MATANZA EN MADRID Un crimen contra la humanidad JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN EL PAIS | España - -- La humanidad ha necesitado muchos siglos para comprender y asimilar que los delitos contra los bienes más elementales de las personas trascienden de las fronteras territoriales de los Estados, donde tradicionalmente se detenía la potestad sancionadora, para afectar a la conciencia y la sensibilidad de todos los ciudadanos del mundo. Lamentablemente, hasta que Europa vivió la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, no se comienza a reflexionar sobre la universalidad de las conductas criminales y sobre la necesidad de perseguirlas, más allá de los confines de un Estado. La civilización no puede permanecer impasible ante la magnitud de los crímenes que asolan indiscriminadamente a ciudadanos, por el solo hecho de pertenecer a un país, una etnia, una religión o una ideología. La sociedad civil ha pasado a ser sujeto pasivo de los delitos y a la vez objeto de protección por el derecho penal. Mientras los especialistas y los juristas nos ponemos de acuerdo sobre una definición técnica y un alcance concreto de lo que puede ser calificado como terrorismo, los crímenes de los fanáticos han superado este debate para llevarnos a integrar sus conductas en conceptos y categorías que están unánimemente admitidos por la comunidad internacional. Los crímenes contra la humanidad han obtenido carta de naturaleza en los acuerdos internacionales y, más recientemente, en el Estatuto del Tribunal Penal Internacional, consciente de la necesidad de preservar determinados valores, sin los que, irremediablemente, nos podemos precipitar hacia el caos y el conflicto permanente. El Estatuto de la Corte Penal Internacional, trabajosamente conseguido en Roma, con ausencias clamorosas como la decidida por la actual Administración norteamericana, después de intensos debates, establece en su Preámbulo que: es un "interés de las generaciones presentes y futuras que un Tribunal Permanente tenga competencias sobre los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto". De momento reserva su competencia para conocer del crimen de genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y crimen de agresión. No es necesario avanzar demasiado en su lectura, para encontrarnos, en el artículo siete, como crimen de lesa humanidad, "los actos inhumanos que causen intencionadamente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental" entre los que integra los "ataques contra una población civil" tanto si se cometen de conformidad con la política de un Estado o de una organización que ejecute estos actos. No creo que sea necesario realizar grandes alardes de técnica o erudición jurídica para afirmar, sin vacilaciones, que los atentados cometidos el 11-M en Madrid están plenamente integrados y definidos en ese artículo. A partir de esta conclusión, cualquiera que sea la organización que haya cometido esta masacre está sujeta a persecución universal, con preferencia de la jurisdicción española, para castigar a los autores materiales y a los instigadores morales. Me parece un tema secundario, desde el punto de vista del derecho penal, que la autoría sea de un grupo fundamentalista árabe o de un grupo terrorista no menos fundamentalista que bajo las siglas de ETA propugna la liberación de un pueblo que en su delirante opinión está sometido, sojuzgado y humillado por una potencia extranjera que se identifica con Madrid. La convivencia constante con la tragedia nos ha llevado a todos a convertirnos en especialistas en técnica terrorista y a distinguir el origen de un atentado en función del modus operandi, es decir, por el procedimiento utilizado para asesinar. Aquellos que han dedicado su actividad, desde hace más de treinta años, a perforar nucas, reventar cuerpos y causar estragos, seleccionando previamente sus objetivos, no pueden sustraerse a la repulsa universal. Por mucho que retuerzan su discurso, no es admisible que sea distinto matar, una a una, a más de mil personas, que matarlas en una sola acción criminal. Es aberrante construir una específica moral asesina en función de la cantidad de personas que se decide matar. Sólo la estrategia diferencia a los terrorismos. Unos optan por las masacres colectivas, que van a ser universalmente difundidas, y otros consideran más efectiva, para sus fines, la acción selectiva, despiadada y fríamente calculada, manteniendo persistentemente la estrategia de la tensión. Lo cierto es que, a lo largo de los tiempos, los crímenes de ETA han superado, con mucho, la cifra de muertos de Madrid. Entre las numerosas acciones de la organización terrorista ETA se encuentra la comisión de múltiples actos inhumanos contra la población civil, no sólo porque la mayoría de los muertos pertenecen a ese grupo, sino porque, en todos los demás casos, ni los periodistas, ni los políticos, ni los servidores del Estado pueden ser excluidos, por declaración unilateral de los asesinos, de la condición de población civil en tiempo de paz. No quiero terminar estas líneas sin una reflexión, surgida a la vista del escenario dantesco que vivimos en Madrid y del que se hicieron eco todos los medios de comunicación del universo, abriendo sus páginas, sus espacios y sus reportajes a las imágenes de la desolación que sigue a una operación de guerra. Del aluvión de impactos visuales me quedo con la fotografía, de primera página, que publicó EL PAÍS. Podría exhibirse en una galería de exposiciones del futuro, como un "paisaje de guerra con un tren al fondo". En el clima de tragedia desatado emergió la calidad humana de los habitantes más cercanos al lugar de los hechos. La solidaridad, la templanza, la tensión contenida propia de los seres grandes de espíritu. La entrega hasta el agotamiento de muchos de mis conciudadanos me llena de orgullo y rebaja mi pesimismo irreprimible. Merece la pena hacer un esfuerzo para reiterar que, solamente el respeto a las reglas del Estado democrático y de derecho, puede hacer frente al desafío de los fanáticos de todo signo. Pero ello no es suficiente. Una sociedad democrática, políticamente sana, no puede vivir a remolque de los embates terroristas. Tiene la obligación de hacer política y exigir que las instituciones sean el cauce para que los conflictos derivados de nuestra estructura autonómica, previstos en la Constitución, tengan un campo en que debatirse, sin la interferencia de las tensiones desatadas por los actos de barbarie.