su faja el extremo de una navaja de cachas
amarillas, que volvió a ocultar al punto. El arcipreste, que había perdido los bríos con la obesidad
y los años, sobresaltóse mucho.
- Déjese de calaveradas, mi amigo. Por si acaso, me parece oportuno salir por la puerta de atrás.
¿Eh? No es cosa de aguardar a que esos incircuncisos vengan aquí a darle a uno tósigo.
Mas ya el cura de Boán y el señorito de Limioso, unidos al Tuerto, formaban un grupo lleno de
decisión. El señorito de Limioso, no desmintiendo su vieja sangre hidalga, aguardaba
sosegadamente, sin fanfarronería alguna, pero con impávido corazón; el abad de Boán, nacido
con más vocación de guerrillero que de misacantano, apretaba con júbilo la pistola, olfateaba el
peligro, y, a ser caballo, hubiera relinchado de gozo; el Tuerto, encogido y crispado como un
tigre, se situaba detrás de la puerta a fin de destripar a mansalva al primero que entrase.
- No tenga miedo, señor arcipreste... - murmuró gravemente Barbacana -. Perro que ladra no
muerde. Ni a romperme un vidrio se atreverán esos bocalanes. Pero conviene estar dispuesto, por
si acaso, a enseñarles los dientes.
Resonaban nutridos y feroces los mueras; mas en efecto, ni una piedra sola venía a herir los
cristales. El señorito de Limioso se acercó otra vez, levantó el visillo y llamó a don Eugenio.
- Mire, Naya, mire para aquí... Buena gana tienen de subir ni de tirar piedras... Están bailando.
Don Eugenio se llegó a la vidriera y soltó la carcajada. Entre la patulea de beodos, dos seides de
Trampeta, carcelero el uno, el otro alguacil, trataban de calentar a algunos de los que chillaban
más fuerte, para que atacasen la morada del abogado; señalaban a la puerta, indicaban con
ademanes elocuentes lo fácil que sería echarla abajo y entrar. Pero los borrachos, que no por
estarlo perdían la cautelosa prudencia, el saludable temor que inspira el cacique al labriego, se
hacían los desentendidos, limitándose a berrear, a herir cazos y sartenes con más furia. Y en el
centro del corro, al compás de los almireces y cacerolas, brincaban como locos los más tomados
de la bebida, los verdaderos pellejos.
- Señores - dijo en grave y enronquecida voz Ramón Limioso -: Es siquiera una mala vergüenza
que esos pillos nos tengan aquí sitiados... Me dan ganas de salir y pegarles una corrida, que no
paren hasta el Ayuntamiento.
- Hombre - gruñó el abad de Boán -, usted poco habla, pero bueno. Vamos a meterles miedo,
¡quoniam! Estornudando solamente, espanto yo media docena de esos pellejones.
No pronunció el Tuerto palabra; únicamente su ojo verdoso se encendió con fosfórica luz, y miró
a Barbacana, como pidiéndole permiso de tomar parte en la empresa. Barbacana hizo con la
cabeza señal afirmativa, pero le indicó al mismo tiempo que guardase la navaja.
- Tiene razón - exclamó el hidalgo de Limioso, enderezando la cabeza y dilatando las ventanillas
de la nariz con altanera expresión, muy desusada en su lánguida y triste faz -. A esa gente, a
palos y latigazos se les sacude el polvo. No ensuciar un arma que uno usa para el monte, para las
perdices y las liebres, que valen más que ellos (fuera el alma).
Y al decir fuera el alma, persignóse el señorito.
- Tengan miramiento, hombre, tengan miramiento... - murmuraba el arcipreste difícilmente,
extendiendo las manos como para calmar los ánimos irritados. (¡Cuán lejos estaban los tiempos
belicosos en que aseguraba una elección a puntapiés!)
Barbacana no se opuso a la hazaña; al contrario, pasó a otra estancia y volvió con un haz de
junquillos, palos y bastones. El cura de Boán no quiso más garrote que el suyo, que era
formidable; Ramón Limioso, fiel a su desdén de la grey villana, asió el látigo más delgado, un
latiguillo de montar. El Tuerto empuñó una especie de tralla, que, manejada por diestra vigorosa,
debía ser de terrible efecto.
Bajaron cautelosamente la escalera, cuidando de no zapatear, previsión que el endiablado
estrépito de la cencerrada hacía de todo punto ociosa. Tenía la puerta su tranca y los cerrojos
corridos, medida de precaución adoptada por la cocinera del abogado así que oyó estruendo de
motín. El abad de Boán los descorrió impetuosamente, el Tuerto sacó la tranca, giró la llave en la
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cerradura, y clérigos y seglares se lanzaron contra la canalla sin avisar ni dar voces, con los
dientes apretados, chispeantes los ojos, blandiendo látigos y esgrimiendo garrotes.
No habrían transcurrido cinco minutos cuando Barbacana, que por detrás de los visillos
registraba el teatro del combate, sonrió silenciosamente, o más bien regañó los labios,
descubriendo la amarilla dentadura, y apretó con nerviosa violencia la barandilla de la ventana.
En todas direcciones huían los despavoridos borrachos, chillando como si los cargase un
regimiento de caballería a galope: algunos tropezaban y caían de bruces, y la tralla del Tuerto se
les enroscaba alrededor de los lomos, arrancándoles alaridos de dolor. Fustigaba el hidalgo de
Limioso con menos crueldad, pero con soberano desprecio, como se fustigaría a una piara de
marranos. El cura de Boán sacudía estacazo limpio, con regularidad y energía infatigables. El de
Naya, incapaz de mantenerse dentro de los límites de su papel justiciero, insultaba, reía y
vapuleaba a un mismo tiempo a los beodos.
-¡Anda, tinaja, cuba, mosquito! ¡Toma, toma, para que vuelvas otra vez, pellejo, odre! ¡Ve a
dormir la mona, cuero! ¡A la taberna con tus huesos, larpán, tonel de mosto! ¡A la cárcel,
borrachos, a vomitar lo que tenéis en esas tripas!
Limpia estaba la calle; más limpia ya que una patena: silencio profundo había sustituido al
vocerío, a los mueras y a la cencerrada feroz. Por el suelo quedaban esparcidos despojos de la
batalla: cazos, almireces, cuernos de buey. En la escalera se oía el ruido de los vencedores, que
subían celebrando el fácil triunfo. Delante de todos entró don Eugenio, que se echó en una
butaca partiéndose a carcajadas y palmoteando. El cura de Boán le seguía limpiándose el sudor.
Ramón Limioso, serio y aún melancólico, se limitó a entregar a Barbacana el latiguillo, sin
despegar los labios.
-¡Van... buenos! - tartamudeó el abad de Naya reventando de risa.
- Yo mallé en ellos... como quien malla en centeno! - exclamó respirando con placer el de Boán.
- Pues yo - explicó el hidalgo -, si supiese que habían de ser tan cobardes y echar a correr sin
volvérsenos siquiera, a fe que no me tomo el trabajo de salir.
- No se fíen - observó el arcipreste -. Ahora en el Ayuntamiento los avergüenza Trampeta, y
capaz es de venir acá en persona con los incircuncisos a darle un susto al señor Licenciado (así
llamaban a Barbacana familiarmente sus amigos). Por si acaso, es prudente que estos señores
pasen aquí la noche. Yo tengo que misar mañana en Loiro, y mi hermana estará muerta de
miedo..., que si no...
- Nada de eso - replicó perentoriamente Barbacana -. Estos señores se vuelven cada uno a su
casa. No hay cuidado ninguno. A mí... me basta con este mozo - añadió señalando al Tuerto,
agazapado otra vez en su rincón.
No fue posible reducir al cacique a que aceptase la guardia de honor que le ofrecían. Por otra
parte, no se notaba síntoma alguno de que hubiese de alterarse el orden nuevamente. Ni se oían a
lo lejos vociferaciones de electores victoriosos. El soñoliento silencio de los pueblecillos
pequeños y sin vida pesaba sobre la villa de Cebre. Tres héroes de la gran batida, y el arcipreste
con ellos, salieron a caballo hacia la montaña. No iban cabizbajos, a fuer de muñidores
electorales derrotados, sino llenos de regocijo, con gran cháchara y broma, celebrando a más y
mejor la somanta administrada a los borrachines cencerreadores. Don Eugenio estaba inspirado,
oportuno, bullanguero, ocurrentísimo en una palabra; había que oírle remedar los aullidos y la
caída de los ebrios en el lodo de la calle, y el gesto que ponía el cura de Boán al majar en ellos.
Barbacana se quedó solo con el Tuerto. Si alguno de los molidos músicos de la cencerrada se
atreviese a asomar la cabeza y mirar hacia las ventanas del cacique, vería que, por fanfarronada o
por descuido, no estaban cerradas las maderas, y podría distinguir, al través de los visillos y
destacándose sobre el fondo de la habitación alumbrada por el quinqué, las cabezas del abogado
y de su feroz defensor y seide. Sin duda hablaban de algo importante, porque la plática fue larga.
Una hora o algo más corrió desde que encendieron la luz hasta que las maderas se cerraron,
quedando la casa silenciosa, torva y sombría como quien oculta algún negro secreto.
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- XXVII La persona en quien se notó mayor sentimiento por la pérdida de las elecciones fue Nucha.
Desde la derrota, se desmejoró más de lo que estaba, y creció su abatimiento físico y moral.
Apenas salía de su habitación donde vivía esclava de su niña, cosida a ella día y noche. En la
mesa, mientras comía poco y sin gana, guardaba silencio, y a veces Julián, que no apartaba los
ojos de la señorita, la veía mover los labios, cosa frecuente en las personas poseídas de una idea
fija, que hablan para sí, sin emitir la voz. Don Pedro, como nunca huraño, no se tomaba el
trabajo de intentar un asomo de conversación. Mascaba firme, bebía seco, y tenía los ojos fijos
en el plato, cuando no en las vigas del techo; jamás en sus comensales.
Tan deshecha y acabada le parecía al capellán la señorita, que un día se atrevió, venciendo
recelos inexplicables, a llamar aparte a don Pedro, preguntándole en voz entrecortada si no sería
bueno avisar al señor de Juncal, para que viese...
-¿Está usted loco? - respondió don Pedro, fulminándole una mirada despreciativa -. ¿Llamar a
Juncal..., después de lo que trabajó contra mí en las elecciones? Máximo Juncal no atravesará
más las puertas de esta casa.
No replicó el capellán, pero pocos días después, volviendo de Naya, se tropezó con el médico.
Éste detuvo su caballejo, y, sin apearse, contestó a las preguntas de Julián.
-«Puede ser grave..». Quedó muy débil del parto, y necesitaba cuidados exquisitos... Las mujeres
nerviosas sanan del cuerpo cuando se les tranquiliza y se les distrae el espíritu... Mire, Julián,
tendríamos que hablar para seis horas si yo le dijese todo lo que pienso de esa infeliz señorita, y
de esos Pazos... Punto en boca... Bonito diputado querían ustedes enviar a las Cortes... Más
valdría que sus padres lo hubiesen mandado a la escuela...
Puede ser grave... Esto principalmente se estampó en el pensamiento de Julián. Sí que podía ser
grave: ¿Y de qué medios disponía él para conjurar la enfermedad y la muerte? De ninguno.
Envidió a los médicos. Él sólo tenía facultades para curar el espíritu: ni aun ésas le servían, pues
Nucha no se confesaba con él; y hasta la idea de que se confesase, de ver desnuda un alma tan
hermosa, le turbaba y confundía.
Muchas veces había pensado en semejante probabilidad: cualquier día era fácil que Nucha, por
necesidad de desahogo y de consuelo, viniese a echársele a los pies en el tribunal de la penitencia
y a demandarle consejos, fuerza, resignación. «¿Y quién soy yo - se decía Julián - para guiar a
una persona como la señorita Marcelina? Ni tengo edad, ni experiencia, ni sabiduría suficiente; y
lo peor es que también me falta virtud, porque yo debía aceptar gustoso todos los padecimientos
de la señorita, creer que Dios se los envía para probarla, para acrecentar sus méritos, para darle
mayor cantidad de gloria en el otro mundo... y soy tan malo, tan carnal, tan ciego, tan inepto, que
me paso la vida dudando de la bondad divina porque veo a esta pobre señora entre adversidades
y tribulaciones pasajeras... Pues no ha de ser así - resolvía el capellán con esfuerzo -. He de abrir
los ojos, que para eso tengo la luz de la fe, negada a los incrédulos, a los impíos, a los que están
en pecado mortal. Si la señorita me viene a pedir que le ayude a llevar la cruz, enseñémosle a que
la abrace amorosamente. Es necesario que comprenda ella, y yo también, lo que significa esa
cruz. Con ella se va a la felicidad única y verdadera. Por muy dichosa que fuese la señorita aquí
en el mundo, vamos a ver, ¿cuánto tiempo y de qué manera podría serlo? Aunque su marido la...
estimase como merece, y la pusiese sobre las niñas de sus ojos, ¿se libraría por eso de
contrariedades, enfermedades, vejez y muerte? Y cuando llega la hora de la muerte, ¿qué importa
ni de qué sirve haber pasado un poco más alegre y tranquila esta vidilla perecedera y
despreciable?»
Tenía Julián a la mano siempre un ejemplar de la Imitación de Cristo; era la modesta edición de
la Librería religiosa, y castiza y admirable traducción del P. Nieremberg. Al frente de la portada
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había un grabado, bien ínfimo como obra de arte, que proporcionaba al capellán mucho alivio
cada vez que fijaba sus ojos en él. Representaba una colina, el Calvario; y por el estrecho
sendero que conducía al lugar del suplicio, iba subiendo lentamente Jesús, con la cruz a cuestas,
y el rostro vuelto hacia un fraile que allá en lontananza se echaba otra cruz al hombro. Aunque
malo el dibujo y peor el desempeño, respiraba aquel grabado una especie de resignación
melancólica, adecuada a la situación moral del presbítero. Y después de haberlo contemplado
despacio, parecíale sentir en los hombros una pesadumbre abrumadora y dulcísima a la vez, y
una calma honda, como si se encontrase - calculaba él para sí - sepultado en el fondo del mar, y
el agua le rodease por todas partes, sin ahogarle. Entonces leía párrafos del libro de oro, que se le
entraban en el alma a manera de hierro enrojecido en la carne:
«¿Por qué temes, pues, tomar la cruz, por la cual se va al reino? En la cruz está la salud, en la
cruz está la vida, en la cruz está la defensa de los enemigos, en la cruz está la infusión de la
suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en
la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad... Toma pues tu cruz, y
sigue a Jesús... Mira que todo consiste en la cruz, y todo está en morir; y no hay otro camino para
la vida y para la verdadera paz que el de la santa cruz y continua mortificación... Dispón y
ordena todas las cosas según tu querer, y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o
por fuerza; y así siempre hallarás la cruz, porque o sentirás dolor en el cuerpo, o padecerás
tribulación en el espíritu... Cuando llegares al punto de que la aflicción te sea dulce y gustosa por
amor de Cristo, piensa entonces que te va bien, porque hallaste el paraíso en la tierra...»
-¡Cuándo llegaré yo a este estado de bienaventuranza, Señor! - murmuraba Julián poniendo una
señal en el libro -. Había oído algunas veces que Dios concede lo que se le pide mentalmente en
el acto de consagrar la hostia, y con muchas veras le pedía llegar al punto de que su cruz... No, la
de la pobre señorita, le fuese dulce y gustosa, como decía Kempis...
A la misa en la capilla remozada asistía siempre Nucha, oyéndola toda de rodillas, y retirándose
cuando Julián daba gracias. Sin volverse ni distraerse en la oración, Julián conocía el instante en
que se levantaba la señorita y el ruido imperceptible de sus pisadas sobre el entarimado nuevo.
Cierta mañana no lo oyó. Este hecho tan sencillo le privó de rezar con sosiego. Al alzarse, vio a
Nucha también en pie, el índice sobre los labios. Perucho, que ayudaba a misa con desembarazo
notable, se dedicaba a apagar los cirios, valiéndose de una luenga caña. La mirada de la señorita
decía elocuentemente:
«Que se vaya ese niño.»
El capellán ordenó al acólito que despejase.
Tardó éste algo en obedecer, deteniéndose en doblar la toalla del lavatorio. Al fin se fue, no muy
de su grado. Llenaba la capilla olor de flores y barniz fresco; por las ventanas entraba una luz
caliente, que cernían visillos de tafetán carmesí; y las carnes de los santos del altar adquirían
apariencia de vida, y la palidez de Nucha se sonroseaba artificialmente.
-¿Julián? - preguntó con imperioso acento, extraño en ella.
- Señorita... - respondió él en voz baja, por respeto al lugar sagrado. Tembláronle los labios y las
manos se le enfriaron, pues creyó llegado el terrible momento de la confesión.
- Tenemos que hablar. Y ha de ser aquí, por fuerza. En otras partes no falta quien aceche.
- Es verdad que no falta.
-¿Hará usted lo que le pida?
- Ya sabe que...
-¿Sea lo que sea?
- Yo...
Su turbación crecía: el corazón le latía con sordo ruido. Se recostó en el altar.
- Es preciso - declaró Nucha sin apartar de él sus ojos, más que vagos, extraviados ya - que me
ayude usted a salir de aquí. De esta casa.
-A... A... salir... - tartamudeó Julián, aturdido.
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- Quiero marcharme. Llevarme a mi niña. Volverme junto a mi padre. Para conseguirlo hay que
guardar secreto. Si lo saben aquí, me encerrarán con llave. Me apartarán de la pequeña. La
matarán. Sé de fijo que la matarán.
El tono, la expresión, la actitud, eran de quien no posee la plenitud de sus facultades mentales; de
mujer impulsada por excitación nerviosa que raya en desvarío.
- Señorita... - articuló el capellán, no menos alterado -, no esté de pie, no esté de pie... Siéntese
en este banquito... Hablemos con tranquilidad... Ya conozco que tiene disgustos, señorita... Se
necesita paciencia, prudencia... Cálmese...
Nucha se dejó caer en el banco. Respiraba fatigosamente, como persona en quien se cumplen
mal las funciones pulmonares. Sus orejas, blanquecinas y despegadas del cráneo,
transparentaban la luz. Habiendo tomado aliento, habló con cierto reposo.
-¡Paciencia y prudencia! Tengo cuanta cabe en una mujer. Aquí no viene al caso disimular: ya
sabe usted cuándo empezó a clavárseme la espina; desde aquel día me propuse averiguar la
verdad, y no me costó... gran trabajo. Digo, sí; me costó un... un combate... En fin, eso es lo que
menos importa. Por mí no pensaría en irme, pues no estoy buena y se me figura que... duraré
poco..., pero..., ¿y la niña?
- La niña...
- La van a matar, Julián, esas... gentes. ¿No ve usted que les estorba? ¿Pero no lo ve usted?
- Por Dios le pido que se sosiegue... Hablemos con calma, con juicio...
-¡Estoy harta de tener calma! - exclamó con enfado Nucha, como el que oye una gran simpleza -.
He rogado, he rogado... He agotado todos los medios... No aguardo, no puedo aguardar más.
Esperé a que se acabasen las elecciones dichosas, porque creía que saldríamos de aquí y entonces
se me pasaría el miedo... Yo tengo miedo en esta casa, ya lo sabe usted, Julián; miedo horrible...
Sobre todo de noche.
A la luz del sol, que tamizaban los visillos carmesíes, Julián vio las pupilas dilatadas de la
señorita, sus entreabiertos labios, sus enarcadas cejas, la expresión de mortal terror pintada en su
rostro.
- Tengo mucho miedo - repitió estremeciéndose.
Renegaba Julián de su sosera. ¡Cuánto daría por ser elocuente! Y no se le ocurría nada, nada. Los
consuelos místicos que tenía preparados y atesorados, la teoría de abrazarse a la cruz..., todo se le
había borrado ante aquel dolor voluntarioso, palpitante y desbordado.
- Ya desde que llegué... esta casa tan grande y tan antigua... - prosiguió Nucha - me dio frío en la
espalda... Sólo que ahora... no son tonterías de chiquilla mimada, no... Me van a matar a la
pequeña... ¡Usted lo verá! Así que la dejo con el ama, estoy en brasas... Acabemos pronto... Esto
se va a resolver ahora mismo. Acudo a usted, porque no puedo confiarme a nadie más... Usted
quiere a mi niña.
- Lo que es quererla... - balbució Julián, casi afónico de puro enternecido.
- Estoy sola, sola... - repitió Nucha pasándose la mano por las mejillas. Su voz sonaba como
entrecortada por lágrimas que contenía -. Pensé en confesarme con usted, pero... buena confesión
te dé Dios... No obedecería si usted me mandase quedarme aquí... Ya sé que es mi obligación: la
mujer no debe apartarse del marido. Mi resolución, cuando me casé, era...
Detúvose de pronto, y careándose con Julián, le preguntó:
-¿No le parece a usted como a mí que este casamiento tenía que salir mal? Mi hermana Rita ya
era casi novia del primo cuando él me pidió... Sin culpa mía, quedamos reñidas Rita y yo desde
entonces... No sé cómo fue aquello; bien sabe Dios que no puse nada de mi parte para que Pedro
se fijase en mí. Papá me aconsejó que, de todos modos, me casase con el primo... Yo seguí el
consejo... Me propuse ser buena, quererle mucho, obedecerle, cuidar de mis hijos... Dígame
usted, Julián, ¿he faltado en algo?
Julián cruzó las manos. Sus rodillas se doblaban, y a punto estuvo de hincarlas en tierra.
Pronunció con entusiasmo:
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- Usted es un ángel, señorita Marcelina.
- No... - replicó ella -, ángel no, pero no me acuerdo de haber hecho daño a nadie. He cuidado
mucho a mi hermanito Gabriel, que era delicado de salud y no tenía madre...
Al pronunciar esta frase, la ola rebosó, las lágrimas corrieron por fin; Nucha respiró mejor, como
si aquellos recuerdos de la infancia templasen sus nervios y el llanto le diese alivio.
- Y por cierto que le tomé tal cariño, que pensaba para mí: «Si tengo hijos algún día, no es
posible quererlos más que a mi hermano.» Después he visto que esto era un disparate; a los hijos
se les quiere muchísimo más aún.
El cielo se nublaba lentamente, y se oscurecía la capilla. La señorita hablaba con sosiego
melancólico.
- Cuando mi hermano se fue al colegio de artillería, yo no pensé más que en dar gusto a papá, y
en que se notase poco la falta de la pobre mamá... Mis hermanas preferían ir a paseo, porque,
como son bonitas, les gustaban las diversiones. A mí me llamaban feúcha y bizca, y me
aseguraban que no encontraría marido.
-¡Ojalá! - exclamó Julián sin poder reprimirse.
- Yo me reía. ¿Para qué necesitaba casarme? Tenía a papá y a Gabriel con quien vivir siempre. Si
ellos se me morían, podía entrar en un convento: el de las Carmelitas, en que está la tía Dolores,
me gustaba mucho. En fin, no he tenido culpa ninguna del disgusto de Rita. Cuando papá me
enteró de las intenciones del primo, le dije que no quería sacarle el novio a mi hermana, y
entonces papá... me besuqueó mucho en los carrillos, como cuando era pequeña, y... me parece
que le estoy oyendo... me respondió así: «Rita es una tonta..., cállate.» Pero por mucho que diga
papá... ¡al primo le seguía gustando más Rita!...
Continuó después de algunos segundos de silencio:
- Ya ve usted que no tenía mucho por qué envidiarme mi hermana... ¡Cuánta hiel he tragado,
Julián! Cuando lo pienso se me pone un nudo aquí...
El capellán pudo al fin expresar parte de sus sentimientos.
- No me extraña que se le ponga ese nudo... Soy yo y lo tengo también... Día y noche estoy
cavilando en sus males, señorita... Cuando vi aquella señal... La lastimadura en la muñeca...
Por primera vez durante la conversación se encendió el descolorido rostro de Nucha, y sus ojos
se velaron, cubriéndolos la caída de las pestañas. No respondió directamente.
- Mire usted - murmuró con asomos de amarga sonrisa - que siempre me suceden a mí desgracias
por cosas de que no tengo la culpa... Pedro se empeñaba en que yo le reclamase a papá la
legítima de mamá, porque papá le negó un dinero que le hacía falta para las elecciones. También
se disgustó mucho porque la tía Marcelina, que pensaba instituirme heredera, creo que va a
dejarle a Rita los bienes... Yo no tengo que ver con nada de eso... ¿Por qué me matan? Ya sé que
soy pobre: no hay necesidad de repetírmelo... En fin, esto es lo de menos... Me dolió bastante
más el que mi marido me dijese que por mí se ve sin sucesión la casa de Moscoso... ¡Sin
sucesión! ¿Y mi niña? ¡Angelito de mis entrañas!
Lloraba la infeliz señora, lentamente, sin sollozar. Sus párpados tenían ya el matiz rojizo que dan
los pintores a los de las Dolorosas.
- Lo mío - añadió - no me importa. Lo mío lo aguantaría hasta el último instante. Que me... traten
de un modo... o de otro, que... que la criada... sea... ocupe mi sitio... bien..., bien, paciencia, sería
cuestión de tener paciencia, de sufrir, de dejarse morir... Pero está de por medio la niña..., hay
otro niño, otro hijo, un bastardo... La niña estorba... ¡La matarán!...
Repitió solemnemente y muy despacio:
- La matarán. No me mire usted así. No estoy loca, sólo estoy excitada. He determinado
marcharme e irme a vivir con mi padre. Me parece que esto no es ningún pecado, ni tampoco el
llevarme a la pequeña. ¡Y si peco, no me lo diga, Julianciño!... Es resolución irrevocable. Usted
vendrá conmigo, porque sola no conseguiría realizar mi plan. ¿Me acompañará?
110
Julián quiso objetar algo; ¿qué? No lo sabía él mismo. El diminutivo cariñoso usado por la
señorita, la febril resolución con que hablaba, le vencieron. ¿Negarse a ayudar a la desdichada?
Imposible. ¿Pensar en lo que el proyecto tenía de extraño, de inconveniente? Ni se le ocurrió un
minuto. A fuer de criatura candorosa, una fuga tan absurda le pareció hasta fácil. ¿Oponerse a la
marcha? También él había tenido y tenía a cada instante miedo, miedo cerval, no sólo por la
niña, sino por la madre: ¿acaso no se le había ocurrido mil veces que la existencia de las dos
corría inminente peligro? Además, ¿qué cosa en el mundo dejaría él de intentar por secar
aquellos ojos puros, por sosegar aquel anheloso pecho, por ver de nuevo a la señorita segura,
honrada, respetada, cercada de miramientos en la casa paterna?
Se representaba la escena de la escapatoria. Sería al amanecer. Nucha iría envuelta en muchos
abrigos. Él cargaría con la niña, dormidita y arropadísima también. Por si acaso llevaría en el
bolsillo un tarro con leche caliente. Andando bien llegarían a Cebre en tres horas escasas. Allí se
podían hacer sopas. La nena no pasaría hambre. Tomarían en el coche la berlina, el sitio más
cómodo. Cada vuelta de la rueda les alejaría de los tétricos Pazos...
Muy quedito, como quien se confiesa, empezaron a debatir y resolver estos pormenores. Otro
rayo de sol entreabría las nubes, y los santos, en sus hornacinas, parecían sonreír benévolamente
al grupo del banquillo. Ni la Purísima de sueltos tirabuzones y traje blanco y azul, ni el san
Antonio que hacía fiestas a un niño Jesús regordete, ni el san Pedro con la tiara y las llaves, ni
siquiera el arcángel san Miguel, el caballero de la ardiente espada, siempre dispuesto a rajar y
hendir a Satanás, revelaban en sus rostros pintados de fresco el más leve enojo contra el capellán,
ocupado en combinar los preliminares de un rapto en toda regla, arrebatando una hija a su padre
y una mujer a su legítimo dueño.
- XXVIII Al llegar aquí de la narración, es preciso acudir, para completarla, a las reminiscencias que
grabaron para siempre en la imaginación del lindo rapazuelo, hijo de Sabel, los sucesos de la
memorable mañana en que por última vez ayudó a misa al bonachón de don Julián (el cual, por
más señas, solía darle dos cuartos una vez terminado el oficio divino).
El primer recuerdo que Perucho conserva es que, al salir de la capilla, quedóse muy triste
arrimado a la puerta, porque aquel día el capellán no le había dado cosa alguna. Chupándose el
dedo y en actitud meditabunda permaneció allí unos instantes, hasta que la misma falta de los
dos cuartos acostumbrados le descubrió un rayo de luz: ¡su abuelo le había prometido otros dos
si le avisaba cuando la señora se quedase en la capilla después de oída la misa! Raciocinando con
sorprendente rigor matemático, calculó que pues perdía dos cuartos por un lado, era urgente
ganarlos por otro; apenas concibió tan luminosa idea, sintió que las piernas le bailaban, y echó a
correr con toda la velocidad posible en busca de su abuelo.
Atravesando la cocina, colóse en la habitación baja donde despachaba Primitivo, y empujando la
puerta, le vio sentado ante una gran mesa antigua, sobre la cual se encrespaba un maremágnum
de papelotes cubiertos de cifras engarrapatadas, de apuntes escritos con letra jorobada y
escabrosa, por mano que no debía ser diestra ni aun en palotes. La mesa y el cuarto en general
atraían a Perucho con el encanto que posee para la niñez lo desordenado y revuelto, los sitios en
que se acumulan muchas cosas variadas, pues imaginan ellos que cada montón de objetos es un
mundo desconocido, un depósito de tesoros inestimables. Rara vez entraba allí Perucho; su
abuelo acostumbraba echarle para que no sorprendiese ciertas operaciones financieras que el
mayordomo gustaba de realizar sin testigos. Cuando el nieto entró, la cara pulimentada y oscura
de Primitivo podía confundirse con el tono bronceado de un acervo de calderilla o montaña de
cobre, de la cual iban saliendo columnitas, columnitas que el mayordomo alineaba en correcta
formación... Perucho se quedó deslumbrado ante tan fabulosa riqueza. ¡Allí estaban sus dos
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cuartos! ¡Menuda pepita de aquel gran criadero de metal! Lleno de esperanza, alzó la voz cuanto
pudo, y dio su recado. Que la señora estaba en la capilla, con el señor capellán... Que le habían
despedido de allí.
Iba a añadir: «Y que se me deben dos cuartos por la noticia» o cosa análoga, pero no le dio lugar
a ello su abuelo, alzándose del sillón con la agilidad de bicho montés que caracterizaba sus
movimientos todos, no sin que al hacerlo produjese un tempestuoso remolino en el mar de
calderilla, y la caída de algunas torres que, con sonoro estrépito, se rindieron a la gran
pesadumbre. Primitivo salió corriendo hacia el interior de la casa. El chiquillo se quedó allí,
solicitado por las dos tentaciones más fuertes que en su vida había sufrido. Era una la de comerse
las obleas, que con su provocativa blancura y encendido rojo le estaban convidando desde un
bote de hojalata, y aun cuando sería más glorioso para nuestro héroe vencer el goloso capricho,
la sinceridad obliga a declarar que alargó el dedo humedecido en saliva, y fue pescando una, dos,
tres, hasta zamparse cuantas encerraba el bote. Satisfecha esta concupiscencia, le apremió la otra,
incitándole nada menos que a cobrarse por su mano de los dos cuartos prometidos, tomándolos
del montón que tenía allí delante, a su disposición y albedrío. No sólo apetecía cobrarse del
debido salario, sino que le seducían principalmente unos ochavos roñosos llamados de la fortuna
en el país, y que, merced a consideraciones muy lógicas en su mente infantil, le parecían
preferibles a las piezas gordas. Las adquisiciones y placeres de Perucho los representaba
generalmente un ochavo. Por un ochavo le daba la rosquillera, en ferias y romerías, caramelos de
alfeñique o rosquillas bastantes; por un ochavo le vendían bramante suficiente para el trompo, y
le surtía el cohetero de pólvora en cantidad con que hacer regueritos; por un ochavo se procuraba
tiras de mistos de cartón, groseras aleluyas impresas en papel amarillo, gallos de barro con un
pito en parte no muy decorosa. Y todo esto lo tenía al alcance de su mano, como las obleas; ¡y
nadie le veía ni podía delatarle! El angelote se empinó en la punta de los pies para alcanzar mejor
el dinero, alargó a la vez ambas palmas, y las sumergió en el mar de cobre... Las paseó mucho
rato por la superficie sin osar cerrarlas... Por fin hizo presa en un puñado de ochavos, y entonces
apretó el puño fortísimamente, con la intensidad propia de los niños, que temen siempre se les
escape la dicha por la mano abierta. Y así se mantuvo inmóvil, sin atreverse a retraer aquella
diestra pecadora y cargada de botín al seguro rincón del seno, donde almacenaba siempre sus
latrocinios. Porque es de advertir que Perucho tenía bastante de caco, y con la mayor frescura se
apropiaba huevos, fruta, y, en general, cuantos objetos codiciaba; pero, con respeto supersticioso
de aldeano, que sólo juzga propiedad ajena el dinero, jamás había tocado a una moneda. En el
alma de Perucho se verificaba una de esas encarnizadas luchas entre el deber y la pasión,
cantadas por la musa dramática: el ángel malo y el bueno le tiraban cada uno de una oreja, y no
sabía a cuál atender. ¡Tremendo conflicto! Pero regocíjense el cielo y los hombres, pues venció
el espíritu de luz. ¿Fue el primer despertar de ese sentimiento de honor que dicta al hombre
heroicos sacrificios? ¿Fue una gota de la sangre de Moscoso, que realmente corría por sus venas
y que, con la misteriosa energía de la transmisión hereditaria, le guió la voluntad como por
medio de una rienda? ¿Fue temprano fruto de las lecciones de Julián y Nucha? Lo cierto es que
el rapaz abrió la mano, separando mucho los dedos, y los ochavos apresados cayeron entre los
restantes, con metálico retintín.
No por eso hay que figurarse que Perucho renunciaba a sus dos cuartos, los ganados
honradamente con la agilidad de sus piernas. ¡Renunciar! ¡A buena parte! Aquel mismo embrión
de conciencia que en el fondo de su ser, donde todos tenemos escrita desde ab initio gran parte
del Decálogo, le gritaba: «no hurtarás», le dijo con no menor energía: «tienes derecho a reclamar
lo que te ofrecieron.» Y, obedeciendo a la impulsión, la criatura echó a correr en la misma
dirección que su abuelo.
Casualmente tropezó con él en la cocina, donde preguntaba algo a Sabel en queda voz.
Acercósele Perucho, y asiéndole de la chaqueta exclamó:
-¿Mis dos cuartos?
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No hizo caso Primitivo. Dialogaba con su hija, y, a lo que Perucho pudo comprender, ésta
explicaba que el señorito había salido de madrugada a tirar a los pollos de perdiz, y suponía que
anduviese hacia la parte del camino de Cebre. El abuelo soltó un juramento que usaba a menudo
y que Perucho solía repetir por fanfarronada, y, sin más conversación, se alejó.
Aseguró Perucho después que le había llamado la atención ver al abuelo salir sin tomar la
escopeta y el sombrerón de alas anchas, prendas que no soltaba nunca. Semejante idea debió
ocurrírsele al chiquillo más tarde, en vista de los sucesos. Al pronto sólo pensó en alcanzar a
Primitivo, y lo logró en lo alto del camino que baja a los Pazos. Aunque el cazador iba como el
pensamiento, el rapaz corría en regla también.
-¡Anda al demonio! ¿Qué se te ofrece? - gruñó Primitivo al conocer a su nieto.
-¡Mis dos cuartos!
- Te doy cuatro en casa si me ayudas a buscar por el monte al señorito y le dices, en cuanto lo
veas, lo que me dijiste a mí, ¿entiendes? Que el capellán está con la señora encerrado en la
capilla y que te echaron de allí para quedar solos.
El angelón fijó sus pupilas límpidas en los fascinadores ojuelos de víbora de su abuelo; y, sin
esperar más instrucciones, abriendo mucho la boca, salió a galope hacia donde por instinto
juzgaba él que el señorito debía encontrarse. Volaba, con los puños apretados, haciendo saltar
guijarros y tierra al golpe de sus piececillos encallecidos por la planta. Cruzaba por cima de los
tojos sin sentir las espinas, hollando las flores del rosado brezo, salvando matorrales casi tan
altos como su persona, espantando la liebre oculta detrás de un madroñero o la pega posada en
las ramas bajas del pino. De repente oyó el andar de una persona y vio al señorito salir de entre el
robledal... Loco de júbilo se acercó a darle su recado, del cual esperaba albricias. Éstas fueron la
misma palabrota inmunda y atroz que había expectorado su abuelo en la cocina; y el señorito
salió disparado en dirección de los Pazos, como si un torbellino lo arrebatase.
Perucho se quedó algunos instantes suspenso y confuso; él afirma que al poco rato volvió a
embargar su ánimo el deseo de los cuartos ofrecidos, que ya ascendían a la respetable suma de
cuatro. Para obtenerlos era menester buscar a su abuelo, y avisarle del encuentro con el señorito;
no lo tuvo por difícil, pues recordaba aproximadamente el punto del bosque donde Primitivo
quedaba; y por atajos y vericuetos sólo practicables para los conejos y para él, Perucho se lanzó
tras la pista de su abuelo. Trepaba por un murallón medio deshecho ya, amparo de un viñedo
colgado, por decirlo así, en la falda abrupta del monte, cuando del otro lado del baluarte que
escalaba creyó sentir rumor de pisadas, que la finura de su oído no confundió con las del
cazador; y con el instinto cauteloso de los niños hijos de la naturaleza y entregados a sí mismos,
se agachó, quedando encubierto por el murallón de modo que sólo rebasase la frente. No podía
dudarlo; eran pisadas humanas, bien distintas de la corrida de la liebre por entre las hojas, o de
los golpecitos secos y reiterados que sacuden las patas unguladas del zorro o del perro. Pisadas
humanas eran, aunque sí muy recelosas, apagadas y lentísimas. Parecían de alguien que
procuraba emboscarse. Y, en efecto, poco tardó el niño en ver asomar, gateando entre los
matorrales, a un hombre cuya descripción acaso había oído mil veces en las veladas, en las
deshojas, acompañada de exclamaciones de terror. El hongo gris, la faja roja, las recortadas
patillas destacándose sobre el rostro color de sebo, y sobre todo el ojo blanco, sin vista, frío
como un pedazo de cuarzo de la carretera, en suma, la desapacible catadura del Tuerto de
Castrodorna dejaron absorto al chiquillo. Apretaba el Tuerto contra su pecho corto y ancho
trabuco, y, después de girar hacia todas partes el único lucero de su fea cara, de aguzar el oído,
de olfatear, por decirlo así, el aire, arrimóse al murallón, medio arrodillándose tras de un seto de
zarzas y brezo que lo guarnecía. Perucho, cuyos pies descansaban en las anfractuosidades del
muro, se quedó como incrustado en él, sin osar respirar, ni bajarse, ni moverse, porque aquel
hombre desconocido, mal encarado y en acecho, le infundía el pavor irracional de los niños, que
adivinan peligros cuya extensión ignoran. Por mucho que le aguijonease el deseo de sus cuatro
cuartos, no se atrevía a descolgarse del murallón, temiendo hacer ruido y que le apuntasen con el
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cañón de aquel arma, cuya ancha boca debía, de seguro, vomitar fuego y muerte... Así
transcurrieron diez segundos de angustia para el angelote. Antes que pudiera entrar a cuentas con
el miedo, ocurrió un nuevo incidente. Sintió otra vez pasos, no recelosos, como de quien se
oculta, sino precipitados, como de quien va a donde le importa llegar presto; y por el camino
hondo que limitaba el murallón divisó a su abuelo que avanzaba en dirección de los Pazos; sin
duda, con su vista de águila había distinguido al señorito, y le seguía intentando darle alcance.
Iba Primitivo distraído, con el propósito de reunirse a don Pedro, y no miraba a parte alguna.
Llegó a atravesar por delante del muro. El niño entonces vio una cosa terrible, una cosa que
recordó años después y aun toda su vida: el hombre emboscado se incorporaba, con su único ojo
centelleante y fiero; se echaba a la cara la formidable tercerola; se oía un espantoso trueno, voz
de la bocaza negra; flotaba un borrón de humo, que el aire disipó instantáneamente, y al través de
sus últimos tules grises el abuelo giraba sobre sí mismo como una peonza, y caía boca abajo,
mordiendo sin duda, en suprema convulsión, la hierba y el lodo del camino.
Asegura Perucho que no ha sabido jamás si fue el miedo o su propia voluntad lo que le obligó a
descolgarse del murallón y descender, más bien que a saltos, rodando, los atajos conocidos,
magullándose el cuerpo, poniéndose en trizas la ropa, sin hacer caso de lo uno ni de lo otro.
Rebotó como un pelota por entre las nudosas cepas; brincó por cima de los muros de piedra que
las sostenían; salvó como una flecha sembrados de maíz; metióse de patas en los regatos,
mojándose hasta la cintura, por no detenerse a seguir las pasaderas de piedra; salvó vallados tres
veces más altos que su cuerpo; cruzó setos, saltó hondonadas y zanjas, no comprendió por dónde
ni cómo, pero el caso es que, arañado, ensangrentado, sudoroso, jadeante, se encontró en los
Pazos, y maquinalmente volvió al punto de partida, la capilla, donde entró, enteramente olvidado
de los cuatro cuartos, primer móvil de sus aventuras todas.
Estaba escrito que aquella mañana había de ser fecunda en extraordinarias sorpresas. En la
capilla acostumbraba Perucho notar que se hablaba bajito, se andaba despacio, se contenía hasta
la respiración: el menor desliz en tal materia solía costarle un severo regaño de don Julián; de
modo que, sobreponiéndose el instinto y el hábito al azoramiento y trastorno, penetró en el
sagrado lugar con actitud respetuosa. En él sucedía algo que le causó un asombro casi mayor que
el de la catástrofe de su abuelo. Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un
color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo;
frente a ella, el señorito vociferaba, muy deprisa y en ademán amenazador, cosas que no
entendió el niño; mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un
espanto y dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida,
imploraba, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos..., y de repente, renunciando
a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués, como
desafiándole... Y Perucho comprendía a medias frases indignadas, frases injuriosas, frases donde
se desbordaba la cólera, el furor, la indignación, la ira, el insulto; y, sin saber la causa de alboroto
semejante, deducía que el señorito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la señorita, a
matarla quizás, a deshacer a don Julián, a echar abajo los altares, a quemar tal vez la capilla...
El niño recordó entonces escenas análogas, pero cuyo teatro era la cocina de los Pazos, y las
víctimas su madre y él: el señorito tenía entonces la misma cara, idéntico tono de voz. Y en
medio de la confusión de su tierno cerebro, de los terrores que se reunían para apocarlo, una
idea, superior a todas, se levantó triunfante. No cabía duda que el señorito se disponía a acogotar
a su esposa y al capellán; también acababan de matar a su abuelo en el monte; aquel día, según
indicios, debía ser el de la general matanza. ¿Quién sabe si, luego que acabase con su mujer y
con don Julián, se le ocurriría al señorito quitar la vida a la nené? Semejante pensamiento
devolvió a Perucho toda la actividad y energía que acostumbraba desplegar para el logro de sus
azarosas empresas en corrales, gallineros y establos.
Escurrióse bonitamente de la capilla, resuelto a salvar a toda costa la vida de la heredera de
Moscoso. ¿Cómo haría? Faltábale tiempo de madurar el plan: lo que importaba era obrar con
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celeridad y no arredrarse ante obstáculo alguno. Se deslizó sin ser visto por la cocina, y subió la
escalera a escape. Llegado que hubo a las habitaciones altas, residencia de los señores, de tal
manera supo amortiguar el ruido de sus pisadas, que el oído más fino lo confundiría con el
susurro del aire al agitar una cortina. Lo que él temía era encontrar cerrada la puerta del
dormitorio de Nucha. El corazón le dio un brinco de alegría al verla entornada.
La empujó con suavidad de gato que esconde las uñas... Tenía la maldita puerta el vicio de
rechinar; pero tan sutil fue el empuje, que apenas gimió sordamente. Perucho se coló en la
habitación, ocultándose tras del biombo. Por uno de los muchos agujeros que éste lucía, miró al
otro lado, hacia donde estaba la cuna. Vio a la niña dormida, y al ama, de bruces sobre el lecho
de Nucha, roncando sordamente. No era de temer que se despabilase la marmota: el rapaz podía
a mansalva realizar sus propósitos.
Sin embargo, convenía que no despertase la chiquilla, no fuese a alborotar la casa lloriqueando.
Perucho la tomó como quien toma un muñeco de cristal, muy rompedizo y precioso: sus palmas
llenas de callos y sus brazos hechos a disparar certeras pedradas y a descargar puñetazos en el
testuz de los bueyes adquirieron de golpe delicadeza exquisita, y la nené, envuelta en el pañolón
de calceta, no gruñó siguiera al trocar la cama por los brazos de su precoz raptor. Éste,
conteniendo hasta el respirar, andando con paso furtivo, rápido y cauteloso - el andar de la gata
que lleva a sus cachorros entre los dientes, colgados de la piel del pescuezo -, se dirigió a buscar
la salida por el claustro, pues de cruzar la cocina era probable una sorpresa.
En el claustro se paró obra de diez segundos, para meditar. ¿Dónde escondería su tesoro? ¿En el
pajar, en el herbeiro, en el hórreo, en el establo? Optó por el hórreo - el lugar menos frecuentado
y más oscuro -. Bajaría la escalera, se enhebraría por el claustro, se colaría por las cuadras,
salvaría la era, y después nada más sencillo que ocultarse en el escondrijo. Dicho y hecho.
Arrimada al hórreo estaba la escala. Perucho comenzó a subir, operación bastante difícil atendido
el estorbo que le hacía la chiquilla. Lo estrecho y vertical de los travesaños imponía la necesidad
de agarrarse con manos y pies al ir ascendiendo: Perucho no disponía de las manos; la energía de
la voluntad se le comunicó al dedo gordo del pie, que semejaba casi prensil a fuerza de adaptarse
y adherirse a las barras de palo, bruñidas ya con el uso. En mitad de la ascensión pensó que
rodaba al pie del hórreo, y apretó contra el pecho a la niña, que, despertándose, rompió en
llanto... ¡Que llorase! Allí no la oía alma viviente; por la era sólo vagaba media docena de
gallinas, disputando a dos gorrinos las hojas de una col. Perucho entró triunfante por la puerta
del hórreo...
Las espigas de maíz no lo llenaban hasta el techo, dejando algún espacio suficiente para que dos
personas minúsculas, como Perucho y su protegida, pudiesen acomodarse y revolverse. El rapaz
se sentó sin soltar a la nena, diciéndole mil chuscadas y zalamerías a fin de acallarla, abusando
del diminutivo que tan cariñosa gracia adquiere en labios del aldeano.
- Reiniña, mona, ruliña, calla, calla, que te he de dar cosas bunitas, bunitas, bunitiñas... ¡Si no
callas, viene un cocón y te come! ¡Velo ahí viene! ¡Calla, soliño, paloma blanca, rosita!
No por virtud de las exhortaciones, pero sí por haber conocido a su amigo predilecto, la niña
callaba ya. Mirábale, y, sonriendo regocijadamente, le pasaba las manos por la cara, gorjeaba, se
bababa, y miraba con curiosidad alrededor. Extrañaba el sitio. Enfrente, alrededor, debajo, por
todos lados, la rodeaba un mar de espigas de oro, que al menor movimiento de Perucho se
derrumbaban en suaves cascadas, y donde el sol, penetrando por los intersticios del enrejado del
hórreo, tendía galones más claros, movibles listas de luz. Perucho comprendió que poseía en las
espigas un recurso inestimable para divertir a la pequeña. Tan pronto le daba una en la mano,
como alzaba con muchas una especie de pirámide; la nené se entretenía en derribarla o forjarse la
ilusión de que la derribaba, pues realmente una patada de Perucho hacía el milagro. Reía ella lo
mismo que una loca, y pedía impaciente, por señas, que le renovasen el juego.
Pronto se cansó de él. Con todo, estaba de buen humor, gracias a la compañía de Perucho. Su
mirada risueña y dulce, fija en la de su compañero, parecía decirle: «¿Qué mejor juego que estar
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juntos? Disfrutemos de este bien que siempre nos han dado con tasa.» En vista de tan cariñosas
disposiciones, Perucho se entregó al placer de halagarla a su sabor. Ya le apoyaba un dedo en el
carrillo, para provocarla a risa; ya remedaba a un lagarto, arrastrando la mano por el cuerpo de la
nené arriba, e imitando los culebreos del rabo; ya se fingía encolerizado, espantaba los ojos,
hinchaba los carrillos, cerraba los puños y resoplaba fieramente; ya, tomando a la nena en peso,
la subía en alto y figuraba dejarla caer de golpe sobre las espigas. Por último, recelando cansarla,
la cogió en brazos, se sentó a la turca, y comenzó a mecerla y arrullarla blandamente, con tanta
suavidad, precaución y ternura como pudiera su propia madre.
¡Qué ganas, qué violentos antojos se le pasaban!... ¿De qué? En las veces que fue admitido a la
intimidad de la habitación de Nucha y se le consintió aproximarse a la nené y vivir su vida,
jamás osara hacerlo... Miedo de que le riñesen o echasen; vago respeto religioso que se imponía
a su alma de pilluelo diabólico; vergüenza; falta de costumbre de sus labios, que a nadie besaban;
todo se unía para impedirle satisfacer una aspiración que él juzgaba ambiciosa y punto menos
que sacrílega... Pero ahora era dueño del tesoro; ahora la nené le pertenecía; la había ganado en
buena lid, la poseía por derecho de conquista, ¡ese derecho que comprenden los mismos salvajes!
Adelantó mucho el hocico, igual que si fuese a catar alguna golosina, y tocó la frente y los ojos
de la pequeña... Después desenvolvió lentamente los pliegues del mantón, y descubrió las
piernas, calentitas como chicharrones, que apenas se vieron libres del envoltorio comenzaron a
bailar, sacudiendo sus favoritas patadas de júbilo. Perucho alzó hasta la boca un pie, luego otro,
y así alternando se pasó un rato regular; sus besos hacían cosquillas a la niña, que soltaba
repentinas carcajadas y se quedaba luego muy seria; pero que en breve empezó a sentir el frío, y
con la rapidez que revisten en los niños muy chicos los cambios de temperatura, los piececillos
se le quedaron casi helados. Al punto lo advirtió Perucho, y echándoles repetidas veces el
aliento, como había visto hacer a la vaca con sus recentales, los envolvió en mantillas y pañolón,
y nuevamente llegó a sí a la criatura, meciéndola.
El más glorioso conquistador no aventajaba en orgullo y satisfacción a Perucho en tales
momentos, cuando juzgaba evidente que había salvado a la nené de la degollación segura y
puéstola a buen recaudo, donde nadie daría con ella. Ni un minuto recordó al duro y bronceado
abuelo tendido allá junto al paredón... A menudo se ve al niño, deshecho en lágrimas al pie del
cadáver de su madre, consolarse con un juguete o un cartucho de dulces; quizás vuelvan más
adelante la tristeza y el recuerdo, pero la impresión capital del dolor ya se ha borrado para
siempre. Así Perucho. La ventura de poseer a su nené adorada, la prez de defender su vida, le
distraían de los trágicos acontecimientos recientes. No se acordaba del abuelo, no, ni del
trabucazo que lo había tumbado como él tumbaba las perdices.
Con todo, algo medroso y tétrico debía pesar sobre su imaginación, según el cuento que empezó
a referir en voz hueca a la nené, lo mismo que si ella pudiese comprender lo que le hablaban.
¿De dónde procedía este cuento, variante de la leyenda del ogro? ¿Lo oiría Perucho en alguna
velada junto al lar, mientras hilaban las viejas y pelaban castañas las mozas? ¿Sería creación de
su mente excitada por los terrores de un día tan excepcional? «Una ves - empezaba el cuento era un rey muy malo, muy galopín, que se comía la gente y las personas vivas... Este rey tenía
una nené bunita bunita, como la frol de mayo... y pequeñita pequeñita como un grano de millo
(maíz quería decir Perucho). Y el malo bribón del rey quería comerla, porque era el coco, y tenía
una cara más fea, más fea que la del diaño... (Perucho hacía horribles muecas a fin de expresar la
fealdad extraordinaria del rey). Y una noche dijo él, dice: 'Heme de comer mañana por la
mañanita trempano a la nené... así, así'. (Abría y cerraba la boca haciendo chocar las mandíbulas,
como los papamoscas de las catedrales). Y había un pagarito sobre un árbole, y oyó al rey, y
dijo, dice: 'Comer no la has de comer, coco feo.' ¿Y va y qué hace el pagarito? Entra por la
ventanita... y el rey estaba durmiendo. (Recostaba la cabeza en las espigas de maíz y roncaba
estrepitosamente para representar el sueño del rey). Y va el pagarito y con el bico le saca un ojo,
y el rey queda chosco. (Guiñaba el ojo izquierdo, mostrando cómo el rey se halló tuerto). Y el
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rey a despertar y a llorar, llorar, llorar (imitación de llanto) por su ojo, y el pagarito a se reír muy
puesto en el árbole... Y va y salta y dijo, dice: 'Si no comes a la nené y me la regalas, te doy el
ojo...' Y va el rey y dice: 'Bueno...' Y va el pagarito y se casó con la nené, y estaba siempre
cantando unas cosas muy preciosas, y tocando la gaita... (solo de este instrumento), y entré por
una porta y salí por otra, ¡y manda el rey que te lo cuente otra vez!»
La nené no oyó el final del cuento... La música de las palabras, que no le despertaban idea
alguna, el haber vuelto a entrar en calor, la misma satisfacción de estar con su favorito, le
trajeron insensiblemente el sueño anterior, y Perucho, al armar la algazara acostumbrada cuando
terminan los cuentos de cocos, la vio con los ojos cerrados... Acomodó lo mejor que pudo el
lecho de espigas; llególe el mantón al rostro, como hacía Nucha, para que no se le enfriase el
hociquito, y muy denodado y resuelto a hacer centinela, se arrimó a la puerta del hórreo, en una
esquina, reclinándose en un montón de maíz. Pero fuese la inmovilidad, o el cansancio, o la
reacción de tantas emociones consecutivas, también a él la cabeza le pesaba y se le entornaban
los párpados. Se los frotó con los dedos, bostezó, luchó algunos minutos con el sueño invasor...
Éste venció al cabo. Los dos ángeles refugiados en el hórreo dormían en paz.
Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho, veía el
muchacho un animalazo de desmesurado grandor, bestión fiero que se acercaba a él rugiendo,
bramando y dispuesto a zampárselo de un bocado o a deshacerlo de una uñada... Se le erizó el
cabello, le temblaron las carnes, y un sudor frío le empapó la sien... ¡Qué monstruo tan
espantoso! Ya se acerca..., ya cae sobre Perucho..., sus garras se hincan en las carnes del rapaz,
su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que una roca inmensa... El chiquillo abre los
ojos...
Sofocada y furiosa, vociferando, moliéndolo a su sabor a pescozones y cachetes, arrancándole el
rizado pelo y pateándolo, estaba el ama, más enorme, más brutal que nunca. No hay que omitir
que Perucho se condujo como un héroe. Bajando la cabeza, se atravesó en la entrada del hórreo,
y por espacio de algunos minutos defendió su presa haciéndole muralla con el cuerpo... Pero el
enorme volumen del ama pesó sobre él y lo redujo a la inacción, comprimiéndolo y
paralizándolo. Cuando el mísero chiquillo, medio ahogado, se sintió libre de aquella estatua de
plomo que a poco más le convierte en oblea, miró hacia atrás... La niña había desaparecido.
Perucho no olvidará nunca el desesperado llanto que derramó por más de media hora
revolcándose entre las espigas.
- XXIX Tampoco Julián olvidará el día en que ocurrieron acontecimientos tan extraordinarios; día
dramático entre todos los de su existencia, en que le sucedió lo que no pudo imaginar jamás:
verse acusado, por un marido, de inteligencias culpables con su mujer, por un marido que se
quejaba de ultrajes mortales, que le amenazaba, que le expulsaba de su casa ignominiosamente y
para siempre; y ver a la infeliz señorita, a la verdaderamente ofendida esposa, impotente para
desmentir la ridícula y horrenda calumnia. ¿Y qué sería si hubiesen realizado su plan de fuga al
día siguiente? ¡Entonces sí que tendrían que bajar la cabeza, darse por convictos!... ¡Y decir que
cinco minutos antes no se les prevenía siquiera la posibilidad de que don Pedro y el mundo lo
interpretasen así!
No, no lo olvidará Julián. No olvidará aquellas inesperadas tribulaciones, el valor repentino y ni
aun de él mismo sospechado que desplegó en momentos tan críticos para arrojar a la faz del
marido cuanto le hervía en el alma, la reprobación, la indignación contenida por su habitual
timidez; el reto provocado por el bárbaro insulto; los calificativos terribles que acudían por vez
primera a su boca, avezada únicamente a palabras de paz; el emplazamiento de hombre a hombre
que lanzó al salir de la capilla... No olvidará, no, la escena terrible, por muchos años que pesen
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sobre sus hombros y por muchas canas que le enfríen las sienes. Ni olvidará tampoco su partida
precipitada, sin dar tiempo a recoger el equipaje; cómo ensilló con sus propias inexpertas manos
la yegua; cómo, desplegando una maestría debida a la urgencia, había montado, espoleado,
salido a galope, ejecutando todos estos actos mecánicamente, cual entre sueños, sin aguardar a
que se disipase el corto hervor de la sangre, sin querer ver a la niña ni darle un beso, porque
comprendía, estaba seguro de que, si lo hiciera, sería capaz de postrarse a los pies del señorito,
rogándole humildemente que le permitiese quedarse allí en los Pazos, aunque fuese de pastor de
ganado o jornalero...
No olvidará tampoco la salida de la casa solariega, la ascensión por el camino que el día de su
llegada le pareció tan triste y lúgubre... El cielo está nublado; ciernen la claridad del sol pardos
crespones cada vez más densos; los pinos, juntando sus copas, susurran de un modo penetrante,
prolongado y cariñoso; las ráfagas del aire traen el olor sano de la resina y el aroma de miel de
los retamares. El crucero, a poca distancia, levanta sus brazos de piedra manchados por el oro
viejo del liquen... La yegua, de improviso, respinga, tiembla, se encabrita... Julián se agarra
instintivamente a las crines, soltando la rienda... En el suelo hay un bulto, un hombre, un
cadáver; la hierba, en derredor suyo, se baña en sangre que empieza ya a cuajarse y
ennegrecerse. Julián permanece allí, clavado, sin fuerzas, anonadado por una mezcla de asombro
y gratitud a la Providencia, que no puede razonar, pero le subyuga... El cadáver tiene la faz
contra tierra; no importa: Julián ha reconocido a Primitivo; es él mismo. El capellán no vacila, no
discurre quién le habrá matado. ¡Cualquiera que sea el instrumento, lo dirige la mano de Dios!
Desvía la yegua, se persigna, se aparta, se aleja definitivamente, volviendo de cuando en cuando
la cabeza para ver el negro bulto, sobre el fondo verde de la hierba y la blancura gris del
paredón...
¡Ah! No, no olvida nada Julián. No olvida en Santiago, donde su llegada se glosa, donde su
historia en los Pazos adquiere proporciones leyendarias, donde el éxito de las elecciones, la
partida del capellán, el asesinato del mayordomo, se comentan, se adornan, entretienen al pueblo
casi todo un mes, y donde las gentes le paran en la calle preguntándole qué ocurre por allá, qué
sucede con Nucha Pardo, si es cierto que su marido la maltrata y que está muy enferma, y que las
elecciones de Cebre han sido un escándalo gordo. No olvida cuando el arzobispo le llama a su
cámara, a fin de inquirir qué hay de verdad en todo lo ocurrido, y él, después de arrodillarse, lo
cuenta sin poner ni quitar una sílaba, encontrando en la sincera confesión inexplicable alivio, y
besando, con el corazón desahogado ya, la amatista que brilla sobre el anular del prelado. No
olvida cuando éste dispone enviarle a una parroquia apartadísima, especie de destierro, donde
vivirá completamente alejado del mundo.
Es una parroquia de montaña, más montaña que los Pazos, al pie de una sierra fragosa, en el
corazón de Galicia. No hay en toda ella, ni en cuatro leguas a la redonda, una sola casa señorial;
en otro tiempo, en épocas feudales, se alzó, fundado en peñasco vivo, un castillo roquero, hoy
ruina comida por la hiedra y habitada por murciélagos y lagartos. Los feligreses de Julián son
pobres pastores: en vísperas de fiesta y tiempo de oblata le obsequian con leche de cabra, queso
de oveja, manteca en orzas de barro. Hablan dialecto cerradísimo, arduo de comprender; visten
de somonte y usan greñas largas, cortadas sobre la frente a la manera de los antiguos siervos. En
invierno cae la nieve y aúllan los lobos en las inmediaciones de la rectoral; cuando Julián tiene
que salir a las altas horas de la noche para llevar los sacramentos a algún moribundo, se ve
obligado a cubrirse con coroza de paja y a calzar zuecos de palo; el sacristán va delante,
alumbrando con un farol, y entre la oscuridad nocturna, las encinas parecen fantasmas...
Pasadas dos estaciones recibe una esquela, una papeleta orlada de negro; la lee sin entenderla al
pronto; después se entera bien del contenido, y sin embargo no llora, no da señal alguna de
pena... Al contrario, aquel día y los siguientes experimenta como un sentirmento de consuelo, de
bienestar y de alegría, porque la señorita Nucha, en el cielo, estará desquitándose de lo sufrido en
esta tierra miserable, donde sólo martirios aguardan a un alma como la suya... La doctrina
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resignada de la Imitación ha vuelto a reinar en su espíritu. Hasta el efecto de la noticia se borra
pronto, y una especie de insensibilidad apacible va cauterizando el espíritu de Julián: piensa más
en lo que le rodea, se interesa por la iglesia desmantelada, trata de enseñar a leer a los salvajes
chiquillos de la parroquia, funda una congregación de hijas de María para que las mozas no
bailen los domingos... Y así pasa el tiempo, uniformemente, sin dichas ni amarguras, y la
placidez de la naturaleza penetra en el alma de Julián, y se acostumbra a vivir como los paisanos,
pendiente de la cosecha, deseando la lluvia o el buen tiempo como el mayor beneficio que Dios
puede otorgar al hombre, calentándose en el lar, diciendo misa muy temprano y acostándose
antes de encender luz, conociendo por las estrellas si se prepara agua o sol, recogiendo castaña y
patata, entrando en el ritmo acompasado, narcótico y perenne de la vida agrícola, tan inflexible
como la vuelta de las golondrinas en primavera y el girar eterno de nuestro globo, describiendo
la misma elipse, al través del espacio...
Y, sin embargo, no olvida. Y en aquel rincón viene a sorprenderle el ascenso, la traslación a la
parroquia de Ulloa, especie de desagravio del arzobispo. La mitra alternaba con los señores de
Ulloa en la presentación del curato, y el arzobispo había querido manifestar así al humilde
párroco, enterrado diez años hacía en la montaña más fiera de la diócesis, que la calumnia puede
empañar el cristal de la honra, no mancharlo.
- XXX Diez años son una etapa, no sólo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años
comprenden un periodo de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira hacia
atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década. Mas así como hay personas, hay
lugares para los cuales es insensible el paso de una décima parte de siglo. Ahí están los Pazos de
Ulloa, que no me dejarán mentir. La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada,
tan sombría, tan adusta como siempre. Ninguna innovación útil o bella se nota en su mueblaje,
en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el
pino no echa renuevos; las mismas ondas simétricas de agua petrificada bañan los estribos de la
puente señorial.
En cambio la villita de Cebre, rindiendo culto al progreso, ha atendido a las mejoras morales y
materiales, según frase de un cebreño ilustrado, que envía correspondencias a los diarios de
Pontevedra y Orense. No se charla ya de política solamente en el estanco: para eso se ha fundado
un Círculo de Instrucción y Recreo, Artes y Ciencias (lo reza su reglamento) y se han establecido
algunas tiendecillas que el cebreño susodicho denomina bazares. Verdad es que los dos caciques
aún continúan disputándose el mero y mixto imperio; mas ya parece seguro que Barbacana,
representante de la reacción y la tradición, cede ante Trampeta, encarnación viviente de las ideas
avanzadas y de la nueva edad.
Dicen algunos maliciosos que el secreto del triunfo del cacique liberal está en que su adversario,
hoy canovista, se encuentra ya extremadamente viejo y achacoso, habiendo perdido mucha parte
de sus bríos e indómito al par que traicionero carácter. Sea como quiera, el caso es que la
influencia barbacanesca anda maltrecha y mermada.
Quien ha envejecido bastante, de un modo prematuro, es el antiguo capellán de los Pazos. Su
pelo está estriado de rayitas argentadas; su boca se sume; sus ojos se empañan; se encorvan sus
lomos. Avanza despaciosamente por el carrero angosto que serpea entre viñedos y matorrales
conduciendo a la iglesia de Ulloa.
¡Qué iglesia tan pobre! Más bien parece la casuca de un aldeano, conociéndose únicamente su
sagrado destino en la cruz que corona el tejadillo del pórtico. La impresión es de melancolía y
humedad, el atrio herboso está a todas horas, aun a las meridianas, muy salpicado y como
empapado de rocío. La tierra del atrio sube más alto que el peristilo de la iglesia, y ésta se hunde,
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se sepulta entre el terruño que lentamente va desprendiéndose del collado próximo. En una
esquina del atrio, un pequeño campanario aislado sostiene el rajado esquilón; en el centro, una
cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque poético, pensativo. Allí, en aquel
rincón del universo, vive Jesucristo... ¡pero cuán solo!, ¡cuán olvidado!
Julián se detuvo ante la cruz. Estaba viejo realmente, y también más varonil: algunos rasgos de
su fisonomía delicada se marcaban, se delineaban con mayor firmeza; sus labios, contraídos y
palidecidos, revelaban la severidad del hombre acostumbrado a dominar todo arranque pasional,
todo impulso esencialmente terrestre. La edad viril le había enseñado y dado a conocer cuánto es
el mérito y debe ser la corona del sacerdote puro. Habíase vuelto muy indulgente con los demás,
al par que severo consigo mismo.
Al pisar el atrio de Ulloa notaba una impresión singularísima. Parecíale que alguna persona muy
querida, muy querida para él, andaba por allí, resucitada, viviente, envolviéndole en su presencia,
calentándole con su aliento. ¿Y quién podía ser esa persona? ¡Válgame Dios! ¡Pues no daba
ahora en el dislate de creer que la señora de Moscoso vivía, a pesar de haber leído su esquela de
defunción! Tan rara alucinación era, sin duda, causada por la vuelta a Ulloa, después de un
paréntesis de dos lustros. ¡La muerte de la señora de Moscoso! Nada más fácil que cerciorarse de
ella... Allí estaba el cementerio. Acercarse a un muro coronado de hiedra, empujar una puerta de
madera, y penetrar en su recinto.
Era un lugar sombrío, aunque le faltasen los lánguidos sauces y cipreses que tan bien acompañan
con sus actitudes teatrales y majestuosas la solemnidad de los camposantos. Limitábanlo, de una
parte, las tapias de la iglesia; de otra, tres murallones revestidos de hiedra y plantas parásitas; y la
puerta, fronteriza a la de entrada por el atrio, la formaba un enverjado de madera, al través del
cual se veía diáfano y remoto horizonte de montañas, a la sazón color de violeta, por la hora, que
era aquella en que el sol, sin calentar mucho todavía, empieza a subir hacia su zenit, y en que la
naturaleza se despierta como saliendo de un baño, estremecida de frescura y frío matinal. Sobre
la verja se inclinaba añoso olivo, donde nidaban mil gorriones alborotadores, que a veces
azotaban y sacudían el ramaje con su voleteo apresurado; y hacíale frente una enorme mata de
hortensia, mustia y doblegada por las lluvias de la estación, graciosamente enfermiza, con sus
mazorcas de desmayadas flores azules y amarillentas. A esto se reducía todo el ornato del
cementerio, mas no su vegetación, que por lo exuberante y viciosa ponía en el alma repugnancia
y supersticioso pavor, induciendo a fantasear si en aquellas robustas ortigas, altas como la mitad
de una persona, en aquella hierba crasa, en aquellos cardos vigorosos, cuyos pétalos ostentaban
matices flavos de cirio, se habrían encarnado, por misteriosa transmigración, las almas,
vegetativas también en cierto modo, de los que allí dormían para siempre, sin haber vivido, sin
haber amado, sin haber palpitado jamás por ninguna idea elevada, generosa, puramente espiritual
y abstracta, de las que agitan la conciencia del pensador y del artista. Parecía que era sustancia
humana - pero de una humanidad ruda, primitiva, inferior, hundida hasta el cuello en la
ignorancia y en la materia - la que nutría y hacía brotar con tan enérgica pujanza y savia tan
copiosa aquella flora lúgubre por su misma lozanía. Y en efecto, en el terreno, repujado de
pequeñas eminencias que contrastaban con la lisa planicie del atrio, advertía a veces el pie
durezas de ataúdes mal cubiertos y blanduras y molicies que infundían grima y espanto, como si
se pisaran miembros flácidos de cadáver. Un soplo helado, un olor peculiar de moho y
podredumbre, un verdadero ambiente sepulcral se alzaba del suelo lleno de altibajos, rehenchido
de difuntos amontonados unos encima de otros; y entre la verdura húmeda, surcada del surco
brillante que dejan tras sí el caracol y la babosa, torcíanse las cruces de madera negra fileteadas
de blanco, con rótulos curiosos, cuajados de faltas de ortografía y peregrinos disparates. Julián,
que sufría la inquietud, el hormigueo en la planta de los pies que nos causa la sensación de hollar
algo blando, algo viviente, o que por lo menos estuvo dotado de sensibilidad y vida, experimentó
de pronto gran turbación: una de las cruces, más alta que las demás, tenía escrito en letras
blancas un nombre. Acercóse y descifró la inscripción, sin pararse en deslices ortográficos:
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«Aquí hacen las cenizas de Primitibo Suarez, sus parientes y amijos ruegen a Dios por su
alma»... El terreno, en aquel sitio, estaba turgente, formando una eminencia. Julián murmuró una
oración, desvióse aprisa, creyendo sentir bajo sus plantas el cuerpo de bronce de su formidable
enemigo. Al punto mismo se alzó de la cruz una mariposilla blanca, de esas últimas mariposas
del año que vuelan despacio, como encogidas por la frialdad de la atmósfera, y se paran en
seguida en el primer sitio favorable que encuentran. La siguió el nuevo cura de Ulloa y la vio
posarse en un mezquino mausoleo, arrinconado entre la esquina de la tapia y el ángulo entrante
que formaba la pared de la iglesia.
Allí se detuvo el insecto, y allí también Julián, con el corazón palpitante, con la vista nublada, y
el espíritu, por vez primera después de largos años, trastornado y enteramente fuera de quicio, al
choque de una conmoción tan honda y extraordinaria, que él mismo no hubiera podido explicarse
cómo le invadía, avasallándole y sacándole de su natural ser y estado, rompiendo diques,
saltando vallas, venciendo obstáculos, atropellando por todo, imponiéndose con la sobrehumana
potencia de los sentimientos largo tiempo comprimidos y al fin dueños absolutos del alma
porque rebosan de ella, porque la inundan y sumergen. No echó de ver siquiera la ridiculez del
mausoleo, construido con piedras y cal, decorado con calaveras, huesos y otros emblemas
fúnebres por la inexperta mano de algún embadurnador de aldea; no necesitó deletrear la
inscripción, porque sabía de seguro que donde se había detenido la mariposa, allí descansaba
Nucha, la señorita Marcelina, la santa, la víctima, la virgencita siempre cándida y celeste. Allí
estaba, sola, abandonada, vendida, ultrajada, calumniada, con las muñecas heridas por mano
brutal y el rostro marchito por la enfermedad, el terror y el dolor... Pensando en esto, la oración
se interrumpió en labios de Julián, la corriente del existir retrocedió diez años, y en un transporte
de los que en él eran poco frecuentes, pero súbitos e irresistibles, cayó de hinojos, abrió los
brazos, besó ardientemente la pared del nicho, sollozando como niño o mujer, frotando las
mejillas contra la fría superficie, clavando las uñas en la cal, hasta arrancarla...
Oyó risas, cuchicheos, jarana alegre, impropia del lugar y la ocasión. Se volvió y se incorporó
confuso. Tenía delante una pareja hechicera, iluminada por el sol que ya ascendía aproximándose
a la mitad del cielo. Era el muchacho el más guapo adolescente que puede soñar la fantasía; y si
de chiquitín se parecía al Amor antiguo, la prolongación de líneas que distingue a la pubertad de
la infancia le daba ahora semejanza notable con los arcángeles y ángeles viajeros de los grabados
bíblicos, que unen a la lindeza femenina y a los rizados bucles asomos de graciosa severidad
varonil. En cuanto a la niña, espigadita para sus once años, hería el corazón de Julián por el
sorprendente parecido con su pobre madre a la misma edad: idénticas largas trenzas negras,
idéntico rostro pálido, pero más mate, más moreno, de óvalo más puro, de ojos más luminosos y
mirada más firme. ¡Vaya si conocía Julián a la pareja! ¡Cuántas veces la había tenido en su
regazo!
Sólo una circunstancia le hizo dudar de si aquellos dos muchachos encantadores eran en realidad
el bastardo y la heredera legítima de Moscoso. Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen
paño, de hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con un
traje de percal, asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que puede decirse que iba descalza.
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SEGUNDA PARTE
La madre Naturaleza
Tomo I
-ILas nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose,
juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharían o no se
desharían en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones
anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las yerbas y resonaba
estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se
derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales,
sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la copa de los árboles
para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales de lágrimas por un semblante rugoso y
moreno.
Bajo un árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico castaño, de majestuosa y
vasta copa, abierta con pompa casi arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que
parecía lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes: árbol patriarcal, de esos que ven con
indiferencia desdeñosa sucederse generaciones de chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les
dan cuna y sepulcro en los senos de su rajada corteza.
Al pronto fue útil el asilo: un verde paraguas de ramaje cobijaba los arrimados cuerpos de la
pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa; y se reían de verla caer a distancia y de oír cómo
fustigaba la cima del castaño, pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó la
lluvia a correr por entre las ramas, filtrándose hasta el centro de la copa y buscando después su
natural nivel. A un mismo tiempo sintió la niña un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano
a la cabeza, porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos soltaron la
carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo las contrariedades que las venturas.
- Se acabó... - pronunció ella cuando todavía la risa le retozaba en los labios -. Nos vamos a
poner como una sopa. Caladitos.
- El que se mete debajo de hoja dos veces se moja - respondió él sentenciosamente -.
Larguémonos de aquí ahora mismo. Sé sitios mejores.
- Y mientras llegamos, el agua nos entra por el pescuezo, y nos sale por los pies.
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- Anda, tontiña. Remanga la falda y tapémonos la cabeza. Así, mujer, así. Verás qué cerquita está
un escondrijo precioso.
Alzó ella el vestido de lana a cuadros, cubriendo también a su compañero y realizando el
simpático y tierno grupo de Pablo y Virginia, que parece anticipado y atrevido símbolo del amor
satisfecho. Cada cual asió una orilla del traje, y al afrontar la lluvia, por instinto juntaron y
cerraron bajo la barbilla la hendidura de la improvisada tienda, y sus rostros quedaron pegados el
uno al otro, mejilla contra mejilla, confundiéndose el calor de su aliento y la cadencia de su
respiración. Caminaban medio a ciegas, él encorvado, por ser más alto, rodeando con el brazo el
talle de ella, y comunicando el impulso directivo, si bien el andar de los dos llevaba el mismo
compás.
Poco distaba el famoso escondrijo. Sólo necesitaron para acertar con él bajar un ribazo,
resbaladizo por la humedad, y lindante con la carretera. Coronaban el ribazo grandes peñascales,
y en su fondo existía una cantera de pizarra, ahondada y explotada al construirse el camino real,
y convertida en profunda cueva; excelente abrigo para ocasiones como la presente. Abandonada
hacía tiempo por los trabajadores la cantera, volvía a enseñorearse de ella la vegetación,
convirtiendo el hueco artificial en rústica y sombrosa gruta. En la cresta y márgenes del ribazo
crecía tupida maleza, y al desbordarse, estrechaba la entrada de la excavación: al exterior se
enmarañaba una abundante cabellera de zarzales, madreselvas, cabrifollos y clemátidas; dentro,
en las anfractuosidades del muro lacerado por la piqueta, anidaban vencejos, estorninos y algún
azor; los primeros salieron despavoridos, revoloteando, cuando entró la pareja. Siendo muy bajo
el sitio, e impregnado del agua que recogía como una urna y del calor del sol que almacenaba en
su recinto orientado al mediodía, encerraba una vegetación de invernáculo, o más bien de época
antediluviana, de capas carboníferas: escolopendras y helechos enormes brotaban lozanos,
destacando sobre la sombría pizarra los penachos de pluma de sus vertebradas y recortadas hojas.
Aun cuando el escondrijo daba espacio bastante, la pareja no se desunió al acogerse allí, sino que
enlazada se dirigió a lo más oscuro, sin detenerse hasta tropezar con la pared, contra la cual se
reclinó en silencio, al abrigo de la remangada falda. Ni menos se desviaron sus rostros, tan
cercanos, que él sentía el aletear de mariposa de los párpados de ella, y el cosquilleo de sus
pestañas curvas. Dentro del camarín de tela, los envolvía suavemente el calor mutuo que se
prestaban: las manos, al sujetar bajo la barbilla la orla del vestido, se entretejían, se fundían
como si formasen parte de un mismo cuerpo. Al fin el mancebo fue aflojando poco a poco el
brazo y la mano, y ella apartó cosa de media pulgada el rostro. La tela, deslizándose, cayó hacia
atrás, y quedaron descubiertos, agitados y sin saber qué decirse. Llenaba la gruta el vaho
poderoso de la robusta vegetación semi-palúdica, y el sofocante ardor de un día canicular. Fuera,
seguía cayendo con ímpetu la lluvia, que tendía ante los ojos de la pareja refugiada una cortina
de turbio cristal, y ayudaba a convertir en cerrado gabinete el barranco donde con palpitante
corazón esperaban niña y muchacho que cesase el aguacero.
No era la vez primera que se encontraban así, juntos y lejos de toda mirada humana, sin más
compañía que la madre naturaleza, a cuyos pechos se habían criado. ¡En cuántas ocasiones, ya a
la sombra del gallinero o del palomar que conserva la tibia atmósfera y el olor germinal de los
nidos, ya en la soledad del hórreo, sobre el lecho movedizo de las espigas doradas, ya al borde de
los setos, riéndose de la picadura de las espinas y del bigote cárdeno que pintan las moras, ya en
el repuesto albergue de algún soto, o al pie de un vallado por donde serpeaban las lagartijas,
habían pasado largas horas compartiendo el mendrugo de pan seco y duro ya a fuerza de andar
en el bolsillo, las cerezas atadas en un pañuelo, las manzanas verdes; jugando a los mismos
juegos, durmiendo la siesta sobre la misma paja! ¿Entonces, a qué venía semejante turbación al
recogerse en la gruta? Nada se había mudado en torno suyo; ellos eran quienes, desde el
comienzo de aquel verano, desde que él regresara del instituto de Orense a la aldea para las
vacaciones, se sentían inmutados, diferentes y medio tontos. La niña, tan corretona y traviesa de
ordinario, tenía a deshora momentos de calma, deseos de ociosidad y reposo, lasitudes que la
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movían a sentarse en la linde de un campo o a apoyarse en un murallón, cuyo afelpado tapiz de
musgo rascaba distraídamente con las uñas. A veces clavaba a hurtadillas los ojos en el lindo
rostro de su compañero de infancia, como si no le hubiese visto nunca; y de repente los volvía a
otra parte, o los bajaba al suelo. También él la miraba mucho más, pero fijamente, sin rebozo,
con ardientes y escrutadoras pupilas, buscando en pago otra ojeada semejante; y al paso que en
ella crecía el instintivo recelo, en él sucedía a la intimidad siempre un tanto hostil y reñidora que
cabe entre niños, al aire despótico que adoptan los mayores y los varones con las chiquillas, un
rendimiento, una ternura, una galantería refinada, manifestada a su manera, pero de continuo.
Ayer, aunque inseparables y encariñados hasta el extremo de no poder vivir sino juntos y de que
les costase todos los inviernos una enfermedad la ausencia, cimentaban su amistad, más que las
finezas, los pescozones, cachetes y mordiscos, las riñas y enfados, la superioridad cómica que se
arrogaba él, y las malicias con que ella le burlaba. Hoy parecía como si ambos temiesen, al
hablarse, herirse o suscitar alguna cuestión enojosa; no disputaban, no se peleaban nunca; el
muchacho era siempre del parecer de la niña. Esta cortedad y recelo mutuo se advertía más
cuando estaban a solas. Delante de gente se restablecía la confianza y corrían las bromas añejas.
Con todo eso no renunciaban a corretear juntos y sin compañía de nadie. A falta de testigos, les
distraía y tranquilizaba la menor cosa: una flor, un fruto silvestre que recogían, una mosca verde
que volaba rozando con la cara de la niña. Impremeditadamente se escudaban con la naturaleza,
su protectora y cómplice.
En la gruta, lo que les sacó de su momentáneo embeleso, fue observar la vegetación viciosa y
tropical del fondo. La niña, gran botánica por instinto, conocía todas las plantas y hierbas bonitas
del país; pero jamás había encontrado, ni a la orilla de las fuentes, tan elegantes hojas péndulas,
tan colosales y perfumados helechos, tanto pulular de insectos como en aquel lugar húmedo y
caluroso. Parecía que la naturaleza se revelaba allí más potente y lasciva que nunca, ostentando
sus fuerzas genesíacas con libre impudor. Olores almizclados revelaban la presencia de millares
de hormigas; y tras la exuberancia del follaje, se divisaba la misteriosa y amenazadora forma de
la araña, y se arrastraba la oruga negra, de peludo lomo. La niña los miraba, estremeciéndose
cuando al apartar las hojas descubría algún secreto rito de la vida orgánica, el sacrificio de un
moscón preso y agonizante en la red, el juego amoroso de dos insectos colgados de un tallo, la
procesión de hormigones que acarreaban un cuerpo muerto.
Entre tanto llovía a más y mejor. Sin embargo, así que hubo pasado cosa de una hora, el
chubasco se aplacó casi repentinamente, pareció que la gruta se llenaba de claridad, y una
bocanada de fragancia húmeda la inundó: el tufo especial de la tierra refrigerada y el hálito de las
flores, que respiran al salir del baño. También a los refugiados se les dilataron los pulmones, y a
un mismo tiempo se lanzaron fuera del escondrijo, hacia la boca de la cueva.
Allí se pararon deslumbrados por inesperado espectáculo. La atmósfera, en su parte alta, estaba
barrida de celajes, diáfana y serena: lucía el sol, y sobre el replegado ejército de nubes, se erguía
vencedor, con inusitada limpidez y magnificencia, un soberbio arcoiris, cuyo arranque surgía del
monte del Pico-Medelo, cogía en medio su alta cúspide, y venía a rematar, disfumándose, en las
brumas del río Avieiro.
No era esbozo de arcada borrosa y próxima a desvanecerse, sino un semicírculo delineado con
energía, semejante al pórtico de un palacio celestial, cuyo esmalte formaban los más bellos,
intensos y puros colores que es dado sentir a la retina humana. El violado tenía la aterciopelada
riqueza de una vestidura episcopal; el añil cegaba con su profunda vibración de zafiro; el azul
ostentaba claridades de agua que refleja el hielo, frías limpideces de noche de luna; el verde se
tornasolaba con el halagüeño matiz de la esmeralda, en que tan voluptuosamente se recrea la
pupila; y el amarillo, anaranjado y rojo parecían luz de bengala encendida en el firmamento,
círculos concéntricos trazados por un compás celestial con fuego del que abrasa a los serafines,
fuego sin llamas, ascuas, ni humo.
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A la vista del hermoso meteoro, aproximose la pareja, según la costumbre inveterada en los que
se quieren, de expresarlo todo acercándose.
-¡El Arco de la Vieja! - exclamó en dialecto la niña, señalando con una mano al horizonte y
cogiéndose con la otra a la ropa del muchacho.
- Nunca vi otro tan claro. Si parece pintado, así Dios me salve. Chica, ¡qué bonito!
-¡Mira, mira, mira! - chilló ella -. ¡El arco anda!
-¿Que anda? Tú estás loca... ¡Ay, pues anda y bien que anda!
El arco se trasladaba en efecto, con dulce e imponente lentitud, de manera teatral. Se vio un
instante la cima del Pico recortada sobre el fondo de vivos esmaltes; luego, poco a poco, el arco
dejó atrás la montaña y vino a coronar con su curva magnífica la profundidad del valle. Mas ya
palidecían sus tintas espléndidas, y se borraban sus líneas brillantes, dejando como un vapor de
colores, delicadísimo toque casi fundido ya con el firmamento, casi velado por la humareda de
las nubecillas blancas, que vagaban y se deshacían también.
- II A caminar por la carretera, fastidiosa de puro cómoda, prefirieron seguir atajos en cuyo
conocimiento eran muy duchos, y aun cruzar los sembrados, desiertos a la sazón, pero donde,
durante la noche entera y la madrugada, cuadrillas de mujeres habían estado segando el centeno a las horas de calor no se siega, pues se desgrana la espiga madura -. No se daban mucha priesa,
al contrario, tácitamente estaban de acuerdo en no recogerse a techado hasta entrada la noche.
Apenas comenzaba a caer la tarde. El campo, fresco y esponjado después de la tormenta y el
riego de las nubes, oreado por suave vientecillo, convidaba a gozar de su hermosura: cada flor de
trébol, cada manzanilla, cada cardo, se había adornado el seno con un grueso brillante líquido; y
grillos y cigarrones, seguros ya de que cesaba el diluvio, se atrevían a rebullirse en los
barbechos, sintiendo con deleite la caricia del sol sobre sus zancas ya enjutas.
Vagaba la pareja sin rumbo cierto, cuando, casi debajo de sus cabezas, en un sendero que se
despeñaba hacia el valle, divisaron una figura rara, que se movía despaciosamente. A un mismo
tiempo la reconocieron ambos.
-¡El señor Antón, el algebrista!
-¡El atador de Boán!
-¿A dónde irá?
- Aventuro algo bueno que a casa de la Sabia.
-¿Quién te lo dijo?
- Tiene la vaca más vieja muy malita.
-¿Vamos a ver?
- Corriente. Hay que bajar por las viñas; si no, es mucha la vuelta.
- Por las viñas. Ale.
- Dame la mano.
-¿Piensas que no sé bajar sola?
El descenso era casi vertical, y había que escalar paredones y tener cuidado de no desnucarse al
sentar el pie sobre los guijarros; pero las cuatro piernas juveniles alcanzaron pronto al estafermo,
que caminaba dibujando eses al tropezar en cualquier canto de la senda. Iba el señor Antón en
mangas de camisa (por señas que la gastaba de estopa): chaqueta terciada al hombro y un pitillo
tras la oreja derecha. Los pantalones pardos lucían un remiendo triangular azul en el lugar por
donde más suelen gastarse, y otros dos, haciendo juego con el de las nalgas, en las perneras; de
puro cortos, descubrían el hueso del tobillo, cubierto apenas de curtida y momificada piel, y los
zapatos torcidos y contraídos como una boca que hace muecas. Fuera del bolsillo interior de la
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chaqueta asomaba un libro empastado en pergamino, cuyas esquinas habían roído los ratones y
cuyas hojas atesoraban grasa suficiente para hacer el caldo una semana.
Al sentir ruido de gente, volvió el rostro, que lo tenía más arrugado que una pasa, más sequito
que un sarmiento, y con todas las facciones inclinadas unas hacia otras, a manera de piedras de
murallón que se derrumba: la nariz desplomada sobre la barba, esta remontada hacia la boca, y
las mejillas colgando en curtidos pellejos a ambos lados de la pronunciada nuez. En los pómulos
parecía como si le hubiesen pintado con teja dos rosetas simétricas; los labios se le habían
sumido; y de la abertura donde estuvieron partían innumerables rayitas y plieguecillos
convergentes, remendando el varillaje de un paraguas. ¿Paraguas dijiste? No hay que omitir que
bajo el codo izquierdo sujetaba el señor Antón uno colosal, de algodón colorado rabioso, con
remates y contera de latón dorado; ni menos debe callarse que honraba su cabeza, por encima de
un pañuelo de yerbas, un venerable y caduco sombrero de copa alta, de los más empingorotados
y de los más apabullados también.
- Buenas tardes, señorito don Perucho y la compaña... - dijo el vejestorio al alcanzarle la pareja.
Era su voz opaca y aguardentosa, pero no tan cascada como pedían sus años.
-¿A dónde va, señor Antón? - preguntó la niña.
- Para servir a vustede, señorita Manolita... ¡ahí a curar una vaca en casa de la señora María la
Sabia...!
-¿Qué le duele?
- Parece ser que le ha salido, dispensando vustedes, una tumificación muy atroz en los cadriles...
con perdón, carraspo, aquí donde las personas humanas tenemos el hueso llamado líaco...
-¿Un lobanillo?
- Propiamente hablando, sí, señorito, un lobanillo.
Riose Perucho, pues le hacía gracia la facha del algebrista y su manía de aplicar a todo los cuatro
términos de anatomía mal aprendidos en su libro ratonado. Moríase el vejete por dar
explicaciones difusas acerca de los padecimientos de sus clientes, fuesen novillos, cerdos, canes
o, como él decía, personas humanas, que a todos indistintamente les sabía reparar los
desperfectos, con su ciencia heredada de encolar y recomponer la máquina animal. Ya llegaban
al emparrado que sombreaba la casa de la Sabia.
Era una casuca baja y construida con piedras mal trabadas: adornábala principalmente un balcón
o solana de madera, al cual nadie podía asomarse, por obstruirlo una barricada de enormes
calabazas, de amarilla corteza, rameada de verde; en una esquina colgaban a secar ropas de
recién nacido, y al través de ellas se abría paso una soberbia mata de claveles reventones, rojo
coral, que florecía en una olla desportillada, con las raíces escapándose de la tierra negruzca que
las mantenía. A la puerta de la casa, una mujer moza, de rostro curtido ya, desgranaba habas en
una criba; a sus pies dos chiquillos de corta edad, con pelo casi blanco de puro rubio, se
revolcaban por el suelo jugando con las vainas de las habas. Cuando vio asomar al algebrista y a
los que él llamaba señoritos, levantose la mujer con servilismo obsequioso, pegando un moquete
a los chiquillos, sin duda con el fin de agasajar mejor a la visita; no contaban con él, y la misma
sorpresa les impidió llorar.
La pareja entró. Tenía la casa piso de tierra; una escalera de madera conducía al sobrado o cuarto
alto; y en el bajo se notaba una pintoresca mezcla de racionales e irracionales. El lar y la
chimenea con asientos de madera bajo su campana; la artesa de guardar el pan; el horno de
cocerlo; algunos taburetes con cuatro patas muy esparrancadas; la cuna de mimbres de una
criatura y el leito o camarote de tablas en que dormía el matrimonio que la había engendrado,
eran los muebles que pertenecían a la humanidad en aquel recinto. La animalidad invadía el
resto. Al través de una división de tablones mal juntos pasaba el hálito caliente, el lento rumiar y
los quejumbrosos mugidos del ganado; gallinas y pollos escarbaban el suelo y huían con señales
de ridículo terror, renqueando, al acercárseles la gente; dos o tres palomas se paseaban, muy
sacadas de buche y muy balanceadas de cuello, esperando a que cayese alguna migaja; un
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marrano sin cebar, magro y peludo aún como un jabalí, sopeteaba con el hocico, gruñendo
sordamente, en una tartera de barro donde nadaban berzas en aguachirle; un perro de esa raza
híbrida llamada en el país de pajar, completamente tendido en tierra, dormía; al respirar, se
señalaba bajo su piel la armazón del costillaje, y de cuando en cuando, al posársele una mosca
encima, un estremecimiento hacía ondular todos sus músculos, y sacudía, sin despertarse, una
oreja. Por un ventanillo, abierto en el testero, entraban las avispas a comerse los gajos de cerezas
maduras que andaban rodando sobre la artesa; y si fuese posible prestar oído a unas trotadas
menudas que allá arriba resonaban, se comprendería que los ratones no andaban remisos en dar
cuenta del poco maíz restante de la cosecha anterior, ni de cuanto encontraban al alcance de los
dientes. En medio de esta especie de arca de Noé, reposaba inmóvil, sentada al pie de la artesa,
con los naipes mugrientos al alcance de la mano, la vieja bruja de la Sabia.
Era su figura realmente espantable. Habíale crecido el bocio enorme, hasta el punto de que se le
viese apenas el verdadero rostro, abultando más la lustrosa y horrible segunda cara sin facciones,
que le caía sobre el pecho, le subía hasta las orejas, y por lo hinchada y estirada contrastaba del
modo más repulsivo con el resto del cuerpo de la vieja, que parecía hecho de raíces de árboles, y
tenía de los árboles añosos la rugosidad y oscuridad de la corteza, los nudos, las verrugas. Al ver
entrar al algebrista y la compaña, la bruja se enderezó y salió a recibirles, no sin echarse con
sumo recato un pañuelo de algodón sobre los mechones de sus greñas blancas.
La moza, entretanto, sacaba del establo a la paciente, una vaca amarilla, y picándola con la
aguijada, la empujaba fuera de la casa, a sitio descubierto y claro. Cojeaba el infeliz animal, por
culpa del gran tumor que tenía en el ijar derecho; sus ojos estaban profundamente tristes, como
los de todo irracional o niño enfermo. El sol pareció reanimar algo a la vaca, y se le dilató el
hocico respirando aire puro. Ya salía tras ella el atador, poniendo la mano a guisa de pantalla
ante los ojos, para que no le estorbase el sol que declinaba.
- Hace falta quien treme del animal - dijo, después de palpar aprisa el tumor -. Llama a tu
hombre - añadió dirigiéndose a la moza.
Habiendo Perucho ofrecido su ayuda, convino el algebrista en que bastaría con él y con la moza
para sujetar a la doliente, y ordenó que la señora María se encargase de preparar la bizma de pez
hirviendo. Remangose Perucho las mangas de chaqueta y camisa, y arrodillándose, asió con
puño de hierro la pata del animal, asentándola y afirmándola en tierra a fin de que no cocease
con el dolor. El brazo del mancebo era membrudo, atendida su edad, y la cuadratura de los
músculos se diseñaba enérgicamente: sobre el cutis, fino como raso, rojeaba a la luz moribunda
del sol un vello denso y suave. Su compañera le miraba con disimulo y atención, como si viese
por primera vez aquella cabeza cubierta de ensortijados bucles, aquellas perfectas facciones
trigueñas y sonrosadas, aquel cogote juvenil y fuerte como testuz de novillo bermejo, aquellas
espaldas fornidas donde la postura y el esfuerzo para mantener inmóvil la pata del animal hacían
sobresalir el omoplato. De chiquita, la costumbre de ver a Pedro le impedía reparar su
hermosura; ahora se le figuraba descubrirla en toda su riqueza de pormenores esculturales, cosa
que la turbaba mucho y tenía bastante culpa de la cortedad y despego que mostraba al quedarse
con él a solas. Se avergonzaba la niña de no ser tan linda como su amigo; de ser casi fea.
También se recogió el atador las mangas de estopa, y sacó de la faltriquera del pantalón una
reluciente navaja de afeitar envuelta en un trapo. Agachose bajo la paciente, y empuñando el
instrumento, con brioso girar de muñeca y haciendo terrible fuerza en el pulgar, sajó casi en
redondo el lobanillo. Bramó y resopló de dolor la vaca, intentando huir; pero estaba bien sujeta y
el corte dado ya. Sin hacer caso de los mugidos angustiosos ni de las inútiles sacudidas de la
bestia, el señor Antón comenzó a esgrimir la navaja casi de plano, desprendiendo la piel que
cubría el tumor, y disecando poco a poco, con certera diestra, sus raíces, como quien desprende
de un peñasco los tientos de un adherido pólipo. De rato en rato empapaba con trapos la sangre
que corría y le impedía ver. Cada raíz encubría otras más menudas, y la navaja seguía escrutando
los ijares del animal, persiguiendo las últimas ramificaciones de la fea excrecencia. Ya casi la
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tenía desprendida, cuando la vaca, que parecía resignada con su suerte, dio de pronto un empuje
desesperado y supremo, logró soltar las patas, derribó de una patada el sombrero de copa alta del
algebrista y echó a correr furiosa. Ciega por el terror, fue a batir contra la muralla del emparrado,
donde la alcanzó Perucho. La agarró del rabo primero, luego la cogió por los cuernos, y a
remolque y a empujones y a puñadas la trajo otra vez a la clínica. El señor Antón acusaba a la
moza de no valer nada, de haber aflojado la pata; y Manuela, con los ojos brillantes y la sonrisa
en los labios, se ofrecía a sustituir ventajosamente a la aldeana.
-¡Jesús, alabado sea Dios, qué valiente de señorita! - tartamudeó la Sabia, apareciendo en la
puerta.
- Las que nos criamos en la montaña... - murmuró la niña arrodillándose y ciñendo con ambas
manos, no muy blancas ni nada endebles, el corvejón del animal.
- No hay cosa como las montañesas - declaró dogmáticamente el atador, encasquetándose otra
vez su abollada bomba, sin la cual, al parecer, no era dueño de todos los recursos de la ciencia
quirúrgica.
- Remángate, Manola - aconsejó sin volver la cabeza Pedro -: si no vas a ponerte perdida.
Notando que él no la miraba, Manolita se remangó. Los chiquillos, rubios como el cerro, que
presenciaban la operación absortos, con la pupila dilatada y chupándose el dedo índice, quisieron
también cooperar al buen resultado, y vinieron a poner cada uno una manita en los corvejones de
la mártir. Poco duró el suplicio. El señor Antón, con su rapidez y maestría acostumbradas,
arrojaba ya triunfalmente hacia el campo más próximo una masa sanguinolenta e informe, que
era el núcleo del lobanillo y su aureola de raíces. Entre un furioso y desesperado bramido de la
vaca al sentir la pez hirviendo que le abrasaba los tejidos, y un ¡carraspo! del algebrista que se
levantaba vencedor, se acabó la operación y la víctima fue de nuevo encerrada en el establo.
Echáronle en el pesebre un brazado de fresca yerba, y a poco su hocico húmedo, del cual se
desprendía un hilo de baba, rumiaba con fruición la dulce golosina.
- III Sin embargo, aún le quedaban al señor Antón deberes facultativos que llenar en aquella casa. Le
presentaron un ternero que andaba malucho de desgano y rehusaba las cortezas de pan y la
hierba más apetitosa. Le abrió la boca al punto, sacole de través la lengua, y declaró que tenía el
piojo. Pidió los ingredientes de sal y ajo, que metió en una bolsita de lienzo; mojola en vinagre, y
frotó con ella los bordes de la lengua, para levantar las escamillas en que consistía el mal: sacó
luego del bolsillo - estuche unas tijeras de costura, y cortó las escamas, dejando al choto en
disposición de zamparse todos los prados comarcanos. Tras el ternero vino un buey, cojo de la
mano derecha: el doctor reconoció que tenía el pulgón y que era preciso meterle entre la pezuña
un puñado de pólvora amasada y prenderle fuego. El caso era que no se encontraba pólvora allí.
- Que vayan por ella a los Pazos - exclamó servicialmente Perucho.
- Mientras van y vuelven llega la noche, señorito - exclamó el atador -, y de aquí a Boán hay
camino. Ya pasaré por aquí mañana o pasado lo más tarde, que me cumple verle la yegua al
señor Ángel. No hay duda, que no muere el buey por eso.
Quedó aplazada la voladura del pulgón, pero no consintió la Sabia en que se partiese el algebrista
sin tomar un taco y echar un cloris. Limpiándose el copioso sudor con el pañuelo de yerbas,
sentose el señor Antón a la mesa, ante el zoquete de pan de centeno y el jarro de vino. Entabló
conversación con el ama de casa, no habiendo querido los señoritos sentarse ni probar cosa
alguna, porque les divertía más presenciar la cómica escena y oír, cruzando ojeadas y risas, la
plática donosa que avivaban con sus preguntas. Estaba de buen humor el vejete, como siempre
que terminaba felizmente una operación y se veía con el pichel de mosto delante. A las quejas de
la Sabia, que se lamentaba de las enfermedades de los animales con tono de abuela cuando
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deplora achaques de sus nietos, respondía jocosamente el algebrista que, si no tuviese una
riqueza en ganado, no se le pondría el ganado enfermo nunca.
-¿A que a mí no se me mueren las vacas? En no las teniendo... catá.
La bruja respondía a tan atinada observación con otra muy filosófica y cristiana:
- Todos habemos de morir, si Dios quiere.
De tal respuesta tomó pie el algebrista para procurar insinuarse, hablando del bocio de la vieja, y
comprometiéndose a extirpárselo con tanta prontitud como el tumor de la vaca, fuera el alma.
Contó que precisamente acababa de realizar la misma operación en un labrador rico de Gondás.
De cuatro a cinco tajos de navaja ¡zis, zas! (y al decir zis, zas pasaba el dedo por delante del
cuello deforme de la Sabia) le había sajado el bocio perfectísimamente, plantándole, para atajar
la morragia, un emplasto donde se misturaban trementina, diaquilón, confortativo, minio,
litargirio, incienso, pez blanca, pez dorada y pez negra...
- Vamos, pez de todos los colores - dijo Perucho riendo.
- No haga burla, señorito, no haga burla... Pues emplasto fue aquel que apretó, apretó, apretó (y
el algebrista cerraba y apretaba el puño con toda su fuerza) y a los quince días...
-¿Al campo santo?
-¡Quedó como si tal cosa, más contento que un cuco! ¡La sabiduría puede mucho, señorito!
La bruja no se resolvía a empecinarse. Tantos años con aquello, y al fin iba durando: luego no
era cosa de muerte. Los animales... no tiene que ver con las personas: si no se cuidan y se
asisten, ni trabajan, ni dan leche, ni... En vista de que allí no necesitaban médico las personas
humanas, el algebrista, después de dejar temblando el jarro, sacó el pitillo que llevaba tras la
oreja, encendiolo en las brasas del lar, se terció la chaqueta, y con andar más que nunca
dificultoso, tomó el camino del valle.
Acompañole la pareja, divertida con su charla. Era el señor Antón uno de esos personajes típicos,
manifestación viviente, en una comarca, de los remotos orígenes y misteriosas afinidades étnicas
de la raza que la habita. En el país se contaban muchos que ejercían la profesión de algebristas,
componiendo con singular destreza canillas rotas y húmeros desvencijados, reduciendo
lujaciones y extirpando sarcomas, merced a no sé qué ciencia infusa o tradición comunicada
hereditariamente, o recogida de labios de algún compostor viejo a quien el mozo había tomado
los moldes; pero ninguno tan acreditado y consultado en todas partes como el atador de Boán,
que tenía fama de poner la ceniza en la frente a los médicos de Orense y Santiago, habiendo
persona que vino expresamente desde Madrid, cuando todavía se viajaba en diligencia, a que el
señor Antón le curase una fractura. No desvanecían al vejete las glorias científicas; pero sí le
daban pretexto a descuidar la labranza de sus tierras y entregarse a sabrosa vagancia cotidiana
por riscos y breñas. Con su chaquetón al hombro en el verano, su montecristo de pardomonte en
invierno, y siempre el pitillo tras la oreja, la chistera calada sobre el pañuelo, el paraguas
colorado bajo el brazo y el libro grasiento en la faltriquera, recorría haciendo eses los senderos
del país, sintiendo en la cabeza y en la sangre la doble efervescencia del aire puro y vivo de la
montaña y de la libación de mosto o aguardiente hecha a los dioses lares de cada enfermo. La
atmósfera candente, el cierzo glacial, las claras mañanas primaverales, las templadas noches, la
borrasca, la bonanza, le tenían seco y oreado como un fruto de cuelga, como esas manzanas
tabardillas cuya piel se arruga y contrae y adoba más que el mejor pergamino; y también, lo
mismo que en ellas, la pulpa se concentraba guardando toda su virtud y sabor. No había viejo
mejor conservado, más templado y rufo que el señor Antón: asegurábanlo las mozas trocando
maliciosos guiños, y lo confirmaban los mozos haciendo con la mano alzada y el pulgar
inclinado hacia la boca el ademán del que se atiza un buen traguete. Nunca se le encontraba que
no estuviese bajo la alegre influencia del jarro, o del sol, que tenía la virtud de hacerle fermentar
en las venas la reserva de espíritus alcohólicos. Entonces se desataba su locuacidad, y le gustaba
sobre todo platicar con los curas o con los aldeanos viejos y duchos, en quienes, a falta de
instrucción, la experiencia de una larga vida ha desarrollado cierta inteligencia práctica,
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haciéndoles depositarios del caudal del saber popular, ancho cauce de arena donde a trechos
brilla alguna partícula de oro o algún diamante en bruto. El señor Antón tenía su filosofía allá a
su modo, mitad bebida en tres o cuatro librotes viejos, en tomos descabalados de Feijóo, en el
Desiderio y Electo, mitad inspirada por el espectáculo y la sugestión incesante de la madre
naturaleza, de árboles y estrellas, ríos y nubes. En su cráneo estrecho y prolongado, verdadero
cráneo céltico, bullían a veces viejas ideas cosmogónicas, bocetos confusos de panteísmo y
restos de cultos y creencias ancestrales. Por lo cual, al meterse en honduras, solía decir muchos y
muy peregrinos despropósitos, mezclados con dictámenes y sentencias que sorprendían al verlos
salir de aquella boca plegada como la jareta de un bolsón, envueltas en vaho aguardentoso y
subrayadas por la risa de polichinela que establecía inmediata comunicación entre su nariz y su
barba.
Encontrándolo más alumbrado que de costumbre, moríase Perucho por tirarle de la lengua, y le
seguía, llevando el dedo meñique enganchado en el de Manuela y columpiando el brazo a
compás, por hábito inveterado de contacto cariñoso.
Chupaba el señor Antón su apestoso papelito, sumiendo la boca de tal manera que, más que con
los labios, parecía aspirar el humo con la laringe. Al mismo tiempo iba filosofando sobre las
enfermedades, la vejez y la muerte.
- Mire, señorito, que esto de estar enfermo (aquí un traspiés), le tiene su aquel, ¡carraspo! Lee
uno en libros, a lo mejor, que el hombre es, como quien dice, un gusano, y viene la soberbia, y
replica: - No, gusano, no, que yo tengooo (ahuecó la voz enfáticamente), ¡lo que no tiene un
gusanoooo! Pero llega la enfermedad, maina mainita (y remedaba los movimientos del que se
acerca muy cautelosamente a otro), y ya no se diferencia el verme del hombre... ¡carraspo!
Porque díganme: ¿uso yo una navaja para estripar, con perdón, las tumificaciones de las vacas y
otra para las personas humanas? No señor, que uso la misma, que aquí la llevo en el bolsillo (y se
golpeaba con fuerza el pecho). El emplasto o la cataplasma, ¿se misturan de otro modo? ¡No
señoooor! Y en vista de ello...
-¿Resulta, señor Antón, que a usted no le parece diferente un buey de un cristiano? ¿Eh? ¿Usted
y yo valemos tanto como un jumento?
- No sea tan materialista, señorito, ¡carraspo!... Son poquitos los que se hacen cargo de estas
cosas perfundas... ¡Hay que abrir el ojo! ¿Tiene ahí un misto? Se me apaga el condenado del
pitillo. Estimando la molestia... Vamos al decir de que la gente como usted y como yo, y las
bestias, dispensando vustedes, padecen de los mismos males, y en la botica no hay diferencias de
remedios, y la vida se les viene y se les va del mismo modo, y todos pasan su tiempo de
chiquillos, porque los perritos pequeños lloran y enredan como las criaturas, y luego a las
personas humanas les llega la de andar tras de las mozas, y andan que tolean, y también los
perros se escapan de casa para perseguir a las perras, con perdón, y las buscan, y riñen por causa
de ellas, y las obsequian como los señoritos a las señoritas... ¡Carraspoo!
Al llegar a este punto el discurso del atador, Pedro soltó los dedos de Manuela para reír a
carcajadas, y la montañesa le acompañó, sofocando la risa en la boca con la punta del pañuelo.
- Pero eso ya se sabe, señor Antón... ¡Vaya unas noticias que da! ¡Fresquitas!
- Poco y poco, poco y poco... (se ignora si el algebrista lo decía pensando en que el camino tenía
muchas piedras y él más vino en el estómago, o siguiendo la ilación de su tesis trascendental).
Vamos a la custión... Digo, señorito, y no miento: un hombre valerá, estamos conformes, más
que los animales; pero poder... Vaya, poder, no puede más que un buey; y cuando le llega la de
cerrar el ojo, aunque sepa más que el rey Salimón, lo cierra... y abur. ¿Lo cierra o no, señorito?
- Según y conforme... También los hay que se quedan con él muy abierto - murmuró Pedro para
hacer rabiar al atador.
- Demasiado nos entendemos... - articuló este escupiendo, por el sitio en que algún día tuvo los
colmillos, un chorro de saliva negruzca, cuya proyección cortó limpiándose el agujero de la boca
con el dorso de la mano -. Señorito, escuche y perdone. ¡A lo que me da que pensar, carraspo!
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Esto del nacer, y del morir, y del enfermarse, y del comer, y del beber, ¡atención! (hizo aquí una
ese más arqueada que ninguna), es un... un... un aquel que puede más que los animales y los
hombres juntos, a modo de una endrómena muy grande, muy graaaande...
El algebrista tendía la mano y la giraba en derredor, señalando con amplio ademán circular la
profundidad del valle de Ulloa, el anfiteatro de montañas que lo cierra, el río que espumaba
cautivo en la hoz, todo lo cual se dominaba desde el sendero alto y escarpado. Pedro y Manuela,
que habían vuelto a enganchar los dedos por instinto, miraban hacia donde apuntaba el viejo,
tratando de comprender la idea rebozada en báquicos vapores que desde el cerebro del señor
Antón descendía trabajosamente hasta su lengua.
- Tan grande - añadía extendiendo ya los dos brazos para mejor expresar la inmensidad- que me
parece a mí, señorito, con perdón, que es tan grande como el mundo... ¡Más aún, carraspo!
-¿Más que el mundo? ¡Quieto, vino, quieto! - exclamó Pedro, significando que por boca del
algebrista hablaba la borrachera.
- Más aún, sí señor. ¿De qué se pasma? Demasiado nos entendemos. Un hombre ha leído algo...
¿Tiene otro misto? Disimule.
- Ahí va la caja. ¿Conque se ha leído mucho?
Una sonrisa orgullosa dilató los plieguecillos de la consabida jareta.
El saber, como dijo el otro, no ocupa lugar... No se burle, señorito, no se burle... Demasiado
tendrá usted leído lo que llaman el Treato... el Trato...
-¿Alguna comedia?
-¡Comedia! Lo compuso un fraile, hablando con respeto... un fraile de esta tierra, con más
sabiduría que todos los de España y del mundo entero juntos... Pues allí dice, ¡sí, señorito!, que
las estrellas del cielo son como nosotros... ¡con perdón!, como este universo mundo de acá... y
que también allí nacen, y mueren, y comen, y andan atrás de las muchachas...
Al llegar aquí guiñó picarescamente el algebrista el ojo izquierdo a la bóveda celeste, y como si
obedeciese a un conjuro, el hermoso lucero de Venus comenzó a rielar con dulce brillo en el
sereno espacio.
-¡Hay que desengañarse, hay que desengañarse! - prosiguió el viejo moviendo la cabeza, que, al
oscilar sobre el seco pescuezo, parecía una pasa pronta a desprenderse del rabo. Por muchas
vueltas que se le dé, esta cosa grande, grande, grandísima (y reiteraba el ademán de abarcar todo
el valle con los brazos), puede más que vusté, y que yo, y aquel, y que todos, ¡carraspiche! Yo
me muero, verbo en gracia; bien, corriente, sí señor; ¿y después? La cosa grande se queda tan
fresca. Yo me divertí mis carnes; pero de yo ya propiamente no soy nada; se crían repollos, y
patatas, y ortigas, y toda clas de hortalizas... ¿me entiende?
-¿También de mi cuerpo se han de criar repollos? - preguntó Manolita.
- Y ¡juy juy! - relinchó el algebrista, trompicándose en una piedra por culpa del arrechucho de
galantería que le entró -. Del cuerpo de las señoritas buenas mozas se criará espliego, rositas de
Mayo...
Adoptando de nuevo su gravedad filosófica, añadió:
- Pero no se ponga hueca... Le es igual... igualito... ¿Qué más tiene volverse chirivía o malva de
olor?, carrás... Quiérese decir que las estrellas del cielo, y las tierras, y el mainzo, y el cuerpo de
vusté, y el mío, y el del Papa, con perdón, y el espliego, y los repollos, y las vacas, y los gatos, es
todito lo mismo, disimulando vusté, y no hay que andar escoge de aquí y escoge de allí... Todo lo
mismo señorita, todo lo mismísimo... ¡La cosa grande!
Al llegar aquí de su perorata le besó un canto en la espinilla, y llevose la mano a la pierna,
exhalando un ay doliente; pero al punto mismo, después de refregarse la parte dolorida y tirar
con rabia del cigarro, que se apagaba de vez, volvió a su tema, balbuciendo con lengua todavía
más estropajosa:
- La co... la cosa grande... se ríe de todo, sí, señor, de todo... Allá anda, carraspo... haciendo la
burla a quien nace... y a quien muere... y a los que buscamos las mo... mozas... de rumbo... ¡juy!
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La cosa... g... gran... no nació en jamás... ni se ha de morir... Buena gana tiene... A cada a... ño...
está... más... fres... frescachona... ¡juy!, vivan las rap... rapazas... ¡Arde, cigarro, arde, condenado,
si quieres, que... te... par... to...!
- Echemos por las viñas, Manola - dijo Pedro a su compañera -. El algebrista va hoy como un
templo. Ya no se le sacan del cuerpo sino barbaridades.
-¿Y si tropieza y cae al río?
-¡Qué disparate! Estaría muerto ya un millón de veces, mujer, si fuese capaz de caerse. Anda así
toda la santa vida.
- IV Libres ya del atador, tomaron un sendero más practicable, que por entre tierras labradías y
viñedos conducía al gran castañar del solariego caserón de Ulloa. Aunque la luna, en cuarto
creciente, dibujaba ya sobre el cielo verdoso una fina segur, todavía la claridad del crepúsculo
permitía registrar bien el paisaje; pero al ir entrando bajo la tenebrosa bóveda formada por el
ramaje de los castaños, se encontró la pareja envuelta en la oscuridad, y en no sé qué de
pavoroso y sagrado, y fresco y solemne, como el ambiente de una iglesia. El suelo estaba seco y
mullido, como suele estar en verano el de los bosques, y el pie lo hollaba con placer. No se oía
más ruido que el rumor de las hojas, melodioso como una música distante de la cual apenas se
percibe el acompañamiento. Instintivamente, Pedro y Manuela se aproximaron el uno al otro, y
sus dedos se engancharon con más fuerza; pero el sentimiento que ahora los unía no era el
mismo que allá en la gruta, sino una especie de comunión de los espíritus, simultáneamente
agitados, sin que ellos mismos lo comprendiesen, por las ideas de muerte, de transformación y de
amor, removidas en la grosera plática del vejete borracho.
-¡Perucho! - murmuró ella alzando el rostro para mirar el de su compañero, que en aquella
sombra veía pálido y sin contornos.
-¿Qué quieres? - contestó él sacudiéndole el brazo.
-¿Qué me dices de todo eso?... ¡Cuántas bobadas echó por aquella boca el señor Antón!
- Está peneque, y chocho además.
-¿Me volveré yo rosa? ¿Malvita de olor?
- No tienes que volverte... Ya Dios te dio rosa y clavel y cuantas flores hay.
- No empieces a meterte conmigo... ¡Que me enfado! ¿Y eso que dice de una cosa muy grande,
que está en el cielo, y en la tierra, y en todos los sitios?
- Muchos ratos también se me pone a mí aquí - murmuró Pedro deteniéndose y señalando a la
frente- que hay una cosa muy grande... ¡y tan grande!... Mayor que el cielo. ¿Sabes dónde,
Manola? ¿A que no lo aciertas?
-¿Yo qué sé? ¿Soy bruja o echo las cartas como la Sabia?
El mancebo le tomó la mano, y la paseó por su pecho, hasta colocarla allí, donde, sin estar
situado el corazón, se percibe mejor su diástole y sístole.
- Aquí, aquí, aquí - repitió con ardiente voz, oprimiendo como para deshacerla la mano morena y
fuerte de la muchacha, que se reía, tratando de soltarse.
- Majadero, brutiño, que me lastimas.
La soltó y ella siguió andando delante en silencio. De cuando en cuando se percibía entre las
hojas el corretear de una liebre, o resonaba el último gorjeo de un ave. A lo lejos arrullaban
roncamente las tórtolas, bien alimentadas aquellos días con los granos caídos en los surcos del
centeno. También se escuchaba, dominando la sinfonía con sordina del follaje, el gemido de los
carros que volvían cargados de haces de mies a las eras.
- Manola, no corras tanto... - exclamó Pedro con voz tan angustiada como si la chica se le
escapase -. ¡Ave María, mujer! Parece que te van persiguiendo los canes. ¿Tienes miedo?
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- No sé a qué he de tener miedo.
- Pues entonces, anda a modo, mujer... ¿Qué diversión se nos pierde en los Pazos? ¡Mira que es
bonita! Padrino estará fumando un cigarro en el balcón, o viendo cómo arreglan las medas;
mamá por allí, dando vueltas en la cocina; papá en la era, eso de fijo... las chiquillas ya
dormirán... ¡va buena que dormirán! Oye, chica, la mano.
Trabáronse como antes por los dedos meñiques y continuaron andando no muy despacio. El
bosque se hacía más intrincado y oscuro, y a veces un obstáculo, seto de maleza o valla de
renuevos de árboles, les obligaba a soltarse de los dedos, a levantar mucho el pie y tentar con la
mano. Tropezó Manola en el cepo de un castaño cortado, y sin poderlo evitar cayó de rodillas.
Pedro se lanzó a sostenerla, pero ella se levantaba ya soltando la carcajada.
-¡Vaya una montañesa, que tropieza en cualquier cosa como las señoritas del pueblo! Por el afán
de correr. Bien empleado.
- Pero si no se ve miaja. Rabio por salir pronto de aquí.
- Para irte a la cama, ¿eh? ¿Para dejarme solito?
- Podías dar un repaso a los libros, haragán.
- Mujer... ¡para cochinos tres meses que tiene uno de vacaciones! Yo antes pasaba contigo todo
el año... ¿no te acuerdas? Siempre, siempre andábamos juntos... ¡Qué vida tan buena! Y bien
aprendíamos reunidos, más de lo que aprendo ahora en clase... ¡Apenas tenemos leídos libros de
la estantería! ¿Te acuerdas cuando te enseñé las letras por uno que tiene estampas?
- Pero de la mitad nos quedábamos a oscuras. De muchos sólo mirábamos las estampitas,
aquellos monigotes tan descarados.
- Bueno, el caso es que estábamos más contentos, ¿eh? Yo al menos. ¿Y tú?
Calló la niña montañesa, tal vez porque un haz de arbustos nuevos y un alto zarzal le cerraban el
paso. Tuvieron que retroceder y buscar entre los castaños la senda perdida.
-¿No me contestas? ¿Vas enfadada conmigo?
- No hay humor de hablar mientras esté uno en estas negruras.
- Y después que salgamos al camino de la era, ¿me das palabra de que rodearemos por los
sembrados?
- Sí, hombre, sí.
-¿Manola?
-¿Quée?
Deslizábase a la sazón la pareja por un estrecho pasadizo de troncos de castaño, que apenas daba
espacio a una persona de frente. La oscuridad disminuía; acercábanse a la linde del bosque. La
niña alzó los ojos, vio la cara de su compañero y acompañó la interrogación de fingido mal
humor con una sonrisa, y entonces él se inclinó, le echó las manos a la cabeza, y con una mezcla
de expansión fraternal y vehemencia apasionada, apretole la frente entre las palmas,
acariciándole y revolviéndole el cabello con los dedos, al mismo tiempo que balbucía:
-¿Me quieres, eh?, ¿me quieres?
- Sí, sí - tartamudeaba ella casi sin aliento, deliciosamente turbada por la violencia de la presión.
-¿Como antes?, ¿como allá cuando éramos pequeñitos?, ¿eh? ¿Como si yo viviese aquí?
-¡Ay!, me ahogas... me arrancas pelo - murmuró Manola, exhalando estas quejas con el mismo
tono que diría: - Apriétame, ahógame más -. No obstante, Pedro la soltó, contentándose con
guiarla de la mano hasta que salieron completamente del bosque y en vez de árboles
distinguieron frente a sí el carrerito que llevaba en derechura a la era de los Pazos. Pero el
mancebo torció a la izquierda, y Manola le siguió. Iban orillando un sembrado de trigo, que en
aquel país abundan menos y se siegan más tarde que los de centeno. Si a la luz del sol un trigal
es cosa linda por su frescura de égloga, por los tonos pastoriles de sus espigas, amapolas, cardos
y acianos, de noche gana en aromas lo que pierde en colores, y parece perfumado colchón
tendido bajo un dosel de seda bordado de astros. Convida a tomar asiento el florido ribazo
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alfombrado de manzanillas, cuya vaga blancura se destaca sobre la franja de yerba; y allá detrás
se oye el susurro casi imperceptible de los tallos que van y vienen como las ondas de una laguna.
Dejose caer Manola en el ribazo, sentándose y recogiendo las faldas, y Pedro se echó enfrente de
ella, boca abajo, descansando el rostro en la mano derecha. Así permanecieron dos o tres
minutos, sin pronunciar palabra.
- Debe de ser muy tarde - articuló la muchacha agarrando algunos tallos de trigo y empuñándolos
para sacudir las espigas junto a la cara de Pedro.
- Silencio... ¿No te da gusto tomar el fresco, chuchiña? Esta tarde no se paraba con el calor. ¿O
tienes sed?
- No - contestó lacónicamente.
Transcurrió un momento, durante el cual Manola se entretuvo en arrancar una por una flores de
manzanilla, y juntarlas en el hueco de la mano. Al fin la impacientó el obediente mutismo de su
compañero.
-¿Qué haces, babeco?
- Te estoy mirando.
-¡Vaya una diversión!
- Ya se ve. Como a ti ahora te ha dado por no mirarme. Parece que te van a enfermar los ojos si
me miras. Te has vuelto conmigo más brava que un tojo.
Ella, entre arisca y risueña, siguió arrancando las manzanillas silvestres. Un céfiro de los más
blandos que jamás ha cantado poeta alguno, un soplo que parecía salir de labios de un niño
dormido, pasando luego por los cálices de todas las madreselvas y las ramas de todas las mentas
e hinojos, se divertía en halagarle la frente, inclinando después las delgadas aristas de la espiga
madura. A pesar de sus fingidas asperezas, Manola sentía un gozo inexplicable, una alegría
nerviosa que le hacía temblar las manos al recoger las manzanillas. Con todo el alborozo de una
chiquilla saboreaba la impresión nueva de tener allí, rendido, humilde y suplicante, al turbulento
compañero de infancia, el que siempre podía más que ella en juegos y retozos, al que en la
asociación íntima y diaria de sus vidas representaba la fuerza, el vigor, la agilidad, la destreza y
el mando. Al sentirse investida por primera vez de la regia prerrogativa femenina, al comprender
claramente cómo y hasta dónde le tenía sujeta la voluntad su Pedro, se deleitaba en aparentar
malhumor, en torcerle el gesto, en llevarle la contraria, en responderle secamente, en burlarse de
él con cualquier motivo, encubriendo así la mezcla de miedo y dicha, el ímpetu de su sangre
virginal, ardorosa y pura, que se agolpaba toda al corazón, y subía después zumbando a los oídos
produciéndole deleitoso mareo, al oír la voz de Pedro, y sobre todo al detallar su belleza física.
Justamente, mientras corría aquel tan halagüeño céfiro, Manuela se absorbía en la contemplación
de su amigo, pero de reojo. La luminosa transparencia de la noche permitía ver los graciosos
rizos del mancebo cayendo sobre su frente blanca y tersa como el mármol, y distinguir la lindeza
de sus facciones y de sus azules ojos, que entonces parecían muy oscuros.
-¿Cómo me querrá tanto, siendo yo fea? - decía para sus adentros Manola; y de repente,
cogiendo todas las manzanillas, se las arrojó al rostro.
- A casa, a casa enseguida, que son las tantas de la noche - murmuró arrodillándose, como si le
costase trabajo incorporarse de una vez. Ya estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran
chiquillos solía dejarla en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y reírse
descaradamente de sus apuros... Ahora no se atrevería a hacerla rabiar: él era el esclavo.
Volvieron a tomar el sendero. A poco se encontraron en la era, vasto redondel cercado por una
parte de estrecha muralla y de manzanos gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se
destacaba la cruz del hórreo, y más arriba subían las ramas inmóviles de una higuera. Alrededor,
las medas o altos montículos de mies remedaban las tiendas de un campamento o la ranchería de
una india. Ya no había allí nadie: por el suelo quedaban todavía esparcidos algunos haces de la
cosecha del día.
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Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al reconocerla, trocó los
ladridos de cólera en delirantes aullidos de alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por
último, zarandeando la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces, trotando
sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose a cada segundo, los precedió hasta los Pazos de
Ulloa.
-VSubía la diligencia de Santiago el repecho que hay antes de llegar a la villa de Cebre. Era la hora
de mayor calor, las tres de la tarde. La persona de más duras entrañas se compadecería de los
viajeros encerrados en aquel cajón, donde si toda incomodidad tiene su asiento, el que lo paga
suele contentarse con la mitad de uno.
Venía atestado el coche, que era de los más angostos, desvencijados, duros y fementidos. En el
interior, hombro contra hombro del vecino del lado, e incrustadas las piernas en las del frontero,
se acomodaban cinco estudiantes de carrera mayor en vacaciones, una moza chata, portadora de
un cesto de quesos, el notario de Cebre, y la mujer de un empleado de Orense, con el apéndice de
un niño de brazo. La atmósfera del interior era sol, sol disuelto en polvo, sol blanquecino, crudo,
implacable, centuplicado por la oscura refracción de los puercos vidrios, que ningún viajero
osaba bajar, por temor de ahogarse entre la polvareda. La respiración se dificultaba: gotas de
sudor rezumaban de los semblantes, y moscas y tábanos - cuyo fastidioso enjambre había elegido
allí domicilio - se agolpaban en los pescuezos y labios, chupándolas. No había modo de espantar
a tan impertinentes bichos, porque ni nadie podía revolverse, ni ellos, enconados por el ambiente
de fuego, soltaban la presa a dos tirones. Al desabrido cosquilleo del polvo en las fosas nasales
se unía el punzante mal olor de los quesos, y aun sobresalía el desapacible tufo del correaje y el
vaho nauseabundo tan peculiar a las diligencias como el olor del carbón de piedra a los vapores.
A despecho de todas estas molestias y otras muchas propias de semejante lugar, los estudiantes
no perdían ripio, y armaban tal algazara y chacota, secundándolos el notario, que sus dichos, más
picantes que el aguijón de los tábanos, habían parado como un tomate las orejas de la moza, la
cual apretaba su cesta de quesos lo mismo que si fuese el más perfumado ramillete del mundo.
La mujer del empleado, aunque nada iba con ella, creíase obligada por sus deberes de buena
esposa y madre de familia a suspirar a cada minuto levantando los ojos al cielo, mientras
abanicaba con un periódico al dormido vástago.
No disfrutaban mayor desahogo los de la berlina. De ordinario era esta el sitio de preferencia;
pero aquel día una especial circunstancia lo había convertido en el más incómodo. Al salir de
Santiago muy de madrugada, los dos pasajeros que ya ocupaban las esquinas de la berlina
entrevieron con terror, a la dudosa luz del amanecer, otro pasajero de dimensiones anormales,
que se aproximaba a la portezuela, sin duda con ánimo de subir y apoderarse del tercer asiento.
Al pronto no distinguieron sino un bulto oscuro, gigantesco, que exhalaba una especie de
gruñido, y se les ocurrió si sería algún animalazo extraño; pero oyeron al mayoral - viejo terne
conocido por el Navarro, aunque era, según frase del país, más gallego que las vacas- exclamar,
en el tono flamenco y desenfadado que la gente de tralla cree indispensable requisito de su
oficio, y con la mitad del labio, pues el otro medio sujetaba una venenosa tagarnina:
-¡Maldita sea mi suerte! ¿Cura a bordo? Vuelco tenemos.
Casi al mismo tiempo el pasajero de la esquina izquierda, vivaracho, pequeño y moreno, tocó en
el codo al de la derecha, que era alto, y le dijo a media voz:
- Es el Arcipreste de Loiro... Veremos cómo se amaña para pasar al medio... Nosotros no
soltamos nuestro rincón... ¡Se prepara buen sainete!...
Mirole el otro viajero y encogiose de hombros, sin responder palabra. Entre el mayoral y el zagal
procuraban izar la humanidad del Arcipreste hasta las alturas de la berlina: empresa harto difícil,
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pues requería que el enorme vejestorio pusiese un pie en el cubo de la rueda, luego otro en el aro,
y luego le empujasen y embutiesen dentro por la estrecha abertura de la portezuela. El viajero
pequeño reía a socapa, calculando el fracaso probable de la tentativa, por estar ocupado el
rincón. Grande fue su sorpresa al ver que el viajero alto llevaba la mano a su gorra de viaje,
indicando un saludo; y en seguida se corría hacia el asiento del centro, para dejar paso franco; y
después, viendo que ni aun así conseguían introducir al obeso y octogenario Arcipreste, alargaba
sus enguantadas manos y tiraba de él con fuerza hacia el interior, logrando por fin que atravesase
la portezuela y se desplomase en el asiento del rincón, haciendo retemblar con su peso la berlina
y llenándola toda con su desmesurada corpulencia, al paso que refunfuñaba un - Felices días nos
dé Dios.
De soslayo - porque después de entrar el Arcipreste nadie podía rebullirse y todos se encontraban
estrictamente encajados, prensados como sardina en banasta - el viajero chico insinuó a su
compañero:
-¡Pero hombre, que se ha fastidiado usted! Ahora tiene usted que aguantarse en el medio todo el
viaje. ¡Ha sido usted un tonto! El entremés era dejarle, a ver qué hacía.
Enarcó las cejas el viajero de los guantes, dudando si mandar a paseo a aquel cernícalo o darle
una lección. Al fin se volvió, como pudo, y dijo bajando la voz:
- Es un viejo y un sacerdote.
El viajero pequeño le miró con curiosidad, arrugando el gesto, y procurando discernir mejor, a la
pálida luz del amanecer, las trazas del enguantado caballero. Parecíale hombre ya maduro, bien
barbado, descolorido de rostro, alto de estatura, no muy entrado en carnes - sin ser lo que se
llama flaco - y vestido de un modo especialmente decoroso y correcto, por lo cual el observador
pensó:
- Este me huele a título o diputado de los conservadores. ¿Quién será, demonios, que no lo he
visto nunca? - Y después de reflexionar breves instantes - De fijo - decidió - es algún forastero
que va a la finca del marqués de las Cruces o la del de San Rafael... Claro. Allí todo el mundo se
come los santos y les hace el salamelé a los curas... Pues el marqués de las Cruces no es, que a
ese bien le conozco. El de San Rafael, menos... ¡ojalá! Nos haría reventar de risa con sus
dichos... señor más ocurrente y más natural... ¿Será alguno de los maridos de las sobrinas? ¡Ca!,
vendría la señora también con él. Pero, ¿quién rayos será?
Ya no tuvo punto de reposo el activo y bullidor cerebro del viajero chico, a quien no en vano
daban amigos y adversarios (de las dos cosas tenía cosecha, a fuer de temible cacique) el
sobrenombre significativo de Trampeta, queriendo expresar la fertilidad en expedientes y
enredos que le distinguía. Toda la potencia escrutadora del intelecto trampetil se aplicó a
despejar la incógnita del misterioso viajero que cedía el asiento del rincón a los curas. Con más
atención que ningún novelista de los que se precian de describir con pelos y señales; con más
escama que un agente de policía que sigue una pista, dedicose a estudiar e interpretar a su modo
los actos de su compañero de viaje, a fin de rastrear algo. Después de que arrancó la diligencia,
el viajero no había hecho sino bajar un cristal, el que le tocaba enfrente, con ánimo sin duda de
mirar el paisaje; pero al convencerse de que no se veían por allí sino los hierros del pescante y
los pies zapatudos del mayoral, volvió a subirlo, y se recostó en el respaldo, resignadamente, no
sin lanzar una ojeada, de tiempo en tiempo, hacia las ventanillas. Transcurrido un cuarto de hora,
cuando ya habían perdido de vista el pueblo, sacó una petaca fina, y abriéndola, la ofreció a
ambos compañeros sin hablar, pero con ademán cortés. Trampeta alargó sus dedos peludos y
cortos y cogió un cigarrillo diciendo: - Se estima -. El Arcipreste entreabrió un ojo (iba como
aletargado, resoplando y con la cabeza temblona) y dijo que no con las cejas; al mismo tiempo
deslizó la incierta mano, que de puro gruesa parecía hidrópica, bajo el balandrán, y exhibió una
tabaquera de forma prehistórica, un gran fusique de plata, que arrimó a la nariz, sorbiendo con
notoria complacencia el rapé.
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- No toma sino polvo... Está más viejo que la Bula... Yo no sé cómo no ha reventado ya exclamó Trampeta, sin cuidarse de bajar la voz; por lo cual el otro viajero le amonestó algo
severamente:
- Mire usted que este señor puede oír lo que usted dice de él.
-¡Ca! Más sordo que una tapia - gritó Trampeta, como para probar su aserto -. Aunque le dispare
un cañón junto a la oreja, ni esto. Siempre fue algo teniente; pero ahora, ¡María Santísima! La
sordera, como usted me enseña, es un mal que crece mucho con los años. Y vamos a ver: ¿dirá
usted al verlo tan acabado, que este bendito Arcipreste fue un remeje que te remejerás de
elecciones, que nos dejaba a todos tamañitos? Hoy no es ni su sombra... En sus tiempos era un
demonio con sotana: no había quien se la empatase en toda la provincia. Cuentan que una vez
dio un puntapié a la urna... Sin ir más lejos, allá cuando la Revolución, la gloriosa, ¿usté me
entiende?, que andaban los carlistas muy alterados, como usté me enseña, por poco entre ese
condenado y otros de su laya me hacen perder una elección reñidísima, y me sacan avante al
Marqués de Ulloa contra el candidato del gobierno.
Al nombre del Marqués de Ulloa, el viajero enguantado, que hasta entonces escuchaba como
quien oye llover, y sin ocuparse más que del cigarrillo suave que fumaba, prestó atención y aun
intentó volverse; pero esto no era factible, atendido que cada vez iban más apretados, porque el
Arcipreste, reclinando la cabeza en la esquina, y cubriéndose la cara con un pañuelo blanco,
adoptaba postura más cómoda, y ocupaba todavía más sitio.
-¿Dice usted que las elecciones en que figuró el Marqués de Ulloa?...
- Sí señor, sí señor... - repuso Trampeta, todo esponjado y contento de acertar con algo que
interesaba al viajero y le hacía dar señales de vida -. Por cierto que después...
- El Marqués de Ulloa - interrumpió el viajero- es don Pedro Moscoso, ¿verdad?
- El mismo que viste y calza. Por cierto que...
-¿El yerno del señor de la Lage?
No era sólo atención, era interés muy vivo lo que revelaba el semblante del enguantado, y no
pudiendo volver el cuerpo, torcía la barba sobre el hombro, clavando en Trampeta sus ojos
garzos y grandes, de párpado marchito y enrojecido, como suelen tenerlo las personas que leen
mucho o viven aprisa.
- Aajá - articuló Trampeta afirmando con cabeza y manos y con todo el rebullicio de cuerpo que
consentía la apretura -: ¡aajá! El mismito. ¿Al parecer usted lo conoce?
No contestó el de los guantes, pero dijo con las pupilas: - Siga usted -. Trampeta, aunque tan
observador y ladino, no era capaz de darse un punto a la lengua cuando esta le picaba.
-¡Aquellas fueron unas elecciones... de la mar salada! Quedó que contar de ellas en el país para
veinte años... Y como además de los líos que hubo en ellas, vino después la muerte del
mayordomo del marqués, que fue una cosa atroz...
A pesar de la sordera del Arcipreste, aquí bajó la voz Trampeta, y sus ojos vivos, ratoniles, se
posaron oblicuamente en el clérigo. Este roncaba ya, con ahogado resuello de apoplético. El
cacique se tranquilizó y prosiguió:
- Lo despabilaron en un monte por mandato de los mismos suyos; ni visto ni oído... ¡Un balazo
limpio, de esos que dejan sequito a un hombre!
- Ese mayordomo... - murmuró el de los guantes, fijando la vista en Trampeta, como si quisiera
preguntarle algo; pero se contuvo y no prosiguió. Afortunadamente para él, Trampeta no era
hombre de dejar cojo el cuento.
- Como usted me enseña, mi amigo, donde pasan ciertas cosas siempre hay misterios y
demoniuras... ¿Usted conoce al marqués? Bueno: pues entonces ya sabe usted que vivía... mal
arreglado, o enredado, o embrutecido, como se quiera decir, con la hija de ese mayordomo que
mataron... ¡y qué moza era, me valga Dios! Como unas flores. Pues cuando el marqués
determinó de casarse con la hija del señor de la Lage...
El enguantado hizo un movimiento.
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-¿También lo conoció, eh? - preguntó Trampeta.
Dijo el viajero que sí con la cabeza, y el bueno del Secretario prosiguió:
- Pues, ¿usted me entiende? La boda del señorito no le hizo maldita la gracia al truchimán del
mayordomo, que tenía más conchas que un galápago, y como no pudo vengarse de otro modo,
fue y, ¿qué hizo? Preparó las elecciones muy preparaditas, y cuando el marqués estaba cerca de
triunfar, no sé cómo judas lo amañó...
Aquí la mirada de Trampeta se hizo más oblicua y casi torva.
- En fin, que vendió completamente a su amo, lo mismo que vende uno los cerdos en el mercado,
con perdón: una jugarreta que le costó al señorito la diputación, ni más ni menos... Y como usted
me enseña... al vengativo de Barbacana, que es más malo que la quina...
Pausa breve.
-¿Usted no sabrá quién es Barbacana? ¡Dios nos libre! Entonces era el tirano del país; uno de
esos tiranones terribles, como usted me enseña... Ahora ya va de capa caída... los años le pesan...
le tenemos metido el resuello en el cuerpo... vaya si se lo tenemos... ¿Usted irá a Orense?, ¡pues
pregúntele usted al gobernador qué apunte es Barbacana...!
Al decir esto observaba Trampeta el rostro del enguantado, a ver si la referencia al gobernador le
producía efecto. Viendo que no, pensó para su sayo: - No debe de ser diputado, ni cosa así -. Y
añadió:
- En fin, que se cree... ¿Usted me entiende?, que fue Barbacana quien... (Ademán muy expresivo
de despabilar una luz con los dedos.)
-¿Dice usted que mataron a ese hombre, al mayordomo del marqués de Ulloa? - preguntó por fin
el viajero de los guantes -. ¿Y dónde, y quién y por qué?
-¿Quién? Un satélite de Barbacana, un facineroso malhechor relajado que se llama el Tuerto...
Así que Barbacana tiene una rachita, ya anda él muy campante por el país, metiendo miedos a
todo dios... ¡Uno de tantos escándalos! Pero ahora les hemos de atar corto de vez. ¿Dónde? En
un monte, propiedad del marqués... por el día y por el sol ¿Por qué? Pues como dije, en venganza
de que le hizo al marqués perder las elecciones.
- Y la hija de ese hombre... ¿qué ha sido de ella? - interrogó el viajero, acariciándose la barba con
la enguantada mano, para simular indiferencia que no sentía.
- Ese es otro cantar... ¿Usted ya sabrá que el marqués enviudó de allí a poco?
Una tristeza, una angustia profunda se grabó en el rostro del viajero. Si Trampeta le mirase,
ahora sí que vería la alteración de sus facciones. Pero Trampeta a la sazón encendía
dificultosamente el cigarro.
- Enviudó, porque la señorita se puso tisis... Parece que le dio muy mala vida por causa de la
raída de la moza, y que andaba San Benito de Palermo... Ella era poquita cosa; de poco estuche...
Pss...
Aumentó la turbación del viajero al decir esto Trampeta, y la revelaron visibles señales. Sus ojos,
que tenían más de pensativos que de brillantes, chispearon un momento; frunció el entrecejo, y
por su frente despejada corrieron una tras otra, como olas, tres o cuatro arrugas bastante
profundas. Respiró tan fuerte y hondo, que Trampeta, volviéndose, le miró con mayor curiosidad
aún.
- Parece que la historia le toca a este señor de cerca... Tate... Hay que ver lo que se habla... ¡Me
caso! No se me quita el vicio de ser parlanchín.
Había amanecido del todo, disipándose la niebla; el sol doraba ya con alegre reflejo las cimas de
los árboles, las aguas de los manantialillos que brincaban del monte a la carretera, los cristales de
las casitas que de trecho en trecho se asomaban curiosas con su cerca, sus dos manzanos, su
emparrado de vid, su meda de centeno junto al hórreo. A aquella hora, en que el calor no
hostigaba todavía a jacos ni a viajeros, y la tierra despertaba impregnada de rocío nocturno, y el
sol se bebía la ligera brétema, no molestaría ir en la berlina, a no ser por los ronquidos del
Arcipreste, más hondos y atronadores cada vez, por su estorboso volumen, por las blasfemias del
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mayoral, por el olor desagradable del forro del coche. La claridad diurna alumbraba las facciones
del viajero de los guantes, descubriendo en su barba corrida, bien recortada y no muy recia, unos
cuantos hilos de plata; en su dentadura una mella; en sus sienes lo ralo del pelo; en sus mejillas,
de piel fina y coloración mate, la azul señal de algunos granos de pólvora incrustados bajo el
cutis. A un lado y a otro de la nariz, los quevedos de acero que solía gastar le habían labrado una
especie de surco, rojo o amoratado. Su mirada, intensa, dulce, miope, tenía esa concentración
propia de las personas muy inteligentes, bien avenidas con los libros, inclinadas a la reflexión y
aun al ensueño.
El cacique, en guardia contra las preguntas que se le pudiesen dirigir, esperaba; pero pasó un
rato, y el viajero nada dijo; suspiró como quien desahoga el pecho, y limpió con el pañuelo los
quevedos, cerrándolos cuidadosamente para no romperlos. Trampeta le atisbaba receloso.
-¡Borrico de mí! - pensó -. Dice que conoce al marqués... Será su amigo, y no querrá más
chismes... Aunque don Pedro Moscoso, ¡qué ha de ser amigo de ninguna persona tan así... tan
decente!
Ocupábase el viajero, después de bajarse con dificultad, en sacar de un cestito de paja un frasco
blanco, forrado también de paja hasta el gollete, con reluciente tapadera de metal.
-¿Gusta usted un trago de vermut? - dijo al cacique.
- No señor... Se aprecia... Llevo anís estrellado y buen aguardiente, que es lo mejor para el flato
estando en ayunas... Pero ya maté el gusano antes de salir.
Bebió el enguantado por un vaso oblongo, recogió todo, y desabrochando mal como pudo las
correas de su manta de viaje, tomó de dentro un libro, amarillo, con las hojas sin cortar. Abrió
como unas veinte o treinta sirviéndose de un cortaplumas, mirando a Trampeta como en espera
de que terminaría la crónica chismográfica tan brillantemente comenzada. Vacilaba y deseaba
hablar. Se decidió por fin.
- La hija del mayordomo... - articuló.
¡Qué tentación tan fuerte para el cacique! Más fuerte que su virtud. Ya no pudo contenerse.
- Pues así que murió la señora, todo el mundo pensó que el marqués se casaba con ella... porque
la muchacha tenía un chiquillo, y al marqués le había dado por tomarle un cariño atroz, de
repente... así como a la hija verdadera, la que tuvo de su señora, no le hacía apenas caso... Y por
cuanto salimos con que la moza apareció muy prendada y en tratos con un tal Ángel, el gaitero
de Naya, un buen mozo también, y jurando y perjurando que el chiquillo era hijo del gaitero
dichoso... No hubo fuerzas humanas que la disuadiesen: que me caso, que me caso, y va y se
casa con su querido, y el marqués, por no apartarse del chiquillo, los deja seguir de criados en
casa, al frente de la labranza... y le da carrera al muchacho, y me lo trae hecho un señorito. Y
unos dicen que si esto, que si aquello, que si lo otro, que si lo de más allá. Las lenguas, como
usted me enseña, no hay quien las ate, ¿eh?, y usted, un suponer, no va a ponerle un tapón en la
boca a todos.
Al llegar aquí Trampeta, el viajero frunció las cejas otra vez. Después de dudar un instante, dijo
reposada y cortésmente:
- Con permiso de usted.
Y tomando a sus pies, de entre el lío de la manta, un libro, se puso a leer sosegadamente,
aprovechando el paso de procesión con que la diligencia subía, ¡a la cumbre, a la cumbre!
Túvose Trampeta por chasqueado. Los indicios de curiosidad e interés del viajero prometían
plática larga y tendida, de esas que de repente, en un coche de línea, convierten en amigos
íntimos a los dos indiferentes que un cuarto de hora antes dormitaban hombro contra hombro. Y
héteme aquí que ahora el compañero se ponía a leer sin hacerle más caso. Echó una mirada sesga
al libro, por si algo rastreaba: nuevo desengaño. El libro estaba en un idioma que Trampeta no
conocía ni aun para servirlo.
¿Hay hablador curioso que se resigne a no chistar, dejando en paz a los que huyen de él
refugiándose en un libro? Mil pretextos encontró Trampeta para distraer a su vecino y llamarle la
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atención. Ya le enseñaba un punto de vista, ya le nombraba un sitio, ya le bosquejaba en pocas
palabras y muchos guiños de inteligencia la historia del dueño de alguna quinta. Fuese por
cortesía o porque le agradase, el enguantado atendía gustoso. Cerraba el libro metiendo el dedo
índice por entre dos páginas para no perder la señal, y escuchaba, inclinando la cabeza, las
indicaciones topográficas y chismográficas del cacique.
Habrían andado cosa de tres horas, y ya el sol, el polvo y los tábanos comenzaban a crucificar a
los viajeros, cuando Trampeta tiró repentinamente de la manga al enguantado.
- A bajarse tocan - le advirtió muy solícito como quien presta un servicio notable.
-¿Decía usted? - exclamó el viajero sorprendido.
-¿No va a la finca del marqués de las Cruces? Pues aquel es el soto. ¡Mayoral! ¡Para, mayoraal!
- No señor. Si no voy allí.
-¡Ah! Pensé. Ha de dispensar.
La misma escena se repitió poco más adelante, en el empalme del camino que conduce a la
soberbia quinta del marqués de San Rafael. Trampeta bien quisiera preguntar al enguantado -«¿A
dónde judas va entonces?»- pero con toda su petulante grosería de cacique mimado por
personajes muy conspicuos, dueño y señor feudal de un mediano trozo de territorio gallego, y
por contera y remate, mal criado y zafio desde sus años juveniles, supo, a fuer de listo, notar en
el semblante, modales y trazas del viajero misterioso cierto no sé qué sumamente difícil de
describir, combinación de firmeza, de resolución y de superioridad, que sin violencia rechazaba
la excesiva curiosidad dejándola burlada.
- VI Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver - desde una pradería
fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, a la
sombra de un grupo de álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio
del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas que se cruzan entre
jilgueros, pardales y mirlos - cómo vence la cuesta de la carretera próxima, a paso de tortuga, el
armatoste de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces,
sazonados por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella fastidiosa angostura y esta dulce
libertad, aquellos malos olores y estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta
atmósfera clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y esta soledad
amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas y cristales y estos gorjeos de aves y
manso ruido de viento, y por último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno
de una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad.
No todos razonan y analizan esta impresión con lucidez; pero apenas hay quien no la sienta y
saboree. Bien la definía y paladeaba el médico de Cebre, Máximo Juncal, entretenido en echar
un cigarro, tumbado boca arriba en un pradillo de los más amenos que puede soñar la
imaginación. El médico vestía tuina de dril y calzaba zapatos de becerro; ni cuello ni corbata
tenía; su camisa de dormir, desabotonada, no tapaba unas clavículas duras y salientes como
pechuga de gallo viejo ya desplumado; en sus manos afianzaba el último número de El Motín,
donde acababa de leer las picardigüelas de un curiana allá en Navalcarnero, enviadas al periódico
por un corresponsal rígidamente virtuoso, que escribía «lleno de indignación».
Desde que por la carretera, bastante más elevada que el prado, vio Juncal asomar la nube de
polvo que anuncia la proximidad de un coche de línea, interrumpió la para él sabrosísima lectura
de los sueltos clerófobos, y alzando la cabeza, entre chupada y chupada, púsose a considerar
atentamente las trazas del gran mamotreto. Oyó el repiqueteo de los cascabeles y campanillas,
tan regocijado cuando el tiro trota, como melancólico cuando va a paso de caracol. Vio luego
aparecer el macho delantero, y a sus lomos el flaco zagal, vestido de lienzo azul, con gorra de
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pelo encasquetada hasta la nuca, aletargado completamente bajo la influencia de un sol de brasa.
Manteníase sin caer del caballo merced a un milagro de equilibrio y a la costumbre de andar así,
pero lo cierto es que dormía. Dormía también el mayoral; sólo que ese ya roncaba cínicamente,
espatarrado en el pescante, con la bota casi desangrada bajo el sobaco, el mango de la tralla
escurriéndosele de la mano, los carrillos echando lumbre y colgándole de los labios un hilo de
baba vinosa. Y dormitarían los caballos del tiro, si se lo permitiesen los encarnizados y fieros
tábanos y las pelmas de las moscas, infatigables en lancetarles la piel. Los infelices jacos se
estremecían, coceaban, sacudían las orejas con frenesí, se mosqueaban con el rabo, y solían
arrancar al trote, creyendo huir de la tortura.
- Bueno va - pensó en alto el médico, riéndose sin pizca de compasión -. El tiro campa por su
respeto. ¡Y apenas va cargado el coche! No entiendo cómo no vuelca todos los días.
En efecto, desde lejos era el aspecto de la diligencia sumamente alarmante. La base de la caja
parecía angostísima en relación con la cúspide, que la formaba una inmensa vaca o imperial
agobiada con cuádruple peso del que razonablemente admitía. Por todas partes emergían de la
polvorienta cubierta enormes baúles, cajones descomunales, fardos de colchones, grupos de
sillas, pues la mujer del empleado trasladaba su ajuar enterito. Del cupé, que también iba
atestado de gente, sobresalían cestos con gabinas, y más líos, y más rebujos, y más maletas, y
otra tanda de cajones. No se comprendía, al ver la penosa oscilación de la desproporcionada
cabeza del carruaje sobre las endebles ruedas, que ya no se hubiese roto un eje, o que la mole no
se rindiese a su propia pesadumbre. Algo que entrevió Juncal al través de los cristales de la
berlina, completó su malicioso regocijo.
- Y para más, ¡dentro va el Arcipreste de Loiro! Diez o doce arrobas de suplemento. Lo que es
hoy...
Al pensar esto el médico, llegaba el tiro a la revuelta de un puentecillo tendido sobre un
riachuelo de mezquino caudal - el mismo que corriendo entre mimbrales y alisos regaba la
pradería -. Era la revuelta asaz rápida; el tiro, entregado a su propio impulso, la tomó muy en
corto. Juncal se incorporó, soltando un terno. No tuvo tiempo a más, porque en un santiamén, sin
saberse cómo, toda la balumba de coche y caballos se revolvió, se enredó, se hizo un ovillo, y al
sentir el peso del carruaje, que se inclinaba con crujido espantoso, encrespáronse los caballos,
relinchando de ira y susto, irguiose la lanza por cima del pretil del puente, y el macho delantero,
con el zagal encima, y tras él un caballo de cortas, salieron despedidos con ímpetu, haciendo
¡plaf! en mitad del riachuelo, lo mismo que ranas. Avínole bien a la diligencia, que la misma
fuerza del empuje rompió cuerdas y tirantes, impidiéndole precipitarse con el resto del tiro desde
una altura no extraordinaria, pero suficiente para hacerla añicos. Su peso descomunal la sujetó,
volcada al borde del puente y recostada en él.
Dicen personas expertas en esta clase de lances, que ni los testigos oculares, ni las víctimas, son
capaces de referir puntualmente las peripecias que se suceden en un abrir y cerrar de ojos, ni
menos recordar de qué manera, guiado por el instinto de conservación, se pone en salvo cada
quisque.
Yacía tumbado el coche; el mayoral había despertado rodando del pescante al suelo y abriéndose
la cabeza, y sin duda por la descalabradura se le refrescó y disipó la mona, pues ágil ya y
despabilado, se emperraba en aquietar y desenredar el tiro, metiéndose entre las bestias con
intrepidez salvaje, lidiando cuerpo a cuerpo, a coces y puñadas, con mulas y machos, sin
diferenciarse de ellos más que en las espantosas blasfemias que escupía. En ventanillas y
portezuelas fueron asomando cabezas, brazos, hombros, hasta pies, pugnando por romper su
cautiverio. Surgieron dos estudiantes, tiraron por la moza, y la sacaron arrastro; y como se
empeñase en recoger sus quesos, vociferaron y la desviaron a empellones. La empleada salió
pálida como la cera, apretando silenciosamente al niño que lloraba sin consuelo; luego el notario,
echando venablos; y por la portezuela de la berlina, poco menos amarillo que la empleada, saltó
Trampeta con una mano sangrando de la cortadura de un cristal. Los del cupé, gente aldeana,
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descendían aturdidos de sorpresa. En el mismo instante llegaba Juncal, a todo correr, al pie de la
diligencia volcada.
-¿Qué es eso, hombre?, ¿qué es eso? - preguntó Trampeta.
- Ya lo ve, Máximo... Hoy nacimos todos... - respondió el cacique sin poder hablar del susto -.
Míreme aquí, hom, si tengo cortada la vena...
- Qué vena ni qué caracoles... Acudir a los que quedan dentro, hombre... ¿ Queda alguien? A
ver...
Con ayuda de los estudiantes, tenía ya el mayoral casi apaciguado el tiro, y sólo le faltaba reducir
a una mula que, habiéndose cogido la cabeza entre dos correas, a fuerza de patear se empeñaba
en ahorcarse. El médico miró hacia el fondo de la berlina. Salía de allí un ahogado y entrecortado
ronquido, tan hondo como el registro más grave de un órgano; y el médico vio a un viajero de
buenas trazas metido en la ardua faena de mover la masa gigante del señor Arcipreste, y
empujarla hacia la portezuela. Momentos antes Máximo Juncal se sentía animado de los más
siniestros propósitos contra la Iglesia en general y el clero diocesano en particular; pero la vista
del lastimoso cuadro le ablandó las entrañas, que más que dañadas tenía curtidas por la hiel de un
temperamento bilioso, y sin hacer caso de la herida de Trampeta, que este liaba con el pañuelo,
acudió en auxilio del viajero enguantado, a quien veía de espaldas, llamando al notario para
refuerzo.
- Empújelo usted hacia acá... Yo tiraré por la pierna... ¡Eh!, señor escriba, aguante usted aquí...
coja este pie... así... quietos... ya pasó un muslo... ¡Arráncate nabo! ¡Ey... que me hundo, que me
hundo! ¡Apuntáleme, escriba de los demonios!
Salió en vilo, sostenida por los puños de Juncal y los fuertes brazos del notario, la mole del
desventurado Arcipreste, que dormido durante la catástrofe, no comprendía lo que pasaba, y se
veía con sus compañeros de viaje encima, y una astilla de la destrozada caja hincándosele en un
costado. Tal fue su estupor, que se le cortó el habla, y sólo exhalaba sordos ronquidos de agonía.
Apareció hecho una lástima, con el rostro amoratado y congestionado, en desorden los
venerables cabellos blancos, la cabeza y manos no ya temblonas, sino perláticas, y el balandrán
roto. Juncal torció el gesto, y falló para sí:
- A sus años, esto echa a un hombre a la sepultura.
El caritativo viajero salió a su vez; tiempo era ya. De la brega tenía destrozados los guantes y
descompuesto el traje; con los esfuerzos, se le había coloreado la tez y animado el rostro,
quitándole, como suele decirse, diez años de encima, o mejor dicho revelando su verdadera edad,
más alrededor de los treinta y pico que de los cuarenta. Aproximósele Juncal muy solícito, y al
fijar los ojos en él, se echó atrás admirado.
- Usted dispense... - pronunció -. ¡Soy capaz de aventurar algo bueno a que es usted de la familia
de la difunta señora de Ulloa, doña Marcelina Pardo!
El viajero se sorprendió también.
- Su hermano para servir a usted - contestó -. ¿Tanto me parezco?
- Facción por facción, no señor: pero el aire, es una cosa, como dicen aquí, escupida... Conque es
usted...
- Gabriel Pardo de la Lage, para lo que usted guste mandar. No cree usted que ahora
convendría...
- Lo que conviene es que todos los pasajeros se vengan a Cebre, y allí se curarán los heridos, y
los asustados tomarán un trago y un bocado para tranquilizarse... Al mayoral y al zagal les
mandaremos gente que ayude a enderezar el coche, y a llevar los caballos a la cuadra, que falta
les hace también. A bien que en Cebre ya de todas las maneras tenían que mudar tiro... Hay
herrero que empalme la lanza rota, y carpintero que eche un remiendo a la caja... El coche no ha
sufrido grandes desperfectos... Fue más el ruido que las nueces... El que tenga que curar algo, a
mi casa enseguidita... ¿Usted ha salido ileso, señor de Pardo?
- Noto un dolor en este codo... Alguna rozadura.
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- Veremos... Usted no se va a la posada, que se viene a mi choza... Espero en Dios que podrá
usted seguir el viaje.
- Mi propósito era bajarme en Cebre. Y en efecto me he bajado, sólo más aprisa de lo que pensé.
Sonriose al decir esto, y Juncal le encontró «templado» y simpático. La caravana se puso en
marcha: los estudiantes, de los cuales sólo uno tenía un chichón en la frente, iban locuaces y
jaraneros, metiendo a barato el percance; la moza, antecogiendo su cestilla de quesos, que al fin
había logrado rescatar; la mujer del empleado cargada con su rorro, que se abría a puros llantos,
sin que la madre le diese más consuelo que decirle - calla que se lo hemos de contar a papá... a
papaíto -, Trampeta con la mano liada, seguro ya de no desangrarse y nuevamente cebada la
curiosidad al saber que el enguantado viajero era el propio cuñado del marqués de Ulloa; el
notario de Cebre, tan arrimadito a la moza chata, como la moza a sus quesos; y el Arcipreste,
cogido del brazo de Juncal, flaqueándole las piernas, temblándole el cuerpo todo, gimiendo y
resoplando.
- VII Los que no tenían casa ni amigos en Cebre, hubieron de dar con sus molidos cuerpos en el mesón
que allí toma nombre de fonda; el Arcipreste fue a pedir hospitalidad a su correligionario el
cacique Barbacana; y al viajero de los guantes, o sea don Gabriel Pardo, se lo llevó consigo el
médico, sin permitir que se cobijase bajo otro techo sino el suyo, porque desde el primer instante
le había entrado el cuñado del marqués, - y cuenta que no simpatizaba fácilmente con las
personas el bueno de Juncal.
Agasajó a su huésped lo mejor que pudo y supo, diciéndole a cada rato que su señora estaba
ausente, pero volvería dentro de un ratito, y entonces se sentarían a hacer penitencia. A pesar de
las ideas avanzadísimas de Juncal, que con la revolución se habían acentuado aún más en sentido
anticlerical y biliosamente demagógico, guardose bien de informar a don Gabriel de que la
susodicha señora (nombre con que se llenaba la boca), había sido una panadera de las famosas
del pueblo de Cebre: cierto que la de más almidonadas enaguas, limpias medias, rollizos
mofletes y alegres y churrusqueiros ojos que tenía el país. Por sus muchos pecados, tropezó
Juncal en aquel dulce escollo desde su llegada a Cebre, y al fin, después de unos cuantos años de
enharinamiento ilícito, un día se fue, como el resto de los mortales, a pedir al párroco la sanción
de lo comenzado sin su venia. Y justo es añadir que a su mujer, tan jovial y sencilla ahora como
antes, se le daba un ardite de la posición social, y solía decir a menudo: - Cuando yo llevaba el
pan a casa de don Fulano, o de don Zutano...-. Hasta por un resto de afición a las cosas del
oficio, había persuadido a su esposo a que adquiriese y explotase un molino, poco distante del
prado en que el médico presenció el vuelco de la diligencia. Mientras el marido leía o
descansaba, la buena de Catuxa, que así llamaba todo Cebre a la señora de don Máximo, era
dichosa ayudando al molinero a cobrar las maquilas, midiendo el grano, regateando la molienda
a sus antiguas colegas, charlando con ellas a pretexto del negocio, y viviendo perpetuamente en
la atmósfera de fino polvillo vegetal a que sus poros estaban hechos.
Envuelta venía aún en flor de harina cuando entró en la salita donde la esperaban Máximo y
Gabriel; traía los brazos remangados y el pelo gris como si se lo hubiesen recorrido con la borla
impregnada de polvos de arroz, lo cual hacía más brillantes sus ojos, más límpido el sano carmín
de sus trigueñas mejillas. Saludó sin cortedad, con expansiva lisura, y don Gabriel por su parte
empezó a tratarla con tan reverente cortesía como a la más encopetada ricahembra; pero en breve
comprendió que la complacería mudando de tono, y hablole con llaneza festiva, sin renunciar por
eso a mostrarse deferente y cortés. Ambos matices los notó Juncal, que no tenía pelo de tonto, y
creció su inclinación hacia el viajero, que le parecía ahora tan discreto como caritativo antes.
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Comieron en una ancha sala con pocos muebles: Catuxa cerró casi del todo las maderas de las
ventanas, por las cuales se colaba una delgada cinta de luz, y ofreció a cada convidado una rama
de nogal con mucho follaje, para que mientras comían no se descuidasen en espantar las moscas.
No hizo ascos a la comida don Gabriel, y alabó como se merecían algunos platos muy gustosos,
los pollitos tiernos aderezados con guisantes, las sutiles mantequillas trabajadas en figura de
espantable culebrón, con ojos de azabache y una flor de borraja hincada de trecho en trecho en el
escamoso lomo. Tales primores gastronómicos revelaron a don Gabriel que la señora de Juncal
trataba bien a su marido y le hacía grata la vida: así era en efecto, moral y físicamente, y por
humillante que parezca esta confusión de fuerzas tan distintas, el genio apacible y las
mantequillas suaves de Catuxa influían a partes iguales en sosegar las bilis del médico.
Mientras duró el festín, Juncal y su huésped hablaron mucho del lance del vuelco, del escándalo
de que menudeasen tanto, de que en no multando a las empresas, estas hacían su gusto, riéndose
de quejas de viajeros y piernas rotas. Informose don Gabriel de los antecedentes de su curioso
compañero de viaje, y al referirle Juncal algunas de sus caciquescas hazañas, se rió recordando la
indignación con que Trampeta condenaba en Barbacana otras muy parecidas. A los postres, notó
el médico que su huésped parecía molestado, aunque haciendo esfuerzos para disimularlo.
-¿Usted no se encuentra bien?
- No es nada... Parece como si este brazo se me hubiese resentido un poco; me cuesta trabajo
moverlo. No se apure usted ahora... Cuando nos levantemos de la mesa tendrá la bondad de
reconocérmelo, a ver qué ha sido.
Quería Juncal verificarlo al punto, mas el huésped afirmó que no valía la pena de darse prisa, y el
médico en persona preparó el café con una maquinilla de espíritu de vino, mientras Catuxa subía
de la bodega una botella de ron muy añejo, guarnecida de telarañas. Tal regalo fue, como suele
decirse, pedir el goloso para el deseoso; porque si bien don Gabriel no se negó a gustar el rancio
néctar, el caso es que Juncal le hizo la razón con tanta eficacia, que se bebió de él casi la mitad.
Siempre había sido Juncal, aun en tiempos en que no se le caía de la boca la higiene, grande
amigo del licor de la Jamaica; pero desde que se unió en santo vínculo a Catuxa, la ignorante
panadera le obligó a practicar lo que predicaba, cerrando bajo siete llaves el ron y dándoselo por
alquitara, o en ocasiones muy singulares, como la presente.
Alzados los manteles, retiráronse Juncal y don Gabriel al despacho del primero, donde había
estantes de libros profesionales, una cabeza desollada y asquerosísima, con un ojo cerrado y otro
abierto, que representaba el sistema venoso, estuches y carteras de lancetas y bisturíes, y no
pocos números del Motín y Las Dominicales rodando por sillas, pupitre y suelo. Despojose don
Gabriel de su americana de paño gris a cuadros; desabrochó el gemelo de su camisa y la levantó
para mostrar el brazo lastimado. Lo palpó Juncal, se lo hizo mover, y observó
concienzudamente, por las manifestaciones del dolor, de qué índole y en qué punto residía la
lesión. Dos o tres veces notó en el semblante del viajero indicios de que reprimía un ¡Ay! Con
seriedad e interés le dijo:
- No repare usted en quejarse... Estamos a saber qué le duele, y cuánto y cómo.
- Si he de ser franco - respondió sonriendo don Gabriel - me escuece unas miajas. Se conoce que
al tratar de mover a aquel buen señor de Arcipreste, todo el peso de su cuerpo y del mío juntos
cargó sobre este brazo, que hacía fuerza en la delantera de la berlina... Será una dislocación del
hueso.
- No señor; creo que no tiene usted nada más que un tendón relajado, aunque el pronóstico de
esta clase de lesiones es muy aventurado siempre, y se lleva uno cada chasco, que da la hora. Si
usted fuese un labriego...
-¿Qué sucedería?
- Se lo voy a decir a usted con toda franqueza, por lo mismo que estoy hablando con una persona
que me parece altamente ilustrada...
- Por Dios...
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- No, no, mire usted que tengo buena nariz, y ciertas cosas se conocen en el olor. Pues lo que
haría si usted fuese uno de esos que andan arando, sería llamar a un atador o algebrista, de los
infinitos que hay por aquí...
-¿Curanderos?
- Componedores; son al curandero lo que al médico el cirujano operador. Justamente aquí cerca
tenemos uno, el más famoso diez leguas en contorno, que hace milagros. Cuando yo llegué de la
Universidad, llegué lleno de fantasía, y me enfadaba si me decían que los algebristas pueden
reducir una fractura sin dejar cojo o manco al paciente; después me fui convenciendo de que la
naturaleza, así como es madre, es maestra del hombre, y que el instinto y la práctica obran
maravillas... Con cuatro emplastos y cocimientos, y sobre todo con la destreza manual, que esa
raya en admirable...
Decía todo esto Juncal mientras aplicaba compresas empapadas en árnica y vendaba el brazo de
don Gabriel.
- Creo - respondió el paciente - que usted habla así por lo mismo que domina su arte y no teme
competencias. No todos los médicos pensarán como usted en ese punto...
- Pensar, tal vez, pero no quieren confesarlo; hasta los hay que persiguen de muerte a los
algebristas. Los más encarnizados aún no son los médicos, sino los veterinarios, - porque los
atadores curan indistintamente a hombres y animales, no reconociendo esta división artificial
creada por nuestro orgullo. ¿Eh?
El médico miró a don Gabriel como reclamando su aquiescencia a este rasgo de osadía científica.
Don Gabriel sonrió. Se había terminado la cura, y bajaba la manga para vestirse otra vez.
- Y decir - murmuraba el médico ayudándole a pasar un brazo por una manga - que se ha llevado
usted ese barquinazo por meterse a redentor de un hipopótamo de cura..., ¡de un parroquidermo!
Suerte tuvo en dar con usted. Yo lo dejo allí en escabeche para toda su vida.
Esto lo insinuaba Juncal con la secreta esperanza de provocar al viajero a espontanearse en
política, para saber cómo pensaba y tener el gusto de discutir; pero se llevó chasco, pues don
Gabriel no se dio por aludido, contentándose con hacer un leve ademán, que podía significar: Usted y cualquiera persona regular obraría como yo.
- Ahora - ordenó Máximo - procure usted no hacer con ese brazo movimiento alguno, pues estas
lesiones las cura la paciencia. Quietud y más quietud.
-¡Qué diablura! - exclamó don Gabriel incorporándose -. El caso es que para montar a caballo,
tendré sin remedio que usar de él... Porque es el izquierdo.
-¡Bah! Las caballerías de aquí, lo mismo se rigen con la derecha que con la zurda. Mejor dicho,
con ninguna de las dos. Ellas hacen lo que les da la real gana, y salen disparadas así que ven una
hembra, y muerden, y bailan el walse, y otros excesos... ¿A dónde quería usted ir? Si no es
indiscreción.
- De ninguna manera. Tengo que ir a la rectoral de Ulloa, y después a los Pazos, a casa de... mi
cuñado.
En el rostro del médico se pintó un segundo la irresolución, el temor de sobrar o faltar que tanto
acucia a los que llevan mucho tiempo de vida campestre, sin trato que pueda llamarse social. Al
fin se determinó, y dijo con cordialidad suma:
- Don Gabriel, no me creerá tal vez, pero desde que le vi me ha inspirado simpatía... vamos, yo
soy así; soy muy raro; hay gentes que no me llenan nunca, y usted me llenó incontinenti... Estoy
con usted ya como si le hubiese tratado toda la vida... No le pondero... Soy franco, y lo que
ofrezco lo ofrezco de corazón... Hoy es muy tarde ya para ir a donde usted quiera; ni tampoco
conviene que mueva el brazo, al menos en las primeras veinticuatro horas. Ya que está en mi
pobre choza, tenga la dignación de quedarse en ella. Sábanas lavadas y cena limpia no le han de
faltar. Mañana por la fresca, después que descanse, le doy mi yegüecita, que la gobernará con la
punta de un dedo, cojo otra hacanea, y le acompaño hasta la rectoral de Ulloa... ¡o hasta el cabo
del mundo, si se precisa!
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No era don Gabriel hombre capaz de contestar con mil y tantos cumplimientos a una
improvisación semejante. Tomó la diestra del médico, la apretó, y dijo con sencillez afectuosa:
- Aquí me quedo, amigo Juncal... Y crea usted que doy por bien empleado el percance.
Sintió Juncal que se ponía colorado de placer... Para disimular la emoción, echó a correr hacia la
puerta, gritando:
-¡Catalina!... ¡Catalina!... ¡Esposa!... ¡Catalina!
Presentose la lozana panadera, de mandil blanco lo mismo que en sus buenos tiempos, con el
pelo alborotado y una sonrisa complaciente en su bermeja y apetecible boca.
- Prepararás la cama en el cuarto del armario grande... Don Gabriel nos hace el favor de se
quedar esta noche.
La sonrisa del ama de casa fue al oírlo más alegre todavía; sus ojos chispearon, y pronunció con
el acento gutural y cantarín de las muchachas de Cebre:
- De hoy en un año vuelva a quedarse, señor, y que sea con salú.
- Tray un pañuelo de seda, mujer... - murmuró su esposo -. Hay que hacerle un sostén para el
brazo malo.
Con prontitud y no sin gracia se quitó Catuxa el que llevaba a la garganta, que era carmesí con
lista negra, y ella misma lo ató al cuello del forastero, diciendo mimosamente, con suavidad del
todo galiciana:
-¿Queda así a gustiño, señor?
Don Gabriel agradeció sonriendo. El diminutivo, el calor de la seda que había estado en contacto
con la piel de la arrogante moza, le produjeron el efecto de una caricia del país natal, a donde
volvía por vez primera después de una ausencia muy prolongada.
- VIII El cuarto que dio Juncal a su huésped era en la planta baja, cerca del comedor, y tenía puertecilla
de salida a una especie de patio o corral, donde por el día escarbaba media docena de gallinas a
la sombra de un emparrado. Don Gabriel, al retirarse después de una cena no menos regalada que
la comida, sintió deseo de respirar el aire fresco de la noche; apagó la vela, y alzando el pestillo
se encontró en el corral. Sentose en el banco de piedra entoldado por la parra, y encendiendo un
papelito y recostándose en la pared, tibia aún del sol de todo el día, empezó a mirar a la
oscuridad. La cual era completa, intensísima, sin que la disipase estrella alguna; una de esas
noches como boca de lobo, en que le parece a uno más infinito el espacio, más alto e inaccesible
el cielo, y la tierra menos real, pues al perder sus apariencias sensibles, sus variadísimas formas y
colores, diríase que se funde y desvanece, sin que en ella quede existente más que nuestra
imaginación soñadora.
En aquellas remotas y negras profundidades nada vio al pronto don Gabriel, pero al poco rato,
fuese merced a los generosos espíritus del añejo ron de Juncal, o a que era para don Gabriel uno
de esos momentos en que hace crisis la vida del hombre, y este se da cuenta exacta de que entra
en un camino nuevo y el porvenir va a ser muy diferente del pasado, comenzó a alzarse del
oscuro telón de fondo una especie de niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero,
rojiza después, y en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas de su
existencia.
Primero se vio niño, en un gran caserón de un pueblo triste, pero no en brazos de su madre, pues
no recordaba haberla conocido jamás, sino en los de otra niña casi tan chica como él. Aquella
niña era pálida; tenía los ojos grandes y negros, y algo bizcos; solía estar malucha; pero, sana o
enferma, no se apartaba una línea de él. Acordábase de que le llamaba mamita, y la hacía rabiar y
desquerer con sus travesuras. Un recuerdo sobre todo estaba fijo en su mente. Además de la niña
pálida, vivían en el caserón otras niñas sonrosadas, enredadoras y alegres, que le trataban con
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menos blandura, y aun le cascaban las liendres con el menor pretexto. Un día - podría tener
entonces Gabriel cinco años -, se le había ocurrido entrar en el cuarto de la mayor de sus
hermanas, Rita, la cual poseía un canario domesticado que cantaba a maravilla y a quien
llamaban el músico. Gabriel se moría por el canario, y soñaba siempre con imitar a Rita: sacarlo
de la jaula, montarlo en el dedo, darle azúcar, y que se pusiese a redoblar y trinar allí. ¡Era tan
gracioso cuando meneaba la cabecita a derecha e izquierda, cuando se sacudía erizando las
plumas de oro! Para lograr su deseo, aprovechaba la ocasión de un domingo por la mañana: todo
el mundo estaba en misa: momento decisivo y supremo. Escurríase al cuarto de su hermana, y
divisaba la jaulita de alambre azul balanceándose ante la vidriera, con su hoja de lechuga entre
los hierros, y el pájaro que saltaba de la varilla central, descendía al comedero a triturar un grano
de alpiste, y vuelta a la varilla. Contempló ansiosamente el lindo avechucho. ¿Cómo llegarle?
Ocurriósele una idea luminosa. Poner una silla sobre la cómoda de su hermana. Mi dicho, mi
hecho. Colocarla más o menos trabajosamente, trepar, encaramarse, echar mano al garfio que
sujetaba la jaula, todo se hizo en un verbo. Sólo que la silla, mal afianzada, no conservó el
equilibrio al inclinarse Gabriel, y ¡oh dolor!, cuando ya tenía en sus manos el deseado músico,
¡pataplín!, se fue de cabeza al suelo, jaula en mano, desde una regular altura. Recibió el golpe en
la frente, y quedose breves momentos aturdido. Al recobrar los espíritus se encontró con que
tenía asida la jaula por la argolla... La jaula sí: ¿pero el músico? Gabriel miró hacia todas partes,
y al pronto nada vio, o por mejor decir, vio algo que le paralizó de terror: en una esquina, el
gatazo de la casa, tendido en postura de esfinge que acecha, contemplaba inmóvil un punto de la
estancia... Gabriel siguió la dirección de aquellas pupilas de esmeralda, y divisó al músico, todo
anhelante aún del golpe y del susto, hecho un ovillo entre los pliegues del cortinaje que cubría la
vidriera... El niño perdió completamente la sangre fría, y loco de miedo, púsose a hacer lo más
conveniente para el gato: sacudir la cortina y espantar al pajarillo. El aturdido músico revoloteó
un momento, dio contra los cristales de la ventana, y dolorido y exánime, vino a caer sobre la
almohada de la cama de Rita... ¡Horror!... el gato en acecho pega un brinco de tigre... ¡Adiós,
música!
Gabriel, como Caín después de matar a su hermano, había corrido a esconderse al cuarto más
oscuro de la casa, en que se guardaban baúles y trastos, y donde no tardó en descubrirle Rita al
volver de misa y encontrarse con la jaula por tierra y algunas plumas amarillas, espeluznadas y
sanguinolentas, revoloteando sobre su lecho... -¡Pícaro, infame!, te he de desollar vivo, ¡muñeco
del demonio!, ¡te he de estirar las orejas hasta que sangren!-. Los oídos de Gabriel apenas
pudieron recoger el sonido de estas ternezas, porque al mismo tiempo diez deditos recios y
furiosos le tiraban con cuanta fuerza tenían de las orejas... Y luego pasaban a los carrillos,
escribiendo allí los mandamientos, y después bajaban a parte que es ocioso nombrar, y se daban
gusto con la mejor mano de azotaina que recuerdan los siglos; y en pos las uñas, por no quedar
desairadas, se ejercitaron en pellizcar y retorcer la carne, ya hecha una amapola, hasta
acardenalarla de veras, y en seguida, sin darle al culpable tiempo ni a gritar, le asieron de las
muñecas, le llevaron arrastrando al desván, le metieron allí, echaron la llave... Al punto mismo se
oyó en la puerta el altercado de dos vocecillas, y en pos la brega de dos cuerpos... Giró la llave
otra vez, y la mamita pálida, la hermana protectora, entró anhelante, desgreñada y victoriosa,
cogió en brazos a su niño, lo arrebató a su cuarto, lo curó, lo calmó, se lo comió a besos y a
caricias...
¡Qué ojeriza le profesó desde aquel día Gabriel a la hermana mayor! ¡Cómo se acostumbró a
envolverse en las faldas de la pequeña, hasta que fue adquiriendo su autonomía al desarrollársele
el vigor masculino, con el cual, a los diez o doce años podía más él solo que lo que llamaba
despreciativamente el gallinero de sus hermanas!
Se veía concurriendo al Instituto de segunda enseñanza, aprendiéndose por la noche de malísima
gana la conferencia que había de dar al día siguiente, y merced a la fuerza y precisión con que se
nos presentan ciertos recuerdos, en la negra inmensidad nocturna veía destacarse, como en el
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cristal de un claro espejo, al estudiantillo inclinado sobre el libro enfadoso, dando tormento con
nerviosa mano a los mechones de pelo que caían sobre la frente, o pintando soldados con fusil al
hombro y barcos y todo género de monigotes sobre el margen de las páginas, mientras torturaba
la memoria para incrustar en ella, por ejemplo, los pretéritos y supinos de la segunda
conjugación, moneo, mones, monere, monui, monitum, avisar... que los compañeros de clase se
apuntaban unos a otros de esta manera: mono, mona, monitos, monitas, micos... Al recordar
semejantes puerilidades, se sonreía don Gabriel... ¡Cuántas veces recordaba haberse levantado y
llamado a su hermana!
- Nucha, tómame la lección, que me parece que ya la sé.
Luego una impresión imborrable: la marcha de Santiago, el ingreso en el colegio de artillería de
Segovia, los días terribles de la novatada, la sujeción al galonista, el llanto de furor
reconcentrado que le abrasó las pupilas cuando por primera vez tuvo que limpiarle y embetunarle
las botas... Y siempre el recuerdo de su hermana, para la cual, más bien que para su padre, se
hizo fotografiar apenas vistió, radiante de orgullo y alegría, el uniforme del cuerpo, y de la cual
hablaba a sus primeros amigos de colegio con tal insistencia y exageración, que alguno de ellos,
sin conocerla, se puso a escribirle cartitas amorosas que leía a Gabriel... Luego, la confusión
abrumadora de los primeros estudios serios, de las matemáticas sublimes, de tanta abstrusidad
como tenían que meterse en la divina chola para los exámenes... Ahora que Gabriel reflexionaba
acerca de tales estudios y mentalmente pasaba lista a sus compañeros de academia,
maravillábase pensando que de aquella hueste nutrida desde sus tiernos años con tanta
trigonometría rectilínea, tanta álgebra y tanta geometría del espacio, no había salido ningún
portentoso geómetra, ningún autor de obras profundas y serias, ni siquiera ningún estratégico
consumado, y al contrario, por regla general, apenas se encontraba compañero suyo que al
terminar la carrera se distinguiese por algún concepto, o rebasase del nivel de las inteligencias
medianas... Mucho caviló sobre el caso don Gabriel, y vino a dar en que la balumba algebraica,
el cálculo, las geometrías y trigonometrías se las aprendían los más de memoria y carretilla, a
fuerza de machacar, para vomitarlas de corrido en los exámenes; que los alumnos salían a la
pizarra como sale el prestidigitador al tablado, a hacer un juego de cubiletes en que no toma
parte el entendimiento; y que esta material gimnasia de la memoria sin el desarrollo armonioso y
correlativo de la razón, antes que provechosa era funesta, matando en germen las facultades
naturales y apabullando la masa encefálica que venía a quedarse como un higo paso. Todo esto
se le había ocurrido a posteriori. En el colegio estaba lleno su corazón de esa buena fe absoluta
de los primeros años de la vida, y ni soñaba en discutir las opiniones admitidas y las fórmulas
consagradas: creía cuanto creían sus compañeros, viviendo persuadido como ellos de que ciertos
profesores eran pozos de ciencia, aunque no se les conocía lo bastante, por encontrarse un tantico
guillados del abuso de las matemáticas... Con el pundonor innato que le obligaba en Santiago a
repasar de noche la lección, Gabriel se aplicó a aprender todas aquellas diabluras del programa, y
como su inteligencia era sensible y fresca su retentiva, adelantó, adelantó... Recordaba, no sin
cierta lástima de sí mismo, que había hecho unos estudios brillantes. Le alabaron los profesores,
despertósele la emulación, no perdió curso...
Sólo hubo una temporada, poco antes de salir a teniente, en que atrasó bastante, poniéndose a dos
dedos de ser perdigón. Fue al recibir la noticia de la muerte de su mamita, su hermana Nucha...
Se la escribió su padre en persona, cosa que no ocurría sino en las ocasiones solemnes, pues el
hidalgo de la Lage no se preciaba mucho de pendolista. Gabriel recordaba que en el primer
momento sólo había sentido un asombro muy grande al ver que semejante desgracia no le
producía más efecto. Con la carta abierta en la mano, miraba en torno suyo, pasando revista a
todos los muebles del gran dormitorio artesonado, contando los hierros de las camas. Hasta
recordaba haber acabado de abrocharse los botones de la levita de uniforme, faena interrumpida
cuando llegó la carta fatal. Luego, de repente, daba dos o tres pasos vacilantes, sepultaba el
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rostro en la almohada de su lecho, y empezaba a llorar a gotitas menudas, rápidas, que se le
metían entre el naciente bigote y de allí se le colaban a los labios, ¡con un sabor tan amargo!
¡Su pobre mamita! ¡Con qué vanidad le había él enviado su retrato; con qué orgullo había
comprado, de sus economías, una sortija de oro para regalársela en su boda! ¡Qué admiración
gozosa, unida a unos asomos de infantiles celos, había sentido al saber que su hermana tenía una
chiquilla...! ¡Monada como ella! ¡Una chiquilla! Y ahora... fría, callada, apagados aquellos
dulces y vagos ojos, metida en un ataúd, muerta, muerta, ¡muerta!
Bien seguro estaba de no haber querido probar bocado en dos días. ¡Cómo le mortificaban los
consuelos de sus compañeros y amigotes! Eran bien intencionados, eso sí; pero indiscretos,
inoportunos, fuera de sazón, como suelen ser los afectos en la zonza e ingrata edad de la
adolescencia. Empeñábanse en divertirlo, en llevárselo al café, o a ver una compañía de
zarzuela... ¡De zarzuela! Gabriel necesitaba un médico. A los ocho días se le declaraba una fiebre
nerviosa, en la cual le contaron que había delirado con su mamita, diciendo que quería irse junto
a ella, al cielo o al infierno, donde estuviese... Pronto convaleció, y quedó más fuerte y más
hombre, como si aquella fiebre hubiera sido la solución de una crisis lenta de pubertad tardía,
acaso retrasada por estudios prematuros... Salió a teniente, y recordaba el orgullo de los galones
y el de un hermoso bigote castaño, ya poblado, que propuso no afeitar nunca.
Pasó de la academia al siglo con la entidad moral que imprimen los colegios de carreras
especiales, y señaladamente el de artillería: segunda naturaleza, de la cual sólo se desprenden,
andando el tiempo, los que poseen gran espontaneidad o cierto instinto crítico, y que sobrevive
aun en los que se retiran, aun en los mismos que reniegan de la carrera y manifiestan que les
causa hondo hastío el uniforme. Volviendo atrás la vista, Gabriel se asombraba de ser aquel
muchacho que salió del colegio tan artillero, tan imbuido de ciertas altaneras niñerías que se
llaman espíritu de cuerpo, tan convencido de la inmensa superioridad del arma de artillería sobre
todas las demás del ejército español y aun del mundo, y en particular tan arisco, tan dado a esa
cosa particular que en el cuerpo llaman la peña, tendencia mixta de orgulloso retraimiento y de
feroz insociabilidad, que en él llegaba al extremo de pasarse tres horas en la esquina de una calle
de Segovia, atisbando el momento en que saliesen de su casa unas señoras a quienes su padre le
ordenaba visitar, para cumplir con dejarles una tarjeta en la portería.
¡Y que apenas era él entonces reaccionario, como los demás individuos del noble cuerpo! Sentía
un odio profundo hacia las ideas nuevas y la revolución, la cual justo es decir que se hallaba en
su más desatentado y anárquico período. Lo que Gabriel no le perdonaba a la setembrina
maldecida, era el haberle echado a perder su España, la España histórica condensada en su
cabeza de estudiante asiduo y formal, una España épica y gloriosa, compuesta de grandes
capitanes y monarcas invictos, cuyos bustos adornaban el Salón de los Reyes en el Alcázar.
Gabriel se tenía por heredero directo de aquellos héroes acorazados, esgrimidores de tizona.
Arrinconados el montante y la espada, la artillería era el arma de los tiempos modernos. ¡Qué de
ilusiones y de fermentaciones locas producía en Gabriel el solo nombre de batalla! A la idea de
barrer a cañonazos un reducto enemigo, le parecía no caberle el corazón en el pecho, y un frío
sutil, el divino escalofrío del entusiasmo, le serpeaba por la espina dorsal. En esta disposición de
ánimo le incorporaban a una batería montada y le enviaban a la guerra contra los carlistas en el
Norte...
Quince días a lo sumo recordaba que duraron sus fantasías heroicas. No eran aquellas las
marciales funciones que había soñado. Si en las rudas montañas de Vasconia no faltaban las
fatigas propias de la vida militar, los fríos, los calores, el agua hasta el tobillo, la nieve hasta
media pierna, las raciones malas y escasas, el dormir punto menos que en el suelo, la ropa hecha
girones, cuanto constituye el poético aparato de la campaña, en cambio no veía Gabriel el
elemento moral que vigoriza la fibra y calienta los cascos; no veía flotar la sagrada bandera de la
patria contra el odiado pabellón extranjero. Aquellas aldeas en que entraba vencedor, eran
españolas; aquellas gentes a quienes combatía, españolas también. Se llamaban carlistas, y él
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amadeísta: única diferencia. Por otra parte la guerra, aunque civil, se hacía sin saña ni furor; en
los intervalos en que no se disparaban tiros, los destacamentos enemigos, divididos sólo por el
ancho de una trinchera, se insultaban festivamente, llamándose carcas y guiris; también se
prestaban pequeños servicios, pasándose El Cuartel Real y El Imparcial de campo a campo; y en
los frecuentes ratos de tregua, bajaban, se hablaban, se pedían fuego para el cigarro, y el teniente
de artillería guiri fraternizaba muy gustoso con los oficiales carcas, tan buenos mozos y tan
elegantes y marciales con sus guerreras orladas de astracán, a cuyo lado izquierdo lucía el rojo
corazón del detente, y sus boinas con borla de oro, gentilmente ladeadas. A menudo hasta le
sucedía a Gabriel dudar si el deber y la patria estaban del lado acá o del lado allá de la trinchera.
A pesar de las burlas con que sus compañeros acogían los pepinillos carlistas, en el campamento
se contaban maravillas de la improvisada artillería de don Carlos, organizada en un decir Jesús,
por un par de oficiales que había ingresado en sus filas y algunos cabos y sargentos listos; cosa
que inducía a Gabriel a pensar que no se necesitaban tantas matemáticas de colegio para
santiguar al enemigo a cañonazos. Sí; Gabriel cumplía con su obligación; pero sin calor ni fe.
Batirse, corriente, para eso vestía el uniforme; otra cosa que no se la pidieran. Un casco de
metralla saltaba los sesos a su asistente, aragonés más cabal que el oro, a quien Gabriel profesaba
entrañable cariño, y su muerte le causaba la impresión de haber presenciado un aleve asesinato,
más bien que un episodio bélico.
Entre la oscuridad nocturna, Gabriel Pardo sonreía a la reminiscencia de un recelo que le apretó
mucho por entonces. Al encontrarse tan frío en medio de las escaramuzas, al conocer que le
hastiaba la guerrilla y la tienda, recordó que se había interrogado a sí mismo con un miedo
atroz... de tener miedo.
-¿Si seré un cobardón? ¿Si tendré la sangre blanca?
Al ver cómo le felicitaban unánimemente los jefes y los compañeros por su serenidad,
comprendió que lo que padecía era atrofia del entusiasmo. Y así le cogió la disolución del cuerpo
de artillería por decreto revolucionario. Casi se alegró. Ya no tenía cariño al uniforme. Y sin
embargo, todavía el espíritu de cuerpo le dominaba. Le cruzó por las mientes irse al campo
carlista, y no lo hizo, porque los compañeros habían determinado «aguardar, estar a ver venir».
Se fue a Madrid, hospedándose en casa de unos parientes encumbrados, un título primo de su
madre.
¡Cuántos recuerdos se le agolpaban! La noche oscura parecía poblarse de estrellas y
constelaciones, de centelleos misteriosos... Gabriel sentía una impresión, frecuente en las
personas a quienes la viveza de la fantasía y de la sensibilidad hacen pasar, durante una
existencia relativamente corta, por muchas y muy variadas fases psíquicas. Admirábase del
cambio producido en él por aquellos meses de residencia en Madrid, y al mismo tiempo, se
sorprendía ahora de lo que se había realizado en él entonces, y no creía ser la misma persona,
sino evocar la historia de otro hombre. Él no fue ni pudo ser jamás el brillante y frívolo mancebo
a quien tan especiales agasajos y tan lisonjera acogida dispensaron las damas de alto copete, que
le obsequiaban por oficial del cuerpo hostil a la Revolución y por hidalgo provinciano, pero de
vieja cepa, de veintitantos abriles y gallarda figura. ¡Cuán dulces bromas le habían sido
disparadas entonces por risueños labios, recalcadas por el guiño semi-altanero y semi-picaresco
de algunos flecheros ojos de rica hembra, a propósito de su afición a la peña, entonces erigida en
sociedad reaccionaria, ojalatera del alfonsismo! Gabriel en el fondo se sentía muy peñasco, igual
que antes, y abominaba de saraos y visitas de cumplido, de andar poniéndose el frac y el ramito
en el ojal, de saludos en la Castellana y bailes por todo lo fino; pero el asunto es que iba, iba, iba,
seguía yendo, arrastrado por una blanca mano cuya piel suave le causaba mareos deliciosos... Era
una viuda, hermana de la mujer de su primo, en cuya casa vivía; hermosa hembra de treinta y
tantos, dotada de ingenio, oro y blasones... Gabriel no había tenido sino aventuras de alojamiento
o de días de salida en Segovia. Volviose loco, y un día, con la mente y la sangre caldeadas, habló
de bodas, para asegurar hasta el fin de la vida la dicha actual... Se le rieron blandamente, y como
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insistió, le pusieron de patitas fuera del paraíso. ¡Qué crujida, Dios! Gabriel, al pensar en ella, se
admiraba de su juventud, de su sincera pasión y de sus románticos desvaríos. Lo de menos era no
dormir, no comer, sufrir abrasadora calentura, beber y jugar para aturdirse... ¿Pues no se le
ocurrió cierta mañana mirar con ojos foscos y extraviados un par de pistolas inglesas?... ¡Aquello
sí que tuvo gracia!, discurría hoy el hombre de pelo ralo acordándose de las fogosidades del
teniente...
El caso es que con el desengaño amoroso, se había vuelto más peñasco que nunca. Por entonces,
apartado ya del gran mundo y de sus pompas y vanidades, sin que le quedase más rastro que los
buenos modales adquiridos, ese baño delicadísimo que sobre la corteza brusca del tenientillo
recién salido de la academia derrama el trato con damas y el ingreso familiar en círculos selectos
- baño permanente cuando se recibe en la primera juventud - empezaron para Gabriel estudios
libres que se impuso a sí propio. Convencido de que podía beber bastante alcohol sin
emborracharse, y de que la embriaguez en él jamás era completa, dejándole siempre cierta
lucidez dolorosa; de que el fatal tapete verde no le divertía, y de que las mujeres, no queriéndolas
mucho, le eran casi indiferentes, se dio a la lectura por recurso, y en ella encontró la deseada
distracción, y la convalecencia de aquella herida al parecer tan profunda, y que en realidad no
pasaba de la epidermis.
Con los libros sí que se había emborrachado de veras. Eran obras de filosofía alemana, unas
traducidas al francés, otras en pésimo y bárbaro castellano. Pero Gabriel, más reflexivo que
artista, más sediento de doctrina que de placer, no se entretenía con la forma; íbase al fondo, a la
médula. Las matemáticas del colegio le tenían divinamente preparado para las peliagudas
ascensiones de la metafísica y las generosas quintaesencias de la ética. Eran sus actuales estudios
lo que el riego a la planta tierna cuyas raíces penetran en terreno bien cultivado y removido ya.
La inteligencia de Gabriel se abría, comprendiendo períodos enrevesados y diabólicos, y
lisonjeaba su orgullo el que los demás afirmasen no poder entender semejante monserga. Sus
nuevas aficiones le pusieron en contacto con muchos jóvenes, prosélitos de la entonces flamante
y boyante escuela krausista. Y resolvió que él era kantiano a puño cerrado, pero sin aplicar el
método crítico del maestro, como entonces se decía, más que a las cosas de la ciencia; para las de
la vida se agarró con dientes y uñas a la ética de Krause. No sólo renegó de las aventuras, los
naipes y el absintio, sino que empezó a aquilatar con más que monjiles escrúpulos la
trascendencia y móvil de sus menores actos, a tener por grave delito el asistir a una corrida de
toros o a un baile de máscaras. Ponía cuidado especial en que no saliese de sus labios ni siquiera
una mentira oficiosa, en no defraudar a nadie, en vivir de tal manera que sus acciones fuesen
claras como el agua, honradas y serias... ¡La seriedad sobre todo!... Por las noches hacía examen
de conciencia; por las mañanas elevaba, al despertarse, el pensamiento a Dios -¡al Dios
impersonal y sin entrañas!- Reprimidos los impulsos y ardores juveniles por la especie de fiebre
filosófica que le abrasaba dulcemente el cerebro, sentía en las iglesias, a donde asistía con
frecuencia suma, impulsos místicos, ternuras inexplicables, ganas de llorar, y entonces se creía
íntimo con el ser...
Cuánto había durado? ¿Cuánto? Las cosas políticas se encrespan; la demagogia y el
cantonalismo escupen fuego y sangre; los carlistas medran, pululan, brotan por todas partes con
armamento y municiones; Castelar llama a los artilleros; Gabriel duda, recela, se alarma ante la
perspectiva de verter sangre humana; por fin sus nuevas ideas liberales y una carta de su padre le
deciden; va otra vez al Norte. Rodéanle sus antiguos amigos; en la maleta del teniente vienen sin
duda la Analítica, la Crítica del juicio, la Crítica de la razón pura, la Teoría de lo infinito; pero a
la primer marcha forzada, a la primer bocanada de aire montañés, al primer encuentro, a la
primer tertulia en la tienda de campaña, parécele que entre él y los maestros de su entendimiento
se interpone una muralla, un velo oscuro, y que en su alma se derrumba, sin saber cómo, un
edificio vasto. Y con el bienestar físico que producen el ejercicio y la actividad después de una
vida contemplativa y sedentaria; y la reacción violenta, propia de los temperamentos nerviosos y
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los caracteres impresionables, a los pocos días el teniente no se acuerda de Kant, da al diablo los
Mandamientos de la humanidad, y muy a gusto se deja arrastrar a las distracciones del
compañerismo, a los lances de la campaña y los episodios de alojamiento. La guerra se hace ya
con más empuje, en vista del desaliento y merma de las fuerzas carlistas: Gabriel bate el cobre
con fe, persuadido de que el orden y la libertad están en las negras entrañas de los cañones de su
batería; fraterniza con bandidos contraguerrilleros, lee con afán los periódicos políticos, vive de
acción y de lucha, y todas las mañanas se levanta determinado a salvar a España... España le
había dado en cambio la efectividad de capitán. Mas el golpe de Estado de Pavía y luego la
proclamación de don Alfonso, que tanto alegraron a todo el noble cuerpo, le cortaron las alas del
espíritu a Gabriel Pardo, que era republicano teórico y andaba entonces vuelto tarumba por un
orden de cosas muy recto y sensato, al modo sajón. Al otro día de recibir el grado de
comandante, viendo la guerra próxima a su fin, desilusionado más que nunca y sin gusto para
pelear, recordaba haber tomado el camino de la corte.
¡Qué vida tan sosa al principio la suya! Mal visto entre sus compañeros a causa de sus opiniones
políticas; sin trato con sus antiguas relaciones; sin ánimos para volver a sepultarse en los libros
de metafísica que eran hoy para él lo que la envoltura de la oruga cuando ya voló la mariposa,
sintió de repente, convirtiendo los ojos hacia sí mismo, que no le quedaba en lo más íntimo sino
descreimiento y cansancio. ¿Quién o qué le había demostrado la inanidad de sus filosofías?
Nadie. La fe no se destruye con razones: es error imaginar que hay argucia que eche abajo un
sentimiento. La fe es como el amor - bien lo advertía Gabriel.
¿Hay en el mundo del pensamiento algún asidero firme? - discurrió entonces. Casualmente
empezaban las corrientes positivistas: hablábase de realidades científicas, de doctrinas basadas
en hechos de experimentalismo. El comandante se propuso estudiar a fondo alguna ciencia,
como se estudian las cosas para saberlas de verdad, y adquirir la suspirada certeza. Tenía un
amigo, ex-profesor de geología en la Universidad, de donde le expulsara el decreto de Orovio. Se
puso bajo su dirección, y consagró seis horas diarias a trabajos de pormenor. Hacía unos cortes
en las piedras y luego se desojaba mirándolos al microscopio. Se cansó a cosa de medio año. La
certeza consabida, por las nubes. Encontraba relaciones lógicas y armoniosas entre lo creado,
leyes impuestas a la materia por voluntad al parecer inteligente, dependencia y conexión en los
fenómenos; pero el enigma seguía, el misterio no se disipaba, la sustancia no parecía, la cantidad
de incognoscible era la misma siempre. Gabriel tenía sobrada imaginación para sujetarse a la
severa disciplina científica sin esperanza ni objeto, y fueron disminuyendo sus visitas al
laboratorio de su amigo. ¿Y no había otra razón?... Pues, a decir verdad...
Muy aficionado a la música, Gabriel estaba abonado a una butaca del Real - tercer turno.
Resplandecía el regio coliseo con la animación que le prestaba la buena sociedad ya completa y
la restaurada monarquía: y, más que teatro, parecía elegante salón cuajado de beldades. Al lado
de Gabriel sentábanse un machucho brigadier de artillería y su joven esposa, deidad murciana, de
árabes ojos, que a cada acorde de la música, o a cada nota de los amorosos dúos, se posaban en
los del comandante, deteniéndose un poco más de lo necesario. El brigadier, fumador
empedernido, no recelaba salir en los entreactos dejando a su esposa bajo la salvaguardia del
subalterno. ¡Bendito señor, pensaba Gabriel, y cómo lo hizo Dios de confiado! A lo mejor el
brigadier fue destinado a Filipinas, y partió llevándose a su cara mitad. Gabriel, medio loco,
según su costumbre en casos tales, habló de pedir el traslado... La hermosa brigadiera se negó,
afirmando que su marido ya tenía sospechas, que el viaje era celosa precaución, y que si se
encontraba con el comandante llovido del cielo en Manila, habría la de Dios es Cristo. Y el
enamorado la vio partir sin que nublase aquellos ojazos de terciopelo la humedad más leve... No,
lo que es de esta vez, el comandante no hacía memoria de haber pensado en suicidios, pero cayó
en misantropía amarga, rabiosa y prolongadísima que paró en un ataque de ictericia de los de
padre y muy señor mío. Destinado a Barcelona... ¡qué temporada la que pasó en la ciudad
condal! ¿Cómo es posible aburrirse tanto y quedar con vida? A enfrascarse otra vez en los libros:
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no de filosofía ya, sino de ciencia militar, estudiando las propiedades formidables de las materias
explosivas que nuestro siglo refina y concentra a cada paso, lo mismo que si el objeto supremo
de tanto adelanto, de tanto progreso, fuese una conflagración universal. A leerse cuanto encontró
sobre el asunto en revistas alemanas e inglesas, encargando obras especiales, y escribiendo dos o
tres artículos en que lo resumía y exponía con bastante claridad, publicados en los periódicos y
que le valieron ser citado como una gloria del cuerpo. Por más señas que entonces fue cuando se
le chamuscó la cara probando pólvora, y se le metieron unos cuantos granos en la mejilla.
Ocurriole la idea de gestionar que le diesen una comisión para el extranjero; lo consiguió, viajó
por Francia, Alemania, Inglaterra, países que él creía cifra y compendio de la civilización
posible. Al pronto, impresión pesimista: Francia era una gran tienda de modas, Alemania un
vasto cuartel, Inglaterra un país de egoístas brutales y de hipócritas ñoños. Pero al regresar a
España, al notar el dulce temblor que sólo las almas de cántaro pueden no sentir en el punto de
hollar otra vez tierra patria, mudó de opinión sin saber por qué: echó de menos el oxigenado aire
francés, y le pareció entrar en una casa venida a menos, en una comarca semi-salvaje, donde era
postiza y exótica y prestada la exigua cultura, los adelantos y la forma del vivir moderno, donde
el tren corría más triste y lánguido, donde la gente echaba de sí tufo de grosería y miseria... Al
acercarse a Madrid y atravesar los páramos que lo rodean, al subir por la cuesta de Areneros, al
ver las calles estrechas, torcidas, mal empedradas, el desanimado comercio, al oír el canturrear
de los ciegos y el pregón de la lotería, pensó encontrarse en uno de esos prehistóricos
poblachones de Castilla, fosilizados desde el tiempo de los moros... ¡Madrid! Ese era Madrid...
esa era España... ¡la España santa de sus ensueños de adolescente!
Empezó a hablar, mejor dicho, a perorar donde quiera que encontraba auditorio, proponiendo
una campaña activísima, especie de coalición de todos los elementos intelectuales del país, a fin
de civilizarlo e impulsarlo hacia senderos donde no quería el muy remolón sentar el pie... Un día,
en el Centro militar, al caer la tarde, Gabriel sorprendió un diálogo de sofá a butaca.
-¿Y el comandante Pardo? - preguntaba el sofá -. ¿Le ha visto usted desde que ha llegado de su
excursión por tierras de extranjis?
- Ayer me le encontré en la Carrera... - respondía la butaca.
-¿Y qué cuenta? ¿Viene entusiasmado?
-¿Entusiasmado? Decidido a que crucen por doquier caminos y canales. Siempre dije yo que se
guillaba; pero ahora, me ratifico. Sonámbulo. Chifladísimo.
- De remate - confirmó el sofá.
No hizo falta más para que el gran reformador entrase a cuentas consigo mismo. -¿Será cierto,
Gabriel? ¿Serás tú un chiflado, un badulaque que se mete a arreglar lo que no entiende, que todo
lo intenta y de todo se cansa, y que se acerca ya a la madurez sin encontrar ancla donde amarrar
el bajel de la vida? Soldadito de papel, ¿cuántos caballos te han matado ya? Pero, ¿es culpa tuya
si esos caballos no los montas frescos, sino rendidos y exánimes? ¿Has pedido tú tantas
gollerías? Verbigracia: ¿qué le pediste al amor? Sinceridad y firmeza. ¡Qué diantre!, tú ibas
derecho al término de la pasión, que se sobrepone y debe sobreponerse a intereses mezquinos...
¿Y a la filosofía, a la ciencia? Certidumbre: una regla moral para seguirla, un Dios en quien
creer, a quien elevar el alma. ¿Y al uniforme que vistes, y a la patria a quien sirves, y las
convicciones políticas que profesas? Un ideal a quien sacrificar todas las energías, todo el calor
que te sobraba... ¡Vive Dios! Que a cada cosa le pedías tú lo justo, lo que puede y debe contener,
y nada más. ¿Es culpa tuya si el amor es distracción frívola, la ciencia nombre pomposo que
disfraza nuestra ignorancia trascendental y la política farsa más triste y vil que todas?
Al llegar a esta parte de sus recuerdos autobiográficos, alzó Gabriel la vista al cielo, como
buscando huellas del poder augusto que rige nuestro destino terrestre. Y eso que él sabía que
aquel gran espacio oscuro que le envolvía por todas partes no era más que el firmamento
astronómico, con sus millares de millares de soles, de planetas, de mundos chicos y grandes...
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¿Tendrán razón los que creen que andan las almas viajando por ahí? - pensaba, al acordarse de la
muerte de su padre. Por cierto que no la había sentido con la misma fuerza que la de su hermana,
porque Gabriel y don Manuel Pardo eran naturalezas que no simpatizaban: pertenecían a dos
generaciones muy diversas, y en realidad no se entendían; con todo, vino el dolor natural y justo,
pues siempre hace su oficio la sangre. Bastante abatido llegó Gabriel a Santiago... Y apenas hubo
puesto el pie en el caserón solariego - ya suyo -, de los envejecidos muebles, de los cuadros cuyo
asunto tenía clavado en la memoria, de las cortinas de apagado color, de los rincones familiares,
se alzó radiante, amorosa, poetizada por la muerte y la distancia, la imagen, no de su padre, sino
de su hermana Marcelina, la mamita, la única mujer que con desinteresado amor le había
querido; y aquellas lágrimas que un día lloró el alumno, el mancebo colegial, subieron ahora más
que a los párpados, al corazón de Gabriel, derramándose en benéfico rocío. Recorrió toda la
casa: buscaba en ella no sé qué; tal vez un fantasma -¡el del tiempo pasado! El caserón estaba
solitario, triste, sin otros moradores que una criada antigua, cuyas perezosas chancletas, así como
el hálito de un cascado reloj de pared, era lo único que pugnaba con el alto silencio de los
salones y corredores vacíos. Ninguna de las tres hermanas que tenía vivas Gabriel había acudido
allí para acompañarle: todas estaban casadas, la menor mal, con un estudiante de medicina, hoy
médico de un partido; la otra con un hidalgo rico de la montaña; la mayor con un ingeniero
andaluz, con quien residía en una provincia distante. Gabriel escudriñaba todas las habitaciones,
tocaba con una especie de devoción y de pueril curiosidad los objetos que por allí andaban
diseminados. En el que fue cuarto de su mamita encontró detrás del tocador horquillas, una caja
de polvos, un alfiler grueso: lo manoseó todo: probablemente sería de ella. Sobre la cabecera del
difundo don Manuel campeaba un ramo de pensamientos trabajado en pelo negro, encerrado en
un marco de madera oscura: abajo decía en letrita cursiva y muy regarabateada: Nucha a su
querido papá. Gabriel pegó los labios al cristal, besando religiosa y lentamente la reliquia.
Después se dejó caer en una butaca que tenía los muelles rotos, vencidos del enorme peso de don
Manuel Pardo de la Lage, y sus meditaciones tomaron un giro inusitado.
¿Cómo no se le habría ocurrido antes? ¿Por qué, hasta que circunstancias fortuitas le arrojaron al
hogar viejo, no le cruzó por las mientes idea tan sencilla... perogrullada semejante? ¿Es posible
que se pase un hombre la vida con la linterna de Diógenes en la mano, buscando sendas y
probando derroteros, cuando la felicidad le está prevenida en el cumplimiento de la ley natural?
La esposa, el hijo, la familia; arca santa donde se salva del diluvio toda fe; Jordán en que se
regenera y purifica el alma.
Varias veces había notado don Gabriel la irresistible tendencia de su imaginación viva, ardorosa
y plástica, a construir, con la vista de un objeto, sobre la base de una palabra, un poema entero,
un sistema, una teoría vasta y universal, llegando siempre a las últimas y extremas
consecuencias: propensión que le explicaba fácilmente los muchos desengaños sufridos y aquello
que llamaba él caérsele muertos los caballos. Le sucedía también que la experiencia no le
enseñaba a cautelar, y cada nueva construcción la emprendía con igual lujo y derroche de
ilusiones y esperanzas. En la vieja poltrona paterna, ante la cama de dorado copete donde tal vez
había venido al mundo, comenzó a edificar un palacio conyugal, sintiendo el tiempo perdido y
lamentando no haber caído antes en la cuenta de que todo sujeto válido, todo individuo sano e
inteligente, con mediano caudal, buena carrera e hidalgo nombre, está muy obligado a crear una
familia, ayudando a preparar así la nueva generación que ha de sustituir a ésta tan exhausta, tan
sin conciencia ni generosos propósitos.
- Yo no soy un chiflado - pensaba don Gabriel, respirando sin percibirlo por la herida -. Yo soy
víctima de mi época y del estado de mi nación, ni más ni menos. Y nuestro destino corre parejas.
Los mismos desencantos hemos sufrido; iguales caminos hemos emprendido, y las mismas
esperanzas quiméricas nos han agitado. ¿Fue estéril todo? ¿Hemos perdido malamente el
tiempo? ¿Sentenciados vivimos a no producir ni fundar cosa alguna? Cansados, sí, porque el
cansancio sigue a la lucha; pero ¿no hemos aprendido, ni progresado nada? Yo, sin ir más lejos,
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¿soy el mismo que cuando salí del colegio? ¿No ha ganado algo mi educación externa desde que
frecuenté el gran mundo? El suceso de mis amoríos malogrados ¿no me curó y preservó de
ilícitos y torpes devaneos? Aquellos libros que no me dieron la certeza, ¿por ventura no me
cultivaron y ensancharon el entendimiento, no me hicieron más recto, más tolerante y más
reflexivo? Mis sueños de gloria militar, mis rachas políticas, ¿no sirven, cuando menos, para
probarme a mí mismo que aspiro a algo superior, que me intereso por mi raza y por mi patria,
que siento y que vivo? No, Gabriel, lo que es de eso no hay por qué arrepentirse. Y a no ser por
tus años de peregrinación y aprendizaje, ¿valdrías hoy para fundar casa, para contribuir en la
medida de tus fuerzas a la regeneración de la sociedad y a la depuración de las costumbres... para
formar a tus hijos... ¡si Dios...!
Cuando el nombre divino surgía, ya que no de los labios, del espíritu del comandante, iba el
crepúsculo lento de una tarde del mes de Mayo difumando los objetos y haciendo más
melancólica la soledad del vacío dormitorio paternal. Sintió Gabriel que el corazón se le llenaba
de ternura, y no sabiendo cómo desahogarla, llamó cariñosamente a la decrépita servidora, y en
tono festivo, en voz casi humilde, pidiole que trajese luz.
Así que la bujía quedó colocada sobre la cómoda de su padre, fijáronse los ojos de Gabriel en el
antiguo mueble, muy distinto de los que hoy se construyen. La cubierta hacía declive, y
recordaba Gabriel que al abrirse formaba un escritorio, descubriendo una especie de templete
con columnas, y múltiples cajoncitos adornados de raros herrajes, que ocultaban secretos.
¡Secretos! De niño, esta palabra le infundía curiosidad rabiosa y una especie de terror...
¡Secretos! Sonriose, sacó del bolsillo un llavero, probó varias llavecicas... Una servía... Cayó la
cubierta, y los dedos impacientes de Gabriel empezaron a escudriñar los famosos secretos de la
cómoda, cual si en ellos se encerrase algún escondido tesoro... Los buenos de los secretos no
tenían mucho de tales, y cualquier ratero, por torpe que fuese, lograría como Gabriel hacer girar
sobre su base las dos columnas del templete, y poner patente el hueco que existía detrás. Calle...
pues había algo allí. Rollos de dinero... Los deshizo: eran moneditas de premio, Carlos terceros y
cuartos, guardados sin duda por su padre para evitarles la ignominia de la refundición... Y allá,
en el fondo, muy en el fondo, un papel amarillento ya por las dobleces, atado con una sedita
negra... Maquinalmente lo cogió, lo abrió, rompió la sedita. Cayó una sortija de oro con perlas
menudas, y vio Gabriel, cuyo corazón literalmente brincaba contra la carne del pecho, que el
papel era una carta, escrita con tinta ya descolorida, y letra no muy suelta. Sus ojos, vidriados por
un velo de humedad, leyeron casi de una ojeada: -«Querido papá, felicito a usted los días; sabe
Dios quién vivirá el año que viene; hágame el favor, si me empeoro, de darle a mi hermano
Gabriel la sortijita adjunta, y que mucho me acuerdo de él y le quiero; que si yo llego a faltar, ahí
queda mi niña. Usted y él no dejarán de mirar por ella: moriré tranquila confiando en eso...».
Una lágrima, una verdadera lágrima, redonda y rápida en su curso, se precipitó sobre la firma «Su amante hija, Marcelina Pardo».
El comandante apoyó el papel contra los ojos al esconder la cara en las manos, y se reclinó en la
cómoda, vencido por uno de esos terremotos del corazón que modifican las actitudes y las elevan
a la altura trágica sin que lo advirtamos nosotros mismos... Pasados quince minutos, alzó la
frente, con una firme resolución y una promesa.
La misma que repetía ahora a la majestuosa noche.
- IX Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su huésped, que al día
siguiente quiso entrarle en persona el chocolate, varios periódicos, un mazo de tolerables regalías
y una calderetilla con agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco
encontrar a don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador! ¡Y en ayunas! ¿Qué tal
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el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel
dijo que sí, que lo prefería.
Razón llevaba en ello, porque la mañanita estaba fresca, el azahar trascendía a gloria, y sobre la
rústica mesilla de piedra encandilaba los ojos y excitaba el paladar la vista de la bandeja con el
pocillo de Caracas, la pella de manteca recién batida, que aún rezumaba suero, el vaso de agua
serenada en el pozo, el pan de dorada corteza y las lengüetas rubias de los bizcochos finamente
espolvoreados de azúcar.
- Su señora de usted es una gran ama de casa - observó jovialmente don Gabriel al sorber el
último residuo del aromático chocolate -. Nos trata a cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que
se come en el campo, y qué bien sabe todo. Parece que se le quitan a uno diez años de encima.
Con efecto, fuese por obra del campo o por otras causas, semejaba remozado el huésped de
Juncal.
-¿Usted quiere ir esta tarde a casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No sería mejor descansar otro
diita en mi choza?
- Me urge, amigo Juncal. Pero si usted por esa ojeriza que profesa al clero, no quiere
acompañarme... - murmuró don Gabriel risueño, limpiándose los bigotes con encarnizamiento, a
fuer de hombre pulcro.
-¿Quién?, ¿yo?, ¿a casa del cura de Ulloa? ¡Por vida del chápiro verde! Si todos fuesen como
ese... me parece que acabaría por volverme beato.
- No todos pueden ser iguales, señor don Máximo, usted bien lo sabe.
- Mire usted, natural sería que el clero... Digo, creo que les tocaba dar ejemplo a los demás.
- El clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos. No estamos ahora en los primeros siglos
del cristianismo - replicó con cierta malicia discreta don Gabriel mirando a Juncal que echaba
lumbres con un eslabón para darle mecha encendida, pues a causa del viento y de las caminatas,
el médico había proscrito los fósforos.
- Ríase usted de cuentos... Bien gordos y repolludos andan los tales parrocetáceos - refunfuñó
Máximo empleando el vocabulario peculiar del Motín- a cuenta de nuestra bobería... Más tocino
tiene el Arcipreste encima de su alma, que siete puercos cebados.
- Pues en realidad, la profesión es de las menos lucrativas que hoy se pueden seguir. ¿Por
ambición, quién diablos va a hacerse clérigo? Amigo, seamos razonables. Antaño, decir
canónigo era decir hombre de vida regalona y riñón cubierto; hogaño el canónigo a quien le
alcanza el sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por dichoso. Un cura
de aldea es un pobre de solemnidad: cuando más, llegará a donde llegue un labriego acomodado:
a tener la despensa regularmente abastecida; y eso, para un hombre que recibió cierta instrucción
y tiene por consecuencia necesidades que no tiene el labriego... ya usted ve... Esto lo sabrá usted
mejor que yo, porque hasta ahora mi carrera me mantuvo alejado de Galicia.
-¿Es usted artillero, señor don Gabriel?
- Para servir a usted.
- Por muchísimos años. ¿Grado?
- Comandante efectivo. Hoy excedente, a petición mía. Convénzase usted: al clero no le
podemos exigir tantas cosas.
- Pero usted también sabe de sobra... ¿porque usted habrá viajado?, ¿eh?
- Sí, he estado algún tiempo en el extranjero.
- En otras partes, la ilustración, la moralidad...
- Moralidad... Sí... Pero el hombre es hombre en todas partes. El clero protestante, en Inglaterra
por ejemplo, alardea de muy moral; sólo que un vicario protestante, en resumidas cuentas, es un
hombre casado, un empleado con buen sueldo y respetadísimo; ¿qué ha de hacer? ¿Tendría usted
disculpa si incurriese en algún desliz, amigo Juncal, con esa bella, complaciente y hacendosa
mitad, y esta dorada medianía que goza? Y además toma usted un chocolate... ¡Cuántas veces
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habrá usted echado en cara a los frailes la afición a chocolatear! ¡Pues lo que es usted... no se
descuida!
Dijo esto don Gabriel golpeando familiarmente en el hombro del médico, porque veía a éste
colgado de su boca y oyéndole como a un oráculo, y no quería poner cátedra. Sucedíale a veces
avergonzarse del calor que involuntariamente tenían sus palabras al discutir o afirmar, y para
disimularlo recurría a la ironía y a la broma. Juncal se extasiaba encontrando tanta sencillez y
llaneza en aquel hombre cuya superioridad intelectual, social y hasta psíquica le había
subyugado desde el primer instante.
- Vamos - pensaba para su capote -, que aunque fuese mi hermano no estaría más contento de
tenerle aquí. Y todo cuanto dice me convence... No sé disputar con él, ¡qué rábano! - Echose el
sombrero atrás con un papirotazo del dedo cordial sobre la yema del pulgar, ademán muy suyo
cuando quería explicar detenidamente alguna cosa, y añadió:- Mire usted, así que conozca al
cura de Ulloa y le compare con los demás... Se quita la camisa por dársela a los pobres: no alza
los ojos del suelo: dicen que hasta trae cilicio... Apenas quiere cobrar a los feligreses ni oblata, ni
derechos, ni nada, y su criado (porque ese no entiende de amas ni de bellaquerías) está que trina,
como que les falta a veces hasta para arrimar el puchero a la lumbre.
- Bien, ese ya es un santo - repuso Gabriel -. ¡Si abundase tal género, qué mayor milagro! Pero
en general, ¿qué va usted a exigirle, señor don Máximo, a una clase tan mal retribuida? ¿Qué
instrucción, dice usted? ¿Sabe usted lo que cuesta la carrera de un seminarista? Una futesa,
porque si costase mucho, la Iglesia no podría sostenerlos... ¡Instrucción! ¿Dónde se recluta la
clase sacerdotal? Entre los labriegos o los muchachos más pobres de las poblaciones. La clase
media, que es la cantera de que se extraen hoy los sabios, buena gana tiene de enviar al
seminario sus hijos... Los manda a las universidades, y de allí, si puede, al Parlamento, caminito
del Ministerio, o al menos del destino pingüe... En las clases altas, por milagro aparece una
vocación al sacerdocio: ¡los tiempos no son de fe! La aristocracia es devota, mas no lo bastante
para producir otro duque de Gandía. Y los pocos que se inclinan a la Iglesia, van a las órdenes,
en particular a los jesuitas. Así y todo, nuestro episcopado, señor de Juncal, le aseguro a usted
que compite con cualquiera de Europa, en luces y en piedad... Y nuestro clero parroquial, aunque
algo atrasado y díscolo, posee virtudes y cualidades que no son de despreciar.
- Es usted... - preguntó Juncal con la cara más afligida del mundo - es usted... neocatólico, por lo
visto.
- No, nada de eso - respondió apaciblemente Gabriel -. Soy, platónicamente hablando,
avanzadísimo; tengo ideas mucho más disolventes que las de usted solamente... Pero ¡qué
limoneros tan hermosos!
Tomó una rama y respiró con delicia los cálices blancos, de pétalos duros como la cuajada cera.
- Estoy encantado con mi tierra, don Máximo... Es de los países más poéticos y hermosos que se
pueden soñar. Yo no conocía ni esa parte de Vigo, tan pintoresca, tan amena, ni esto de aquí; y lo
poco que ya he visto, me seduce... El suelo y el cielo, una delicia; el entresuelo... gente amable y
cariñosa hasta lo sumo; las mujeres parece que le arrullan a uno en vez de hablarle.
-¿Mecha otra vez?
- Gracias, no fumo más. ¿Vamos a saludar a la señora? Aún no le hemos dado los buenos días.
- Catalina apreciará tanto... Pero a estas horas... va en el molino, de seguro. Así que alistó el
chocolate, le faltó tiempo para recrearse con aquel barullo de dos mil diablos que arman las
parroquianas...
Una mariposilla blanca, la vanesa de las coles que abundaban por allí, vino revoloteando a
posarse en el sombrero de Juncal. Don Gabriel tendió los dedos índice y pulgar entreabiertos,
para asirla de las alas. La mariposa, como si olfatease aquellos amenazadores dedos, voló con
gran rapidez, muy alto, entre la radiante serenidad matutina. Don Gabriel la siguió con los ojos
estirando el pescuezo, y el médico reparó en lo bien cuidada (sin afeminación) que traía la barba
el comandante. Cada pormenor acrecentaba la simpatía en el médico, que estancado en la cultura
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de los años universitarios, arrinconado en un poblachón, olvidado ya, a fuerza de bienestar
material y de pereza mental, de sus antiguas lecturas científicas, y sus grandes teorías higiénicas,
conservaba no obstante la facultad de respetar y admirar, en un grado casi supersticioso, cuando
veía en alguien la plenitud de circulación y el oxígeno intelectual que él había ido perdiendo
poco a poco. Además, ¡era tan cortés, resuelto, despejado y afable aquel señor!
Gabriel permanecía con los ojos medio guiñados, como cuando seguimos un objeto distante. Sin
embargo, la mariposa había desaparecido hacía tiempo. El artillero se volvió de repente.
- Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente a varias preguntas que tengo
que hacerle?
- Señor de Pardo, por Dios... Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda servir...
- Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que usted me hace de él,
temo... ¿cómo diré?... temo que sea uno de esos seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que
no le sacan a uno de dudas... y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal a la
gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más enérgicamente con la
cabeza el médico, murmurando -¡por ahí, por ahí!) Usted es un hombre inteligente y honrado,
Juncal...
Ruborizose este como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta por las sienes, y con
algo atragantado en la nuez, murmuró:
- Honrado... eso sí... Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto como el que más.
- Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto de casarme...
Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.
-...Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.
-¿La señorita de Moscoso? - exclamó el médico apenas repuesto de la sorpresa -. ¿Qué me dice,
don Gabriel? ¿La señorita Manolita? ¡No sabía ni lo menos!
- Ya lo creo - repuso Gabriel soltando la risa -. Como que tampoco lo sabía yo mismo pocos días
hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la primera persona a quien se lo cuento.
Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro satisfecho, trató de formular
varias preguntas, que Gabriel atajó adelantándose a ellas.
- Diré a usted, para que comprenda mi propósito, que la persona a quien más quise yo en el
mundo fue mi pobre hermana Marcelina, la que casó con don Pedro Moscoso; y si hay cielo aquí le tembló un poco la voz a don Gabriel- allí debe estar pidiendo por mí, porque fue una...
már... una santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre falleció. Yo
me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos ni lazos que me aten, con regular
hacienda y deseoso del calor de una familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío... no
está autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le repugno a mi sobrina y
quiere ser mi mujer... Estoy determinado a casarme cuanto antes.
Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió vagamente, cual si
hablase consigo mismo:
- En efecto... no hay duda que... Realmente, ¿quién mejor? La verdad es...
Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se dilataba dulcemente con la
confidencia, y se le ocurría que por la serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso,
columpiado en el espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición popular cree
nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz del día hacía centellear en ellos
filamentos de derretido oro. Se había guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como
suelen los miopes cuando la claridad les deslumbra.
- Francamente, Juncal, no conozco a mi sobrina Manuela ni sé... ¿Cómo es?
- El retrato de su difunta madre, que esté en gloria - respondió muy cristianamente el tremendo
clerófobo Juncal.
-¡De su madre! - repitió el artillero extasiado.
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- Pero más buena moza, no despreciando a la pobre señorita... La madre era... algo bisoja y
delgada... Ésta mira derecho, y tiene unos ojazos como moras maduras... Alta, carnes apretaditas,
morena con tanto andar al sol... buenas trenzas de pelo negro... y bien constituida. No digamos
que sea una chica hermosísima, porque no tiene las perfecciones allá hechas a torno; pero puede
campar en cualquier parte... Vaya si puede.
- Si se parece a Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.
- Y a usted se parece también, no se ría, señor de Pardo... Ya sabe que a usted lo saqué yo ayer
en el coche, por su hermana.
- Siempre hay eso que se llama aire de familia... Don Máximo, mire usted que aún no he
empezado, como quien dice, a preguntar lo que quiero saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted
lo será conmigo?
- No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.
- Diga usted. Mi cuñado...
-XJuncal terminó la semblanza y biografía de don Pedro Moscoso y Pardo de la Lage, conocido por
marqués de Ulloa, con las siguientes filosóficas reflexiones:
- No todos sus defectos hay que imputárselos a él, sino (hablemos claro) a la crianza empecatada
que le dieron... Sería mejor que se educase él solito o con los perros y las liebres, que en poder
de aquel tutor tan animal, Dios me perdone... y tan listo para sus conveniencias... ¡Y se llamaba
como usted, don Gabriel!
El comandante sonrió.
- Maldito lo que se parecen... Como iba diciendo, yo, hace años, muchos años, que no pongo los
pies en los Pazos de Ulloa; desde aquellas elecciones dichosas en que anduve contra don Pedro...
Porque lo primero de todo son las ideas y los principios, ¿verdad, don Gabriel?
- Sin duda, sobre todo cuando uno los ha pesado y examinado y está seguro de su bondad respondió el artillero.
- Tiene usted razón. A veces se calienta la cabeza, y hace uno disparates... pero en fin, yo soy
liberal desde que nací, y en vez de enfriar con los años, me exalto más.
-¿Dice usted que no va usted por allí? ¿Cómo anda de salud... mi cuñado?
- Regular... está muy grueso y padece bastante de la gota, como el difunto tío, por lo cual dicen
que gasta muy mal humor, y que ha perdido la agilidad, de manera es que no puede salir a caza
como antes.
- Y... ¡acuérdese usted de que me ha prometido ser franco! ¿Y... esa mujer que tiene en casa?
- Mire usted, como yo no voy por allí... con repetirle lo que se cuenta... y unos hablan de un
modo y otros de otro; pero yo me atendré a lo que dicen los más formales y los que acostumbran
ir a los Pazos. Usted ya sabe que tal mujer estaba en la casa antes de casarse su señor cuñado;
enredados los dos, por supuesto, y el padre siendo el verdadero mayordomo y en realidad el
dueño de la casa, aunque por plataforma trajeron allí al infeliz del cura de Ulloa, que no sirve
para el caso... Había un chiquillo precioso, y pasaba por hijo del marqués. Pero resultó que
después de la boda de don Pedro, la muchacha por su parte se empeñó en casarse con un paisano
de quien estaba enamoradísima, y a quien le colgó, ¿usted se entera?, el milagro del rapaz. Este
paisano, que ahora anda hecho un caballero, siempre de tiros largos, se llama el Gallo de apodo,
y nadie le conoce sino por el apodo o por el Gaitero de Naya, porque lo fue; y el remoquete de
Gallo se lo pusieron sin duda por lo bien plantado y arrogante mozo, que lo es, mejorando lo
presente. Un poco antes mataron al padre de la muchacha...
-¿No le asesinaron por una cuestión electoral?
- Justo... Según eso ¿está usted en autos?
159
- Uno que venía conmigo en la berlina... el Arcipreste no... el otro...
-¿Trampeta?
- Pequeño, vivaracho, entrecano...
- El mismo. Pues le contó verdad. Al gran pillastre de Primitivo me lo despabilaron de un
trabucazo, en venganza de que los había vendido a última hora, tanto que les hizo perder la
elección (Juncal bajó la voz involuntariamente). ¿Ve usted aquellas tapias, pasadas las
primeras... donde asoman las ramas de un cerezo con fruta? Pues son las del huerto de
Barbacana, el cacique más temible que hubo en el país... Dicen que ese ordenó la ejecución,
aunque el verdugo fue una especie de facineroso que anda siempre a salto de mata, de aquí a
Portugal y de Portugal aquí...
Gabriel meditaba, sepultando la quijada en el pecho. Luego se caló distraídamente los quevedos.
- Así somos, amigo Juncal... Un país imposible, en ese terreno sobre todo. Antes que aquí se
formen costumbres en armonía con el constitucionalismo, tiene que ir una poca de agua a su
molino de usted... Decía cierto hombre político que el sistema parlamentario era una cosa
excelente, que nos había de hacer felices dentro de setecientos años... Yo entiendo que se quedó
corto. Al caso; dígame todo lo concerniente a la historia...
- Hoy en día, a Barbacana ya lo llevan acorralado, y se cree que trata de levantar la casa e irse a
morir en paz a Orense... Porque va viejo, y no le dejan respirar sus enemigos. El que vino con
usted, Trampeta, con el aquel de protegido de Sagasta, es ahora quien sierra de arriba... En fin,
todo ello para nuestro cuento importa un comino. Así que mataron al padre, la muchacha se casó
con su Gallo y cuando se creía que el marqués los iba a echar con cajas destempladas, resulta que
se quedan en la casa, ellos y el rapaz, y que está su señor cuñado contentísimo con tal muñeco...
Esto fue antes, muy poco antes de morir la señorita, su hermana...
Gabriel suspiró, juntando rápidamente el entrecejo.
- No había quedado nada fuerte desde el nacimiento de la niña: yo la asistí, y necesité echar
mano de todos los recursos de la ciencia para que...
-¿Usted asistió a mi hermana? - exclamó el artillero, cuyos ojos destellaron simpatía, casi
ternura, humedeciéndose con esa humedad que es como el primer vaho de una lágrima antes de
subir a empañar la pupila.
- Entonces, sí señor; que después, como dije a usted, el marqués hizo punto en no volverme a
llamar... La pobre señora se quedó, según dicen, como un pajarito; se le atravesaron unas flemas
en la garganta...
Los ojos de Gabriel, ya secos, ardientes y escrutadores, se posaron en Juncal.
- Don Máximo, ¿cree usted en su conciencia que mi hermana murió de muerte natural? pronunció con tal acento, que el médico tartamudeaba al contestar:
- Sí señor... ¡sí señor!, ¡sí señor! Puedo atestiguarlo con sólo una vez que la vi en la feria de
Vilamorta, donde estaba comprando no sé qué, allá unos seis meses antes de la desgracia. La
fallé y dije (puede usted creerme como estamos aquí y Dios en el cielo): - No dura medio año
esta señorita -. (Pasose Gabriel la mano por la frente). Don Gabriel - prosiguió el médico -, ¿qué
le hemos de hacer? Su hermana era delicada; necesitaba algodones; encontró tojos y espinas...
De todas las maneras, ella siempre fue poquita cosa... Volviendo a la niña, no digamos que su
padre la maltrate, pero apenas le hace caso... Él contaba con un varón, y recuerdo que cuando
nació la pequeña, ya renegó y echó por aquella boca una ristra de barbaridades... Al que adora es
al chiquillo de la Sabel. Si lo querrá, que hasta que se ha empeñado en que estudie, y lo manda a
Orense al Instituto, y piensa enviarlo a Santiago a concluir carrera... El muchacho anda lo mismo
que un mayorazgo: su buen reloj de oro, su buena ropa de paño, la camisola fina, el bastoncito o
el látigo cuando va a las ferias... y yegua para montar, y dinero en el bolsillo...
Asió Juncal con misterio la solapa de la americana de don Gabriel, y arrimando la boca a su oído
susurró:
- Dicen que le quiere dejar bajo cuerda casi todo cuanto tiene...
160
En vez de fruncir el ceño el artillero, despejose su encapotada fisonomía, y contestó en voz
serena:
- Ojalá. ¿Se admira usted de mi desinterés? Pues no hay de qué. Es cierto que considero
obligación del hombre sostener la familia que crea al casarse; pero no soy de esos tipos que tanto
les gustan a los autores dramáticos de ahora, que no se casan con una mujer de quien están
perdidamente enamorados, sólo porque es rica. En el caso presente me alegro, porque cuantas
menos esperanzas de riqueza tenga mi sobrina, más fácilmente se avendrán a dármela, a mí que
no he de exigir dote... Confieso que tenía yo mis miedos de que me diese calabazas mi señor
cuñado. Verdad es que como no me las dé Manolita, soy abonado hasta para robarla... ni más ni
menos que en las novelas de allá del tiempo del rey que rabió.
Miró Juncal la fisonomía del artillero, a ver si hablaba en broma o en veras. Revelaba cierta
juvenil intrepidez, y la resolución de poner por obra grandes hazañas, a pesar de los blancos hilos
sembrados por la barba y el pelo que escaseaba en las sienes.
- Si ella no me quiere... y bien puede ser, que al fin soy viejo para ella... (Juncal hizo con manos
y rostro furiosos signos negativos)... entonces, no habrá rapto. De todos modos, por cuestión de
cuartos, no se ha de deshacer la boda: yo lo fío. Aparte de que, siendo ese chico hijo del
marqués, natural me parece que le toque algo de la fortuna paterna.
-¿Quién sabe de quién es el chico? Y es como un pino de oro.
-¿Más lindo que mi sobrina? Mire usted que voy a defender, sin haberla visto, como el ingenioso
hidalgo, que es la más hermosa mujer de la tierra.
- De fea no tiene nada: pero de vestir, la traen... así... nada más que regular. Muchas veces no se
diferencia de una costurerita de Cebre... Vamos, la pobre tuvo poca suerte hasta el día.
- A arreglar todo eso venimos - contestó Gabriel levantándose, como deseoso de echar a andar
sin dilación en busca de su futura esposa. Su huésped le imitó.
- Entonces, ¿a qué hora de la tarde quiere usted salir para la rectoral de Ulloa? - preguntó muy
solícito.
- He mudado de plan; ya no voy... Iré dentro de un par de días a saludar al señor cura. Tengo por
usted cuantos informes necesito, y puedo presentarme hoy mismo en los Pazos de Ulloa sin
inconveniente alguno.
-¿Le corre tanta prisa?
-¿Qué quiere usted? Cuando uno está enamorado...
Juncal se rió, y volvió a mirar a su interlocutor, gozándose en verle tan animoso. El sol ascendía,
la proyección de sombra de las tapias y el emparrado empezaba a acortarse. Por la puerta del
huerto asomó una figura humana inundada de luz, de frescura y color: era una mujer, Catuxa,
con el delantal recogido y levantado, lleno de ahechaduras de trigo que arrojaba a puñados en
torno suyo chillando agudamente: - Pitos, pitos, pitos... pipí, pipí, pipí...-. Seguíanla los pollos
nuevos, amarillos como canarios, con sus listos ojillos de azabache, con sus corpezuelos que aún
conservaban la forma del cascarón, columpiados sobre las patitas endebles. Detrás venía la
gallina, una gallina pedreña, grave y cacareadora, honrada madre de familia, llena de dignidad. A
la nidada seguía una horda confusa de volátiles: pollos flacos y belicosos, gallinas jóvenes muy
púdicas y modestas, muy sumisas al hermosísimo bajá, al gallo rojizo con cresta de fuego y ojos
de ágata derretida, que las custodiaba y les señalaba con un cacareo lleno de deferencia el
sustento esparcido, sin dignarse probarlo. Don Gabriel se detuvo muy interesado por aquel
cuadro de bodegón, que rebosaba alegría. El gallo le recordó el mote del marido de Sabel y, por
inevitable enlace de ideas, los Pazos de Ulloa. Y al pensar que estaría en ellos por la tarde y
conocería a la que ya nombraba mentalmente su novia, la circulación se le paralizó un momento,
y sintió que se le enfriaban las manos, como sucede en los instantes graves y decisivos.
-¡Fantasía, fantasía! - pensó -. Cuidadito... ¡no empieces ya a hacer de las tuyas!
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- XI Antes de salir de Cebre a caballo, rigiendo una yegua y una mulita, detuviéronse cortos
momentos Juncal y don Gabriel en el alpendre o cobertizo del patio del mesón donde remudaba
tiro la diligencia. Yacían allí las víctimas del siniestro, una mula con una pata toda entablillada, y
no lejos, sobre paja esparcida, cubierto por una manta, temblando aún de la bárbara cura que
acababan de hacerle, el infeliz delantero, no menos entablillado que la mula. A su cabecera
(llamémosle así) estaba el facultativo, que no era sino el famoso señor Antón, el algebrista de
Boán. Máximo dio un codazo a don Gabriel, advirtiéndole que reparase en la peregrina catadura
del viejo, el cual no se turbó poco ni mucho al encontrarse cogido infraganti delito de usurpación
de atribuciones; saludó, sacó de detrás de la oreja la colilla, y empezó a chuparla, a vueltas de
inauditos esfuerzos de su barba, determinada a juntarse de una vez con la nariz.
Miró Gabriel al pobre mozo que gemía, con los ojos cerrados, la cabeza entrapajada y una pierna
tiesa del terrible aparato que acababan de colocarle, y consistía en más de una docena de talas o
astillas de cañas de cortas dimensiones, defensa de la bizma de pez hirviendo que le habían
aplicado. La criada y el amo del mesón se limpiaban aún el sudor que les chorreaba por la frente,
cansados de ayudar a la operación de la compostura tirando con toda su fuerza de la pierna rota
hasta hacer estallar los huesos, a fin de concertar las articulaciones, mientras el paciente veía
todos los planetas, incluso los telescópicos.
- Mire si tenía razón - murmuró Máximo -. Estoy ahí a la puerta, y han preferido mandar llamar a
éste de más de tres leguas... Es verdad que él ha curado de una vez al muchacho y a la mula, cosa
que yo no haría.
Gabriel observaba al algebrista como se observa un tipo de cuadro de género, de los que trasladó
al lienzo para admiración de las edades el pincel de Velázquez y Goya.
- Me gustaría darle palique si no tuviésemos el tiempo tan tasado- indicó al médico.
-¡Bah! No tenga miedo, que al señor Antón se lo encontrará usted a cada paso por ahí... Raro es
que pase un mes sin que dé vuelta por los Pazos: como hay mucho ganado...
Antes de ponerse en camino, don Gabriel sacó de la petaca algunos cigarros, que tendió al
atador. Tomolos este con su flema y reposo habituales; y arrojando la ya apurada colilla, se tocó
el ala del grotesco sombrero, mientras con la izquierda cogía el vaso colmado de vino que le
brindaba la mesonera.
Los jinetes refrenaron el primer ímpetu de sus cabalgaduras, a fin de no cansarlas ni cansarse, y
adoptaron una ambladura pacífica. Era la tarde de esas del centro del año, que en los países
templados suelen ostentar incomparable magnificencia y hermosura. Campesinos aromas de
saúco venían a veces en alas de una ligerísima brisa, apenas perceptible. La yegua de Juncal, que
montaba el comandante, no desmentía los encomios de su dueño. Regíala Gabriel con la diestra,
y bien pudiera dejarle flotar las riendas sobre el pescuezo, pues aunque lucia y redondita de
ancas, gracias al salvado de Catuxa, era la propia mansedumbre. Sólo se permitía de rato el
exceso de torcer el cuello, sacudir el hocico y rociar de baba y espuma los pantalones del jinete;
pero aun esto mismo lo hacía con cierta docilidad afectuosa.
Gabriel se dejaba columpiar blandamente, penetrado de un bienestar intenso, de una embriaguez
espiritual, que ya conocía de antiguo, por haberla experimentado cuantas veces se divisaba en su
vida un horizonte o un camino nuevo. Era una especie de eretismo de la imaginación, que al
caldearse desarrollaba, como en sucesión de cuadros disolventes, escenas de la existencia futura,
realzadas con toques de poesía, entretejidas con lo mejor y más grato que esa existencia podía
dar de sí, con su expresión más ideal. En la fantasía incorregible del artillero, los objetos y los
sucesos representaban todo cuanto el novelista o el autor dramático pudiese desear para la
creación artística, y por lo mismo que no desahogaba esta ebullición en el papel, allá dentro
seguía borbotando. Si la realidad no se arreglaba después conforme al modelo fantástico, Gabriel
162
solía pedirle estrechas cuentas; de aquí sus reiteradas decepciones. Soñador tanto más temible
cuanto que guardaba sepulcral silencio acerca de sus ensueños, y a nadie comunicaba sus
fracasos - los caballos muertos, que decía él para sí -. Conociéndose, solía proponerse mayor
cautela, y echar el torno a la imaginación. Pero esta llevaba siempre la mejor parte.
Verbigracia, en el caso presente. ¿Pues no habíamos quedado en que el pedir la mano de su
sobrina era el cumplimiento de un austero deber, un tributo pagado a la memoria de un ser
querido, un acto sencillo y grave? ¿Bastarían dos o tres frases de Juncal, el olor de las flores
silvestres y el hervor de su propia mollera para edificar sobre la base de la obligación moral el
castillo de naipes de la pasión? ¿Por qué pensaba en su sobrina incesantemente, y se la figuraba
de mil maneras, y discurría, enlazando experiencias y recuerdos, cómo sorprenderla, interesarla y
enamorarla, hablando pronto? ¿Por qué se deleitaba en imaginar la inocencia selvática de su
sobrina, su carácter algo arisco, y el rendimiento y ternura con que, después de las primeras
esquiveces, le caería sobre el corazón más blanda que una breva; y por qué se veía disipando
poco a poco su ignorancia, educándola, formándola, iniciándola en los goces y bienes de la
civilización, y otras veces volvía la torta, y se veía a sí propio hecho un aldeano, y a Manolita,
con los brazos arremangados como Catuxa, dando de comer a las gallinas, o... ¡celeste visión,
espectáculo inefable!, arrimando al blanco y redondo pecho una criaturita medio en pelota, toda
bañada de Sol...?
La naturaleza se asemeja a la música en esto de ajustarse a nuestros pensamientos y estados de
ánimo. No le parecieron a Gabriel tristes y lúgubres ni los abruptos despeñaderos que se
suspenden sobre el río Avieiro, ni los pinares negros cuya mancha limitaba el horizonte, ni los
montes calvos o poblados de aliaga, ni los caminos hondos, que cubría espesa bóveda de zarzal.
Al contrario, miraba con interés los pormenores del paisaje, y al llegar al crucero de piedra y al
copudo castaño que le formaba natural pabellón, exclamó con entusiasmo:
-¡Qué hermoso sitio! Ni ideado por un pintor escenógrafo de talento.
- Cerquita de aquí - advirtió Juncal - mataron al excomulgado de Primitivo, el mayordomo de los
Pazos. Mire usted: debió ser por allí, donde blanquea aquel paredón... El chiquillo, el nieto, el
Perucho, lo estuvo viendo muy agachadito detrás de las piedras... Se le ha de acordar cada vez
que pase por aquí... si es que tiene valor de pasar.
Gabriel se volvió un poco sobre la silla española que vestía su yegua, y exclamó como el que
pregunta algo de sumo interés que se le ha olvidado:
-¿Qué tal índole es la de ese chico? ¿Maltrata a mi sobrina? ¿La mortifica? ¿Le tiene envidia?
¿Hace por malquistarla con mi cuñado?
-¡Él maltratarla! ¡A su sobrina! Pues si no ha habido en el mundo cariño más apretado que el de
tales criaturas. Desde que nació la niña, Perucho se volvió chocho, lo que se llama chocho, por
ella; la señora y el ama no sabían cómo hacer para quitarse de encima al chiquillo, que no hacía
sino llorar por la nené. Allí estaba siempre, como un perrito faldero; ni por pegarle; le digo a
usted que era mucho cuento tal afición. Y después de fallecer la señora, ¡Dios nos libre! El
niñero de la señorita Manolita en realidad ha sido Perucho. Siempre juntos, correteando por ahí.
¡Pocas veces me los tengo encontrados por los sotos, haciendo magostos, por las viñas picando
uvas, o chapuzando por los pantanos! Y que no sé cómo no se mataron un millón de veces o no
rodaron por los despeñaderos al río. El chiquillo es fuerte como un toro ¡más sano y recio! Un
hijo verdadero de la naturaleza. Sólo una enfermedad le conocí, y verá usted cuál. Cátate que se
le pone en la cabeza al marqués, y otros dicen que al farolón del Gallo, enviar al rapaz a Orense
para que estudie; y quién le dice a usted que el primer año, cuando tocaron a separarse, los dos
chiquillos cayeron malos qué sé yo de qué... de una cosa que aquí llamamos saudades... ¿Usted
comprende el término? Porque usted lleva años de faltar de Galicia...
- Sí, ya sé qué quiere decir saudades. Los catalanes llaman a eso anyoransa. En castellano no hay
modo tan expresivo de decirlo.
163
- Ajajá. Pues el chiquillo, el primer año, se desmejoró bastante y vino todo encogido, como los
gatos cuando tienen morriña; pero así que volvieron a sus correrías, sanó y se puso otra vez
alegre. Y a cada curso la misma función. Siempre triste y rabiando en Orense (parece que la
cabeza no la tiene el chico allá para grandes sabidurías) y, apenas pintan las cerezas y toma las
de Villadiego, otra vez más contento que un cuco, y a corretear con su...
Juncal dudó y vaciló al llegar aquí. Por vez primera acaso, se le vino a las mientes una idea muy
rara, de esas que hacen signarse aun a los menos devotos murmurando -¡Ave María!- de esas que
no se ocurren en mil años, y una circunstancia fortuita sugiere en un segundo...
Cruzáronse sus miradas con las de don Gabriel, que le parecieron reflejo de su propio
pensamiento, reflejo tan exacto como el del cielo en el río; y entonces el artillero, sin reprimir
una angustia que revelaba el empañado timbre de la voz, terminó el período:
- Con su hermana.
Calló Juncal. Lo que ambos cavilaban no era para dicho en alto.
Reinó un silencio abrumador, cargado de electricidad. Estaban en sitio desde el cual se divisaba
ya perfectamente la mole cuadrangular de los Pazos de Ulloa, y el sendero escarpado que a ellos
conducía. Juncal dio una sofrenada a su mula.
- Yo no paso de aquí, don Gabriel... Si llego hasta la puerta, extrañarán más que no entre... y la
verdad, como está uno así... político... no me da la gana de que piensen que aproveché la ocasión
para meter las narices en casa de su señor cuñado. Mañana vendrá el criado mío a recoger la
yegua...
Gabriel tendió la mano sana buscando la del médico.
- Me tendrá usted en Cebre cuando menos lo piense, a charlar, amigo Juncal... A usted y a su
señora les debo un recibimiento y una hospitalidad de esas... que no se olvidan.
- Por Dios, don Gabriel... No avergüence a los pobres... Dispensar las faltas que hubiese. La
buena voluntad no escaseaba: pero usted pasaría mil incomodidades, señor.
- Le digo a usted que no la olvidaré...
Y el rostro del artillero expresó gratitud afectuosa.
-¡Cuidar el brazo, no hacer nada con él! - gritaba Juncal desde lejos, volviéndose y apoyando la
palma sobre el anca de la mula. Y diez minutos después aún repetía para sí:- ¡Qué simpático...
qué persona tan decente!... ¡Qué instruido... qué modos finos!...
El médico, después de volver grupas, apuró lo posible a la mulita con ánimo de llegar pronto a su
casa. Iba pesaroso y cabizbajo, porque ahora le venía el trasacuerdo de que no había preguntado
al comandante Pardo sus opiniones políticas y su dictamen acerca del porvenir de la regencia y
posible advenimiento de la república.
-¿Cómo pensará este señor? - discurría Juncal, mientras el trote de la mula le zarandeaba los
intestinos -. ¿Qué será? ¿Liberal o carcunda? Vamos, carcunda es imposible... Tan simpático...
¡qué había de ser carcunda! Pues sea lo que quiera... debe de estar en lo cierto.
- XII Por delante de los Pazos cruzaba un mozallón conduciendo una pareja de bueyes sueltos,
picándoles con la aguijada a fin de que anduviesen más aprisa. Gabriel le preguntó, para
orientarse, pues ignoraba a cuál de las puertas del vasto edificio tenía que llamar. Ofreciose el
mozo a guiarle adonde estuviese el marqués de Ulloa, que no sería en casa, sino en la era, viendo
recoger la cosecha del centeno. Arrendando el artillero su dócil montura, echó detrás del mozo y
de los bueyes.
Dieron vuelta casi completa a la cerca de los Pazos, pues la era se encontraba situada más allá
del huerto, a espaldas del solariego caserón. Gabriel aprovechó la coyuntura de enterarse del
edificio, en cuyas trazas conventuales discernía rastros de aspecto bélico y feudal, aire de
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fortaleza, por el grosor de los muros, la angostura de las ventanas, reminiscencia de las antiguas
saeteras, las rejas que defendían la planta baja, las fuertes puertas y los disimulados postigos, las
torres que estaban pidiendo almenas, y sobre todo, el montés blasón, el pino, la puente y las
sangrientas cabezas de lobo.
Indicaba desde lejos la era la roja cruz del hórreo; se oía el coro estridente de los ejes de los
carros, que salían vacíos para volver cargados de cosecha. Era la hora en que los bueyes,
rociados con unto y aceite como preservativo de las moscas, cumplen con buen ánimo su pesada
faena, y se dejan uncir mansamente al yugo, mosqueando despacio el ijar con las crinadas colas.
Gabriel se tropezó con dos o tres carros, y al emparejar con ellos, pensó que su chirrido le
rompiese el tímpano. Delante de la era se apeó ayudado por su guía; entregole las riendas, y
entró.
Un enjambre de fornidos gañanes, vestidos solamente con grosera camisa y calzón de estopa,
alguno con un rudimentario chaleco y una faja de lana, empezaban a elevar, al lado de una meda
o montículo enorme de mies, otro que prometía no ser más chico. Dirigía la faena un hombre de
gallarda estatura, moreno y patilludo, de buena presencia, vestido a lo señor, con americana,
cuello almidonado, leontina y bastón, y muy zafio y patán en el aire; Gabriel pensó que sería el
mayordomo, el Gallo. Sentado en un banquillo hecho de un tablón grueso, cuyas patas eran
cuatro leños que, espatarrándose, miraban hacia los cuatro puntos cardinales, estaba otro hombre
más corpulento, más obeso, más entrado en edad o más combatido por ella, con barba
aborrascada y ya canosa, y vientre potente, que resaltaba por la posición que le imponía la poca
altura del banco. A Gabriel le pasó por los ojos una niebla: creyó ver a su padre, don Manuel
Pardo, tal cual era hacía unos quince o veinte años; y con mayor cordialidad de la que traía
premeditada, se fue derecho a saludar al marqués de Ulloa.
Este alzó la cabeza muy sorprendido; el Gallo, sin volverse, giró sus ojos redondos, de niña
oscura y pupila aurífera, como los del sultán del corral, hacia el recién llegado; los mozos
suspendieron la faena, y Gabriel, en medio del repentino silencio, notó en las plantas de los pies
una sensación muelle y grata, parecida a la del que entra en un salón hollando tupidas alfombras.
Eran los extendidos haces de centeno que pisaba.
El hidalgo de Ulloa se puso en pie, y se hizo con la mano una pantalla, porque los rayos del sol
poniente daban de lleno en la cara de Gabriel, y no le permitían verla a su gusto. El comandante
se acercó más a su cuñado, y alargó la diestra, diciendo:
- No me conocerás... Te diré quien soy... Gabriel, Gabriel Pardo, el hermano de tu mujer.
-¿Gabriel Pardo?
Revelaba la exclamación de don Pedro Moscoso, no solamente sorpresa, sino hosco recelo, como
el que infunden las cosas o las personas cuya inesperada presencia resucita épocas de recuerdo
ingrato. Viendo Gabriel que no le tomaban la mano que tendía, hízose un poco atrás, y murmuró
serenamente:
- Vengo a verte y a pedirte posada unos cuantos días... ¿Te parece mal la libertad que me tomo?
¿Me recibirás con gusto? Di la verdad; no quisiera contrariarte.
-¡Jesús... hombre! - prorrumpió el hidalgo esforzándose al fin por manifestar cordialidad y
contento, pues no desconocía la virtud primitiva de la hospitalidad -. Seas muy bienvenido: estás
en tu casa. ¡Ángel! - ordenó dirigiéndose al Gallo, - que recojan el caballo del señor, que le den
cebada... ¿Quieres refrescar, tomar algo? Vendrás molestado del viaje. Vamos a casa enseguida.
- No por cierto. De Cebre aquí a caballo, no es jornada para rendir a nadie. Siéntate donde
estabas; si lo permites, me quedaré aquí; lo prefiero.
- Como tú dispongas; pero si estás cansado y... ¡Ey, Ángel! - gritó al individuo que ya se
alejaba:- a tu mujer que prepare tostado y unos bizcochos. ¡Vaya, hombre, vaya! - añadió
volviéndose a Gabriel -. Tú por acá, por este país...
- He llegado ayer - contestó Gabriel comprendiendo que una vez más se le pedía cuenta de su
presencia y razón plausible de su venida -. Estaba en la diligencia que volcó - y al decir así,
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señalaba su brazo replegado, sostenido aún por el pañuelo de seda de Catuxa -. Ha sido preciso
descansar del batacazo.
-¡Hola, conque en la diligencia que volcó! ¡Ey, tú, Sarnoso! - exclamó el hidalgo dirigiéndose a
uno de los gañanes -. ¿No dijiste tú que vieras entrar en Cebre ayer una mula y un delantero
estropeados?
- Con perdón - respondió el Sarnoso tocándose una pierna - llevaban esto crebado, dispensando
usted.
- Sí, es verdad; hoy se les hizo la cura - confirmó Gabriel.
El vuelco de la diligencia empezó a dar mucho juego. El Sarnoso agregó detalles; Gabriel añadió
otros; el marqués no se saciaba de preguntar, con esa curiosidad de los acontecimientos ínfimos
propia de las personas que viven en soledad y sin distracción de ninguna clase. Gabriel le
examinaba a hurtadillas. Para los cincuenta y pico en que debía frisar, parecíale muy atropellado
y desfigurado el marqués, tan barrigón, con la tez tan inyectada, con el pescuezo y nuca tan
anchos y gruesos, con las manos tan nudosas por las falanges como suelen estar las de los
labriegos que por espacio de medio siglo se han consagrado a beber el hálito de la tierra, y a
rasgarle el seno diariamente. A modo de maleza que invade un muro abandonado, veía el
artillero en el conducto auditivo, en las fosas nasales, en las cejas, en las muñecas de su cuñado,
que teñía de rojo el sol poniente, una vegetación, un musgo piloso, que acrecentaba su aspecto
inculto y desapacible. El abandono de la persona, las incesantes fatigas de la caza, la absorción
de humedad, de sol, de viento frío, la nutrición excesiva, la bebida destemplada, el sueño a
pierna suelta, el exceso en suma de vida animal, habían arruinado rápidamente la torre de aquella
un tiempo robustísima y arrogante persona, de distinta manera pero tan por completo como lo
harían las excitaciones, las luchas morales y las emociones febriles de la vida cortesana. Tal vez
parecía mayor la ruina por la falta de artificio en ocultarla y remediarla. Ceñido aquel mismo
abdomen por una faja, bajo un pantalón negro hábilmente cortado; desmochada aquella misma
cabeza por un diestro peluquero; raídas aquellas mejillas con afiladísima navaja, y suavizada
aquella barba con brillantina; añadido a todo ello cierto aire entre galante y grave, que
caracteriza a las personas respetables en un salón, es seguro que más de cuatro damas dirían, al
ver pasar al marqués de Ulloa: -¡Qué bien conservado! Cuarenta años es lo más que representa.
Lo cierto es que Gabriel, al ver en su cuñado señales evidentes del peso de los años y del
esfuerzo con que iba descendiendo ya el agrio repecho de la vida, sintió por él esa compasión
involuntaria que inspiran a los corazones generosos las personas aborrecidas o antipáticas,
cuando se ven que caminan al desenlace de las humanas tribulaciones, flaquezas e iniquidades la muerte.
-¡Yo que le tenía por un castillo! - pensó -. Pero también los castillos se desmoronan.
De su parte el marqués, lleno de curiosidad y suspicacia, estaba que daría el dedo meñique por
saber qué viento traía a su cuñado. Pensaba en recriminaciones, en acusaciones, en cuentas del
pasado ajustadas ahora por quien tenía derecho de ajustarlas, y pensaba también en cosa más
inmediata y práctica, en una discusión referente a las partijas que se hallaban incoadas y
pendientes desde el fallecimiento del señor de la Lage. Por más que el aire abierto y franco que
traía Gabriel decía a voces - no vengo aquí a ocuparme en cuestiones de intereses - el marqués de
Ulloa se fijó en la última hipótesis, y la dio por segura, y empezó a tirar mentalmente sus líneas y
a combinar su estrategia. Con los años, el marqués de Ulloa había contraído las aficiones de los
labriegos viejos, para los cuales no hay plato más gustoso que una discusión de pertenencia, un
litigio, un enredo cualquiera en que si no danza el papel sellado, esté por lo menos en ocasión de
danzar.
Como anticipándose a indicar el verdadero objeto de su venida, Gabriel, habiéndose quitado su
sombrero hongo de fieltro, que le dejaba una raya roja en la frente, y pasándose con movimiento
juvenil la mano por el cabello para arreglarlo y calados mejor los quevedos, preguntó:
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- Y... ¿qué tal mi sobrina Manuela? Estoy deseando verla. Debe ser toda una mujer... ¿estará
guapísima?
El marqués de Ulloa gruñó, creyendo que el gruñido era la mejor manera de contestar a lo que
juzgaba cumplimiento. Al fin articuló:
- Ahora la verás... Milagro que no anda por aquí. Estarán ella y Perucho... como dos cabritos,
triscando. Los pocos años, ya se ve... Cuando vamos viejos se acaba el humor... Más tengo
corrido yo por esos vericuetos, que ningún muchacho de hoy en día. Pero a cada cerdo le llega su
San Martín, como dicen... Todos vamos para allá - dijo apoyando su grueso mentón en el puño
de su palo, y señalando con la cabeza a punto muy distante.
Gabriel se entretenía contemplando el espectáculo de la era, que le parecía, acaso por la plenitud
de su corazón y el rosado vapor en que sabía bañar las cosas su fantasía incurable, henchida de
soberana quietud y paz. La puesta del sol era de las más espléndidas, y los últimos resplandores
del astro inundaban de rubia claridad la cima de las medas, convertían en cinta de oro bruñido la
atadura de los haces, daban toques clarísimos de esmeralda a la copa de los árboles, mientras las
ramas bajas se oscurecían hasta llegar al completo negror. Se oían los últimos pitíos de los
pájaros, dispuestos ya a recogerse, el canto ritmado del ¡pas-pa-llás! en el barbecho, el arrullo de
las tórtolas, que se dejaban caer por bandadas en los sembrados, en busca del rezago de granos y
espigas que allí había derramado la hoz, y la lamentación interminable del carro cargado, tan
áspera de cerca como melodiosa de lejos. A trechos se escuchaba también otra queja
prolongadísima, pero humana, un ¡ala laaaá! de segadoras, y todo ello formaba una especie de
sinfonía - porque Gabriel no discernía bien los ruidos, ni podía decir cuáles salían de laringe de
pájaro y cuáles de femenina garganta- una sinfonía que inclinaba a la contemplación y en la cual
sólo desafinaba la voz enronquecida del marqués de Ulloa.
Incorporose este, haciendo segunda vez pantalla de la mano.
-¿No preguntabas por tu sobrina? Me parece que ahí la tienes. ¡Vela allí!
-¿En dónde? - preguntó Gabriel, que no veía nada ni oía más que un discordante quejido, que
poco a poco iba convirtiéndose en insoportable estridor.
Entre el marco que dos higueras retorcidas, cargadas de fruto, formaban a la puerta de la era,
desembocó entonces una yunta de amarillos y lucios bueyes, tirando de un carro atestado de
gavillas de centeno. Reparó Gabriel con sorpresa la forma primitiva del carro, que mejor que
instrumento de labranza parecía máquina de guerra: la llanta angosta, la rueda sin rayos,
claveteada de clavos gruesos, el borde hecho con empalizada de agudas estacas, donde para
sujetar la carga, descansa un tosco enrejado de mimbres, de quitaipón. Pero al alzar la vista de
las ruedas, fijó su atención un objeto más curioso: un grupo que se destacaba en la cúspide del
carro, un mancebo y una mocita, tendidos más que sentados en los haces de mies y hundido el
cuerpo en su blando colchón; una mocita y un mancebo risueños, morenos, vertiendo vida y
salud, con los semblantes coloreados por el purpúreo reflejo del Oeste donde se acumulaban esas
franjas de arrebol que anuncian un día muy caluroso. Y venía tan íntima y arrimada la pareja,
que más que carro de mies, parecía aquello el nido amoroso que la naturaleza brinda
liberalmente, sea a la fiera entre la espinosa maleza del bosque, sea al ave en la copa del arbusto.
Gabriel sintió de nuevo una extraña impresión; algo raro e inexplicable que le apretó la garganta
y le nubló la vista.
- XIII Primero se bajó de un salto Perucho, y tendiendo los brazos, recibió a Manuela, a quien sostuvo
por la cintura. Cayó la chica con las sayas en espiral, dejando ver hasta el tobillo su pie mal
calzado con zapato grueso y media blanca. Al punto mismo de saltar vio al desconocido, y se
detuvo como indecisa. Perucho también pegó un respingo de animal montés que encuentra
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impensadamente al cazador. Gabriel clavó en su rostro la mirada, impulsado por ansia secreta e
indefinible de saber si merecía su fama de belleza física el que él llamaba entre sí, con asomos de
humorismo, el bastardo de Moscoso.
Para el escultor y el anatómico, belleza era, y de las más perfectas y cumplidas, aquel cuerpo
bien proporcionado y mórbido, en que ya, a pesar de la juventud, se diseñaban líneas viriles, bien
señaladas paletillas, vigorosos hombros, corvas donde se advertía la firmeza de los tendones; y
rasgo también de belleza clásica y pura, la poderosa nuca redondeada, formando casi línea recta
con la cabeza y cubierta de un vello rojizo; el trazo de la frente que continuaba sin entrada
alguna; la vara de la correcta nariz; los labios arqueados, carnosos y frescos como dos mitades de
guinda; las mejillas ovales, sonrosadas, imberbes; la nariz y barba que ostentaban en el centro
esa suave pero marcada meseta o planicie que se nota en los bustos griegos, y que los artistas
modernos no encuentran ya en sus modelos vulgares, y por último el monte de bucles, digno de
una testa marmórea, de los cuales dos o tres se emancipaban hasta flotar sobre las cejas y
estorbar a los ojos.
Para Gabriel, más pensador e idealista que artista y pagano, y además hombre moderno en toda
la extensión de la palabra, aficionado a la expresión, prendado sobre todo, en el sexo varonil, de
las cabezas reflexivas, de las frentes anchas en que empieza a escasear el cabello, de las
fisonomías que son una chispa, una llama, una idea hecha carne, que habla por los ojos y se
imprime en cada facción y se acentúa enérgicamente en la ahorquillada o puntiaguda barba, de
los cuerpos en que la disposición atlética y la hermosura de los miembros se disimula hábilmente
bajo la forma de la vestidura usual entre gente bien educada; para Gabriel, decimos, fuese por
todas estas razones o por alguna otra que ni él mismo entendía, no solamente resultó
incomprensible la lindeza de Perucho, sino que a pesar de su predisposición a la simpatía, sobre
todo hacia la gente de posición inferior a la suya, le pareció hasta antipática e irritante aquella
cabeza de joven deidad olímpica, aquella frescura campesina y tosca, aquella cara tallada en
alabastro, pero encendida por una sangre moza y ardiente, savia vital grosera y propia de un
labriego (así pensaba Gabriel); y sobre todo aquellos modales aldeanos, aquel vestir lugareño,
aquella extracción evidentemente rústica, revelada hasta en el modo de andar y en el olor a
campo que le había comunicado la mies.
En cambio -¡oh transacciones de la estética!- Gabriel se indignó de que alguien hubiese dudado
de la hermosura de Manolita. ¡Manolita! Manolita sí que era guapa. Así como a Perucho se le
estaba despegando la americana y el pantalón, y su musculatura pedía a voces el calzón de estopa
de los gañanes que erigían la meda, a Manolita (seguía pensando Gabriel) no le cuadraba bien el
pobre vestidillo de lana, y su fino talle y su airosa cabecita menuda reclamaban un traje de
cachemir de corte elegante y sencillo, un sombrero Rubens con plumas negras - que lo llevaría
divinamente -. ¿Parecido con su madre? Sí; mirándola bien, se parecía, se parecía mucho a la
inolvidable mamita; los mismos ojazos negros, las mismas trenzas, la frente bombeada, el rostro
larguito... pero animado, trigueño, con una vida exuberante que la pobre mamita no gozó nunca.
Y además, serena e intrépida y despegada y arisca. Al decirle su padre: - Este señor es tu tío
Gabriel Pardo, el hermano de tu mamá -, la montañesa apuntó a boca jarro las pupilas, y
murmuró con desdeñosa gravedad:
- Tenga usted buenas tardes.
Si más conversación, volvió la espalda, deslizándose tras de la meda. Gabriel se quedó algo
sorprendido de semejante conducta por parte de su sobrina. Entre los números del programa
trazado por su imaginación, se contaba el del recibimiento. Con el candor idílico que guardan en
el fondo del alma los muy ensoñadores, durante el camino se había imaginado una escena digna
del buril de un grabador inglés: una doncella candorosa aunque algo brava y asustadiza, que se
ruborizase al verle, que le hiciese muy confusa y bajando los ojos varios saludos y reverencias,
que luego consultase con tímida mirada a su padre, y autorizada por una seña de este, saliese
precipitadamente, volviendo a poco rato con una bandeja de frutas y refrescos que brindar al
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forastero... Sí, ¡buenos refrescos te dé Dios! Maldito el caso que le hacía Manolita; y su padre, en
vez de mostrar que extrañaba semejante comportamiento, ni lo notaba y seguía conversando con
Gabriel, informándose asiduamente de ¿cómo había encontrado los asuntos de su padre, al
hacerse cargo de ellos? ¿Cómo andaba el partido H y los foros X? El artillero contestaba; pero de
soslayo observaba atentamente lo que acontecía en la era. A su sobrina no la veía entonces; sí a
Perucho, que en mangas de camisa, habiendo echado la americana sobre el yugo de los bueyes,
ayudaba a descargar el carro, mostrando deleitarse en la actividad muscular, que esparcía su
sangre y la enviaba en olas a enrojecer su pescuezo y su frente blanca y lisa. Así que la carga del
carro estuvo por tierra, llegose a la meda empezada, en cuya cima vio Gabriel alzarse, como
estatua en su pedestal, a Manolita. Cruzáronse entre los dos muchachos frases, risas y una
especie de gracioso reto; y empuñando Perucho con resolución una horquilla de palo, dio
principio al juego de levantar con ella un haz y arrojárselo a la chica, que lo recibía en las manos
como hubiera podido recibir una pelota de goma, sin titubear, y se lo pasaba al punto a un gañán
encaramado también sobre la meseta de la meda, el cual lo sentaba y colocaba, espiga adentro,
medando hábil y rápidamente.
Gabriel no tenía ojos ni oídos más que para el juego. Su cuñado seguía habla que te hablarás, en
el tono llano y cansado del hombre para quien pasó la edad de los retozos y no cree que ya le
importen a nadie. Y Gabriel se consumía, contestando cortésmente, pero distraído, con el alma a
cien leguas de la plática. Al fin no pudo contenerse, y se levantó.
-¿Tú querrás descansar? ¿Tomas algo? ¿Cenas?... - interrogó obsequiosamente el marqués,
dando muestras de querer llevarse a su huésped hacia casa.
- No... Sí... Quisiera... - murmuró Gabriel un tanto confuso, porque al verse de pie le pareció
ridículo decir: - Lo que estoy deseando, a pesar de mi brazo vendado, es ponerme también a
echar haces a la meda...-. Y no atreviéndose a confesar el capricho, se dejó guiar resignado hacia
la gran mole de la casa solariega. Al salir siguió escuchando durante algunos segundos las risas
de la pareja, el ¡jeeem! triunfal que dilataba la cavidad pulmonar de Perucho al lanzar los haces,
y el impaciente -¡venga otro!- de Manolita cuando tardaban.
- XIV Al entrar en los Pazos experimentó Gabriel la impresión melancólica que sentimos al acercarnos
a la sepultura de una persona querida, y la emoción profunda que nos causa ver con los ojos
sitios que desde hace mucho tiempo visita nuestra imaginación. En sus años de colegio, Gabriel
se representaba la casa de su hermana como una tacita de plata, elegante, espaciosa, cómoda;
después sus ideas variaron bastante; pero nunca pudo figurársela tan ceñuda y destartalada como
era en realidad.
A la escalera salieron a hacerle los honores el Gallo y su esposa, la ex-bella fregatriz Sabel,
causa de tantos disturbios, pecados y tristezas. Quien la hubiese visto cosa de diez y ocho años
antes, cuando quería hacer prevaricar a los capellanes de la casa, no la conocería ahora. Las
aldeanas, aunque no se dediquen a labrar la tierra, no conservan, pasados los treinta, atractivo
alguno, y en general se ajan y marchitan desde los veinticinco. Sus extremidades se deforman, su
piel se curte, la osatura se les marca, el pelo se les vuelve áspero como cola de buey, el seno se
esparce y abulta feamente, los labios se secan, en los ojos se descubre, en vez de la chispa de
juguetona travesura propia de la mocedad, la codicia y el servilismo juntos, sello de la máscara
labriega. Si la aldeana permanece soltera, la lozanía de los primeros años dura algo más; pero si
se casa, es segura la ruina inmediata de su hermosura. Campesinas mozas vemos que tienen la
balsámica frescura de las hierbas puestas a serenar la víspera de San Juan, y al año de consorcio
no es posible conocerlas ni creer que son las mismas, y su tez lleva ya arrugas, las arrugas
aldeanas, que parecen grietas del terruño. Todo el peso del hogar les cae encima, y adiós risa
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alegre y labios colorados. Las coplas populares gallegas no celebran jamás la belleza en la mujer
después de casada y madre: sus requiebros y ternezas son siempre para las rapazas, las nenas
bunitas.
Sabel no desmentía la regla. A los cuarenta y tantos años era lastimoso andrajo de lo que algún
día fue la mejor moza diez leguas en contorno. El azul de sus pupilas, antes tan claro y puro,
amarilleaba; su tez de albérchigo era piel de manzana que en el madurero se va secando; y los
pómulos sobresalientes y la frente baja y la forma achatada del cráneo se marcaban ahora con
energía, completando una de esas cabezas de aldeana de las cuales dice cualquiera: «Más fácil
sería convencer a una mula que a esta mujer, cuando se empeñe en algo».
Con todo, su marido Ángel de Naya, por remoquete Gallo, la tenía no sólo convencida, sino
subyugada y vencida por completo, desde los tiempos ya lejanos en que anhelaba dejar por él su
puesto y corte de sultana favorita en los Pazos, e irse a cavar la tierra. Era una devoción fanática,
una sumisión de la carne que rayaba en embrutecimiento, y una simpatía general de epidermis
grosera y alma burda, que hacían de aquel matrimonio el más dichoso del mundo. El varón, no
obstante, calzaba más puntos que la hembra en inteligencia, en carácter, y hasta en ventajas
físicas. Ajada y lacia ella, él conservaba su tipo de majo a la gallega y su triunfadora guapeza de
sultán de corral: el andar engallado, el ojo claro, redondeado y vivo, las rizosas patillas y la
fachenda en vestir y el empeño de presentarse con cierta dignidad harto cómica. Es de saber que
el Gallo, sin madurar los vastos y mefistofélicos planes de su antecesor y suegro el terrible
Primitivo, no era ajeno a miras de engrandecimiento personal, que delataban indicios evidentes.
El Gallo vestía de señor, lo que se dice de señor; encargaba a Orense camisolas, corbatas,
pañuelos, capa, reloj, botitos, y por nada del mundo se volvería a poner su pintoresco traje de
terciopelo de rizo azul, con botones de filigrana de plata, y la montera con plumas de pavo real,
ni a oprimir bajo el sobaco el fol de la gaita a cuyo sonido habían danzado tantas veces las
mozas. Paisano trasplantado a una capa superior, todo el afán del Gallo era subir más, más aún,
en la escala social. Nadie le obligaría a coger una horquilla o una azada: dirigía la faena agrícola,
nunca tomaba parte activa en ella, porque soñaba con tener las manos blancas y no esclavas,
como él decía. Otra de sus pretensiones era leer óptimamente y escribir con perfección. Como
todos los labriegos que aprenden a leer y escribir de chiquillos, su iniciación en esta maravillosa
clave de los conocimientos humanos era muy relativa: sabe leer y escribir no es conocer los
signos alfabéticos, nombrarlos, trazarlos; es sobre todo poseer las ideas que despiertan esos
signos. Por eso hay quien se ríe oyendo que para civilizar al pueblo conviene que todos sepan
escritura y lectura; pues el pueblo no sabe leer ni escribir jamás, aunque lo aprenda. En
resolución, el Gallo se despepitaba por alardear de lector y pendolista y acostumbraba por las
noches, antes de acostarse, leerle a su mujer, en alta voz, el periódico político a que estaba
suscrito y que proporcionaba una satisfacción profunda a su vanidad, al imprimir en la faja - Sr.
D. Ángel Barbeito-Santiago-Cebre -. Por supuesto que leía de tal manera, que no sólo al caletre
algo obtuso de Sabel, sino al más despierto y agudo, le sería difícil sacar nada en limpio; porque
suprimía radicalmente puntos y comas, se comía preposiciones y conjunciones, se merendaba
pronombres y verbos, casaba sin dispensa palabras y repetía cuatro y seis veces sílabas difíciles,
siendo de ver lo que se volvían en labios suyos las noticias referentes, verbigracia, al Mahdi, a
los nihilistas, al rey Luis de Baviera o a los fenianos y liga agraria. Y todos estos sucesos,
batallas, asolamientos y fieros males, cuanto más lejanos y más inaccesibles, razonablemente
hablando, a su comprensión, más le deleitaban, interesaban y conmovían; y era curioso oírselos
explicar, en tono dogmático, a otros labriegos menos enterados que él de la política exterior
europea en cierta tertulia que solía juntarse en la cocina de los Pazos. Respecto a sus
pretensiones de pendolista, había empezado a satisfacerlas del modo siguiente: encargando a
Orense una resmilla de papel de cartas bien lustroso, de canto dorado, y mandando plantificar en
mitad de cada hoja un A. B. cruzado, tamaño como la circunferencia de un duro; y ya provisto de
papel tan elegante y de escribanía y cabos de pluma en armonía con él, dio en escribir, para
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ejercitar la letra, cartas y más cartas a todo bicho viviente, tomando por pretexto, ya el felicitar
los días, ya cualquier motivo análogo. También era para él gran preocupación el hablar, pues se
esforzaba a que sus labios olvidasen el dialecto a que estaban avezados desde la niñez, y no
pronunciasen sino un castellano que sería muy correcto si salvásemos las innumerables jeadas,
contracciones, diptongos, barbarismos y otros lunarcillos de su parla selecta. ¡Y cuanto más se
empeñaba en sacudirse de los labios, de las manos, de los pies, el terruño nativo, la oscura capa
de la madre tierra, más reaparecía, en sus dedos de uñas córneas, en sus patillas cerdosas y
encrespadas, en sus muñecas huesudas y en sus anchos pies, la extracción, la extracción
indeleble, que le retenía en su primitiva esfera social! Si él lo comprendiese sería muy infeliz.
Por fortuna suya creía todo lo contrario.
Incapaz de los vastos cálculos de Primitivo, había dedicado a comprar tierras todo el dinero
heredado de su difunto suegro, que no era poco y andaba esparcido por el país en préstamos a un
rédito usurario. El Gallo amaba las fincas rústicas a fuer de labriego de raza. Instalado en los
Pazos de Ulloa, la casa más importante del distrito, vio desde luego lo ventajoso de su situación
para papelonear; y como el Gallo antes pecaba de pródigo que de mezquino, condición frecuente
en los gallegos, dígase lo que se quiera, su sueño dorado fue subir como la espuma, no tanto en
caudal cuanto en posición y decoro; y se propuso, ya casado con Sabel, convertirse en señor y a
ella en señora, y a Perucho en señorito verdadero... Aquí conviene aclarar un delicado punto. Era
de tal índole la vanidad del buen Gallo, que dejándose tratar de papá por Perucho y sin razón
alguna para regatearle el título de hijo, la idea de que por las venas del mozo pudiese circular
más hidalga sangre, le ponía tan esponjado, tan hueco, tan fuera de sí de orgullo, que no había
anchura bastante para él en toda el área de los Pazos. Lo pasado, el ayer de Sabel en aquella casa,
lejos de indignarle o disgustarle, era el verdadero atractivo que aún poseía a sus ojos una mujer
marchita y cuadragenaria.
El matrimonio salió a esperar al huésped en la meseta de la escalera, deshaciéndose en
obsequiosos ofrecimientos al «señorito». Parecían los verdaderos dueños de la casa. Aunque
Sabel no guisaba ya, ¡pues no faltaría otra cosa!, se enteró minuciosamente de lo que el huésped
podía apetecer para su cena. ¿Una ensaladita? ¿Tortilla? ¿Lonjas de carne? ¿Chocolate? Gabriel
repetía que cualquier cosa, que él comía de todo; y en esta porfía me lo iban llevando de
habitación en habitación, a cual más destartalada y sin muebles. En el comedor dieron fondo, y
según la costumbre del país, sentáronse ante la mesa libre de manteles, presenciando cómo la
cubrían. Gabriel, al comprender que se trataba de cenar, buscó con los ojos algo que no parecía
por el comedor. Y al fin no pudo contenerse.
-¿Y Manolita? - preguntó -. ¿Y Manolita? ¿No cena?
-¿La chiquilla?... ¡Busca! ¿Quién cuenta con ella? - respondió el marqués de Ulloa, como si
dijese la cosa más natural y corriente del mundo -. ¿En tiempo de siega? Echarle un galgo. Ahora
se juntarán en la era todas las segadoras, y armarán un bailoteo de cuatrocientos mil demonios, y
pandereta arriba y pandereta abajo, y copla va y copla viene, y habiendo una luna hermosa como
hay, tenemos broma hasta cerca de las diez.
No replicó palabra Gabriel, por lo mismo que se le ocurrían infinidad de objeciones: pero no era
ocasión de soltar la sin hueso allí delante de la criada que entraba y salía llevando platos, vasos y
servilletas. Su impulso era decir: - Pues mira, vámonos a la era, y luego cenaremos juntos -, pero
se contuvo: todo le parecía prematuro, indelicado y fuera de sazón mientras no tuviese con su
cuñado una entrevista, lo que se llama una entrevista formal.
Trató de entretenerse observando. Le parecía poético aquel comedor tan distinto de los que se
ven en todas partes, sin aparadores, sin platitos japoneses o de Manises colgados por la muralla,
sin cortinas ni chimenea; por todo adorno, barrocas pinturas al fresco, desconchadas y
empalidecidas, representando pájaros, racimos, panecillos, ratones que subían a comérselos, y
otros caprichos de la fantasía del pintor; y en el centro, frente a la vasta mesa de roble y a los
bancos duros, de abacial respaldo, el péndulo solemne. También la mesa se le antojó que tenía
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carácter o cachet, ese no sé qué de arcaico que enamora a las cansadas imaginaciones modernas,
y se confirmó en ello al fijarse en el plato que le pusieron delante, en cuyo fondo campeaban
emblemas curiosísimos, que le trajeron a la memoria su edad infantil, pues en su casa siendo
niño había visto loza idéntica. Era en efecto resto de dos docenas de platos traídos por doña
Micaela, la madre del marqués, que debían formar parte de alguna soberbia vajilla hecha para un
Pardo virrey o magnate: tenía en el centro el escudo de los Pardos de la Lage dividido en dos
cuarteles; en el de la derecha se encabritaban dos leones rampantes en campo de gules, y en el de
la izquierda otro león y cuatro cruces de Malta en campo de oro. Un casco con una cruz de
Caravaca por cimera remataba el escudo: sobre él se leía en una banderola la divisa: Fortis in
fide et regi fidelis; bajo el escudo, en otra banderola, Per cruces ad triumphos. ¡Resto de algo
glorioso, esculpida y dorada proa que recuerda al buque náufrago! Distrajo a Gabriel de la
contemplación del plato, su cuñado que con inmenso cucharón de plata le servía una sopa de pan
humeante, grasienta y doradita. La sopa cubrió en un momento los lemas heroicos y los fieros
leones, y no quedó ni señal de la pluma flotante del casco, ni de los airosos picos en que se
bifurcaban al extremo las gallardas banderolas de las divisas.
Si Gabriel pudiese recordar otras épocas de los Pazos, notaría, no sólo en aquella exhibición de
vajilla blasonada, sino en mil detalles más, que allí reinaba cierta suntuosidad desconocida cosa
de veinte años antes. Y no era que don Pedro Moscoso se hubiese pulido y civilizado algo; al
revés: con la mengua de sus fuerzas físicas, con el paso de la vida nómada de cazador a la más
sedentaria de hidalgo que cultiva sus tierras, con el terror de la gota, de la vejez y de la muerte,
terror que se iba escribiendo en su huraño semblante, le había entrado mayor indiferencia que
nunca por las finuras y elegancias: en cambio la materia le dominaba, cogiéndole por el flaco de
la gula, y como todos los gotosos, apetecía justamente los platos y vinos que más daño podían
causarle. El ramo de pompas y vanidades corría de cuenta del insigne Gallo, en quien latía la
inclinación más irresistible al fausto y esplendor, y que procuraba deslumbrar al huésped con la
vajilla y con cuanto pudiese.
Cuando después de reposar la cena fumando un par de cigarrillos, pedía Gabriel a don Pedro una
entrevista confidencial para el día siguiente, retirábase el Gallo a sus habitaciones en compañía
de su mujer, la cual acababa de disponer todo lo necesario al alojamiento del huésped. Nada
menos que a sus habitaciones que eran en la planta baja, muy apañadas y cucas, con divisiones
nuevecitas de barrotillo y enlucido de yeso. Todo lo que antes fue madriguera del zorro
Primitivo, lo había convertido el presuntuoso Gallo en corral digno de sus espolones y fachenda.
Y cuanto tenían de destartalados y tristes los aposentos de arriba, que habitaba el señor, otro
tanto de cómodos y alegres los de abajo, el nido que se labraba el mayordomo. Llenitas como un
huevo, nada faltaba en ellas: ni los cómodos armarios recién pintados, ni las útiles perchas, ni las
sillas y sofá de yute, ni el espejo grande en la salita, ni las fotografías harto ridículas, en sus
marcos dorados, ni cromos de frailes y majas, ni muñequitos de porcelana tocando el violín, ni
calendario americano, ni, en suma, ninguno de los objetos que componen el falso bienestar y el
lujo de similor que hoy penetra hasta en las aldeas. La cama de matrimonio era negra maqueada,
es decir, con unos pecaminosos medallones dorados y unas inicuas guirnaldas de rosas; a cada
viaje que el Gallo hacía a Orense, se le acrecentaba el deseo de trocarla por una dorada
enteramente, lo cual era a sus ojos el colmo de la ostentación y sibaritismo humano; pero un
vago recelo de lo que podría decir la gente envidiosa y chismosa, le contenía siempre,
reduciendo su vehemente capricho al estado de sueño, de aspiración imposible, y por lo mismo
más seductora.
Las pollitas, o sean las hijas del Gallo, de siete y nueve años de edad, dormían ya como sardina
en banasta en una misma cama, la una en posición natural, la otra con los pies hacia la cabecera;
dormían con los ojos colorados y los carrillos hechos un tomate de tanto becerrear y llorar,
porque querían ir a la era, a oír tocar la pandereta y cantar la encomienda; pero su padre, que
profesaba las más severas ideas respecto al decoro de las señoritas, no se lo había permitido.
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Sabel empezaba a soltarse los cordones de las innumerables sayas que vestía según la costumbre
aldeana: y el Gallo, sentado en una butaca, al lado de una mesa que sustentaba la lámpara de
petróleo (una lámpara nada menos que de imitación de porcelana japonesa) tomó el periódico
que a la sazón recibía, y era si no mienten las crónicas El Globo, y comenzó a chapucear sueltos,
asombrándose mucho del calor que hacía en Nueva York, y exclamando:
-¡Ave María de gracia!... ¡Dice que están a noventa... y cin... y cin... co farengues... (95º
Fahrenheit se cree que sería), y trin... trienta y ci... cinco y ciento gra... dos! (35º centígrados,
supongo que rezaría la hoja.) Mujer... ¡qué pasmo!
Sabel, que se acostaba entonces, respondió con una especie de complaciente gruñido, estirándose
gustosa entre las sábanas, pues sin saber cuántos farengues de calor se gastaban por allí, sabía
que había sudado el quilo el día entero. Y con ese género de gruñidos salía del apuro siempre que
su consorte se empeñaba en enseñarle el santito, el grabado, o mejor dicho el borrosísimo cliché
del periódico, para hacerle admirar cuatro chafarrinones y media docena de rayas en que una
fantasía ardiente podía reconocer, ya una Aldea rusa a orillas del Volga, ya la Vista de
Constantinopla tomada desde el Bósforo, con otros primores artísticos de la misma laya. Aquella
noche, después de pagar el imprescindible tributo a la política exterior y al movimiento europeo,
ambos cónyuges, después de apagar el quinqué soplando fuertemente en la boca del tubo, entre
el silencio y la oscuridad y el bienestar del lecho, que refuerza muchísimo la potencia discursiva,
se echaron a indagar, comunicándose sus reflexiones, qué demonios sería aquella venida del
señorito don Gabriel.
- XV La primer noche de los Pazos fue para Gabriel Pardo noche de fiebre. Fiebre de impaciencia,
fiebre de cólera, fiebre de recuerdos, de esperanzas, de curiosidad, de indefinible y hondo temor,
y además... ¿por qué negarlo?, ¿por qué dudarlo?, ¡fiebre amorosa!
¡Amorosa! ¡Una niña a quien había visto un cuarto de hora, que le había dicho buenas tardes por
junto y enseguida a recoger gavillas de centeno sin mirarle más a la cara! ¡Una niña cuyos rasgos
fisiognómicos le sería imposible recordar con exactitud!
- No soy yo quien se enamora, es mi imaginación condenada - pensaba el comandante -. Parezco
un cadete. Pero es que en esa chiquilla he cifrado yo muchas cosas. La familia pasada y la futura,
mi mamita y mi hogar, mis ya casi desvanecidas memorias de cariño y mis justas aspiraciones a
los afectos santos que todo hombre tiene derecho a poseer. Por eso me ha entrado así, tan fuerte.
Cabalmente le habían dado el cuarto de su mamita, ¡el cuarto en que había muerto! Él no lo
sabía. Por una especie de convenio tácito consigo mismo, y a fuer de persona recta, le repugnaba
hacer ninguna pregunta hostil o desagradable en una casa adonde venía en son de paz; así es que
no había querido ni enterarse de cuál era el cuarto. Se lo dieron porque, arreglado poco antes de
la boda, se encontraba más presentable que el resto de la desmantelada huronera, tan invadida
por las aficiones agrícolas del dueño, que en algún salón la cosecha de maíz sobrante se
amontonaba a ambos lados en rimero de oro. Allí la cama barroca, con su dorado copete
figurando el sol; allí el biombo con inverosímiles pinturas de casas y árboles; allí todavía el
canapé de estilo Imperio en que se reclinaba la enferma, la honda ventana junto a la cual se
sentaba a leer en un sillón de gutapercha ya descascarado; sobre la cabecera estampas de su
devoción, un rosario de azabache con engarce de plata... todo había sido conservado allí, no por
respeto ni por ternura, sino por la indiferencia de la vida campesina, por el tamaño del gran
caserón, donde se pasaba un año sin que fuesen visitados algunos aposentos.
Gabriel velaba revolviéndose en la cama, escuchando el silencio, ese silencio campesino en que
vibran siempre ladridos de canes vigilantes, murmullos de agua y brisa, coros de ranas, y antes
de la aurora, gemir de carros, y a la aurora, dianas de gallos de sangre ligera. Calculaba qué línea
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de conducta le convendría adoptar al día siguiente, al fin optó por la más leal. Hablaría con el
hidalgo francamente, se lo diría todo, obraría de acuerdo con él y previo su consentimiento. Y si
le negaba autorización para hacerse querer de la niña... bien, entonces le asistiría el derecho de
tomársela.
Llegó al cabo el amanecer y sucediole a Gabriel lo que a todos los que se pasan la noche en
blanco suspirando por el día: que se quedó profunda e invenciblemente dormido. El marqués de
Ulloa, inveterado madrugador gracias a sus hábitos de caza y siesta, vino con impertinente celo a
despertar a su cuñado, aguijoneándole ya la curiosidad de saber el objeto de la venida del
comandante. Gabriel fue llamado al mundo real cuando más a su sabor se encontraba en el de las
quimeras. Propuso el marqués, a guisa de armisticio, que la conversación fuese de cama a butaca,
pero Gabriel rechazó las sábanas, y empezó a vestirse y lavarse en un aguamanil tan chico como
incómodo, con dos toallas no mayores que pañuelos de narices. Convinieron en que la entrevista
se celebraría dentro de media hora en el despacho y archivo del marqués de Ulloa - archivo que
ya volvía a encontrarse punto más punto menos, en su prístino estado, antes de arreglarlo cierto
capellán.
El artillero acudió puntualmente, y sin saber cómo, el diálogo que Gabriel se había propuesto que
fuese sumamente correcto y formal, tomó en seguida giro humorístico, descarado y hostil por
ambas partes. - Me dejas pasmado. - No sé por qué. - Pero, vamos claros: ¿tú tienes gana de
broma? - Nada de eso: con nadie, y menos contigo. -¿En qué quedamos; me pides o no a
Manolita? - No te la pido; lo que hago es advertirte que voy a intentar tomarla, porque me parece
desleal proceder de otra manera: al fin eres su padre. -¿Tomarla? ¿Cómo se entiende eso de
tomarla? -¿Cómo se entiende? No como lo entiendes tú, sino de otro modo: y para explicártelo
mejor, voy a ver si logro que la chica me quiera, y entonces... entonces sí que te la pido. - Sólo
faltaba que tampoco me la pidieras entonces. - Pues bien mirado, si ella quiere darse, es cuando
menos falta me hace que me la des tú; pero... yo soy así. - Tú eres por lo visto una buena pieza. Nada de eso; al contrario, por sencillez y por honradez te cuento a ti todo esto. - Pero... ¿estará
decente que andes tú por ahí acompañando a la chica, después de saber que tienes tales
proyectos? - Mis proyectos son muy honestos, y no parece sino que tu hija anda muy recogida y
pierniquebrada. -¡Hombre... hombre! - La has criado como un marimacho, sin recato ninguno,
¿sabes? Y muy mal, por no decir infernalmente. - Y a ti, ¿quién te da vela?... - Poca cosa: como
que intento ser su marido, y como que soy el hermano de su madre. - Manolita es una chiquilla y,
además... no anda sola. - No, ya sé que la acompaña... el hijo del mayordomo -. (Aquí los ojos de
ambos cuñados cruzaron una mirada singular, y don Pedro acabó por bajarlos). - Siempre
anduvieron juntos ella y ese rapaz desde pequeñitos. -¡Bonita razón! En fin, al grano; ¿me
permites, sí o no, que pruebe a agradar a Manolita? -¿Y si no te lo permito? - Lo haré sin tu
permiso; sólo que lo haré desde fuera de tu casa, porque no me parecerá regular venir a meterme
en ella para obrar contra tu gusto. - Y si te doy permiso y le agradas, ¿te casarás con ella? ¡Hombre!, ese es mi propósito: ¿pero y si tratada, no me gusta? No puedo empeñarte mi palabra.
- Me estás proponiendo cosas raras. - Aún voy a proponerte otra más rara que todas las demás. Si
se arregla la boda, no le des un céntimo a tu hija de presente, y dispón tu testamento como te dé
la gana y a favor de quien se te antoje. - Eh... Ni un cént... Quieto, quieto; mi hija no está en la
calle; por de pronto tiene... la legítima materna. -(Por ahí te duele, pensó Gabriel cuando oyó
esto). - La legítima materna de Manolita te la cederé: yo le señalaré de mi patrimonio, en carta
dotal, otro tanto como le corresponda por herencia de su madre. - Yo... en realidad de verdad...
así Dios me salve... - He dicho que ni un céntimo de presente, ¿cómo se dicen las cosas?... Y el
día de mañana... lo que te dicte tu conciencia... y nada más. (La cara del marqués se dilataba, su
barba gris temblaba de placer.) -¡Vaya, vaya con don Gabriel Pardo! ¿Y cómo ha sido ese
repentón de gustarte la chica? - Tres meses hace que me gusta. -¿Sin verla? -¡Se entiende! Casi
no la he visto aún a estas horas. A ti, ¿qué te importa eso? Es cuenta de ella y mía. No se te pide
sino la aquiescencia y nada más. - Pues... por mí... trato hecho. - Trato hecho... ¡Acabáramos!
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- Ya tengo - pensó Gabriel al volver a su cuarto - campo libre y carta blanca -. Pasábase el
cepillo por la cabeza a fin de alisar y distribuir mejor sus cabellos finos y escasos, cuando el
corazón le dio un brinco absurdo, inverosímil: unos dedos menudos herían aprisa la puerta, una
voz que le era imposible confundir ya con otra alguna, preguntaba:
-¿Hay permiso?
Manolita entró. Venía vestida con algún más esmero que el día anterior, y su traje de percal color
garbanzo salpicado de cabecitas de perros, látigos y gorras de jockey, revelaba pretensiones de
seguir la moda y procedencia orensana o pontevedresa. El peinado también indicaba más larga
elaboración que la víspera, y había un lazo azul de raso al extremo de las trenzas. La muchacha
se adelantó sin cortedad alguna por el cuarto de su tío, y con cierta sequedad le dijo, de carretilla
y en tono uniforme, a manera de chico que recita la lección:
- Buenos días. ¿Cómo ha descansado usted? Yo... bien. Dice papá que le lleve a ver el huerto y la
casa toda.
- Gracias, niña... ¿Y para venir conmigo te has compuesto así?
- Mandó papá que me pusiese el vestido nuevo para acompañarle a usted.
- ¿Te sería igual tutearme... o te parezco demasiado viejo? Di - añadió con unos visos de
melancolía.
- Algo viejo es... y me da vergüenza.
Gabriel se quedó encantado de la contestación. «Ella me tuteará» - pensó para sí; y añadió en voz
alta:
- Pues cuando tengamos más confianza. Ahora, vámonos por ahí, al huerto... Tengo más ganas
de aire libre que de ver la casa. ¿Quieres mi brazo?
-¡Brazo! ¡Ay, qué chiste! Tengo los dos que Dios me dio. Puede que...
-¿Qué?
- Que si fuésemos por ahí... por montes... le tuviese yo que dar la mano.
- Pues mira... Justamente quería pedirte ese favor. Que me enseñases paseos largos, sitios
bonitos... Tú que conoces todo este país como tu propio cuarto.
- Sí; pero a esta horita - notó la muchacha castañeteando los dedos- ¿quién se atreve a pasar más
allá del bosque? No se aguantará la calor, y usted que no tiene costumbre...
- Pues al bosque ahora, y a la tarde... me llevarás a donde gustes, chiquilla.
Volviose la muchacha con un movimiento de malhumor y aspereza, que ya dos veces había
observado en ella Gabriel; y este síntoma infalible de detestable educación, en vez de desalentar
al artillero, le atrajo más. - Es un terreno inculto, virgen, lleno de espinos, ortigas, zarzales...
¡Pobre huérfana, y pobre hermana mía! Si viviese... A falta suya, yo desbrozaré esa maleza, a
fuerza de paciencia y de cariño.
La montañesa echó delante, ágil y airosa como una cabrita montés, y su tío la seguía, rumiando
aquello del terreno virgen, y observando con gran placer que era aplicable así a lo moral como a
lo físico de la muchacha. La cintura de Manolita, en vez de ser de forma cilíndrica, tenía las dos
planicies delante y detrás, que suelen delatar la inocencia del cuerpo; su nuca (descubierta por la
raya que dividía las trenzas colgantes), su nuca, esa parte del cuerpo femenino que el arte
moderno ha rehabilitado devolviéndole todo su valor expresivo, era de las más tranquilizadoras,
por su delgadez y pureza, y lo raro y lacio del pelo corto que la sombreaba; su andar era andar de
cervatilla, sin languidez alguna, y sus sienes rameadas de venas azules y su frente convexa la
hacían semejante a las santas mártires o extáticas que se ven en los museos.
-¡Cuánto tengo aquí que enmendar, que enseñar, que formar! - reflexionaba Gabriel, muy
encariñado ya con su oficio de preceptor -. Pero hay terreno, hay sujeto... ¡La han descuidado
tanto! Lo que exista aquí de bueno ha de ser bueno de ley, por deberse exclusivamente a la
fuerza e influjo del natural, a la rectitud del instinto. Más fácil es habérselas con esta niña,
entregada a sí misma desde que nació, que con esas chicas criadas en una atmósfera artificial, y a
quienes la solicitud y los sabios... o hipócritas consejos de las mamás, tías, y amiguitas, han
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cubierto de un barniz tan espeso y compacto, que el demonio que sepa lo que hay debajo de él. ¿Conque adónde me llevas?, ¿al bosque? ¡Pero qué modo de correr! - exclamó en voz alta,
viendo que Manolita atravesaba velozmente las habitaciones de la casa, bajaba las escaleras de
cuatro saltos, y sin aflojar el paso se metía por el huerto.
- Corra también - respondió la niña casi sin volver la cara -: ¡Todo esto de la casa y la huerta es
más cargante! Ya iremos despacio por el soto... Allí da gusto.
Realmente el huerto parecía un horno. El día amenazaba ser del todo canicular, y en la superficie
del estanque, los mismos escribanos de agua tenían pereza de echar complicadas firmas con sus
largos zancos, y adormecidos sobre las verdosas plantas palúdicas se entregaban al goce de beber
sol. Los átomos del aire vibraban, prontos a inflamarse cuando el astro ascendiese a su zenit;
innumerables insectos zumbaban entre la hierba; gorjeaban con viveza y regocijo los pájaros,
seguros de que con aquel día tropical la espiga se abriría sola y los surcos se llenarían de
derramada simiente; de cuando en cuando, una bandada de mariposas ejecutaba en el ambiente
de fuego una figura de rigodón, y luego se desvanecía. Gabriel, sofocado, se había quitado el
hongo, y abanicábase con él. Sin pararse, de soslayo la chica lo vio.
- Va a pillar un soleado... ¡Ave María Purísima! Coja una hoja de berza y métala en el sombrero,
que si no... mañana a estas horas está en la cama con un mal.
Obedeció el sabio consejo el artillero, y colocó dentro de su hongo una hoja de col bien aplicada.
-¿Y tú? - exclamó en seguida -. ¿Por qué no coges un soleado tú? No llevas nada en la cabeza.
-¡Uy! ¡Yo! Yo ya tengo confianza con el sol.
A lo lejos, más allá de los frutales del huerto, que apenas daban sombra, destacábase el soto,
como una promesa de frescura y bienestar; el soto de castaños floridos, donde los rayos del sol
no tenían acceso. Pero Gabriel, fuese por detenerse un minuto, o porque realmente el paseo
convidaba a refrescar la boca, se detuvo al pie de un ciruelo cargado de fruta, y llamó a su
sobrina.
-¿Manuela?
Ella se volvió, asaz impaciente.
-¿Sabes que de buena gana comería un par de ciruelas?
- Pues cómalas, y buen provecho - respondió la chica encogiéndose de hombros.
- Escógemelas; ten compasión de un pobre cortesano ignorante.
-¿Seque no diferencia las verdes de las maduras?
- No... Sé un poco amable. Ayúdame.
Con el ceño fruncido, el ademán entre hosco y burlón, la chica alargó los dedos, bajó una rama,
fue tentando ciruelas... y en un abrir y cerrar de ojos, dejó caer una docena, como la pura miel,
amarillas por la cara que miraba al sol y reventadas ya de tan dulces, en el pañuelo limpio,
marcado con elegante cifra, que Gabriel tenía cogido por las puntas.
- Mil gracias... Ahora...
-¿Ahora qué?
- Cómete tú una primero, para que me sepan mejor las demás.
- No me da la gana... Estoy harta de ciruelas.
- Pues dispensa... Una más o menos, no te produciría indigestión, y al comerla, cumplirías un
deber.
-¿De qué? - preguntó ella fijando con dureza en Gabriel sus ojos ariscos.
- El deber de las señoritas, que es hacerse agradables y simpáticas a todo el mundo, y con mayor
razón a los huéspedes que tienen en casa, y todavía más si son sus tíos y vienen a verlas.
Una ojeada más fiera que las anteriores fue la respuesta de Manolita, que echó a andar apretando
el paso, tanto que a Gabriel le costaba trabajo seguirla.
- Chica, chica... - gritó -. Mira que he trepado por los vericuetos de las Provincias, pero tú eres un
gamo... Aguarda un poco.
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Parose la muchacha, y agarrándose al tronco de un peral, y estribando en la pierna izquierda, con
la punta del pie derecho describía semicírculos sobre la hierba. Al alcanzarla su tío, no dijo
palabra; suspiró con resignación, y siguió andando con menos ímpetu, pero sin hacer caso del
forastero.
Dejado atrás el huerto, pisaron la linde del bosque, alfombrada por las panojas amarillentas de la
flor del castaño, que empezaba a desprenderse aquellos días y había impregnado el aire de un
olorcillo que sin ser embriagador perfume, tiene algo de silvestre, de fresco, de forestal, de
húmedo y refrigerante, por decirlo así, encantador para los que han nacido o vivido largo tiempo
en la región gallega. No pecaba el soto de intrincado; como más próximo a la casa, había sido
plantado con cierto orden y simetría, y los troncos de sus magníficos árboles formaban calles en
todas direcciones, aunque los obstruyese la maleza, dejando sólo relativamente limpia la del
centro, atajo que solían tomar los peatones que descendían de la montaña, para llegar a los Pazos
más pronto. El ramaje era tan tupido y formaba tan espesa bóveda, que sólo casualmente le
atravesaba la claridad solar, engalanándolo con una estrella de oro de visos irisados, trémula
sobre la cortina verde. Manolita andaba y andaba, pero más despacio ya, con el involuntario
recogimiento que produce la frescura y la oscuridad de un bosque. Gabriel emparejó con ella, y
señalándole el repuesto y solitario lugar y la mullida hierba, le dijo:
-¿Vamos a sentarnos un poco? Esto está envidiable.
- Bien - contestó lacónicamente la muchacha, siempre con la misma agrazón en el acento y el
gesto; y se tumbó como de mala gana en el blando tapiz.
- XVI -¡Cortezuda es la pobrecilla! - pensaba Gabriel mientras su sobrina callaba arrancando uno tras
otro los pétalos de una flor silvestre. La flor, que era una margarita, le contestó -mucho- pero la
muchacha, que nada tenía de romántica, no le había preguntado cosa alguna.
- Manuela (esto ya iba dicho en voz alta y con dulzura y ansiedad) dispénsame que te haga una
pregunta. ¿Estás así, incomodada y de mal humor, por culpa mía, por tener que acompañarme?
Mira, dímelo francamente, porque... no tendrá nada de particular, ¿sabes? Lo que se dice nada.
Un pariente forastero que llega ayer, llovido del cielo; a quien tú no has visto jamás ni
probablemente oído nombrar dos veces en toda tu vida; que no conoce tus gustos y costumbres,
ni tú las de él... más viejo... mucho más viejo que tú; y que va tu padre y te manda que... lo
acompañes, ¿no es eso? Hija, comprendo, comprendo perfectamente que reniegues de mí.
Manuela bajó los ojos, que tenía clavados en el ondeante pabellón de las ramas, y miró a su tío
primero con cierta sorpresa, después con atención. Gabriel, habiéndose quitado los quevedos,
concentraba en sus expresivas pupilas toda la vida de su espíritu.
- Como lo comprendo, no pienses que me he de enfadar contigo... Lo que te dije antes, cuando te
pedí que comieses las ciruelas, fue pura broma. Yo no me enfado por sentimientos naturales y
cosas propias de la edad; además, nada que venga de ti puede enfadarme, niña. Tú puedes hacer
de mí lo que quieras.
-¿Por qué? - preguntó la montañesa, cuya negra pupila se dilató de asombro.
- Porque eres un ángel, y los ángeles no ofenden a nadie... y porque aunque fueses un diablillo,
yo... te querría, ¿sabes? Lo mismo que te quiero... con toda el alma... ¡con toda el alma!
Fue dicha la frase con tan sabrosa mezcla de calor y galantería, de ternura paternal y fuego
profano, que Manuela se sintió poco a poco enrojecer desde la punta de la barbilla hasta la raíz
del cabello, y su infalible instinto femenil le dijo que había allí algo inusitado, algo distinto de lo
que podía decir un tío a una sobrina en el fondo de un bosque. Y otra vez se juntaron sus cejas, y
su boca de finos labios adquirió expresión severísima.
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- Tu madre - añadió Gabriel como para atemperar el encendimiento de sus palabras- fue mi
hermana del corazón, y he conservado de ella tal memoria, que sólo por ser tú hija suya, besaría
la tierra que pisas... ¿te ríes, chiquilla? Pues verás como lo hago, ahora mismo.
Y sin más preliminares, Gabriel, que estaba recostado un poco más abajo que la niña, se volvió,
llegó el rostro a las hierbas en que el pie de esta reposaba, y aplicoles un sonoro beso.
La gravedad de la montañesa se disipó como el humo. Ver a aquel señor, tan elegante, tan fino,
tan formal, que aunque no era precisamente viejo, parecía «persona de respeto», y que sin más ni
más besuqueaba el suelo delante de ella, le arrancó una viva y sonora carcajada. Gabriel le hizo
coro.
-¡Gracias a Dios que te veo reír! - dijo al disiparse el primer alborozo -. ¡Gracias a Dios! Todo lo
que sea no estar con aquella cara de juez de antes, me gusta. A tu edad se debe reír... es lo
natural. ¡Qué contento me da verte así! Sobrina mía... te declaro solemnemente que eres muy
bonita cuando te ríes. (Ya lo sabía la niña, y aunque montañesa, no ignoraba que al reír se le
ahondaba un par de graciosos hoyos en las mejillas y se lucían sus dientes, que en lo blancos y
parejos afrentaban a los piñones). Por lo demás - siguió Gabriel - a mí, como te quiero, me
pareces siempre muy linda... Sí, sobrinita. Antes de verte ya me gustabas...
-¿Antes de verme? - interrogó la chiquilla con serenidad burlona, enjugándose con las yemas de
los dedos lágrimas de risa.
- Antes. ¿De qué te pasmas? ¿Te acuerdas tú de tu mamá?
- No... ¡Era yo tan cativa cuando se murió la pobre!
-¿Y cómo te la figuras tú? ¿Fea o bonita?
-¡Qué pregunta! Ya se sabe que bonita.
- Pues... lo mismo me pasaba a mí contigo antes de verte. Ea: ¿están hechas las paces? ¿Somos
amigos?
- Sí señor - respondió Manuela entornando los párpados.
-¿No estás disgustada por tener que acompañarme?
- No señor...
- Sí señor, no señor... ¡Ay, ay, ay! ¡Qué sonsonete! Mira que si me enfado... te hago reír otra vez.
Ya que no quieres tutearme... al menos, no me digas señor: dime Gabriel, que es mi nombre.
-¿Tío Gabriel?
- Bueno, tío Gabriel, sí así te parece que te podrás ir acostumbrando a llamarme Gabriel a secas.
Y ahora, que ya estamos con más confianza (Gabriel apoyó el codo sano en el suelo y se reclinó
cómodamente), vamos, dime por qué estabas de mal humor conmigo esta mañana.
- Porque... - Manuela iba sin duda a soltar un secreto formidable; pero de pronto sus labios se
cerraron, sus ojos vagaron por el suelo, y murmuró enérgicamente -. Por nada.
-¿Por nada?
- Por... porque hablando francamente, era mejor que papá lo acompañase; yo no soy quien para
entretenerlo ni darle conversación. Bonita diversión la que saca de estar conmigo. ¿De qué le he
de hablar? Por eso me dio rabia que papá discurriese mandarme a papar moscas con usted.
- Montañesita, eso que vas diciendo sí que es una chiquillada. No sólo me distrae tu compañía,
sino que la he solicitado. ¿De dónde sacas tú que no tenemos de qué hablar? ¡Miren la muñeca!
Vaya si tenemos: y tanto, que no se nos acabará en muchísimo tiempo la conversación.
Podremos estar charlando una semana, y otra, y otra, y tener siempre cosas nuevas de qué tratar.
Enarcó Manuela las cejas, entreabrió los labios, redondeó los ojos, y se quedó como asombrada
mirando al artillero.
-¿No lo crees? - dijo este, que iba cortando con mucho primor, de una uñada, tallos de
gramíneas, y reuniéndolos, sin duda con ánimo de formar un ramillete.
- No señor... tío Gabriel. Porque... yo soy una infeliz que me he criado aquí, entre los tojos, como
quien dice, y usted anduvo mucho mundo y corrió muchos pueblos y sabe todo... Conmigo se
tiene que aburrir, ¿eh?, aunque por darme jarabe diga eso. Otra le queda.
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-¡Ay, chiquilla! Te engañas de medio a medio. Pues si justamente te necesito; si me haces
muchísima falta para explicarme, y enterarme, y ponerme al corriente de un sinnúmero de cosas
importantísimas, en que eres tú maestra y yo no sé ni el a, b, c...
- Vaya, vaya, vaya - canturreó la niña con su marcado acento del país.
- No hay vaya, vaya, que valga - murmuró Gabriel remedándola tan jovialmente, que no había
modo de enojarse por la parodia -. Sí señora. Se lo digo a usted formalmente, con toda la
formalidad que cabe en un comandante de artillería. Mira, hijita, por lo visto tú eres como Santo
Tomás: ver y creer. Así es que te diré cuáles son esas cosas en que eres una sabia y yo un
borrico. Son... las cosas de por aquí, del campo.
-¿Del campo?
- Cabales... Atiéndeme... Yo me he criado en un pueblo, he estudiado en otro, he vivido en
varios, y no he estado en lo que se llama campo, sino en el campamento, que es muy diferente...
Allí mira uno la tierra desde el punto de vista de cómo podrá, abierta en trincheras, servir para
resguardarse del enemigo... y las montañas que yo he visto y recorrido, ¿sabes lo que buscaba en
ellas? Un punto estratégico en que situar una batería... para santiguar desde allí a cañonazos a los
carlistas.
Inclinose la montañesa hacia su tío, revelando en sus ojos brillantes, en su respiración agitada, el
interés con que infaliblemente escucha la mujer toda historia en que juega el valor masculino.
-¿Estuvo en muchas batallas? - preguntó mostrando gran curiosidad.
- En unas pocas... pero no batallas campales y en grande, hija mía, como esas que tú habrás visto
pintadas o te habrás representado en la imaginación; fueron encuentros parciales, tomas de
fortines, asaltos de trincheras, escaramuzas, tiroteos de avanzadas...
-¿Y muere gente en eso como en lo otro?
-¡Ah! Morir, sí, lo mismo; en proporción, quizá sea más peligroso... Allí ve uno muy de cerca el
brillo de las bayonetas y los machetes, y la boca de los rewólvers.
-¿Y a usted... lo hirieron? ¿Le hicieron daño?
- Sí, a veces... Rasguños.
-¿En dónde? ¿Aquí? - exclamó la chiquilla alargando su dedito moreno hasta rozar con él la
mejilla de su tío, el cual se estremeció dulcemente, como si le hiciese cosquillas una de las
delicadas gramíneas que cortaba.
- No... - dijo sin ocultar el estremecimiento -. Esto fue la explosión de un poco de pólvora que se
me quedó embutida debajo de la piel...
-¡Ay!, me ha de contar cómo fue. No..., pero antes las batallas.
Gabriel se incorporó quedándose sentado en la hierba, con las piernas estiradas y el haz de
gramíneas en la mano. Habíalas verdaderamente airosas y elegantes, montadas en tallos como
hilos; sus menudas simientes pajizas temblaban, bailaban, oscilaban, se encrespaban y bullían
como burbujas de aire moreno, como gotas de agua enlodada; algunas semejaban bichitos,
chinches; otras, como la agrostis, tenían la vaporosa tenuidad de esas vegetaciones que la fina
punta del pincel de los acuarelistas toca con trazos casi aéreos, allá al extremo de los países de
abanico: una bruma vegetal, un racimo de menudísimas gotas de rocío cuajadas. Con aquel fino
puñado de hierba, Gabriel acarició la cabeza trigueña de su sobrina, diciendo con una explosión
de alegría casi infantil:
-¡Ah, pícara... pícara! Ves cómo tenemos de qué hablar... y nos sobra. ¿Lo ves, lo ves? Yo te
cuento guerras o catástrofes como esta de la pólvora que se me metió entre cuero y carne, y
muchas cosas más que me han pasado; y tú...
-¡Bah! No haga burla, no haga burla... Ya se sabe que yo no puedo contar nada que valga dos
nueces.
- Que sí, mujer... Más que yo; doscientas veces más. Tú eres una doctora y yo un ignorantón.
-¿Con tanto como estudió?
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- En los colegios, hija mía, nos enseñan cosas muy raras y estrafalarias, que andan en libros... y
mira tú, lo bueno es que allí se quedan, porque luego, en la vida, no se las vuelve uno a encontrar
ni por casualidad una sola vez. Pues sí... ¡tú vas a reírte de mí cuando veas lo tonto que soy! No
diferencio el trigo del centeno...
La montañesa soltó una carcajada fresquísima.
- No he visto nunca moler un molino... El único en que estuve lo tomamos a cañonazos: era un
molino en que se habían hecho fuertes las gentes del cabecilla Radica... Ya te figurarás que no
molía entonces...
Redobló la carcajada de Manuela.
- Tampoco he visto segar... Ayer me enteré de que hacéis unas cosas que se llaman medas, que
son como una pirámide de haces de mies... y eso porque te vi encaramada encima como un loro
en su percha...
Ya no era risa; era convulsión lo que agitaba a Manuela, obligándola a echarse atrás, a recostarse
en el tronco del castaño para no caer... Con una mano, a la usanza aldeana, se comprimía la
ingle, y con otra se tapaba la boca y la nariz, pero entre sus dedos rezumaban y salpicaban
chorros de risa que, por decirlo así, caían sobre el rostro del artillero.
- Ay... ay... que me muero... que no puedo más... - decía la chiquilla -. Ay... por Dios... no diga
tontadas así...
Sonreíase él, contento del efecto producido, y haciendo girar entre pulgar e índice el fino tallo de
una gramínea, que por el volteo apresurado parecía una rueda de dorada niebla. Parose, al ver un
insecto semejante a una media bola de coral pulido, con pintas de esmalte negro, que le había
caído sobre el dorso de la mano y allí permanecía inmóvil.
- Ahí tienes - murmuró dirigiéndose a su sobrina, que pasado el espasmo se había quedado como
aturdida, con dos lágrimas que le asomaban al canto de los lagrimales -, mira si es verdad lo que
tanto te hace reír, que ahora me veo en el apuro de ignorar qué fiera es esta que se me ha
domiciliado en la mano.
-¿Esa? - balbució la niña como saliendo de un letargo - es una mariquita de Dios.
-¿Y por qué se está tan quieto este bicho divino?
-¿Quiere que vuele? Yo la haré volar enseguida.
-¿Pinchándola? No. Mira que yo, aquí donde me ves con estas barbas, no puedo sufrir que se
lastime a ningún animal.
-¿Piensa que yo soy un verdugo? Verá cómo vuela sólo con hablarle.
Y la niña, acercándose tanto a la mano de su tío que este sintió el húmedo calor y la frescura de
su sano aliento, murmuró misteriosamente:
- Mariquiña, voa, voa, que ch'ei de dar pan è ceboa.
A las primeras sílabas del conjuro el insecto se bullió; a las segundas removió sus patas, que
parecían hechas de cabitos cortos de seda negra; a las terceras entreabrió las alas de coral,
descubriendo debajo otras de gasa, de sombría irisación, que tenía replegadas como las alas
membranosas del murciélago; y antes de que la fórmula cabalística terminase, alzó el vuelo
rápidamente y se perdió en el aire.
- No he visto en los días de la vida animal más bien mandado - observó Gabriel un tanto
sorprendido -. ¿Obedecen así los demás bicharracos?
-¿Los demás? ¡Buena gana! Si fuese una avispa y le clavase el aguijón... ya vería si obedecen o
no.
-¿De modo que los bichos más dañinos son las avispas?
-¡Uy!, otros son peores. Hay los de cuatro patas... Raposos y lobos; allá en lo más alto de la
sierra, jabalíes; la marta, que se come las gallinas; el miñato, que mata las palomas... Pero a mí
esos animales fieros no me dan cuidado ninguno; me gustaría ir con los cazadores cuando dan la
batida a los lobos, que debe ser precioso; pero a lo que tengo miedo es a... los perros rabiosos, en
este tiempo del año. Dice que cuando muerden, para que uno no se muera, hay que quemarle con
180
un hierro ardiendo el sitio donde dejan la baba... ¡ih, ih, ihhh! (Manolita se estremeció, subiendo
los hombros como si tuviese frío.)
-¡Qué nerviosa es! - pensó para sí Gabriel, el cual, en medio de la embriaguez que le producía el
ver a la niña tan domesticada ya y entretenida en tan familiar y afectuosa plática, no dejaba de
estudiarla, recordando que tenía que hacer con ella oficio de padre, de maestro, y aun quizás de
médico; tierno protectorado, acaso lo más dulce y atractivo de la obra de caridad que su corazón
emprendía -. Al mismo tiempo - calculó mirando la coloración trigueña, encendida y melada del
rostro de su sobrina - hay sangre, generosa, rica y roja... Me gusta que tenga nervios: ¡por el
camino de los nervios se puede conseguir tanto de la mujer!
Aún charlaron algo más antes de volver a los Pazos a la hora de la comida. Al atravesar el
bosque, pudo ver el comandante que los nervios de su sobrina se estaban quietos en ocasiones
que alborotarían los de una señorita cortesana. Allá, en lo más oscuro y enmarañado del bosque,
notó Gabriel un roce entre las hojas, algo parecido al cimbrear de una vara verde; y al punto
mismo vio pasar a dos dedos de sí, con el espinazo arqueado y enhiesto, arrastrado el pecho, la
plana cabeza erguida, una gruesa culebra, distinguiendo la blancura azulada de su vientre. Sería
como la muñeca de un niño, y mediría de largo vara y media. Gabriel se quedó fascinado,
sintiendo el frío que causa la presencia de los reptiles. Manolita en cambio se bajó, y
escudriñando entre las hojas caídas y la maleza, blandió triunfalmente un objeto amarillento,
larguirucho, diáfano, que parecía hecho de papel de seda untado con aceite, por encima
imbricado de escamas, por debajo plegado en pliegues horizontales; un andrajo orgánico, que
aún parecía conservar la flexible curvatura del tronco que momentos antes revestía.
-¡La camisa de la culebra! - gritaba entusiasmada Manola -. ¡La ha soltado ahí la bribonaza!
¡Vestido nuevo, que estamos en tiempo de feria! ¡Ah maldita! ¡Si yo tuviese una piedra con que
esmagarte los sesos!... Mire, mire, mire - exclamó metiéndosela a Gabriel casi por los ojos -:
mire la hechura de cabeza, mire la boca, mire los ojos... ¡cómo se conocen los ojos!
-¿La llevas? - preguntó Gabriel viendo que se la enrollaba a la muñeca.
-¡Toma! Para enseñársela a Perucho.
- XVII Después de comer, transcurrida la hora sagrada de la siesta, Gabriel sintió otra vez llamar a su
puerta, no con los nudillos y desdeñosamente como por la mañana, sino con el batir imperioso de
una manecita que manifiesta cierta cordialidad y deseo de ver pronto a la persona que busca.
Saltó el comandante del canapé en que se había recostado, más a leer que a dormir. Como todo
hombre de hábitos intelectuales, Gabriel, al llegar a los Pazos, había buscado algún alimento del
alma, alguna lectura: el obsequioso Gallo le había ofrecido sus periódicos (el señor los leía
también al día siguiente); pero Gabriel, recordando haber visto por la mañana en el archivo un
armario-estantería donde encima de las oscuras encuadernaciones de antiguos libros relucía
algún filete de oro, se fue allá terminada la comida. Al abrir las hojas forradas, en vez de vidrios,
de rejilla de alambre, salió una tufarada de moho, de polvo, de humedad; cenicientas polillas
huyeron despavoridas de su refugio predilecto. No se arredró: fue sacando volúmenes. Cada libro
que abría era un depósito de larvas, una red de túneles abiertos por el diente del insecto
bibliófilo: y el cadáver del siglo XVIII se alzaba de su sepulcro, todo comido de gusanos: allí
estaban, calados y alicatados por la polilla con mil pintorescos dibujos, La Enriqueida, El
Contrato Social, la Moral universal, las Confesiones, la Nueva Heloísa: y también las novelas del
género sentimental interminable; Clara Harlowe, Pamela Andrews, a las cuales las ratas, por no
ser menos que los bichos, habían roído los cantos y puesto como una sierra el borde de las hojas.
Lo único que encontró Gabriel en mediano estado fueron las obras de Feijóo y Sarmiento, unos
tomos del Viajero universal y un ejemplar de los Nombres de Cristo, así como la traducción del
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Cantar de los cantares, también del Maestro León. Llevose para su cuarto lo más aceptable, y
recordando sus aficiones filosóficas, se hundió en las luminosas simas platónicas de los
Nombres. Pero entre su vista y la hoja de grueso papel en que el tiempo había derramado un
baño de ámbar, se interponían dos ojos serenos y ariscos, ojos de novilla virgen, que miraban con
despego primero y con pensativa curiosidad después. ¡Qué aprisa soltó el libro al oír llamar!
-¿Está cansado? Si no, es hora de ir saliendo.
-¿Adónde?
- Por ahí. ¿No dijo que quería...?
- Sí, chiquilla; contigo, al fin del mundo.
Ella se encogió de hombros, respuesta que tenía preparada para cuanto le sonaba a galante
broma: pero ya sin el enfado rabiosillo de por la mañana.
Al salir a campo abierto, sobrecogió a Gabriel el ardor sofocante del día. El aire era fuego, fuego
fluido que envolvía el cuerpo, penetraba en el cerebro, derretía los sesos y causaba la sensación
de hallarse metido en una zanja, rodeado de hogueras. La naturaleza, abrumada por aquella
temperatura canicular, yacía inmóvil: no corría brisa alguna. Manuela sin embargo andaba ligera,
en términos que a su tío siempre le costaba trabajo seguirla. Tomaron un sendero oculto días
antes por el movible mar de oro del trigo: pero ya la vega había ido despojándose del manto de
seda amarilla, y la vista no se recreaba al contemplar, desde los oteros, las anchas alfombras, tan
alegres, que parecían un pedazo de luz solar: ahora se veía la desnudez de la tierra, la negrura de
los surcos, invadidos por el estéril helecho, y sobre los cuales yacían los haces en desorden como
muertos después de la batalla; entre las cortadas espigas doblaban la cabeza moribundas las
amapolas de tafetán con corazón de terciopelo negro, las nevadas mejoranas, los cardos, las
alfalfas y tréboles, toda la flora que se cobija a la sombra de la mies y vive por ella sola. Aún
queda otra cosecha, en verano, otra planta tierna y verde que esparce su polen fecundante por el
aire encendido: es el maíz, el maíz susurrón y melancólico, nunca saciado de agua; la cosecha
del otoño gallego. Manuela fijó los ojos en la cortiña segada.
- Después de que siegan ya parece que se escapa el verano- pronunció con cierta pesadumbre,
pensando en alto, pues el verano era para ella la época suspirada, la época en que su compañero,
su amigo de toda la vida, regresaba de Orense, y corrían y se solazaban juntos. Gabriel no
comprendió el pesar de la montañesa: creyó que pensaba en el trigo no más, y miró a su vez los
surcos. Empezaba a considerar con simpatía, aunque por reflejo, aquella cosa vasta y vaga, el
campo, mas no se le ocultaba que la veía al través de Manuela, con ese interés que inspiran las
cosas que son el ambiente y el marco de la persona querida.
-¿Se puede saber a dónde me lleva su alteza la infanta? - preguntó cuando cruzaron el barbecho y
fueron bajando a una pequeña hondonada en que crecían hasta una docena de olmos muy bajos.
- Vamos a la represa del molino... le enseñaré cómo muele... porque si subiese por la montaña, se
moriría con el calor que hace...
- No, mujer... ¿por quién me tomas?, tú crees que yo soy una damita... Verás cómo no me canso,
por muy largo que paseemos y por mucho que sea el calor.
Lo cierto es que el artillero pensaba ahogarse. Desde los tiempos en que andaba a la greña con
los carlistas, no había pasado sofocón por el estilo, y el andar rápido de la muchacha le ponía a
prueba. Pero antes mártir que confesor. No quería darse por vencido ante un poco de sol, y, como
todos los enamorados, quería alardear de vigor y salud.
- Vaya, vaya - dijo con graciosa roncería su sobrina - que si yo lo llevase allí (y señaló una
cumbre no muy distante, que herida por el sol brillaba con resplandores micáceos), ya veríamos
si podía volver por su pie.
- Niña... ¿pero tú te imaginas que nunca he escalado montes? ¡Caramba, hija! Y con la batería,
que es un poco más peliagudo. ¿Cómo se llama esa altura?
- Pico-Medelo. Otro día iremos allá, ya que se hace de tan valiente, a ver quién saca la lengua
primero; pero hay que salir por la fresquita de la mañana y entonces se ve desde allí una vista tan
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preciosa, que no sé: dicen que hasta se ve algo de Portugal. Es preciso que sea un día que sople
vendaval, porque con él se ve más lejos que con el nordés. Y allí hay unas piedras viejísimas que
dice que fueron de un castillo del tiempo...
La montañesa reflexionó, llamando en su ayuda todo su caudal de erudición.
- Del tiempo de los moros - exclamó al fin muy formal.
Viendo en el rostro de Gabriel una media sonrisa cariñosísima, añadió:
-¡Bah! Me hace burla. Pues no le vuelvo a contar nada. ¡Cuidado ahí! Que se puede resbalar en
las hierbas, y ¡pataplún!
Seguían orillando el diminuto barranco, en cuyo fondo iba cautivo un riachuelo que después se
tendía encharcándose, antes de llegar al molino, invisible aún. La proximidad del agua y la
sombra de los olmos, en tal momento, hacían del barranco un oasis. Entapizaban la superficie de
la charca esas plantas acuáticas, esas menudísimas ovas que parecen lentejuelas verdegay, y
engañan la vista representando una continuación del prado: Manuela avisó al artillero,
cogiéndole del brazo, para que no metiese la bota entera y verdadera en el río. Al borde de la
charca se arrastraban rojizas babosas y limazas negras de una cuarta de largo: daba grima
pisarlas por la resistencia elástica que oponía su cuerpo. Espadañas, gladiolos y juncos elevaban
sus lanzas airosas al borde del agua. El terreno estaba empapado, y la suela de la bota de Gabriel,
al posarse en la hierba, dejaba un ligero charco, borrado al punto. Oíase, misterioso y grave, el
ruido del agua en la presa. Manuela se volvió de pronto.
-¿Sabe pescar? - dijo a su tío.
-¡En qué aprieto me pones! Jamás he cogido una caña, ni una red, ni...
-¡Qué lástima! Si Perucho viniese, esta noche de seguro que cenábamos una anguila tan gorda
como mi brazo (y ceñía la manga de su traje para que se viese bien el grosor de la anguila.) Las
hay hermosas en la presa. Entre el mismo barro las pescan con un pincho... Hay que
remangarse...
- Vea usted - pensaba para sí el artillero -. ¿De qué me sirven aquí filosofías ni matemáticas? Me
convendría mucho, para conquistar a esta criatura, pescar anguilas. Yo aquí soy un ser inútil.
Rota la cortina de olmos, apareció el estanque de la presa, del cual emergían los escobones de las
poas y las flores rosas de la salvia: el agua se precipitaba espumante, pero Manuela vio con
sorpresa paradas las paletas del molino.
- Hoy no muele - dijo meneando la cabeza -. Ya me figuro por qué será; pero venga, que
preguntamos.
Desandó lo andado, y volviendo a meterse por entre los olmos, torció a la derecha por un maizal,
y pararon ante una era mucho más chica que la de los Pazos, cerrada por humilde tapia. Un perro
de amarillento pelaje, atado a una cuerda al pie del hórreo, saltó ladrando como una fiera y
arrojándose a morder; pero a la puerta de una casuca asomó una mujer anciana, y amansó al fiel
vigilante con un -¡Quieto, can!- que en sus labios sonaba como regaño de persona cortés al
criado que recibe mal una visita.
- Entren, entren, mi ama y la compañía - suplicaba obsequiosamente la vieja, riéndose con
desdentada boca. Gabriel miró a la mujer y la encontró típica. Representaba unos sesenta años: el
sol había curtido su piel, que en los sitios donde sobresalen los huesos tenía el bruñido y la fisura
de la piel de los arneses cuando el uso la avellana. Sus ojos grises, incoloros, hacían un guiño
entre malicioso y humilde; su pescuezo colgaba en pellejos negruzcos, confundiéndose su color
y la sombra del arranque del pelo, única parte que descubría el pañuelo atado a la usanza
campesina, con una punta colgando sobre la espalda y dos cruzadas encima de la frente, a modo
de orejas de liebre. Llevaba pendientes de prehistórica forma, parecidos a los que tal vez se
encuentran en alguna sepultura; y el cruce de otro pañuelo sobre su pecho dejaba adivinar senos
flojos de hembra cansada de criar numerosa prole. Remangadas las mangas de la camisa, se
ostentaba su brazo - un poema de laboriosidad, un brazo en que las finas venas azules, que al
escotarse las damas atraen la vista como el jaspeado de un rico mármol, eran gruesos troncos
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negruzcos, cuyas raíces se destacaban en relieve sobre la carne terrosa, parecida a barro
groseramente cocido -. El semblante de la vieja respiraba satisfacción y amabilidad, y guiaba a
los visitadores hacia su casa como si les fuese a hacer los honores de un palacio.
A la puerta estaba un rapazuelo como de dos años, de esos que se ven jugar ante todas las
casucas de labrador gallego: cabeza grande, pelo casi blanco de puro rubio, muy lacio y que cae
hasta la nariz, barriguilla hidrópica, fruto de la alimentación vegetal, sayo que respinga por
delante, pies zambos, magníficos ojos negros que se clavan fascinados de terror en el que llega,
el índice metido en la boca, y suspensa la respiración. El rapaz lucía un sombrero de paja con
cinta negra, en el estado más lastimoso. La abuela, al entrar precediendo a Manolita y Gabriel, le
dio un pequeño lapo para que se apartase, y en dialecto explicó, repitiendo cada cosa cien veces
y con las mismas palabras, que los chiquillos eran unos demonios, que a este y a su hermana los
había tenido que encerrar en el sobrado para poder cocer con sosiego, que hacía más de dos
horas que pedían bola, aun antes de estar amasada la harina y caliente el horno, y que si no le
bastaba haber cuidado tantos hijos, ahora le caían encima los nietos.
- Son los chiquillos del molinero - dijo Manolita alzando al muñeco panzudo y besándolo en la
faz, sin asco del amasijo de tierra y algo peor que le cubría nariz y boca -. ¿Y, por qué no está
hoy su hijo en el molino, señora Andrea? - preguntó a la vieja.
-¡Ay mi ama... palomiña querida! - exclamó lastimosamente esta, levantando al cielo las manos,
como para tomarlo por testigo de alguna gran iniquidad -. ¿Y no sabe que estos días, con el
cuento de la siega... de la maja... no sabe cómo andan, paloma?
Al entrar en la casa, lo primero que vio Gabriel fueron las cabezas de dos hermosos bueyes de
labor, que asomaban casi a flor de suelo, saliendo de un establo excavado más hondo. A un lado
y otro, haces de hierba. A izquierda, la subida al sobrado, donde estaban las mejores habitaciones
de la casa: una escalera endiablada y pina, por donde treparon todos, y tras ellos, a gatas, el
chicuelo. Arriba encontraron a su hermanilla, morena de cuatro años, hosca, ojinegra, redondita
de facciones; cuando le alabaron su hermosura tío y sobrina, respondioles la vieja con afable
sonrisa:
- De hoy en un año andará por ahí con la cuerda de la vaca...
Gabriel sintió un estremecimiento humanitario. ¡Con la vaca, aquella criaturita poco más alta que
un abanico cerrado, aquel ser lindo y frágil, aquellas mejillas que pedían besos; una cuerda
gruesa, áspera, enrollada a aquella muñequita débil! En dos minutos la incorregible fantasía le
sugirió mil disparates, entre ellos adoptar a la niña; todo paró en echar mano al bolsillo para
darle una moneda de plata; pero se había dejado en los Pazos el portamonedas, y sólo encontró el
pañuelo. Este era de los más elegantes para viaje y campo, de finísimo fular blanco, y las
iniciales bordadas con seda negra. Se lo ató al cuello a la chiquilla, que bajaba los ojos
asombrada y dudosa entre reír o llorar.
-¿Cómo se dice? Se dice gracias, Dios se lo pague - gritó la abuela con mucha severidad; por lo
cual la niña, volviendo la cabeza, optó por hacer un puchero de llanto. Vieron el sobrado en dos
minutos: había el leito o cajón matrimonial, y la cama de la vieja, un brazado de paja fresca
sobre una tarima; desde que se le había muerto su difuntiño, no podía dormir sino allí, porque
tenía miedo en el antiguo leito. Los chiquillos dormirían... sabe Dios dónde: abajo, al calor del
establo de los bueyes, o tal vez en el horno. Dos o tres gatos cachorros correteaban por allí,
magros, mohínos, atacados de esa neurosis que en el país les curan radicalmente cercenándoles
de un hachazo la punta del rabo. Otro gatazo lucio y hermosísimo salió a recibir a la gente que
bajaba del sobrado: era de los que llaman malteses, fondo blanco, manchas anaranjadas y negras
distribuidas con la graciosa disimetría que embellece la piel del tigre. Manuela se inquietó al ver
al pequeñuelo rubio descender solito por la escalera sin balaústre; la abuela se encogió de
hombros: ¡bah!, a los chiquillos los guarda el diablo; ¿pues no se había quedado un día colgado
del primer escalón, sosteniéndose con las uñas y berreando hasta que lo fueron a coger? Esa
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clase de hierba nunca muere... Que pasasen, que verían su bolla... Entraron en la cocina, que
cogía a la derecha tanto trecho como los establos y el sobrado: recibía luz por la puerta de la
división de tablas, que comunicaba con el corredor, y una poca más se colaba libremente por el
techado a tejavana; es verdad que también la iluminaban los hilos de brasa de unos tallos o
troncos menudos que ardían en el hogar. Encendió la vieja un fósforo, y enseñó orgullosamente
un magnífico pan, una soberbia torta de brona, color de castaña madura, bien redonda, bien
cocida, bien combada hacia el medio, bien cruzada de rayas formando un enrejado romboidal.
Alumbró después con su fósforo las profundidades del horno, cuya boca guarnecían ascuas
inflamadas, y allá en el fondo se vieron tres o cuatro torterones enormes, que acababan de
cocerse. En el hogar resonaba un coro de grillos, muy bien afinado; un concierto misterioso, que
sin lastimar el oído, vencía la tristeza del silencio. La vieja partió la torta, y alargó un pedazo a
Gabriel y otro a Manolita, rogándoles que no la despreciasen, que probasen su pobreza. Hincaron
el diente en el pan, de bonísima gana: al partirse el cortezón, descubría una masa amarilla,
caliente y sabrosa, que Manuela alabó mucho.
- Pero, señora Andrea, ¿qué le echa a la brona? Por fuerza esta mujer es meiga, y tiene algún
secreto... Si parece bizcocho de Vilamorta.
-¡Ay mi ama, paloma! Ni siquiera mistura llevó, que se nos acabó el centeno y está el nuevo por
majar aún... Cuando lo haya, entonces me ha de venir a probar mi bola...
- Pues está mucho mejor hecha que la de casa; vaya si está... ¿Le gusta, tío Gabriel?
- Riquísima... La mejor prueba es que he despachado la mía ya... ¿Me das de la tuya?
- Tome, tome, señor - murmuró la paisana ofreciendo otro trozo: pero al ver, a la luz del fósforo,
el rostro de Gabriel vuelto hacia su sobrina implorando el pedazo que la niña mordía aún, con la
rápida intuición y la astuta sagacidad de las gentes del campo, bajó lentamente el brazo y no
insistió en el ofrecimiento. Cuando salieron, llamó la atención de Gabriel, enseñándole las
puertas de su casa, todas carcomidas.
- Señor - dijo en tono quejumbroso - ¿y no le ha de decir al señor marqués o al señor Ángel que
nos ponga unas puertas nuevas? Estamos sin defensa, señor, sin defensa para el invierno... ¿Si
entra gente mala y nos roban nuestra pobreza toda, señor?... Mi ama ¿no lo ha de decir en casa,
por el alma de quien la parió, paloma?
- Calle, calle - respondía Manuela -; que si les hiciesen caso, estaría siempre el carpintero
amañándoles algo.
- Pero mire, santa, mire... - Y la vieja arrancaba con los dedos astillas del podrido maderamen
para demostrar la justicia de su pretensión. Los chiquillos, domesticados ya, venían a enredarse
entre las piernas: Gabriel hubiera dado dos duros por tener allí uno, en pesetas, y repartirlas a
aquella tropa.
- Os he de traer una cosa... - les dijo besándolos con tanta resolución como su sobrina. El rapaz
continuaba con su pucho encasquetado; la abuela se lo derribó, advirtiéndole con la misma
severidad de antes:
-¿No se dice besustélamano? ¿O cómo se dice? - Y arrancando la cobertera de la cabeza de su
nieto, la mostró a Gabriel metiendo los cinco dedos por otros tantos agujeros fenomenales:
podían creerle que era un sombrero nuevecito, comprado en la última feria de Cebre; pero al
enemigo del rapaz, ¿qué se le había ocurrido hacer? Pues con la hoz de segar la hierba, lo había
segado, perdonando ustedes... y así estaba ahora, que parecía un Antruejo (Antroido). Con esto,
la buena de la vieja acompañó a las visitas hasta el límite de su era, a fin de librarlos del
colmilludo mastín, y los despidió con un ¡vayan muy dichosos! que ahogaron los ladridos del
vigilante.
- Vaya, ¿se divirtió? - preguntó Manuela muy risueña al salir.
- No sabes cuánto, hija. No doy lo que acabo de ver por las más pintadas distracciones que puede
ofrecer un pueblo. Chiquilla, no sólo me divierte, sino que me interesa... pero no sabes cómo.
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¿No te parece a ti que daría gusto ir entrando así en todas las casas de estas pobres gentes, una
por una, y enterarse de lo que necesitan, de lo que quieren, de lo que piensan...?
-¡Ay!, son tantas cosas las que necesitan... A mí y a Perucho nos rompen siempre los oídos
pidiendo... Que una chaminé porque los mata el humo; que rebaja del arriendo porque la cosecha
fue mala; que perdón de la renta de castañas porque no se cogieron... El diablo y su madre. Si
uno pudiera... Pero mi padre y Ángel no hacen caso maldito... Son muy pedigüeños; lo que es
eso es la pura verdad. Yo... dar... les doy lo que tengo: toda mi ropa vieja... pero es poquita.
Gabriel Pardo, olvidando ideas humanitarias y fantasías sociológicas, sintió al oír estas frases,
que dijo Manolita con acento alegre e indiferente, tiernísima compasión por su sobrina; y la miró
de tal manera, que la montañesa volvió el rostro y cogió una rama del espliego que formaba el
seto del huerto de la señora Andrea. Gabriel se alegró de la turbación de la niña. Le parecía
imposible haberla amansado tanto en tan corto tiempo: indiferente del todo hacía pocas horas en
la era, áspera por la mañana, se había ablandado, conversaba familiar e íntimamente con él, se
pasaba el día acompañándolo, sin dar muestras de cansancio ni de fastidio; más aún: sentía
involuntariamente el poder de aquel afecto nuevo, no se enojaba por miradas claras y expresivas
ni por palabras o movimientos afectuosos; era en suma una cera virgen, y Gabriel presentía
enajenado los deliciosos relieves que un hombre como él sabría imprimirle. Resolvió no espantar
a la cierva, no insinuarse más por no perder las conseguidas ventajas; seguir aprovechándolas,
haciéndose simpático, adquiriendo cierto ascendiente sobre Manuela y aguardar un momento
favorable.
Bajaron hacia el fondo del valle, donde debía estar terminándose la faena de la siega. De repente,
recordó algo el artillero:
- Tengo que ver al señor cura... ¿Me llevas allá?
- Bien... justamente estamos cerquita de la iglesia y de la casa.
- XVIII La rectoral de Ulloa, en poder de su actual párroco, era la mansión más apacible y sosegada. El
cura vivía con un criado, y no pisaba los aposentos otro pie femenino sino el de las mozuelas que
en Pascua florida venían a traer las acostumbradas cestas de huevos, los quesos y los pollos - en
cantidad bien escasa, pues el señor abad no exigía, y los labriegos se aprovechaban,
contentándole con poco y malo.
El criado era uno de esos fámulos eclesiásticos que sólo pueden compararse con los asistentes de
militares, porque además de una lealtad canina, son seres universales y andróginos, que reúnen
todas las buenas cualidades del varón y de la hembra. El del cura de Ulloa podía servir de
modelo. Lo poseía por herencia de otro cura del arciprestazgo, a quien Goros - que así se llamaba
el sirviente - había cuidado y asistido hasta el último instante en una enfermedad larga y cruel,
con tanto esmero como la enfermera más solícita. Al encontrar a Goros, el cura de Ulloa resolvió
el problema que él juzgaba más arduo: arreglar la vida práctica sin admitir en casa mujeres.
Goros tenía cuidado de levantarse por la mañana muy temprano, y de despertar a su amo, pues
según decía él en dialecto, demostrando su pericia en asuntos de la vida eclesiástica, el clérigo y
el zorro, si pierden la mañana, lo pierden todo; y cuando el párroco volvía de misar, le aguardaba
ya un chocolate hecho al modo conventual, con una onza de cacao mitad Caracas y mitad
Guayaquil, macho y sin espuma, confortativo como él solo. Mientras su amo rezaba, leía o
asentaba alguna partida en el registro parroquial, Goros se dedicaba a guisar la comida, no sin
haber entregado a medio día la llave de la iglesia al sacristán, para que tocase a las Ave-Marías.
A la una, contada por el sol, único reloj de que se servía Goros para averiguar la hora que estaba
al caer, llamaba a su amo y le servía con diligencia la apetitosa aunque frugal refacción: la taza
de caldo de patatas o verdura con jamón, tocino y alubias de cosecha, el cocido con cerdo y
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garbanzos, el estofado de carne con cebollas, la fruta en el verano, el queso en invierno, el vinillo
clarete, con olor a silvestre viola. El cura comía parcamente, distraído, pero así y todo, Goros
notaba sus inconscientes golosinas, sus instintivas preferencias, y no se olvidaba jamás de
acercarle la tartera cuando el guisote le había agradado, ni de dorarle la sopa de pan, porque
sabía que le gustaba así. Por la tarde, cuando el cura dormía su breve siesta o recorría el huerto
con las manos a la espalda embelesándose en notar lo que había crecido desde el año pasado un
arbusto, o se iba a visitar a algún feligrés enfermo o a cuidar del ornato de la iglesia y el
cementerio, lidiaba el bueno de Goros con la hortaliza, cavaba las patatas, plantaba coles,
enviaba al pasto con un zagal de pocos años el ganado vacuno y la yegua, y luego bajaba al río, y
con sus propias manos, cual otra Nausicaa, lavaba toda la ropa blanca, que lo hacía
primorosamente, así como aplancharla y estirarla, sirviéndose de una de esas planchas antiguas,
en forma de corazón, que ya no se ven sino arrumbadas en los desvanes. No eran estas las únicas
habilidades femeniles de Goros. Había que verle por las noches, a la luz de una candileja de
petróleo, provisto de un dedal perforado por arriba y abajo, de los que usan las labradoras,
bizcando del esfuerzo que hacía para concentrar el rayo visual y enhebrar una aguja, apretando
entre las rudas yemas de sus dedos el hilo que antes había retorcido y humedecido para aguzarlo;
y cumplida la ardua faena de enhebrar, y encerando la hebra con un cabo de cera, dedicarse a
pegar botones a los calzoncillos, echar remiendos a las camisas, poner bolsillos nuevos a los
pantalones y aun zurcir las punteras de los calcetines del cura; todo lo cual no iría curioso, pero
sí muy firme, como los cosidos del diablo. ¿Qué más? En las largas veladas de invierno, junto a
la lumbre de sarmientos que chisporroteaba, acurrucado en el banco, Goros, con sus manos
cansadas de labrar la tierra todo el día, aquellas manos peludas por el dorso, callosas por la
palma y los pulpejos, zarandeaba cuatro agujones de hacer calceta, y a eso se debían las buenas
medias de lana gorda con que abrigaba pies y pantorrillas el señor cura.
Si por hogar se entiende, no la asociación de seres humanos unidos por los lazos de la sangre o
para la propagación y conservación de la especie, sino el techo bajo el cual viven en paz y en
gracia de Dios y con cierta afectuosa comunicación de intereses y servicios, el cura de Ulloa
había reconstruido con Goros el hogar que perdiera al fallecer su madre. Y en cierto modo, hasta
donde puede aplicarse la frase a dos individuos del mismo sexo, Goros y él se completaban. El
criado era para el cura, para el místico que apenas sentaba en la vida práctica la suela del zapato,
quien le impedía desmayarse de necesidad o perecer transido de frío en invierno. Por Goros tenía
tejas en el tejado, leña de quemar en la leñera, huevos frescos para cenar y buen chocolate para el
desayuno, y por Goros cubría sus carnes con ropa limpia y de abrigo; por Goros le quedaban
unos reales para traer de Cebre candela, lienzo, aceite, sal, fósforos y loza; por Goros no faltaba
nada en aquella rectoral de aldea, humilde como la que más, y como ninguna aseada y abastecida
de lo indispensable.
Cuando Goros entró a servir al cura, hacía dos años que este había perdido a su madre y
despabilado las economías de la difunta entre caridades, préstamos sin interés a feligreses
pobres, ropa para la iglesia, ornato del cementerio, y otros gastos superfluos. En el gobierno de la
casa se habían sucedido dos viejas brujas, a cual más holgazana, ávida e impudente, porque el
cura de Ulloa, al tomarlas, no les exigió más requisito que pasar de los sesenta y estar hechas
unas láminas por lo arrugadas y horrorosas. En ese terreno el abad era intransigente, y sentía que
no bastaba ser bueno, que era preciso también parecerlo y que, añadía suspirando, aun con las
mejores intenciones se da a veces pasto a la calumnia. Las dos Parcas dejaron la rectoral
desmantelada, y Goros tropezó con dificultades inmensas al principio de su misión restauradora.
El cura casi no le daba un ochavo para sus gobiernos, y el fámulo no sabía a qué santo
encomendarse. Poco a poco fue tomando confianza con su amo, y aun adquiriendo cierto imperio
sobre él: y entonces siguió la pista al dinero del cura, a las dádivas impremeditadas, a los
feligreses morosos en el pago de derechos, a los préstamos sin interés, al chorrear continuo de
limosnitas pequeñas que absorbían lo mejor de la paga, sin que literalmente quedase en el
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presbiterio con qué arrimar el puchero a la lumbre. Y sin que el cura lo notase, ni pudiese
evitarlo, Goros empezó a luchar por la existencia, defendiendo al pastor contra las ovejas que
amenazaban tragárselo, como la tierra caída de la montaña iba tragándose la pobre iglesia de
Ulloa. Goros se hizo recaudador, y a veces, con el instinto de rapacidad que caracteriza al
aldeano, exactor y usurero. Reclamó y cobró algunas cantidades prestadas, e introdujo severo
orden en los gastos equilibrándolos con los ingresos. Llegó el momento en que el cura, por no
pensar en la moneda, entregó al criado la llave de la cómoda, diciéndole: - Mira si hay cuartos...
dime si tenemos para esto o para lo otro -. Cabalmente era lo que Goros deseaba. Hecho
intendente ya, equilibró el presupuesto, realizando varias combinaciones que traía entre ceja y
ceja desde su llegada a casa del cura. El primer dinero que pudo ahorrar, lo empleó en ganado,
que dio a parcería; fue en persona a las ferias, hizo tratos ventajosos, y trajo a la casa del cura un
bienestar modesto. Así se estableció el debido equilibrio entre las potestades, dándose a Dios lo
que es de Dios, y al César lo que es del César; el cura era el espíritu, Goros vino a hacer el oficio
del cuerpo, de la realidad sensible, factor del cual no es posible prescindir acá abajo; y para que
la similitud fuese completa, cuerpo y espíritu andaban siempre pleiteando, queriéndose llevar
cada uno la mejor parte, pues el cura no hacía sino sonsacarle a su criado metálico y especies
para satisfacer, como decía Goros, el vicio de dar a todo Dios que llegaba por la puerta, y Goros
por su parte no recelaba mentirle al cura y a ocultarle dinero a fin de que no lo derrochase sin ton
ni son.
Cuando no estaba su amo presente, Goros soltaba la rienda a dos inclinaciones invencibles suyas:
decir irreverencias, y murmurar de los curas y las amas. Cuantas chanzonetas agudas o sátiras
desolladoras ha creado la musa popular y la irrespetuosa imaginación de los labriegos contra las
compañeras del celibato eclesiástico, cuantas anécdotas saladas, coplas verdes, chascarrillos que
levantan ampolla, y dicharachos que arden en un candil, corren y se repiten en molinos, fiadas y
deshojas, al amor de la lumbre, por este pueblo gallego que posee el instinto de la sátira obscena
y del contraste humorístico entre las profesiones consagradas al ideal y las caídas y extravíos de
la naturaleza, todas las sabía Goros de memoria; y apenas se reunía con gentes de su misma laya,
bien en el atrio de una iglesia, a la salida de misa, bien a la mesa de una taberna, en las ferias
donde chalaneaba y negociaba sus ganados, bien a lo largo de las corredoiras, cuando regresan
juntos cuatro compadres semi-chispos, tan dispuestos a alumbrarse un garrotazo como a reírse
mutuamente las gracias, vaciaba el saco y daba gusto a la lengua, y soltaba todo su repertorio de
irreverencias y verdores, todas las coplas sobre el clérigo y el ama, saliendo de aquella boca
sapos y culebras, como de la de los energúmenos al alzarse la hostia.
¿Quién será capaz de resolver si en el alma de Goros sería aquello chispa de la santa indignación
que inflamó a tantos Padres de la Iglesia contra las mujeres que hacen prevaricar a los ordenados
y contra el sexo femenino en general? Porque Goros, aparte de semejantes desahogos verbales,
era en su conducta el mejor cristiano del mundo; cristiano viejo, rancio, con aquella piedad
desahogada y sólida, que ya no se encuentra a dos por tres. No perdía la misa un solo día festivo;
confesábase dos o tres veces al año; sus costumbres eran morigeradas; no fumaba, no bebía, no
comía con gula; pecaba sí de lenguaraz y aun de propenso a la codicia y a la tacañería; pero
hombre de bien a carta cabal e incapaz de robar una hilacha a su amo. Y en cuanto a su
continencia, más que virtud, semejaba manía de misógino; todo el mal que no hacía, se daba a
suponerlo en los demás, siempre echando la culpa a las hembras; y no sólo las huía por cuenta
propia, sino que no serviría para todos los tesoros del mundo a un cura mujeriego. El exterior de
Goros tenía algo de extraño, muy en armonía con todas estas prendas de carácter; recordaba el de
un puerco espín, y las cerdas del erizadísimo cabello, la barba recia, descañonada a un dedo de la
piel, pues Goros andaba mal afeitado según la usanza de los eclesiásticos, contribuían a la
semejanza.
En presencia de su amo, los labios de Goros eran más limpios que si los hubiese purificado el
ascua encendida del profeta; bien se guardaría de repetir la menor de sus desvergüenzas y pullas.
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Y no influía en este modo de proceder el miedo a ser reprendido o despedido, sino un respeto
misterioso que le infundía el rostro del cura de Ulloa: le cortaba - decía él - la palabra en la boca.
Era un rostro mortificado, de esos que se ven en pinturas viejas, donde la sangre ha desaparecido
y la carne se ha fundido, ahondándose las concavidades todas, yéndose los ojos, al parecer, en
busca del cerebro y sumiéndose la boca que remata en dos líneas severas, jamás modificadas por
la sonrisa. Goros abrigaba la convicción de que su amo era un santo y a ratos un simple. Algunos
hábitos y prácticas del cura le infundían temor vago; porque Goros era supersticioso, y a pesar de
sus irreverentes bravatas, tenía miedo cerval a los muertos y a los aparecidos. ¿Qué manía la del
señor abad, de pasarse horas y horas en el cementerio, y volver de allí con los ojos más hundidos
y la boca más contraída que nunca?
Al salir el abad para su misa, solían pasar entre amo y criado diálogos por el estilo del siguiente:
- Señor, ¿y ha de volver pronto para el chocolate? - preguntaba Goros partiendo astillas de leña
menuda contra el hueso de la tibia derecha- (es de advertir que el fámulo tenía carne de perro).
¿Parará mucho en el camposanto hoy?
Un levísimo matiz sonrosado aparecía en los desecados pómulos del cura, que contestaba
haciéndose el distraído:
- Tú prepara el chocolate... y si se enfría... lo arrimas un poquito a la lumbre...
- Se echará de pierda - contestaba Goros que solía tratar con notable desenfado a la lengua
castellana.
- No, hombre... siempre está bueno a cualquier hora.
No se atrevía el criado a porfiar. Aquella suavidad y mansedumbre le imponían silencio y
obediencia, mejor que ningún regaño. Batía su chocolate con resignación y aguardaba.
También por las tardes solía el cura entretenerse más de la cuenta en el dichoso cementerio, y
Goros, después de la puesta del sol no dejaba de recelar que le sucediese algo; no sabía explicar
qué, pues ningún riesgo concreto había en el breve camino de la iglesia a la rectoral. La
inquietud le obligaba a situarse de centinela junto a la puerta del huerto por donde solía entrar su
amo. Allí se lo encontraron las dos visitas inesperadas que fueron a turbar el sosiego de la vida
ascética del abad de Ulloa.
La montañesa y su tío pusieron el pie en el huerto del cura cuando ya el sol declinaba. Una gran
melancolía inundaba el huerto, cuya puerta abrió Goros de par en par, deshaciéndose en muestras
de cortesía debidas a la presencia de Gabriel, pues a Manolita no era novedad verla por allí de
tarde en tarde, y se la recibía como niña a quien el cura había tenido mil veces en brazos de
chiquita, pero las trazas del comandante impusieron respeto al tosco fámulo.
- De contadito llega el señor abade... - murmuraba este -. Entren, pasen, siéntense... ¿Ven?, ya
viene por allá...
Sobre la zona encendida del poniente, en el camino hondo, vieron tío y sobrina moverse y
aproximarse una figura negra, y conforme se aproximaba, distinguía Gabriel sus contornos
angulosos, acusados por la raída sotanuela, y su cabeza pálida, exangüe, en que dibujaban dos
agujeros de sombra las concavidades de los ojos.
-¡Don Julián, don Julián! - gritó Manuela.
El cura apretó el paso, y al tenerlo cerca, Gabriel reparó atónito en el carácter de su fisonomía, en
el rostro demacrado, tan semejante a esas caras de frailes penitentes que surgen de un fondo de
betún sobre las paredes de refectorios y sacristías antiguas; en los ojos cavos, de párpado
delgadísimo, que dejaba transparentar el globo de la órbita; en el pliegue de la boca, semejante a
un candado que cerrase las puertas del alma. No parecía muy viejo el cura de Ulloa; pero se veía
en él la anulación del cuerpo. En aquella espléndida tarde de verano, impregnada de calor, de
vida, de fecundidad y regocijo, Gabriel sintió, al ver al abad, repentino frío en la espalda, y el
recuerdo de su hermana muerta cayó sobre él como el velo negro sobre la cabeza del
sentenciado.
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Adelantose, no obstante, y con el mayor respeto tomó la mano del abad y aplicó a ella los labios.
De puro sorprendido, no retiró la diestra Julián; pero a sus macerados pómulos afluyó un poco de
sangre... y balbució, clavando los ojos en la tierra:
- Señor... señor...
- Para servir a usted, Gabriel Pardo de la Lage, el hermano de Marcelina...
La ola de sangre subió a la frente del cura, bajó a las orejas, al cogote y pescuezo; un temblor
agitó la cabeza y la mano que el artillero no había soltado aún. De repente, el cura se echó hacia
atrás, desprendió la mano, y la llevó a la frente, al mismo tiempo que se apoyaba en la tapia del
huerto. Ya se acercaba el artillero para sostenerle; pero recobrando su continente absorto y como
fantasmagórico, al cual contribuían los ojos siempre bajos, el abad murmuró:
- Por muchos años... Servidor de usted... Sea usted muy bien venido... Pase, suba; en la sala
estará más cómodo que aquí.
-¿Yo no soy nadie, don Julián? - preguntó Manuela ofendida de que el cura no hubiese
contestado a su saludo.
-¿Qué tal, Manolita? - exclamó Julián, y alzando los ojos, miró a la niña con indulgencia, aunque
sin calor. Pero fue obra de un minuto. La cortina de los párpados volvió a caer, y el cura echó a
andar, señalando a sus visitas el camino de la sala. Gabriel protestó: prefería quedarse en el
huerto; y se sentaron en un banco de piedra, frente a unas coles. La conversación languidecía. El
cura preguntaba acerca del viaje y del vuelco, y después de oída la respuesta, transcurría un
minuto de silencio. No sabía el artillero qué decir: todo cuanto hablaba, y hasta el sonido de su
voz, le parecía extraño y fuera de sazón, y sentía ese recelo, esa cautela y esa especie de sordina
en el acento, en los movimientos y hasta en la mirada que procuran adoptar los profanos cuando
visitan. ¡Extraña sensación! Nada de cuanto diga yo - pensaba Gabriel - puede interesar a este
santo; estamos en dos mundos diferentes: a él le parece extraño mi lenguaje, y no me entiende; y
lo que es yo, tampoco le entiendo a él. ¡Un creyente a puño cerrado! - Y miraba con atención el
rostro ascético y los ojos bajos -. Un hombre que tiene fe... ¿Qué le importa lo que a mí me
preocupa? ¿Cómo haré para marcharme pronto, sin que parezca descortesía?
Su sobrina le dio el pretexto. Era tarde; había que estar en los Pazos para la cena. Y se
despidieron, siempre con la misma amabilidad triste y forzada por parte del abad, y el mismo
inexplicable recelo por la de Gabriel. Caminaron en silencio al salir de la rectoral: parecía que
algo les pesaba sobre el corazón. Al acercarse a los Pazos, oyeron el alegre vocerío de segadores
y segadoras, y Gabriel, divisando a su cuñado que presidía la faena, tomó hacia el campo donde
segaban. Sobre el fondo oscuro de la tierra vio blanquear las camisas y sayas, las fajas rojas y los
pañuelos azules de labriegos y labriegas; contra un matorral descansaba un jarro de barro, y la
cuadrilla, entonando su inevitable ¡ay... le le! se daba prisa a atar los haces, sirviéndose de las
rodillas para apretar la mies. El olor embriagador de los tallos cortados embalsamaba el aire, y el
artillero sintió una ráfaga de alegría y contempló embelesado el cuadro.
Mientras tanto, Manolita, andando despacio y pensativa, tomaba el senderito que conducía a la
linde del bosque. Parecía, por su frecuente volver la cabeza hacia todos los lados, como si
buscase o aguardase impaciente alguna cosa. Atravesó el soto: una neblina ligera, producida por
el gran calor de todo el día, se alzaba del suelo, y los dardos de oro del sol no atravesaban ya el
follaje. Al salir de la espesura, un hombre se irguió de repente ante la montañesa. El chillido que
acudía a la garganta de Manuela se convirtió en risa alegre, conociendo a Perucho; mas la risa se
apagó al ver la cara demudada del muchacho, sus ojos que despedían fuego, su actitud de dolor
sombrío, nueva en él. Manuela le miró ansiosa, y el mancebo, después de considerarla fijamente
algunos segundos, le volvió la espalda, encogiéndose de hombros. La niña sintió en el corazón
dolor agudo.
-¡Pedro! - gritó. Muy rara vez le había llamado así.
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Él se alejaba despacio. De repente dio la vuelta, y corriendo, tomó en sus brazos a la montañesa,
la alzó del suelo con ímpetu sobrehumano, y la estrujó contra su cuerpo, oprimiéndole las
costillas e interceptándole la respiración. Y pegando la boca a la oreja, tartamudeó:
- Mañana sales conmigo, conmigo nada más.
La niña jadeaba con dulcísima fatiga, y la voz de Perucho, sonando en el hueco de su oído, le
parecía sorda y atronadora como el ruido del Avieiro al saltar en las rocas. Un frío sutil corría
por sus venas, y una felicidad sin nombre ni medida la agobiaba. Con la cabeza dijo que sí.
-¿Conmigo?, ¿todo el día?, ¿me das palabra?
- Sí - balbució ella, incapaz de articular otra frase.
- Pues a las seis sales por el corral. Allí estoy yo esperando. ¡Adiós!
Perdiendo casi el sentido, Manuela notó que de nuevo la estrechaban, y luego la dejaban
suavemente en tierra. Abrió los ojos a tiempo que Perucho corría ya en dirección de los Pazos.
Fin del tomo primero
Tomo II
- XIX Se vistió la montañesa su ropa de diario, falda y chaqueta de lanilla a cuadros blancos y negros; y
apenas había tenido tiempo más que para frotarse apresuradamente el rostro con la toalla y
atusarse el pelo ante un espejo todo estrellado por la alteración del azogue, cuando, oyendo dar
las seis en el asmático reloj del comedor, salió de su cuarto andando de puntillas y bajó la
escalera que comunicaba con la cocina, en aquel momento solitaria. Deslizose por el corredor de
las bodegas, que conducía a las elegantes habitaciones de la familia del Gallo; y apenas dio tres
pasos por él, una mano musculosa, aunque rehenchida y juvenil, asió la suya, y se sintió
arrastrada, en medio de la oscuridad, hacia la puerta. Salieron de los Pazos, y con deleite
inexplicable, bebieron juntos la primer onda de fresco matutino.
Aunque el sol calentaba ya, aún se veía, sobre el azul turquesa del cielo, al parecer lavado y
reavivado por el copioso orvallo nocturno, la faz casi borrada de la luna, semejante a la huella
que sobre una superficie de cristal azul deja un dedo impregnado de polvillo de plata.
Sin decirse palabra, asidos de la mano, caminando unidos con andar ajustado y rápido, siguieron
la linde de los trigos segados ya, humedeciéndose los pies al hollar la hierba y el tapiz de
manzanillas todas empapadas de helado rocío, próximo a convertirse en escarcha. Cosa de un
cuarto de hora andarían así, ascendiendo hacia la falda del monte, donde empezaban a
escalonarse los paredones para el cultivo de las vides; y Perucho, en vez de aflojar el paso, lo
apretaba más. A pesar de su ligereza de cabrita montés, Manuela mostró querer detenerse un
instante.
- Anda, mujer, anda - dijo él imperiosamente.
- Hombre, ya ando... pero déjame tomar aliento. ¿Qué discurso es este de ir como locos?
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- Es que no quiero que se despierten tu padre y el forastero, y te echen menos, y te envíen a
buscar.
-¡El forastero! A tales horas dormirá como un santo. Buenos son esos señores del pueblo para
madrugar. No sé cómo no crían lana en el cuerpo.
- Bien, bien... yo me entiendo y bailo solo. Desviémonos de casa lo más que podamos, y ya
descansaremos después.
Al salir de la breve zona fértil y risueña del valle, empezaba el paisaje a hacerse melancólico y
abrupto. Abajo quedaban los maizales, los centenos y trigales a medio segar, los Pazos con su
gran huerto, su vasto soto, sus terrenos de labradío, sus praderías; y el sendero, escabroso,
interrumpido muchas veces por peñascales, caracoleaba entre viñedos colgados, por decirlo así,
en el declive de la montaña. En otras ocasiones, al trepar por aquel sendero, la pareja se
entretenía de mil modos: ya picando las moras maduras; ya tirando de los pámpanos de la vid,
por gusto de probar su elástica resistencia y de descubrir entre el pomposo follaje el racimo de
agraz en el cual empieza a asomar el ligero tono carminoso, parecido al rosado de una mejilla; ya
bombardeando a pedradas los matorrales para espantar a los estorninos; ya rebuscando unas
fresas chiquitas, purpúreas, fragantes, que se dan entre las viñas y son conocidas en el país por
amores. Hoy, con la prisa que llevaba Perucho, no les tentaba la golosina. El mancebo subía por
la recia cuesta con el sombrero echado atrás, la frente sudorosa, el rostro hecho una brasa (pues
el sol se desembozaba y picaba de firme), y sosteniendo a Manuela por la cintura, o, mejor dicho,
empujándola para que anduviese más veloz. Al llegar a lo alto, cerca ya de la casa de la Sabia, la
niña se detuvo.
-¿Qué te pasa?
- No puedo más... ahogo... ¡Rabio de sed!
-¿Sed? Allá arriba beberemos, en el arroyo.
- Tú por fuerza chocheaste. ¿A dónde señalas? ¿Al Pico-Medelo? ¿A los Castros?
- Pues vaya una cosa para asustarse. Ya tenemos ido más lejos.
- Si no bebo pronto, rabio como un can. No ves que con la prisa salí de casa en ayunas...
- Bueno, pues a ver si la señora María nos da una cunca de leche. Pero despáchala luego, ¿estás?
No te entretengas en conversación.
Ligera otra vez como una corza, a la idea de beber y refrescarse, cruzó Manuela bajo el
emparrado, y empujó la cancilla de la puerta de la Sabia. La horrible vieja ya había dejado su
camastro; pero sin duda por acabar de levantarse, o a causa del calor, estaba sin pañuelo ni
justillo, en camisa, con sólo un refajo de burdo picote, ribeteado de rojo: los copos de sus greñas
aborrascadas le cubrían en parte el negro pescuezo, sin ocultar la monstruosa papera. -¡Leche!
Dios la dé - contestó la sibila mirando de reojo a los dos muchachos. Todas las vacas enfermas;
una recién operada, ya sabían los señoritos; ni tanto así de hierba con qué mantenerlas; la fuente
sequita y el prado que daban ganas de llorar... ¡Leche! Que le pidiesen oro, que le pidiesen plata
fina; pero leche... Y ya Manuela, desalentada por las exageraciones de la bruja, iba a
conformarse con un poco de agua y suero, que la hechicera aseguraba ser regalo de un yerno
suyo. Pero Perucho le arrancó de las manos el cuenco de barro lleno de aquella insípida mixtura.
- Pareces tonta... ¿Que no hay leche? Vamos a ver ahora mismo si la hay o no la hay.
Vertió el líquido que llenaba el cuenco, y se metió por el establo medio atropellando a la vieja
que se le atravesaba delante. ¡No haber leche! ¡No haber leche para él, para el nieto de Primitivo
Suárez, para el hijo de Sabel, la que había estado más de diez años haciendo el caldo gordo y
enriqueciendo a aquel atajo de pillos de casa de la Sabia! Hasta piezas de loza estaba viendo en
el vasar que conocía porque en algún tiempo guarnecieron la cocina de los Pazos... ¡Tenía gracia,
hombre, no haber leche! ¡Condenada bruja! Perucho se sentía animado de esa cólera que nos
inflama cuando llegamos a la edad adulta contra las personas que hemos tenido que soportar,
siéndonos muy antipáticas, en nuestra niñez. Determinado iba, si las vacas no tenían leche, a
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sangrarlas. Encendió un fósforo y alumbró las profundidades de la cueva: lo primero con que
tropezaron sus ojos fue con unas ubres turgentes, unos pezones sonrosados, lubrificados por la
linfa que rezumaba de la odre demasiado repleta. Arrimó el cuenco, echó mano..., calentó con
dos o tres fricciones o golpecitos...¡Santo Dios! ¡Qué chorro grueso, perfumado, mantecoso!
¡Qué bien soltaba la blanda teta su río de néctar, y qué calientes gotas salpicaban los párpados y
labios de Perucho al ordeñar! ¡Qué espuma cándida la que se formaba en la cima del cuenco,
rebosando en burbujas que, al evaporarse, dejaban un arabesco, una blanca orla de randas sobre
el barro! Loco de gozo, Perucho acarició el grueso cuello de la vaca, salió con su tazón lleno, y
se lo metió a Manuela en la boca.
-¿Que no había leche, eh, señora María de los demonios? - gritó -. ¿Que no había leche? Para mí
lo hay todo ¿me entiende usted? ¡Caracoles! ¡Como vuelva a mentir! ¡Por embustera le ha de dar
el enemigo muchos tizonazos allá en sus calderas!
Manuela, retozándole la risa, bebía aquella gloria de leche, aquella sangre blanca, que traía en su
temperatura la vida del animal, el calor orgánico a ningún otro comparable. Perucho la miraba
beber con orgullo y ufanía, satisfecho de sí mismo, mientras la vieja, dejándose caer sobre el
tallo, fijaba en la niña su mirada siniestra a través de sus cejas hirsutas: beberle la leche de su
vaca era como chuparle a ella por la sangría el propio licor de sus venas.
- Aun parece que nos la está echando en cara, ¿eh Sabia?
- Que les aproveche bien - murmuró entre dientes la sibila, con el mismo tono con que diría: rejalgar se te vuelva.
- Vaya, pues ya que nos convida tan atenta y de tan buen corazón, aguarde, aguarde. - Y Perucho
llegose al armario misterioso de la bruja, abriolo de par en par, y de entre cucuruchos de papel de
estraza, frascos harto sospechosos, cabos de cera y naipes que ya tenían encima más de su peso
de mugre, tomó un tanque de hojalata, entró de nuevo en el establo, y salió a poco rato con el
tanque colmado de leche. Manuela podía beberse otra cunca, y a él también era justo que, por el
trabajo de ordeñar, le tocase algo. Fue un golpe mortal para la hechicera. Al pronto se arrimó a la
puerta con los brazos alzados al cielo, gimiendo y rogando al señorito que por Dios, por quien
tenía en el otro mundo, no le secase la vaquiña, que de esta hecha se le moría, y el cucho
también; y como Perucho respondiese con la más mofadora carcajada, se contó perdida ya, y se
dejó caer en su asiento favorito, hecho de un fragmento de tronco de roble, volviendo la espalda
por no ver desaparecer el contenido del tanque. La niña montañesa hizo dos o tres remilgos antes
de reincidir; pero así que llegó el cuenco a los labios, con indecible y goloso deleite lo apuró
enterito, y aún se relamió al verle el fondo. Perucho dio fin al tanque, que llevaría tal vez cuenco
y medio; y acercándose a la bruja, le descargó una palmada en el hombro.
- Vaya, señora María, abur... Tan amigos, ¿eh? No hay que enfadarse... Más que le bebimos
ahora de leche tiene usted bebido de vino en la cocinita de los Pazos... ¿Ya se le fue de la
memoria? Y si me llevo este pedazo de brona - y enseñaba un zoquete que había sacado de la
artesa- bastantes ferrados de maíz se ha comido usted allá a cuenta del padrino... ¡Conservarse!...
Salieron rápidamente, sin oír algo amenazador que rezongaba entre dientes la infernal bruja,
ocupada sin duda en echarles cuantas maldiciones, plagas, conjuros y paulinas contenía su
repertorio. A pocos pasos de la casa rompieron a reír mirándose.
-¿Eh? ¿Qué tal sabía la leche?
- Sabía a poco.
-¡Mujer! Dijéraslo, y te ordeño la otra vaca. La grandísima tal y cual de la vieja tiene dos paridas,
con leche así, que les revienta por la teta, y nos quería dejar rabiar de sed.
- No, bien bastó lo que hiciste... Nos queda echando plagas. Hoy nos maldice todo el santo día.
¿Será cierto eso de que estas mujeres hacen mal de ojo cuando les da la gana? ¿Y de que
maldicen a la gente y la gente se muere pronto?
-¡Mal de ojo! ¡Morirse! - y el estudiante se rió -. No, tontiña... Esas son mamarrachadas; bueno
que las crea mi madre; ¿pero quién da crédito a tal cosa?
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- Pues a mí poca gracia me hace que me maldiga un espantajo así. De seguro que esta noche
sueño con ella. ¡Qué horrorosa está con el bocio! ¿De qué se cogerán estos bocios, tú, Perucho?
- Dice que de beber el agua que corre a la sombra del nogal o de la higuera.
-¡Ay! Dios me libre de catarla enjamás.
Caminaban charlando, con tanta alegría como los mirlos, gorriones, jilgueros, pardillos y demás
aves, no muy pintadas pero asaz parleras, que en setos, viñedos y árboles cantaban sus trovas a la
radiante mañana. La leche bebida parecía habérseles subido a la cabeza, según iban de
alborotados y regocijados, y el cuerpo un poco magro de Manuela competía en agilidad con el
robusto y bien modelado de Perucho. Echaban paso largo por las veredas anchas y practicables;
y por las trochas difíciles subían corriendo, disputándose la prez de llegar más pronto a la meta
señalada de antemano: un árbol, una piedra, un otero. De cuando en cuando se volvía Perucho y
miraba hacia atrás.
- Ya no se ven los Pazos - exclamaba con satisfacción, como si perder de vista la casa solariega
fuese el objeto único de carrera tan desatinada.
¡Qué se habían de ver los Pazos! Ni por pienso. Es de advertir que Perucho no había tomado el
camino del crucero, aquel camino para él de recordación tan trágica, sino echado por la parte
opuesta, hacia sitios mucho menos frecuentados; la dirección de Naya. Entraba a la sazón en los
montes que forman la hoz al través de la cual va cautivo, espumante y mugidor, el río Avieiro.
Daba gusto pisar aquel terreno montuoso, tan seco, tan liso, y hollar el tapiz de flores de brezo,
de tierno tojo inofensivo aún, los setos de madroñeros floridos, las matas de retama amarguísima,
las orquídeas finas, con olor a almendra, toda la seca y enjuta y balsámica flora montés, que
convida al cuerpo a tenderse y le brinda un colchón higiénico, tibio del calor solar, aromoso,
regalado, incomparable. De trecho en trecho, algún pino ofrecía fresca sombra, ambiente
resinoso, quitasol que susurraba al menor soplo de viento... Manuela sintió que le pesaban los
párpados, y el cuerpo se le enlanguidecía. ¡La maldita leche!
-¡Qué calor! - balbució -. De buena gana me tumbaba ahí, debajo de ese pino.
Perucho dudó un instante; luego, como si se le ocurriese una objeción, pero no quisiese
expresarla, respondió:
- Ahí no. Yo te diré en dónde hemos de sentarnos.
La montañesa obedeció sin replicar. Desde tiempo inmemorial, desde que ella andaba aún a
gatas, Perucho dirigía el paseo, la zarandeaba a su gusto, la llevaba aquí y acullá, era el
encargado de saber dónde se encontraban nidos, frutos, sitios bonitos, hacia qué lado convenía
dirigir el merodeo. Rara vez intentó sublevarse Manuela y apropiarse la dirección del grupo, y
las contadas tentativas de independencia no produjeron más resultado que demostrar la
indiscutible superioridad y maestría de su amigo. En el invierno, mientras Perucho se secaba en
Orense, Manuela, instantáneamente y como por arte maravilloso, aprendía a manejarse solita, y
se encontraba de improviso profesora en topografía, conocedora de todos los caminos, rincones y
andurriales del valle; pero esto duraba hasta el regreso de Perucho: volvía él, y la montañesa
olvidaba su ciencia y volvía a descansar en su compañero, pasiva y gozosa.
Seguían caminando, apartándose gran trecho de los Pazos y descendiendo la corriente del río
Avieiro por vereditas incultas, aquí encontrando un pinar, allá un grupo de carrascas verdinegras,
más adelante un roble ufano de su robustez y de su hercúleo tronco, y siempre matorrales de
madroño y retama, por entre los cuales no el pie del hombre, sino la naturaleza misma había
abierto senderos, análogos a tortuosas calles de parque inglés. La luz del sol, que ya tocaba al
zenit, lo enrubiaba todo; encendía con tonos áureos la grama seca; daba color de ágata a las
simientes de la retama; hacía transparentes como farolillos de papel de seda carmesí las flores del
brezo; convertía en follaje de raso recortado los brotes tiernos de las carrascas; calentaba con
matices de venturina las hojas del pino; prestaba a la bellota verde el pulimento del jade; y en las
alas vibrátiles de las mariposas monteses - esas mariposas tan distintas de las que se ven en
terreno cultivado, esas mariposas que tienen colores de madera y hoja seca -, y en los carapachos
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de los escarabajos, y en la negra coraza y cuernos de las vacas louras, encendía tintas vivas,
reflejos metálicos, esmaltes de oro, brillo negro de tallado azabache. La intensidad del calor
arrancaba a los pinos todos sus olores de resina, a las plantas sus balsámicas exhalaciones; y
entre el sol que le requemaba la sangre y el vaho que se elevaba de la ebullición de la tierra, y la
leche que le aletargaba el cerebro, Manuela sentía como un comienzo de embriaguez, el estado
inicial de la borrachera alcohólica, que pareciendo excitación no es en realidad sino sopor; el
estado en que las manos resbalan sobre el objeto que quieren asir, en que los movimientos del
cuerpo no obedecen a la voluntad, en que nos sentamos sin pesar sobre la silla y nos levantamos
y andamos sin estribar en el suelo, porque el sentimiento de la gravedad se ha amortiguado
mucho, y nuestras percepciones son vagas y turbias, y parece que ha desaparecido la resistencia
de los medios, la densidad de la materia, la dureza de las esquinas y ángulos, y que los objetos en
derredor se han vuelto fluidos, y nuestro cuerpo también, y más que nada nuestro pensamiento.
No es desagradable el estado, al contrario, y la plétora de vida que produce se revelaba en el
rostro de Manuela: sus ojos brillaban y su boca sonreía sin interrupción. La niña no preguntaba
ya cosa alguna a su compañero: andaba, andaba tan ligera como se anda en sueños, sin sombra
de cansancio, aunque apoyándose en Perucho y arrimándose a su cuerpo con instintiva ternura.
Allá en la pequeña ladera del monte divisó la espadaña del campanario de Naya, que conocía, y
le ocurrió pensar en el cura que podría darles un buen almuerzo de huevos y fruta a la sombra de
la fresca parra que entolda la rectoral; mas sin duda no era este el propósito de Perucho, pues
tomó otra dirección, volviendo la espalda al campanario y hundiéndose en una trocha que
serpeaba entre pinos, y a cuyos lados se alzaban peñascos enormes, calvos y blancos por la cima,
jaspeados de liquen y musgo por la base. Manuela se detuvo un momento; respiró; sus potencias
se despejaron un poco al benéfico influjo de la temperatura menos ardorosa: miró en derredor,
para saber dónde estaba. El Avieiro corría allá abajo, rumoroso y profundo, no muy distante.
Por aquella parte se ensanchaba la hoz, hacíase muy suave, casi insensible, el declive de las
montañas, y el río, en vez de rodar encajonado, sujeto, con torsión colérica de serpiente cautiva,
se extendía cada vez más ancho, bello y sosegado, ostentando la hermosura y gala soberana de
los ríos gallegos, la margen florida, el pradillo rodeado de juncos, salces y olmos, la placa de
agua serena que los refleja bañando sus raíces, el caprichoso remanso en que el agua muere más
mansa, más sesga, con claridades misteriosas de cristal de roca ahumado; la frieira, la gran cueva
a la sombra del enorme peñasco, en que la sabrosa trucha busca la capa de agua densa y no
escandecida por el sol; el cañaveral que nace dentro de la misma corriente, el molino, la presa,
toda la graciosa ornamentación fluvial de un río de cauce hondo, de país húmedo, que recuerda
las ideas gentílicas, las urnas, las náyades, concepción clásica y encantadora del río como
divinidad.
La humedad que siempre sube de los ríos y la frescura de la vegetación despabilaron más y más
a la niña.
- Ya sé a dónde vamos -exclamó- a las Poldras. ¿Y después de pasado el Avieiro, adónde? Me lo
dices, ¿o está de Dios que no lo he de saber?
- Calla... Ya verás.
- Yo pensé que íbamos a Naya.
-¿Para qué? ¿Para encontrarnos con el cura y que nos llevase por fuerza a comer consigo?
- Pero... es que... comer, de todas maneras hay que comer en casa; y ya debe de ser tarde, tarde...
No puedo tal día como hoy faltar de la mesa...
- A ver si te callas, tonta. ¡Eh... cuidado con caerte de hocicos por la rama del pino! Yo iré
delante... La mano... ¡Así!
Con efecto, en las púas secas del pino los pies resbalaban como si el terreno estuviese untado de
jabón.
195
- XX Patinando sobre aquellas púas endiabladas, se deslizaron y corrieron hasta un grupo de salces
inclinado hacia el borde del Avieiro. Oíase el murmurio musical del agua, y el ambiente, tan
abrasador arriba, allí era casi benigno. Cruzaron por entre los salces desviando la maleza tupida
de los renuevos, y vieron tenderse ante sus ojos toda la anchura del río, que allí era mucha,
cortándola a modo de irregular calzada las pasaderas o poldras.
En torno y por cima de las anchas losas oscuras, desgastadas y pulidas como piedras de chispa
por la incesante y envolvedora caricia de la corriente, el río se destrenzaba en madejas de
verdoso cristal, se aplanaba en delgadas láminas, bebidas por el ardor del sol apenas hacían
brillar la bruñida superficie. Para una persona poco acostumbrada a tales aventuras, no dejaba de
ofrecer peligro el paso de las poldras. Sobre que se movían y danzaban al menor contacto, no
eran menos resbaladizas que la rama del pino. Nada más fácil allí que tomarse un baño
involuntario.
-¿Hemos de pasarlas? - preguntó la montañesa, con una sonrisa que significaba - a ver cuándo
determinas que paremos en alguna parte.
- Las pasamos - ordenó Perucho con el tono mandón y despótico que había adoptado desde por la
mañana.
Manuela tendió la vista alrededor, y eligiendo un sitio favorable, la sombra de un árbol, se dejó
caer en un ribacillo, y resignadamente comenzó a desabrocharse las botas. Ni un segundo tardó
Perucho en hincársele de rodillas delante.
- Yo te descalzo... yo. Como cuando eras una cativa, ¿te acuerdas?, un tapón así... y yo te
descalzaba y vestía... y hasta te tengo peinado mil veces.
Medio riendo, medio enfadándose, la muchacha no retiró el pie de las manos de su amigo. Este
hacía ya saltar uno tras otro los botoncitos de la botina de casimir, mal hecha, muy redonda de
punta contra todas las leyes de moda. Tiró después delicadamente, con un pellizco fino, del talón
de la media de algodón, y la media bajó; arrollola en el tobillo, y con un nuevo tirón dejó el pie
desnudo. Sus palmas se distrajeron y embelesaron en acariciar aquel pie, que le recordaba la
patita rosada y regordeta de la nené a quien tanto había traído en brazos. Era un pie de montañesa
que se calza siempre y que tiene en las venas sangre patricia; no muy grande, algo encallecido
por la planta, pero arqueado de empeine, con venillas azules, suave de talón y calcañar, redondo
de tobillo, blanco de cutis, con los dedos rosados o más bien rojizos de la presión de la bota, y un
poco montado el segundo sobre el gordo. El pie transpiraba, por haber andado mucho y aprisa.
- Enfríate un poco... - murmuró el mancebo -. No puedes meter el pie en el agua estando así; te
va a dar un mal.
- Que me haces cosquillas - exclamaba ella con nerviosa risa tratando de esconder el pie bajo las
enaguas -. Suelta, o te arrimo un cachete que te ha de saber a gloria.
- Déjame verlo... ¡Qué bonito es! Lo tienes más blanco que la cara, Manola... Pero mucho más
blanco.
-¡Vaya un milagro! Como que la cara va por ahí destapadita papando soles y lluvias. ¡Pasmón!
¿Es la primera vez que ves un pie en tu vida? ¡Soltando!
Soltó el que tenía asido, pero fue para descalzar el otro con el mismo cariño y religiosa devoción,
y abarcar ambos con una mano, uniéndolos por la planta.
- Que me aprietas... que me rompes un dedo... ¡Bruto!
-¡Ay!, perdón - murmuró él; y bajándose, halagó con el rostro, sin besarlos, los pies desnudos. La
montañesa se incorporó pegando un brinco, y echó a correr, y sentó la planta descalza en la
primer pasadera. Su amigo le gritó:
- Chica, aguárdate... Déjame recoger las medias y las botas... Allá voy a darte la mano... Vas a
caerte de cabeza en el río... ¡Loca de atar!
196
Con saltos ligeros, volviendo la cabeza a cada brinco lo mismo que los pájaros, Manuela salvaba
ya las poldras eligiendo diestramente el trecho seco a fin de caer en él. Dos o tres veces estuvo a
punto de dar la zambullida, y la daría de fijo a no ser tan grande su agilidad: saltaba largo, y era
su ligereza la ligereza del ave, de la golondrina que vuela rasando el agua. Remangaba las faldas
al brincar, y su pierna, no torneada aún, pero de una magrez llena, donde las redondeces futuras
apuntaban ya, tenía al herirla el sol, la firmeza y granillo algo duro de una pierna acabada de
esculpir en mármol y no pulimentada aún.
Casi había alcanzado la otra orilla, cuando Perucho voló tras ella. El muchacho, calzado con
duros zapatos de doble suela, desdeñaba descalzarse, habiéndose contentado con remangar los
pantalones.
La chiquilla comprendió que llevaba ventaja a su compañero, y excitada por el juego, quiso
hacerle correr un poco. Como una saeta se emboscó entre los árboles de la orilla, y desapareció
en la espesura dándose traza para que Perucho no supiese dónde se había metido. Pero al
muchacho le asustó aquella pequeña contrariedad como si realmente su amiga se le perdiese de
vista, y gritó llamándola con oprimido corazón y angustiada voz: tan angustiada, que Manuela
salió al punto de los matorrales, renunciando a continuar el juego.
-¿Qué te pasa? - dijo riéndose al ver el semblante demudado de Perucho.
-¿Qué...? Que no me hagas judiadas... Vamos juntos, ¿entiendes? Tú no te apartes de mí. ¿Dónde
estabas? No, no sirve esconderse.
- Pues cálzame - exclamó ella sentándose en un peñasco.
La calzó enjugándole antes los pies húmedos con la falda de su americana, y bromeando ya sobre
el enfado y el susto del escondite.
- Y ahora... - murmuró la niña mientras él lidiaba con un botón empeñado en resbalarse del ojal ¿a dónde vamos? ¿Seguimos como locos?
- Ahora... ahora ven conmigo... Ya pararemos, mujer.
Echaron monte arriba, alejándose de la refrigerante atmósfera del río. Aquella montaña era más
áspera aún, y en el suelo dominaban las carrascas y las encinas, que daban alguna sombra; pero
siendo muy agria la subida, en los puntos descubiertos quemaba el sol de un modo insufrible.
Manuela jadeaba siguiendo a Perucho, que parecía llevar un objeto determinado, pues miraba a
un lado y a otro para orientarse. Al fin, divisó una encina vieja, un tronco perforado y hueco
donde aún gallardeaba algún ramaje verde en lugar de la copa desmochada; dio un grito de
júbilo, metió la cabeza dentro con precaución, luego la mano, armada de una navaja, luego el
brazo todo... y al cabo de unos cuantos minutos de manipulación misteriosa, sacó en triunfo algo,
algo que hizo exhalar a la montañesa clamor alegre.
¡Un panal soberbio de miel rubia, pura y balsámica, de aquella miel natural, un millón de veces
más sabrosa que la de colmena, como si el insecto, libre ciudadano de su inocente república,
ajena al protectorado del hombre, libase un néctar más puro en los cálices de las flores, un polen
más fecundo en sus estambres, elaborase un propóleos más adherente para afianzar la celdilla, y
emplease procedimientos de destilación más delicados para melificar la esencia de las plantas, el
jugo precioso recogido aquí y acullá, en el prado, en la vega, en el castañar, en el monte!
Manuela chillaba, reía de placer.
- Pero tú mucho discurres... Pero ¿de dónde sacaste eso...? Pero tú creo que echas las cartas como
la Sabia... ¿Quién te contó que ahí había miel?
-¡Boba! ¡Gran milagro! Supe que unos hombres de las Poldras pillaron en este sitio un
enjambre... pregunté si habían registrado el nido de la miel y contestaron que no, que ellos sólo
andaban muertos y penados por las abejas, para llevarlas al colmenar... Yo dije ¡tate!, pues los
panales han de estar allí, en un árbol hueco... Ya ves cómo acerté. ¿Qué tal el panalito? ¡Pecan
los ojos en mirarlo!
-¿Y si estuviesen en el tronco las abejas, ahora que andan tan furiosas con la borrachera de la flor
del castaño? Te comían vivo.
197
-¡Bah! Yo sé la maña para que no piquen... Hay que meter poco ruido, moverse despacio y
bajarse al suelo cuando le sienten a uno...
-¡A comer, a comer la miel! - gritó la montañesa palmoteando.
- Ven, aquí hay una sombra, ¡una sombra que da la hora!
Era la sombra la de una encina cuyas ramas formaban pabellón, y que caía sobre un ribazo todo
estrellado de flores monteses, donde crecía el tojo o escajo tan nuevo y tierno, que sus pinchos
no lastimaban. Además parecía como si la mano del hombre hubiese labrado allí esmeradamente
un asiento, a la altura exigida por la comodidad. Perucho sacó su navaja, y del bolsillo del
chaquetón hizo surgir el pedazo de brona tomado contra la voluntad de su dueña la Sabia.
Partiolo en dos mitades desiguales, dando la mayor a su compañera; y el panal de miel se
sometió al mismo reparto. Sentada ya, tranquila, descansando de la larga caminata y del calor
sufrido, con esa sensación de bienestar físico que produce el reposo después de un violento
esfuerzo muscular, y la pregustación de un manjar delicioso, virgen, fresco, sano, que hace fluir
de la boca el humor de la saliva, Manuela, antes de hincar el diente en la miel puesta sobre el
zoquete de pan, tocó en el hombro a su compañero:
- Mira, en comiéndola nos largamos, y vuelta a casita... ¿eh? Ya me parece que dieron las doce
en el campanario de Naya... Sabe Dios a qué hora llegaremos allá, y lo que andarán preguntando
por nosotros.
Él le echó el brazo al cuello, y con los dedos le daba golpecitos en la garganta.
- Hoy no se vuelve - murmuró casi a su oído.
Pegó un respingo la muchacha.
-¿Tú loqueas? Si fuese en otro tiempo... bien, nadie se amoscaría; pero ¿ahora que está el tío
Gabriel? Se armaría un ruido endemoniado por toda la casa.
Perucho le tiró de la trenza.
- Hoy no se vuelve... No me repliques, que no puede ser. Hoy no se vuelve... ¿Sabes por qué?
Por lo mismo, por eso... porque está tu tío, tu caballero de tío. Calla, calla, vidiña... Si quieres
volver, vuélvete tú sola, muy enhorabuena; yo me quedo aquí... Yo no voy más a los Pazos.
- A mí se me figura que tú chocheaste. Lo que a ti se te ocurre, no se le ocurre ni al mismo
Pateta. ¡No volver a los Pazos! Pues apenas se alborotaría aquello todo.
-¿Y qué nos importa, di? - murmuró el mancebo con ardorosa voz -. Tú eres muy mala, Manola:
sí señor, muy mala; tú no me quieres a mí así, a este modo que yo te quiero. ¡Qué me has de
querer! Ni siquiera sabes lo que es cariño... de este. ¿Lo entiendes? Pues no lo sabes. Vamos, yo
no digo que tú no me quieras una miajita; si me muriese, llorarías, ¡quién lo duda!, llorarías una
semana, un mes... y te acordarías de mí un año... y soñarías conmigo por las noches, y después...
te casarías con el tío Gabriel, y se acabó... se acabó Perucho.
Su voz temblaba, enronquecida por la pasión.
-¡Qué cosas dices! ¡Con el tío Gabriel! - exclamó la montañesa dilatando las pupilas de asombro
y limpiándose distraídamente con el pañuelo la boca untada de pegajosa miel.
- O con otro del pueblo, otro señor elegante y de fachenda, así por el estilo... ¡Malacaste! Oye tú:
aquí en la aldea no se hace uno cargo de ciertas cosas... pero allá en el pueblo... los estudiantes...
unos con otros... nos abrimos los ojos... nos despabilamos... ¿estás? Allá... cuando me
preguntaban los compañeros que si tenía novia y que por qué no tomaba una en Orense...
atiende, atiende... les dije así: - Tengo mi novia, ya se ve que la tengo, y es más bonita que todas
las vuestras, y se llama Manuela, Manuela Ulloa...-. Y ellos a decir: -¿Quién?, ¿la hija del
marqués? - La misma que viste y calza... decid ahora que no es bonita, morrales...-. Y ellos con
muchísima guasa me saltan: - En la vida la vimos... pero esa no es para ti, páparo... Esa es para
un señor, porque es una señorita, hija de otro señor también... y tú eres hijo de una infeliz
paisana... ¿eh?, date tono, date tono...-. Le santigüé las narices al que me lo cantó, pero me quedé
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pensando que lo acertaba... ¿Entiendes? Y tanta rabia me entró, que me eché a llorar como si
fuese yo el que hubiese atrapado los soplamocos... Mira si sería verdad... que a... aún... aún...
Manuela, que chupaba muy risueña el panal, alzó la vista y notó que su amigo tenía como una
niebla ante aquellas hermosas pupilas azul celeste. En lo más profundo de su vanidad de hembra,
quizás a medio dedo de las telillas del corazón, sintió algo, una punzada tan dulce, tan sabrosa...
más que la propia miel que paladeaba. Volvió la cabeza, recostola en el hombro de su amigo.
-¿Quién te manda llorimiquear ni apurarte? - pronunció enfáticamente.
- Porque tenían razón - tartamudeó él.
- No señor. Yo te quiero a ti, ya se sabe. Mas que fueses hijo del verdugo. Valientes tontos, y tú
más tonto por hacerles caso.
- Bien - murmuró él -; me quieres, corriente, estamos en eso; pero es allá un modo de querer
que... Yo me entiendo. Es un querer, así... porque... porque uno se crió desde pequeñito junto con
el otro, sin apartarse... y tienes costumbre de verme, como quien dice... y... y... Yo te voy a
aclarar cómo me quieres, y si acierto, me lo confiesas. ¿Eh? ¿Me lo confiesas?
- Hombre... - clamó ella con la boca atarugada de brona - siquiera das tiempo a uno para tragar el
bocado y contestar... Conformes; te lo confesaré. ¡Falta saber qué es lo que he de con-fe-saaaar!
- Tú me quieres... como quieren las hermanas a los hermanos. ¿Eh? ¿Acerté?
- Mira tú. ¡Verdad! Si yo siempre pensé de chiquilla que lo eras, no entiendo por qué... - Aquí la
montañesa dio indicios de quedarse pensativa, con la brona afianzada en los dedos, sin llevarla a
la boca -. Y yo no sé qué más hermanos hemos de ser. Siempre juntos, siempre, desde que yo era
así... (bajó la mano indicando una estatura inverosímil, menor que la de ningún recién nacido).
Aún hay hermanos que no se crían tan juntos como nosotros.
Perucho permaneció silencioso, con el pan caído a su lado sobre la hierba, una rodilla en el aire,
que sostenía con las manos enclavijadas, y mirando hacia el horizonte.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara de bobo?
- Eso ya lo sabía yo... - exclamó él desesperado, descargándose de golpe una puñada en el muslo
-. ¿Ves...? ¿Ves cómo tenían razón los de Orense? Lo que tú me quieres a mí... es... así... por eso,
porque desde chiquillos andamos juntitos y, a menos que fueses una loba, no me habías de tener
aborrecimiento... ¡Pues andando! Siga la música... Y que se lo lleven a uno los diablos.
Encarose violentamente con la niña, y tomándole las muñecas, se las apretó con toda su alma y
todo su vigor montañés. Ella dio un chillido.
- Yo te quiero a ti de otra manera, muy diferente... te quiero como a las novias, con amor, con
amor (vociferó esta palabra). Si se calla uno más de cuatro veces, es por miramientos y
consideraciones y embelecos... Que se vayan a paseo todos ellos juntos... Aguantar que a uno no
le quieran, ya es martirio bastante; pero ver que viene otro y con sus manos lavadas le escamotea
la novia, le roba todo... Eso ya pasa de raya... No tengo paciencia para sufrirlo ni para verlo...
No, y no, y no lo veré, me iré, me iré, aunque sea a la isla de Cuba.
Manuela oyó todo esto derramándose en risa, porque el enfado de su amigo le gustaba; y sobre
todo, encantábale la idea de calmarlo con unas cuantas frases cariñosas, que sin esfuerzo, antes
muy a gusto suyo, le salían del corazón.
- Lo dicho: a ti hoy picote una avispa o un alacrán en el monte... Yo quisiera saber de dónde
sacas tanto disparate... ¿Quién te viene a quitar la novia, ni quién me coge a mí, ni me lleva, ni
todas esas barbaridades que sueñas tú?
- El tío Gabriel te quiere; está enamorado de ti. Ha venido a casarse contigo. No me lo niegues.
- Vaya, lo dicho.
Manuela se tocó la frente con el dedo y meneó la cabeza.
- No, no me llames loco; porque me parece que haces risa de mí o que me quieres engañar. Dime
sólo una cosa. ¿Te gusta tu tío Gabriel?
-¿Gustar?... ¿Qué sé yo lo que es gustar, como tú dices? El tío Gabriel me parece muy bueno,
muy listo, y un señor así... no sé cómo te diga... muy fino, y que sabe mucho de muchísimas
199
cosas... Un señor diferente de los de por acá, de Ramón Limioso, del sobrino del cura de Boán,
Javier, de los de Valeiro... de todos.
- Ya lo ves - exclamó con aflicción el mancebo -; ya lo estás viendo... Tu tío... ¡te gusta!
- Pues sí; claro que me gusta... ¡No tiene por qué no gustarme!
Las correctas líneas del rostro de Perucho se crisparon. Las raras veces que tal sucedía,
palidecían sus mejillas un poco, dilatábansele las fosas nasales, se oscurecían y centelleaban sus
ojos de zafiro, poníase más guapo que nunca, y era notable su parecido con las estampas de la
Biblia que representan al ángel exterminador o a los vengadores arcángeles que se hospedaron en
casa de Lot el patriarca. Manuela lo contemplaba con placer, a hurtadillas; y de pronto,
pasándole suavemente una mano por detrás de la cabeza y atrayéndolo a sí, murmuró:
- Tú me gustas más, queridiño.
- A ver, dilo otra vez.
- Te lo daré por escrito. - Hizo ademán de escribir en el suelo con el dedo, y deletreó: Me-gustas-más.
- Manola, vidiña... A mí, ¿me quieres más a mí?
- Más, más.
-¿Te casarás conmigo?
- Contigo.
-¿Conmigo? ¿Aunque tú seas señorita y yo... un labrador?
- Aunque fueses el último pobre de la parroquia. Yo no soy tampoco una señorita... como las
demás. Soy una montañesa, criada entre las vacas. Estaría yo bonita allá en pueblos de no sé.
Más señorito pareces tú que yo.
- Y si tu padre...
Manuela miró al suelo; su boca se contrajo por espacio de un segundo. Luego suspiró levemente:
- Para el caso que me hace papá... Yo no sé de qué le sirvo... ¡Bah! Desde pequeñita sólo tú
hiciste caso de mí, y me cumpliste los caprichos y me mimaste... Cuando necesitaba dos
cuartos... ¿te acuerdas?, me los prestabas... o me los regalabas... Tú me traías los juguetes y las
rosquillas de la feria... En el invierno, cuando te vas, parece que se me va lo mejor que tengo y
me quedo sin sombra.
-¡Qué gusto! - exclamó él, y con ímpetu irresistible se levantó, le apoyó las manos en los
hombros, y la zarandeó como se zarandea al árbol para que suelte el fruto. Luego se le hincó de
rodillas delante, sin el menor propósito de galantería.
- Manola, ruliña, dame palabra de que nos hemos de casar tan pronto podamos. ¿Me la das,
mujer?
- Doy, hombre, doy.
- Y de que hasta la tarde no volvemos a los Pazos.
-¡Uy! Reñirán, se enfadarán, armarán un Cristo.
- Que lo armen. Que riñan. Hoy el día es nuestro. Que nos busquen en la montaña. Aquí corre
fresco, da gusto estar. ¿No comiste bastante? ¿Tienes hambre? Ahí va el pan, y más miel.
-¿Y qué vamos a hacer aquí todo el día de Dios? - preguntó ella risueña y gozosa, como si la
pregunta estuviese contestada de antemano.
- Andar juntos - respondió él decisivamente -. Y subir a los Castros. Desde aquí todavía estamos
cerca de Naya.
- XXI Para subir a los Castros, había que dejar a un lado el monte y el encinar, torcer a la izquierda, y
penetrar en uno de esos caminos hondos, característicos de Galicia, sepultados entre dos
heredades altas, y cubiertos por el pabellón de maleza que crece en sus bordes: caminos
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generalmente difíciles, porque la llanta del carro los surca de profundas zanjas, de indelebles
arrugas; porque a ellos ha arrojado el labrador todos los guijarros con que la reja del arado o la
pala tropezó en las heredades limítrofes; porque allí se detiene y se encharca el agua y se forma
el barro; los peores caminos del mundo en suma, y sin embargo encantadores, poéticos,
abrigados en invierno porque almacenan el calor solar, y protegidos del calor en verano por la
sombra de las plantas que se cruzan cerrándolos como tupido mosquitero; encantadores porque
están llenos de blancuras verdosas de saúco, palideces rosadas de flor de zarza, elegancias
airosas de digital, enredadas cabelleras de madreselva que vierten fragancia, cuentas de coral de
fresilla, negruras apetitosas de mora madura, plumas finas de helecho, revoloteos y píos y
caricias de pájaros, serpenteos perezosos de orugas, escapes de lagartos, contradanzas de
mariposas, encajes de telarañas sujetos con broches de rocío, y desmelenaduras fantásticas de
rojas barbas de capuchino, que allí, colgadas entre zarzas y matorrales, parecen ex-votos de
faunos que inmolaron su pelaje rudo al capricho de una ninfa. Y aquel camino en que penetró la
pareja montañesa añadía a estos méritos, comunes a todas las corredoiras, un misterio especial,
debido a que era muy poco frecuentado de carros y de labriegos, y conservaba todo el mullido
suave de su hierba virgen, que literalmente era un tapiz verde clarísimo, salpicado de esas
orquídeas color entre lila y rosa que asoman fuera de tierra sólo los pétalos, sin hoja verde
alguna; y como además era estrecho, y muy hondo, la vegetación de sus bordes, viciosa y lozana
como ninguna, se había unido, y sólo a duras penas se filtraba de la bóveda una misteriosa y
vaga claridad, una luz disuelta en oro y pasada al través de una cortina de tafetán verde.
Quien estuviese hecho a conocer estos caminos hondos, y el país gallego en general, no se
admiraría de las particularidades que presentaba aquella corredoira, así en su virginidad y
misterio como en ser más honda que ninguna y en estar trazada con extraña regularidad, como
obra donde no sólo se descubría la mano del hombre, sino una mano ducha y hábil, que da a sus
obras proporción y simetría. El nombre de Los Castros que lleva el lugar le explicaría bien, si
antes no se lo dijese su pericia, por qué estaba allí aquella zanja abierta como por la pala del
ingeniero militar de hoy, que ciertamente no la abriría más perfecta.
Dos eran los Castros: Castro Pequeño y Castro Mayor, y se elevaban en doble colina escalonada,
facilitando la ascensión del uno al otro la trinchera, aunque también haciéndola más larga, pues
era preciso seguirla y dar la vuelta a toda la base del Castro Pequeño para intentar la ascensión al
grande, muchísimo más elevado y vasto. El estado de conservación de los dos campamentos era
tan maravilloso; se veían tan claras las líneas del reducto y el círculo perfecto de la profunda
zanja que en torno lo defendía, que aquella fortificación de tierra, levantada probablemente por
legionarios romanos anteriores a Cristo, si es que no fue en tiempos aún más remotos trabajo de
defensa practicado para sustentar la independencia galaica, aparecía más entero y robusto que las
fortalezas, relativamente jóvenes, de la Edad-media. Ni el arado, ni el agua del cielo, habían
mordido la esbelta cortadura que a modo de verde culebra se enrosca al pie de los Castros. No;
no habían hecho más que vestirla de enredaderas, de zarzales, de plantas y hierbas lozanísimas; y
allí donde el soldado rompió el terruño para prevenir el ataque del enemigo, se embosca hoy la
ágil sabandija, y teje sus gasas el pardo arañón campesino.
Subió lentamente la pareja, no apremiada ya por la angustia de hallarse cerca de sitio habitado
que desde por la mañana impulsaba a Perucho a desviarse del caserón. Iban los dos montañeses
radiantes de alegría, con el desahogo de la confesión y las promesas anteriores. Parecíales que
sin más que trocar aquellas cuatro frases, se les había quitado de delante un estorbo grandísimo,
y ensanchándoseles el corazón, y arreglado todo el porvenir a gusto y voluntad suya. En especial
el galán no cabía en sí de gozo y orgullo, y sostenía a Manuela y la empujaba por la cintura con
la tierna autoridad del que cuida y atiende a una cosa absolutamente propia. Tranquilo y
sosegado, hablaba de las cosas acostumbradas y se entregaba a las ocupaciones y a las
investigaciones habituales en la pareja. Aquella corredoira de los Castros, en las actuales
circunstancias, era para él un descubrimiento. ¡Qué filón! Olvidados de todo el mundo,
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amontonábanse allá tesoros que no habían de desdeñar nuestros exploradores. Hacia la parte que
forma la solana de la colina, las moras se hallaban ya en estado de perfecta madurez, y millares
de dulces bolitas negras acribillaban el verde oscuro de los zarzales. En los sitios de más sombra
y humedad, las perfumadas fresillas o amores abundaban, y las delataba su aroma. Nidos, era una
bendición de Dios los que aquella maleza cobijaba. Porque, desnuda de arbolado la cima de los
Castros desde cerca de veinte siglos que sin duda sus árboles habían sido cortados para levantar
empalizadas, las aves no tenían más refugio que la zanja misteriosa, donde les sobraba pasto de
insectos y caudal de hierbas secas y plantas filamentosas para tejer la cuna de su prole. Así es
que tras cada matorral un poco tupido, en cada rinconada favorable, se descubrían redondas y
breves camas, unas con huevos, cuatro o seis perlitas verdosas, otras con la cría, medio ciega,
vestida de plumón amarillento. Y al entreabrir Manuela el ramaje para sorprender el secreto
nupcial, no sólo volaba el pájaro palpitante de terror, sino que se oía corretear despavorida a la
lagartija, y el gusano se detenía paralizado de miedo, enroscándose al borde de una hoja con sus
innumerables patitas rudimentarias.
En la exploración y saqueo de la zanja gastarían más de hora y media los fugitivos. En la falda
remangada de Manuela se amontonaban moras, fresas, frambuesas, mezcladas y revueltas con
alguna flor que Perucho le había echado allí como por broma. Manuela prefería coger los frutos,
y su amigo era siempre el encargado de obsequiarla con las orquídeas aromosas o con las largas
ramas de madreselva. Andando, andando, la carga de fresas desaparecía y el delantal se
aligeraba: picaban por turno los dos enamorados, y al llegar a la cima del Castro pequeño, la
merienda de fruta silvestre había pasado a los estómagos.
La cima del Castro pequeño, donde empezaba a asomar el tierno maíz, era una meseta circular,
perfectamente nivelada, como picadero gigantesco donde podían maniobrar todos los jinetes de
la orden ecuestre. Las necesidades del cultivo habían abierto senderitos entre heredad y heredad,
y a no ser por ellos, el Castro pequeño sería raso como la palma de la mano. Desde su altura se
divisaba una hermosa extensión de tierra, y seguíase el curso del Avieiro, distinguiéndose
claramente y como próximas, pero a vista de pájaro, las Poldras, con el penachillo de espuma
que a cada losa ponía el remolino y el batir colérico de la corriente. Ni un árbol, ni una mata alta
en aquella gran planicie del Castro, que rasa, monda, lisa e igual, parecería recién abandonada
por sus belicosos inquilinos de otros días, a no verse en su terreno los golpes del azadón y a no
cubrirla, como velo uniforme, las tiernas plantas del maíz nuevo.
Mas no era allí todavía donde Perucho y Manuela se creían dueños del campo y situados a su
gusto para reposar un poco después de tanto correr. Aspiraban a subir al Castro mayor, ascensión
difícil para otros, porque la trinchera, menos honda allí, dejaba de ser corredoira y estaba
literalmente obstruida por los tojos recios, feroces y altísimos. Casi impracticable hacían la
subida sus ramas entretejidas y espinosas. Perucho, con sus pantalones de paño fuerte, podría
arriesgarse llevando en brazos a Manuela; pero era el trayecto del rodeo de la zanja larguísimo, y
a pesar del vigor del rapaz, bien podría cansarse antes de recorrer el hemiciclo que conducía a la
entrada del Castro. Tendió la vista, y sus ojos linces de montañés distinguieron al punto un
senderito casi invisible, en el cual no cabía el pie de un hombre, y que serpeaba atrevidamente
por el talud más vertical de la base del Castro, yendo a parar en el matorral que guarnecía la
cúspide.
-¡El camino del zorro! - exclamó Perucho, señalando a su compañera, allá en lo alto, la boca de
la madriguera, que se entreparecía oculta por las zarzas y escajos -. Por ahí vamos a subir
nosotros, que si no es el cuento de nunca acabar y de quedarse sin carne en las pantorrillas.
Para llevar a cabo la difícil hazaña, yendo el montañés delante y colocando el pie en las
levísimas desigualdades que daban señal del paso del zorro cuando subía y bajaba a su oculto
asilo, Manuela, que seguía a Perucho, se le cogía no de la mano, pero de los faldones de la
americana, y a veces del paño del pantalón. El apuro fue grande en algunos puntos del trayecto, y
grandes también las risas con que celebraron lo crítico de la situación aquella. Perucho se asía
202
con las uñas a la tierra, a las plantas, a todo cuanto podía servirle de asidero, y al avanzar el pie
hincaba la punta de golpe en la montaña, para dejar hecho sitio al pie de la niña. Al fin,
sudorosos, encarnados y alegres, llegaron a la última etapa de la jornada, y agarrándose a unos
menudos pinos que crecían desplomados sobre el talud, saltaron triunfantes dentro del Castro
Mayor.
La impresión que producía este segundo reducto fortificado era harto diferente de la del primero.
En éste el cultivo suavizaba el aspecto militar, y el alegre y fresco verdor del maíz no permitía
que acudiesen al ánimo ideas de antiguas batallas, de sangre y defensas heroicas; sobre la honda
trinchera había tendido la naturaleza velo de florida vegetación, y las huellas de la vida humana,
de la actividad rústica, el manto amigo de la agricultura, daban al viejo anfiteatro aspecto risueño
y apacible. En el Castro Mayor, al contrario, se advertía cierta salvaje grandeza y desolación
trágica, muy en armonía con su destino y su puesto en la historia. Era aún, después de veinte
siglos, el sitio de las defensas heroicas, de las resistencias supremas; el sitio donde, rotas ya las
empalizadas, invadido el Castro de abajo, se refugiaría la destrozada legión, llevándose sus
muertos y sus heridos para darles, a falta de honrosa pira, túmulo en aquella elevada cumbre, y
resuelta a vender caras las vidas a la hueste cántabro-galaica. La vegetación, los brezos altísimos
y tostados por el sol, las carrascas, los tojos, todo adquiría allí entonación rojiza, despertando la
idea de un rocío de sangre que los hubiese bañado: a trechos, rompían la lisura del inmenso
circuito pequeñísimas eminencias, donde las plantas eran más lozanas todavía, y que a juzgar por
su hechura cónica serían acaso túmulos. ¿Quién sabe si un investigador, un arqueólogo, un
curioso, cavando en aquel suelo vestido de plantas monteses y de ruda y selvática flora,
descubriría ánforas, monedas, hierros de lanza, huesos humanos?
La soledad era absoluta en aquel lugar elevado y casi inaccesible; el cielo parecía a la vez muy
alto y muy próximo, y como nada limitaba la vista, horizonte inmenso lo rodeaba por todas
partes, resultando el firmamento verdadera bóveda de azul infinito y profundo, que encerraba a
manera de fanal el inmenso anfiteatro. Las lejanías, más bajas que el Castro, se perdían
gradualmente en tales tintas rosadas y cenicientas, que formaban la ilusión de un lago, o del mar,
cuya extensión se divisase lejos, muy lejos. Parecía que el Castro fuese una isla, suspendida
sobre un océano de vapores. La calma y el silencio rayaban en fantásticos: allí no había pájaros,
sea porque sólo un árbol - un viejo roble, digno de ser contemporáneo de los druidas - se alzaba
en la gigantesca plataforma, como respetado por la pala de los soldados que habían nivelado el
monte para fortificarlo, sea porque la altura, gravedad y solemnidad misteriosa de aquel sitio
intimidase a las aves. Una liebre, galopando entre los brezos, fue el único ser viviente que
encontraron los fugitivos.
Divirtiéronse estos durante un buen rato en otear todo el país circunvecino, que desde la
estratégica altura se dominaba completamente. El caserío de Naya se les presentaba a sus pies
como esparcida bandada de palomas; más lejos las Poldras y el río espejeaban al sol; eran un hilo
verdoso, roto a trechos por blancos espumarajos; y allá remoto, remoto, se hundía el valle de los
Pazos, donde la casa solariega era un punto rojo, el color de sus tejas. Manuela mostró una
especie de terror a la vista.
-¡Madre mía del Corpiño, qué lejos estamos de la casa!
Perucho la tranquilizó riendo.
- No, mujer... Parece así porque la vemos de alto. Vaya que de poco te pasmas. ¿No tienes
voluntad de descansar? ¿No te pide el cuerpo sentarte?
- Hombre... me dan ganas de hacerte no sé qué. Hace mil años te dije que me cansaba, y ahora
sales... Yo ya estaba aguardando a ver si querías que me cayese muerta. ¡Y con este calor! Aquí
tan siquiera corre un poquito de aire.
- Pues ven.
Acercáronse al roble, cuyo ramaje horizontal y follaje oscurísimo formaban bóveda casi
impenetrable a los rayos del sol. Aquel natural pabellón no se estaba quieto, sino que la purísima
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y oxigenada brisa montañesa lo hacía palpitar blandamente, como la vela del bote, obligando a
sus recortadas hojas a que se acariciasen y exhalasen un murmullo como de seda arrugada. Al pie
del roble, el humus de las hojas y la sombra proyectada por las ramas habían contribuido a la
formación de un pequeño ribazo resto acaso de uno de aquellos túmulos, así como el duro y
vigoroso roble habría chupado acaso la sustancia de sus raíces en las vísceras del guerrero
acribillado de heridas y enterrado allí en épocas lejanas.
- Ahí tienes un sitio precioso - dijo Perucho.
Dejose caer la montañesa, recostada más que sentada, en el tentador ribazo.
- La hierba está blandita y huele bien... - exclamó la niña -. No hay tojos... ¡Qué ricura!
-¿A ver? - murmuró él; y desplomose a su vez en el ribazo, riendo y apoyándose en las palmas
de las manos.
-¡Vaya! Ni un tojo para un remedio... ¡Y qué sombra de gloria! ¡Ay... gracias a Dios! Estaba
muerta... Mira cómo sudo - añadió cogiendo la mano del montañés y acercándola a su nuca
húmeda.
-¿Quieres escotar un cachito de siesta? - preguntó el mozo, mirándola con ternura -. Aquí hay un
sitio que ni de encargo... Si hasta parece que la tierra hace figura de almohada... Yo te echaré la
chaqueta para que acuestes la cabeza...
- Y tú, ¿qué haces ínterin yo duermo? ¿Papas moscas?
- Duermo también a tu ladito... Como marido y mujer. ¿No te gusta? Sí tal, sí tal.
Quitose el chaquetón, y extendiolo con precauciones minuciosas, de modo que la cabeza de
Manuela quedase cómodamente reclinada en el cojín que formaba una manga bien envuelta con
el cuerpo. Enseguida se tendió al lado de la montañesa, poniéndose bajo la nuca su hongo gris,
para no coger una tortícolis. La hierba del ribazo era en efecto olorosa, espesa, fina, menuda, y
entretejida como la lana de una alfombra de precio. Al lado de la cabeza de Manuela crecía una
gran mata de biznaga, cuyos airosos tallos prolongados y blancas umbelas de flores menuditas
con la punta roja en medio, parecían, al destacarse sobre el fondo azul del horizonte, una
transparente obra de hábil pintor. Por efecto de la posición, le parecían a la montañesa altísimas
aquellas biznagas; más altas que los montes que se perdían en los tonos vagos y vaporosos del
horizonte lejano. Así se lo dijo a su compañero. Este respondió a la observación con una sonrisa
cariñosa, y dijo:
- Levanta un poco el cuerpo... te pasaré el brazo así por debajo...
Hízolo y quedaron careados. La claridad solar, que pugnaba por atravesar el follaje de la encina,
les derramaba en las pupilas un centelleo de pajuelas de oro; en los ojos negros de Manuela se
convertían en reflejos de ágata, y en los azules de Perucho tenían el colorido de la gota de vino
blanco expuesta a la luz... Complacíase la viva claridad en descubrir, jugando, los más mínimos
pormenores de aquellos rostros juveniles: doraba la pelusa de las mejillas: arrojaba una sombra
rosada, con venillas rojas, en el tabique de la nariz, en el velo del paladar, que se divisaba por
entre los dientes nacarados y entreabiertos, y en el hueco de las orejas; daba tonos azulados al
pelo negrísimo de la niña, e irisaba los rizos de Perucho, que se encendían y parecían una
aureola, con visos como de venturina.
Manuela alargó la mano, la hundió entre las sortijas de su amigo, y las deshizo y alborotó con
placer inexplicable. Aquella cabellera magnífica, tan artísticamente colocada por la naturaleza,
tan rica de tono que estaba pidiendo a voces la paleta de un pintor italiano para copiarla, era una
de las cosas que más contribuían a mantener la admiración y el culto que desde la infancia
tributaba a su compañero. Si hermoso era a la vista el pelo de Perucho, no menos dulce al tacto.
¡Con qué elástica suavidad se enroscaban de suyo los bucles alrededor del dedo! ¡Cómo se
deshacían y partían cada uno en innumerables anillos, ligeros y gallardos, y cómo volvían luego
a unirse en grueso y pesado tirabuzón, el bucle estatuario, la cifra de la gracia espiral! ¡Con qué
indisciplina encantadora se esparcían por la frente o se agrupaban en la cima de la cabeza,
haciéndola semejante a las testas marmóreas de los dioses griegos! Claro está que Manuela no se
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daba cuenta del carácter clásico de las perfecciones de su amigo, mas no por eso le gustaba
menos juguetear con la rizada melena.
Pedro la dejaba a su disposición, cerrando los ojos y sintiendo un bienestar infinito e indecible.
La cortedad penosa experimentada el día en que se habían refugiado en la cantera, se había
disipado con la conversación explícita de amor, las trocadas promesas, el desahogo de la
explicación mutua; y el montañés ni pedía ni soñaba dicha mayor que la de estar allí solos,
próximos, seguros el uno del otro, a razonable distancia de todo lo que fuese gente, habitación,
obstáculos, mundo en suma; allí, en el desierto de la isla del Castro, donde Perucho quisiera
quedarse hasta la consumación de los siglos, con Manuela nada más. Ni el pensamiento de otras
venturas le cruzaba por las mientes, y aunque la respiración de Manuela le calentaba el rostro y
su mano le desordenaba y acariciaba el pelo, no hervía con ímpetu su sangre moza; sólo parecía
correr con mayor regularidad por las venas. Tan feliz se encontraba, que olvidaba el transcurso
del tiempo y lo que pudiesen regañarles al volver al caserón, sumido en una de esas distracciones
profundas propias de los momentos culminantes de la existencia, que rompen la tiranía del
pasado, anulan la memoria, suprimen la preocupación del porvenir, y dejan sólo el momento
presente con su solemnidad, su intensidad, su peso decisivo en la balanza de nuestro destino.
De vez en cuando, a un leve estremecimiento del follaje charolado del roble, a una caricia más
viva, más nerviosa y eléctrica de los dedos de Manuela, Pedro entreabría los párpados, y su
mirada clara y azul se cruzaba con la de aquellas pupilas negras, quebradas y enlanguidecidas a
la sazón, que lo devoraban. Dos o tres veces retrocedió el montañés, - sintiendo en la conciencia
una especie de punzada, un misterioso aviso, que al cabo, no en balde tenía cuatro o seis años
más que su compañera, y algo que en rigor podía llamarse conocimiento -; y otras tantas la niña
volvió a acercársele, confiada y arrulladora, redoblando los halagos a los suaves rizos y a las
redondas mejillas, donde no apuntaba aún ni sombra de barba. Al fin, sin saber cómo, sin
estudio, sin premeditación, tan impensadamente como se encuentran las mariposas en la
atmósfera primaveral, los rostros se unieron y los labios se juntaron con débil suspiro,
mezclándose en los dos alientos el aroma fragante de las frambuesas y fresillas, y residuos del
sabor delicioso del panal de miel.
- XXII Según suele suceder cuando el calor desazona el cuerpo y acontecimientos importantes ocurridos
durante el día perturban el espíritu, Gabriel Pardo había pasado la noche en vigilia casi completa.
Lo bueno fue que se acostara creyendo tener mucho sueño; pesábanle la cabeza y los párpados, y
experimentó gran alivio al desnudarse, estirarse en las frescas sábanas de lino y sentir en las
mejillas el contacto de la tersa almohada. Resuelto a consagrar diez minutos a pensamientos
agradables antes de rendirse a la soñolencia que notaba, se colocó bien del lado derecho, no sin
apagar la luz y dejar sobre una silla, al alcance de la mano (pues en los Pazos sólo conocía el lujo
de las mesas de noche el Gallo, que se había traído de Orense uno de los más feos ejemplares de
la especie, con su tableta de mármol y demás requilorios) la fosforera, la petaca y el pañuelo.
Gozó de quietud y reposo los primeros instantes, dedicados a recordar incidentes de la jornada,
dichos de Manuela, observaciones referentes a ella que conservaba apuntadas en la memoria,
movimientos, actitudes y otras menudencias por el estilo. En la oscuridad, paseando la palma de
la mano sobre el embozo de la sábana, pensaba el comandante:
- La chiquilla posee un fondo sorprendente de rectitud; además tiene, como su madre, tierno el
corazón y las entrañas humanas; es fácil, es casi elemental el método para hacerse querer de ella:
no hay más que aparecer muy cariñoso, interesarse por la pobrecita... lo cual la coge de nuevas,
porque se ha criado en completo abandono, gracias a mi bendito cuñado y a sus líos e historias...
Tenemos aquí lo que se llama un naife, o sea un diamante en bruto... y ¿quién sabe si vale más
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así? Se me figura que me hace doble gracia de esta manera; que sí señor... ¡Ah! Sencillez,
carácter primitivo y campestre, comercio exclusivo con la madre naturaleza, su única maestra y
su única protectora... Cargue el diablo con todo eso que está uno harto de ver por ahí: muñecas
emperejiladas y vestidas según las cursilerías de La Moda Elegante, juguetes automáticos que
tocan la Rapsodia Húngara entreverada de pifias... Luego dicen que tiene mucha ejecución...
¡Ejecución! ¡Qué más ejecución que la que hacen ellas del arte!... Muñecas que todas ríen como
por resorte... que andan igual que si les tirasen de un hilito... que para fingirse cándidas ponen
cara de tontas en las zarzuelas donde hay frases de doble sentido... que van a misa por rutina y
por ver al novio, y a paseo para que rabie la amiguita si tienen gala que estrenar... Muñecas a
quienes les han enseñado que es punto de honra no enterrarse con palma, y cargan con el primer
marido que les sale... y después...
Aquí se agolparon a la memoria de Gabriel los recuerdos, y varias gallardas siluetas de
pecadoras cruzaron por entre las tinieblas del dormitorio.
-¡Qué antipática me es - prosiguió Gabriel haciendo calendarios - la mentira, la convención
social! Convengamos en que hace falta, bueno... ¿Cómo se sostendría sin ella este edificio
caduco, apuntalado por unas partes, carcomido por otras, remendado aquí y recompuesto acullá?
¿Esta sociedad que parece un monumento mal restaurado, donde se amontonan hibridaciones de
todos los estilos y mescolanzas de todos los órdenes... aquí una portada románica, luego un
frontón dórico, después una techumbre de hierro a la moderna...? Aquí se tropieza usted con una
preocupación procedente de Chindasvinto... más allá una idea general que difundió algún
apólogo traído del Oriente por un cortesano de... ¡sabe Dios!, de un califa cualquiera o del rey
que rabió por gachas... y otra que ya se remontará a los iberos primitivos... y otra que la esparció
ayer el estúpido artículo de fondo de un periódico político... Y ajústese usted a esta... y a
aquella... y a la otra... y a la de más allá... Verdad es que todo hace falta para reprimir la
bestialidad humana... A no ser por eso... ¡crac!
Encontrando caliente ya el lado a que se había tendido, volviose Gabriel del opuesto; y sin duda
este cambio le sugirió ideas revolucionarias, porque pensó:
-¡Valiente estafermo está la sociedad actual! Aunque la volasen con dinamita...
Pero el rincón frío y agradable que halló hubo de inspirarle doctrinas conservadoras, y murmuró
metiendo el brazo bajo la almohada, postura que era en él habitual:
- Paciencia, Gabriel... Ningún hombre es tiempo; al tiempo corresponde esa obra histórica, si es
que algún día ha de realizarse y no estamos sentenciados a rodar siempre el mismo peñasco,
nosotros y los que vengan detrás... Calculemos que todo se lo lleva Pateta; ¿y qué ponemos allí,
en el sitio de lo que desbaratamos? Verdad que si reparásemos en pelillos, no habría adelanto ni
progreso desde que el mundo es mundo... No habría evolución... ¿O sí la habría; qué diablo? La
evolución es fatal, y no está en nuestra mano precipitarla ni estorbarla... ¿Puedo yo impedir que
ahora se cumplan perfectamente en mi cuerpo leyes fisiológicas y biológicas? ¡Cáspita, estoy
hecho un pedante; si me oyesen en el Círculo! Me llamarían chiflado otra vez. Bueno; en
resumen; la niña es una perla sin engarce... y yo debo tratar de dormirme.
Dejose oír en este momento la estridente trompetilla de un cínife, que guiado por el instinto
venía, sonando su guerrera tocata, a caer sobre la víctima, suponiéndola aletargada e inerme.
- La evolución sin lucha... Sin lucha, es una utopía. Quizás la lucha misma, el combate de todos
contra todos, es la única clave del misterio... Lo que dice muy bien Darwin en...
El cínife, elevando su clarín bélico a las más altas notas, descendía raudamente sobre el
pensador, a quien creía dormido... Gabriel sintió un roce suave en la mejilla; luego le clavaron
como una punta de aguja, candente y finísima. Aunque empapado en ideas raras, semibudistas,
acerca del deber que tiene el hombre de no hacer sufrir al más pequeño avechucho el más
insignificante dolor, Gabriel, después de diez segundos de astuta inmovilidad, alzó quedamente
la mano, se descargó un lapo bien calculado, con alevosía y ensañamiento, en el carrillo, y
despachurró al músico chupón.
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Como si la leve sajadura del bisturí del insecto le hubiese inoculado a Gabriel algún amoroso
filtro, dio al punto vuelta hacia el mismo lado que acababa de dejar, y empezaron a fatigarle mil
tiernos pensamientos relativos a su sobrina.
-¿Me querrá algún día, de verdad, con toda su alma? Si la saco de este purgatorio, si le hago
conocer la vida de las gentes racionales, si le enseño a gustar de la música y de las artes, si la
restituyo a su verdadera clase social..., al gobierno soberano de su casa, que hoy rige una
fregona... y además le ofrezco muchísimo cariño, mucha amabilidad, para que no se haga cargo
ella de la diferencia de edades... que la hay, que la hay, no vale decir que no... y menuda... Si
juego con ella como con una chiquilla... si le otorgo mi confianza, como a una compañera...
Me... me querrá del modo que... La sentiré palpitar... así... azorada... turbada... embriagada... con
esa mezcla de vergüenza y transporte... que... ¡Cosa más dulce!
Aquí los recuerdos acudieron en tropel a la imaginación del artillero, escudándose traidoramente
con la oscuridad y el absoluto silencio que había seguido a la muerte del cínife. Gabriel se volvió
dos o tres veces de babor a estribor en la cama, al mismo tiempo que se le incrustaba en la mente
esta idea desconsoladora:
- Adiós... Me he despabilado. Ya no pego ojo en toda la noche.
Trató de poner coto a la desenfrenada fantasía. - A dormir, a dormir - dijo casi en alto, con la
resolución más firme. Eligió postura nueva; apretó los párpados; se sepultó más en la almohada,
y aunque sintiendo dentro el mosconeo confuso de sus cavilaciones, procuró fijarse en un solo
pensamiento, porque sabía que así como la contemplación invariable de un punto brillante
produce el hipnotismo, la fijeza de una idea calma y adormece.
Pronto se le apaciguó la efervescencia mental; pero en cambio, cuanto más se sosegaba la
tempestad de las ideas, más se le iban afinando y complicando las percepciones de tres sentidos
corporales: el oído, el olfato y el tacto. ¡El oído sobre todo! Era cosa asombrosa la de ruidos
microscópicos que empezaron a destacarse del aparente silencio: carcomas que roían el
entarimado de la cama; sutiles trotadas de ratones allá muy alto, sobre las vigas del techo;
chasquidos de la madera de los muebles; orfeones enteros de mosquitos; solos de bajo de
moscones; y por último, hondo rumor, como de resaca, de las propias arterias de Gabriel; del
torrente circulatorio en las válvulas del corazón; de las sienes, de los pulsos. Al olfato llegaba el
olor de resina seca del antiguo barniz del lecho; el vaho animal del plumoncillo de la almohada;
el vago aroma de lejía y el sano tufo de plancha de las sábanas; el rastro que en la atmósfera
había quedado al extinguirse la última centella del pábilo de la vela; y un perfume general de
campo, de mentas, de mies segada, de brona caliente, un olor a montañesa joven, que lejos de ser
sedante para Gabriel, le atirantaba más los nervios. El tacto... ¿Quién no conoce esa desazón de
la epidermis, primero imperceptible cosquilleo superficial, luego sensación insoportable de que
nos corren por encima mil insectos, y advertimos el roce de sus dentadas patitas y de su cuerpo
menudísimo, al cual el nuestro sirve de hipódromo...? Para producir esta molestia feroz sobra en
verano la inflamación de la sangre que el calor ocasiona; si a ella se añaden las travesuras de
algún parásito real y efectivo, de las cuales no preserva a veces ni la mayor pulcritud y aseo, es
cosa de volverse loco.
Parece que en la oscuridad y quietud de la cama se centuplican las incomodidades, y todo se
abulta y transforma. A Gabriel le sucedía así. El roer de la polilla ya le parecía el de una rata
gigantesca; y las corridas de las ratas, cargas de caballería a galope tendido. Los concertantes de
mosquitos eran coros humanos, de esos en que toma parte una gran masa coral; los chasquidos
del maderamen, crujir formidable de techo que se desploma; su propia respiración, el
movimiento de enorme fuelle de fragua; y el curso de su sangre, impetuosa carrera de torrente
aprisionado entre dos montañas, o ímpetu atronador de huracán encajonado en algún ventisquero
de los Alpes... Los olores también por su persistencia en seguir flotando en la atmósfera,
llegaban a pasar de la nariz a las últimas celdillas cerebrales, ocasionando mareo indecible y
ganas de estornudar, y verdadera inquietud nerviosa. Las carreras de la piel y la fermentación de
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la sangre crecían, y no pensaba Gabriel sino que un ejército de pulgas caninas y chinches
sanguinarias le andaba recorriendo, con la mayor desvergüenza, el cuerpo todo. Notaba además
una sensación rara, muy propia del insomnio; y era que unas veces se le figuraba ser muy
chiquirritito, y otras inmenso, hasta el punto de no caber en el espacio; y correlativamente con
estas singulares imaginaciones, notaba que los objetos, ya se le venían encima, ya se retiraban a
distancias tan inverosímiles que era imposible alcanzarlos... Le parecía haberse vuelto de goma
elástica, y que una mano negra, sin consistencia ni forma, como el espacio hacia el cual miraba
con los ojos muy abiertos, le encogía o le estiraba a su sabor... Y en aquel mismo espacio
tenebroso empezaba la vista a distinguir claridades y luces espectrales, unas azules y como
fosfóricas, otras amarillas o más bien color de azufre, que partiendo de un núcleo central
brillante, se extendían, trémulas y vibradoras, y formaban poco a poco un nimbo violáceo, que
irradiaba y se extinguía y volvía a irradiar y a extinguirse, a semejanza de esas ruedas llamadas
cromátropas con que remata el espectáculo de los cuadros disolventes...
- Esto ya no se puede aguantar - exclamó Gabriel en alta y colérica voz; y saltando furioso de la
cama o más bien del potro del martirio, echó mano a la caja de los fósforos y encendió la vela. El
aposento quedó débilmente iluminado, con claridad triste, y el insomne experimentó, al arder la
luz, la impresión desapacible de un hombre a quien despiertan al coger el primer sueño: parecíale
antes estar completamente desvelado, excitadísimo, y ahora, la lumbre de la bujía, el movimiento
de saltar de la cama, le revelaban que, al contrario, se encontraba medio adormecido, y a dos
dedos de quedarse traspuesto. No obstante, apenas se echó otra vez y apoyó el rostro en la
almohada sin apagar la luz y con un cigarrillo recién encendido en el canto de la boca, de nuevo
se halló perfectamente despabilado y en disposición de lavarse, ponerse el frac e irse a un baile, o
salir para una cazata. Y claro está que los ruidos habían cesado, los olores también, y la picazón
de la epidermis desaparecido por completo, no sintiendo Gabriel en ella sino bienestar, sin que
ronchas ni otros indicios delatasen el paso de la cohorte enemiga.
Lo que sintió a poco rato fue amargura y constricción en el paladar; sed ardiente.
-¿Qué demonios voy a beber ahora? - pensó -. Aquí no se acostumbra dejar chisme, botellita, ni
cosa que lo valga.
Levantose y se dirigió al lavabo, resuelto a refrigerarse, en la última extremidad, con agua de la
jarra; pero la había gastado toda en sus abluciones matinales, y como en las aldeas no se
sospecha ni remotamente que un hombre, después del refinamiento de lavarse bien por la
mañana, pueda incurrir en el inaudito sibaritismo de volver a chapotear otra vez por la tarde o la
noche, no es costumbre renovar la provisión. De mal humor con este incidente regresó Gabriel al
lecho; la saliva le sabía a acíbar, el cuerpo le parecía que se lo habían puesto a secar en un horno,
tal era la calentura que empezaba a abrasarle.
-¡Noche toledana! - exclamó al tenderse, no debajo, sino encima ya de las sábanas -. Daría cinco
duros por un vaso de agua. ¡Mal tratan al rey don Pedro, en la torre de Argelez! - añadió riéndose
a pesar suyo de las contrariedades mínimas que le traían a mal traer desde hacía algunas horas -.
Dudo que pueda ya dormir en todo lo que falta de noche.
Recordó que sobre una mesa tenía algunos libros de aquellos rancios y mohosos encontrados en
la biblioteca del caserón. Levantose y tomó uno de ellos, el que estaba encima, Los Nombres de
Cristo. Al abrirlo y descifrar la portada, lo soltó murmurando:
-¡Filosofías a estas horas! ¿A ver el otro?
El otro era una edición de Salamanca de 1798; Traducción literal y declaración del libro de los
Cantares de Salomón. Al lado de la portada se veía, en un grabado en madera, la faz pensativa y
melancólica, la espaciosa y abovedada frente del Maestro León; debajo un emblema, un árbol
con el hacha al pie y la leyenda siguiente: ab ipso ferro. La polilla se había ensañado en el
volumen, recortando caprichosos calados al través de las hojas.
- Aquí tiene usted un libro curioso, el que le costó la cárcel a su autor - pensó el comandante -.
Veremos si a mí me trae el sueño.
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Echado ya y vuelto hacia la luz, abrió con interés el delgado volumen. Lo primero que le llamó
la atención, en la primera hoja, fueron algunos garrapatos informes, que delataban la mano de un
niño, y el nombre de Pedro escrito con enormes y dificultosas letrazas. Gabriel comenzó la
lectura. A los pocos minutos, el interés de lo que iba leyendo le hizo insensiblemente olvidar la
sed y el desasosiego nervioso; funcionó con gran actividad su imaginación y se tranquilizó su
cuerpo. De dos cosas estaba pasmado el comandante, y al paso que iba leyendo, se las
comunicaba a sí mismo en interior monólogo.
-¡Demonio... qué retebién escribía el fraile! Tienen razón en decir que estos moldes se han
perdido... ¡Zape, zape! Y no se mordía la lengua... Vaya unos comentarios, vaya unos escolios y
aclaraciones, ¡como si la cosa de por sí no estuviese bastante clara ya! ¡Mire usted que estas
metafísicas acerca del beso! No, y es que ningún poeta ni ningún escritor de ahora discurriría
explicación más bonita: está oliendo a Platón desde cien leguas... ¡Qué lindo! Este deseo de
cobrar cada uno que ama su alma, que siente serle robada por el otro, e irla a buscar en la boca y
en el aliento ajeno, para restituirse de ella o acabar de entregarla toda... ¡Mire usted que es
bonito, y endiablado, y poético, y todo lo demás que usted quiera! Ah... pues no digo nada los
detalles de... ¡Santo Dios, santo fuerte! No, lo que es este libro... Luego se andan escandalizando
de cualquier cosa que hoy se escriba, que ninguna tiene ni este fuego, ni esta fuerza, ni esta
hermosura, ni esta... ¡acción comunicativa! ¡Pero qué hermosura tan grande, qué lenguaje y...
qué diabluras para libro piadoso...!
Se hundió completamente en la lectura, embelesado, con el alma y los sentidos pendientes del
admirable cuanto breve poema. Una aspiración profana a la dicha amorosa llenaba todo su ser, y
creía oír de los puros labios de la montañesita aquellas embriagadoras palabras: «No me mires,
que soy algo morena, que mirome el sol: los hijos de mi madre porfiaron contra mí, pusiéronme
por guarda de viñas: la mi viña no guardé...». Acabose el libro antes que las ganas de leer, y el
artillero apagó de un rápido soplo la luz, quedándose embelesado en dulces representaciones y en
proyectos sabrosos. La sed se le había calmado del todo; la fantasía, aunque excitada por la
lectura, cayó en esas vaguedades precursoras del descanso; las ideas perdieron su enlace y
continuidad, se deslizaron, se hicieron flotantes e inconsistentes como el humo; Gabriel vio viñas
y prados, campos de mies opulenta, un mar de mies que no concluía nunca; su sobrina le guiaba
al través de él, diciéndole mil ternezas en bíblico estilo y en primorosa lengua castellana; el cura
de Ulloa estaba allí, no austero y triste, sino paternal y venerable, con un jarro de agua fresca en
la mano... Gabriel pegaba la boca al jarro, bebía, bebía... ¡Qué agua tan delgada, tan refrigerante
y deliciosa!
Oyose la clara y atrevida voz del gallo; un reflejo blanquecino penetró por las rendijas de las
ventanas. El comandante Pardo dormía a pierna suelta.
- XXIII Se despertó muy tarde, rendido de su lucha con el insomnio. Cuando la cocinera, mocita
frescachona, rubia, de buenas carnes - que desde la mudanza de estado de Sabel desempeñaba el
negociado de los pucheros - le subió el chocolate a petición suya, eran cerca de las nueve y
media: hora extraordinaria para los Pazos, donde todo el mundo madrugaba siguiendo el ejemplo
del amo, a quien antes despertaban con la aurora sus aficiones de cazador y ahora su
consagración a las faenas agrícolas.
Los pensamientos de Gabriel al dejar las ociosas plumas, desayunarse y asearse, fueron
sobremanera halagüeños. Su sobrina le esperaría ya, y en tan amable compañía prometíase otra
jornada como la de la víspera, otro viaje de exploración por los alrededores de los Pazos y, al
mismo tiempo, por los repliegues de un corazón candoroso, tierno y franco, donde el artillero
quería penetrar a toda costa. Y no sólo por inclinación, sino por deber, fundiéndose en su deseo
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los más egoístas y los más nobles sentimientos del alma, que eso suele ser, bien mirado, el amor.
Gabriel se atusó y acicaló lo mejor posible, y se peinó de manera que el pelo le adornase con
mediana gracia la cabeza (aunque sin recurrir a artificios de tocador, indignos de tan varonil y
discreta persona), y aguardó, con ansiedad natural y disculpable, los golpecitos en la puerta.
Corrió tiempo. Nada. Impaciente ya, midió repetidas veces el aposento, lo recorrió y examinó
todo, abrió la ventana, asomose a ella, miró el paisaje, notó que el día era canicular y la
temperatura senegaliana, espantó con el pañuelo las impertinentes moscas que venían a posársele
críticamente en el hueco de las orejas o en la comisura de los labios - donde más podían
fastidiarle -, sonrió ante las ingenuas pinturas del biombo, intentó coger un libro, miró el reloj...
Nada. La incertidumbre le freía la sangre. Se determinó a salir, buscando el camino de la
habitación de su cuñado. Recorrió salones, más o menos destartalados, y durante la caminata
observó algún hermoso vargueño con incrustaciones, de esos que hoy se pagan y estiman tanto,
abandonado y estropeándose en un rincón, algún cuadro al óleo, cuyo asunto era imposible
adivinar, de tal modo se habían ennegrecido los betunes y las tierras, y tan resquebrajado se
hallaba por falta de barniz; vio, en suma, indicios de lo que pudo ser en otro tiempo aquella
señorial morada, que inspiraba a Gabriel dilatadas tesis de filosofía histórica. Sólo que entonces
no estaba el horno para pasteles. ¿Dónde se habría metido todo el mundo? Porque tampoco el
hidalgo de Ulloa parecía por ninguna parte. En su habitación sólo encontró Gabriel a la vieja
perra de caza, tendida bajo el rayo de sol que de una ventana caía. Al ruido de los pasos del
artillero, la perra entreabrió un ojo sin alzar el hocico que recostaba en las patas de delante, y
azotó el suelo con el muñón del rabo, como dando los buenos días.
En vista de que la casa parecía un palacio encantado o abandonado por sus moradores, Gabriel
bajó a la cocina, donde halló a la nueva hermosa fregatriz ocupada en la labor de un picadillo.
Con tanta energía meneaba la media luna sobre la tabla de picar, que la había excavado por el
centro, y es seguro que en albondiguillas o chulas se tragarían los señores, a vuelta de pocos
años, un castaño o roble enterito. Cuando Gabriel preguntó por el hidalgo, la moza dio paz a la
media luna y le miró, abriendo la boca de un palmo.
- Le está en la era... ¡con los que majan! - exclamó al fin asombrada de la pregunta.
No comprendía Gabriel el asombro de la chica, ni toda la importancia de la gran faena de la
maja, esa faena en que se asocian el cielo y la estación estival al trabajo del hombre, esa faena
que no puede realizarse sino en el corazón del año, en mitad de la canícula, en los brevísimos
días, que en Galicia apenas llegarán a ocho, cuando el agricultor, pasándose el revés de la mano
por la empapada frente y respirando fuerte, exclama:
-¡Qué día de maja nos manda hoy Dios!
A la entrada de la era de los Pazos, el comandante se paró sorprendido por el cuadro, para él
novísimo, que se le ofrecía. No era posible imaginarlo más animado, más bucólico, más digno de
un pintor colorista, alumno de la naturaleza y fiel a la realidad, enemigo de afeminaciones de
dibujo y falsas luces cernidas por cortinas de taller. No siendo de piedra la era, habíanla
barnizado con una costra espesa de boñiga de vaca, a fin de que el fruto no se confundiese entre
la arena y el -93- polvo, y rodeándola de sábanas sostenidas por cuerdas, con objeto de que el
mismo grano no rebasase del circuito donde se majaba. Las camadas de pan, ópimas, gruesas,
mullidas, se tendían sobre el espacio cuadrilongo, en correcta formación: y los membrudos
gañanes, remangados, en dos hileras situadas frente a frente, aporreaban con sus pértigas, a
compás, la extendida mies, haciendo saltar las perlas de oro del trigo, impacientes ya por salirse,
con el menor pretexto, del estuche bruñido que las contiene. El sol, implacable, metálico, se
bebía el sudor de los trabajadores apenas brotaba de los dilatados poros; y sin embargo, la faena
seguía y seguía, que para sostener el esfuerzo allí estaban, entre camada y camada, los jarros de
vino corriendo de mano en mano. Las jornaleras, vestidas con sayas angostas de zaraza
desteñida, que les señalan los recios muslos, sacuden la paja, la colocan en rimeros grandes,
preparan la camada nueva, y entretanto el hombre, de pie, apoyado en el mallo, ebrio de sol,
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despechugado, con la camisa de estopa pegada al cuerpo, despacha aprisa el espeque o cigarro, y
ya se escupe en la palma de las manos para volver a blandir el instrumento cuando suene la hora
del combate. ¡Hora terrible, en que se gastan energía y vigor suficientes para vivir un mes! La
luz deslumbra y ciega; el ambiente es de boca de horno, no corre ni el soplo de aire suficiente a
inclinar el tallo de la más endeble gramínea: las hojas de las higueras que rodean la era de los
Pazos permanecen inmóviles, como recortadas en hoja de lata, y los verdes higos, tiesos, a modo
de pencas de metal: a veces un pajarillo cae al suelo agonizando de sofoco, con el pico
desesperadamente abierto y la pluma erizada: en el lindero más cercano, la víbora saca su cabeza
chata, enciende su ojillo de azabache, resbala sobre la hierba escandecida, y los abejorros,
aturdidos, no aciertan a salir del cáliz de flor en que hundieron la trompa... ¡Y en el desmayo
general de la naturaleza, que desfallece y expira de calor, sólo el hombre reconoce su condición
servil y cumple el precepto del Génesis, azotando la mies que le ha de dar sustento!
Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena absorbía a todos,
permanecía a la entrada de la era, protegido por la sombra del hórreo, y deteniéndose en ir a
saludar a su cuñado: verdad que este tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre,
leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida a circunstancias que merecen referirse.
Todos los años, al abrirse la maja, acostumbraba el señor de Ulloa sacudir la primera camada,
demostrando así a sus gañanes que si no ganaba el mismo jornal que ellos, no era por falta de
aptitud. Cuando el descendiente de aquellos Moscosos que habían lidiado calzando espuela de
oro en los días, azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y Alfonso de Aragón; de
aquellos Moscosos que se distinguieron entre los paladines portugueses en la ardiente África; de
aquellos Moscosos que hasta mediados del siglo XIX conservaron en el límite de sus dominios
erectos los maderos de la horca, como protesta muda contra la supresión de los derechos
señoriales; de aquellos Moscosos... en fin, de aquellos Moscosos de Ulloa, que si no en caudal en
sangre azul podían competir con lo más añejo y calificado de la infanzonía española... cuando el
descendiente, digo, de tan claro linaje empuñaba el mallo y a la voz de a la una... a las dos... a las
tres... se santiguaba, lo vibraba en el aire y lo derrumbaba sobre la espiga, corría entre los
malladores halagüeño murmullo, que crecía a medida que el señor, con compás admirable y
pulso de atleta, reiteraba los golpes, sin cejar un punto, poniendo la ceniza en la frente al más
alentado de sus mozos. Su abierta camisa descubría el esternón bien desarrollado, blanco,
saliente, que con el trajín de la labor iba sonroseándose como el cutis de una doncella a quien
agita la danza: sus mangas vueltas por más arriba del codo permitían ver las montañuelas de
carne que el ejercicio alzaba y deprimía en los robustos brazos. Y así que terminaba el vapuleo
por no quedar ni sombra de grano en la espiga tendida, y don Pedro, sudoroso, humeante, pero
con la respiración igual y desahogada, se quedaba apoyado en su mallo y gritaba con firme voz ¡Ea!, ¡day un jarro de vino, retaco! ¡Los majadores tenemos que mojar la palabra!- ya no era
murmullo, sino tempestad atronadora de plácemes, de alabanzas, de requiebros si así puede
decirse, dirigidos a lo que más admira el labriego en las personas nacidas en esfera superior: la
fuerza física. Don Pedro sonreía, guiñaba el ojo, dejaba escurrir suavemente el mallo sobre la
paja, se atizaba el jarro de una sentada no sin decir antes «hasta verte, Jesús mío», y consumada
esta segunda hazaña, que no se celebraba menos que la primera, echábase la chaqueta por los
hombros, se encasquetaba el sombrero, y sentado en las gavillas de mies, fumaba como los otros
trabajadores, pero con placer sereno e íntimo orgullo.
Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya inveterada costumbre.
Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo sería no coger el mallo? Hasta parece que no
se le alegraba la cara viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más
limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y aquel mar de oro donde
los mallos, al precipitarse, producían un ruido apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón.
Lejos de manifestar el contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa había
exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las manos y se tentaba los
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brazos, y fruncía el entrecejo, como el que no sabe a qué santo encomendarse. De repente
Gabriel, desde su atalaya, vio que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana
a toda prisa, se remangaba...
-¿Qué barbaridad irá a hacer este? - pensó Pardo.
Se admiró más al verle asir la pértiga, colocarse en fila y zurrar valerosamente la mies. El señor
de Ulloa, en los primeros momentos, demostró todo el esfuerzo y brío acostumbrados; pero a los
pocos golpes, empezó a sentir lo que tanto temía, lo que desde por la mañana le nublaba la
frente: la respiración se le acortaba, el brazo se resistía a levantar el instrumento, las carnes se le
volvían algodón y se le doblaban las rodillas. Exclamó con angustia: -¡Alto, rapaces!- y los diez
y nueve mallos de la cuadrilla permanecieron suspensos en el aire como si fuesen uno solo,
mientras los gañanes miraban al señor con muda lástima y en un silencio tal, que pudiera oírse el
vuelo de una mosca. Al fin dejó don Pedro caer la pértiga, se llevó ambas manos a la frente
húmeda, y a vueltas de congojoso sobrealiento, murmuró:
- Rapaces... Ya pasé de mozo. No sirvo... No darme el jarro.
Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y compasivos, no
sabiendo si era prudente tomar el caso a risa o dolerse mucho de él. Don Pedro, desplomado en
los haces, se enjugaba el sudor con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba
demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía como si el fracaso de su
intento le echase de golpe diez años encima. Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez
se hacían más visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra mano caída, la
espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se veía ya inútil para todo, baldado, preso
en una silla, tendido después en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, o
pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.
Así se estuvo unos cuantos minutos, sin que los gañanes se atreviesen a continuar la tarea, ni casi
a chistar. Un rumor profundo, contenido, salió de la multitud cuando don Pedro, levantándose
impetuosamente, listo como un muchacho y con un semblante bien distinto, alegre y satisfecho,
llamó con imperio al Gallo, que, ojo avizor, muy currutaco de traje, muy digno de apostura,
asistía a la faena.
-¡Ángel! ¡Ángel!
- Señor...
- Busca al señorito Perucho... Tráelo volando aquí... De mi parte, ¡que venga a majar la camada!
Jamás impensado reconocimiento de príncipe heredero produjo en corte alguna tan
extraordinaria impresión como aquellas explícitas y graves palabras del marqués de Ulloa.
Inequívoca era la actitud; claro el sentido de la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si
alguna duda les pudiese quedar a los maliciosos y a los murmuradores de aldea acerca del hijo de
Sabel, ¿qué pedían para convencerse? Llamarle a que majase la camada en lugar del hidalgo, era
lo mismo que decirle ya sin rodeos ni tapujos: - Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró.
Todos miraron al Gallo, a ver qué gesto ponía. Nunca el semblante patilludo del rústico buen
mozo y su engallada apostura expresaron mayor majestad y convencimiento de la alta
importancia de su misión en la señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda
pupila, y respondió con tono victorioso:
- Se hará conforme al gusto de Usía.
Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fue simultáneo. Acercose a su cuñado, y
hechos los saludos de ordenanza, sentose en los haces, y pidió noticias de su sobrina.
-¿Quién sabe de ella? - respondió el padre -. Andará por ahí... ¿Has visto la maja? - añadió
revelando sumo interés en la pregunta.
- Sí, te he visto hecho un valiente...
-¿A mí? ¡A mí me viste acabado, derreado! Ya no sirve uno sino para echar al montón del
abono... A cada cerdo le llega su San Martín... Ya verás a Perucho majar la camada, que será la
gloria del mundo... Ey, Ángel... ¿Viene o no viene? ¿Qué... no está?
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- Dice que no... que salió tempranito con Manola... Que no voltaron aún.
-¡Por vida de...! ¡Mal rayo!
Volvió a encapotarse el rostro y a anudarse de veras el ceño del hidalgo de Ulloa.
- XXIV Comieron solos los dos cuñados. Al sentarse a la mesa, Gabriel manifestó extrañeza grande por
la ausencia de Manola, y don Pedro preguntó a los criados si los rapaces no parecían; la
respuesta negativa no le despejó el severo entrecejo. Érale difícil al hidalgo conservar muchas
horas seguidas la afable disposición de los primeros momentos de hospitalidad; no sabía ejercitar
la simpática virtud de la eutrapelia, que en resumen es cortesía y buena crianza, y al poco tiempo
de tratar a una persona, se creía autorizado para obligarla a que le sufriese su mal humor, así
como a imponerle su jovialidad, cuando estaba alegre, que no era cosa que ocurriese todos los
días. Por su parte Gabriel, aunque siempre atento y sin prescindir de sus corteses maneras,
también se mantenía serio, como hombre que tiene algo grave en qué pensar.
Sus porqués y cavilaciones salieron a relucir a la hora del café, cuando ya la moza en pernetas y
el tagarote del criado no tenían necesidad de entrar en el comedor. Hacíase el café allí mismo, en
la mesa; lo preparaba don Pedro - único modo de que saliese a su gusto - en una maquinilla de
hojalata toda desestañada, derrotadísima, con lágrimas de estaño colgando a lo largo de su
cilindro superior; artefacto casi inservible, pero irreemplazable para don Pedro, habituado a
semejante chisme y persuadido de que en una cafetera nueva no le saldría bien la operación. Se
filtraba el café lentamente, gota a gota, y en realidad resultaba fuerte, oscuro, aromático,
exquisito. El marqués de Ulloa era inteligente en la materia; porque merece notarse que aquel
burdo hidalgote, ajeno no sólo a la idea de lo que espiritualmente embellece y poetiza, sino de lo
que hace materialmente grata la existencia, tenía en dos o tres ramos afinadísimo el sentido y el
conocimiento, hasta rayar en sibarita: nadie como él distinguía un legítimo habano de primera,
de las imitaciones más o menos hábiles; nadie entendía mejor el intríngulis del café; nadie
conocía tan perfectamente dos o tres clases de licores y vinos; y así como entendía fallaba, y que
no le viniesen con cigarros del estanco ni con Jerez de marcas inferiores. Ni él mismo podía
decir dónde había adquirido esta ciencia: acaso le venía de casta, como el gitano ser chalán y al
árabe apreciar armas y caballos.
Mientras se destilaba el rico néctar, Gabriel, sin acritud ni severidad, antes con cierta blandura
encaminada a hacerse los lares propicios, dijo a su cuñado:
- Oye tú... ¿No le habrá sucedido a Manuela cosa mala? ¿Estás seguro?
- Va con Perucho - respondió lacónicamente el marqués, dando vuelta a la llave, y acercando a la
villa la taza de Gabriel, donde cayó un chorro negro, que despedía balsámicos efluvios.
- Perucho... - murmuró Gabriel Pardo como si se le atragantase el nombre - Perucho... es un
muchacho de muy poca edad.
- Poca edad... ¡Quién me diera en la suya! - exclamó el hidalgo, respirando por la herida de su
decadencia física -. ¡A esa edad, que le echen a uno encima disgustos y leguas de mal camino! A
esa edad... salía yo para el monte a las cuatro de la mañana, que aún no se veía luz; y me estaba
allí a pie firme hasta las ocho de la noche, que volvía para casa con el morral atacado de
perdices... Y desde las cuatro de la madrugada hasta las ocho de la noche llevaba aguantada toda
la lluvia, que se me había secado encima del cuerpo, y todo el sol, que maldito si le hacía yo más
caso que a este café que bebo ahora, y todo el frío, y todas las brétemas, y los orvallos, y el
pedrisco, y los demonios que me lleven... A veces no me contentaba con las horas del día...
¡buena gana de contentarme! ¡Cuántas noches de invierno tengo salido a las liebres, que andaban
pastando en las viñas! Allí... con el tío Gabriel, tu tocayo... los dos escondiditos tras de un pino...
tendidos boca abajo... con un papel tapando la boca de la carabina para que las condenadas no
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olfateasen la pólvora... ¿Quieres más azúcar?... No... ¡Lo que es del tiempo de Perucho... que me
diesen a mí caza que matar y monte por donde andar y una empanada que comer y un jarro de
mosto, que me sabía todo a gloria...! Ahora... ¡se acabó!... Ya no está uno de recibo más que para
sentarse en una silla... o para que le tiren al basurero.
- Pues yo - declaró Gabriel, bebiendo aprisa el último sorbo de café - no estoy tan tranquilo como
tú: a los enamorados (y aquí se sonrió) algunas impaciencias hay que perdonarnos. Si sabes poco
más o menos hacia qué parte suele ir tu hija, me lo dices y salgo allá.
-¿Y quién es capaz de saberlo? Como son locos, si les dio la gana de no parar hasta el PicoMedelo, allá se plantificaron... Tú bien conoces que tanto pudieron echar para Poniente como
para Levante.
Gabriel Pardo se mordió el bigote estrujándolo con el pulgar contra los labios. Cualquier
cristiano se da a Barrabás con semejantes respuestas en boca de un padre. Miró el artillero en
derredor suyo, y al ver que no andaba por allí nadie, ni Sabel, ni la cocinera, estuvo a punto de
vaciar el saco... Pero al fin el comedor era un sitio abierto, podía entrar gente de un momento a
otro, y lo que a él se le asomaba a la lengua era para dicho privadamente. Siguió preguntando de
un modo indirecto.
- Y... ¿acostumbra Manuela salir así muchas mañanas, y no volver a la hora de la comida?
- Pocas... ¡Hombre!, ¿ha de vivir ella en el monte como vivía yo? No se le ocurre a nadie eso.
Pero a veces, en tiempo de verano (ya se sabe) y estando Perucho, les ha sucedido cogerles lejos
un chubasco, o una tormenta, y entonces, ¿sabes qué hacen? Se meten a comer en casa del cura
de Naya, o del pobre de Boán, que en paz descanse, cuando vivía... ¡Cura más templado! Se
defendió él solo contra una gavilla de más de veinte ladrones, que al fin me lo despacharon para
el otro mundo; pero antes despachó él a uno de los galopines, y malhirió a media docena... ¡Era
más perro!
- Hoy ni llueve ni hay señales de borrasca - insistió con firmeza Gabriel -. Manuela no se habrá
ido a comer a casa de nadie.
- Eso es verdad... pero los chiquillos, viendo que ayer no pudieron andar juntos, tal día como hoy
se habrán querido desquitar tomándolo por suyo todo.
El artillero sintió algo molesto, agudo y frío en el corazón; algo que era inquietud, pena y susto a
la vez. Dominando su turbación involuntaria, dijo en voz reposada y entera:
- Yo, en tu caso, no lo consentiría. Parece mal que una señorita de los años de Manuela ande por
los montes sin más compañía que un mocito poco mayor. Es inconveniente por todos estilos, y
hasta es exponerla, con este sol de justicia, a que coja un tabardillo pintado.
No obstante la moderación con que hablaba Gabriel, fuese por estar el hidalgo en punto de
caramelo o porque le moviese una secreta antipatía contra su cuñado, lo cierto es que exclamó
casi a gritos, con bronca descortesía y despreciativo acento:
-¡Allá en los pueblos se educa a las muchachas de un modo y por aquí las educamos de otro!...
Allá queréis unas mojigatas, unas mírame y no me toques, que estén siempre haciendo remilgos,
que no sirvan para nada, que se pongan a morir en cuanto mueven un pie de aquí a la escalera de
la cocina... y luego mucho de sí señor, de gran virtud y gran aquel, y luego sabe Dios lo que hay
por dentro, que detrás de la cruz anda el diablo, y las que parecen unas santas... más vale callar.
Y luego, al primer hijo, se emplastan, se acoquinan, y luego, revientan, ¡revientan de puro
maulas!...
Escuchaba Gabriel trémulo y bajando los ojos. Se sentía palidecer de ira; notaba y reprimía el
temblor de sus labios, la llama que se le asomaba a las pupilas, y el impulso de sus nervios que le
crispaban los puños. Un fuerte dolor en el epigastrio, el síntoma indudable de la cólera rugiente,
le decía que si aguardaba dos minutos más, no seguiría oyendo injuriar la memoria de su
hermana sin cometer un disparate gordo. Tendió la mano derecha, y sin mirar al marqués,
alcanzó un vaso lleno de agua y lo apuró de un trago. Con la frescura del líquido, la voluntad
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vino en su ayuda: se incorporó, y dando la vuelta a la mesa, se llegó a don Pedro con la sonrisa
en los labios, y le puso las manos en los hombros, no sin visible sorpresa del hidalgo.
- Si no fueses todavía más bárbaro que malo (y empleaba el tono humorístico que había usado ya
para pedirle a Manuela), lograrías sacarme de mis casillas, y que me volviese tan incapaz y tan
desatinado como tú... La suerte que te conozco, y te tomo a beneficio de inventario, ¿has oído?
Puedes echar por esa boca sapos y culebras: por un oído me entran y por otro me salen. No tienes
pizca de trastienda, y no eres tú el que has de excitarme a mí y hacerme saltar... Eso quisieras.
¿Cargarme yo? Si me das lástima, fantasmón; si esta mañana no pudiste levantar el palitroque
aquel para tundir el trigo... No cierres los puños, que no te hago maldito el caso; además, que no
puedo reñir contigo: somos yerno y suegro, como quien dice padre e hijo... y ya que tú no cuidas,
como debieras, de mi futura esposa, yo voy a buscarla, ¿entiendes tú?, y a fe de Gabriel Pardo de
la Lage, ¡te juro que no volverá a suceder que ande por los montes sin que se sepa su paradero!
- XXV Si vale decir verdad, cuando salió del caserón solariego como alma que lleva el diablo, por no oír
la retahíla de palabrotas y berridos con que don Pedro contestó a su arenga, no sabía el
comandante ni hacia dónde dirigirse ni a qué santo encomendarse para cumplir el programa de
encontrar a su sobrina. La hora era además tan cruel y el calor tan intolerable, que sólo estando a
mal con la vida podía nadie echarse a andar por los senderos calcinados. Estarían cayendo las
dos de la tarde, el momento en que los habitantes así racionales como irracionales de los Pazos
se aprestaban a gozar las delicias de la siesta, tendiéndose cuál panza arriba, cuál de costado para
roncar; despatarrados los gañanes sobre los haces de paja, y estirados en completa inmovilidad
los perros, sacudiendo solamente una oreja cuando se les posaba encima importuna mosca.
Por vivo que fuese el celo de Gabriel, comprendió la locura de salir a descubierta en momentos
semejantes, e instintivamente buscó una sombra donde guarecerse y consultar consigo mismo.
Dio consigo en la linde del soto, al pie de un castaño, si no de los más altos, de los más acopados
y frondosos, sobre cuyas flores caídas, que mullían dobladamente el tapiz de manzanilla y
grama, encontró buen recostadero.
. . . - No hay remedio... - comenzó a devanar Gabriel -. Yo corto por lo sano... El animal de mi
cuñado, tengo que reconocerlo, no ve esto que veo yo... Es que si lo viese y viéndolo lo
consintiese... nada, cuatro tiros.
...
- Y yo, ¿qué veo, en resumen? ¿Tiene fundamento, tiene cuerpo, tiene base esta idea? ¡No, y
renó! Aquí no hay más que una cuestión de conveniencias desatendidas... impremeditaciones e
ignorancias de una montañesilla inexperta... bárbara indiferencia, atroz descuido de un hombre
zafio y adocenado... fatalidades de educación, de medio ambiente...
. . . - No puede negarse que mi venida aquí ha sido providencial. El abandono en que está la niña,
hija de mi pobre Nucha, clama al cielo... Debí enterarme antes, mucho antes. He dejado pasar
años sin tomarme la molestia... Bien, yo no podía tampoco suponer... ¡Qué calor! Comprendo a
los japoneses...
. . . Suspiró y cortó una rama de castaño para abanicarse con ella. Lo que le sofocaba era, más
que la temperatura, la reacción del reciente acceso de cólera. El café que acababa de paladear le
había dejado en la lengua un amargor agradable, y le producía ese ligero eretismo cerebral tan
propicio a la creación artística y a la fácil emisión de la palabra. La naturaleza desfallecía, y el
rumoroso silencio del bosque, el ronco quejido de la presa, la fragancia de las flores del castaño,
ayudaban a exaltar la fantasía de Gabriel, muy inclinada, como sabemos, a echarse por esos
trigos.
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. . . -¿Por qué causa tal impresión la naturaleza? Yo lo había leído en libros, pero me costaba mis
trabajos creerlo... ¡Esto de que, porque uno vea cuatro montañas y media docena de nubes, se
ponga a meditar sobre orígenes, causas, el ser, la esencia, la fatalidad, y otras cien mil cosazas
que carecen de solución! ¡Empeñarnos en que la naturaleza tiene voces, y voces que dicen algo
misterioso y grande! ¡Ay... a esto sí que se le puede llamar chifladura! ¡Voces... Voces! ¡Unas
voces que están hablando hace miles y miles de años, y a cada cual le dicen su cosa diferente!
Deduzco que ellas no dicen maldita la cosa, y que nosotros las interpretamos a nuestra manera...
Lo que pasa con las campanas: enseguida cantan lo que a uno se le antoja... Las voces están
dentro... A mi cuñado le suena la naturaleza así -¡Buen día de maja!- Y al creyente le murmura
que hay Dios...
. . . -¿Que no existe el mundo exterior; que lo creamos nosotros? ¡Puf! Idealismo trascendental...
Váyase a paseo este afán de escudriñar el fondo de todas las cosas...
. . . Un saltón verde, muy zanquilargo, vino a posarse en la mano del pensador. Gabriel le cogió
por las zancas traseras y le sujetó algún tiempo, divirtiéndose en ver la fuerza que hacía para
soltarse. Al fin aflojó, y el bicho se puso en cobro pegando un brinco fenomenal.
. . . - Y a Manuela, ¿qué le dirá la señora naturaleza, la única mamá que ha conocido?
...
En la memoria de Gabriel, como en placa fonográfica, empezaron a revivir fragmentos de la
lectura de la noche anterior, sólo que encontrándoles un sentido y dándoles un alcance nuevo de
respuesta a la última pregunta.
. . . -«La sazón es fresca y el campo está hermoso: todas las cosas favorecen a tu venida y ayudan
a nuestro amor, y parece que la naturaleza nos adereza y adorna el aposento... Voz de mi amado
se oye: veislo viene atravesando por los montes y saltando por los collados... La izquierda suya
debajo de mi cabeza, y su derecha me abrazará... Hablado ha mi amado y díjome: levántate,
amiga mía, galana mía, y vente... Ya ves, pasó la lluvia y el invierno fuese. Los capullos de las
flores se demuestran en nuestra tierra, el tiempo de la poda es venido, oída es la voz de la tórtola
en nuestro campo: la higuera brota sus higos, y las pequeñas uvas dan olor: por ende, levántate,
amiga mía, hermosa mía y ven».
...
- Según los garrapatos que he visto en la edición, Manuela y su... ¡lo que sea!, aprendieron a leer
por ese libro... Tiene algo de simbólico... La más negra no es el texto, sino los comentarios...
Cuidado con aquello que dice de que el jugar a esconderse burlando es regalo y juego
graciosísimo del amor... Sí, que no sabrían ellos solos retozar entre los árboles... Pues ¿y el
enseñarles a que se fijen y reparen en los arrullos de las palomas y en los amoríos de los
avechuchos?
. . . - Lo más tremendo es la manía de llamarla hermana. «Robaste mi corazón, hermana mía
esposa, robaste mi corazón con uno de los tus ojos en un sartal de tu cuello... Panal que destila
tus labios, esposa, miel y leche están en tu lengua; y el olor de tus vestidos, como el olor del
incienso. Huerto cerrado, hermana mía, esposa...».
. . . - Este lenguaje oriental...
...
-«¿Quién te me dará como hermano que mamase los pechos de mi madre? Hallarteía fuera,
besaríate, y ya nadie me despreciaría».
. . . - Con permiso de Fray Luis de León: lo que es sus comentarios a este pasaje, son una
confusión lastimosa entre el amor y la fraternidad. No me negará nadie que es bonita escuela
para las señoritas lo que dice a propósito de los amores desiguales... Cosa más disolvente que
estos místicos y contempladores... ¡y el pasaje está más claro que el agua!
. . . -«Porque se ha de entender que entre dos personas (aunque las demás calidades o que se
adquieren por ejercicio o que vienen por caso de fortuna o que se nace con ellas) puede haber y
hay grandes y notables diferencias; pero unidas en caso de amor y voluntad, porque esta es
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señora y libre así como en todo es libre y señora; así todos en ella son iguales, sin conocer
ventaja del uno al otro, por diferentes estados y condiciones que sean».
. . . -¡Caracoles con Fray Luis!
. . . - Quieto, Gabriel, que estás discurriendo como un quídam, sin asomo de cultura, como si
toda tu vida no te hubieses esforzado en ser racional... racional. Si tu sobrina ha leído eso, sería
de niña, cuando deletreaba; y a fuerza de ser clásico y castizo y repulido, ni lo entendió entonces,
ni lo entendería ahora. Esta lectura te hace efecto y te da en qué pensar a ti, por lo mismo que
estás muy civilizado y muy saturado de libros y muy harto de meterte en honduras. Lo que es a
ellos... No has de ser majadero por empeñarte en ser sagaz.
. . . - Se me figura que la naturaleza se encara conmigo y me dice: Necio, pon a una pareja linda,
salida apenas de la adolescencia, sola, sin protección, sin enseñanza, vagando libremente, como
Adán y Eva en los días paradisíacos, por el seno de un valle amenísimo, en la estación
apasionada del año, entre flores que huelen bien, y alfombras de mullida hierba capaces de tentar
a un santo. ¿Qué barrera, qué valla los divide? Una enteramente ilusoria, ideal, valla que mis
leyes, únicas a que ellos se sujetan, no reconocen, pues yo jamás he vedado a dos pájaros nacidos
en el mismo nido que aniden juntos a su vez en la primavera próxima... Y yo, única, madre y
doctora de esa pareja, soy su cómplice también, porque la palabra que les susurro y el himno que
les canto, son la verdadera palabra y el himno verdadero, y en esa palabra sola me cifro, y por
esa palabra me conservo, y esa palabra es la clave de la creación, y yo la repito sin cesar, pues
todo es en mí canto epitalámico, y para entenderlo, simple, ¿qué falta hacen libros ni filosofías?
. . . - Pero es cosa que eriza los pelos... La hija de mi hermana, la esperanza de mi corazón, caída
en ese abismo... ¡Qué monstruosidad horrible!, y no hay duda... Soy un idiota en no haberlo
comprendido desde luego... Presentimiento sí que lo tenía... Algo me dio el corazón ya en casa
de Máximo Juncal... Ay, Nucha, pobre mamita, y qué bien hiciste en morirte... Todo el día solos,
campando por su respeto a una o dos leguas de la casa... ¿Qué hacen a estas horas? ¿En qué clase
de juego entretienen la siesta? De seguro...
. . . - Maldito yo por no venir antes. Aunque sabe Dios desde cuándo... ¿Y qué hago ahora aquí,
cavilando y lamentándome? Tocan a moverse... a buscarla, ¡voto a sanes!, y a deshacer este
enredo horrible, y a sacarla de la abyección, y a cortar de raíz...
. . . -¿Hacia dónde tomarían?
- XXVI Siguió el primer sendero que encontró, porque tan probable era que hubiesen pasado por aquel
como por otro. Caminaba sin fijarse en el paisaje, ni formar idea de si se alejaba mucho de los
Pazos; y sus ojos, devorando el horizonte, trataban de descubrir un campanario, el de Naya. ¿No
había dicho el señor de Ulloa que a Naya solían ir?
Cruzó prados humedecidos por el riego, y heredades acabadas de segar la víspera; se metió por
entre viñedos; saltó vallados; atravesó huertos con frutales y costeó eras donde resonaba el
cadencioso golpe del mallo; en suma, gastó con la actividad y el movimiento su impaciencia
torturadora, que le encendía la sangre y le ponía los nervios como cuerdas de guitarra. El
ejercicio le hizo provecho; andando y andando, empezó a sentirse con la cabeza más despejada y
el corazón más tranquilo.
Contribuía a ello el acercarse ya el instante de calma suprema, la hora religiosa, el anochecer. De
la sombra que iba envolviendo el suelo emergían las copas de los árboles, coronadas aún por una
pirámide de claridad; al oeste, los arreboles se extendían en franjas inflamadas como el cráter de
un volcán: el contraste del incendio, pues hasta forma de llamas tenían las nubes, hacía verdear
el azul celeste, y unas cuantas nubecillas, dispersas hacia el poniente, parecían gigantescas rosas
y bolas de oro desparramadas por el cielo. Una puesta de sol inverosímil, de esas que dejan
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quedar mal a los pintores cuando se les mete en la cabeza copiarlas. Sobre el grupo de árboles
más abandonados ya de la luz diurna, se desplegaba, a manera de leve cortinilla plomiza, el
humo que despedía la chimenea de una cabaña; y de las hondonadas, donde se conservaba
archivado el enervante calor de todo el día, se alzaban compactas huestes de mosquitos.
De pronto levantó Gabriel la cabeza... Un tañido lento y lejano, una gota, por decirlo así, de
música apacible, resignada, admirablemente poética en semejante lugar, sobre todo por lo bien
que se armonizaba con los saudosos ay... le... le... que segadoras y majadores entonaban desde
los campos y las eras, se dejó oír repetidas veces, a intervalos iguales... El comandante se paró, y
una especie de escalofrío recorrió su cuerpo. Se le arrasaron en lágrimas los ojos, lágrimas de
esas que no corren, que vuelven al punto de sumirse. ¡Cuántas veces había oído hablar de la
poesía del Angelus! Y sin conocerla, se la imaginaba desflorada por tanta rima de coplero chirle,
por tanto artículo sentimental... Fue esto mismo lo que aumentó la fuerza de la impresión, e hizo
más inefable el misterioso tañido.
- El que discurrió este toque de campana a estas horas, era un artista de primer orden... ¡Cáspita!
¿Hacia dónde ha sonado? ¿Estaré, sin saberlo, cerca de Naya? No puede ser... He comprendido
que Naya se encuentra a la subida del monte... y hace un cuarto de hora lo menos que bajo del
valle. ¡Hola! ¡Si el campanario se ve asomar por allí! ¡Qué bajito! Es el de Ulloa, no me cabe
duda.
Ya todo era cuesta abajo, y Gabriel la descendió con bastante ligereza, sólo que el caminillo daba
mil vueltas y revueltas, y el comandante no se atrevía a atajar, temeroso de perderse. Caía la
noche con sosegada majestad; las luces de Bengala del poniente se extinguían, y detrás del
lucero salía una cohorte innumerable de estrellas. No distinguió Gabriel la iglesia hasta estar
tocándola casi, y no fue milagro, porque la parroquial de Ulloa cada día se iba sepultando más en
la tragona tierra, que se la comía y envolvía por todos lados, dejando apenas sobresalir, como
mástil de buque náufrago, la espadaña y el remate del crucero del atrio. La puerta del vallado que
rodeaba a este, bien fácilmente se podía saltar, sin más que levantar algo las piernas; pero
Gabriel Pardo no había entrado en el atrio por el gusto de entrar, sino por acercarse a algo que él
sabía estar allí, y que le pesaba con remordimiento profundo no haber visitado antes, desde el
momento mismo de su arribo a los Pazos...
Cosa de broma saltar la cerca del atrio; mas no así penetrar en el cementerio de Ulloa. Parecía
como si se hubiese defendido su acceso con esmero especial, nada común en las aldeas, donde
los camposantos suelen andar mal preservados de la contingencia, remotísima en verdad, de una
profanación. El muro que lo rodeaba era alto, bien recebado, y en el caballete se incrustaban
recios cascotes de botella; la verja de la cancilla, sobre la cual se gallardeaba la copa de un
corpulento olivo, se componía de maderos fuertes, recién pintados, terminados en unos pinchos
de hierro. Asegurábanla sólida cerradura y grueso cerrojo.
Gabriel comprendió que además de la cancilla debía existir una puerta que comunicase
directamente con el atrio, y no se engañó; sólo que era de dos hojas, y no menos sólida y maciza
en su género que la cancilla. No se podía intentar abrirla; por fuerza, sería un acto irrespetuoso;
en cuanto a llamar al sacristán, ni pensarlo; de fijo que después de sonar las oraciones, se habría
retirado a su casa, dejando solos a los muertos y a la pobrecilla iglesia.
Intentó al menos el comandante distinguir, al través de la verja, la traza del cementerio,
acostumbrando la vista a las tinieblas de la estrellada noche. Después de mirar fijamente y largo
rato, adquirieron algún relieve las formas confusas. El cementerio parecía muy bien cuidado: las
cruces, no derrengadas como suelen andar en sitios tales, sino derechas y puestas con simetría y
decoro; la vegetación y los arbustos ostentando el no sé qué de los jardines, la gentil lozanía de la
planta regada y dirigida por mano cariñosa. Sobre el fondo sombrío del follaje se destacaban
irregulares manchones claros, que debían ser flores. Flores eran, y ya los ojos de Gabriel,
familiarizados con la oscuridad, podían hasta darles su nombre propio: las manchas redondas,
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hortensias; las largas, varas de azucenas blanquísimas. Lograba también, sin esfuerzo, contar los
senderitos abiertos entre las cruces, y los montecillos que estas coronaban.
A su izquierda distinguió claramente una especie de nicho abultado, con pretensiones de
mausoleo, y sobre cuya blancura se perfilaban, a modo de columnas de mármol negro, los
troncos de dos cipreses muy tiernos aún, recién plantados sin duda. La mirada se le quedó fija en
el mezquino monumento... Era allí... Se agarró con ambas manos a la verja, quedándose
abismado en la contemplación que producen los objetos en los cuales, como en cifra, vemos
representado nuestro destino. ¡Allí, allí estaba el cariño santo de su vida, la que al cabo de tantos
años, desde el fondo de la tumba, le había atraído a aquel ignorado valle!
En el espíritu de Gabriel batallaban siempre dos tendencias opuestas: la de su imaginación
propensa a caldearse y deducir de cada objeto o de cada suceso todo el elemento poético que
pueda encerrar, y la de su entendimiento a analizar y calar a fondo todo ese mundo fantástico,
destruyéndolo con implacable lucidez. Ante la cancilla de aquel cementerio de aldea, triunfaba
momentáneamente la imaginación; de buen grado ofrecía treguas el entendimiento, y todo lo que
en lugares semejantes evocan, sueñan y forjan los creyentes y los medrosos, los nerviosos y los
alucinados, tuvo el comandate Pardo la dicha suprema de evocarlo, soñarlo y forjarlo por espacio
de unos cuantos minutos. Apariciones, aspectos fantasmagóricos, formas que puede tomar el ser
querido que ya no pertenece a este mundo para presentarse a los que todavía permanecen en él, y
esa sensación indefinible de la presencia de un muerto, ese soplo sutil de lo invisible e
impalpable, que cuaja la sangre e interrumpe los latidos del corazón. Cuando se produce este
género de exaltación, nadie la saborea con más extraño placer que los espíritus fuertes, los
incrédulos: es el gozo de la mujer estéril que se siente madre; ¡es un deleite parecido al que causa
la lectura de una novela de visiones y espectros a las altas horas de la noche, en la solitaria
alcoba, con la persuasión de que no hay palabra de verdad en todo ello, y a la vez con
involuntario recelo de mirar hacia los rincones adonde no llega la luz de la lámpara, por si allí
está acechando la cosa sin nombre, el elemento sobrenatural que teme y anhela nuestro espíritu,
ansioso de romper la pesada envoltura material y el insufrible encadenamiento lógico de las
realidades!
Las flores de hortensia eran manos pálidas que hacían señas a Gabriel; las azucenas, flotantes
pedazos de sudario; los cipreses, figuras humanas vestidas de negro, que inmóviles defendían el
acceso del lugar donde reposaba Nucha... Y allá del fondo del mausoleo... ¡qué ilusión esta tan
viva, tan fuerte, tan invencible!, sale un murmullo humilde y quejoso, como de rezo, un suspiro
lento y arrancado de las entrañas... ¿Es posible que el oído sea juguete de semejantes
alucinaciones? No hay duda, otro suspiro tristísimo... tan claro, que un estremecimiento recorre
las vértebras del comandante.
Estas treguas del entendimiento duran poco, y en el cerebro de Gabriel, que no poseía la frescura
plástica de la ignorancia y de la juventud, la razón recobró al punto sus fueros. En un segundo, el
apacible cementerio perdió su prestigio todo: lo vio lindo y alegre, como debía de ser a la luz
solar. De su hermana, lo que estaba allí era el polvo... residuos orgánicos... ¡Materia! Y trató de
figurarse cómo estaría aquella materia inerte, qué aspecto tendrían, entre las podridas tablas del
ataúd y la húmeda frialdad del nicho, los huesecillos de aquellos brazos tan amantes, en que se
había reclinado de niño. Se le oprimió el corazón: por instinto alzó la frente y miró al cielo.
- Si hay inmortalidad, ahí estará la pobre; en alguna de esas estrellas tan hermosas.
El firmamento parecía vestido de gala, como para rechazar toda idea de muerte y podredumbre, y
confirmar las de inmortalidad y gloria. Compensando la falta de la luna que no asomaría hasta
mucho más tarde, los astros resplandecían con tal magnificencia, que inducían a creer si toda la
pedrería celestial acababa de salir del taller del joyero divino. Más que azul, semejaba negra la
bóveda; las constelaciones la rasgaban con rúbricas de luz; algunos luceros titilaban vivos y
próximos, otros se perdían en la insondable profundidad; la vía láctea derramaba un mar de
cristalina leche, y Sirio, el gran brillante solitario, centelleaba más espléndido que nunca.
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También el suelo estaba de fiesta. La incomparable serenidad de la noche le envolvía en un
hálito de amor: las sombras eran densas y vagas a la vez: los horizontes lejanos se disfumaban en
azuladas nieblas: a pesar de la mucha calma no había silencio, sino murmurios imperceptibles,
estremecimientos cariñosos, ráfagas de placer y vida; la savia antes de parar su curso y
retroceder al corazón de los árboles, aprovechaba aquel minuto de plenitud del verano para
saturar por completo el organismo vegetal, y lo que era acres aromas en el monte, en el valle
atmósfera verdaderamente embalsamada. La iluminación de la noche nupcial, los farolillos
venecianos de las bodas, los suministraban las luciérnagas, insectos en quienes arde visiblemente
el fuego amoroso...
No podía Gabriel confundir el verdoso y fosforescente reflejo de los gusanos con la pequeña
llama azul que se alzó de las profundidades del cementerio, y que revoloteando suavemente le
pasó a dos dedos del rostro. Bien conoció el fuego fatuo, arrancado por el calor a aquel sitio bajo
y húmedo y relleno de cadáveres humanos... Con todo, sintió que otra vez se le exaltaba la
fantasía, y pegó el rostro a la verja escudriñando con avidez el interior del camposanto, por si
tras el fuego surgía alguna forma blanca, ni más ni menos que en Roberto el Diablo... Y en
efecto... ¡Chifladura, ilusión de óptica! Calle... Pues no, que bien claro lo está viendo... Algo se
alza detrás del nicho, junto a los cipreses... Algo que se inclina, vuelve a alzarse, se mueve...
¡Una forma humana...! ¡Un hombre!
Sólo tiene tiempo el artillero para adosarse al muro, al amparo de la sombra que proyecta el
olivo. Rechina el cerrojo, gira la llave, se abre la verja, y sale la persona que momentos antes
rezaba al pie del mausoleo de Nucha. El rezador nocturno cierra cuidadosamente la verja, hace
por última vez la señal de la cruz volviéndose hacia el cementerio, y pasa rozando con Gabriel y
sin verle, con la cabeza baja, cabeza blanquecina y cuerpo encorvado y humilde.
-¡El cura de Ulloa!
Se quedó Gabriel algún rato como si fuese hecho de piedra, sin darse cuenta del porqué
semejante persona, en tal sitio y entregada a tal ocupación, le parecía la clave de algún misterio,
uno de esos cabos sueltos de la madeja del pasado, que guían para descubrir historias viejas que
nos importan o que despiertan novelesco interés.
-¡Ahí están los suspiros y los rezos que yo oía! - pensó, encogiéndose de hombros -. Si no acierta
a salir ahora este buen señor, yo tendría una cosa rara que contar... y creería honradamente en
una pamplina... inexplicable... ¡Ea, me he lucido con mi excursión! De Manuela, ni rastro...
Verdad es que he visitado a la pobre mamita... ¡Adiós, adiós! (Volviéndose hacia la verja.) Y en
realidad la caminata me ha calmado. Se me figura que esta tarde pensé mil delirios y ofendí
mortalmente con la imaginación a mi sobrina. ¿Cómo ha de estar profanada, depravada, una niña
que tiene aquel aire franco y sencillo y honesto a la vez, el aire y los ojos de su madre? Sé
sincero, Gabriel, contigo mismo. (Deteniéndose y mirando a las estrellas.) Lo que te sucedió, que
te encelaste, porque estás interesado por la muchacha... Pues amigo, eso no vale. ¿A qué viniste
aquí? ¿A salvarla, verdad? Entonces, piensa en ella sobre todo. A un lado egoísmos; si no te
quiere, que no te quiera; mírala como la debió haber mirado su padre. A pedirle mañana una
entrevista; a hablarle como nadie le ha hablado nunca a la criatura infeliz. Lo que tú has estado
pensado allí al pie del castaño, es una monstruosidad; pero con todo, bueno es prevenir hasta el
que a otros se les ocurra la misma sospecha atroz. A ti, al hermano de su madre, corresponde de
derecho el intervenir. Y caiga quien caiga, y así sea preciso prender fuego a los Pazos y llevarte a
la muchacha en el arzón de la silla... Digo, no; esto de raptos es niñería romántica... Pero es
decir, que tengas ánimo y que no se te ponga por delante ni el Sursumcorda, ¡qué diablos! Y
cuidadito cómo le hablas a la montañesa... No hay que abrirle los ojos, ni lastimarla, que después
de todo... reparo deberías tener en tocarla siquiera con el aliento... y morirte deberías de
vergüenza por las cosas que se te han ocurrido. ¡Pobre chiquilla! (Pausa.) ¡Qué noche tan
hermosa! ¿Iré camino de los Pazos... o lo estaré desandando? Por allí suena la presa del molino...
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De noche se oye muy bien... Parece el sollozo de una persona inconsolable... Sí, hacia esa parte
están los Pazos; en llegando al molino, ya los veo.
El sollozo del agua le guió a una corredoira, no tan honda ni tan cubierta de vegetación como la
de los Castros, pero perfumada y misteriosa cual ninguna deja de serlo en el verano, y alumbrada
a la sazón por la luz suave y espectral de las luciolas, que a centenares se escondían en las zarzas
o se perseguían arrastrándose por la hierba. Tan lindo aspecto daban a las plantas las linternas de
aquellos bichejos, que el artillero, al salir del túnel, se detuvo y miró hacia atrás, para gozar del
fantástico espectáculo. Una línea fría le cruzó el rostro: era un tenuísimo hilo de la Virgen, y
Gabriel alzó la vista hacia el matorral, queriendo adivinar de dónde salía la sutil hebra. Cuando
bajó los ojos, se le figuró que al otro extremo del túnel se movía un bulto confuso y grande. El
pálido resplandor de los gusanos, semejante al destello de una sarta de aguamarinas y perlas, no
le consintió al pronto discernir si eran bueyes o personas, y cuántas, lo que se iba aproximando
en silencio. Gabriel, sin reflexionar, se emboscó tras las plantas con el corazón en prensa; si
alguien le hubiese preguntado entonces ¿por qué te escondes y por qué te azoras así?, no le sería
posible dar contestación satisfactoria. El bulto se acercó... Era doble: se componía de dos
cuerpos tan pegados el uno al otro como la goma al árbol; no hablaban; ¿para qué? Él la sostenía
por la cintura, y ella se recostaba en su hombro y le pasaba el brazo izquierdo alrededor del
cuello. Marchaban con el paso elástico y perezoso a la vez, propio de la juventud y de la dicha
avara, que regatea los minutos.
Hacía ya algunos que había desaparecido la enamorada pareja, y todavía estaba el artillero
quieto, con los puños y los labios apretados, los ojos abiertos de par en par, el cuerpo
tembloroso, los pies clavados en tierra como si se los remachasen, fulminado en suma por la
última visión de aquella noche de verano. Al fin su pecho se dilató, como para respirar; estiró los
brazos; descargó una patada en el suelo; y mandando enhoramala sus filosofías, su pulcritud de
lenguaje y de educación, su cultura y su firmeza, arrojó, como arroja el caño de sangre la arteria
cortada, una interjección obscena y vulgarísima, y añadió sordamente:
-¡Qué vergüenza... qué barbaridad!
- XXVII No vayan ustedes a figurarse que desde el entronizamiento del Gallo y sus útiles reformas
encaminadas a acrecentar el decoro y representación de los Pazos, o al menos de la mayordomía,
se hubiese suprimido el tertulión de la cocina por las noches. Suprimir, no; depurar, es otra cosa.
La autoridad del buen ex-gaitero se empleaba en alejar mañosa o explícitamente de allí a la
gentuza, como las nietas de la Sabia y otras lambonas que sólo andaban tras la intriga y a la
socaliña del pedazo de pan hoy, y mañana del de cerdo, si a mano viene. Para semejantes brujas,
chismosas y zurcidoras de voluntades, desde el primer día significó el Gallo con toda su
autoridad de sultán y marido, la orden de expulsión; ¡si conocería él el paño! Y Sabel, aunque
muy dada a comadrear, hubo de conformarse - como se conformaría a andar a cuatro patas, si
tales fuesen los deseos del insigne rey del corral.
Escogido ya el número de tertulianos, se redujo a los notables de Ulloa y Naya, al pedáneo, a los
labriegos cabezas de familia y colonos de los Pazos, al criado del cura, al sacristán, al peón
caminero, y demás personas de suposición que por allí podían encontrarse; de suerte que varió
muchísimo el carácter de aquel sarao, y no se parecía en lo más mínimo a lo que fue en otros
días, bajo la dominación de Primitivo el Terrible. Antaño, predominando el sexo femenino, se
pagaba tributo muy crecido a la superstición: se refería el paso de la Compaña con su procesión
de luces; se contaban las tribulaciones de la mocita a quien le había dado sombra de gato negro o
atacádola el ramo cativo; se ofrecían recetas y medicinas para todos los males; se gastaba una
noche en comentar el robo de una gallina o el feliz alumbramiento de una vaca; un viejo chusco
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refería cuentos, y las mozas, en ratos de buen humor, se tiroteaban a coplas, improvisándolas
nuevas cuando se les acababan las antiguas. Toda esta diversión populachera era incompatible
con los adelantos de la civilización que pretendía introducir allí el Gallo. Bajo su influjo, la
tertulia, compuesta de sesudos y doctos varones, se convirtió en una especie de ateneo o
academia, donde se ventilaban diariamente cuestiones arduas más o menos enlazadas con las
ciencias políticas y morales. El Gallo se encargaba de la lectura de periódicos, que realizaba con
aquel garabato y chiste que sabemos; y excusado me parece advertir lo bien informado que
quedaba el público, y las exactísimas nociones que adquiría sobre cuanto Dios crió. Así es que el
debate era de lo más luminoso, y mal año para los gobernantes y repúblicos que no viniesen allí a
ver resueltos por encanto los problemas que tanto les dan en qué entender. Había en la asamblea
especialistas, profundo cada cual en la materia a que consagraba sus desvelos: Goros, el criado
del cura de Ulloa, se dedicaba a la controversia teológica y a la exégesis religiosa, soltando cada
herejía que temblaba el misterio; el señor pedáneo tenía a su cargo la política interior, cortaba
sayos y daba atinadísimos consejos a Castelar y a Sagasta, hablaba de ellos como si fuesen sus
compinches, y vaticinaba cuanto infaliblemente iba a producirse en el seno del gabinete: un
labriego machucho, el tío Pepe de Naya, antes encargado del ramo de chascarrillos, corría ahora
con el de hacienda, y exponía las más atrevidas teorías de los socialistas y comunistas
revolucionarios, sin necesidad de haber leído a Proudhon ni cosa que lo valga; y el atador de
Boán, cuando llamado por deberes profesionales o alumbrado más de la cuenta se veía obligado
a pasar la noche en Ulloa, dedicábase a la propaganda filosófica, y ponía cátedra de panteísmo,
explicando cómo los hombres y las lechugas son una sola esencia en diferentes posiciones... o
para decirlo en sus propias palabras, lo mismito, carraspo, perdonando vusté.
Uno de los mayores placeres de aquel senado campesino era confundir y aturdir con su ciencia a
los ignorantuelos, a los criados de escalera abajo, o sea de establo y labranza, haciéndoles
preguntas capciosas y divirtiéndose en acrecentar su estupidez, cosa bastante difícil. A veces
llamaban al pastor, aquel rapazuco escrofuloso que padeció persecución bajo Primitivo y era
ahora un tagarote medio idiota; y excitando su vanidad (que todos la tienen) le hacían soltar
peregrinos despropósitos. Generalmente lo examinaban de teología.
- Quitaday, marrano, que tan siquiera sabes quién es Dios.
- Sé, sé - contestaba muy ufano el mozo rascándose la oreja.
- Pues gomítalo.
- Es un ángel rebelde, que por su...
Coro de risotadas, de exclamaciones y de aplausos.
- A ver - exclamaba Goros -; ¿para qué es el Sacramento del Orden?
- Si me pregunta de cosas de allá de Madrí, yo mal le puedo dar sastifación.
- Soo... ¡mulo! El Sacramento del Orden (abre el ojo) es para... ¡criar hijos para el cielo!
- Bien, ya estamos en eso - contestaba muy serio el gañán, entre la algazara y regocijo del ateneo
de Ulloa.
Con intermedios de este jaez se amenizaban las discusiones formales. Es de saber que en tiempo
de verano, y más si el calor arreciaba, y con doble motivo si era en días de maja y siega, el
ateneo trasladaba el local de sus sesiones de la cocina, a la parte del huerto lindante con la era:
colocábanse allí bancos, tallos, cestas volcadas panza arriba, y sin derrochar más candela que la
que los astros o la luna ofrecían gratuitamente, gozando el fresco y oyendo en la era el canticio y
el bailoteo de segadoras y majadores, departían sabrosamente, echaban yescas para el cigarro, y
la conversación giraba sobre temas de actualidad, agrícolas y rurales.
En mitad de una acalorada discusión sobre la calidad del trigo cayó allí Gabriel Pardo, que
regresaba de su tremendo viaje a través del valle de Ulloa. Por fortuna, la luz estelar, con ser tan
viva y refulgente, no bastaba a descubrir al pronto lo descompuesto de su semblante; pero bien se
podía notar lo ronco de la voz en que exclamó, encarándose con el primer ateneísta que le salió
al paso:
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-¿Dónde está Perucho?
El Gallo se levantó obsequiosamente, y con sonrisa afable y la frase más selecta que pudo
encontrar, respondió lo que sigue:
- Señor don Grabiel, no le saberé decir con eusautitú... Quizásmente que aún no tendrá voltado,
en atención a que no se ha visto por aquí su comparecencia...
-¡Falso! Es usted un embustero - gritó brutalmente el comandante, ciego de dolor y necesitado,
con necesidad física, de desahogar en alguien y de hacer daño... de pegar fuego a los Pazos, si
pudiese -. ¡Ea! -añadió- a decirme dónde está su hijo de usted o lo que sea... ¡Aquí no vale
encubrir!
¡Quién viera al rey del corral erguirse sobre sus espolones, enderezar la cresta, estirar el cuello, y
exhalar este sonoro quiquiriquí!:
- Adispensando las barbas honradas de usté, señorito don Grabiel, esas son palabras muy
mayores y mi caballerosidá y mi dicencia, es un decir, no me permiten...
- Eh... ¿quién le cuenta a usted nada? ¿Qué se me importa por usted? - vociferó Gabriel
nuevamente -. A quien necesito es a Perucho... Llámenle ustedes, pero en seguida.
- Ha de estar en la era - indicó tímidamente el pastor.
Gabriel no quiso oír más, y desapareció como un rehilete en dirección de la era. Encontrola
brillante, concurridísima. Una tanda de mozas y mozos bailaba el contrapás, al son de la
pandereta y la flauta; la tañedora de pandero cantaba esta copla:
A lua vay encuberta...
a min pouco se me dá:
a lua que a min m'alumbra
dentro do meu peito está.
Oíala como en sueños el comandante, detenido a la entrada y presa entonces de un paroxismo de
ira que le hacía temblar como la vara verde. Calma... sosiego... voy a echarlo todo a perder...
decía consigo mismo; y al par que veía claramente su razón la necesidad de tener aplomo y
presencia de ánimo, aquella parte de nosotros mismos que debiera llamarse la insurgente, le tenía
entre sus uñas de fierecilla desencadenada, y le soplaba al oído: - Qué gusto coger un palo...
entrar en la era... deslomar a estacazos a todo el mundo... arrimar un fósforo a las medas... armar
el revólver, y en un santiamén... pun, pun, a este quiero, a este no quiero...
A su izquierda divisó un grupo, compuesto de Sabel y de varias comadres del vecindario: y
delante, en pie, algo ensimismado, a Perucho en persona. Gabriel se le acercó, hasta ponerle la
mano en el hombro; y al tenemos que hablar del comandante, estremeciose el montañés, pero
respondió con súbita firmeza:
- Cuando usted guste.
- Ahora mismo.
- Bueno, ya voy.
Echó delante el mozo, y siguiole Pardo, sin añadir palabra. Alejándose de la gente, atravesaron el
huerto, entraron en el corredor, llegaron a la cocina, donde la fregatriz revolvía en la sartén, con
cuchara de palo, algo que olía a fritanga apetitosa; y el montañés, sin detenerse, tomó una
candileja de petróleo encendida, y guió a las habitaciones de la familia del Gallo, entre las cuales
se contaba cierta salita, orgullo y prez del mayordomo, porque en seis leguas a la redonda, sin
exceptuar las casas majas de Cebre, no la había mejor puesta, ni más conforme a las exigencias
del gusto moderno, sin que le faltase siquiera -¡lujo inaudito, refinamiento increíble! - un
entredós en vez de consola; un entredós de imitación de palo santo, con magníficos adornos de
un metal que sin pizca de vergüenza remedaba el bronce. Frente a este mueble, en que el Gallo
tenía puesto su corazón, un soberbio diván de repis amarillo canario convidaba al reposo, y
Perucho, dejando la candileja sobre el entredós, hizo seña al comandante de que podía sentarse si
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gustaba, al mismo tiempo que se le plantaba enfrente, con la cabeza erguida, resuelto el ademán,
algo pálidas, contra lo acostumbrado, las mejillas, y pronunciando en tono que a Gabriel le sonó
provocativo:
- Usted dirá, señor de Pardo... ¿Qué se le ofrece?
El comandante midió de alto a bajo al bastardo, frunciendo la boca, con el gesto de desprecio
más claro y más enérgico que pudo; acercose luego a la puerta, y dio vuelta a la llave, que halló
puesta por dentro; y volviéndose hacia el montañés, le escupió al rostro estas frases:
-¡Se me ofrece decirte que eres un pillastre y un ladrón, y que voy a darte tu merecido, canalla!
¡A ti y a la perra que te parió! ¡Mamarracho indecente!
Lo raro era que Gabriel oía sus propias palabras como si las dijese otra persona; y allá en el
fondo de su ser, las comentaba una voz, susurrando: - Es demasiado, ese hombre habla como un
loco -. Y no podía, no podía sujetar la lengua, ni refrenar la indignación frenética. Por lo que
hace a Perucho, oyendo aquellas cláusulas que abofeteaban, saltó lo mismo que si le hincasen en
la carne un alfiler candente; desvió y echó atrás los codos, cerró los puños, y sacó el pecho, como
para arrojarse sobre Gabriel. El furor ennegrecía sus pupilas azules, y daba a sus facciones
correctas y bien delineadas la ceñuda severidad de un rostro de Apolo flechero.
- No... no me tutee usted - balbuceó reprimiéndose todavía - no me tutee ni me insulte... porque
tan cierto como que Dios está en el cielo y nos oye...
-¿Qué harás, bergante?
- Lo va usted a saber ahora mismo - gritó el montañés, cuyos ojos eran dos llamas oscuras en una
máscara trágica de alabastro. Un segundo duró para Gabriel la visión de aquel rostro admirable,
porque instantáneamente sintió que dos barras de hierro flexibles y calientes se le adaptaban al
cuerpo, prensándole las costillas hasta quitarle la respiración. Intentó defenderse lo mejor
posible, tenía los brazos en alto y libres y podía herir a su contrario en el rostro, arañarle, tirarle
del pelo; pero aun en tan crítica situación, comprendió lo femenil y bajo de resistir así, y ¡extraña
cosa!, al verse cogido en la formidable tenaza, preso, subyugado, vencido por el mismo a quien
venía a confundir y humillar, su ciega y furiosa ira y el hervor animal e instintivo de su sangre se
calmaron como por obra de un conjuro, y hasta le pareció que experimentaba simpatía por el
brioso mozo. Todo fue como un relámpago, porque el achuchón crecía, y el ahogo también, y el
montañés tenía a su rival a dos dedos del suelo, aprestándose a ponerle en el pecho la rodilla.
Intentó Gabriel un esfuerzo para rehacerse y librarse, pero Perucho apretó más, y mal lo hubiera
pasado su enemigo, a no ser por una casual circunstancia. La butaca contra la cual estaba
acorralado el comandante era nada menos que una mecedora, mueble que hacía la felicidad del
Gallo, por lo mismo que nadie de su familia ni de seis leguas en contorno acertaba a sentarse en
ella sino después de reiterados ensayos, continuas lecciones y fracasos serios. Al peso de los dos
combatientes, la mecedora cedió con movimiento de báscula, y el grupo vino a tierra, haciendo
la dichosa mecedora el oficio de Beltrán Claquin en la noche de Montiel, pues Perucho, que
estaba encima, se halló debajo, y Gabriel, sin más auxilio que el de su propio peso y corpulencia,
con la rapidez de movimientos que dicta el instinto de conservación, le sujetó y contuvo,
teniéndole cogidas las muñecas e hincándole la rodilla en el estómago.
-¡Máteme, ya que puede! - tartamudeaba el montañés -. Máteme o suélteme, para que yo... le...
ahog...
El aliento se le acababa, porque el cuerpo de su adversario, gravitando sobre su pecho, le
impedía respirar. Terminó la frase con un ¡z!, ¡z!, ¡z! cada vez más fatigoso... Vio en el espacio
unas lucecitas amarillentas y moradas... luego sintió un bienestar inexplicable, y oyó una voz que
decía:
- Pues anda, levántate y ahógame... ¿No puedes? La mano.
Se levantó sostenido por Gabriel, tambaleándose; dio dos o tres pasos sin objeto; se pasó la
diestra por los ojos, y miró al artillero fijamente; y como viese en su rostro una tranquilidad muy
distinta de la furia de antes, la tuvo por señal de mofa, cerró otra vez los puños, y bajando la
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cabeza como el novillo cuando embiste, se precipitó... Gabriel adelantó las manos para parar el
golpe, con calma desdeñosa; entonces, el montañés se contuvo, dejó caer los brazos, dio media
vuelta, y encogiéndose de hombros, exclamó:
- Yo no pego a quien no me resiste... ¿Somos aquí chiquillos? ¿Estamos jugando, o qué?
Callaba Gabriel y reflexionaba, sintiéndose ya, con íntima satisfacción, dueño de sí y capaz de
regir sus acciones. Seamos francos, pensaba; me he comportado como un bruto; he hablado
como un demente. A bien que en mí son momentáneas las excitaciones; que si me durase como
me da, yo me dejaría atrás a todos los salvajes. Un poco de juicio, señor de Pardo... Pero ahora se
me figura que ya lo tengo de sobra.
- Oiga usted... - dijo a Perucho, tosiendo para afianzar la voz -. Le he maltratado a usted hace un
instante; hice mal, y lo reconozco. Es decir: no me faltan motivos de hablarle a usted con toda la
dureza posible; pero con razones, no con injurias... Debí empezar por ahí.
- Los motivos que usted tiene, ya los sé yo... Demasiado que los sé.
- Se equivoca usted... Hágame el obsequio de sentarse; ya ve que no le tuteo, ni le ofendo en lo
más mínimo. Pero tenemos que hablar largamente y ajustar cuentas, de las cuales no he de
perdonarle a usted un céntimo si sale alcanzado... Vuelvo a rogarle que se siente.
Perucho se dejó caer en el sofá con hosco además, arreglándose maquinalmente el cuello y la
corbata, que ya no tenía muy en orden antes y que con la refriega se habían insubordinado por
completo. Ocupó Gabriel la mecedora de enfrente, y empezó a mecerse con movimiento
automático. Arreglaba un discurso; pero lo que salió fue un trabucazo.
-¿Usted sabe de quién es hijo? (al preguntarlo se encaró con Perucho).
-¿Y a qué viene eso? - contestó el mozo -.¿No está usted cansado de conocer a mis padres?
Déjeme usted en paz.
-¿Y siendo sus padres de usted... un mayordomo y una criada... cómo se ha atrevido usted... a
poner los ojos en mi sobrina? ¿Cómo se ha atrevido usted... (ensordeciendo la voz, que vibraba
de enojo aún) a levantarse hasta donde usted no puede ni debe subir? ¡Sólo un hombre vil
(acercándose al montañés) se aprovecha del descuido y de la confianza ajena para... apoderarse
de... una señorita... y... abusar de ella, cuando come el pan de su casa!
Perucho contenía los bramidos que se le venían a la laringe, y oía royéndose la uña del pulgar
con tal ensañamiento, que ya brotaba sangre. Al fin pudo formar voz humana en la garganta.
- Quien... quien abusa es usted, señor de Pardo... Sí, señor, abusa usted de mi posición, de verme
un infeliz, un hijo de pobres, un desdichado que no se puede reponer contra usted como
corresponde... Pero me repondré, caramba si me repondré... que tampoco no es uno ningún sapo,
para dejarse patear sin volverse a quien lo patea... Y nos veremos las caras donde usted guste,
que aunque me ve sin pelo en ella, soy hombre para cualquier hombre, y a mí no me espantan
palabras ni obras... Y si a obras vamos... si se trata de romperse el alma por Manuela, porque
usted la quiere para sí y ha venido a hacerle los cocos... ¡mejor, mejor! Nos la rompemos, y en
paz... También le puedo contar algunas cositas que le lleguen adentro, para que tenga más modo
otra vez... Que yo como el pan de esta casa; que Manuela es mi señorita, y que tumba y que
dale... De eso de comer el pan, podíamos hablar mucho; porque, según le oí a mi madre, más
dinero le debía a mi abuelo la casa de los Pazos que mi abuelo a ella... De ser Manola mi
señorita... cierto que ella es hija de un señor... pero maldito si se conoció nunca que lo fuese...
Desde chiquillos andamos juntos, sin diferencias de clases ni de señoríos; y nadie nos recordó
nuestra condición desigual, hasta que cayó aquí, llovido del cielo, el señor don Gabriel Pardo de
la Lage... Manola, ahí donde usted la ve, no tuvo en toda su vida nadie que la quisiese más que
yo, yo (y se golpeaba el fornido pecho), nadie que se acordase de ella, no señor, ni su padre,
¿usted lo oye?, ni su padre... Yo, desde que levantaba del suelo tanto como una berza, la enseñé a
andar, cargué con ella en brazos, para que no se mojase los pies cuando llovía, le di las sopas, le
guardé el sueño, y le discurrí los juguetes y las diversiones... Yo le enseñé lo poco que sabe de
leer y escribir, que si no, ahora estaría firmando con una cruz... Yo la defendí una vez de un
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perro de rabia... ¿Sabe usted lo que es un perro de rabia? ¡No, que en los pueblos eso no se ve
nunca! Pues al perro, con aquellos ojos encarnizados y aquel hocico baboso, lo maté yo, pero no
de lejos, sino desde cerquita, así, echándome a él, machacándole la cabeza con una piedra
grande, mientras la chiquilla lloraba muerta de miedo... ¡Si no estoy yo allí, a tales horas Manola
es ánima del purgatorio! En el brazo y en la pierna me mordió el perro, y gracias que la ropa era
fuerte, y allí se quedó la baba... Otra vez la cogí a la orillita de un barranco, que si me descuido,
al Avieiro se me larga... Yo me quemé la mano en el horno por sacarle una bolla caliente, que se
le había antojado... ¿ve usted...?, aquí anda todavía la señal... Y yo por ella me echaría de cabeza
al río, y me dejaría arrancar las tiras del pellejo... Ni ella tiene sino a mí, ni yo sino a ella. ¿Que
es usted su tío? ¿Y qué? ¿Se ha acordado usted de ella hasta la presente? ¡Buena gana! Andaba
usted por esos mundos, muy bien divertido y recreado. Yo con ella, con ella siempre... ¡hasta
morir! Me quiere, la quiero, y ni usted ni veinte como usted... ¡ni el mismo Dios del cielo que
bajase con toda la corte celestial!, me la quitan. ¡Así me valga Cristo, y antes yo ciegue que verla
casada con usted!
El montañés hablaba con presteza, accionando mucho, como escupiendo palabras y
pensamientos que desde muy atrás le rebosaban del corazón. Su gallarda persona y su acción
fogosa y expresiva parecían no caber en la ridícula sala, bien como el gran actor no encuentra
espacio en un escenario estrecho; y a cada molinete de su fuerte brazo se hallaban en inminente
peligro los cromos, las cajas de cartón, las orquestas de perritos y gatitos de loza, las figuras de
yeso teñidas con purpurina imitando bronce, todas las simplezas importadas por el Gallo de sus
excursiones orensanas, pues tan adelantado estaba el buen sultán en la ciencia suntuaria de
nuestra época, que hasta cultivaba el bibelot. Gabriel oía, mostrando un rostro apenado, perplejo
y meditabundo; a veces cruzaban por él vislumbres de compasión; otras, aquella pasión tan
juvenil y fresca, tan vigorosamente expresada, le removía como remueve la escena de un drama
magnífico; y su boca se crispaba de terror, lo mismo que si el conflicto, tan grave ya, creciese en
proporciones y rayase en horrenda e invencible catástrofe... Viendo callado al artillero, Perucho
se persuadió de que lo convencía, y continuó con más calor aún:
- Si Manola es rica, sepan que yo no quiero sus riquezas, y que me futro y me refutro en ellas...
Que el padrino gaste su dinero en lo que se le antoje; que lo gaste en cohetes, o lo dé a los pobres
de la parroquia. Dios se lo pague por la carrera que me está dando, pero con carrera o sin ella...
yo ganaré para mí y para mi mujer. Manola se crió como la hija de un labriego; no necesita lujos
ni sedas; yo menos todavía. Mi madre no es pobre miserable: heredó del abuelo un pasar, y me
dará... Y si no me da, tal día hizo un año. Con cuatro paredes y unas tejas, allá en el monte,
frente a las Poldras, vivimos como unos reyes, sin acordarnos del mundo y sus engañifas...
Casualmente lo único para que sirvo yo es para arar y sachar: los estudios me revientan: paisano
nací y paisano he de morir, con la tierra pegada a las manos... Una casita y una heredad y una
pareja de bueyes con que labrarla, no hemos de ser tan infelices que eso nos falte..., y en
teniendo eso, que se ría el mundo de mí, que yo me reiré del mundo... y estaré como en el cielo,
y Manola también... mientras que con usted rabiaría y se condenaría, porque no le quiere, no le
quiere y no le quiere.
Acabar su peroración el montañés y sentirse Gabriel Pardo definitivamente vencido y arrastrado
por la corriente de simpatía que empezaba a ablandarle desde que había jadeado entre los brazos
fuertes del mozo, fueron cosas simultáneas. Obedeciendo a impulso irresistible, tendió la mano
para darle una palmada en el hombro; hízose atrás Perucho, tomando por nueva hostilidad lo que
no era sino halago.
-¡No ponerse en guardia, amigo, que no hay de qué! - exclamó el artillero, cuya noble fisonomía
respiraba ya concordia y bondad al par que dolor y pena -. Tan no hay de qué, que se va usted a
pasmar... Deme usted esa mano, y perdóneme todo cuanto le he dicho al entrar aquí... He
procedido con injusticia, con barbarie y con grosería; pero si usted supiese cómo me estaba
doliendo el alma, y cómo me duele aún... No conserve usted nada contra mí: deme la mano...
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Los ojos azules le miraron con desconfianza, y Perucho retiró el brazo.
- Mucho estimo eso que usted dice ahora, pero mejor fuera no venirse con esos desprecios de
antes... Nadie tiene cara de corcho, y la vergüenza es de todo el mundo.
- Usted lleva razón, pero yo la he perdido media hora de este aciago día... Motivo me ha sobrado
para ello. ¡Óigame usted, por lo que más quiera! Por... por mi sobrina. Deme usted su palabra de
que hará lo que voy a rogarle.
- No señor, no; yo no prometo nada tocante a Manola. ¿Y a qué viene mentir? Mejor es
desengañarle. Lo mismo da que lo prometa que que no lo prometa. Ahora prometería, pongo por
caso, no arrimarme a ella en jamás, y de contado me volvería a pegar a sus faldas. Imposibles no
se han de pedir a nadie.
- No es eso... ¡Si usted no me oye...!
-¿No es nada de dejar a Manoliña?
- No... Es que me prometa usted que de lo que vamos a hablar no dirá usted palabra a nadie... ¡a
nadie de este mundo!
- Corriente. Si no es más que eso...
- No más.
- Pues venga.
- No... - replicó Gabriel bajando la voz -. Aquí no... Acompáñeme usted a mi cuarto... Tengo
excelente oído... y juraría que anda gente en el corredor.
- XXVIII Como saliesen un poco más aprisa de lo justo, abriendo con ímpetu la puerta, estuvieron a punto
de aplastar entre hoja y pared la nariz del Gallo, el cual, sin género de duda, atisbaba. Al
impensado portazo, lejos de enfadarse, sonrió con dignidad y afabilidad, murmurando no sé qué
fórmulas de cortesía: su gran civilización le obligaba a mostrarse atento con las personas que
visitaban su domicilio. Pero Gabriel y Perucho cruzaron por delante de él como sombras
chinescas, y no le hicieron maldito el caso. Lo cual, unido a otros singulares incidentes, la ira de
Gabriel, su afán por encontrar a Perucho, lo extraño de la entrevista, la encerrona, le puso en
alarma y despertó su aguda suspicacia labriega. Rascose primero detrás de la oreja, luego al
través de las patillas, y estas operaciones le ayudaron eficazmente a deliberar y a dar desde luego
no muy lejos del hito.
Al entrar Perucho y Gabriel en la habitación de este, se encontraron a oscuras: el montañés rascó
un fósforo contra el pantalón, y encendió la bujía; el artillero acudió a echar la llave, prevención
contra importunos y curiosos. Para mayor seguridad, acercose a la ventana, bastante desviada de
la puerta. Ninguno de los dos pensó en sentarse. Recostado en la pared, con la izquierda metida
en el seno, al modo de los oradores cuando reposan, el brazo derecho caído a lo largo del muslo,
una pierna extendida y firme y otra cruzada y apoyada en la punta del pie, Perucho aguardaba,
animoso y resuelto, como el que no ha de transigir ni renunciar por más que hagan y digan. Con
las manos en los bolsillos de la cazadora, la cabeza caída sobre el pecho, y meneándola un poco
de arriba abajo, los labios plegados, arrugada la frente, Gabriel Pardo se paseaba indeciso, tres
pasitos arriba, tres abajo. Al fin hizo un movimiento de hombros como diciendo - pecho al agua y, súbitamente, se enderezó, encarose con el montañés y articuló lo que sigue:
- Vamos claros... ¿Usted sabe o no sabe que es hermano de Manuela?
Si asestó la puñalada contando con los efectos de su rapidez, no le salió el cálculo fallido. El
montañés abrió los brazos, la boca, los ojos, todas las puertas por donde puede entrar el estupor y
el espanto; enarcó las cejas, ensanchó la nariz... fue, por breves momentos, una estatua clásica; el
escultor que allí se encontrase lamentaría, de fijo, que estuviese vestido el modelo. Y sin lanzar
la exclamación que ya se asomaba a los labios, poco a poco mudó de aspecto, se hizo atrás, bajó
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los ojos, y se vio claramente en su fisonomía el paso del tropel de ideas que se agolpan de
improviso a un cerebro, la asociación de reminiscencias que, unidas de súbito en luminoso haz,
extirpan una ignorancia inveterada; la revelación, en suma, la tremenda revelación, la que el
enamorado, el esposo, el creyente, el padre convencido de la virtud de la adorada hija, se
resisten, se niegan a recibir, hasta que les cae encima, contundente, brutal y mortífera, como un
mazazo en el cráneo.
-¡No! - balbuceó en ronca voz -. No, Jesús, Señor, no, no puede ser... usted... vamos a ver... ¿ha
venido aquí para volverme loco? ¿Eh? ¡Pues diviértase... en otra cosa! Yo... no quiero loquear...
¡No se divierta conmigo! Jesús... ¡ay Dios!
Llevose ambas manos a los rizos, y los mesó con repentino frenesí, con uno de esos ademanes
primitivos que suele tener la mujer del pueblo a vista del cuerpo muerto de su hijo. Al mismo
tiempo quebrantaba un gemido doloroso entre los apretados dientes. Rehaciéndose a poco, se
cruzó de brazos y anduvo hacia Gabriel, retándole.
- Mire usted, a mí no me venga usted con trapisondas... usted ha entrado aquí traído por el
diablo, para engañarme y engañar a todo el mundo... Eso es mentira, mentira, mentira, aunque lo
jure el Espíritu Santo... Malas lenguas, lenguas de escorpión inventaron esa maldad, porque...
porque nací sirviendo mi madre en esta casa... Pero no puede ser... ¡Madre mía del Corpiño! No
puede ser... ¡No puede ser! ¡Por el alma de quien tiene en el otro mundo, señor de Pardo... no me
mate, confiéseme que mintió... para quitarme a Manola...!
Gabriel se acercó al bastardo de Ulloa y logró apoyarle la mano en el hombro; después le miró
de hito en hito, poniendo en los ojos y en la expresión de la cara el alma desnuda.
- La mitad de mi vida daría yo - dijo con inmensa nobleza - por tener la seguridad de que en sus
venas de usted no corre una gota de la sangre de Moscoso. Créame... ¿No me cree? Sí, lo estoy
viendo; me cree usted... Pues escuche; si usted fuese hijo del mayordomo de los Pazos... yo,
Gabriel Pardo de la Lage, que soy... ¡qué diablos!, ¡un hombre de bien...!, me comprometía a
casarlo a usted con mi sobrina. Porque he visto lo que usted la quiere... y porque... porque sería
lo mejor para todos. ¿Cree usted esto que le aseguro?
Sin fuerzas para contestar, el montañés hizo con la cabeza una señal de aquiescencia. Gabriel
prosiguió:
- No solamente mi cuñado le tiene a usted por hijo suyo, sino que le quiere entrañablemente,
todo cuanto él es capaz de querer... más que a Manuela, ¡cien veces más!, y hoy, si se descuida,
delante de todos los majadores le llama a usted... lo que usted es. Su propósito es reconocerle, y
después de reconocido, dejarle de sus bienes lo más que pueda... Su padrastro de usted lo sabe;
su madre... ¡figúrese usted!, y... ¡es inconcebible que no haya llegado a conocimiento de usted
jamás!
- Me lo tienen dicho, me lo tienen dicho las mujeres en la feria y los estudiantes en Orense...
Pero pensé que era guasa, por reírse de mí, y porque el... padrino... me daba carrera... ¡Estuve
ciego, ciego! ¡Ay Dios mío, qué desdicha, qué desdicha tan grande! ¡Lo que me sucede... lo que
me sucede! ¡Pobre, infeliz Manola!
Gimió esto cubriendo y abofeteando a la vez el rostro con las palmas; y a pasos inciertos, como
los que se dan en el primer período de la embriaguez, se dejó caer de bruces, borracho de dolor,
sobre la cama de Gabriel Pardo, cuya colcha mordió revolcando en ella la cara. Gabriel acudió y
le obligó a levantarse, luchando a brazo partido con aquella desesperación juvenil que no quería
consuelo.
- Vamos, serénese usted... ¿Qué hace usted, qué remedia con ponerse así? Serenidad... un poco
de reflexión... Venga usted, criatura, venga a sentarse en el sofá... ¡Calma... calma! Con esos
extremos lo echa usted más a perder... Venga usted... ¡Respire un poco!
En el sofá, donde le sentó medio por fuerza, Perucho volvió a dejar caer la cabeza sobre los
brazos, y a esconder la cara, con el mismo movimiento de fiera montés herida, que sólo aspira a
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agonizar sola y oculta. Balanceaba el cuello, como los niños obstinados en una perrera nerviosa,
que ya les tiene incapaces de ver, de oír, ni de atender a las caricias que les hacen.
- Sosiéguese usted - repetía el artillero -. ¿Quiere usted un sorbo de agua? Ea, ánimo, ¡qué
vergüenza! Sea usted hombre.
Se volvió rugiendo.
- Soy hombre, aunque parezco chiquillo... Hombre para cualquiera, ¡repuño! Pero soy el hombre
más infeliz, más infeliz que hay bajo la capa del cielo... y un infame... sí, un infame, el infame de
los infames... Hoy mismo, hoy - y se retorcía las manos - he perdido a... a una santa de Dios, a
Manola, malpocado... Debían quemarme como la Inquisición a las brujas... Que no quemase a la
condenada que nos echó esta mañana la paulina... y nos hizo mal de ojo, ¡por fuerza! Maldito de
mí, maldito... Pero qué más casti...
Al desventurado se le rompió la voz en un sollozo, y dejándose ir al empuje del dolor, se recostó
en el pecho de Gabriel Pardo, abriendo camino al llanto impetuoso, el llanto de las primeras
penas graves de la vida, lágrimas de que tan avaros son después los ojos, y que torciendo su
cauce, van a caer, vueltas gotas de hiel, sobre el corazón. Movido de infinita piedad, Gabriel
instintivamente le alisó los bucles de crespa seda. Así los dos, remedaban el tierno grupo de la
última cena de Jesús; y en aquel hermoso rostro, cercado de rizos castaño oscuro, un pintor
encontraría acabado modelo para la cabeza del discípulo amado.
- Que llore, que llore... Le conviene.
Casi agotado el llanto, agitaba los labios y la barbilla del montañés temblor nervioso, y un ¡ay!
entrecortado y plañidero, del todo infantil, infundía a Gabriel tentaciones de estrecharle y
acariciarle como a un niño pequeño. Perucho se levantó con ímpetu, y se metió los puños en los
ojos para secar el llanto, dominando el hipo del sollozo con ancha aspiración de aire. Pardo le
cogió, le sujetó, temeroso de algún acceso de rabia.
- No se asuste... Déjeme... ¿Por qué me sujeta? Me deje digo. ¡También es fuerte cosa! ¡Le
matan a uno, y luego ni le dejan menearse!
-¿Es que quiere usted matar... por su parte... a Manuela? ¿Eh? ¿Se trata de eso? Le leo a usted en
la cara... ¡y le sujeto para que no dé la última mano al asunto! Cuidado me llamo... ¡Manuela no
ha de saber ni esto! ¿Eh, no se hace usted cargo de que tengo razón?
- Sí, sí señor, razón en todo... Que no lo sepa, no... ¡Así no se la llevarán los demonios como a
mí!
- No se entregue usted a la desesperación... La desgracia que aflige a usted... ¡que nos aflige a
todos!, es enorme... pero todavía hay algo que, bien mirado, le puede a usted servir de consuelo.
-¿Algo? ¿Qué algo? - preguntó con ansia el mozo, agarrándose al clavo ardiendo de la esperanza.
- Que no hay por parte de usted tal infamia, sino impremeditación, locura, desatino, ¡infamia no!
Usted tiene el alma derecha; aquí lo que está torcido son los acontecimientos... y la intención de
ciertas gentes... Otros son los criminales; usted sólo ha delinquido porque la sangre moza... En
fin, al caso. (Queriendo estrecharle afectuosamente la mano; pero el montañés la retira con
violencia.) Sí, comprendo que no le soy a usted demasiado simpático; en cambio usted a mí me
ha interesado por completo... Acepte usted ahora mis consejos; demasiado conoce que me
animan buenas intenciones. ¡Ea, valor! A lo hecho pecho: no hay poder que deshaga lo que ya ha
sucedido: a remediar en lo posible el daño... A eso estamos y eso es lo único que importa...
¡Escuche, hombre! Usted se tiene que marchar inmediatamente de esta casa... y no volver en
mucho tiempo, al menos mientras que Manuela no... no cambie de situación, o... ¡En fin, mucho
tiempo! A estudiar a Barcelona o a Madrid... Yo le proporcionaré a usted fondos... colocación...
Todo cuanto le haga falta.
Un quejido de agonía alzó el pecho del montañés.
- Reflexione usted bien, mire la cuestión por todos sus aspectos: hay que marcharse.
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-¿No volveré ya en mi vida a ver a Manuela? - lloró el mozo, cayendo en el sofá e hincándose las
uñas en la cabeza -. Pues entonces, el Avieiro, que es bien hondo... Así como así tendré mi
merecido.
- Vamos... ¡que estoy apelando a su razón de usted! No me responda con delirios... ¿No ha dicho
usted allá cuando empezamos a reñir (Gabriel se sonrió) que Dios está en el cielo y nos oye?
¿Cree usted lo que dijo? ¿Lo cree?
-¿Soy algún perro para no creer en Dios?
- Pues... si hay Dios... y si usted cree en él... ¡mire que le está ofendiendo!
Perucho asió de una muñeca a Gabriel, y se la oprimió con toda su fuerza, que no era poca; y
acercándole mucho la cara, arrojó:
- Pues si no hubiese Dios... ¡lo que es a Manola... soltar no la suelto!
Buena pieza se quedó el comandante Pardo sin saber qué contestar, dominado, vencido. En la
encarnizada batalla llevaba, desde el principio, la peor parte; y lo extraño es que la derrota moral
que sufría, conocida de él solamente, le ocasionaba íntimo placer, y le apegaba cada vez más al
antes detestado bastardo de Ulloa.
Viendo callado a Gabriel, Perucho alentó un poco, y en tono de súplica humilde, murmuró:
- Me iré, me iré... haré cuanto me manden, y si quieren, me meteré en el Seminario de Santiago y
seré cura... cualquier cosa... pero respóndame, señor, dígame la verdad... ¿Se va usted a casar con
Manola cuando... después que... falte yo?
Gabriel alzó la vista y le miró cara a cara. Tardó bastante, bastante en responder: sus ojos
brillaron, adquirió su fisonomía aquella expresión elevada y generosa que era su única
hermosura, y respondió serenamente:
- Yo no le he de salvar a usted mintiéndole... Hoy más que nunca estoy dispuesto a casarme con
mi sobrina... ¡No rechine usted los dientes, no se enfurezca, por todos los santos... oiga, oiga!
Cuando ella, por su voluntad, sin imposiciones de ningún género, porque me cobre cariño o...
porque necesite mi protección en cualquier terreno y por cualquier causa, se resuelva a casarse
conmigo... yo estoy aquí; cuanto soy y valgo, de ella es... Pero jamás ¡jamás!, si ella no quiere...
Y ella no querrá - fíese usted en mí, que tengo experiencia - ni en mucho tiempo, ni tal vez en su
vida... Es aún más montañesa y más porfiada que usted... Sobre todo, ¡como no le hemos de
soltar el tiro de decirle lo que hay de por medio! Eso sí, usted tiene el deber de procurar... ¡con
resolución!, ¡con heroísmo!, que ella le olvide, que ella no piense en usted... sino como se piensa
en el compañero querido de la niñez... ¡Nada más! Usted se va, usted le escribe algo al
principio... cariñosamente... pero... con cariño... fraternal... Luego escasean las cartas... Luego
cesan... Luego... tiene usted novia, ¡novia!, y ella lo averigua... Si es verdad que usted quiere a
Manuela, usted hará todo eso... ¡y mucho más!
El montañés tenía los párpados entornados, la mirada vagabunda por los rincones del aposento,
repasando, probablemente sin verlas, las molduras barrocas de la cama, las pinturas del biombo,
los remates de época del Imperio que lucía el vetusto sofá. Cuando acabó de hablar Gabriel, sus
pupilas destellaron, hizo con la mano derecha ese movimiento de sube y baja que dice
clarísimamente: - Plazo... espera... - y se dirigió a la puerta. Pero Gabriel saltó y se interpuso,
estorbándole la salida.
- No se pasa... (en tono más cariñoso y festivo que otra cosa).
- Haga usted favor... Si por lo visto usted está para bromas, yo no, y sentiría cometer una
barbaridad.
- En serio (con mucha energía), no le dejo a usted pasar sin que me diga adónde. De evitarle la
barbaridad se trata.
- Bueno, pues sépalo; tanto me da que lo sepa, y si le parece mal... (gesto grosero). No me da la
gana de creer, por su honrada palabra de usted, que Manola y yo... En fin, usted quiere a
Manola... yo le estorbo... le viene de perillas que me largue... y como no soy ningún páparo...
230
¿eh?, no me mete usted el dedo en la boca... Voy a la fuente limpia... a saber la verdad, ¡la
verdad!
-¿Cómo, cómo?, ¿a quién se la va usted a preguntar? ¡Cuidado... a mi sobrina nada!
-¡Eh!... ¿Si pensará usted que ha de tener más miramientos que yo con Manola? ¡Repuño, que ya
me cargó a mí esto! La verdad se la voy a sacar de las mismísimas entrañas a don Pedro
Moscoso... y apartarse, ¡y dejarme de una vez!
Ciñó los brazos al cuerpo del artillero, y de un empujón lo lanzó a dos varas de distancia. Luego
se precipitó hacia fuera.
- XXIX Muchas veces bajaba el marqués de Ulloa a la científica tertulia de su cocina, sobre todo en
invierno, cuando los vastos salones estaban convertidos en una nevera, y el lar con su alegre
chisporroteo convidaba a acurrucarse en el banquillo del rincón y dormitar al arrullo de las
discusiones. En verano, y habiendo labores agrícolas emprendidas, prefería don Pedro el corro al
aire libre de los jornaleros y jornaleras, donde se comentaban verbosamente los mínimos
incidentes del día, el peso y el color de la espiga, el grueso de la paja. Y en todas estaciones,
podía asegurarse que el hidalgo, a las diez y media, estaba retirado ya en su dormitorio.
No lo había escogido como necio: era una habitación contigua al archivo, y aunque no de las
mayores de la casa, abrigada del frío y del calor por lo grueso de las paredes. Parecía un nido de
urraca, tal revoltillo de cachivaches había en ella. Olía allí a perro de caza, y a ese otro tufillo
llamado de hombre, siendo cosa segura que no lo despide ningún hombre aseado, y sí el tabaco
frío, la ropa mal cuidada y el sudor rancio. Escopetas, morrales, polainas raídas, sombreros de
distintas formas y materias, bastones, garrotes, cachiporras, calabazas, frascos de pólvora,
mugrientos collares de cascabeles, espigas enormes de maíz, conservadas por su tamaño,
chaquetones de somonte, pantalones con perneras de cuero, yacían amontonados por los
rincones, cubiertos con una capa de polvo, sobre la cual era dable, no sólo escribir con el dedo,
sino hasta grabar en hueco con buen realce. Único mueble serio de la habitación era la cama, de
testero salomónico y fondo de red, y la vasta mesa-escritorio, forrado por delante de un cuero de
Córdoba que lucía los encantadores tonos pasados y mates del oro, la plata, los rojos y azules que
suelen prevalecer en tan hermoso producto de la industria nacional. En el centro, sobre un
medallón de damasco carmesí rodeado de orlas de oro, estaba pintado el montés blasón de los
Moscosos, las cabezas de lobo, el pino y la puente. Al hidalgo le servía la mesa para toda clase
de menesteres y usos. Allí picaba tabaco y liaba cigarrillos; allí amontonaba su escasa
correspondencia, haciendo oficio de prensapapeles una pistola de arzón inservible; allí tenía
libros de cuentas que no consultaba jamás, así como mazos de plumas de ganso y otras de acero
comidas de orín, al lado de una resma de papel sucio por las orillas ya, aunque su virginidad
estuviese intacta; allí rodaba la cajita de píldoras contra el estreñimiento y el cajón de ricos
habanos, el rollo de bramante y la navaja mohosa; y cuando venía el tiempo de las perdices y don
Pedro intentaba reverdecer sus lauros cinegéticos, allí se cargaban a mano los cartuchos y allí se
limpiaban y atersaban a fuerza de gamuza y aceite las mortíferas armas.
Mientras Gabriel y Perucho discutían cosas harto graves en la estancia próxima, el hidalgo,
recogido ya a la suya, entreteníase en contar las rayitas que durante la jornada había hecho en
una caña con el cortaplumas. Cada rayita representaba una gavilla de trigo, y con este
procedimiento sabía a punto fijo la cantidad de gavillas majadas. Abierta estaba la ventana, a
causa del mucho calor, y por ella entraban las falenas enamoradas de la luz a girar dementes
sobre el tubo del quinqué: alguna vez un murciélago negro y fatídico venía, revoloteando
torpemente, a caer sobre la mesa o a batir contra un rincón del cuarto. En el cielo asomaba ya la
luna, triste e indiferente.
231
La puerta se abrió con fragor y estruendo; el hidalgo soltó su caña y miró... Casi en el mismo
instante se deslizaba en el corredor una sombra, un hombre que no hacía ruido al andar, por la
plausible razón de que llevaba los pies descalzos. Una de las cosas mejor montadas en las aldeas
- con mayor perfección que en los palacios, o con mayor descaro por lo menos - es el espionaje,
y difícilmente hará un señor que vive rodeado de labriegos cosa que ellos no olfateen y atisben,
siempre que el atisbarla convenga a sus miras o importe a su curiosidad. Este dato se refiere
sobre todo al campesino de Galicia. Bajo el aspecto soñoliento y las trazas cariñosas y humildes
del aldeano gallego, se esconde una trastienda, una penetración y una diplomacia incomparables,
pudiéndose decir de él que siente crecer la hierba y corta un pelo en el aire, si no tan aprisa,
quizás con mayor destreza que el gitano más ladino. A la perspicacia une la tenacidad y la
paciencia; y si tuviese también la energía y el arranque, de cierto no habría raza como esta en el
mundo. En suma, lo que el gallego se empeña en saber, lo rastrea mejor que el zorro rastrea el
ave descarriada. Primero se dejaría nuestro Gallo arrancar la cresta y la cola, que no ir a pegar el
oído a la puerta de los señores aquella noche memorable. Resignándose a la ignominia de la
descalces, rondó el cuarto del comandante; pero, ¡oh dolor!, nada se oía: el salón era extenso, y
Gabriel precavido en cerrar y situarse. Ahora la cosa mudaba de aspecto: el dormitorio del
marqués era chico, y allí sí que no se diría palabra que se le escapase al Gallo.
Una sola inquietud: ¿no saldría el comandante a cogerle con las manos en la masa? Se arrimó a
la puerta de Gabriel y le oyó pasear arriba y abajo, con paso acelerado, indicio de agitación... ¡No sale! - dedujo el sultán -: ¡aguarda ahí por el otro!-. Así era en efecto. Gabriel no quería
meter la mano entre la cuña y la madera, y esperaba impaciente, pero esperaba. - Mis
atribuciones no llegan a tanto... - decía para sí -: allá se las hayan padre e hijo... Que se
desengañe, que se convenza... Ya veremos después.
Tranquilo por esa parte el sultán, volvió al observatorio. Algo le estorbaba una vieja mampara,
que reforzando la puerta, apagaba el ruido de las voces. Con todo, las más altas le llegaban bien
distintas, y él no necesitaba otra cosa para coger el hilo del diálogo.
Acalorado, muy acalorado... Perucho preguntaba y el señor de Ulloa daba explicaciones en tono
brusco, a manera de persona que confirma una verdad sabida y conocida hace tiempo... ¡Calle!,
aquí empieza el asombro del Gallo... el mocoso del rapaz, en vez de alegrarse, se pone como un
potro bravo... ¡Un genio tan maino como gasta siempre, y ahora qué fantesía! ¡Dios nos libre!
Está diciéndole trescientas al señor... Si este lo toma por malas, se va a armar la de saquinte... Le
echa en cara que no lo reconoció desde pequeñito... ¡Se insolenta! Hoy hay aquí un terremoto...
El señor... no se oye cuasimente... de indinado que está, parece que le sale la voz de dentro de
una olla... ¿Y el rapaz? Ese berra bien... ¡ay lo que está diciendo...! Que se va y que se va y que
se va de esta casa arrenegada... Que se larga aunque tenga que pedir limosna por el mundo
adelante... Que más que se esté muriendo el señor y lo llame para cerrarle los ojos, no viene, sino
que lo amarren con cordeles y lo traigan así codo con codo atado... Que se cisca en lo que le deje
por testamento, y que no quiere de él ni la hostia... Ojo... habla el señor... ¡No se oye miga...!,
todo lo entrapalla con toser y con la rabia que tiene... ¡El rapaz!... Que bueno, que si le mandan
la Guardia Civil para traerlo acá de pareja en pareja, que vendrá a la fuerza pero que se ahorcará
con la faja o se tirará al Avieiro... Que de lo que gane trabajando le ha de enviar el dinero que
gastó con él, y que después no le debe nada, y ya lo puede aborrecer a su gusto... Ahora el señor
alborota... Que no lo tiente, que conforme lo hizo también lo deshace... que le tira a la cabeza un
demonio... Que maldito y condenado sea... ¡Arre!
Esta última exclamación la lanzó para sí el Gallo, porque estuvo a punto de ser aplastado
segunda vez por la puerta, que el montañés empujó furioso para salir, al mismo tiempo que
voceaba, volviendo el rostro hacia el interior del cuarto:
- Pues con más motivo le maldigo yo, y maldito sea por toda la eternidad, amén. ¡Que no esté yo
solo en el infierno!
232
Tan aturdido y ebrio salía, que ni reparó en la presencia de una persona arrimada a la puerta.
Corriendo se volvió a la habitación del comandante, entró en ella... Bien quisiera continuar sus
investigaciones el sultán, pero ni el rumor más mínimo llegó a sus oídos: si se hablaba allí, debía
ser en voz muy queda, lo mismo que cuando se confiesan las gentes.
- XXX ¡Bueno venía el Motín aquella mañana; bueno, bueno! La caricatura, de las más chistosas; como
que representaba a don Antonio con una lira, coronado de rosas y rodeado de angelitos; y luego,
en la sección de sueltos picantes, cada hazaña de los parroquidermos y clericerontes. Aquello sí
que era ponerles las peras a cuarto. ¡Habrase visto sinvergüenzas! ¡Pues apenas andarían ellos
desbocados si no hubiese un Motín encargado de velar por la moral pública y delatar
inexorablemente todas las picardigüelas de la gente negra! ¡Si con Motín y todo...!
Juncal se regodeaba, partiéndose de risa o pegando en la mesa puñetazos de indignación, según
lo requería el caso; pero tan divertido y absorto en la lectura, que no hizo caso del perrillo
acostado a sus pies cuando ladró anunciando que venía alguien. En efecto entró Catuxa,
frescachona y vertiendo satisfacción al preguntar a su marido:
-¿Que no ciertas quién tay viene?
El alborozo de su mujer era inequívoco; el médico de Cebre cayó en la cuenta al punto, y saltó
en la silla dando al Motín un papirotazo solemne y exclamando:
-¿Don Gabriel Pardo?
-¡El mismo!
- Mujer... ¡y no lo haces subir! Anda, despabílate ya... No, voy yo también... ¿Qué mómara!
¡Menéate!
- Si todavía no llegó a casa, ¡polvorín! Vilo desde el patio; viene de a caballo. ¡Y corre como un
loco! ¡Parece que viene a apagar un fuego!
Máximo, sin querer oír más, bajó a paso de carga la escalera, salió al patio, y como la llave del
portón acostumbraba hacerse de pencas para girar, la emprendió a puñadas con la cerradura; a
bien que la médica le sacó del paso, que si no, de puro querer abrir pronto, no abre ni en un siglo.
Y cuando la cabalgadura cubierta de sudor se detuvo y fue a apearse el comandante, Juncal no se
dio por contento sino recibiéndole en sus brazos. Hubo exclamaciones, afectuosas palmadicas en
los hombros, carcajadas de gozo de Catuxa; y antes de preguntarse por la salud, ni de entrar bajo
techado, ya se le habían ofrecido al huésped toda clase de manjares y bebidas, insistiendo en
saber qué tomaría, hasta no dejarle respirar. La respuesta de Pardo le llenó a la amable médica
las medidas del deseo:
- De buena gana tomaré chocolate, Catalina, si no le sirve de molestia... Ahora recuerdo que he
salido de los Pazos en ayunas.
Solos ya, sentáronse en el banco de piedra, y Gabriel dijo al médico que le miraba embelesado de
gratitud y regocijo:
- No me agradezca usted la visita; vengo a reclamar sus servicios profesionales.
-¿Se le ha puesto peor el brazo? ¡Ya lo decía yo! Con estas idas y venidas... No, y está usted
algo... desmejorado, vamos; el semblante... y eso que viene sofocado... Mucha prisa trajo,
¡caramba!
-¡Bastante me acuerdo yo de mi brazo! Si usted no lo mienta ahora... ¡Hay en los Pazos gente
enferma...!
-¿En los Pazos? ¡Eso es lo peor! Pero ya sabe que yo, desde las elecciones...
- Déjeme usted de elecciones... usted se viene conmigo.
- Con usted, al fin del mundo; sólo que si luego creen que me meto donde no me llaman...
- Pierda usted cuidado.
233
-¿Y quién está malo? ¿Es el marqués?
- Y su hija.
-¿Los dos?
Gabriel dijo que sí con la cabeza, y se quedó unos instantes pensativo, acariciándose la barba.
Realmente estaba pálido, ojeroso, abatido; pero le quedaba el aire de viril resolución que tan
simpático le hacía.
- Oiga usted, Juncal... ¿Puedo contar con usted? ¿Haría usted por mí algo que le pidiese? ¡No es
cosa muy difícil!
-¡Don Gabriel! Me está usted faltando... ¡Voto al chápiro...! ¡Por usted...! ¿Quiere... que organice
un comité conservador en Cebre?
-¡En política estaba yo pensando...! Lo primero es... no decirle nada a Catalina. Que sepa que va
usted a los Pazos, bien; que va usted por la enfermedad de mi cuñado, corriente... Pero de la de
mi sobrina, ni esto. ¿Conformes?
- Hasta la pared de enfrente.
- Además... que nos marchemos cuanto antes.
-¿Y el chocolate?
- Pretexto para quitarnos de encima a la pobre Catalina. No haga usted caso. Diga que es urgente
echar a andar, y que en vez de chocolate, me contento con... cualquier cosa bebida... ¿Leche,
supongamos?
- Bueno... pero en mientras que arrean la yegua, también está el chocolate listo.
-¡Se lo suplico... arréela usted al vuelo!
No bien acabó de manifestar este deseo, estaba el médico en la cuadra, dando al rapazuelo que
curaba de su hacanea las necesarias órdenes. A los tres minutos volvía junto a Gabriel.
- Perdone, ya me doy prisa... pero es que no me ha dicho qué casta de mal es la que anda por los
Pazos, y no sé qué he de llevar de medicamentos, instrumentos...
- Manuela sufre, desde ayer por la tarde, fuertes accesos nerviosos... Pero muy fuertes...
Convulsiones, lloreras..., soponcios... Desvaría un poco... yo creo que hay delirio.
-¡Bien! Mal conocido, herencia materna... Bromuro de potasio. Por suerte lo tengo recién
preparadito. ¿Y el... marqués?
- Ese no me parece que tenga cosa de cuidado... Ahogos, la sangre arrebatada a la cabeza...
-¡Bah, bah! Coser y cantar... Me llevo la lanceta, y le doy cuerda para un año... Le han
acostumbrado desde muchacho a la sangría, y aunque yo las proscribo severamente, uniendo mi
humilde opinión a la de los más ilustrados facultativos de Francia y Alemania... en este caso
particular, me declaro empírico. El hábito es...
- Por Dios... Despachemos - exclamó Gabriel, que parecía también necesitar bromuro, según la
agitación, no por reprimida menos honda, que se observaba en su rostro y movimientos.
Conviene decir, en abono de la excelente voluntad de Juncal, que para ninguna de sus correrías
médicas se preparó más brevemente que para aquélla. Ni tampoco, desde que el mundo es
mundo, se ha sorbido más aprisa ni de peores ganas una taza de chocolate que la presentada por
Catuxa a Pardo... y cuidado que venía para abrir el apetito a un difunto, por lo espumosa y
aromática.
-¡Tan siquiera un bizcochito, señor! - suplicaba Catuxa -. Mire que están fresquitos de ahora, que
cantan en los dientes... ¿Y el esponjado? ¡Ay, que el agua sola mata a un cristiano! Señor... ¿y las
tostadas?
- Cállate la boca ya - gritó Juncal severamente -; cuando hay apuro, hay apuro... El marqués de
Ulloa se encuentra mal... y vamos allá a escape.
Cosa de un kilómetro se habrían desviado de Cebre, cuando don Gabriel, ladeándose en la silla,
preguntó a Juncal:
-¿Dice usted que es herencia materna lo de mi sobrina?
234
- Sí señor, ¡en mi desautorizada opinión al menos! La pobre doña Marcelina, que en gloria esté masculló con gran compunción el impío clerófobo - era nerviosísima y algo débil, y aunque la
señorita Manuela salió más robusta y se crió de otra manera muy distinta, en su edad es la cosa
más fácil... Habrá tenido cualquier rabieta... Pero no pase susto, que ese no es mal de cuidado.
Enmudeció el artillero, y por algunos minutos no se oyó más que el trote de las dos yeguas sobre
la carretera polvorosa. Gabriel callaba reflexionando, con la quijada metida en el pecho; de
aquellas reflexiones salió para volverse a Juncal y decirle con tono suplicante y persuasivo:
- Amigo Máximo, en esta ocasión espero de usted mucho... Espero que me pruebe que
efectivamente he encontrado aquí lo que tan rara vez se tropieza uno por el mundo adelante: un
amigo verdadero, de corazón.
-¡Señor de Pardo! - exclamó el médico, a quien semejantes palabras cogían por su lado flaco¡Bien puede usted estar satisfecho - aunque la cosa no lo merece - de que ni a mi padre le tuve
más respeto, ni a mis hermanos los quise más que a usted! Desde que le vi me entró una simpatía
de repente... vamos, una cosa particular, que los diablos lleven si la sé explicar yo mismo. A mi
señora se lo tengo dicho: mira, chica, si te da la ocurrencia de ponerte un día muy mala y quieres
médico, que no sea el mismo día que me necesite don Gabriel... ¿Y luego, qué pensaba? Pero si
no me pide otra cosa de más importancia que darle bromuro a la sobrina... para eso, maldito si...
- Las circunstancias - dijo Gabriel titubeando aún - son tales, que yo necesito creer a pie juntillas
lo que usted me asegura para no perder el tino y desorientarme completamente. Voy a hablarle a
usted con franqueza, como hablaría yo también a mi hermano...
-¿Pongo la yegua al paso? La de usted no lo sentirá - preguntó Juncal, que oía con toda su alma.
- Sí... conviene salir cuanto antes del atolladero, y que nos entendamos los dos.
- Hable con descanso, que así me arrodillasen para fusilarme, de mi boca no saldría una palabra.
- Eso quiero: cautela y secreto absoluto por parte de usted. Mi infeliz sobrina está desde ayer
tarde en un estado de exaltación alarmantísimo. Yo creo que su razón se oscurece algunas veces.
Y entonces grita, llora, habla, desbarra, dice enormidades que... que nadie debe oír, ¿lo entiende
usted?, ¡sino personas que antes se dejen arrancar la lengua que repetirlas!
Juncal sacudió la cabeza gravemente, murmurando:
-¡Entendido!
- Los accesos - prosiguió el artillero - le dan con bastante intervalo, y del uno al otro se queda
como postrada y sin fuerzas. Ayer ha tenido dos, uno a las cinco de la tarde y otro a las diez de la
noche; dormitó unas horas, y a las tres de la madrugada, el acceso más fuerte, acompañado de
una copiosa hemorragia por las narices; a las siete, se repitió la función, sin hemorragia; y así
que la dejé algo tranquila, suponiendo que tendríamos al menos tres o cuatro horas de plazo, me
vine reventando la yegua... y así que acabe la explicación la volveré a reventar, para llegar antes
de que el acceso se produzca. ¿Qué opina usted? ¿Le dará antes de mi vuelta?
- Señor don Gabriel, esperanza en Dios... Es probable que no le dé. Según lo que usted me va
contando, la neurosis de la señorita tiene carácter epiléptico, y hay un poco de tendencia al
desvarío... Bien, ya puede hablar, que es como si se lo dijese a un agujero abierto en la pared.
Y... ¿Usted no sospecha algo de las causas de este mal tan repentino?
Enderezose Gabriel en la silla, como afianzándose en una resolución inevitable.
- Sin que yo se lo dijese, en cuanto llegue usted a los Pazos se enterará de que allí han ocurrido
ayer y anteayer sucesos gravísimos... Basta para imponerle a usted el primero que encuentre, el
mozo de cuadra que recoja la yegua. Anteayer, de noche, mi cuñado sostuvo un altercado terrible
con... ese muchacho que pasaba por hijo de los mayordomos...
- Bien, bien... Ya estamos al cabo... - indicó Juncal guiñando el ojo -. Pero ¡qué milagro
enfadarse con él! Si lo quería por los quereres.
- Mucho le quiere, en efecto; ¿de qué está malo hoy, sino del berrinche? Pues... a consecuencia
de la escena espantosa que se armó entre los dos, el muchacho, que es testarudo y resuelto,
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arregló ayer mañana su maletilla de estudiante, y ni visto ni oído... A pie se largó... y hasta la
fecha no se ha vuelto a saber de él.
Al ir narrando, fijábase don Gabriel en la expresión del rostro de Juncal. Aunque este procuraba
no dejar salir a él más pensamientos que los que no mortificasen ni alarmasen al artillero, no
podía ocultar la luz que iba penetrando en su cerebro y que no tardaría en ser completa. La
prueba es que exclamó como involuntariamente:
- Ah... ya.
- Sí - añadió Pardo con resignación -: desde que Manuela supo la marcha de su... amigo...
-¿Y quién se la contó? ¿A que se lo encajaron de golpe y porrazo... con todas las exageraciones?
-¡Lo mismito que usted lo piensa! La mayordoma...
- Que es una vaca...
- Se fue a abrazar con ella, llorando a gritos...
- A berridos, que es como lloran semejantes bestias...
- Y le dijo que Perucho no volvía más; que se había marchado decidido a embarcarse para
América, y que iba tan desesperado, que era fácil que le diese por tomar arsénico...
- Séneca, que le llaman así.
- En fin, le dijo... ¿Hace falta más explicación?
-¡Qué lástima de albarda, Dios me lo perdone, para esa pollina vieja! Bueno, señor de Pardo; no
añada más, no se moleste, sosiéguese; ya estamos enterados de lo que conviene ahora.
Tranquilizarle a la niña el pensamiento... ¡todo lo posible...!
- Y en especial...
-¡Basta, basta! En especial, silencio... y que los curiosos se queden a la puerta... La curiosidad,
para la ropa blanca. Fíese en mí. ¿Al trote?
- Al galope, que es cuesta arriba.
Arrancaron las dos yeguas alzando una polvareda infernal.
- XXXI El sol había salido, y también el cura de Ulloa a celebrar el santo sacrificio de la misa. Goros,
medio en cuclillas ante la piedra del hogar, con las manos fuertemente hincadas en las caderas, el
cuerpo inclinado hacia delante, los carrillos inflados y la boca haciendo embudo, soplaba el
fuego, al cual tenía aplicado un fósforo. Y a decir verdad, no se necesitaba tanto aparato para que
ardiesen cuatro ramas bien secas.
Ladró el mastín en el patio, pero con ese tono falsamente irritado que indica que el vigilante
conoce muy bien a la persona que llega, y ladra por llenar una fórmula. En efecto, cansado
estaba el Fiel de contar en el número de sus conocidos al madrugador visitante. Como que,
siendo aquel todavía cachorro, este se había encargado de la cruenta operación de cercenarle la
punta del rabo y la extremidad de las orejas.
Venía el atador de Boán con el estómago ayuno de bebida, pues acababa de dejar la camada de
paja fresca con que aquella noche le había obsequiado el pedáneo; y si esta narración ha de ser
del todo verídica y puntual, conviene advertir que llevaba el propósito de matar el gusanillo en la
cocina del cura. Lo cual prueba que el señor Antón no estaba muy al tanto de las costumbres
severas y espartanas del incomparable Goros, incapaz de tener, como otros muchos de su clase,
el frasquete del aguardiente de caña oculto en algún rincón. Es más: ni siquiera por cortesía
ofreció un tente-en-pie, un taco de pan y algo de comida de la víspera, y se contentó con
responder secamente: - Felices nos los dé Dios - al saludo del algebrista. La razón de esta
sequedad era una razón profunda, seria y digna del temple del alma de Goros. Allá en su
conciencia de creyente a macha martillo y de persona bien informada en lo que respecta al
dogma, Goros tenía al señor Antón por un endemoniado hereje, acusándole de que, merced al
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trato con las bestias, no diferenciaba a un cristiano de un animal, ni siquiera de una hortaliza, y
para él era lo mismo una ristra de ajos, con perdón, que el alma de una persona humana. En las
discusiones del ateneo de los Pazos, Goros tenía siempre pedida la palabra en contra, así que el
algebrista se descolgaba con una de sus atrocidades, allí estaba el criado del cura hecho martillo
de herejes, confutando las proposiciones panteísticas que el alcohol y el atavismo ponían en los
sumidos labios del componedor de Boán.
-¿Vienes a ver a los animales? - preguntole aquella mañana desapaciblemente -. Están bien
lucidos. San Antón por delante. No tienen falta de médico.
- Vengo a me sentar... que el cuerpo del hombre no es de madera, y a las veces cánsase también.
- Bueno, ahí está el banco.
-¡Quién como tú! - suspiró el algebrista, quitándose el sombrero de copa alta y poniéndolo entre
las rodillas -. ¡Hecho un canónigo, carraspo! Así te engordan los cachetes, que pareces fuera el
alma el marrano del pedáneo cuando lo van a matar.
- Sí, sí, vente con endrómenas... Si hablases de otros criados de otros curas diferentes, de todos
los más que hay por el mundo adelante, que revientan de gordos y de ricos... a cuenta de los
malpocados de los feligreses... Pero este mi señor, que antes de la hora de la muerte ya ha
entrado de patas en la gloria, nunca tiene sino necesidades y pobrezas, y si el criado fuese como
los vagos a la chupandina del jarro y del pisquis de caña... ¡ya le quiero yo un recadito!
-¡Mal hablado! Aun siquiera una gota te pedí.
- Buena falta hace que me la pidas. Conozco yo las entenciones de la gente...
Echose a reír el algebrista, pues no era él hombre que se formalizase por tan poco. De oírse
llamar borrachón y pellejo estaba harto, y esas menudencias no lastimaban su dignidad. Al
contrario, dábanle pretexto para explayarse en sus favoritas y perniciosas filosofías.
- Bueno, carraspo, bueno; el hombre tampoco es de palo y ha de tener sus aficiones... quiérese
decir, sus perfirencias. Y si no, ¿para qué venimos a este mundo recondenado? A la presente
estamos aquí platicando los dos; pues cata que sale una mosca verde del estiércol y te pica... el
caruncho sea contigo, y acabose; ya puede el señor cura plantarse aquellos riquilorios negros con
la cinta dorada. Que pasa un can con la lengua de fuera, un suponer, y te da una dentada... pues
como no te acudan con el hierro ardiendo, o no te pongan la cabeza de un conejo en vez de la
tuya, que dice que es ahora la última moda de Francia para la rabia...
- Vaya a contar mentiras al infierno - exclamó Goros furioso, destrozando en menudos
fragmentos una onza de chocolate, pues el agua hervía ya en la chocolatera -. No sé cómo Dios
no manda un rayo que te parta, cuando dices esos pecados de confundirnos con las bestias, ¡Jesús
mil veces!
-¡Si ya anda en los papeles! A fe de Antón, carraspo, que no te miento.
- Los papeles son la perdición de hoy en día. Los que escriben los papeles, más malvados aún
que las amas de los clérigos.
- Asosiégate, hombre, que tú no has de arreglar el mundo, ni yo tampoco. Lo que se quiere decir,
es que para cuatro días que tenemos de vida, no debe un hombre privarse de lo que le gusta, en
no haciendo daño a sus desemejantes.
- Como los cerdos, con perdón, ¿eh? - vociferó Goros en el colmo de la indignación, mientras
buscaba por la espetera el molinillo -. ¿Como los marranos? Comer, dormir, castizar, ¿y luego a
podrirse en tierra? Calle, calle, que hasta parece que se me revuelve el estómago.
Lo que se revolvía era el chocolate, bajo el vertiginoso girar del molinillo en la chocolatera. El
cura de Ulloa padecía debilidad, y necesitaba que en el mismo momento de llegar de la iglesia le
metiesen en la boca su chocolate, fuese en el estado que fuese; por lo cual Goros acostumbraba
tenerlo listo con anticipación, y el señor cura tomarlo detestable.
- Yo no sé qué diferentes son de los marranos los hombres, carraspo - blasfemó el algebrista -.
Tras de lo mismo andan; el comer, el beber, las mozas... Al fin, de una masa somos todos...
-¡No sé cómo Dios aguanta a este empío en el mundo!
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-¿Y yo qué mal le hago a Dios, por si es caso? ¡De quien se ríe Dios es de los bobos que están
ayunando y con flatos y pasando mala vida! ¿Para quién hizo Dios - vamos a ver, responde,
cristiano - para quién hizo Dios las cosas buenas, el vino, y más la comida, y más las muchachas
de salero? ¿Las hizo Dios, sí o no? Pues si las hizo, no será para que nadie las escupa. Y si
alguien las escupe, se ríe Dios de él, ¡carraspo y carraspiche!
- Si le oye mi señor, le echa con cajas destempladas de la cocina.
-¿No va en los Pazos el señor abad? - preguntó el algebrista, mudando de tono, y como quien
pregunta algo serio.
-¿En los Pazos? No, va en misa.
- Pues dice que lo van a llamar de los Pazos.
-¡Milagro! ¿Para qué será?
- Para echarle los desconjuros y los asperges a la señorita Manola, que tiene el ramo cativo, y
para darle la esterminación a don Pedro, que está en los últimos.
-¿Quién le dijo todo eso?
- El estanquero de Naya. Allá estive de noche.
- Pues es una mentirería descarada. Ayer noche fui a los Pazos a ver qué sucedía. También me lo
encargó el señor abad. Y ni la señorita Manola está endemoniada, ni el marqués tan malo.
- El haber hay en la casa un rebumbio de dos mil júncaras. ¿Hay o no?
- Rebumbio lo hay, eso es como el Evangelio; pero eusageran, que no es tanto.
-¿Y será mentira también el cuento de lo que pasó con el Perucho, el hijo de la Sabel? Por Naya
anda el cuento más corrido, ¡que no sé!
- Largó de casa, y no se sabe a derechas el motivo. Ese es el caso.
La fisonomía del algebrista, truhanesca y socarrona como ella sola, se contrajo y arrugó con el
más malicioso gesto posible.
- El motivo... Endrómenas, carraspo... Unos dicen de una manera, otros de la otra, y tú vete a
saber la verdá...
- La verdá sólo Dios - sentenció Goros...
- O el diaño, que inda es más listo. Pues señor, que dicen unos que la señorita tuvo un disgusto
grandísimo con el padre, a que había de echar de casa al Perucho, y que hasta que lo echó no
paró. Otros que ese señor que está ahí... ¡ese de los cuatro ojos!
- Ya sé. El hermano de la difunta señora.
- Que fue quien porfió por echar a Perucho, porque quiere casarse con la señorita... y así supo
que don Pedro le dejaba cuartos por testamento, amenazó a Perucho de matarlo y por poco lo
mata... hasta que se tuvo que largar con viento fresco. Que otros... (aquí el guiño se hizo más
malicioso) que si andaban, si no andaban, si el Perucho y la Manola y el otro y todos... ¡El diablo
y más su madre! El cuento es que juraban que el señor no salía de esta... que estaba gunizando...
y que tenían llamado al médico de Cebre, aquel con quien riñeran por mor de las eleuciones...
Goros sacó en esto la chocolatera del fuego, porque ya había dado los dos hervores de rúbrica; y
meneando la cabeza con aire filosófico, pronunció:
- Ni por ser rico... ni por ser señor... ni por poca edá... ni por sabiduría... Cuando llega la de pagar
la gabela de las enfermedades y de las desgracias y de la muerte negra...
El algebrista callaba, como el que no tiene ganas de armar disputa otra vez, y picaba con la uña,
de una gruesa tagarnina, cantidad bastante para liar un papelito. Así que lo hubo liado, se
encasquetó la monumental chistera, y acercándose al fogón, murmuró con tonillo insinuante:
-¿Conque no das ni una pinga?
- No gasto - respondió el criado del cura áspera y lacónicamente.
- Da entonces lumbre para el cigarro, que no te arruinará, cutre, sarnoso.
Goros le alargó el tizón, y el componedor, con un cigarrillo en el canto de la boca, salió
rezongando un
-¡Conservarse!
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Creyose el perro en el compromiso de soltar un ladrido de alarma al ver salir al señor Antón; mas
de allí a dos minutos, rompió a ladrar con verdadero frenesí, con ese bronco ladrido, casi trágico,
que es aviso y reto a la vez. Goros se lanzó fuera y se halló, a la puerta del patio, con el señor de
los cuatro ojos.
- XXXII -¿El señor cura? ¿Está en casa?
-¡Ay señor! Va en la misa... ya hace un bocadito que salió.
-¿Tardará mucho?
-¿Quién es capaz de saberlo? La misa se despabila pronto; solamente que después, si le da la
gana de ir a rezar al camposanto... lo mismo puede tardar media hora que una. Si quiere, voy a
buscarlo en un instante.
- Nada de eso... Déjele usted que rece. No tengo prisa; esperaré.
-¡Quieto, can! ¡Quieto, arrenegado! Pase, entre, haga el favor de subir.
Pasábase por la cocina para llegar a la sala del cura, sala que hacía oficio de comedor, y se
reducía a cuatro paredes enyesadas, una mesa vieja con tapete de hule, una Virgen del Carmen
de bulto, encerrada en su urna de cristal y caoba, y puesta sobre una cómoda asaz ventruda y
apolillada, y media docena de sillas de Vitoria. Goros se deshacía buscando y ofreciendo la
menos desvencijada y vieja.
- Gracias, estoy muy bien - afirmó el artillero después de tomar asiento -; no deje usted sus
quehaceres, amigo; váyase a trabajar.
La verdad es que deseaba estar solo, como todos los que lidian con preocupaciones muy serias.
Pesado silencio llenaba la salita, y lo interrumpía sólo el zumbido de un moscardón, que se
aporreaba la cabeza contra los vidrios de la ventana. Gabriel Pardo acercó su silla a la mesa, y
apoyando en esta los codos, dejó caer sobre las palmas de las manos la frente, experimentando
algún consuelo al oprimirse los párpados y las sienes doloridas. Ni él mismo sabía por qué,
después de dos o tres días de febril actividad, de lucha encarnizada con una situación espantosa,
le entraba ahora tan inmenso desaliento, tales ganas de echarlo todo a rodar, meterse en un coche
y volverse a Santiago, a Madrid...
Tres noches llevaba sin dormir y tres días sin comer casi, y tal vez por culpa de la vigilia y
abstinencia le parecía en aquel instante que su cerebro estaba reblandecido, y que sus ideas eran
como esos círculos que hace en el agua la piedra arrojadiza; no tenían consistencia alguna. A
fuerza de encontrarse frente a frente, de lidiar cuerpo a cuerpo con uno de los problemas más
tremendos que pueden acongojar a la razón humana, ya había perdido la brújula, y el
desbarajuste de su criterio le amedrentaba. - Vamos a ver (y era la centésima vez que repetía
aquel soliloquio mental). Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se les ha estropeado
la vida a dos seres en la flor de la edad. Los dos se causan horror a sí mismos; los dos se creen
reos de un crimen, de un pecado espantoso... y los dos, bien lo veo, seguirán queriéndose largo
tiempo aún. ¿Son delincuentes en rigor? Por de pronto, que no lo sabían; pero supongamos que
lo supiesen, y así y todo... No, dentro de la ley natural, eso no es crimen, ni lo ha sido nunca. Si
en los tiempos primitivos, de una sola pareja se formó la raza humana, ¿cómo diantres se pobló
el mundo sino con eso? ¡Ea, se acabó; está visto que yo no tengo lo que llaman por ahí sentido
moral! ¡A fuerza de lecturas, de estudiar y de ejercitar la razón, me he acostumbrado a ver el pro
y el contra de todas las cosas...! ¡Me he lucido! Lo que la humanidad encuentra claro como el
agua, lo que un niño puede resolver con las nociones aprendidas en la escuela, a mí me parece
hondísimo e insoluble... Sólo en el primer momento, guiado por mi instinto, procedo con lógica;
así cuando quería matar a Perucho; entonces era yo un hombre resuelto, no un divagador
miserable; pero, ¿cuánto me dura a mí esa fuerza, esa convicción? Diez minutos; el tiempo que
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tardo en echarme a filosofar sobre el asunto y empezar con porqués, con atenuaciones,
indulgencias y tolerancias... ¡El cáncer que me roe a mí es la indulgencia, la indulgencia! ¿Me
casaría yo, aunque fuese lícito, con una de mis hermanas? No, y estoy disculpando el incesto.
Como aquella vez que encontré mil excusas a la cobardía del famoso Zaldívar, el que se guardó
varios bofetones y no quiso batirse... ¡y luego tuve que echármelas yo de matón para que no se
figurasen que defendía causa propia! Aún me río... ¡Cómo me puse cuando el otro botarate de
Morón me dijo con mucha soflama que era cómodo tener ciertas teorías a mano...! Aún se deben
acordar en el café de la que allí se armó... ¡Ay, y qué cansado estoy de estas dislocaciones de la
razón, de este afán de comprenderlo y explicarlo todo! La calamidad de nuestro siglo. Quisiera
tener el cerebro virgen, ¡qué hermosura! ¡Pensar y sentir como yo mismo; con energía, con
espontaneidad, equivocándome o disparatando, pero por mi cuenta! Ese montañés me ha
inspirado simpatía, cariño, envidia, admiración. Él se cree el hombre más infeliz de la tierra, y yo
me trocaría por él ahora mismo... ¡Con qué sinceridad y entereza siente, piensa y quiere! Vamos,
que ya daría yo algo por poder decir con aquella voz, aquel tono y aquella energía: -¿Soy algún
perro para no creer en Dios?
Gabriel se oprimió más las sienes. El moscardón seguía zumbando y golpeándose, incansable en
su empeño de romper un vidrio con la cabeza para salir al aire y a la libertad que desde fuera le
estaban convidando. Levantose Pardo, deseoso de librarse, con la acción, de la tortura de
aquellas cavilaciones estériles y mareantes. Púsose a pasear de arriba abajo por la sala,
escuchando el crujido de sus botas nuevas, unas botas de becerro blanco encargadas para la
expedición al valle de Ulloa. Se paró ante la urna de la Virgen del Carmen, y la miró
atentamente, reparando en su corona, en la inocente travesura de los ojos del niño, en la forma
del escapulario... ¡De veras que ya iba tardando el cura! Sentía Gabriel esa necesidad de
movimiento que entretiene la impaciencia. Salió a la cocina, donde Goros mondaba patatas; y
abriendo la petaca, le ofreció cordialmente un cigarro. El criado del cura se puso de pie, sonrió
complacientemente y se rascó el cogote detrás de la oreja, ademán favorito del gallego cuando
delibera para entre sí. Gabriel adivinó.
-¿No fuma usted?
- No señor, no gasto, hase de decir la verdad. Dios se lo pague y la Virgen Santísima y de hoy en
un año me dé otro.
-¡Pues si no le he dado a usted ninguno!
- La intención es lo que se estima, señor. No se le va el tiempo; con su permiso, cumple avisar al
señor abad.
- No, hombre; si ya no es posible que tarde mucho. Tiene el abad una casita muy mona...
¿Produce mucho el huerto?
- No señor, apenas nada... ¿Quiere molestarse en ver cuatro coles?
- Si usted no tiene ocupación precisa...
- Jesús, señor... Venga por aquí. (Goros tomó la delantera.) Esto es una poquita cosa que yo la
trabajo cuando tengo vagar... (Encogiéndose de hombros con aire resignado.) Porque el señor
abad... ¡mi alma como la suya!, no mete un triste jornalero, y yo a veces me levanto antes de ser
día, y con un farol en la mano voy cuidando... Y todo me lo come el verme...
Obligaba la cortesía a Gabriel a fijarse en un repollo comido de orugas, un tomate que rojeaba,
un pavío chiquito, enfermo de un flujo de goma, y un peral muy cargado ya. Luego entraron en
la corraliza donde se ofrecía a los ojos un cuadro de familia interesante. Era una marrana
soberbia en medio de su ventregada de guarros, los más rosados y lucios que pueden verse. La
madre vino a frotarse cariñosamente contra Goros; pero al ver a Gabriel gruñó con recelo y echó
al trote, seguida de sus críos, hacia la pocilga. Goros la llamó con cariñosos apelativos,
diminutivos y onomatopeyas, para sosegarla.
- Quina, quiniña... cuch, cuch, cuch...
-¡Qué grande es y qué hermosa! - observó Gabriel para lisonjear la vanidad de Goros.
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- Es muy hermosísima, sí señor; y eso que está chupada de criar. Cuando se cebe tendrá con
perdón unas carnes y unos tocinos... como los del Arcipreste de Boán. ¿Le conoce, señorito? exclamó el criado, que ya estaba rabiando por vaciar el saco de las chanzas irreverentes.
- Algo - respondió Gabriel sonriendo.
-¿Y no le parece, dispensando usté, que se la podíamos enviar de ama? - añadió Goros señalando
a la puerca. Como Gabriel no celebró mucho el chiste, Goros mudó de estilo.
-¿Ve los que tiene? - dijo enseñando los cochinillos -. Pues a todos los ha criado... Es el segundo
año que cría... Aquel ya es hijo suyo - añadió mostrando en un rincón de la corraliza un cerdazo
corpulento, pero con un aire hosco y feroz que recordaba al jabalí montés -. Matamos el cerdo
viejo por Todos los Santos... y quedó ese para padre.
Mientras Gabriel consideraba a aquel Edipo de la raza porcuna, un gracioso animal vino a
enredársele entre los pies: era una paloma calzuda, moñuda, de cuello tornasolado donde
reverberaban los más lindos colores; giraba arrullando, y su ronquera era honda, triste y
voluptuosa a la vez. Gabriel se inclinó hacia ella, y el ave, sin asustarse mucho, se limitó a
desviarse unos cuantos pasos de sus patitas rosadas.
-¿Hay palomar? - preguntó Pardo.
- No señor... (El criado estregó el pulgar contra el índice, como indicando que no sobraba dinero
para meterse en aventuras.) Pero el señor abad... como Dios lo dio tan blando de corazón... y
como las palomas le gustan... mantiene a las de todos los palomares de por ahí, y siempre
tenemos la casa llena de estas bribonas... Siquiera sacamos un par de pichones para asarlos; aquí
no vienen sino a llenar el papo y marcharse... ¡Largo, galopinas! - añadió dirigiéndose a varias
que desde el tejado descendían a la corraliza volando corto -. ¡Ay señor! - añadió el criado
tristemente -: es mucho gusto servir a un santo... ¡pero también... los trabajos que se pasan para ir
viviendo acaban con uno! Aquí no se cobran derechos... aquí los feligreses se ríen del señor, y no
traen ni huevos, ni gallinas, ni fruta, ni nada... Aquí la fiesta del Patrón, como si no la hubiera...
¡Aquí se guarda el tocino y la carne para los enfermos de la parroquia, y nosotros pasamos con
berzas y unto!
Latió el perro de alegría; abriose la puerta del patio que comunicaba con la corraliza, y apareció
el cura flaco, sumido de carnes, encorvado, canoso, de ojos azules muy apagados, vestido con
una sotanuela color de ala de mosca, pero limpia. Gabriel se descubrió, se adelantó, y antes de
saludarle inclinose y le estampó un gran beso en la mano.
- XXXIII Para hablar a su gusto y sin temor de que ningún oído indiscreto sorprendiese la conversación, se
encerraron en el dormitorio del cura, que parecía celda. Como no había más que una silla,
Gabriel se sentó en el poyo de la ventana. Y charló, charló, desahogando su corazón y aliviando
su cabeza con el relato circunstanciado de toda la tragedia ocurrida en la casa señorial. El cura le
oía sin levantar los ojos del suelo, con las manos puestas en las rodillas, cogiéndose a veces la
barba como para reflexionar, y a veces moviendo los labios lo mismo que si hablase, pero sin
pronunciar palabra ninguna. De tiempo en tiempo carraspeaba para afianzar la voz, costumbre de
todos los que han ejercitado el confesonario, y hacía una pregunta, contrayendo la boca al decir
las cosas graves. Gabriel respondía clara, explícita, llanamente: jamás recordaba haber tenido tal
satisfacción y tan provechoso desahogo en confiarse y desnudarse el alma.
-¿Y dice usted - interrogó el cura - que ese desdichado está ya bien lejos de aquí? La separación
es lo primero que importa.
- Sí, padre. Yo le proporcioné dinero; yo le consolé lo mejor que supe; yo le acompañé hasta la
diligencia, y le di carta para una persona de Madrid que inmediatamente que llegue le colocará
de dependiente en una tienda. Le conviene trabajar, para que se le quiten de la cabeza las
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cavilaciones. Y no tenga usted miedo, que no le dejaré de la mano. Me considero obligado a eso
y además ¡me ha dado tanta lástima! Le aseguro a usted que iba cobrándole cariño.
-¿Y usted... no sospecha con qué objeto quiere verme la señorita Manuela?
- Quiere confesarse, o cosa semejante; quiere... ¿Qué ha de querer la pobrecilla? Imagínese
usted... Consejo, luz; ¡que la ayuden a salir del pozo en que cayó hace cuatro días! El mal ha
cedido; bien lo decía el médico de Cebre, que el daño físico era poca cosa y fácilmente se
vencería. Ya no hay convulsiones, ni querer batir con la cabeza contra la pared, ni aquello de
llamar a gritos a Perucho y acusarse en voz alta de los más horribles delitos... Figúrese usted que
hasta dijo que ella había matado a su madre. Así es que la tuvimos secuestrada, sin permitir que
en el cuarto entrase nadie... ¡y ojalá hubiésemos empezado por ahí, desde que Perucho se
marchó! Entonces no le hubieran contado... ¿No le parece a usted una fatalidad que supiese el
parentesco que la une a aquel infeliz? Han cargado su conciencia de negras sombras; la han
torturado con remordimientos que pudieron ahorrársele del todo... ¡la han colocado a dos dedos
de la locura!
- Me parece que no está usted en lo cierto, señor don Gabriel - respondió lentamente el cura de
Ulloa -. Si la niña ignorase que hay entre ella y el hijo de Sabel un obstáculo eterno e invencible,
le seguiría amando y no veríamos nunca extinguida la pasión incestuosa. Estas desgracias tan
terribles provienen cabalmente de no haberle abierto los ojos a tiempo: ¡tremenda
responsabilidad para los que estaban obligados a velar por ella! Dios se lo perdone en su infinita
misericordia.
- Me coge de lleno esa responsabilidad, padre. Yo debí venir antes a conocer a la hija de mi
pobre hermana, a saber cómo vivía, cómo la educaban. Nada de eso hice, y será un
remordimiento que me ha de durar tanto como la vida. Y usted, usted que es un santo...
- Señor de Pardo, no me abochorne. Soy el último y el más miserable pecador.
- Bien, pues usted... ¡que es un malvado! - exclamó sonriendo cariñosamente el artillero -, ¿no
tuvo ocasión de insinuarle... no se confesaba la niña con usted?
- Algún año por el Precepto... Confesiones a escape, en que no es posible echarle la sonda a un
alma y ver lo que tiene dentro. Todo lo han descuidado en esa pobrecita, hasta los deberes
religiosos, y si hay en ella bondad y honradez...
-¡Ya lo creo que la hay...! - protestó Gabriel con viveza.
- Será por virtud natural y por misericordia de Dios... Nada le han enseñado; la han dejado vivir
entregada a sí misma, por montes y breñas como los salvajes. Ha caído muy hondo; pero ¿cómo
no había de caer? ¡Al borde del abismo la empujaban!
-¿Cómo es que no la veía usted más a menudo? ¿Usted que tanto quiso a su madre?
La fisonomía del cura se animó y alteró un tanto. Gabriel le había observado desde un principio,
y notado que el cura de Ulloa, ahora como en la primera entrevista, parecía llevar sobre las
facciones una máscara, una especie de barniz de impasibilidad, austeridad y desasimiento, que le
daba gran semejanza con algunas pinturas de santos contemplativos que andan por las sacristías.
La expresión se había recogido al interior, por decirlo así; los ojos, muy sumidos bajo el convexo
párpado, miraban positivamente para adentro. Eran sus trazas como de hombre que huye de la
vida de relación y se concentra en su pensamiento, procurando envolverse en una especie de
mística indiferencia por las cosas exteriores, que no es egoísmo porque no impide la continua
disposición del ánimo al bien, sino que parece coraza que protege a un corazón excesivamente
blando contra roces y heridas. La forma cristiana de la impasibilidad estoica. Pero ante la directa
pregunta de Gabriel, quebrantose la tranquilidad del cura: un leve matiz rojo le tiñó las mejillas,
y brillaron sus apagados ojos. No debía de ser tan flemático, en el fondo, el bueno del abad.
- No señor - pronunció más aprisa y en tono algo agitado -. Le hablaré a usted con franqueza
absoluta, por ser usted quien es y por el caso extraordinario en que estamos... Hace muchos años
que yo no frecuento la casa de los Pazos, en que tuve la honra de ser capellán, parte por el
carácter de su señor hermano político de usted (todos tenemos nuestros defectos, nuestras
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rarezas), parte porque me traían aquellas paredes recuerdos... bastante tristes. De esto no
necesitamos hablar más. Respecto a la niña, mire usted... Cuando era pequeñita, puede decirse
que recién-nacida, le tenía yo cobrado un cariño... un cariño que no sé: muy grande podrá ser el
amor de los padres para sus hijos, pero lo que es el que yo tenía al angelito de Dios, es una cosa
que no se puede explicar con palabras. Como luego me fui de aquí y tardé bastante tiempo en
volver (hasta que me presentaron para este curato), pude meditar y considerar las cosas de otro
modo, con más calma; y entonces evité ver mucho a la niña, por no poner el corazón en cosas del
mundo y en las criaturas, que de ahí vienen amarguras sin cuento y tribulaciones muy grandes
del espíritu... El que se casa, bien está y justo es que quiera a sus hijos sobre todas las cosas,
después de Dios; pero el sacerdote, y en especial el párroco, ha de ser padre de todas sus ovejas,
pues tal es su oficio... y no amar mucho en particular a nadie, para poder amar a todos, y amarlos
no en sí, sino en Cristo, que es el modo derecho. Así he creído que debía hacer, señor de Pardo...
En cuanto al motivo, no pienso haber errado; pero, a poder prever los acontecimientos y el
peligro de la niña, debí proceder de otro modo. Yo, que estaba cerca, soy muchísimo más
delincuente y reo de descuido que usted que estaba lejísimos y no podía razonablemente suponer
que corriese Manuela ningún riesgo teniendo al lado a su padre.
- Pues ahora - exclamó Gabriel - se me figura que nada remediamos con andar volviendo la vista
atrás y lamentar lo ocurrido. El lance es espantoso; a hacerle cara, y a reparar en lo posible
(hablo por mí) el delito de que somos reos. Yo tengo aquí en esta mano la reparación. Lo que
necesita ahora mi sobrina es rehabilitarse a sus propios ojos; es volver a estimarse a sí misma; es
reconciliarse con su propia conciencia. Es muy joven, muy inexperta, muy sencilla, ya por efecto
de su carácter, ya de sus hábitos; y cree haber cometido uno de esos crímenes horribles que la
hacen acreedora a que caiga sobre su cabeza el fuego del cielo, que abrasó a los habitantes de las
cinco ciudades aquellas... Cuando no se ha vivido, señor cura, no es posible tener idea exacta de
la magnitud y trascendencia de nuestros actos, ni del grado de responsabilidad que nos toca en
ellos; así es que la pobre chica, no le quiero a usted decir ni cómo se trata a sí misma, ni las cosas
que se llama, ni las culpas que se echa, ni las atrocidades que ensarta sobre el tema de que se
quiere morir, de que no estará tranquila hasta que le canten el responso, y otras mil cosas
análogas. Desde que ha pasado el acceso nervioso, permanece calladita y vuelta de cara a la
pared, y sólo se le saca de cuando en cuando un -¡Ay Jesús, ay Jesús, yo me quiero confesar...!pero, en resumidas cuentas, el estado de ánimo entonces y ahora es el mismo, y aquí no hay más
que una solución: tranquilizar, calmar, restaurar ese espíritu. Yo lo he intentado por todos los
medios; pero a mí no me oye ni me atiende, mientras que a usted le llama... Su sagrado prestigio
de usted lo puede todo en esta ocasión.
- Cuanto de mí dependa...
Y de mí; ¿no ha entendido usted aún? Lo diré más claro. Hágale usted comprender que nada ha
perdido, que no está ni infamada ni maldita, una vez que su tío, persona decente por los cuatro
costados, la pide por mujer, la quiere con todo su corazón, y está dispuesto a ser para ella cuanto
le negó la suerte hasta el día: padre, madre, hermano, protector, esposo amantísimo... que con
todos estos cariños diferentes la sabré querer yo.
Reinó en la celdita prolongado silencio. El cura recobraba su expresión tranquila; reflexionaba.
Por último, interrogó:
-¿Usted se casaría con ella, sin reparar...?
- Sin reparar en lo sucedido.
- Y nunca...
- Y nunca se lo había de traer a la memoria.
- Según eso, ¿está usted... prendado de su sobrina?
- No señor. Prendado, no, según suele entenderse esa palabra. La quiero; y además pago una
deuda.
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- No desmiente usted la buena sangre, señor don Gabriel... Alguien le estará a usted dando las
gracias y pidiendo por usted desde el cielo.
- No - respondió Gabriel levantándose- si aquí quien ha de hacer el milagro es usted... Mi destino
y el de Manuela están en sus manos.
- En las de Dios - respondió fervorosamente el cura de Ulloa. Dicho esto, se levantó, volvió la
vista hacia una detestable litografía del Corazón de Jesús, que tenía colgada a la cabecera de la
cama, y movió los labios aprisa; aquello sí era rezar.
- XXXIV A tiempo que el párroco de Ulloa cruzaba, sereno en apariencia, aquellos salones tan poblados
para él de memorias y de diabólicas insidias y asechanzas contra su reposo, Juncal salía del
cuarto de la enferma. A la pregunta ansiosa de Gabriel, el médico dio respuesta sumamente
satisfactoria:
- Mejor, mucho mejor... Se ha comido la patita de la gallina, toda entera... Se bebió un vaso de
tostado...
-¿Por su voluntad?
- No; tuve que rogarle mucho, pero después se veía que lo despachaba sin repugnancia. A esa
edad, la naturaleza ayuda... Señor abad; ¡felices!
- Igualmente, don Máximo... ¿De manera que no hay inconveniente en entrar junto a ella?
- Al contrario... tiene afán por verle a usted.
- Pues señores... hasta luego.
Así que el cura desapareció tras la puerta del cuarto, Juncal enganchó el brazo derecho en el del
comandante, y le llevó hacia el claustro, diciendo afectuosamente:
- Véngase, véngase a tomar un poco el aire... usted va a salir de esta batalla con una enfermedad.
Duerme y come tan poco como la enferma, y eso no puede ser... A ella la sostuvo hasta hoy la
excitación nerviosa; usted está en diferente caso.
- Bch... ¿Cómo sigue don Pedro? No voy allá porque se pone hecho un lobo cuando me ve... ¡La
manía de que yo he venido a traer la desgracia a esta casa!
- Mire, seguir no le sigue peor; mañana o pasado se levantará, y parecerá muy fuerte; pero...
confieso que me ha dado un chasco. Físicamente (consiste en la diferencia de edades) le ha
hecho la cosa más eco que a la muchacha... Ha sido un golpe terrible. Y que nada; que no se
acostumbra a que el chico se haya marchado. Hasta los jabalíes del monte quieren a sus
cachorros; esto lo prueba.
- Bonita está esta casa. Dígole a usted, Máximo, que arde en un candil. No hablemos de
Manuela; pero entre don Pedro que aúlla, y las gentes de abajo, que me arman cada gazapera y
cada red... Porque ahora sus baterías se dirigen a que don Pedro reconozca... Piensan que va a
liárselas, y... a lo que estamos, tuerta.
- Bueno es que usted se impuso desde el primer instante... Si no, ¿quién pararía aquí?
- Me impuse; no quiero que molesten a un enfermo; pero lo del reconocimiento lo considero muy
justo. Si ese cernícalo me quisiese oír, se lo aconsejaría. ¡Cuántos daños se hubieran evitado, con
hacerlo al tiempo debido!
Juncal inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y los dos amigos siguieron paseando por el
claustro, o mejor dicho por la solana, sostenida en pilastras de piedra, con el escudo de Moscoso,
que formaba el cuerpo superior del claustro. El liquen, a la luz del sol, estriaba de oro la piedra; y
bajo los aleros del tejado se oía el pitío alborotador de las golondrinas, que desmintiendo la
popular creencia de que sólo anidan en casas donde reinan paz y ventura, entraban y salían en
sus nidos, con vuelo airoso.
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- Don Gabriel, usted está alterado - exclamó el médico notando la irregularidad del andar y los
movimientos del comandante. Todo el cuerpo de Gabriel, en efecto, vibraba como una caldera de
vapor a tensión muy alta -. ¿No se lo dije, que acabaría usted por ponerse más malo que su
sobrina?
- No es eso, no es eso... - exclamó con vehemencia el comandante, soltando el brazo de su amigo
y reclinándose en una de las pilastras -. Es... que ahora, en este mismo instante, se decide el
destino de mi vida y el de Manuela. El cura de Ulloa lleva un encargo mío...
-¡Mi madre querida! - exclamó con cómico terror Juncal, agarrándose con las manos la cabeza -.
¡Ha puesto usted su destino en manos de un clericeronte! ¡Estamos frescos! Ay, don Gabriel, de
aquí va a salir una falcatrúa... Verá, verá, verá.
-¡Hombre! - repuso Gabriel sin poder evitar la risa -. Yo pensé que hacía usted una excepción
honrosísima en favor del cura de Ulloa.
- Entendámonos, entendámonos... Hasta cierto punto nada más. ¡El clérigo siempre es clérigo!
Donde él pone la mano, todo lo deja llevado de Judas. ¿Usted piensa que a mí me hizo gracia el
que la chica llamase por él y quisiera verlo a toda costa? ¡Mal síntoma, síntoma funesto! Yo a
sanarla, y el clérigo... ¡ya lo verá usted!, a enfermarla otra vez, y de más cuidado que la primera.
Mucho será que hoy no tengamos la convulsión y la llorerita... ¡Mecachis en los que vienen ahí a
alborotar a la gente!
- Vamos, Máximo, tolerancia, tolerancia... ¿De modo que si usted pudiese, al cura de Ulloa me lo
metía en el buque con los demás, y con los demás me lo enviaba a tierra de salvajes?
-¡Pues claro, señor! ¿No hace falta un apóstol para convertir a los infieles? Pues así habría un
apóstol entre muchos pillos... Y nos quedaríamos libres por acá de apóstoles, porque nosotros ya
estamos convertidos hace rato.
En tomando la ampolleta Juncal sobre esta cuestión, no era fácil atajarle; y como Gabriel se reía
a veces de sus extravagantes dichos, el médico sacaba todo su repertorio. Mientras el
comandante apuraba el cigarro, el médico refería la vida y milagros de todos los abades del
contorno, más o menos recargada de arabescos y viñetas.
- El de Boán... a ese ya lo habían despachado por bueno: lo atacaron veinte facinerosos en su
casa, y les probó que servía mejor que ellos para el oficio: si se descuidan, me los escabecha a
todos... Mire qué mansedumbre evangélica. El de Naya no me la da a mí con su carita
complaciente: debe de ser un pillo redomado: más amigo de diversión y gaudeamus... Si le
estuviesen dando la consagración de obispo y oyese que al lado se iban a disparar unos cohetes y
a hinchar un globo, tira con la mitra y echa mano al tizón... El arcipreste de Loiro... dice que se
come él solo un capón cebado y que le chorrea la grasa de la enjundia por el queso abajo, hasta el
ombligo... ¡Pues no digo nada del nuevo que nos han mandado a Cebre! Más bruto no lo hace
Dios aunque se empeñe... y tiene pretensiones de orador sagrado, porque en Santiago le dieron
una faena de cavador; en un mismo día predicó por la mañana el sermón del Encuentro, al aire
libre, y por la tarde el de la Agonía: total cuatro horas de echar el pulmón, y de hacer chacota de
él los estudiantes. Y lo más célebre fue que en el sermón del Encuentro llevaba una pelliz, eso sí,
muy planchada y muy rizadita; y cuando para enternecer al público hizo ademán de abrazar a la
Virgen para consolarla de la ausencia de su hijo, los estudiantes gritaban: ¡Ay mi pelliz! Así que
se enteró el Arzobispo, dicen que le pasó recado de que no predicase más... Aquí cuando echa la
plática aturde la iglesia... Según dicen; que yo, ya imaginará usted que no asisto a semejante
iniquidad... Usted está distraído, vamos; no le cuento a usted más cuentos de esa gente.
- No, cuente usted; así entretengo un poco la ansiedad inevitable. Porque sepa usted que a mí lo
único que me saca de quicio y me desata los nervios, es la expectación y la incertidumbre. Para
las desgracias verdaderas, para los males ya conocidos, creo que no me falta resistencia; y eso
que no la doy de estoico.
245
Siguió Juncal refiriendo cuentos de curas; pero como todo se agota, la conversación iba
languideciendo mucho. Gabriel, de cuando en cuando, entraba en el salón, recorría dos o tres
habitaciones, y salía siempre diciendo:
-¡Nada... nada...! ¡La cosa va larga!
- Ya verá usted - respondía Juncal - cómo el bueno del cura le mete escrúpulos en la cabeza a la
señorita.
- XXXV - Queda muy sosegada, y en un estado de ánimo bastante bueno. Mañana, Dios mediante,
recibirá al Señor - respondió el cura de Ulloa, fijando los ojos en un nudo de la madera del piso,
pues aquella habitación de Gabriel Pardo era la misma, la de su hermana, y tender la vista
alrededor una prueba muy fuerte para el espíritu del párroco.
- Y...
- Todo se lo he expuesto y se lo he manifestado de la mejor manera posible y apoyándolo con
cuantas razones me sugirió mi pobre inteligencia. Le he dicho que usted le dispensaba una honra
y le daba una prueba de afecto grandísima, elevándola al puesto de esposa suya, después de
que...
-¡Ay Dios mío! - exclamó Gabriel tristemente -. Si se lo ha presentado usted como un favor, de
fijo que se ha resentido su orgullo... y por altivez, por delicadeza, habrá sido capaz de negarse...
- No señor, no...
-¿Ha dicho que sí?, ¿ha dicho que sí? - preguntó Gabriel afanosamente.
- Se ha negado...
-¡Ya!
- Pero por otras causas, que usted y yo estamos en el caso de respetar.
-¿Otras causas?
- Manuela se encuentra sinceramente arrepentida... La desventura, el golpe que ha recibido le
han abierto mucho los ojos del alma. No desea más que expiar y llorar su culpa...
-¡Su culpa! - exclamó Gabriel, con acento de protesta -. ¡Su culpa, pobre criatura abandonada,
sin consejo, sin cariño de nadie! ¡Don Julián, don Julián! Ocasiones hay en que yo me condeno a
mí mismo por mi detestable propensión a la indulgencia; porque creo que se me han roto todos
los resortes morales; pero ahora... ¡quisiera tener en esta mano todo el perdón y todo el amor del
mundo... para derramarlo sobre la cabeza de mi sobrina! ¡Ella es inocente... otros, otros somos
los culpables!
- Otros - replicó con mansa firmeza el cura - son acaso más culpables que ella; pero ella tampoco
es inocente, señor de Pardo. Ella lo comprende y lo reconoce, y desea, así que su padre se ponga
bueno, retirarse a un convento de Santiago.
-¡Monja! - exclamó Pardo -. Monja... ¡Quiere ser monja!
- Por ahora, no señor. La vocación no viene en un día, y yo siempre le daría el consejo de que
desconfiase de una vocación repentina, dictada por sinsabores o desengaños del mundo. Lo que
Manuela quiere es retiro y descanso que le cure las heridas y sitio en que hacer penitencia de su
pecado. Yo le he hablado de bodas, de esposo y de alegría; me ha respondido celda y llanto. En
mí no estaba desviarla de ese propósito, desde que me lo manifestó. No me lo permitía mi oficio
a aquella cabecera.
Gabriel se acercó al cura de Ulloa, y tomándole con agitación las manos,
- Sí, padre - exclamó -; sí, sí, usted es el único que podía apartarla de ese triste cautiverio en que
va a caer voluntariamente... Entrará allí ahora, porque cree, porque piensa que se le ha acabado el
mundo y que ha delinquido atrozmente; porque tiene vergüenza y dolor, porque no sabe lo que le
pasa... Después de entrar allí, lo que sucede; ya no se atreverá a salir, y se creerá en el
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compromiso de tomar el hábito, y lo tomará, y sufrirá, y vivirá mártir, y acaso morirá
desesperada... Don Julián, ¡usted que tanto ha querido a su madre...!
Pardo sintió temblar en la suya la mano del cura de Ulloa, y creyó que el argumento había hecho
fuerza. En efecto, el cura se levantó, y como si despertase de un sueño, abrió sus ojos siempre
entornados y los paseó por los muebles, por la habitación, los clavó en la ventana. Y con
expresión de angustia, con acento hondo y muy distinto de la voz sorda y tranquila que tenía
siempre, gritó:
-¡Ojalá que su madre hubiera entrado en el convento también! Dios llama a la hija... ¡Que vaya!
¡Que vaya! Virgen Santísima, ¡ampárala, recíbela, sosténla, quítala del mundo!
Por primera vez sintió el comandante un impulso de ira contra aquel hombre que poseía a sus
ojos la aureola y el prestigio del santo, o - para emplear con más exactitud el lenguaje interno de
Gabriel - del hombre honrado que ajusta a sus convicciones su vida, y no tiene para sus
semejantes sino ternura y caridad. Rebosando enojo, le apostrofó rudamente:
-¡Don Julián, permítame usted que le diga que eso es un enorme desacierto! Manuela puede ser
en el mundo feliz, buena y honrada... y es un horror que vaya a sacrificarse, a enterrarse y a
consumirse entre cuatro paredes, sin chispa de devoción ni de humor para ello... ¿por qué? Por
una desdicha que ha tenido, por una falta que todo disculpa, cuyo alcance ella no ha podido
comprender, y cuya raíz y origen están, al fin y al cabo, en lo más sagrado y respetable que
existe... ¡en la naturaleza!
- Señor de Pardo - respondió el cura, que ya había recobrado su apacibilidad de costumbre- lo
que la naturaleza yerra, lo enmienda la gracia; y el advenimiento de Cristo y los méritos de su
sangre preciosa fueron cabalmente para eso; para remediar la falta de nuestros primeros padres y
sanar a la naturaleza enferma. La ley de naturaleza, aislada, sola, invóquenla las bestias: nosotros
invocamos otra más alta... Para eso somos hombres, hijos de Dios y redimidos por él. Dejemos
esto; yo desearía que usted no se quedase con el recelo de que he influido directamente en el
ánimo de la señorita. Vaya usted junto a ella, pregúntele, ínstele... haga usted su oficio, que la
Virgen Santísima no ha de descuidarse en hacer el suyo... Yo me vuelvo a mi casa, si no tiene
usted nada que mandar a este humilde servidor y capellán.
- Voy junto a mi sobrina ahora mismo - respondió Gabriel retando al cura con su decisión y con
su cólera.
- XXXVI Entró medio a tientas, porque el cuarto estaba casi a oscuras, a causa de que la jaqueca de la niña
no le consentía ver luz. No tardaron sin embargo las pupilas de Gabriel en acostumbrarse a
aquella penumbra lo bastante para distinguir, en el fondo del cuarto, la blancura de las sábanas y
la cabeza de Manuela sobre el marco de su negrísimo pelo. Al acercarse el comandante,
levantose Juncal y se retiró discretamente. La montañesa yacía inmóvil, con los ojos cerrados, y
de la cama se alzaba ese olor especial que los enfermeros llaman olor a calentura, y que se nota
por más ligera que sea la fiebre.
A la cabecera de la cama estaba vacante la silla que el médico había dejado; pero Gabriel la
separó, e hincando una rodilla en tierra, puso la mano derecha sobre el embozo de la sábana.
- Manuela - cuchicheó.
La enferma abrió los ojos, sin responder.
-¿Qué tal te encuentras?
- Muy bien... algo cansada.
-¿Te incomodo?
- No señor... Siéntese, por Dios.
- Quiero estar así. ¿Me das la mano?
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Sacó Manuela su mano morena, ardiente, abrasada, y la entregó como se la pedían. Gabriel la
tomó y la rozó suavemente con los labios. La niña hizo un movimiento para retirarla. Gabriel
silabeó en tono suplicante:
- No, hija mía, déjamela... Oye, Manuela... ¿Te molesta oír hablar?
- Bajito, no.
-¿Y podrás responderme?
Inclinó la cabeza, diciendo que sí.
- Manuela... ¿Te ha dicho algo de mí el señor cura?
- Ya sé los favores que le merezco - articuló la montañesa.
- Ninguno. Ese es el error. ¡Favor! No disparates. Mira en qué postura estoy. Pues figúrate que
en esa misma te lo pedía, ¿entiendes? Como favor para mí, para mí. Vivo muy solo en el mundo;
no tengo a nadie, a nadie; y me hacías falta, y me darías la vida. Pero ya no se trata de eso. De
otra cosa más pequeñita y más fácil. Anda, monina, no me lo niegues. ¿Verdad que no? Si es
facilísimo; si no te cuesta trabajo ninguno. Que no pienses en rejas ni en conventos; ¡mira qué
poco, y qué sencillo! Te quedas aquí, al lado de tu padre. Yo también me quedo. Si estás triste, te
acompaño; si enferma, te cuido; verás cómo discurrimos maneras de distraerte. Y de aquello que
te pedí primero, no se habla nada... Nada. Te lo juro por la memoria de tu pobre mamá: ¿a que
así me crees?
Manuela no abrió los labios. Con el balanceo suave de su cabecita pálida y porfiada, daba el no
más redondo del mundo.
-¿No quieres? ¿Que no? ¿Qué te diré, qué te haré para convencerte y traerte a buenas? Terquita
de mi alma... ¡pobrecita!, respóndeme con la boca, dime... ¿qué hago, cómo te conquisto?
Pídeme tú algo... muy grande... ¡muy atroz! Verás cómo soy mejor que tú, cómo te doy gusto...
Te me has vuelto muy mala.
Los lánguidos ojos de la montañesa resplandecieron un instante, entre el oscuro cerco que los
rodeaba; alzó un poco la cabeza; apretó la mano de su tío, y dejó salir con afán:
-¿De veras me hará lo que yo le pida?
- Oro molido que fuese, monina... Di, di.
-¿Me da palabra?
- De honor, de caballero, de todo lo que exijas. ¿Qué es ello? Salga.
- Que se vaya por Dios, que se vaya a Madrid corriendo... antes que aquel que está allí solito... ¡y
desesperado!, se desespere de vez, y... y... - No pudo proseguir: las lágrimas, de pronto, le
nublaron las pupilas y le trabaron la voz en la garganta.
Aquel que ve el interior de los corazones sabe que Gabriel Pardo recibió el golpe como honrado
y valiente, presentando el pecho y con animoso espíritu. Allá en el fondo, muy en el fondo de su
conciencia, se alzó una voz que gritaba:
- Cura de Ulloa, ni tú ni yo... tú un iluso y yo un necio. Quien nos vence a los dos, es... el rey...
¡No, el tirano del mundo!
- Así se hará, hija mía - dijo en alta voz -. ¿Quieres que me marche hoy mismo?
- Pudiendo ser... ¡Dios se lo pague! Atienda, escuche... - silabeó acercando tanto su boca al oído
de Gabriel, que este sentía en la mejilla un aliento enfermizo y volcánico -. Haga usted para que
no se desconsuele mucho... y dígale que así que yo esté en el convento, él vuelve aquí, y mi
padre queda satisfecho, y todos bien, todos bien.
- Adiós - respondió lacónicamente el artillero, que se levantó del suelo, se inclinó sobre la
montañesa y le dio un beso a bulto, hacia la sien.
. . . Quiso ir a pie hasta Cebre, y Juncal, por supuesto, se empeñó en acompañarle. En lo alto de
la cuesta, donde se domina a vista de pájaro el valle de los Pazos, se volvió, y estuvo buen trecho
con los brazos cruzados, la vista clavada en el tejado de la solariega huronera, en el estanque del
huerto que destellaba fuego a los últimos rayos del sol, en los lejanos picos y azuladas crestas
que servían de corona al valle. Estas contemplaciones paran, y debiera callarse por sabido, en un
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suspiro muy hondo. Pardo llenó este requisito, y acordándose de todo lo que había venido a
buscar allí diez días antes, pensó, con humorística tristeza:
- Otro caballo muerto.
Aquella tarde, el gran ardor de la canícula daba señales de aplacarse ya, y eran preludio y
esperanza de frescura, y acaso de agua las nubes redondas y los finos rabos de gallo que
salpicaban caprichosamente el cielo. Una brisa fresca, vivaracha, que columpiaba partículas de
humedad, hacía palpitar el follaje. A lo lejos chirriaban los carros cargados de mies, y las ranas y
los grillos empezaban a elevar su sinfonía vespertina, saludando a la lluvia y al viento antes de
que hiciesen su aparición triunfal y refrigerasen la tostada campiña. Todo era vida, vida
indiferente, rítmica y serena.
Gabriel Pardo se volvió hacia los Pazos por última vez, y sepultó la mirada en el valle, con una
extraña mezcla de atracción y rencor, mientras pensaba:
- Naturaleza, te llaman madre... Más bien deberían llamarte madrastra.
Fin del tomo segundo y último
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