CORREO DE LOS TEATROS El Hereu, obra buena de dos ingenios españoles, fue recibida por el público que asistió el jueves al Principal con unánime entusiasmo. La concurrencia se identificó con el drama, en que una acción más palpitante que nueva, se desenvuelve con maestría por situaciones que carecerán alguna vez de verdad, pero que nunca carecen de efecto. No es El Hereu por cierto obra incorrecta de un espíritu rebelde, ni obra tierna de un ánima tranquila. Es el desenvolvimiento de una acción interesante que resbala con facilidad, se detiene de súbito, se complica sin violencia, y se precipita de repente, todo por medio de versos más sonoros que conceptuosos, algunas veces inspirados, débiles en ciertos momentos, pero casi siempre buenos y agradables. No tenemos espacio para hacer juicio del drama. Diremos sólo de paso que hubiera sido menester para el trágico asunto que lo funda, la grave y terrible forma de la tragedia. Para lo común el drama; para lo vigoroso, heroico y enérgico, el levantado coturno. Así lo entendió el teatro griego, que trató este asunto, si bien con aquella intervención de la fatalidad que dio a sus obras tal sello de maravilla y de grandeza. Así pensó también el teatro alemán, que dio suelta en todas sus consecuencias espantosas al odio fatal de dos hermanos, tibiamente explotados a nuestro juicio en la obra del clásico Retés y del imaginador Echevarría. La obra tiene las condiciones lógicas de bondad que la poética y el arte dramático requieren. No hay el genio fogoso; pero hay la práctica del teatro. No ilumina como llama permanente: pasa como relámpago de fugaz, pero espléndida luz. Sin embargo, al terminar el drama, la inteligencia no queda contenta, ni el corazón tampoco. El drama no basta a las tempestades del alma humana: el odio es como el huracán y la pasión es como el fuego: una solución tibia disgusta en el teatro a un ánimo fuerte. Un mérito hay en El Hereu, que no es en verdad nada común. Los caracteres son consecuentes: se sostienen tales como han sido creados; y como los crean dos autores distintos, que son notables dramaturgos, resultan diferentes ideas y personajes radicalmente desemejantes, que producen naturalísimo contraste, y que favorecen y aceleran la acción. En El Hereu, tal vez son falsos los accidentes que estremecen el alma del joven catalán; pero el carácter es fiel; hay catalanes así: no conocen el placer de abrazar, no saben que los besos son nidos de venturas, lazos de concordia, alimentos del amor y dulce prenda de paz. Podrá ser, y es, débil el tipo de Marina; pero desde el principio de la obra es tibia, es indecisa, es cándida. Mas no perdonamos a los autores esa falta de colorido en la que debió ser importante personaje que amontonara y precipitara las tormentas de la acción. No: no: el talento no es expresión bastante del alma: es preciso que el genio caliente, que se palpite de grandeza, que se conmueva y se sacuda con vigor; puesto que la pasión era un abismo, en los precipicios no crece pulida y bien cuidada flor. El precipicio quiere la flor silvestre: Marina es demasiado sencilla. Barraqueta es buen carácter. Mata con mucha facilidad; pero es fuerza convencerse de que hay quien mate así. Y ¡qué venerables son esos criados viejos, encariñados con la casa, regañones y solícitos, los mejores lebreles y los mejores amigos, buenos hasta la culpabilidad, que como Barraqueta en sus dos amos, ven en ellos los huesos de sus huesos! Esas canas resplandecen, y se desea verse siempre protegido por una sombra así. La madre es un tipo bellísimo; es quizá el personaje que tiene en la obra más de creación. A todo atiende; todo lo prevé; todo lo quiere evitar; en todos los instantes sufre, llora y ama. Excita el sentimiento de sus hijos, arranca lágrimas de sus ojos, los acerca y los une. En la obra dice la madre: Yo soy la imagen de Dios! Si Dios es todo lo bueno, aunque en filosofía va siendo muy abstracta esta imagen de Dios, indudablemente esa santa madre es su imagen. En El Hereu hay un hombre malo; no gustamos de ver malvados en escena. Ello es verdad que sin él no habría drama; pero tal vez preferiríamos un drama pálido a un drama con traidor. Burla burlando, ya van escritas más cuartillas de las que para este frívolo correo de teatros, fuera menester. Pero fue tan bien ejecutada la obra, hizo tanto la Srita. Padilla, realizó tan bien su carácter en la escena Enrique Guasp, dieron tal forma de pasión el uno y de resignación santa la otra, a sus caracteres respectivos, que a haber sido noche de estreno de la obra, antes hubiéramos ido a felicitar a los actores que al autor. Porque el autor creó la figura; pero estos dos actores le dieron movimiento, calor y resplandores de vivísima luz. Nosotros vemos siempre con regocijo trabajar a la señorita Padilla. ¿Qué tiene en el alma, que así arranca lágrimas a los ojos? ¿Qué tiene en la inteligencia, que así de niña joven se convierte en mujer anciana y madre heroica? Se la oye hablar y parece que aquella voz de timbre juvenil, expresión de su alma joven y serena, no puede alzarse hasta la elevación de la tragedia o hasta las gravedades de los años. Y todo lo vence, y se alza, y la mujer casi niña se convierte por secreta fuerza de genio, en eminente, seductora y enérgica actriz. A ella no la envanecen estos elogios: no merece su talento que seamos parcos de ellos. Nos admiró Concha Padilla el jueves, y todavía nos conmueve la memoria de aquel vigor sorprendente con que dio cuerpo maternal a la frescura de su corazón y a la esbeltez juvenil de su figura. Hay el perfume de la mujer alrededor de los méritos de la actriz. Trabaje, que para ella trabajar es cautivar, hacerse amar y vencer. ¿Y Guasp? Él fue el catalán amanerado y áspero que los autores le exigían. Los catalanes son así: ese es el hijo de la casa afortunada: esa barba es la que llevan los hijos de Cataluña; esa manera apasionada y brusca de hablar y de moverse es de aquellos hombres fuertes, hijos de la aspereza del corazón y de la brusquedad de las montañas. Y cuando en el primer acto, ve llegar a su hermano y no le tiende la mano cariñosa, Guasp fue el actor perfecto: esa es la naturalidad: así se ven el Hereu y los hermanos menores; tienen la tiranía en el alma, y la frialdad en los brazos. En todo el curso de la obra Guasp logró conciliar estas dos condiciones difíciles; la exaltación y la naturalidad. La naturalidad exagerada es insufrible: ridícula es a la par la exageración de las graves situaciones. Un grito lastima, y un movimiento débil desconsuela; el actor español vence esto, se encarna en lo que hace, ama su tipo, se olvida de sí y se vierte en él, y de este modo sorprende con la flexibilidad de su talento, que hace ahora caballerete insustancial y necio, y luego viejo honrado y celoso, y luego pulcro galán, y después catalán fiero. Si se nos pregunta en qué momentos sobresalió, la respuesta será difícil porque sobresalió en todos; pero fue más aplaudido en las escenas del acto segundo, y en su sofocante lucha de conciencia en el acto tercero. Un recuerdo que honra a Guasp: en ese acto y en esa escena, hemos visto fracasar a uno de los tres actores españoles que se comparten hoy en la moderna Iberia el cetro del teatro. Guasp se hizo aplaudir, y el hecho se comenta solo. Pero el tiempo escasea y es fuerza ir concluyendo. Ante todo, enhorabuena especial a la Srita. Padilla por el final del segundo acto; ella elevó en aquel instante el drama a la tragedia: ¡quién sintiera en la frente el soplo griego, para que Concha Padilla animase sus creaciones en la escena! Hace llorar, hace estremecer, hace reír; es un alma bella y un talento fértil, vencedor de obstáculos, y lleno de promesas. Loscos, notable. Un punto más de pasión, y realiza todo el tipo. Loscos tiene la costumbre del arte; sabe su deber, y lo cumple con empeño y con cariño. Su Barraqueta era verdad; y ha merecido bien del público. Alonso nos reveló facultades que todavía no habíamos sospechado en él. Estuvo tierno, y venció dificultades no escasas. A haber dicho con más brío y ternura los versos con que comienza el segundo acto, no habría observación que hacer a la manera nueva con que desempeñó su papel. Por cortesía y por mérito, debimos haber hablado antes de la Srita. Navarro. Estuvo cándida y sencilla: dijo sus versos con la inocente pasión que la obra exige: ayudaba con talento al buen éxito del conjunto. La joven actriz embellece los papeles que tiene a su cargo, y les imprime un agradable tinte de sencillez y de candor, que no son por cierto comunes en escena. Es en la obra niña indecisa y pudorosa: eso logró en la representación, con las graciosas miradas y sencillas ternuras, con que dio realce a su papel. Freyre hacía de mal hombre, y es justo que haya quedado para lo último. Cumplió su cometido, cosa no fácil. En suma, El Hereu ha sido la obra mejor representada por la compañía del Principal, y una de las más sentidas y aplaudidas por el público. Todavía, al concluir, enviamos aplausos al talento poderoso de la Srita. Padilla, y a la múltiple inteligencia y especiales condiciones artísticas del caballero Enrique Guasp. Revista Universal, 28 de diciembre de 1875. [Mf. en CEM]