¿Quién acapara el dinero? MANUEL PEINADO LORCA IDEAL, 19.11.2008 En mi último artículo (IDEAL, 12-11-08) dejé abierta una cuestión con respecto al dinero –por qué ahorramos o por qué gastamos- que, de la mano de dos gigantes de la economía, Adam Smith (1723-1790) y John Maynard Keynes (1883-1946), trataré de contestar ahora. La idea de que la riqueza y la prosperidad provienen del trabajo y se pueden incrementar con una adecuada regulación del funcionamiento del mercado; el concepto de la competencia como mecanismo limitador de la insaciable avidez por los beneficios y fomentador del bien común, y el deseo de un Estado fuerte que garantice la libertad y la propiedad, son algunas de las más destacadas aportaciones conceptuales que Adam Smith teorizó en su obra La riqueza de las naciones. En la lectura torticeramente distorsionada de la obra de Smith se esculpió uno de los iconos más adorados por los ultraliberales, el Homo oeconomicus, el hombre económico, al que definen con tres características básicas: «maximixador de sus oportunidades», «racional en sus decisiones» y «egoísta en su comportamiento». Según ese planteamiento intolerablemente darwinista, la mayor parte de los seres humanos se comportan de forma racional sí, pero también amoral, puesto que, como escribió Smith en un contexto muy diferente, está «completamente loco» quien no subordine todo a maximizar sus opciones, es decir, a aumentar sus ganancias, lo que se logra en términos económicos por ahorro, por acumulación o por intercambio. El hombre económico concebido por Smith no es más que un modelo idealizado de lo que pensamos que sucede en la realidad, ya que es irracional pensar que todos evaluamos razonadamente el coste de oportunidades económicas que supone elegir una pareja cuando estamos enamorados, irnos de vacaciones o darnos un capricho de cuando en cuando. Sin llegar a exageraciones extremas, el concepto de hombre económico es el único modo de que podamos poner algún orden intelectual en el complejo universo de la actividad económica. Considerando que la mayoría de las personas toman decisiones sensatas cuando se le presentan opciones discriminables –y no cuando actúan impelidas por lo que Keynes llamaba «animal spirits», por impulsos emotivos básicos, como cuando nos desequilibran emotivamente las hormonas-, esas decisiones se pueden analizar y racionalizar para sacar conclusiones sobre el comportamiento social de la economía. Eso es lo que hizo Keynes cuando en su Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero indagó en los motivos que nos mueven a gastar pródigamente o, inversamente, a ahorrar con cautela. El dinero líquido tiene dos funciones primordiales: medio de cambio, porque puede guardarse con facilidad para utilizarlo en las actividades económicas cotidianas, y reserva de valor, porque permite el ahorro. Para que ambas funciones resulten eficaces es necesario que el dinero conserve su valor, que sea estable. Si su valor cambia, ambas funciones se ven afectadas: si hay inflación, es decir, incremento de precios, el dinero guardado irá perdiendo su valor y los agentes económicos (individuos, familias, empresas, instituciones, Estado) guardarán la menor cantidad posible. La inflación desanima el ahorro y, al hacerlo, se retroalimenta porque lo que no se ahorra se gasta y el aumento generalizado del gasto dispara la demanda y hace subir los precios. Si hay deflación, es decir, bajada de precios, la situación es justamente la contraria: el dinero ahorrado irá ganando valor y se guardará a la espera de que en el futuro bajen los precios. Con ello disminuye la demanda, cae la producción y aumenta el desempleo (les suena, ¿verdad?). De todo esto se deduce que la estabilidad de precios es fundamental para el buen funcionamiento del sistema monetario y financiero. Estas conclusiones, que hoy nos parecen elementales, se deben a los razonamientos basados en el concepto del hombre económico que enunció Keynes en su Teoría General, escrita en los tiempos de la Gran Depresión. Recordemos que la actual crisis se debe en buena medida a la falta de liquidez del sistema. Si sabemos que la cantidad de dinero existente en cualquier sistema económico es una magnitud conocida (la base monetaria), podemos preguntarnos cuáles son los motivos que están moviendo a los agentes económicos a acumular dinero líquido, una actitud que en principio puede parecer irracional porque el dinero debajo del colchón o en una cámara acorazada se devalúa inexorablemente. Para Keynes, los motivos que mueven a acumular dinero son tres: los motivos transacción, precaución y especulación. Los agentes económicos retienen dinero para efectuar sus transacciones. Guardamos dinero para ir satisfaciendo los gastos estimados para el mes, pero también lo guardamos –como hacen los niños con las huchas o los adultos y empresas con las cuentas corrientes- para poder comprar algo que necesitaremos en el futuro inmediato: la ortodoncia para el niño, por ejemplo. El motivo precaución es menos predecible. Ahorramos temerosamente en previsión «de lo que pudiera pasar». Para los particulares, este motivo dejó de ser una preocupación grave habida cuenta el elevado número de activos semilíquidos (cuentas a plazo fijo, cuentas-vivienda, planes de pensiones, certificados de depósito o Deuda pública) que garantizan la disponibilidad casi inmediata del dinero depositado. Pero la precaución impera en el mundo de los negocios donde, por citar un par de ejemplos, las entidades bancarias están obligadas a mantener una reserva para hacer frente a la demanda posible de reintegros o a la retirada de depósitos (esto es justamente lo que están haciendo ahora ante la crisis de confianza generada), mientras que la mayoría de las empresas necesitan líquido ante los pagos inmediatos que requiere su actividad normal. Durante los últimos años de bonanza económica, apenas ha operado el motivo precaución: con el optimismo económico generalizado, el crédito era casi inmediato y dinero fluía alegremente. Ahora, en tiempos de incertidumbre, la precaución se ha transformado en una poderosa causa para tener liquidez (se guarda dinero, por ejemplo, en previsión de quedar desempleado). El motivo especulación está íntimamente ligado a las expectativas sobre la evolución de los precios y, en consecuencia, tiende a disminuir en tiempos de inflación y a dispararse ante una previsible deflación. Si se tiene en cuenta que en la economía actual menos del 3% de los flujos dinerarios mundiales se dedican al pago de bienes y servicios, y que más del 95% del dinero que se moviliza es especulativo, nos podemos dar una cabal idea de lo que está pasando. Los especuladores acaparan dinero a la espera de que una previsible deflación (que conscientemente alientan) provoque un desplome generalizado de la economía para adquirir activos y bienes raíces a precio de saldo. De ahí también la resistencia del Banco Central Europeo a la bajada de los tipos de interés, porque cuando los tipos son del 4% o del 5% nadie quiere que su dinero esté ocioso y el afloramiento del líquido irá pronto o tarde a engrasar la maquinaria de la economía productiva. Por el contrario, cuando bajan los tipos de interés –algo que comprensiblemente anhelan quienes viven angustiados por las hipotecas- hay muy pocos incentivos para que los especuladores que acaparan la mayor parte de la masa monetaria pongan su dinero a trabajar. Ese es el terrible dilema en el que hoy se mueven los gobiernos, mucho más temerosos, y con razón, de la deflación que de la inflación. En su única conferencia pronunciada en España, en 1930 y refiriéndose a quienes especulaban acaparando capital, Keynes afirmó que: «Cuando la acumulación de riqueza ya no sea de gran importancia social, habrá grandes cambios en los preceptos morales. Podremos librarnos de muchos de los principios pseudomorales que han pesado durante doscientos años sobre nosotros, siguiendo los cuales hemos exaltado algunas de las cualidades humanas más despreciables, colocándolas en la posición de las más altas virtudes». A la espera de esos cambios estamos. Mientras tanto, si pueden, gasten, que esa es la mejor forma de ayudar a la economía para salir de la crisis que azota a quienes menos tienen.