El Censor: la prensa crítica en la Ilustración española

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El Censor: la prensa crítica en la Ilustración española•
Víctor Cases
Universidad de Murcia
La prensa en el siglo XVIII
Durante la Ilustración, afirma Jean Sgard, de entre todas las publicaciones que
circulan en el territorio francés, la prensa representa el sector más dinámico: los títulos
se multiplican extraordinariamente, disminuye la frecuencia de publicación de los
mismos, el periodismo adopta formas cada vez más elaboradas1. Se trata sin duda de un
factor decisivo a la hora de comprender la nueva configuración cultural que cristalizó
hacia mediados de siglo con la emergencia de un sujeto sociopolítico, la opinión
pública, que socavó uno de los principios fundamentales del Antiguo Régimen: si la
política ya no queda reducida a los arcana imperii, si ha dejado de ser, de una vez por
todas, le secret du roi, es en gran medida gracias al desarrollo de los medios de
comunicación.
En la España del siglo XVIII, la prensa crítica (que nunca dejó de estar atenta a
las novedades que llegaban de la Francia prerrevolucionaria) vivió su época dorada en
los años ochenta. El Censor, cuyo primer número vio la luz en febrero de 1781, se vio
acompañado en la segunda parte de esta década por otros títulos que declaraban
abiertamente la deuda contraída con el periódico supuestamente editado por Cañuelo y
Pereira2. Algunas de estas publicaciones, como El Corresponsal de El Censor de
•
Este trabajo forma parte de una investigación predoctoral financiada por la Fundación Séneca, Agencia
Regional de Ciencia y Tecnología de la Región de Murcia.
1
Sgard, Jean, “La multiplication des périodiques”, en Chartier, Roger y Martin, Henri-Jean [dirs.],
Histoire de l’édition française. II. Le livre triomphant, 1660-1830, París, Fayard / Promodis, 1989, pp.
246-255. Jean Sgard desglosa las cifras correspondientes a la proliferación de la prensa en la Francia
prerrevolucionaria (se trata no obstante, de cifras aproximativas, según el propio autor): a partir de los
años treinta, y a excepción de la década de 1760, en la que el número de nuevos títulos aparecidos es
ligeramente inferior con relación al decenio precedente, el ritmo de publicación de nuevos periódicos no
dejó de acrecentarse a lo largo de la centuria: las 40 nuevas incorporaciones al mercado periodístico
registradas entre 1720 y 1729 pasaron a ser 60 de 1730 a 1739, 90 entre 1740-1749, 115 entre 1750-1759,
111 entre 1760-1769, 148 en el periodo comprendido entre 1770-1779, y 167 en los años ochenta (ibid, p.
248).
2
A título de ejemplo, podemos recordar lo que afirmaba El Observador de José Marchena en su primer
Discurso: “Esta obra periódica será muy semejante a la que salía de antes con el nombre de El Censor”
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Manuel Rubín de Celis y El Apologista universal del padre Centeno y Joaquín
Ezquerra, llegaron a convivir con El Censor; otras, como El Observador de José
Marchena, no pudieron sino lamentar la desaparición de su maestro: “La pérdida de sus
discursos es irreparable –leemos en el Discurso I de El Observador-. Pero me lisongeo
[sic] de que si mi habilidad es inferior a la suya, mi amor a la verdad y osaré decir, mi
probidad es igual a la de este honrado autor”3. Los continuadores de El Censor
disfrutaron de una vida muy corta4, más aún que la de su predecesor, cuyo último
discurso, el número 167, vio la luz en agosto de 1787. Ciertamente, habría sido
prácticamente imposible que hubieran permanecido muchos más años en el mercado,
pues la toma de la Bastilla disparó las alarmas de las autoridades españolas, que no
tardarían en imponer la ley del silencio con el fin de evitar la propagación de las ideas y
noticias revolucionarias. Por orden del Conde de Campomanes, gobernador del Consejo
de Castilla, el 24 de febrero de 1791 fueron suspendidas todas las publicaciones
periódicas a excepción del Diario de Madrid, que en adelante habría de limitarse “a los
hechos, y sin que en él se puedan poner versos ni otras especies políticas de cualquiera
clase que sean”5.
La crítica de El Censor
En abril de 1779, D. Mariano Heredia y D. Luis Castrigo presentaron una
petición al Consejo de Castilla mediante la cual solicitaban la licencia para imprimir
“varios discursos sobre diferentes asuntos, unos serios y otros jocosos, que todos tienen
por objeto la propagación del buen gusto y corrección de las costumbres, entre los
cuales hay algunos cortos ensayos de filosofía moral y jurisprudencia natural”6. A pesar
de que obtuvieron una primera respuesta favorable por parte del Consejo, los editores
(citado por Sáiz, María Dolores, Historia del periodismo en España. I. Los orígenes. El siglo XVIII,
Madrid, Alianza, 1983, p. 220).
3
Ibid.
4
Entre 1786 y 1788, El Corresponsal de El Censor y El Apologista universal publicaron 51 y 16
números, respectivamente; de El Observador aparecieron sólo seis entregas, entre 1787 y 1788.
5
Orden del Consejo (citado por García Pandavenes, Elsa, “Introducción” a El Censor (1781-1787),
Barcelona, Labor, 1972, p. 53).
6
Citado por Caso González, José Miguel, “El Censor, ¿periódico de Carlos III?”, en El Censor, obra
periódica [edición facsímil], Oviedo, Universidad de Oviedo / Instituto Feijoo de Estudios del Siglo
XVIII, p. 778.
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(que eran en realidad Luis María García Cañuelo y Heredia, y Luis Marcelino Pereira y
Castrigo) tropezaron con algunos inconvenientes, por lo que se vieron obligados a
renovar su solicitud (a la que se sumó D. Domingo Moreno) el 3 de diciembre7, y no
consiguieron definitivamente la licencia para la impresión de los 11 primeros discursos
hasta el 19 de enero de 1781. El 8 de febrero aparecía el primer discurso, que es toda
una declaración de principios: “En todas partes hallo cosas que me lastiman. En las
tertulias, en los paseos, en los teatros, hasta en los Templos mismos hallo en que
tropezar. Para colmo de desgracias no puedo callar nada [...] Censuro desde entonces en
casa, en la calle, en el paseo; censuro en la mesa, y en la cama: censuro en la Ciudad, y
en el campo: censuro despierto: censuro dormido; censuro à todos: me censuro á mí
mismo, y hasta mi genio censor censuro, que me parece mucho más censurable que los
vicios que en los demás noto. De aquí ha nacido, que ya no soy conocido por los que me
tratan sino por el Censor”.
El Censor presenta así desde el comienzo sus credenciales: no se trata,
obviamente, de una gaceta meramente informativa, y tampoco de un medio que
pretende fundamentalmente dar a conocer a los lectores las noticias literarias que
acaecen dentro y fuera del territorio nacional. Al igual que El pensador de Clavijo y
Fajardo (que vio la luz entre 1762 y 1767), inspirado a su vez en el inglés The Spectator
de Addison (publicado entre 1711 y 1714)8, la finalidad de estos papeles periódicos –
como se los denominaba en la época- no es otra que la crítica y la regeneración de la
sociedad de su tiempo, un propósito al que, sin duda, como afirmaba Sempere y
Guarinos, el periódico de Cañuelo contribuyó de manera mucho más decisiva que sus
dos ilustres predecesores, a quienes apenas inquietaban los asuntos de gobierno9.
Desde aquí, van desfilando los diversos temas sobre los que reflexiona ese
“genio censor” que no puede callar nada. Además del discurso primero –en el que,
como era costumbre por entonces, el autor del periódico ofrece a sus lectores un
7
En esta segunda petición, los solicitantes afirman que “están prontos a corregir cualquiera pasaje, y aun
a suprimir cualquiera discurso sobre que se ofrezca justamente el más leve reparo” (citado por García
Pandavenes, cit, p. 19).
8
En la presente antología, encontramos una alusión explícita a The Spectator en el Discurso XXXVIII (p.
607).
9
“Hasta ahora El Pensador y los autores de otros papeles periódicos no se habían propuesto otro
propósito que el de ridiculizar las modas y ciertas máximas viciosas introducidas en la conducta de la
vida. El Censor manifiesta otras miras más arduas y más arriesgadas. Habla de los vicios de nuestra
legislación; de los abusos introducidos con pretexto de religión; de los errores políticos y de otros asuntos
semejantes” (Sempere y Guarinos, Juan, Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del
reynado de Carlos III, Madrid, Imprenta Real, 1785-1789, tomo IV, p. 191).
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autorretrato, en este caso menos físico que moral-, la antología que presentamos
contiene otros nueve discursos de la primera época (la mayoría de los cuales fueron
condenados por la Inquisición en 1789)10, que muestran claramente las numerosas
cuestiones abordadas por el periódico: el número 3, que cuenta la desgracia de un pobre
jornalero hundido en la miseria, que sufre además la inmoralidad de su vecino rico; el 4,
el 9 (ambos tienen por objeto la crítica a la ociosidad); el 22, que reproduce una
supuesta carta de un viajero inglés, quien tras su visita a nuestro país cree haber
encontrado las verdaderas causas de la decadencia de España, y propone como remedio
que las tierras pasen a ser propiedad de quienes las trabajan; el 24, una protesta contra
los ridículos adornos de los templos y la falsa religiosidad; el 28 (que, según Edith
Helman, inspiró el capricho nº 25 de Goya, “Si quebró el cántabro”11), donde se aborda
el problema de la educación, o más bien de la mala educación que reciben los hijos de
los padres que no practican las máximas rousseaunianas, sino que se limitan a repartir
bofetones para reprender las faltas más insignificantes; el 31, uno de los discursos más
jugosos desde el punto de vista político, que se apoya en Montesquieu para realizar una
potente crítica del gobierno absoluto y arbitrario; el 38, donde volvemos a encontrar una
alusión a Rousseau (en esta ocasión explícita), a propósito de la felicidad de los grandes
y los pequeños; y el 46, que, fiel una vez más a los principios ilustrados, arremete
duramente contra la superstición, la cual según el autor resulta mucho más destructiva
que la incredulidad y el ateísmo, tantas veces condenados desde el púlpito.
Los autores de El Censor
El nombre de Domingo Moreno, que figuraba como veíamos en la segunda
solicitud presentada ante el Consejo de Castilla con el fin de obtener la licencia para la
impresión del periódico, no vuelve a aparecer en la documentación del Archivo
Histórico Nacional, así que parece, en principio, que los autores de esta publicación son,
fundamentalmente, Luis Cañuelo y Marcelino Pereira, naturales de Granada y Santiago
de Compostela, respectivamente, ambos pertenecientes al Real Colegio de Abogados de
10
Seis de los discursos que hemos seleccionado de la primera época aparecen en el acta inquisitorial: los
números 1, 4, 9, 24, 38 y 46.
11
Helman, Edith, Trasmundo de Goya, Madrid, Revista de Occidente, 1963, pp. 68-69.
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Madrid. Se suele hablar, no obstante, de El Censor de Cañuelo, pues los papeles de la
censura –argumenta Elsa García Pandavenes- apuntan al granadino como máximo
responsable de la mayoría de los discursos, mientras que las artículos económicos serían
obra de Pereira, cuyas prolongadas ausencias de Madrid (donde el periódico tenía su
sede, como la gran mayoría de la prensa de la época) se deben probablemente a su
regreso a Santiago, donde ocupó el cargo de secretario de la Sociedad Económica a
partir de 178412.
La hipótesis es puesta en tela de juicio, sin embargo, por José Miguel Caso
González, quien, en el artículo que acompaña a modo de epílogo a la edición facsímil de
El Censor publicada por la Universidad de Oviedo y Instituto Feijoo de Estudios del
Siglo XVIII, sostiene finalmente que Cañuelo y Pereira eran tan sólo “los responsables
oficiales de la publicación”, que “el periódico estaba programado, dirigido y redactado
por un grupo de ilustrados con mando en plaza, quiero decir, que ocupaban puestos de
relieve en las instituciones de gobierno, y que, si no fue impulsado ni protegido por
órganos oficiales, fue una iniciativa de Carlos III, o una iniciativa ajena patrocinada por
el Rey”13. Caso González ofrece diversos argumentos para apoyar esta novedosa
interpretación: en primer lugar, por lo que respecta a la participación o el apoyo de
Carlos III (que tantos elogios recibe en las páginas de El Censor), recuerda, entre otras
cosas, el importante papel que jugó el monarca en dos episodios que ilustran
perfectamente la pugna entre los sectores ilustrados y la reacción conservadora: el que
siguió a la publicación del discurso 65, el 18 de marzo de 1784 (que afirmaba que
España no está regida por leyes, sino que “todo queda permitido al arbitrio de los
jueces”, que interpretan como les place los códigos jurídicos), que supuso al periódico
una suspensión de cerca de un año y medio, hasta que la Real Orden del 19 de mayo de
1785 ordenó la continuación de la publicación; y una nueva Real Orden, complemento
de la anterior, del 29 de noviembre del mismo año, que si bien recomendaba la recogida
del polémico discurso 79 (que ridiculiza los ostentosos títulos que los frailes otorgan a
los santos de sus órdenes), decretaba a continuación que en adelante la comisión de
imprentas deberá castigar no sólo a los autores que abusan “de la licencia de criticar los
vicios” y dañan de este modo a personas o comunidades particulares, sino también a
12
13
García Pandavenes, cit, pp. 22, 30-31.
Caso González, cit, p. 797.
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aquéllos que protestan contra los escritos, en el caso de que sus quejas resulten
infundadas.
Cuando presentemos la antología de la segunda época de El Censor,
comentaremos más detenidamente la Real Orden del 19 de mayo, que es sumamente
significativa. Baste decir, por el momento, que con ella el rey no consiguió únicamente
que el semanario despertara de su prolongado letargo, sino que allanó el camino a los
editores del mismo al quitar al Consejo de Castilla las competencias respecto a los
papeles periódicos, cuyo examen era encomendado a partir de entonces al ministro juez
de imprentas (o en el caso de El Censor, a “dos sujetos juiciosos y de conocida
literatura” nombrados por dicho juez)14. Por su parte, el verdadero sentido de la segunda
Real Orden reside en el último supuesto de la misma: se trata de impedir que prosperen
las acusaciones secretas contra la prensa ilustrada, de poner obstáculos a aquéllos que
“se esfuerzan por medios indirectos y ocultos a sofocar con perjuicio público la verdad
que los reprende” 15. Es indudable que El Censor era muy del gusto de Carlos III, quien
además otorgó a Cañuelo una pensión de 6.000 reales a partir de 1780 ó 1782.
Aquí comienza la segunda parte de la argumentación de José Miguel Caso
González, una vez que concluye que “de alguna manera es el Rey el que asume desde el
primer momento la responsabilidad”16 de la publicación, dado que lo que parece más
probable es que Cañuelo empezara a percibir su pensión en 1780, esto es, antes de la
aparición del primer número del periódico, lo cual pone claramente de manifiesto el
firme compromiso del monarca con la puesta en marcha del semanario, que bien podría
ser incluso un trabajo encomendado por el propio Carlos III. Ahora bien, prosigue Caso
González, si esto es así, si se trata de un encargo, ¿era Cañuelo la persona idónea para
llevar a cabo una empresa de este calibre? Antes de El Censor, no se conoce ninguna
publicación del abogado granadino, no parece que fuera éste por tanto una personalidad
que en principio había de merecer la confianza real (el caso no deja de resultar algo
extraño aun si apostamos por la hipótesis débil, pues si no se trata de un trabajo
encomendado, tampoco da la impresión de que Cañuelo pueda presentar las
credenciales necesarias para lograr de parte del soberano un apoyo tan incondicional).
Tras el cierre definitivo del periódico, la única noticia literaria que poseemos de
14
Real Orden del 19 de mayo de 1785, citada por Caso González, cit, p. 783.
Real Orden del 29 de noviembre de 1785, citada por Caso González, cit, p. 784.
16
Caso González, cit, p. 790.
15
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Cañuelo es un proyecto que lleva por título Viaje al mundo inteligible, cuya
introducción presentó en 1802 al Ministro de Estado Pedro Ceballos. El informe del
censor, el conde de Isla, revela dos datos de dicha obra que no dejan de resultar
curiosos: tanto su devoción por Malebranche como su profunda aversión a las
matemáticas no parecen casar demasiado bien, afirma Caso González, con los principios
ilustrados de las páginas de El Censor.
Caso González apuesta finalmente por una tesis según la cual hay que atribuir la
autoría de este singular periódico a un grupo de ilustrados que frecuentaban las tertulias
de la condesa de Montijo. “Los autores –concluye- no han podido ser otros que la
condesa del Montijo, Tavira, Estanislao de Lugo, Urquijo, Samaniego, Meléndez
Valdés, Jovellanos y algunos otros semejantes. Y por encima de todos ellos S. M. el
Rey don Carlos III”17.
La primera suspensión de El Censor
Todos los jueves, desde el 8 de febrero de 1781, salía al mercado El Censor. Su
tirada era relativamente reducida, 500 ejemplares según el impresor Blas Román, y, a
tenor de las declaraciones de distintos libreros tomadas por el escribano de Cámara
cuando se decretó la retirada del discurso 46, el periódico era bien acogido por parte del
público, pues de los 368 ejemplares que el impresor había repartido entre los
vendedores, sólo se pudo recoger 140, cuatro días después de que el discurso viera la
luz18.
Era la primera suspensión del periódico, ordenada el 24 de diciembre de 1781.
El artículo que había hecho saltar las alarmas era, como decimos, el número 46, en el
17
Ibid, p. 799. Independientemente de que estemos o no de acuerdo con la tesis de José Miguel Caso
González, sabemos que algunos de estos escritores eran sin duda colaboradores del periódico: se atribuye
a Jovellanos las dos sátiras A Arnesto (discursos 99 y 155), a Samaniego el discurso 92 y a Meléndez
Valdés el discurso 154. Caso González sostiene además que los discursos 65, 108 y 109 son obra de
Jovellanos (ibid, pp. 781, 787).
18
El impresor se había quedado con 132 ejemplares (que entregó a las autoridades) y había repartido los
restantes entre los libreros Luis María Mafeo, Pedro Martínez, Bartolomé López y Juan Esparza. Mientras
que los dos primeros apenas habían vendido 7 y 5 ejemplares de los 50 y 100 que les fueron adjudicados,
Bartolomé López había dado salida a 64 de los 68 periódicos con los que contaba, y Juan Esparza declaró
que de los 150 que le proporcionó el impresor, “no existe ninguno en su poder a causa de haberlos todos
despachado, y muchos más que le hubieran entregado.” (Los datos han sido tomados del libro de Elorza,
Antonio, La ideología liberal en la Ilustración española, Madrid, Tecnos, 1970, p. 211).
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que El Censor afirma estar convencido de que “los verdaderos Christianos [sic], los
Christianos ilustrados, los que no lo son precisamente porque lo han sido sus padres, o
porque queman a los que no lo son” aplaudirán su firme condena de la superstición. Los
llamados “incrédulos” no deben ser muy numerosos, sostiene el autor del discurso, pues
confiesa haberlos buscado sin éxito a lo largo de toda su vida; mientras que “los
supersticiosos se hallan por todas partes”, no sólo en lo que comúnmente se denomina
“Vulgo”, sino también en ese “otro Vulgo” de Excelencias y “Señorías de pelo entero”:
el culto desmedido a los santos y las imágenes, la veneración de las falsas reliquias, el
crédito concedido a las revelaciones, profecías y milagros inventados... La superstición
toma cuerpo en todas estas prácticas y creencias ridículas. El discurso termina con una
curiosa carta cuyo autor dice haber encontrado el medio seguro para vencer a los
ingleses en Gibraltar: bastaría repartir 5.000 escapularios de Nuestra Señora del
Carmen, uno para cada soldado, y la victoria estaría garantizada.
No es de extrañar que el discurso fuera embargado, más aún cuando a raíz de las
críticas contenidas en éste y otros artículos (entre ellos el número 4, que antes
comentábamos, donde se afirma que el lujo y la ociosidad de Eusebio están reñidos con
el verdadero espíritu cristiano; y el número 24, que como vimos denunciaba los
pomposos adornos de los templos, signos de una religiosidad superficial e inauténtica),
podemos entrever los ecos del jansenismo, o de antijesuitismo, como dice Caso
González19. La firme condena del cristianismo reducido a “puras exterioridades” (tal y
como leemos en el discurso 94) y la apuesta por una Iglesia severa y una religiosidad
interna y comprometida habían de granjearle al periódico numerosos enemigos.
El Censor tardó casi dos años en regresar al mercado. Fue el 13 de noviembre de
1783 cuando apareció, por fin, el discurso 47. Tras él, el semanario volverá a sufrir dos
nuevas suspensiones, la originada por la publicación del discurso 65 y, la última y
definitiva, a raíz del enconado debate con los apologistas. El último número de El
Censor vio la luz el 23 de agosto de 1787.
19
Caso González, cit, p. 795. Entre otros, María Dolores Sáiz, Elsa García Pandavenes y Richard Herr
(España y la revolución, Madrid, Aguilar, 1964) hablan también de la influencia jansenista en El Censor.
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