Otro pedazo de tierra Querida Ruth. ¿Cómo estás? Yo sigo igual que siempre. Echándote de menos y luchando por aguantar un día más. Aunque cada vez es más difícil. Ya no se trata de la típica cuesta arriba, no. Desde hace tiempo, la vida es para mi como una escalada por una pared lisa. Y no hace si no empeorar. Anoche iba a ser una de esas escasas y maravillosas ocasiones en las que íbamos a tener algo que celebrar: la inclusión de un nuevo territorio libre en Cartagena. Otro pedazo de tierra conquistado a los muertos. Pero claro, citando al loco de la máscara: «y una puta polla». El loco de la máscara… tendrías que haberle visto… A lo mejor lo hiciste, no lo sé. El caso es que a mitad de mi intervención, presentes, mientras apareció en les daba la plaza la bienvenida frente a la a los iglesia, abriéndose paso entre la multitud mientras a su lado un zombi al que llamaba Chacal lo seguía como un perrito faldero. Sí, cielo, uno de esos monstruos ejerciendo de mascota de un hombre que parecía salido de uno de esos libros que tanto le gustaban a tu primo Josué. Stin.. stem.. no me acuerdo de la palabra, da igual. Lo importante es que encima no se trataba de un zombi normal. Parecía tener algún tipo de hiperactividad y capacidad de movimiento que lo hacía más temible que sus congéneres lentos. La situación enseguida se pudo tensa. El extraño enmascarado empezó a decir cosas sin sentido, máxime viniendo de un hombre acompañado por un zombi, como que quería ayudarme, que necesitaba hablar conmigo... Yo por supuesto le ofrecí cobijo, pero no a su monstruo. Y ahí comenzó el desastre. Tras responderme con el comentario soez que antes he citado, nuestro hijo perdió el control. Ya sabes cómo se pone Gonzalo cuando alguien me falta al respeto. El caso es que dio la orden de que los Z-Men redujeran a los intrusos. En cosa de un segundo, Charly tenía al hombre, que se había identificado como Alquitrán, retenido gracias a un cuchillo que acariciaba su nuez. El amigo de Gonzalo, Nacho, volvió a demostrar que es una bestia parda y, en cuestión de segundos, había inmovilizado al zombi en el suelo mientras lo acuchillaba en el torso con violencia. Sí, ya sé que eso no sirve para matar a un reanimado, y no creo que lo hiciera por eso. Más bien me dio la impresión de que lo hacía por su propio disfrute. Tengo que confesarlo. Hay veces que ese hombre me da miedo. El caso es que ahí debería haber acabado todo, con el muerto anulado, el vivo expulsado y a continuar. Pero no. En medio del alboroto que se había formado, dos disparos retumbaron en la noche. Todos nos giramos hacia el punto de origen de las explosiones y nos encontramos con Sir Conroy, que corría hacía nosotros mientras gritaba algo que ninguno podía haber esperado. Santa Ana no estaba limpia. Había zombis, muchos. Y venían hacia nosotros. Luego, como era de esperar, el caos. El silencio provocado por las palabras de Conroy dio paso a los gemidos que, tras escapar perezosos de las gargantas de los muertos, el viento arrastraba hacia la multitud. Segundos después, los zombis hicieron su aparición. Como bien sabes, da igual el tiempo que pase o la veces que nos hayamos encontrado con esos monstruos, la respuesta siempre es la misma: terror. Terror puro que te hace perder el control, dejar de pensar… El único factor que en verdad puede influir en el alcance del pánico que padece la gente, es la cantidad de muertos que dan la cara. Y no eran pocos. No los conté bien, pero creo que al principio serían un par de docenas. Pronto su número se había triplicado. Intenté llamar al orden, pedirles que mantuvieran la calma, pero fue inútil. Casi sin ser consciente de ello, fui arrastrado por Conroy, que me contó que al acercarse a por la emisora de larga distancia al recinto que habíamos elegido como almacén y puesto de control, una vieja nave industrial situada a las afueras del pueblo, se había encontrado con una marabunta de muertos que parecían haber estado esperando su llegada para salir en tropel. No pudimos hablar mucho más. Un chillido inhumano entre nosotros, un empujón que me arrojó al suelo y lo perdí de vista. Rodé sobre mi mismo con el tiempo justo de ver la melena de mi hija ondeando mientras corría frente a un grupo de ciudadanos que la seguía, convencidos sin duda de que les pondría a salvo. Sí, cariño. Sus familiares no somos los únicos que están al tanto de los cojones que tiene nuestra hija. Me incorporé sin mucho esfuerzo y lo que vi, dentro de la gravedad de la situación, me produjo un cierto consuelo: Gonzalo, Alejandro, Charly, Conroy, el animal de King, hasta los dos recién actuando igual llegados, que Trescuadras nuestra y pequeña. Junquera, De estaban forma casi inconsciente, impelidos sin duda por la responsabilidad que sentían hacia sus semejantes, cada uno de ellos se había hecho cargo de una parte de los presentes, guiándoles para que se pusieran a salvo hasta que pudiéramos tomar el control de nuevo. Miré mi radio y vi que estaba reventada. Imagino que debía haberse roto en la caída. El caso es que tras localizar a un Z-Men que machacaba cabezas con una llave inglesa más grande que mi brazo, le pedí que me dejara su comunicador. Por desgracia era de corto alcance y no me iba a permitir contactar con la central en el cuartel de artillería, para que nos enviaran unos más que necesarios refuerzos. Miedo, ira y frustración me atenazaron como si de un cepo para osos se trataran. El joven, algo asustado por mi expresión, se acercó a preguntar si podía hacer algo por ayudar. Varias respuestas pasaron por mi cabeza, a cual más hiriente y mordaz, pero me contuve. El chico no tenía ninguna culpa de lo que estaba pasando. Pero nada de eso era importante. Casi sin darme cuenta nos habíamos quedado de los últimos en la plaza, ergo éramos objetivos fáciles para cualquiera de esos muertos hambrientos. Teníamos que ponernos en movimiento y reunir a los nuestros. Y debíamos hacerlo ya. Volví a revisar la radio que el z-men me había dejado. Como ya había comprobado, el alcance era muy pequeño, pero si conseguía acercarme lo suficiente a cualquiera de los míos, podría contactar con ellos. La cosa estaba clara. Tardara lo que tardara, iba a tener que recorrer todo el pueblo hasta poder conseguir la gente necesaria para idear un plan de ataque. Tras ojear por encima el mapa que llevaba conmigo, decidí empezar por la zona noroeste del barrio, para luego ir bajando haciendo zigzag, comunicando sin parar hasta dar con alguno de mis hombres. Tuvimos bastante suerte. Mientras avanzábamos nos encontramos con un grupo de Z-Men, Lós Águilas, que estaban haciendo un buen trabajo conteniendo a los muertos y guiando a los inocentes. Tras dejarlos atrás, seguimos con la ruta prevista y, al poco de llegar al extremo más alejado, conseguimos recibir una señal que, más que darnos ánimos, nos dejó muy intranquilos. Mientras yo repetía sin cesar: Oiga, ¿me recibe alguien?, escuché cómo me chistaban, el sonido característico de una radio conectada al cortarse… y un aullido desgarrador en la noche. Corrimos al punto de donde había salido el grito y llegamos a un garaje cuya puerta tenía una rendija abierta. Extendí la mano para abrirla del todo, pero alguien desde el interior se me adelantó. Tras encender la linterna, comprobé que se trataba de Junquera, la forense que había llegado hacía poco a la ciudad. Tras ella, dos docenas de personas apelotonadas contra las paredes, manteniendo toda la distancia posible de los dos cuerpos que reposaban en el suelo. Según me contó con una tranquilidad digna de elogio, habían llegado aparcamiento de hasta la allí casa. y encontrado Entraron con la abierto el intención de asegurarse un refugio, pero descubrieron demasiado tarde que no estaban solos: un podrido paseaba por el espacio vacío. Siguiendo sus órdenes, ella les había hecho guardar silencio para que no se fijara en que tenía compañía hasta que pudiera anularlo. Luego yo llamé y alteré al invitado, por lo cual la cosa se fue al garete. Por suerte, la doctora no tardó en controlar la situación y solo hubo una baja que lamentar. Dos golpes certeros con un martillo y el problema quedó subsanado. Tras sacar los dos cadáveres al exterior, cerramos la puerta y, antes de poder decirle nada de mis planes, me señaló un mensaje escrito en la pared que sólo sirvió para ponerme aún más intranquilo: perdonadnos. Apartando de mi mente la curiosidad que empezaba a sentir, cogí la radio de Junquera, pero era igual que la mía, poco más que un juguete inútil. Y cada segundo que pasaba eran vidas que seguían en riesgo, necesitaba localizar a los demás. Tras acordar que la doctora se quedaría ahí tratando de mantener a salvo a todo aquel ciudadano que se acercara, regresé a las calles acompañado por el z-men de la llave inglesa y un par de voluntarios más. Por fortuna, las calles parecían tranquilas. Caminamos con precaución, procurando hacer el mínimo ruido posible. Pero pronto nos topamos con los muertos. No cabía duda de que su número había aumentado de forma considerable. La vía principal, la cual alcanzábamos a distinguir a través de las distintas calles transversales, ofrecía un espectáculo desolador, con docenas de cadáveres desgastando el asfalto sin un destino concreto. Dios, que harto me sentía. Por un instante me pregunté si no sería ese el momento que tanto tiempo había ansiado. Si no debía rendirme a la evidencia de que la resistencia era inútil y aceptar nuestro destino. Cómo si de una señal se hubiera tratado, escuché un gemido a mi espalda. Algo casi imperceptible en lo que mis compañeros no llegaron siquiera a reparar. Cuando giré la cabeza, me encontré con una chica rubia, de pelo largo y rizado. La recordé de cuando había empezado a hablar en la plaza. Me había llamado la atención lo brillante de su melena y lo enorme de su sonrisa. Supe que era ella, a pesar de que le faltara media mandíbula y una generosa porción de cuero cabelludo, arrancado por esos engendros. Pensé en ti, Ruth, en verte. Y no hice nada por detenerla. La ignoré para continuar mi camino. Si era mi momento, no iba a hacer nada por grito de evitarlo. Continuamos avanzando como si tal cosa. ¿Sabes? No sentía miedo. Alivio si acaso. De pronto, escuché mi nombre junto a un advertencia y algo cortó el aire junto a mi, deteniéndose con un sonido similar al del puño de un púgil golpeando un saco de arena. No tuve ningún problema en reconocer la voz de Charly, así como parecía su pericia urgente a anulando juzgar zombis. por el Me tono, gritaba algo, y pero me costaba de cuyo cráneo prestarle atención. Sólo tenía ojos para la muchacha sobresalía el arma que el Freak le había lanzado. Sé que suena horrible, pero mis únicos pensamientos fueron que había sido afortunada… y que la envidiaba. Mucho. Al cabo conseguí recomponerme y prestar atención al viejo guerrero. Había localizado un antiguo bar cuyos cierres parecían idóneos para montar un refugio, pero el único acceso, a través del aparcamiento, contaba con compañía. Me tomé unos segundos para considerar nuestra situación: habíamos gastado la mayor parte de las balas cuando todo esto había comenzado. Mierda, habíamos íbamos llevado a una celebrar equipación un logro, básica. no Por a pelear otro y lado, estábamos desperdigados y no sabíamos cuando descubrirían en la base lo que estaba ocurriendo en Santa Ana. Necesitábamos cuantos puntos seguros pudiéramos reunir. Seguimos a Charly hasta el lugar que nos había indicado. La zona reservada a los vehículos estaba cerrada por una verja, aunque sin ningún tipo de cierre ni candado. A través de ésta podíamos distinguir a un reanimado que daba vueltas en círculo. Facil, ¿no? Entrar, rodear y anular. Dos de los hombres que nos acompañaban murieron. Ocurrió de la manera más tonta, dos simples resbalones sobre restos de la sangre del propio zombi, arañazos en la gravilla y… bingo, infectados. Al final fueron tres anulaciones, no una. Me tome un minuto para recuperar el aliento y Charly me informó de la posición de nuestro hijo. Al parecer, habían estado juntos supervivientes y el para freak había llevarlos salido al en refugio busca que de habían encontrado en primer lugar. Tras juzgar que el aparcamiento resultaba más seguro, decidí ir a por Gonzalo. Pero antes de salir de allí… ¿Recuerdas cuántas veces te dije entre lágrimas que lo único infinito de este nuevo mundo, era su capacidad para generar nuevos horrores, mi amor? Creo que hasta esa noche no tenía verdadera idea de lo que decía. Vi un pañal, Ruth. Un pañal de bebé… con un corazón en su interior. Con el estómago revuelto, me marché a buscar a Gonzalo, pero tras avanzar dos manzanas, adivina con quién me encontré: con Alquitrán y su mascota. Saqué la pistola y apunté a Chacal sin mediar palabra, pero su ¿amo? Se interpuso entre los dos. Discutimos. Lo único que sabía decirme era que confiara en él, en un perfecto desconocido… que ni Chacal ni él eran lo que parecían. Y yo… yo sabía que debía matarle. Era un zombi, un monstruo. Pero algo en la voz de Alquitrán, en su expresión… destilaba tragedia y nobleza a partes iguales, o al menos eso me pareció en aquel momento. El caso es que desoyendo la voz de la razón y las normas de seguridad más básicas de Ciudad Humana, le pedí a mi acompañante que bajara su arma y acepté su palabra de que Chacal no iba a atacar a ningún humano y lo dejé marchar. ¿Por qué lo hice? No tengo la respuesta. Ni la necesito, ya bastante me arrepentí después. Mientras intentaba apartar el extraño encontronazo de mi cabeza, llegué a la localización de Gonzalo sin demasiado problema, aunque lo que encontré no era lo que esperaba: nuestro hijo cubría la retirada de un grupo de refugiados que salían en tropel de un garaje subterráneo. Según me contó después, uno de los que habían entrado con él a guarecerse debía estar infectado y, en vez de decirlo, se quedó callado hasta que fue demasiado tarde. Típico pero catastrófico. Por teniendo fortuna, en supervivientes sólo cuenta que se infectó que eran habían a tres cerca hacinado personas, de lo que cincuenta los ahí, fue toda una suerte. Mi vida, no sé qué pensar de nuestro hijo. Estoy orgulloso de él, lo quiero... Pero no puedo preguntarme cómo hubiera sido en un mundo diferente. Se ha convertido en una persona idónea para sobrevivir en este. ¿De qué hubiera sido capaz si no se hubiera ido todo al cuerno? ¿También hubiera sido el hombre perfecto para aquello a lo que se hubiera dedicado? ¿O nació para medrar en el infierno? Perdona. Divago. Tras explicarle lo de Charly, Gonzalo guió al resto de los que le acompañaban al parking donde estaba el freak a regañadientes, puesto que quería venir conmigo. Por suerte, su responsabilidad inclinó la balanza a mi favor. No sabía cómo iba a terminar la noche y prefería no estar preocupándome por él más de lo necesario. Además, el chico que llevaba toda la noche conmigo, seguía a mi lado como un campeón. Poco a poco, me fui aproximando hacia el centro del pueblo, mientras caía en la cuenta de que hacía demasiado tiempo que no se escuchaba ningún disparo. En lugar de eso, el número de gritos de terror se había multiplicado. Cuando alcancé la carretera principal, el paisaje no podía ser más desolador. Los muertos lo invadían todo. Había gente intentando parapetarse con contenedores, escalando a los árboles en un intento de escapar de sus dedos… Pensé en Irene. Quería verla. Cada vez estaba más seguro de que íbamos a morir esa noche, y no quería hacerlo sin decirle lo mucho que la quería. Un grito llamándome a mi izquierda reclamó toda atención. Era Trescuadras, el z-men novato que nos mi había acompañado. Según pude ver, protegía la entrada a un garaje como si le fuera la vida en ello. Echamos a correr hacia él mientras disfrutaba del espectáculo que daba anulando zombis aplastando sus cabezas contra las paredes. Era una máquina de matar. Y era un buen protegiendo a una hombre. El compañera pobre que estaba había ahí sido plantado herida y descansaba en el interior. Quería mantenerla a salvo. Mientras nos hacía ganar tiempo, me decidí a echar un vistazo a su protegida. A los pocos pasos, tropecé con algo y un tintineo resonó en la estancia con un volumen exagerado. Alumbré a mis pies con la linterna y me encontré con el esqueleto de un gato que todavía conservaba un collar con tres cascabeles cubiertos de polvo. El siguiente sonido que escuché no fue humano. Levanté el haz de luz y descubrí con tristeza que la compañera de Trescuadras, una muchacha que se hacía llamar Mala Hierba, había fallecido. En otras circunstancias, habría obrado de otra manera. Quizás hubiera hablado con él, le habría explicado lo ocurrido y le hubiera dejado que él hiciera lo necesario… Pero estaba hastiado. Cogí la llave inglesa del z-men que me acompañaba y hundí la cabeza comunicado el de la destino chica de su sin miramientos. protegida, el Una vez apesadumbrado Trescuadras accedió a acompañarnos a buscar a los demás. Seguimos por la carretera mientras a nuestras espaldas hasta llegar a la iglesia se iba formando toda una comitiva de bienvenida. Trescuadras empezó a preguntarme acerca de cómo lo íbamos a hacer para librarnos de nuestros perseguidores y, la verdad, no tenía ni idea de qué responder. Por fortuna, la respuesta llegó hasta nosotros en forma de disparo. Extrañado, aunque reconfortado por el familiar sonido de la pólvora disparando una bala, no tardé en descubrir al pistolero. En una pista de bolos protegido por rejas, estaba Alfy haciéndome señales. Corrimos hasta él, que nos abrió la puerta ofreciéndonos unos minutos de descanso. Mientras los muertos comenzaban a apiñarse frente a nosotros y Trescuadras jugaba con las cabezas de nuestros rivales, intenté buscar soluciones con Alfy. Según me había contado, había escuchado cómo un rumor se iba extendiendo entre los supervivientes. Dicho rumor situaba como causante de todo lo que había ocurrido a una tal Mireia. El nombre me resultó familiar, pero no conseguía recordar porqué. Centrados en solucionar la crisis, más que en buscar el origen, colegimos que teníamos dos prioridades: coordinarnos entre nosotros y llamar a suficientes refuerzos para recuperar de nuevo la zona. Desplazarnos era prácticamente un suicidio, puesto que los zombis lo habían invadido todo y tarde o temprano acabaríamos cayendo. Sin embargo, había una opción que teníamos que haber considerado desde el principio: el puesto de mando en la nave industrial hacia donde se dirigía Conroy cuando todo había empezado. Aprovechando su altura y localización, habíamos instalado ahí una emisora de radio con suficiente potencia para hablar con el centro de la ciudad. De poder llegar hasta ella, podríamos cumplir con nuestros dos objetivos. El problema, como siempre, era que para acceder hasta allí hacía falta un vehículo. Atravesar los sembrados que separaban el pueblo de la nave a oscuras, entre árboles y caminos de cabras y con toda la zona llena de reanimados, era un auténtica locura. Fuera como fuera, lo primero que debíamos hacer era salir de ahí. Aprovechando que había dos accesos al campo de bolos, los atrajimos hasta una de las puertas y los hicimos pasar a su interior, donde los dejamos encerrados. Algo más tranquilos, retomamos la carretera principal en dirección al colegio del pueblo, cuando volví a ver al estrafalario personaje del sombrero y la máscara con su zombi faldero. Aunque hubo un detalle que me llamó la atención y es que le acompañaba alguien más: cobijada entre los brazos del tal Alquitrán, una joven vestida con un camisón avanzaba sollozando, dejándose guiar por él. Extrañado, donde vi algo decidí que seguirles aún ahora hasta no he un parque conseguido cercano asimilar: sentado en un columpio, una zombi sostenía a un bebé entre sus brazos como si de su hijo se tratara. En cuanto el singular trío llegó hasta ella, la chica que acompañaba a Alquitrán pareció volverse loca. En unos segundos, las cosas se volvieron caóticas. El extraño intentó coger al bebé, pero la zombi se volvió loca e intentó agredirle, momento en que Chacal se enzarzó con ella hasta anularla. El bebé, mientras tanto, rodó por el suelo hasta llegar a los pies de la mujer, que lo recogió entre llantos. Pero sólo ella lloraba. La criatura, el bebé que la chica acunaba con mimo, no profería el más mínimo sonido. Sin embargo, se movía. Era un maldito bebé zombi. Lo horrible de la situación me dejó fuera de juego hasta que Alfy me sacó de mi estupor para indicarme que no estábamos solos. Los gritos de los zombis habían atraído a sus congéneres, previsiones: y Santa eran Ana muchos debía más acoger que a en más mis de peores seis mil personas, seis mil almas que se habían reunido allí aquella noche para completar el comienzo de su nueva vida… seis mil muertos potenciales. Y no sabíamos cuántos habían caído ya. Debíamos darnos prisa. Huimos llamábamos del a los parque y nuestros continuamos por radio. avanzando En esta mientras ocasión la suerte estuvo de nuestra parte y recibimos dos respuestas a la vez: Sir Conroy y King. El primero se encontraba en un apuro, estaba encerrado en un garaje con un zombi en cuyas vísceras se encontraban las llaves para salir… Sí, yo también me quedé descolocado con la situación. Sin embargo, no fue esa la contestación más relevante de la noche, si no la de King. Mientras hablábamos de la situación, pronunció unas palabras que cambiarían el curso de la noche. A una orden mía, Trescuadras, Alfy y el z-men que me había acompañado toda la noche (es curioso, no llegué a preguntarle su nombre), se dirigieron a por Conroy con la intención de continuar buscando a los demás. Yo por mi parte, deshice parte del camino para dirigirme al encuentro de la mano derecha de nuestro hijo. Cuando llegué al sitio donde me había indicado, lo encontré sentado en un tocón de madera, afilando su cuchillo tan tranquilo mientras me esperaba. A su alrededor, al menos dos docenas de cuerpos con las cabezas reventadas… y unos cuantos con las gargantas cercenadas y sin rastro de zombificación. No quise preguntar acerca de esos últimos y él no hizo ningún comentario. En lugar de eso, me guió hasta un patio cercano en cuyo interior se hallaba un auténtico regalo del cielo: un Hummer. Yo la verdad es que no sabía ni el modelo ni el vehículo que era, pero King parecía un experto en el tema. Por fortuna, el monstruo mecánico funcionaba a la perfección y nos iba a servir para llegar a la nave industrial. Nos subimos con renovada esperanza y me di de bruces con que el transporte contaba con una radio incorporada de mejor calidad que las nuestras. Ni corto ni perezoso sintonicé nuestra banda y pregunté cuántos me recibían. La primera en responder fue nuestra hija, Ruth. Y no fue para decirme nada que deseara escuchar. Se hallaba en el colegio, en la otra punta del pueblo: estaba atrapada en unos vestuarios y rodeada de zombis. Enseguida, la voz de Alejandro se incorporó a la conversación para decir que estaba cerca y que se dirigía hacia allá, pero para cuando llevaba tres palabras pronunciadas, nosotros ya habíamos quemado varios centímetros de goma de los neumáticos. King, al ver mi expresión, había prescindido de las normas más básicas de seguridad al volante y, aprovechando la montura de dirección que a disponíamos, nuestro se lanzó destino, como llevándose un por loco en delante papeleras, señales de tráfico y algún que otro reanimado. Aunque se me hizo eterno, sé que no pudo ser más de un minuto el tiempo que tardamos en llegar al colegio. Al ver las rejas echadas, King lo bordeó por un lateral hasta llegar a una pequeña puerta que estaba abierta. Los dos descendimos a la vez que Alejandro aparecía para ayudar y, tras dedicarse un par de insultos entre ellos, los tres entramos a un patio donde no menos de treinta muertos vivientes nos dieron la bienvenida. No te voy a aburrir con detalles de mal gusto, te lo resumiré diciéndote que con la colaboración de nuestra pequeña, que no sabes cómo maneja el mazo, conseguimos acabar con todos ellos. Qué abrazo le di a Irene, Dios mío. Que necesidad tenía de sentirla respirar. Y que jarra de agua fría me lanzó a la espalda cuando, con una enorme urgencia, me hizo que la acompañara al interior de los vestuarios. Allí, destacando contra los blancos azulejos, media docena de zombis con la cabeza aplastada a manos de Irene, colgaban de las perchas de la pared, sujetos a los ganchos con esposas. En mi cabeza, un puzzle que no era consciente de que había empezado a resolverse, recibió una nueva pieza que me provocó un escalofrío. Tras subirnos los cuatro al Hummer, di la orden de que me llevaran a la nave industrial. A pesar de las protestas de mi hija y de King, les ordené que me dejaran a solas y que se marcharan a reunir supervivientes. En cuanto pudiera coordinarnos, necesitaríamos a toda la gente posible. Además, los únicos zombis que habíamos visto mientras nos dirigíamos hacia allí estaban demasiado lejos y la verja de la nave era bastante resistente. Y qué demonios, quería estar solo. Cuando me bajé en mi destino, rodeé la zona de campo silvestre que llevaba hasta la entrada de la sala que habíamos usado para almacenar equipo. Cómo me temía, estaba abierta. Saqué la linterna e hice un pequeño rastreo. Faltaban algunas cadenas, clavos, un par de linternas, pilas… y había algo nuevo. Unas huellas marcadas sobre unas acumulaciones de polvo blanco en el suelo, pequeñas, de mujer. Un gemido al fondo me puso en alerta. Lógico. Si quien hubiera entrado hubiera salido, habría cerrado para no despertar sospechas. Avancé con la llave inglesa en alto y, al llegar a una de las puertas de acceso a las salas interiores, tropecé con un escalón. De no ser porque logré agarrarme al marco de la puerta, me hubiera ensartado la garganta contra unas varillas de hierro de obra que sobresalían de un pilar. Y no, cariño, no exagero. A juzgar por lo que me encontré tirado en el suelo, eso era lo que le había pasado al hombre que había entrado a robar, y que allí permanecía atrapado. Muerto pero vivo. Me acerqué a contemplar su rostro y, para mi sorpresa, lo reconocí. Lo había visto con Juan Miguel Eimer. Y todo espacios en terminó de encajar en mi cabeza. blanco del puzzle quedaron Los cubiertos pocos en un instante. Recordé dónde había escuchado el nombre de Mireia: era la pobre muchacha cuyo bebé había fallecido recientemente y, sin duda, la que había recogido al bebé zombi con ayuda de Alquitrán. Cuerpos de zombis encadenados en el colegio. Y por último, el amigo de Eimer, líder del movimiento de personas que creían en la posibilidad de una cura para los zombis, los adoradores de los muertos. O como les habían bautizado Charly y Alfy: Los Thanos. Me tomé un instante para anular al pobre desgraciado y me dirigí a la emisora de radio que reposaba en una mesita junto a la entrada. Lo primero que hice fue contactar con el cuartel de los z-men y pedir que mandaran a todos los efectivos disponibles para que comuniqué nos ayudaran con Gonzalo a y purgar la los demás zona. para A continuación decirles que aguantaran, que los refuerzos estaban en camino, y me senté un rato a descansar. Estaba agotado. Distraído, cogí un listón de madera y me puse a hacer trazos sobre una de las manchas de polvo blanco. Presa de una súbita curiosidad, cogí un poco de dicho polvo entre los dedos para ver de qué se trataba, y descubrí sorprendido que era harina. Por más que me devané los sesos, no tuve manera de explicar cómo demonios había llegado eso a la nave. Cada vez más escamado, salí al exterior de la nave, donde los primeros rayos de sol me recibieron. Me estiré para desperezarme y, tras examinar un poco los alrededores, vi que el rastro de harina seguía fuera de la construcción. Bordeé el resto del edificio hasta dar con una entrada lateral al recinto y lo que encontré me puso la carne de gallina. En línea recta campo a través, resaltando en medio de los sembrados, pude distinguir el molino de Santa Ana. Y sentada en sus escalones de acceso, vestida con el mismo camisón que la había encontrado horas antes, estaba Mireia. No pensé. En el momento en que la vi a mi alcance, eché a correr hacia ella. En ese instante no me importaba ni lo abrupto del terreno, ni la posibilidad de que uno de esos monstruos me saliera al paso. Quería… necesitaba atraparla y que me explicara lo que había hecho, si realmente era consciente del daño que había provocado. Y centrado en todos esos pensamientos estaba, cuando un espantoso aullido procedente de mi izquierda precedió a un impacto que me arrojó al suelo con violencia. Rodé por instinto, pero aquello que me sujetaba no estaba dispuesto a soltarme. Cuando pude recuperar un poco el control, descubrí que el engendro que estaba encima mía no era uno de esos zombis lentos y desesperantes sino chacal, esa bestia hiperactiva que acompañaba a Alquitrán. La criatura se revolvía como una loca intentando morderme la garganta y yo me las veía y me las deseaba para mantenerlo a raya. Haciendo un último esfuerzo, coloqué mi mano bajo su mandíbula y tiré con todas mis fuerzas hacia arriba, lo que consiguió apartarlo de mi. Aprovechando el respiro, recogí la llave inglesa del suelo y me enderecé dispuesto a plantarle cara, cuando la voz de Alquitrán retumbó a mi espalda llamando a su mascota. Yo me volví hacia él con el rostro encendido de ira y le grité pidiendo explicaciones sobre su promesa referente a Chacal. Él no me respondió. Esquivó mi mirada con gesto avergonzado y llamó con urgencia al zombi, que pasó por mi lado ignorándome mientras corría en su busca. Sin más palabras, ambos echaron a correr, desapareciendo entre los sembrados. Me quedé paralizado. No sabía si perseguirle o ir a por Mireia. Al final, la decisión no fue cosa mía. El estruendo del motor del Hummer acercándose a mi posición me hizo reaccionar. Hice señales con los brazos para evitar que esa mole de metal me arrollara y, en cuanto frenó junto a mi, me subí de un salto. Mi trasero aun no había llegado a tocar el cuero de los asientos cuando Nacho, que era quién iba al volante del vehículo, comenzó a preguntarme entre gritos por el paradero de alquitrán. Le expliqué lo que acababa de ocurrir y, antes siquiera de terminar, la bota de cuero de King ya estaba clavando el pedal en el suelo. Estaba fuera de sí. Con el rostro desencajado y los ojos a punto de salirse de sus órbitas. Debo reconocer que, antes de conocer el motivo por el que estaba tan furioso, llegué a sentir cierta compasión por el extraño. Pero solo hasta el momento en que conocí los motivos de la ira de Nacho: Alquitrán había azuzado a su monstruo contra un Z-Men... y éste lo había matado. Y yo... yo me sentí responsable. Sí, cariño, me sentí responsable de la muerte de ese muchacho, porque yo había permitido que ocurriera. Había tenido la oportunidad de matar a ese zombi y no lo había hecho. Ahora a mi me había atacado y ese pobre valiente estaba muerto. Y, por primera vez en mucho tiempo, sentí algo dentro de mí que sólo puedo definir como fuego. Mi pecho comenzó a arder y una necesidad imperiosa de venganza nubló cualquier otro pensamiento. Me concentré en lo que teníamos enfrente, buscando cualquier rastro de nuestros objetivos, cuando la radio del coche cobró vida: los refuerzos acababan de llegar a Santa Ana y nos necesitaban para conocer la situación. La idea de interrumpir la persecución no nos gustó mucho ni a mi ni a King, como habrás supuesto, pero tras una breve conversación, nos hicimos una promesa y decidimos postergar nuestros deseos. Así, recogimos al resto de nuestros hombres, que habían seguido poniendo a salvo a civiles y anulando a cuantos zombis habían podido. Una vez todos reunidos, fuimos a por los recién llegados y dio comienzo la limpieza de Santa Ana, recuperando calle a calle la zona de manos de esos seres podridos, hasta que estuvimos seguros de que la barriada volvía a ser segura. Respecto a Mireia, la buscamos, pero no encontramos ni rastro de ella, como tampoco de Alquitrán y su zombi de compañía. Y esa ha sido nuestra noche, amor mío. ¿Balance? No sé cuánta gente ha caído, aunque sí sé que se ha superado el millar de víctimas. Y tengo que hacer justicia por ellos, Ruth. Se lo debo. Quiero reunirme contigo, mi amor. Quiero descansar a tu lado. Pero tengo que retrasarlo un poco más. Debo zanjar el asunto de los Thanos y asegurarme de que Cartagena es segura. Debo saber que nuestros hijos van a estar seguros. Y debo cumplir una promesa. La que le hice a King en el Hummer y que pienso cumplir para que el fuego que me arde en el pecho se extinga: buscar a Alquitrán y a su mascota y hacerles pagar por lo que han hecho. Es otro retraso más, lo sé. Y lo siento de verdad. Pero cuando zanje todo lo pendiente, sólo nos quedará por recuperar Santa Lucía y Cartagena estará libre de zombis: será una ciudad completamente humana. Y yo habré hecho mi trabajo y seré libre de reunirme por fin contigo, Ruth. Espérame un poco más, por favor. Te amo. Javier.