Hacer creíble la existencia de los cristianos en el mundo Los Institutos Seculares, testigos y anunciadores de la fe como sentido y belleza de la vida Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de quienes, […] son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera (Porta Fidei 15). ¿De qué tiene necesidad verdaderamente el mundo para que pueda ser conducido de nuevo a Dios? Merece la pena detenerse en esta pregunta, en el año en que la Iglesia nos pide descubrir de nuevo la fe y se interroga sobre la nueva evangelización. La Jornada de la Vida Consagrada, que se celebrará el dos de febrero es una ocasión para acoger esta pregunta. Los consagrados, debido a su donación total al Señor, sienten que esta pregunta interpela directamente sus vidas. En el actual contexto de la nueva evangelización, están llamados a plantearse esta pregunta ya que están, por así decirlo, de la parte del mundo. No para seguir sus efímeras necesidades, sino para escuchar, precisamente, sus preguntas más auténticas. Cada una de las muchas formas de vida consagrada que la Iglesia en su historia milenaria ha hecho nacer, responde, a su modo, a esta exigencia. Los miembros de los Institutos Seculares, que de esta historia son la expresión más reciente, viven como consagrados en medio del mundo, en contacto con realidades que aparentemente están alejadas de la fe, pero que continuamente manifiestan una pregunta de sentido y de autenticidad. En realidad, subraya el Papa, “no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellas el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo” (Porta Fidei, 10). Para poder llegar a esta búsqueda, es necesario que el testimonio cristiano sea precisamente “creíble”. ¿Qué hace creíble la existencia de los cristianos en el mundo? (cfr. Porta Fidei, n. 6). En primer lugar y sobre todo, el asumir el Evangelio en su totalidad y de forma radical. Acercarse a la historia del hombre Cristo Jesús nos enseña, además, que el anuncio del Evangelio, para ser creíble, se ha de poder vivir en la condición humana común; la vida consagrada debe ser testimonio visible de que la gracia cambia la existencia en sus surcos más ordinarios. Finalmente, se puede estar de verdad a la escucha del mundo sólo si se es pobre, según el espíritu del Evangelio: es la pobreza de quien sabe renunciar a lo propio – como hizo Jesús, que “se despojó de sí mismo” (Flp 2, 7) – para poder dejar espacio al “otro diverso de sí”. Con esta preocupación por el anuncio de la fe en el mundo, en este itinerario de compartir plenamente la historia humana y la pobreza evangélica, se colocan, en diverso grado, todas las formas de vida consagrada y, de forma específica, la vocación de los Institutos Seculares: mediante esta vocación somos consagrados totalmente a Dios para asumir, con Él y en Él, las esperanzas del mundo. El hecho de que suceda todavía hoy que muchas reflexiones relativas a la vida consagrada privilegien los aspectos de la vida religiosa (vida en común, comunión de bienes) demuestra que la novedad de los Institutos Seculares está todavía lejos de ser comprendida y acogida en los caminos ordinarios de la comunidad eclesial. Esta novedad es grande: el Señor llama a sí sin apartar al llamado del propio contexto de vida, sino más bien pidiendo que, precisamente en aquel contexto, se done la vida, a través de una fidelidad radical a la voluntad de Dios insertada en la creación. De esta forma “su actividad en las condiciones normales laicas contribuye, bajo la acción del Espíritu Santo, a la animación evangélica de las realidades seculares” (Vita Consecrata, n. 10). Para poder ser creíbles, el testimonio de los cristianos se ha de hacer visible, y de la forma más radical, en la historia común del hombre. En caso contrario, siempre se podrá pensar que el Evangelio no es algo que se refiere a todos, o de todas formas no a todos del mismo modo. Por esto la vocación de los Institutos Seculares es preciosa para toda la Iglesia. Pero, como indicado más arriba, existe un segundo motivo por el que esta vocación puede ser preciosa: ésta, en realidad, cuando es auténticamente secular, no vive sólo de lo “propio”, es decir, de las propias iniciativas y de las propias obras. Ésta quiere, en cambio, ser pobre, porque sólo de este modo la vida del cristiano puede convertirse en un espacio de acogida para el deseo de Dios “inscrito indeleblemente en el corazón humano” (Porta Fidei, 10) y para todas las fatigas que la existencia conlleva. Ser cristianos significa, en realidad, confiar la realización de las propias acciones a una Gracia que siempre nos supera y que nunca puede ser de nuestra propiedad. El cristiano nunca puede fundar en sí mismo el sentido y el valor de su existencia. Todas las forma de vida consagrada y, en particular la vocación de los Institutos Seculares, representan en la Iglesia un signo de aparente debilidad que deja espacio a la fuerza de la gracia de Dios (cfr. 2 Co 12, 10). Que la Jornada del 2 de febrero sea ocasión para descubrir de nuevo este gran don.