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ENCUENTROS EN VERINES 1993
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
LOS GUARDIANES DEL TERRITORIO
Francisco García Pérez
Por razones de gusto, en un principio, y académicas ahora, el territorio literario
que más me ha cabido frecuentar no es otro que el creado por Juan Benet como albergue
para sus desdichadas criaturas: el territorio de Región. Su correspondencia geográfica en
el mundo real –digámoslo así para entendernos- continúa siendo objeto de debate
cuando no de disparate: Región es el noroeste leonés; Región es la montaña
asturleonesa; Región es el pantano del Porma y sus aledaños; Región –en fin, y para
Carlos Castilla del Pino- puede ser la desolada zona de Los Pedroches, en la provincia
de Córdoba.
Región, acabo de decirlo, es ante todo un territorio literario, y su correspondencia
geográfica real se encontrará allá donde la ruina tenga su acomodo y allá donde el
tiempo constituya la dimensión en la que el hombre sólo puede ser desgraciado.
Juan Benet elaboró un mapa regionato para acompañar la serie de novelas
reunidas bajo el título de Herrumbrosas Lanzas. Describió y delineó detalladamente su
territorio literario, y colocó, casi en el centro del mismo, el bosque la Mantúa: un
espacio inaccesible, rigurosamente vigilado por el Numa, el guardián ciego que –de un
solo y certero disparo- acaba con la vida de quien se atreva a traspasar los límites del
espacio vedado. Tal es la identificación del Numa con el territorio a su cargo que si bien
recuerda haber venido él al bosque, también conviene en que el bosque hubiese crecido
a su alrededor de no haberlo hecho.
Pues bien, a lo largo de mi vida como lector, he tenido la oportunidad de
encontrarme con una buena ración de Numas, siempre dispuestos, en su ceguera, a
impedirme la entrada en el territorio de las letras. Disfrazado de paternalismo, de
desprecio o de temor, su único y certero disparo aspiraba a alejarme del lugar de la
lectura: del lugar al que, por el contrario, tenían ellos – y ellos fueron mis profesores de
literatura- la obligación de atraerme.
A mi primer Numa – un sacerdote santanderino, encargado de los cursos previos
al bachillerato- lo apodaban Pepe el Rápido. Cuando nos portábamos bien –cosa que
ocurría a menudo, pues no había más remedio- o cuando algún acontecimiento
conseguía colorear el gris de los primeros sesenta –el asesinato de Kennedy, por
ejemplo-, Pepe el Rápido lo celebraba leyéndonos unas páginas de Robinson Crusoe.
Boquiabiertos lo oíamos e indignados lo despreciábamos cuando, por el simple vuelo de
una mosca, cerraba aquel volumen de tapas duras y nos aplicaba a la enumeración de los
afluentes del Tajo, a los que dios confunda. Si, excitaba nuestra curiosidad: pero,
¿dónde encontrar aquel libro? ¿Qué era una biblioteca? ¿Habría más libros como aquél?
Sólo con el paso de los años pude enterarme del final de las andanzas de Viernes y del
señor Crusoe: cuando ya nada era lo mismo, cuando aquella primera mirada sobre el
territorio de las letras la había resuelto aquel Numa ensotanado anegándola en las
afluencias de agua dulce en lugar de avivarla aún más, cómo, por otra parte, hubiera
sido su deber.
La única preocupación de mi segundo Numa, de don Luis, radicaba en que no se
le desprendiese ninguno de los tres brillantitos que llevaba montados en su sortija. Cada
vez que nos visitaba la cara –cosa que también ocurría a menudo, siempre por un
quítame allá ese complemento directo- su mirada se volvía febril hacia el dorado
anillito, aterrado de sólo pensar en haber perdido una de sus piedras. Odiaba con furor
las letras si de ellas exceptuamos a las muy respetables señoras doña Carolina Coronado
y doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, amén del asimismo muy respetable don Gaspar
Núñez de Arce, poetas los tres que, por unos instantes, le hacían olvidar el mundo de las
joyas para recitarlos, absorto en quién sabe qué mundos, mundos de hombres de lunas,
pensábamos sus educandos.
Seguíamos creciendo fuera del territorio de las letras, de ese territorio tan bien
protegido por los aprendices de Numa. Don Francisco fue otro de ellos, Señor mayor,
grave, envuelto en un perfume llamado Maderas de Oriente, cicatero en extremo (
“Muchachos”, nos decía, “peseta que entra en mi casa, peseta que no vuelve a ver el
sol”), supo alejarme de sus clases por una buena temporada. Explicaba a Bécquer y lo
ejemplificaba con una de sus rimas: “Yo soy ardiente, yo soy morena, yo soy el símbolo
de la pasión...” Mi compañero de pupitre y yo mismo no pudimos sufrir en silencio el
imaginar a don Francisco ardiente, moreno y simbolizando la pasión más arrebatada,
por lo que nos dejamos invadir por aquella risa floja que nos condujo al exilio del aula,
al patio donde tanto llovía, a la lectura clandestina de novelas –vicio en el que yo
comenzaba a ejercitarme- y a la crítica del libro de Formación del Espíritu Nacional por
parte de mi compañero de pupitre, quien así apuntaba una decidida vocación de hombre
público que le llevaría, con el discurrir del tiempo, a ocupar una Dirección General de
Residuos Sólidos Urbanos.
Pero nunca me sentí más alejado del territorio de las letras que cuando fui
enviado literalmente al mismo. Al finalizar cuarto de bachiller se producía una división
entre alumnos de letras –cuatro diablos, por lo general- y alumnos de ciencias-el grupo
más nutrido. Los cuatro diablos éramos desterrados a la parte más vieja del edificio
colegial, al territorio de los de letras, a cargo de dos ancianos que –de modo ejemplar,
sólo con su presencia –mostraban hasta qué extremos de decrepitud podía conducir el
afán por la lectura. Del pobre padre Orte sólo recuerdo sus estremecedoras agonías
bronquiales; del un tanto cruel padre Macías, su empeño en hacernos ver lo bien que a
todos nos hubiese ido si cierto Hitler hubiera ganado cierta guerra.
De modo que de no haber mediado un inexplicable gen que me inducía –
irremediablemente y a pesar de los pesares- hacía las letras, ni hoy estaría aquí
devanando recuerdos de ancianito –ausencia que, sin duda, agradeceríais- ni albergaría
pasión alguna hacia esas letras que se me mostraban protegidas por extravagantes
individuos, maniáticos y flojos de sesera, más atentos a espantar advenedizos que a
conducirlos por los vericuetos del bosque a su cargo.
No quiero hablar de lo bien custodiado que aún se encuentra el territorio de las
letras dentro de la Universidad. Si así lo hiciese, pecaría de descortés ante los
organizadores de estos encuentros, y quién sabe si arruinaría un futuro de Numa que, a
lo mejor, las más altas instancias académicas me tienen reservado. Pero – y ya por
apartar el foco de los profesores de literatura, entre los que me encuentro: en
Enseñanzas Medias, pero entre los que me encuentro – hasta que la edad formó mi gusto
literario, no hubo vez en que tratar de acercarme al territorio de las letras que no me
tropezase con un guardián estricto del territorio. Cuando pensaba haber encontrado la
correcta senda –el realismo social, pongo por caso- surgía de la espesura el Numa de
guardia para llevarme de la mano al nouveau roman. Con la nariz metida en Roble
Grillet o en Natalie Sarraute, creía ver al Numa señalándome hacía los prados del
realismo mágico. No bien allí me había acomodado, nuevos Numas –fuera en las
revistas literarias, en los suplementos culturales, fuera en las tertulias- me alejaban de
allí con renovados aspavientos: realismo sucio, sólo la salvación se encuentra en el
realismo sucio. Así pues, parece que ese bosque de Mantua que el territorio de las letras
sólo existe por mor de sus guardianes, que impoluto lo quisieran: o mucha es la
tenacidad o sin verlo nos quedaríamos, a este lado del paraíso.
El pasado fin de semana, encontré en las páginas de la recién aparecida
Geografía de la novela –título con el que Carlos Fuentes parece haber querido unirse a
estos Encuentros- una paráfrasis de Milán Kundera. Sin ser ninguno de estos escritores
santos cuya devoción mucho cultive –casi nada la del insoportable leve –y aun
tratándose de un texto donde vuelve a debatirse aquello del compromiso y el
artepurismo, bien me viene tomarlo para señala que el territorio de las letras debe ser
aquél donde se pueda “redefinir perpetuamente a los seres humanos como problemas, en
vez de entregarlos, mudos y atados de pies y manos, a las respuestas prefabricadas de la
ideología”. Un territorio en el que sus ocupantes trabajen en el “descubrimiento de lo
invisible, de lo no dicho, de lo olvidado, de lo marginado, de lo perseguido, haciéndolo,
además, no en necesaria consonancia, sino, muy probablemente, como excepción a los
valores de la nación oficial, a las razones de la política reiterativa y aun al progreso
como ascenso inevitable y descontado. Excepción, cuando no oposición (...) Nunca más
debe haber una sola voz o una sola lectura”.
Nunca más debe haber Numas en las aulas, en los suplementos culturales, en las
revistas. Nunca más, guardianes celosos de un territorio que acabarán creyendo suyo,
como el portero de fincas urbanas cree suyo el edificio que protege con cara huraña. En
todo caso, guías que encaminen al curioso, prácticos que orienten al recién llegado:
nunca más un disparo que vuelva a la calma de la muerte el territorio más vivo, más
excitante y complejo. En todo caso, cicerones que abran la puerta del territorio de las
letras para que los ocupantes del mismo puedan dar la bienvenida a los nuevos con las
palabras que los moradores del castillo en ruinas usan en aquel relato de Juan Benet,
titulado TLB: “Aquí estamos, pasen.”
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