cierto en medio de una profunda reforma religiosa que acaso llegue a tener más alcance y profundidad que la de Wurtemberg. ADOLFO CARetA DE LA SIENRA Javier Muguerza, Desde la perplejidad, Fondo de Cultura Económica, México/Madrid/Buenos Aires, 1990, 710 pp. Deambulando con rumbo. Crítica de la rozón perpleja Javier Muguerzaafinna, en la primera página de su libro, que "siempre hay cosas más urgentes por hacer que publicar un libro". Durante varios años ha seguido fielmente este lema, demorando considerablemnte la aparici6n de este volumen, compuesto --como él mismo explicapor textos escritos hace tiempo y s610 conocidos por un pequeño círculo de amigos. Tal vez existan cosas más urgentes que publicar un libro (publicar dos, tal vez), pero publicar puede tener su urgencia. (Hay libros que uno hubiera deseado que existiesen desde siempre.] En lo que sigue, intentaré mostrar por qué me parece que ha sido bueno que Muguerza mandase a paseo el mencionado lema. El libro está dividido, aproximadamente, en cinco partes, de las cuales la más voluminosa y sustancial es, sin duda, la 111.La primera y la última, muy breves, revelan dos contactos casi mediúmnicos de Muguerza con un par de viejos amigos, que sirven, prologal y epilogalmente, para aclarar cuestiones importantes acerca de la perplejidad. La parte 11 incluye un texto que los lectores del Diccionario de filosofla contemporánea, editado por Miguel A. Quintanilla, ya conocíamos, el "De Inconsolatione Philosophise", La parte 111,"Para una crítica de la raz6n dialógica", contiene siete textos en donde se debaten cuestiones relativas a racionalidad práctica, consenso, contrato, utopía y secularizaci6n, y en donde se analizan con bastante exhaustividad teorías como las de Habennas, Apel y Rawls, entre otros; todos los ensayos de esta parte están acompañados de abundantísismas notas con referencias bibliográficas y esclarecimientos conceptuales de muy buena calidad, cuyo interés, a veces, toma difícil la lectura paralela. (El ensayo 7 tiene 245 notas, pp. 335-376.) La parte IV incluye quince textos más cortos, escritos en ocasión de comentar algún libro de autor español, pero cuidado- 162 samente elegidos para que funcionen dentro de la temática expuesta en la parte 111. En el presente comentario explicaré críticamente el análisis que J. Muguerza hace de la cuestión de la racionalidad, así como la justificación que da de la metodología perpleja (cuya aplicación, auténtico "deambular con rumbo", transforma este libro en la primera muestra de lo que se puede llamar -por analogía con cierto cine de los 60-- Road Philosophy), cuando muestra que en la postura filosófica del autor, una cosa no puede separarse de la otra. Por último, en cuanto filósofo analítico impaciente, me plantearé cómo sería un filosofar que pudiese, al mismo tiempo, situarse más allá de la perplejidad pero sin caer en el dogmatismo cerrado, tan estimulantemente criticado en la obra. Racionalidad. En las épocas heroicas del libro anterior de Muguerza, La razón sin esperanza (Taurus, Madrid, 1977), la cruzada era contra aquel positivismo que trataba de impedir la propia instauración de la esfera "práctica" como tal, reduciéndola a emotivismo, en tanto que ahora -ganada la batalla de la instauraciónel problema consiste más bien en la posiblidad de concebir de manera positivista la propia racionalidad "práctica", cuya realidad ya no se niega. En la presente obra, sin embargo, aún se dejan escuchar, de vez en cuando, algunos ecos espectrales de aquella otra lucha. (Cfr., por ejemplo pp. 41 y 243: "no habría que confundir en ningún caso la aplicación de la ciencia, o si se quiere así, la práctica de la razón teórica con la teoría de la razón práctica, esto es, con la ética".) En sus consideraciones nada extemporáneas, el autor acepta como su propio objeto de estudio aquella "razón" que hoyes cortejada por las más diversas tendencias filosóficas; el punto de partida va a ser "el concepto kantiano de razón", pero "nuestro punto de llegada aspira a ser una versión actualizada de aquel concepto de razón; [... ] se trata de la empresa de acomodar el lineamiento del concepto kantiano de razón a las más novedosas coordenadas de lo que se ha dado en llamar el 'giro lingüístico' de la filosofía contemporánea" y que reúne filosofías como "el análisis filosófico, la hermenéutica o la teoría crítica frankfortiana" (p. 115). Siguiendo este enfoque, le interesan particularmente la teoría de la acción comunicativa de Habermas, la semiótica trascendental de K.O. Apel (y la ética comunicativa vinculada con las dos), sus relaciones con versiones actuales del contractualismo (sobre todo la de 1. Rawls), sus vínculos con la problemática de la utopía 163 y con el programa de la secularización de la reflexión ético-política, comprende también una consideracíon "interlúdica" sobre las rela- ciones del marxismo con la cuestión de la racionalidad. La consideración del problema de la racionalidad por medio de todas esas teorías comprende una parte expositíva y una parte crítica, y la más "jugosa" es sin duda esta última, verdadero paradigma de filosofía (o ¿sofística?, véase más adelante) perpleja. La parte expositiva es, a mi modo de ver, un tanto excesiva (por ejemplo, la teoría de Habermas se expone en la parte 1, p. 28 Y ss., en la parte 111, cap. 3, p. 103 Y ss, (junto con la teoría de Apel, cap. 5, pp. 187 Y ss. Y cap. 7, p. 276 Y ss.] Y se torna repetitiva para quien conoce las teorías, al tiempo que seguramente será insuficiente para quien no las conoce en absoluto. Este fenómeno debe explicarse, en parte al menos, por el origen diverso de los textos y las diferentes fechas de elaboración, lo que muestra que la conjunción de una serie de textos no alcanza por sí sola a configurar un libro. Sin embargo, esta despreocupación por escribir "un libro" no deja de estar vinculada con las propias convicciones de la obra, como Muguerza dice explícitamente (p. 49): "No esperes de mi libro demasiadas respuestas ni mucho menos encontrarlas sistemáticamente articuladas, pues por decirlo con el poeta, 'no profeso otro sistema filosófico que el sistema de la perplejidad'." El texto 5, "Entre el liberalismo y el libertarismo", es uno de los que mejor exponen las vinculaciones entre las teorías de la acción comunicativa y el contractualismo: "Sean o no conscientes de ello sus representantes, el neocontractualismo vendría a constituir una cristalización de la concepción dialógica de la racionalidad en el dominio de la filosofía analítica" (p. 163). En la p. 188, después de citar largamente a Habermas, Muguerza afirma de la ética comunicativa: "cabría considerarla una ética de la fraternidad, pues la situación de diálogo referida tiene que descansar en el mutuo reconocimiento y la reciprocidad de las partes dialogantes, a las que la razón, en fin, haría libres e iguales. Y, por lo que a mí respecta, no tendría el menor empacho en calificarla de ética contractual". En el capítulo 8 se tratan específicamente las relaciones de la ética comunicativa con la cuestión de la utopía: el autor afirma, después de exponer las teorías de Apel: "su cometido [de una ética comunicativa] no es otro que el de instituir para todo ser humano la obligación de 'aproximar' cualquier comunidad en la que participe -incluida la humanidad en cuanto comunidad, al menos potencialmente, universal- a las ideales condiciones de la comunidad ideal 164 de comunicación. Con lo que finalmente llegamos a la pregunta que inspira la reflexión de Apel en torno a la 'utopía dialógica': ¿es la ética comunicativa una utopía?" (p. 412). Para analizar las relaciones entre ética y utopía, el autor utiliza la distinción entre un modelo "horizontal" y uno "vertical" de la utopía; el primero vinculado con la concepción teleológica de la ética, "indisolublemente ligada [... ] a una filosofía escatológica de la historia", en tanto que la otra sería "de corte deontológico, que no requiere en principio del concurso de ninguna escatología" (p. 415). Las preocupaciones del autor en torno a los riesgos escatológicos de ciertas teorías éticas y la problemática de la secularización de la reflexión, están contenidas en el capítulo 9, "Un colofón teológico-político". Las críticas de Muguerza (o la crítica perplejamente reiterada) contra esta concepción kantian~-comunicativa de la racionalidad, comienzan por asumir algunas sospechas (no por postmodernas menos fundamentadas) acerca de una posible mitologización de la propia racionalidad y terminan con un tonificante plaidoyer en favor de la capacidad de disenso, el respeto por el conflicto y la "desescatologización" de los consensos: "el 'potencial emancipatorio' de la razón ilustrada se deja doblar de un parejo potencial represivo, pues la misma razón de que nuestro sentido crítico se vale para librar a nuestras mentes de mitología puede a su vez sobreimponérsenos con la fuerza de un mito y la misma razón gracias a la que nuestra voluntad logra erigirse en dominadora de la naturaleza puede ejercer no menos implacablemente su dominio sobre nosostros" (p. 29). La alternativa, sin embargo, no es el irracionalismo: "Lo que hay que hacer en nuestros días no es renunciar a la razón, sino sólo a escribirla con mayúscula; [... ] semejante adhesión a la razón con minúscula ha de hacernos desconfiar, tanto al menos como del irracionalismo, de los racionalismos excesivamente ambiciosos, como quizás lo sea el de Habermas" (p. 37). La posible mitologización de la razón, mediante la comunicación y el diálogo, la ve Muguerza en la idea de que debe haber un consenso final si se asume la actitud cooperativa recomendada en las teorías de Habermas y Apel. En este punto, creo yo, están concentradas las mejores observaciones críticas del libro. En la p. 33, el autor habla de la "convicción habermasiana, a decir verdad un tanto peregrina, de que dos o más personas capaces de comprenderse mutuamente tendrían que serlo eo ipso de llegar a un entendimiento y ponerse de acuerdo. Personalmente opinaría, por el contrario, que una 'crítica racional de las ins- 165 tituciones existentes' tendrá invariablemente tanto o más que ver con la capacidad de disenso por parte de los individuos que con ningún consenso, por racionalmente que éste haya sido alcanzado" (p. 33). Y en "Filosofía y diálogo" reitera que en las teorías de Apel y Habermas hay "un cierto sabor funcionalista, algo así como una muy marcada propensión a considerar a la comunidad de comunicación o de diálogo como una suerte de sistema invariablemente tendente al equilibrio, lo que vendría a traer como consecuencia [... ] la tentación de desconsiderar la importancia del conflicto por sobrevalorar la del consenso" (p. lOS); "ni tan siquiera está muy claro que de un tal diálogo haya de resultar ningún consenso. Después de todo, y por acudir a la instancia paradigmática de los diálogos platónicos, no es infrecuente el caso del diálogo del que no se concluye nada; y hasta cabría decir que, en ocasiones, nos impresiona más la racionalidad de aquel diálogo en que la discusión queda abierta que no la de aquel otro que se cierra con un acuerdo de las partes" (p. 12S). (Se puede ver también las pp. 138--139,288,290 y 463; en esta última dice Muguerza: "la tematización del disenso constituye, en efecto, un punto flaco -si no 'el' punto flaco-- de la ética comunicativa y la teoría habermasiana del discurso en general".) Perplejidad. En su crítica contra la racionalidad decisoria (o sea aquella apresurada por concluir en un consenso, sea teleológicamente, sea comunicativo-dialógicamente), Muguerza reivindica una "razón perpleja", interesada en el usufructo de su propio e infinito derecho de problematización y en su rehusarse a concluir. En la p. 191 dice claramente que la opción de la perplejidad es la "de quien no ha perdido del todo el gusto por la incertidumbre del dilema". En la parte 1, y con explícitos (y bienvenidos) intentos de esclarecimiento, se nos dice que un "perplejo" no es, en absoluto, un "descarriado" (p. 2S), sino alguien que se mantiene en estado de tensión e incertidumbre, no por haber "perdido el camino" (encontrado el cual, cesarían las tensiones), sino por ser de aquellos "que, bien encaminados, se encuentran desconcertados, inciertos, confusos, en una palabra, perplejos ante una encrucijada que les oprime el ánimo" (p. 2S). En el mismo lugar, llega Muguerza a aproximar los perplejos a los que Habermas llama "los afectados" en una discusión racional: "Habermas acustumbra referirse a ellos como die Betroffenen, [••. ] 'los interesados'" (p. 36). Así, se podría decir que ciertos juicios, en caso de ser válidos, habrían de ganar "el reconocimiento 166 de todos los perplejos", que de este modo quedarían" eventualmente sanados de la perplejidad" (ibiá.). Aun cuando --como veremos en seguidavincula el autor la perplejidad a situaciones y fil6s0fos históricos determinados, en varios momentos de su texto presenta la perplejidad casi como la propia definición -de la tarea filosófica. (Cfr., por ejemplo, pp. 45-46. En la p. 106, la define como "una cierta sensibilidad para con las tensiones filosóficas". En la p. 244, se vincula la perplejidad con "las preguntas que carecen de respuesta".) En otras partes de la obra, la perplejidad tiene, en cambio, apoyos más históricos. En la p. 219, un cierto tipo de marxismo es llamado explícitamente "perplejo" para diferenciarlo de otros marxismos. En la 320, citando a Gómez Caffarena, se ve a Kant como "fundamentalmente perplejo" en el plano político. Pero el momento del libro en donde tal apoyo histórico de la perplejidad es más fuerte, es, sin duda, en donde se expone el enfrentamiento de Hahermas con el postmodernismo, al comienzo del libro: "la actitud de Habermas ante los postmodernos guarda alguna semejanza con la de Maimónides ante los perplejos. La diferencia radicaría en que este último habla desde la fe y la religión, mientras que Habermas lo hace en nombre de la razón y la filosofía. [... ] Habermas no solamente aprecia 'perplejidad' en los postmodernos, sino asimismo 'd escarno""( p. 35)D ' de su crítica ,. . espues contra l'a razon con mayúsculas, resulta claro que sea éste un momento en el que el autor defienda a los postmodernos, aunque sólo en la exacta medida en que asumen la perplejidad. "En cuanto a la adustez con que los postmodernos son tratados en su obra [la de Habermas] habría que preguntarse si no están siendo tratados así desde un racionalismo excesivamente seguro de sí mismo e incluso demasiado ambicioso" (ibiá.). "El postmoderno no es sino aquel perplejo que, en nuestro siglo, desconfía de que los ideales racionalistas de la Ilustración puedan continuar hoy tan vigentes como, al parece!; lo estuvieron en el siglo XVIII. Pero, en ese preciso sentido, todos somos de un modo u otro postmodernos a menos de ser ilusos" (p. 36). "Mas la perplejidad no se reduce al escepticismo, ¿no es eso? Por supuesto que no", se nos dice al final del libro (p. 661). El escepticismo puede llevar a la calma y la perplejidad nos mantiene en tensión. Ya en las pp. 46-47 se había considerado la perplejidad como "el único padecimiento .filosófico capaz de inmunizarnos contra ambas" (o sea, contra "esas dos formas de intolerancia", llamadas escepticismo y dogmatismo). El término "obstinación", que aparece 167 en el título de la última parte del libro, puede dar la clave de la alegación muguerziana contra el escepticismo, en la medida en que es la razón la nos coloca "obstinadamente" en el camino y evita que nos "descamemos", aun cuando --como razón con minúsculas-sea ella incapaz de llevarnos a algún lugar definitivo. La perplejidad es un deambular con rumbo: el rumbo es su momento "dogmático" y racional, y el deambular su momento "escéptico" y problematizadon Más allá de la perplejidad. Impaciencias de un analúico. Para filósofos de formación analítica, como es mi caso, la perplejidad no termina de resultar demasiado satisfactoria como caracterizaciónfina! de la tarea filosófica y querría, en esta última parte, sugerir un más allá de la perplejidad que mostrase que ser un perplejo no es, necesariamente, la única alternativa del dogmatismo lineal, tan saludablemente criticado por Muguerza. Lo que me intranquiliza del "perplejismo" es el riesgo de que quien lo asuma sin el talante y la responsabilidad de Muguerza, pueda utilizarlo para rehusarse a trabajar analíticamente los conceptos, y que la infinita problematización a la que lo habilita su actitud perpleja le impida desarrollar esos conceptos hasta el fin, hasta su consumación fructífera, interrumpiendo ese desarrollo ante las primeras problematizaciones que surgen en su imaginación crítica. Eso podría llevar a estimular lo rapsédico, cierta fugacidad, cierto distanciamiento quieto, en donde la "tensión", que caracteriza al perplejismo, podría aproximarse más a la eterna "consideración" del asunto que a su tratamiento conceptual. Delante de A o B, el quietismo escéptico tradicional no avanza hacia ninguno de ambos, pero lo que llamo el quietismo perplejo podría consistir en un incesante ir del uno al otro, pero como si uno de esos movimientos anulase permanentemente el siguiente. En muchos momentos de la lectura del libro se siente que se nos invita a ir a cierto lugar y un segundo antes de sentarnos y descansar un poco se nos invitase a correr en dirección contraria, como dándonos a entender que de lo que se trataba era, fundamentalmente, de venir. No soy totalmente insensible a esta concepción "vitalista" del quehacer filosófico, que gusta de proporcionar a la reflexión los ritmos propios de la vida viva, pero tales ritmos podrían exigir que acabásemos cuidadosamente un ciclo antes de apresurarnos a iniciar el otro. Siempre es interesante dejar que las ideas nazcan, se desarrollen y mueran durante el análisis, en tanto que el perplejismo -me pareceno las deja morir, las 168 mantiene vivas y peleándose entre ellas, sin permitirles que digan todo lo que vinieron a decir. Para quien considera el escepticismo como peligro (como es el caso de Habermas, Apel y, según se desprende de ciertos textos, de Muguerza) también habría que ser conscientes de que existen al menos dos tipos de escepticismo: el que se niega a argumentar y el que acepta argumentar infinitamente, el que sostiene que nada es argumentable y el que sostiene que todo lo es. Habermas discute con el primer tipo de escéptico en su texto "Ética del discurso", pero sus argumentos dejan intacto el escepticismo del segundo tipo. Este escéptico, en cierto sentido, es el sofista tradicional. A pesar de las alegaciones antiescépticas de Muguerza, no veo por qué el perplejismo no podría considerarse un escepticismo de la argumentación infinita. A diferencia de todos los filósofos citados, incluyendo a Muguerza, quien escribe estas líneas 1W considera el escepticismo como un "peligro", de manera que esta observación no debe tomarse como peyorativa. Creo que el propio Muguerza -plenamente consciente de estos riesgos de la reflexión- da la pista esencial, al final de su obra, acerca de cómo se podría filosofar más allá de la perplejidad, evitando escepticismo y dogmatismo lineal. En la p. 687 y siguientes, Muguerza plantea la dicotomía kantiana entre la pretensión de universalidad de las leyes morales y la exigencia de autonomía de los individuos, y dice que ambas son irrenunciables. Una típica situación perpleja. No obstante, dice Muguerza: "mucho me temo que la perlejidad, por llamar de este modo al inestable equilibrio entre el principio de universalización [... ] y el imperativo de la disidencia, sucumba en último término ante una nueva obstinación, la obstinación individualista, que le lleva a alzaprimar la autonomía frente a la universalidad" (p. 688). En mis propios trabajos de ética he tratado de superar de esta manera la perplejidad con una opción basada en argumentos. No creo que tal postura vuelva al dogmatismo, en la medida en que se mantiene una atención dirigida siempre hacia la posible presentación de contraargumentos capaces de mostrar o bien la plausibilidad de la opción contraria o bien la problematización de la del adversario, o ambas cosas. En este caso, como se ve bien, no es la actitud perpleja en sí lo que se necesita para enfrentar el dogmatismo, sino, utilizando la terminología de Muguerza, una obstinación argumentativa que se mantenga abierta a otras obstinaciones del mismo tipo. Las "razones del otro" deben ser, pues, argumentati- 169 vamente desarrolladas y no tan sólo "expuestas". Creo que la noción de "obstinación" que aparece, no sin teatralidad, hacia el final del libro -como lo hacen los buenos héroes-- me permite decir que Muguerza compartiría mi temor de que los desastres, tan mencionados a lo largo de la obra (Auschwitz, el Gulag, Hiroshima), pudiesen ocurrir durante nuestro estado de perplejidad. Con un elegantísimo estilo, salpicado de vez en cuando por la ironía y el humor (como cuando declara el autor que su interés por la muerte del marxismo es "detectivesco"), el libro tiene el mérito de la suscitación, el estímulo y la invitación a la pregunta. Aun cuando el fanatismo y la demagogia continúen siendo, lamentablemente, la mejor mercadería de consumo, no se puede sino desear muchos lectores para la manera perpleja de hacer filosofía, por agudas que puedan ser nuestras objeciones teóricas a la misma. JULIO CABRERA 170