Libro de las horas contadas, El

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José María Merino
El libro de las
horas contadas
1. El meteorito
Pedro se sobresaltó al advertir el resplande­
ciente recorrido de aquella estrella fugaz que rasga­
ba la negrura del cielo.
—¿No la habéis visto?
Perplejos, Mónica y Fran volvieron hacia él
sus miradas.
—¿Ver qué? —preguntó Fran.
—Una estrella fugaz, enorme.
Un matrimonio veterano y un solitario que
solamente durante algún tiempo de su vida vivió
en compañía: el pequeño grupo fraguado en una
ligazón antigua, al parecer inquebrantable, se había
reunido otro verano más. «Acaso el último verano»,
solía pensar Pedro con incómoda resignación.
Aunque estaban a principios de agosto, los
días seguían siendo muy plácidos. «Agosto, frío en
rostro», se decía en otros tiempos, y ciertamente ha­
bía en el ambiente un frescor que hacía gustosos esos
momentos de la noche, a sus espaldas los crujidos
tenues del monte, ante ellos la invisible serenidad del
valle marcada por el crepitar de los insectos, o algún
ladrido disperso, a lo lejos las luces de la capital.
La placidez enlazaba aquella noche con mu­
chas otras semejantes de tantos veranos del pasado,
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desde los tiempos de la lejana adolescencia, los tres
sentados en la galería de una vieja casa de campo.
Fran y él eran primos, tenían casi la misma
edad y habían estudiado juntos la carrera. En los
tiempos de la adolescencia, un verano a la orilla del
mar, conocieron a Mónica, y Pedro y ella habían
comenzado un noviazgo cimentado en besos oca­
sionales y caricias furtivas que haría reír a los jóvenes
de ahora.
—No la he visto —dijo Fran.
—Tampoco yo —confirmó Mónica.
—Un resplandor muy intenso. Como si fue­
se un meteorito importante.
Al pronunciar aquella palabra, meteorito, Pe­
dro encontró la clave de su sobresalto.
El tercero de los años de su noviazgo con Mó­
nica, último de la carrera, ya muy consolidada la re­
lación amorosa, invitó a la muchacha a pasar una
temporada en el lugar del valle montañés, la casa de
los abuelos, donde habían transcurrido los veranos
de la infancia en compañía del inseparable Fran y de
otros primos, ahora ya ausentes o desaparecidos.
También aquel verano estuvo con ellos Fran,
y también por las noches se sentaban en la galería y
tomaban el fresco mientras charlaban, con la mirada
perdida en las escasas luces diseminadas confusa­
mente a los pies de aquella casa, en una oscuridad
mucho más espesa que ésta.
Pero la tierna juventud se había extinguido
ya hacía mucho tiempo. Pedro había asumido con
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pesadumbre la dolencia que hacía del verano pre­
sente un espacio fronterizo, pues a mediados de sep­
tiembre lo esperaban tratamientos muy severos y
otra importante intervención quirúrgica, a partir
de pruebas fastidiosas y de un diagnóstico que no
había suscitado declaraciones optimistas en los fa­
cultativos, de modo que aquellos momentos de los
tres, sentados en la terraza ante la dulzura del vera­
no, no reproducían los regocijos de los tiempos ju­
veniles y de los años del crecimiento y de la madu­
rez, sino que ofrecían ese pasmo consternado de
ciertas despedidas.
—¿No os acordáis de aquel meteorito? —pre­
guntó Pedro entonces, y quiso encontrar en las mi­
radas de los otros dos alguna señal del mismo senti­
miento que había motivado su sobresalto.
Empezaron a recordar, primero Mónica, lue­
go Fran.
Estaban sentados en la galería de la vieja casa
de los abuelos, con las ventanas abiertas de par en
par. Entonces había unas butacas de mimbre muy
desvencijadas, acababan de echar una partida de
parchís, sonarían los Beatles en el tocadiscos de Fran,
o los Rolling, fue Mónica quien primero lo vio, la
súbita irrupción de aquella estela rojiza, cada vez
más firme, más intensa, una masa fulgurante que
descendía veloz sobre ellos, como un gran elemen­
to pirotécnico.
—Una cabeza enorme, una cola de fuego
muy larga.
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El impacto había causado un fogonazo re­
pentino y gigantesco.
—Y el enorme chasquido cuando chocó con­
tra el suelo, el trallazo retumbante.
Habían intentado adivinar dónde podría ha­
ber caído aquella cosa, tenía que ser un meteorito,
pero la negrura anulaba las distancias y hacía im­
posibles las perspectivas.
Hacia la parte del monte, creía Fran; en las
afueras del pueblo, calculaba Mónica.
El fenómeno no había pasado inadvertido
en la comarca, y durante los días siguientes muchas
personas anduvieron merodeando por el monte y
por el valle, en busca de las huellas de la violenta
colisión, pero nadie era capaz de dar con ellas. Por
fin, alguno de los infatigables buscadores encontró
un pedrusco brillante y arrugado, no más grande
que un puño, en el fondo de un hoyo, un pequeño
cráter, en la huerta asilvestrada de un molino aban­
donado.
El muro que rodeaba la construcción había
ocultado el punto donde yacía, entre matorrales
calcinados, aquella piedra negruzca, con un peso
excesivo para su volumen, que pudo contemplarse
y manosearse en la fonda del pueblo antes de que
se la llevasen a Madrid.
—No sé si os acordáis, apareció en el molino
de La Hibiera —dijo Pedro—, justo en el centro de
la antigua huerta, como si alguien hubiese hecho
puntería para acertar en aquel sitio, precisamente.
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Miró a Fran y a Mónica con una sonrisa que
parecía un gesto de cansancio, pero la enfermedad
estaba cambiándole sutilmente las facciones, o acaso
la tristeza daba a su expresión aquel aire de acaba­
miento.
—Entonces no os lo dije, porque quería apun­
tarme el tanto, ser yo el descubridor. Pues aquella
noche, cuando vimos descender el meteorito con
su cola de fuego, imaginé que había caído allí,
precisamente allí, donde el molino de La Hibiera.
En Fran y en Mónica parecía haberse des­
pertado un interés súbito por lo que estaba contan­
do Pedro, cuya leve sonrisa se ofrecía cada vez más
como una mueca amarga.
—No sé si os acordaréis, pero aquel verano
yo andaba arrastrando el dichoso Civil, de modo
que madrugaba para estudiar un par de horas por
las mañanas, y por las tardes, cuando vosotros ba­
jabais al río, me quedaba encerrado estudiando otro
par de horas, antes de acercarme a la poza, para
darme un chapuzón en vuestra compañía.
—Cómo no me voy a acordar —repuso Fran,
en tono de broma—. De vez en cuando, sentados
en aquella galería, nos hablabas de la organización
económica de la sociedad conyugal, del régimen de
gananciales, de los derechos sucesorios del cónyuge
viudo, del ius transmissionis, como si nosotros no
hubiésemos tenido que estudiarlo.
—Pues hoy os voy a contar algo que no sa­
béis y que esa dichosa estrella fugaz me ha hecho
recordar, o mejor revivir, porque lo de olvidar, esas
cosas no se pueden olvidar.
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traído.
Dijo aquello y se quedó callado, como dis­
—¿Nos lo vas a contar o no? —preguntó
Mónica, tras unos instantes de expectación.
—Claro que os lo voy a contar, en realidad
llevo años queriendo contároslo, y a la vez decidido
a callármelo para siempre, pero ya que parece que
estoy de despedida, y tras la señal del meteorito de
hoy, no quiero llevármelo conmigo. Al fin y al cabo
hemos compartido muchas cosas, creo.
Ni Fran ni Mónica hablaron tampoco esta vez.
—Digo que cuando vimos el rastro de fuego
del meteorito y luego aquel enorme fogonazo, tuve
la intuición de que había caído en el molino, acor­
daos de que a veces íbamos hasta allí para intentar
pescar alguna de las truchas que había en la presa,
aunque nunca lo conseguimos. Imaginé «ha caído
en el molino» pero no os dije nada, quería reservar­
me yo la gloria del hallazgo, y cuando al día siguien­
te por la mañana, encerrado en mi cuarto frente al
tocho de Civil, veía desde la ventana a la gente va­
gando por el monte, pensé que tenía que acercarme
al molino para confirmar mi corazonada. Y lo hice
aquella misma tarde.
Juntó las manos, las apretó un momento y
los miró, uno tras otro, antes de volver a separarlas
y continuar hablando.
—Vosotros os habíais ido a eso de las cuatro,
en vuestras bicis, y yo salí también en la mía apenas
media hora después, porque no podía aguantar la
curiosidad. Tomé la senda que lleva hasta el molino.
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Pensaba echar un vistazo en el interior de la edifi­
cación y luego en la vieja huerta, y buscar por los
alrededores, si dentro no encontraba nada. Cuando
me acercaba al molino, vi brillar algo metálico jun­
to al muro: eran unas bicicletas.
Pedro dejó de hablar, pero esta vez no estaba
distraído en sus evocaciones, sino que utilizaba aque­
lla pausa como un acicate del interés de sus oyentes,
a quienes observaba otra vez con fijeza, como si es­
tuviese reconociendo sus facciones.
—Dejé mi bici y me acerqué. Aquellas bi­
cicletas apoyadas allí me parecieron las vuestras.
Había una de chica, roja, como la de Mónica, y
otra amarilla con manillar de carrera, como la tuya.
Me pregunté qué podíais estar haciendo en aque­
lla parte del río, tan lejos del soto y de la poza.
Entré en el edificio, y lo oscuro del lugar me deso­
rientó un poco al principio, pero enseguida pude
descubrir la mole de la gran muela, entre restos de
la techumbre desmoronada. Resonaba el agua co­
rriendo bajo mis pies y había en todo una quietud
muy grande, mas advertí cierto movimiento en
una zona lateral, en el rincón lleno de restos de
viejos sacos. Las ruinas del techo, que me oculta­
ban, me permitieron atisbar dos cuerpos tumba­
dos sobre los sacos. Claro que todavía estaba des­
lumbrado por la claridad exterior, pero aquellos
cuerpos parecían los vuestros, el chico con el pan­
talón vaquero y aquella camiseta blanca que tú
llevabas, aunque como estaba de espaldas yo no
podía ver la cara estampada del Che, y la chica con
una falda azul y una blusa rosa, igual que unas ropas
que tú tenías, Mónica.
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En el rostro de Pedro se había desvanecido
cualquier rastro de sonrisa y presentaba una mueca
que podía recordar el gesto compungido de algunas
máscaras arcaicas. Las miradas de Fran y de Móni­
ca estaban prendidas de aquellos ojos fijos y tristes.
—La chica tenía la blusa desabrochada y el
sujetador suelto, y el chico le besaba las tetas como
si quisiese comérselas. Yo no podía ver el rostro del
chico, la chica tenía la cara vuelta hacia el otro
lado y la melena le tapaba también las facciones.
Me quedé tan desconcertado que no quise seguir
mirando aquel abrazo, di la vuelta, salí del molino,
monté en mi bici y ascendí por la senda monte
arriba, busqué un lugar para sentarme un rato largo,
no os podéis imaginar lo desolado y confundido
que me sentía. Al fin decidí ir a la poza: estabais en
el lugar de siempre, cada uno leyendo un libro,
vuestras bicicletas apoyadas en un chopo, me reci­
bisteis como todos los días, con saludos alegres,
cómo has tardado tanto hoy, invitaciones a que me
bañase, que el agua estaba muy buena, que estaría
harto de tanto empollar.
Ya no les miraba, pero ellos seguían pendien­
tes de sus palabras y de su rostro.
—Aquella noche no pude dormir, pero al fin
decidí creer que no era a vosotros a quienes había
visto en el molino, había más veraneantes en el pue­
blo, chicos y chicas de nuestra edad, que recorrían
con sus bicicletas los caminos y las sendas, bicis
parecidas a las nuestras, cuánta gente vestía vaque­
ros, y camisetas blancas, y faldas o blusas con el color
y el aspecto de aquellas tuyas. Tomé la resolución
de pensar de ese modo, y que tú siguieses siendo mi
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novia y tú mi mejor amigo. Que aquella visión bo­
rrosa del molino no me obligase a romper con una
forma de aceptar la vida que me hacía dichoso. Que
el tiempo siguiese su curso como si aquellos cuerpos
que se abrazaban sobre los sacos no hubiesen sido
vuestros cuerpos.
Continuaba sin mirarlos, pero ellos no de­
jaban de mantener sus ojos fijos en él.
—Porque no lo eran, ¿verdad? —preguntó,
en voz muy baja.
Ni Fran ni Mónica respondieron, los torsos
un poco inclinados hacia delante, como si se aso­
masen a un precipicio que, de repente, hubiera sur­
gido sustituyendo a la mesita de cristal.
—No, no lo eran, no erais vosotros. Y a lo
largo de la vida tú has sido mi mejor amigo y tú
una esposa cariñosa y fiel, y los tres hemos estado
unidos por un afecto limpio y seguro, ¿no es cierto?
Pedro se levantó con dificultad.
—Voy a tomar mis pastillas y a acostarme.
Me tenéis que perdonar, quizás hubiera sido prefe­
rible que no os hubiese contado nada.
Salió de la terraza arrastrando los pies, mien­
tras Fran y Mónica se contemplaban en silencio.
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