UN DOS CABALLOS MUY AFRICANO

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UN DOS CABALLOS MUY AFRICANO
Llevo seis horas montado en un Dos Caballos intentando cubrir
el improbable trayecto entre Bamako y Kayes, de camino a la
frontera entre Mali y Senegal. El Dos Caballos debió ser azul en
algún momento, está lleno de agujeros y de dibujitos infantiles
estampados en la carrocería. Voy a visitar una mina de oro con la
sana intención de comprarla. El camino es pausado y polvoriento,
como corresponde a buen trayecto africano, tan pausado que apenas
me quedan temas de conversación conmigo mismo. Por eso he
decidido reconstruir la biografía, quizás imaginaria, de mi querido
Dos Caballos.
Todo comenzó en algún año impreciso de la década de los
setenta, cuando mi amigo Lorenzo inició un viaje por África en
tractor. Lo hizo con la parsimonia y el saber mirar que sólo ofrece
una “cosa” tan asentada a la tierra como es el tractor. En su camino
fue adelantado, se cruzó y hasta tuvo que remolcar en diversas
ocasiones a mi Dos Caballos. Antes, debió haber dado sus buenas
dos décadas de servicio europeo. La travesía del desierto y el Sahel le
llevó hasta Bamako, donde fue comprado por un comerciante de
ropa de segunda mano importada como donación. Cuando se hizo
rico y destrozó el vehículo, se lo vendió a un mecánico que, a falta de
repuestos, arregló el embrague con un mango de paraguas y el
acelerador con un cable que se estira con la mano.
El mecánico, después de “ponerlo a punto”, lo vendió al sobrino
de un subsecretario de agricultura por el doble de lo que le había
costado. El sobrino lo usó tres meses y se lo vendió a otro
comerciante de ropa usada importada como donación, pero este otro
residente en Kayes, dicen que socio del de Bamako. Pasó por las
manos de un dentista, dos abogados, un periodista y otros tres
comerciantes de ropa usada, importada como donación. Ninguno
logró cargarse el mango de paraguas que ajustaba el embrague. En
cambio, cuando volvió de nuevo a ser propiedad del primer
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mecánico, los amortiguadores estaban muertos, los focos de las luces
habían desaparecido, la carrocería se veía magullada y en el suelo,
del lado del piloto, había un agujero que era muy útil para imitar la
conducción de Pedro Picapiedra.
Nuestro mecánico dio un doble salto mortal de imaginación:
inventó unos muelles con restos de un barco para improvisar los
amortiguadores, adaptó dos bombillas de 60 vatios para las luces
cortas y de 90 para las largas, lo hizo descapotable y tapó el agujero
del suelo con la chapa del techo y, para disimular las heridas de la
carrocería, llenó el coche de dibujos con la ayuda de sus dos hijos.
Los hijos crecieron. Uno de ellos se hizo comerciante de ropa usada
importada como donación, y, el otro, Lamín, el que conduce ahora el
Dos Caballos, se dedica a llevar gente de un lado para otro batiendo
el récord del mundo en capacidad de vehículos utilitarios. Catorce
mamíferos entre niños, adultos y otros animales, que somos los que
viajamos ahora. Probablemente, según dice, pronto lo venderá por el
triple de lo que su padre pagó por él la segunda vez. Eso ocurrirá
dentro de unas semanas o unos meses, quizás dentro de un par de
años. Después, volverá a ser comprado, vendido y reparado otras dos
docenas de veces. Un día, esperemos que lejano, el nuevo dueño se
estampará contra un árbol. Ni a él ni a ninguno de sus ocupantes le
pasará nada, pero el Dos Caballos irá directo al mercado de reciclaje
de Bamako, donde se reencarnará en carretilla. ¿Fin de la historia?
Sí, porque estamos llegando a un pueblo donde creo que preparan el
mejor cordero a las brasas del camino de toda África occidental, pero
no el final de nuestro Dos Caballos, que seguirá siendo algo por los
siglos de los siglos. Por cierto, mi amigo Lorenzo regresó de África
casi dos años después de iniciar su viaje. Ahora se dedica a construir
y desconstruir casas y cosas a partir de objetos que recicla, piezas
que trae de la India, de África, que encuentra en los contenedores de
basura o en las subastas de cosas raras. Este cordero va a tu salud,
Lorenzo.
Chema Rodríguez
2007
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