PRÓLOGO Hace más de veinte siglos que Plinio el Joven forjó su conocido y tantas veces citado aforismo: no hay libro, por malo que sea, que no contenga algo bueno. Sin embargo, desde Plinio hasta nuestros días han pasado muchas cosas; y sobre todo, ha pasado mucho tiempo. En aquel entonces, escribir y publicar un libro era una tarea ardua y onerosa. Quien gastaba sus energías y su dinero en tal empresa mostraba una disposición que sólo se avenía con un carácter noble y esforzado. Pero la encomiable intención que tuvo en su día la sentencia, hoy no sería tal; si se repitiera con la misma convicción que entonces sería vituperable, o en el mejor de los casos, candorosa. Basta con mirar los anaqueles de cualquier biblioteca o librería para percibirlo. Fruto del desarrollo de la sociedad del conocimiento y de la información es la creciente sobreabundancia de publicaciones y libros junto con la progresiva depauperación de los mismos. Por eso es motivo de alegría encontrarse con un buen libro como el presente. Entre los géneros o categorías librescas, la presente obra corresponde a lo que se llama manual; es decir, un libro que pretende recoger los elementos fundamentales de un determinado saber para los estudiantes que se inician en él. Aparentemente, entre las publicaciones científicas, es un libro menor, pues los más valorados son las monografías de investigación. Tal estimación es justa en un cierto sentido –el del progreso de la ciencia o saber–; pero sólo en ese sentido, y no, por ejemplo, en el orden de la adquisición del saber y su inicial formación en él. En otro sentido también es más valioso un manual que una monografía; ésta es más fácil de elaborar que aquél. La monografía puede ser hecha por alguien joven, que ha investigado con intensidad y concentración durante un período de tiempo relativamente breve, y con algo de suerte, puede culminar en una publicación excelente. Sin embargo, de la juventud nunca proviene un simple manual, aunque sólo sea bueno, sin más; y su redacción, aunque materialmente dure menos tiempo, es imposible sin un largo período de gestación. Con otras palabras: se requiere imprescindiblemente la madurez de años de docencia que caracteriza al maestro en una disciplina. Debe notarse que la maestría tiene un carácter menos solemne y elitista del que comúnmente se le reviste. Parece que el título de maestro es algo reservado a unos pocos profesores, que se distinguen ante todo –aunque no solamente– por su vetustez. No es así. Ya nos recordaba Tomás de Aquino que «el magisterio no es un honor, sino un oficio al cual se debe honor». También desde el actual interés emergente por “las competencias profesionales”, se atribuye un carácter más llano y más asequible a la maestría, consistente básicamente no sólo en tener unas determinadas competencias, sino también en saber enseñarlas a otros. Para adquirir este grado se necesita dedicación en la docencia, continuidad en su preparación, perseverancia en su estudio, y naturalmente, tiempo. Los autores de este libro reúnen estas cualidades y por ello acreditan cotidianamente su condición de maestros, como se descubre en su lectura, y se manifiesta en la intención por ellos declarada y cumplida que da un sentido propio y singular –casi insólito– a las siguientes páginas: repensar su objeto; en este caso, repensar la educación social. 1 Desde hace unas décadas, la vida de estudio, como la vida humana en casi todas sus dimensiones, se ve requerida y apremiada por múltiples solicitudes extrínsecas que aceleran su ritmo propio y natural de desarrollo. Todo es importante, y todo debe realizarse apresuradamente en pro de la eficacia. La consecuencia lógica es abocar a una situación en la que, habitualmente, lo urgente no deja tiempo para lo importante. Y este desenfoque se agudiza y acendra cuando el asunto en cuestión adolece de excesivos requerimientos y resulta de suyo apremiante en su necesidad y resolución. Así ocurre con la educación social. Por eso resulta desacostumbrado que, para su conocimiento, se comience por pensarla y repensarla. Los múltiples e intrincados problemas sociales que demandan una actuación pedagógica, impelen a su rápido estudio y veloz implementación técnica. Bajo el ominoso dominio de la razón instrumental que caracteriza la práctica social actual, se acendra la precipitación de lo urgente y se recorta el espacio y el tiempo para reflexionar. Y la educación social no es un asunto precisamente simple, sino muy al contrario, de una complejidad inabarcable. La falta de reflexión suscita con frecuencia el surgimiento de nuevos e inesperados problemas al intentar resolver los ya existentes y conocidos, sin lograrlo por otra parte. Mirando la educación social en toda su amplitud, se la descubre como un cúmulo de enrevesados problemas, tanto en su teoría como en su práctica; tiene entonces mucho sentido comenzar por pensarla y repensarla para hacerse cargo cabalmente de ella. Pararse a pensar, que eso y no otra cosa es pensar, según dice con toda razón L. Polo, es de la mayor eficacia; tal vez no para la solución presta de los problemas, pero sí para su comprensión lograda. Es anteponer lo importante a lo urgente, como dicta la más mínima sensatez. Pero el desafío que aceptan los autores es aún más atrevido y valiente que el propio pararse a pensar antes de actuar; pues ese pensar y repensar se realiza desde la referencia de las personas, más que desde la acción y los colectivos. No es éste el planteamiento usual en la educación social. Dijo Unamuno que «es la sociedad hombre expansionado, y es el hombre sociedad condensada»; con ello, además de enunciar una sencilla y rotunda verdad, avisaba también del problema radical del estudio de lo social como de su práctica: el vencerse por uno de los dos extremos postergando el otro. Hoy en día hacer sociología es una posibilidad real para los iniciados y los competentes en tal saber, que parecen ser muchos. Otra cosa es hacer comprensible la sociedad en cualquiera de sus dimensiones esenciales, como la política, la cultural, la pedagógica y las demás restantes. Un feliz acierto del presente estudio es referir la educación social a las personas, pues así se acogen simultáneamente las vertientes individual y social del ser humano. No suele ocurrir tal en estudios similares, donde predomina la dimensión social, considerando los aspectos individuales en función de ella. El resultado más frecuente de esta posición es perfilar convenientemente la plural y multiforme problemática social, impidiendo que el ser humano concreto se reconozca en ella y perciba la vinculación solidaria que le reclaman los asuntos sociales. Así, el saber sociológico marcha parejo con el lesivo individualismo que corroe implacablemente la vivencia y el desarrollo intencional de lo comunitario. La comunidad es el paraíso perdido en la convivencia de la sociedad occidental; la común-unidad para la 2 promoción y el disfrute de los bienes que crecen al donarse necesita fundarse en la condición personal del ser humano; de otro modo no son posibles la coexistencia, la aceptación y la donación en su plenitud, todas ellas hebras del sutil entramado de la relación interpersonal, cimiento neurálgico de la comunicación y la convivencia humana. Una condición insalvable requiere el ejercicio de la referencia personal en el pensar la educación social: el planteamiento lúcido y sensato de los fines. Éste es otro aspecto en el que lo urgente exilia a lo importante. Las respuestas al qué y al cómo hacer son abundantes, prolijas y muchas veces incluso sugerentes. Lo contrario que ocurre con las respuestas al para qué hacer: son escasas, imprecisas y frecuentemente inútiles por abstractas. Al respecto, es adecuado recordar el verso de T.S. Elliot nacido de la contemplación del complejo tráfico de una gran ciudad y su admirable organización: «sí; pero diez mil policías dirigiendo el tráfico no te dicen de dónde vienes ni a dónde vas». Los autores se han ocupado solícitamente por mantener la perspectiva teleológica en sus reflexiones que, junto con las nociones antropológicas que ofrece la condición personal del ser humano, son faros (capítulo I) que iluminan los temas prácticos de la educación social (capítulos II, III y IV). Un resultado de este modo de proceder, de gran fecundidad intelectual para la comprensión de la educación social, es la distinción entre sociabilidad y socialización. La sobreinflación cultural de ésta ha hibernado a aquélla, que es usualmente desatendida en los estudios de educación social, y generalmente no es una referencia primaria en los estudios sociológicos. Brevemente bosquejada, la distinción mencionada nos recuerda que hay dos fuentes, diversas en su origen, de la naturaleza social del hombre: la disposición natural de éste hacia la vida social (sociabilidad) y la conformación racional y artificial de dicha vida social (socialización). Son dos aspectos capitales para la compresión completa y la práctica justa de la educación social; sobre todo para que ésta sea genuina educación. Tan decisivas son una como otra pero la relación y el orden de dependencia no son homólogos en una y otra. Actualmente, en textos educativos de diversa procedencia y contenido, la primacía pedagógica suele hacerse corresponder a la socialización. Se llega a decir desde ciertas posiciones teóricas y prácticas que, en el fondo, educar no es otra cosa que socializar. Pero la socialización es un artificio racional, mientras que la sociabilidad es una condición natural. ¿Por cuál de ellas convendrá comenzar? Cualquiera que sea la especie o tipo de educación que se estudie o se practique, el comienzo siempre está en lo natural. Por supuesto, quedarse siempre en el comienzo es ser un perpetuo principiante, pero no comenzar por el principio es obnubilarse en un quehacer ciego. Como constructo racional, la socialización debe formatear la sociabilidad natural si se le otorga la primacía. Esto se ve en el creciente uso de una indicación pedagógicamente alarmante: “debes concienciarte (o mentalizarte) de …”. Entonces, según parece, la ayuda al crecimiento en que consiste la educación debe prescindir de su principal resorte, que es todo aquel dinamismo o disposición naturalmente favorable al fin. Y lo que es peor: tampoco la socialización se beneficia de esta primacía a su favor, pues como construcción humana, no puede tener mejores cimientos que lo natural en el hombre, esto es, la sociabilidad en su variado y vigoroso despliegue. 3 Así se ve en la definición de educación social que proponen los autores: «ciencia práctica, educativa y social, que además de procurar la socialización de los diversos actores, facilita los medios para que toda persona despliegue su sociabilidad y sea protagonista de los cambios dentro del ámbito social en el que se desenvuelve». Es raro encontrarse con definiciones en las llamadas ciencias humanas; y aún es más insólito hallar buenas definiciones, bien elaboradas, precisas, comprensibles y abarcantes de lo definido. El rigor que ha presidido en todo momento la elaboración del libro, no ha mermado las posibilidades abiertas en el estudio de la educación social; por el contrario, las expande en múltiples y diversas virtualidades, pero manteniendo constante y palpitante el cordón umbilical común a todas ellas: la sociabilidad que sostiene y da sentido a la socialización, y la socialización que consolida y potencia la sociabilidad. Este hallazgo intelectual que se ha destacado, junto a otros muchos de diverso orden conceptual, invita a augurar una feliz y fecunda vida en la publicación y difusión del presente libro. Y junto a este presagio, cabe también una esperanza que sólo veremos cumplida o frustrada con el paso del tiempo: la calidad de un manual se acredita en su permanencia en el uso de quienes se han formado con él. Siendo una obra dirigida principalmente a los alumnos, si verdaderamente está lograda, no caduca su valor de utilidad con el final de la vida estudiantil, sino que reposa en los estantes de la biblioteca personal juntando menos polvo que otros libros por su más frecuente uso. Cuando el desarrollo de la vida profesional o de investigación conduzca a los conceptos elementales del saber, el prestigioso y consolidado profesional acudirá a su manual universitario para repasarlos y refrescarlos en la memoria y la inteligencia. Un genuino y logrado manual, más que un libro que se lee y se estudia, es una obra que se relee y se consulta; más que un lugar del que se parte, es un lugar al que se vuelve. Así puede pasar con este libro, porque tiene las condiciones del buen manual para que así pase. Con el tiempo se verá. Francisco Altarejos 4