Propiedad de Editorial Planeta

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El buen hijo
Autores Españoles e Iberoamericanos
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Ángeles González-Sinde
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El buen hijo
Finalista Premio Planeta
2013
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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un
sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,
sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual
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con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono
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©Ángeles González-Sinde, 2013
©Editorial Planeta, S. A., 2013
Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.editorial.planeta.es
www.planetadelibros.com
En esta novela se citan las siguientes canciones:
Volver a los diecisiete, autora © Violeta Parra Sandoval
La fuerza de la costumbre, autores © Jaime Urrutia Valenzuela, Eduardo Rodríguez Clavo,
Fernando Presas Vías y Esteban Hirschfeld
La puerta verde, tema original de Davie y Moore; adaptación al castellano de Frank Llopis
Primera edición: noviembre de 2013
Depósito legal: B. 23.163-2013
ISBN 978-84-08-11995-1
Composición: Víctor Igual, S. L.
Impresión y encuadernación: Unigraf, S. L.
Printed in Spain - Impreso en España
El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro
y está calificado como papel ecológico
LA CAÍDA
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—Me haces polvo —me dijo.
—¿Y qué hago? —le pregunté.
—No lo sé —dijo ella—, déjame un poco a ver si
se me pasa.
Y allí se quedó. Tumbada en el suelo.
—¿Te coloco las piernas?
Ni me contestó. Es una costumbre irritante de
mi madre la de no contestar. A veces me pregunto si
piensa que tengo telepatía y por eso no es necesario
gastar saliva.
—¿Qué hago, mamá? —Como ella seguía sin articular palabra, decidí contestarme yo mismo—: Voy
a llamar a una ambulancia.
—¡¡¡Noo!!! —ordenó—. No quiero dar el espectáculo y que toda la calle mire.
Se había subido a un taburete para alcanzar
unos archivadores jaspeados de un estante superior, y de alguna manera había perdido el equili5
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brio. Cuando intenté levantarla, ella gritó. Es raro
que mi madre grite, porque mi madre no quiere
molestar, no lo soporta, lo encuentra de pésimo gusto. Peor, encuentra que le hace contraer deudas,
y mi madre, si hay algo que no tolera, es deber un
favor a alguien. En definitiva, que si mi madre había emitido ese alarido inhumano tenía que poseer
una muy buena razón, porque antes muerta que
quejarse, así que lo mejor era soltarla. Y la solté.
Como si quemara.
—No llamo a una ambulancia, no te ayudo a levantarte. Pues ya me dirás qué hacemos —le dije.
—Apaga la radio, Vicente.
Vamos a ver, mi madre y yo trabajamos juntos. Es
una empresa familiar. Un comercio. Para que se entienda mejor, tenemos una papelería. Ella es quien
lleva la contabilidad y los temas fiscales. Yo atiendo
al público en el mostrador y trato con los proveedores. En un principio, yo no iba para comerciante, ni
siquiera para impresor, que es lo que era nuestro
negocio originalmente: una imprenta con un poquito de material de oficina. Yo me matriculé en Filología Inglesa porque siempre me ha interesado
esa lengua y mi idea era buscar una universidad anglosajona y hacer allí el doctorado mientras estaba
de lector. Viajar, vamos, pero no a cualquier sitio. En
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concreto, viajar a lugares como Liverpool, Manchester, Birmingham, Sheffield, Leeds, Edimburgo, por
no hablar de Abingdon, el pueblo de Radiohead, a
quienes por aquel entonces, primeros noventa, escuchaba mucho, porque hay que ver cuánto puede
ayudar la música a la gente desorientada. Quería conocer Gran Bretaña, pasearme por las poblaciones
de origen de los músicos británicos que admiraba,
quería estar allí y averiguar qué tenían esas ciudades
para producir tanto bueno, empaparme de ello y ser
yo también un poco como la música que me gustaba, ardiente y honda, esa música que sentía tan propia, pero que no lograba ser mía del todo. Por desgracia, inesperadamente se murió mi padre y tuve
que echar una mano con el negocio. Y la facultad,
como la música, la fui dejando. Poco a poco. Sin
darme mucha cuenta.
A veces es difícil distinguir el principio de los
procesos importantes, uno no sabe bien cómo empezaron las cosas, en qué conversación intrascendente nació una idea, en qué paseo olvidado se
tomó tal minúscula decisión que a la larga llevó a
un cambio, pero yo sé positivamente que el traspié
de mi madre esa mañana fue el principio de todo
y que porque temerariamente se empeñó en alcanzar los estantes más altos, sin pensar en su edad, ni
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en su artrosis, ni en que yo podía ayudarla, ni en
nada, hoy estoy aquí. Su trastazo fue decisivo para
esa concatenación de acciones que desembocaron en que mi rumbo, siempre tan regular, tan
apacible y confortablemente previsible, variara. Una
variación que, aunque a algunos pueda parecer
pequeña, para mí entonces hubiera sido impen­
sable.
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Pues bien, esa mañana, apenas antes de que mi
madre tropezara, yo estaba haciéndome un café. Explico estos detalles porque creo que los detalles son
importantes. Si he aprendido algo, es que sólo examinando a fondo nuestra propia conducta podremos toparnos con alguna verdad y librarnos así de
repetir los mismos errores en una cinta infinita y tediosa. Bueno, por lo menos en el puzzle que intento
recomponer, creo que cada fragmento, cada pormenor, es significativo, porque las vidas pequeñas, corrientes, no se construyen a base de actos extraordinarios y fácilmente aislables, sino de una amalgama
de minucias que por sí mismas pasarían desapercibidas y únicamente sumadas adquieren sentido. En la
tienda tenemos un fogoncito y una pila, porque
la imprenta en tiempos incluía en la trastienda una
vivienda, modesta, eso sí, pero vivienda, y aunque
hemos hecho reformas y ya «no cabe un alfiler»,
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como dice mi madre, hemos conservado un pequeño rincón con su mesita y sus dos sillas que hace las
veces de cocinita u office, si nos queremos poner cursis. En ese rincón preparaba yo todas las mañanas
metódicamente una cafetera grande con el café que
me tomaba a lo largo del día, porque mi madre bebe
descafeinado de sobre disuelto en agua caliente, un
brebaje que yo encuentro repugnante, y bajo ningún concepto me tomo yo un Nescafé. Conclusión:
que soy pesado para el café, rara vez me satisfacen ni
las proporciones ni la temperatura con que lo sirven
en los bares y por eso prefiero hacérmelo yo mismo.
Estaba enroscando la cafetera cuando en la radio
empezó el bloque de anuncios y oí: A ti, dominguero,
que tienes alma de caracol... No sé qué detonó en mí
esa frase, pero dejé la cafetera y, sin pensarlo, de
inmediato cambié el dial a Radio Clásica, mi refugio
anímico y mental. En realidad era un inocente
anuncio que había oído más veces y que incluso me
parecía chistoso, he de reconocerlo, pero esta vez
las palabras «alma de caracol» me dejaron estupefacto, como si fueran dirigidas a mí y a nadie más
que a mí. Sentí que perdía el equilibrio y me tuve
que apoyar en el fregadero, y volvió con poderosa
claridad, como si me hubieran despertado de un
guantazo, el sueño que había tenido la noche anterior. Y mientras tomaba conciencia de lo que había
soñado, oí un estrépito: mi madre estaba en el sue9
lo, tal y como he descrito y tal y como el sueño a su
manera había presagiado.
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—Mamá, voy a llamar al médico. Esto es ridículo.
Y llamé al Samur, ignorando las protestas de mi
madre.
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