las instituciones de bretton woods: 60 años de cambios

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Juan José Toribio Dávila*
LAS INSTITUCIONES
DE BRETTON WOODS:
60 AÑOS DE CAMBIOS
Sesenta años después de la celebración de la Conferencia de Bretton Woods, de la que
nacieron el Fondo Monetario y el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo
(hoy Grupo Banco Mundial), los diversos acontecimientos económicos han obligado a
una adaptación de las funciones de estas instituciones para responder a la nueva
configuración de los mercados financieros internacionales y las necesidades de sus
países miembros. Este trabajo analiza la evolución de ambas instituciones, revisando los
acontecimientos que han precipitado los principales cambios e identificando los retos
pendientes para el futuro.
Palabras clave: sistema financiero internacional, sistema monetario internacional, instituciones financieras
multilaterales, Banco Mundial, FMI.
Clasificación JEL: F33.
1.
Introducción
Bajo la perspectiva de una inminente victoria en la Segunda Guerra Mundial, se celebró en un apartado hotel
de Bretton Woods, N.H., del 1 al 22 de julio de 1944, la
denominada «Conferencia Monetaria y Financiera de
Naciones Unidas». Participaron en ella 44 países, y otro
(Dinamarca) envió una simple representación de menor
nivel. Una cumbre tan limitada, y sin la presencia de ningún Jefe de Estado o presidente de gobierno, sería hoy
considerada un happening político de menor nivel, pero
el ambiente de esperanza y novedad en que entonces
se vivía bastó para convertir el encuentro en el punto de
partida de un nuevo orden económico internacional.
* Profesor del IESE.
De la Conferencia se derivó la decisión de crear tres
instituciones básicas. En primer lugar, el Fondo Monetario Internacional, cuyo convenio constitutivo fue firmado
ya finalizada la guerra (27 de diciembre de 1945). Su
primera Asamblea de Gobernadores, es decir, de ministros de finanzas y presidentes de bancos centrales, tuvo
lugar en Savannah, Georgia, sólo unas semanas después (8 de marzo de 1946), aunque el comienzo efectivo de sus operaciones financieras se retrasó hasta el 1
de marzo del año siguiente.
La segunda institución fue el llamado Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo, cuya propia denominación indica un claro afán de reparación por la
gran destrucción generada en la guerra, aunque su propio éxito en materia de reconstrucción le llevó pronto a
centrarse en la financiación de proyectos en países
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atrasados que, de hecho, no habían participado en el
conflicto. Pasó, pues, a ser más identificado con la marca «Banco Mundial», cobertura actual de las diversas
entidades en las que ha quedado configurado su grupo
financiero.
Por fin, la Conferencia de Bretton Woods previó la
creación de un tercer organismo, desde el principio denominado Organización Mundial de Comercio que, no
obstante —y por razones largas de explicar—, no adquirió carta de naturaleza ni entró en funcionamiento hasta
casi 50 años después, aunque bien es cierto que alguna
de sus previsibles funciones fueron asumidas por un
acuerdo general (el GATT) suscrito en 1947. Dado que
casi nadie identifica hoy a la OMC con la conferencia de
Bretton Woods, los párrafos que siguen limitan su análisis a sólo las dos primeras instituciones: FMI y BM.
2.
La trayectoria del FMI
El Convenio Constitutivo del Fondo asignó a la institución una serie de objetivos y funciones que, traducidos desde su peculiar lenguaje técnico (el «fundés»,
según la irónica expresión que con frecuencia emplea
el staff) al idioma de nuestros días, pueden enumerarse como:
a) Fomentar la cooperación monetaria internacional, la estabilidad cambiaria y los regímenes de cambio
ordenados.
b) Posibilitar un crecimiento «equilibrado» del comercio internacional, como contribución a altos niveles
de empleo y prosperidad.
c) Promover la «convertibilidad» de todas las monedas, es decir, la eliminación de restricciones cambiarias
que tanto dificultaban la expansión del comercio.
d) Facilitar el ajuste de las balanzas de pagos.
e) Finalmente, «infundir confianza a los países
miembros, poniendo a su disposición temporalmente los
recursos generales del Fondo (procedentes de cuotas),
dándoles así la oportunidad de equilibrar sus cuentas
exteriores sin recurrir a medidas perniciosas para la
prosperidad nacional e internacional».
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Nadie ha procedido a una revisión general de esos fines, por lo que siguen siendo teóricamente la razón de
ser de la institución. El sistema monetario y la propia
economía internacional han experimentado, sin embargo, cambios tan sustanciales, que ponen en tela de juicio la misión del Fondo o, al menos, parecen reclamar
una reflexión profunda sobre la «hoja de ruta» que pueda orientar la trayectoria de la entidad en el mundo actual. Algunos de esos cambios respondieron a shocks
perfectamente identificables como puntos de ruptura, o
como hitos básicos de alteración en la evolución del sistema monetario internacional. Otros (quizá los más profundos) fueron graduales y continuos, por lo que no resultaba fácil valorarlos en el acontecer diario.
Entre los primeros (cambios asociados a auténticos
shocks económicos o políticos), los futuros tratados de
Historia Económica no dejarán de registrar la reunión
que el presidente Richard Nixon mantuvo con altos funcionarios de su gobierno en la residencia de Camp David el 15 de agosto de 1971, ocasión en la que se decidió que los Estados Unidos interrumpirían la paridad fija
del dólar respecto al oro (piedra angular del esquema diseñado en Bretton Woods). Como era previsible, tal
acuerdo provocó, casi inmediatamente, un abandono
generalizado de los compromisos cambiarios respecto
al dólar por parte de las restantes monedas. Todo el sistema se derrumbó y vanos resultaron los intentos de recuperar nuevas paridades de equilibrio que permitieran
retornar a un esquema general de tipos de cambio fijo.
Tras el colapso del esquema cambiario de Bretton
Woods, la volatilidad de paridades pasaría a formar parte de un escenario en el que el Fondo Monetario Internacional parecía haber perdido su rumbo e, incluso, su
razón de ser, en forma tal, que no han faltado desde entonces voces y escritos que ponen en duda la propia
existencia de la institución.
En 1972, la Junta de Gobernadores del Fondo decidió
crear una comisión (grupo de los veinte) para la reforma
del esquema, pero el estallido de la primera crisis del
petróleo (diciembre de 1973) interrumpió sus trabajos.
Dos años después, se constituyó el llamado «Comité
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Interino», cuyos esfuerzos habrían de dirigirse a la reforma del FMI y aun del propio sistema cambiario. Su «interinidad» se prolongó, sin embargo, durante 27 años, al
término de los cuales, tampoco aparecía suficientemente claro el rumbo a seguir.
Y es que, mientras tanto, se habían producido nuevos
e inquietantes shocks en el esquema monetario internacional. Una segunda crisis energética, declarada en
1980, vino a absorber la atención de todos los actores
del sistema, planteando la necesidad de arbitrar cauces
en orden al llamado «reciclaje de petrodólares», es decir, a la tarea de corregir, vía movimientos de capital, los
profundos desequilibrios financieros originados por las
fuertes transferencias de fondos hacia los países productores de petróleo. El FMI realizó aportaciones sustanciales a la solución del problema, y jugó un papel decisivo, arbitrando nuevas facilidades de crédito o prestando asistencia técnica en cuanto le fuera requerido.
Apenas iniciado el restablecimiento de la normalidad,
volvieron a encenderse las señales de alarma (otoño de
1982) cuando México y otros países latinoamericanos
declararon la imposibilidad de hacer frente a los pagos
derivados de la gran deuda externa que habían acumulado en ejercicios inmediatamente anteriores. Fue la denominada «crisis de la deuda externa», y en ella también el FMI desempeñó un destacado papel, contribuyendo a su superación como catalizador de nuevas
fórmulas financieras, eventualmente arbitradas por la
comunidad bancaria internacional, con el respaldo y garantía de la Administración norteamericana y de los gobiernos de algunos países europeos. Nada de esto, lógicamente, podía haber sido previsto 40 años antes por
los participantes en la conferencia de Bretton Woods. Si
embargo, el FMI mostró una notable adaptabilidad a circunstancias tan variadas y difíciles, lo que volvió a revitalizar su imagen.
La arquitectura del sistema monetario internacional
aún había de verse sometida a nuevas y duras pruebas
en la década siguiente. Sucesivas crisis financieras se
desataron en México (con la secuela del llamado «efecto Tequila»), Tailandia, Corea, Indonesia, Brasil y, final-
mente, Argentina, cuyos ecos todavía reverberan en la
memoria de quienes a ellas se vieron sometidas. Una
vez más, las miradas de todos los protagonistas del sistema se volvieron al Fondo Monetario Internacional, en
busca de soluciones financieras efectivas y, de nuevo, el
FMI se vio obligado a un serio ejercicio de reflexión sobre sus responsabilidades, su misión, sus objetivos, sus
recursos y sus procesos de toma de decisiones, un proceso que todavía perdura.
Pero con todo, los cambios más profundos no fueron
quizá los sobrevenidos a consecuencia de shocks concretos, como los hasta aquí enumerados. Más importantes resultaron, en última instancia, otras transformaciones graduales, silenciosas y continuas, que vinieron a
configurar un universo monetario, muy distinto al que se
contemplaba en 1944. Tras esos cambios, los parámetros e inquietudes de la conferencia de Bretton Woods
se nos antojan hoy casi irreconocibles.
En efecto, del artículo 1. del Convenio Constitutivo se
desprende que los founding fathers del FMI tenían sólo in
mente los flujos comerciales, así como los desequilibrios
externos que de ellos pudieran derivarse, y las fórmulas
cambiarias que pudieran corregirlos antes de que degeneraran en crisis abiertas. Lo auténticamente «sistémico» era, para ellos, el comercio exterior. En modo alguno
pudieron prever que los movimientos internacionales de
capital —bien por inversión directa, bien por créditos de
diversa configuración— pudieran crecer exponencialmente, hasta superar con mucho el volumen de las transacciones comerciales. No pasaron por su imaginación
fenómenos tan decisivos como la globalización financiera, el volumen del mercado de divisas, la intensidad de su
contratación continua en tiempo real, la difusión universal
de la información, la amplitud de los mercados de valores, el protagonismo del ahorro institucional, la inflación
de activos, o la rápida incorporación de nuevas potencias
económicas al sistema globalizado.
Como consecuencia de todos esos cambios decisivos, el mundo de hoy, a diferencia del de la posguerra,
viene caracterizado por rasgos del siguiente tenor (Buira, 2005):
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a) Los Estados Unidos, que al término de la Segunda
Guerra Mundial eran prácticamente la única fuente de financiación internacional, son hoy un país fuertemente
importador de capitales, con un volumen de pasivos financieros claramente superior al de sus activos externos.
b) El escenario europeo ha cambiado radicalmente.
Varias monedas importantes (como las antiguas de la
Eurozona) han desaparecido del sistema y los países
emisores han arbitrado una nueva moneda común. Las
transacciones entre estas economías resultan, en esencia, operaciones intrapaís, por lo que, en sentido estricto, no puede hablarse de «desequilibrios exteriores» de
unos con otros, ni pretender que necesitan las mismas
fórmulas de ajuste que en el pasado. Se necesita un
nuevo esquema de análisis, porque, en lo político, el término «país de la eurozona» quizá continúe teniendo alguna vigencia pero, en lo económico, ha quedado superado. Extrañamente, cada uno de esos «países» conserva su cuota y su poder de voto independiente en los
órganos de gobierno del FMI, con un peso conjunto superior en un 70 por 100 al de los propios Estados Unidos, aunque su PIB consolidado sea claramente inferior.
La cuestión podía no tener mayor importancia cuando
se trataba de economías independientes, pero que ha
cobrado una nueva perspectiva desde el momento en
que todas ellas decidieron constituirse en una unidad de
decisión monetaria.
c) Por otro lado, los países del G-7 continúan manteniendo el control de las instituciones de Bretton
Woods. Sin embargo, hoy no representan más del 14
por 100 de la población del mundo y el 44 por 100 del
PIB global. Las naciones «emergentes» y las economías «en transición» reúnen, por su parte, al 84 por 100
de la población global y, en términos de poder de compra, disponen de un PIB similar al de los siete grandes.
En esa porción mayoritaria del mundo existen, pues, dudas razonables sobre la legitimidad democrática del gobierno del FMI y sobre la oportunidad de las decisiones
por él adoptadas.
d) Finalmente, las reservas de divisas en poder de
los países emergentes (incluyendo China y los demás
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«dragones asiáticos») han pasado de 33.000 millones
de dólares en 1970 a más de 1,4 billones en los momentos actuales. Superan, así, con mucho (de hecho, casi
duplican) el volumen de las correspondientes a las economías avanzadas quienes, no obstante, continúan tomando decisiones como si nada hubiera cambiado y
fueran todavía ellas las titulares de las reservas internacionales.
En el mundo nuevo, así configurado, el FMI parece
obligado a afrontar retos muy distintos a los del pasado
y, en consecuencia, a adaptar su estructura, sus recursos y sus prioridades a las peculiares circunstancias del
momento actual.
Piénsese, por ejemplo, en la nueva dimensión adquirida por el problema de la corrección de desequilibrios
internacionales. En el pasado, tales desequilibrios procedían —como antes hemos dicho— de operaciones
simplemente comerciales, se generaban sobre todo en
los países en vías de desarrollo y eran corregidos mediante una combinación, bien estructurada, de alteraciones cambiarias, créditos del Fondo, y políticas de ajuste
(fiscal y/o monetario) asociadas a la llamada «condicionalidad» del FMI. Éste proporcionaba además la asistencia técnica necesaria y la supervisión imprescindible
para llevar a buen término el proceso.
Hoy, los principales desequilibrios internacionales
aparecen en la balanza exterior de los Estados Unidos y
no está claro qué podría hacer el FMI, salvo continuar
con sus informes del Artículo IV y pedir políticas de ajuste a unas autoridades como las norteamericanas, escasamente proclives a seguir las recomendaciones de un
organismo multilateral y, desde luego, no necesitadas
de créditos preferenciales, asistencia técnica o procesos de supervisión.
El otro lado del problema viene constituido por Japón
y, sobre todo, por la República Popular China. Para resolverlo, sus autoridades monetarias habrían de alterar
la paridad del yuan o, mejor aún, modificar el régimen
cambiario que ha permitido una subvaloración tan evidente de esta moneda. Poco puede hacer, sin embargo,
el Fondo Monetario Internacional, salvo —de nuevo—
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incluir en su informe periódico del artículo IV una mera
recomendación para que las autoridades chinas lleven a
cabo tales cambios, sin garantía alguna de que ello
vaya a materializarse en la práctica y, desde luego, sin
ningún elemento de presión. ¿Qué podría ofrecer, o exigir, el FMI a un país como China, cuyo nivel de reservas
de divisas excede, con mucho, de los recursos financieros de la propia institución? China mantiene además un
agravio permanente frente al Fondo, por la baja cuota y
el escaso poder de voto que el país tiene asignados,
aun cuando disponga de una silla permanente en el Directorio Ejecutivo.
Si del problema del ajuste pasáramos al de la «contribución a altos niveles de empleo y bienestar» (otro de
los objetivos iniciales del FMI), cabría preguntarse qué
puede hacer hoy la institución, por ejemplo, para asegurar que los países de la Eurozona, sumidos en un horizonte de estancamiento, procedan a acometer las reformas estructurales necesarias, tanto en el mercado de
trabajo como en los de bienes y servicios, o reduzcan la
pesada carga fiscal que sus ciudadanos soportan. O
bien, cómo lograr que reaparezca en Europa la confianza de consumidores e inversores para atenuar, entre
otros procesos, el de «deslocalización» industrial, provocado por aquellas rigideces y por la pérdida de competitividad que de ellas se deriva. De nuevo, más allá de
las simples recomendaciones en el informe del artículo IV, el Fondo aparece inerme para afrontar problemas
tan sustanciales de la economía contemporánea o
coadyuvar a su solución.
En cuanto a las crisis financieras internacionales
—otro de los problemas del mundo actual— la experiencia ha mostrado una evidente necesidad de que el FMI
sea dotado de suficientes instrumentos, tanto para la
prevención como para la solución de los desequilibrios,
una vez declarados. Para lo primero, el Fondo debería
disponer de más y mejores recursos, junto a más y mejores políticas, y más o mayores elementos de transparencia. Se ha sugerido, por ejemplo (Camdessus, 2005)
que las conclusiones preliminares de las misiones del
Fondo, incluso las del artículo IV, sean abiertas a debate
público en el país afectado, antes de elevarse a la consideración del Directorio Ejecutivo en Washington. Tales
debates deberían involucrar a fuerzas políticas, organizaciones de la sociedad civil, círculos académicos, etcétera, para proporcionar al propio Fondo mejores elementos de juicio y para incrementar la atención de las
autoridades económicas del país hacia las conclusiones
del FMI.
Para lo segundo (gestión de las crisis, una vez declaradas), continúa siendo necesario para el FMI disponer
no sólo de un volumen muy superior de recursos, sino
de nuevos instrumentos legales. Hace ya tres años que
el llamado Comité Monetario y Financiero del FMI señaló la conveniencia de dos reformas básicas en este terreno: a) En primer lugar, la inclusión (quizá obligatoria)
de las llamadas «cláusulas de acción colectiva» en las
futuras emisiones de deuda soberana, de forma que se
establecieran desde el principio los procedimientos a
seguir en caso de impago. b) En segundo término, la
creación del denominado «Mecanismo de Reestructuración de la Deuda Soberana» (SDRM), mediante el que
se implementaría a nivel internacional, un procedimiento de suspensión de pagos para las deudas de los gobiernos. Sin duda, ambas reformas podrían contribuir a
una más ordenada solución de los defaults y las crisis
internacionales por ellos provocadas.
Todos esos retos, más la necesidad de adaptar las
cuotas, el poder de voto y, en definitiva, los órganos de
gobierno del FMI al nuevo equilibrio de fuerzas en el
ámbito económico internacional, aseguran que no habrá
de faltarles tarea a los responsables políticos de la entidad, 60 años después de su creación.
3.
La evolución del Banco Mundial
Si la trayectoria histórica del FMI ha venido dominada
por la fuerza de los cambios sociales y económicos, la
del BIRD no ofrece dosis menores de complejidad. De
hecho, el Banco ha sido impactado no sólo por los cambios globales que afectaron al Fondo, sino por otros específicos, propios de su actividad.
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El Banco Mundial comenzó sus operaciones en
1947, con un crédito de 250 millones de dólares, otorgado ¡al gobierno francés! para proyectos relativos a la
reconstrucción de infraestructuras. Bastaría, pues,
confrontar —en su naturaleza y su volumen— ese crédito a uno de los países que hoy pertenecen al G-7
(Francia) con los que ahora se otorgan a las economías más pobres del mundo, bajo el esquema de los
Objetivos de Desarrollo del Milenio, para comprender
la importancia de los cambios experimentados en la
operativa del Banco Mundial.
Ya en los años cincuenta, la actividad del Banco se
alejó del objetivo de reconstrucción posbélica, para
abordar la financiación de proyectos concretos de desarrollo en lo que entonces empezó a denominarse «Tercer Mundo». El problema era cómo podrían otorgarse
créditos muy por debajo de las condiciones de mercado
(únicos que los países subdesarrollados podían asumir)
sin poner en peligro la solvencia del propio Banco, cuya
principal fuente de financiación habría de consistir en
emisiones abiertas de bonos y en una apelación generalizada al mercado internacional de capitales. Aunque
el objetivo básico del Banco no fuera la maximización de
beneficios, era obvio que los costes de funcionamiento y
el propio crecimiento de la institución debían ser cubiertos mediante un margen aceptable en sus operaciones
financieras.
Para resolver el dilema se creó, en 1960, la Asociación Internacional de Fomento, como «ventanilla blanda» del Banco Mundial, capaz de conceder créditos
concesionales, de bajos tipos de interés, a las economías más pobres del mundo. Los créditos de AIF (o IDA
en su acrónimo inglés) pasarían a financiarse con aportaciones voluntarias de países relativamente desarrollados (en la actualidad, una treintena) otorgados cada tres
años mediante las llamadas «reposiciones de fondos»,
que se han materializado ya en trece ocasiones. La propia IDA señala quiénes son los países «elegibles» (hoy
más de 80) para la obtención de sus créditos concesionales, en función de las circunstancias económicas de
cada uno de ellos.
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Cuatro años antes (1956), y dentro de los mismos objetivos de ayuda al «Tercer Mundo», se había constituido la Corporación Financiera Internacional, mediante la
que se pretendió promover inversiones privadas en los
países en vías de desarrollo, facilitando asistencia técnica y participando en la financiación de iniciativas de inversión, sin necesidad de aval gubernamental. Se iba,
así, configurando el Grupo Banco Mundial, como respuesta a los sucesivos retos que su misión inicial iba
planteando, con el afán de movilizar en paralelo recursos públicos y fondos privados1.
Hasta el final de los años sesenta, es decir, en los primeros cinco lustros de su existencia, la financiación del
Banco Mundial se dirigió básicamente a los campos de la
energía, infraestructuras de transporte y apoyo a la industria básica, como forma de «cebar la bomba», bajo la esperanza de que ello generase suficiente ahorro e inversión
doméstica como para facilitar el despegue de los países
atrasados. Basta repasar los textos de la época sobre
Economía del Desarrollo para constatar que ésos eran los
términos en los que el problema se planteaba cuando se
organizaban seminarios y discusiones académicas.
A partir de los años setenta, empezó a agotarse el espíritu de optimismo propio de la posguerra, y a constatarse que el desarrollo económico resultaba un empeño
mucho más arduo y complejo de lo que inicialmente se
había pensado. A pesar de los esfuerzos aplicados, era
obvio que persistía la pobreza, a veces extrema, en diversas partes del mundo y que probablemente no podría evitarse convivir con ella durante mucho tiempo,
aunque —eso sí— diseñando métodos para reducirla y
aliviarla en lo posible. La «lucha contra la pobreza»
tomó el relevo de aquellos viejos eslóganes relativos a
la «promoción del desarrollo» y en el Banco Mundial,
bajo la presidencia de Robert Mc Namara, ese nuevo
espíritu de realismo propició la financiación de proyec-
1
El grupo Banco Mundial se completó con la creación del «Centro
Internacional para el Arbitraje de Diferencias relativas a Inversiones
(CIADI)» en 1966 y del «Organismo Multilateral de Garantía de
Inversiones (OMGI)» en 1988.
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tos agrícolas, educativos, sanitarios, etcétera, destinados a satisfacer necesidades básicas de la población,
más que a apoyar el take off de las economías subdesarrolladas.
En la década de los ochenta se produjo un despegue
efectivo de las economías del sudeste asiático, arrancando de la pobreza a masas enteras de población, bajo
un esquema de atracción de inversiones privadas hacia
esa zona del mundo, para la que se elaboró la expresión
«economías emergentes». Comenzó a tomar cuerpo la
idea de que los capitales privados tenían un potencial
muy superior al de las meras transferencias concesionales, tanto para el crecimiento económico como para la
lucha contra la pobreza. El Banco Mundial, y las demás
instituciones multilaterales, deberían —se dijo— asumir
un nuevo papel, como catalizadores y estimuladores de
inversiones directas procedentes del sector privado hacia las economías en vías de desarrollo. Éstas, por su
parte, deberían reducir sus desequilibrios endémicos y,
sobre todo, ajustar sus estructuras legales e institucionales para facilitar el proceso, hasta convertirse en ámbitos favorables a la inversión privada. El Banco podía
contribuir sustancialmente a esos procesos de ajuste.
Las ideologías todavía predominantes en los años
ochenta podían difícilmente aceptar esos planteamientos, por lo que las voces críticas no tardaron en aparecer. En un informe de 1987, UNICEF consagró la expresión «ajuste con rostro humano», tomándola prestada
de la que los reformadores checoeslovacos habían aplicado al neocomunismo por ellos sugerido antes de que
la invasión soviética de 1969 cerrara el paso a cualquier
posibilidad de apertura. El «rostro humano» propuesto
por UNICEF, e inmediatamente aceptado por otros organismos, planteaba una fuerte crítica sobre los efectos
—en su opinión negativos— que, los programas de
ajuste estructural podrían tener sobre los más débiles.
Sin embargo, la experiencia continuada de los países
del sudeste asiático y de algunos latinoamericanos (Chile) parecía contradecir tales críticas. La caída del muro
de Berlín vino a confirmar la posición de los partidarios
de fortalecer el flujo de capitales privados y de revisar el
papel del Banco Mundial. Se elaboró, así, el llamado
«Consenso de Washington».
Cuando, a finales de los noventa, las economías
emergentes experimentaron una cadena de crisis financieras, su valor como modelo resultó deteriorado, a pesar de la rapidez con que superaron sus dificultades. De
nuevo, pasaron a subrayarse los aspectos más directamente asistenciales del Banco, centrados ahora en esquemas como el de alivio a la deuda externa (iniciativa
HIPC). La reducción del endeudamiento exterior vendría vinculada a sendas estrategias de lucha contra la
pobreza por parte de los países concesionarios, para
asegurar que la condonación de los créditos tuviera un
«impacto real en la vida de los pobres». Así, los gobiernos afectados pasaron a elaborar documentos denominados Poverty Reduction Strategy Papers (PRSP) con
amplia participación de la sociedad civil y los acreedores bilaterales. El Banco Mundial proporcionaría (junto
con el FMI) asistencia técnica para la elaboración de
esos programas estratégicos, que habrían de incluir objetivos claros, con indicadores medibles y calendarios
precisos.
¿Dónde nos encontramos ahora? En el panorama actual parece imponerse un período de reflexión tras sesenta años de experiencia y a la luz de la Declaración
del Milenio, adoptada por Naciones Unidas en septiembre de 2000 y de los Millenium Development Goals, proclamados meses después. De acuerdo con los datos del
propio Banco Mundial, en las décadas recientes se han
conseguido mejoras importantes en las condiciones de
vida de los países pobres. El número de personas que
viven con menos de un dólar al día se ha visto reducido
en 400 millones durante los últimos 25 años. La esperanza de vida en los países en vías de desarrollo se ha
incrementado en 15 años, a lo largo del mismo período
de tiempo, mientras la proporción de analfabetos que, al
principio del período, suponía el 50 por 100 de la población, se ha reducido a la mitad, con progresos especialmente visibles en Asia y América Latina (Wolfowitz,
2005). Sin embargo, las condiciones de vida para amplias capas de población en el África Subsahariana y
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otros rincones del planeta continúan siendo inaceptables y reclamando soluciones específicas, a las que el
Grupo Banco Mundial no puede ser ajeno.
En palabras de su actual presidente, el Banco Mundial debe, además, profundizar en la comprensión y el
impulso a cuatro drivers fundamentales del desarrollo
económico:
a) La generación de liderazgo con responsabilidad,
así como la lucha contra la corrupción.
b) El desarrollo de la sociedad civil, especialmente
en cuanto se refiere al respeto y promoción de los derechos de las mujeres.
c) La potenciación del sector privado en los ámbitos
productivos.
d) El imperio de la ley, en especial para aquellos aspectos que se refieren a la igualdad ante las normas legales y la potenciación de los derechos de los más pobres.
Continúa teniendo pleno sentido la financiación del
Banco Mundial a proyectos de Sanidad, Educación,
Infraestructuras, Energía y Agricultura, así como los esfuerzos específicos de reducción de la deuda externa y
de alivio a las capas más pobres de la población mun-
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dial. La estrategia actual del Banco, como la de otros organismos multilaterales, podría, sin embargo, centrarse
más en situar tales políticas en un contexto institucional
y de «buen gobierno», sin el cual, las contribuciones
asistenciales parecen perder una gran parte de su sentido, su valor, y su eficacia.
Se trata, sin duda, de retos difíciles que habrán de
condicionar toda la estrategia de ayuda al desarrollo en
las próximas décadas.
Referencias bibliográficas
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Sixty, Anthem Press, Londres.
[2] CAMDESSUS, M. (1994): El FMI a los cincuenta años:
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[3] CAMDESSUS, M. (2005): International Financial Institutions: Dealing with New Global Challenges, Per Jacobson
Foundation lecture, Washington.
[4] DE RATO, R. (2005): Address to the Board of Governors, Washington DC.
[5] TORIBIO, J. J. (1999): Hacia un nuevo Sistema Monetario Internacional, Congreso Nacional de Economía, Alicante.
[6] WOLFOWITZ, P. (2005): Address to the Board of Governors of the World Bank Group, at the Joint Annual Discussion, Washington DC.
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