PIERRE-YVES EMERY LA VIDA RELIGIOSA: DIMENSIÓN MÍSTICA Y PRESENCIA EN EL MUNDO L´expérience chrétienne dans la vie religieuse. Dimension mystique ét presence au monde, Vie consacrée, 56 (1984) 7-18 SOLEDAD. SOLIDARIDAD No sé si sería exagerado afirmar que el monje ambiciona ser ermitaño y el religioso ser monje. En todo caso esta dinámica se explicaría por un mayor deseo de absoluto, no mensurable a nivel de virtudes o de don de sí, por tratarse de una vocación, pero sí mensurable a nivel de signo. El servicio y la presenc ia militante en el mundo poseen ya, en sí mismos, un sentido humano mientras que el monje y el eremita no lo tienen fuera de la ley y de la relación con Dios. Si bien situarse en el límite como nostalgia morbosa sería nocivo, como polo de referencia puede ser legítimo y estimulante. De hecho toda vocación es bipolar: referida sólo a Dios pero en solidaridad con los hombres salvados por Dios. El monje es un solitario, como significa hondamente el celibato, pero en una comunidad modelada en la del principio del libro de los Hechos de los apóstoles. Y el monasterio ha de situarse en la sociedad ambiente. Ni siquiera la soledad del eremita, para que sea cristiana, puede prescindir de la solidaridad y fraternidad humanas; renuncia a lo particular y limitado de estas relaciones para aspirar a una solidaridad ilimitada. El religioso no ocupa una posición neutral entre el monje o el ermitaño y el seglar comprometido. Propiamente debe vivir una tensión espiritual entre la ruptura para Dios solo y la solidaridad del servicio. Son dos polos, desde luego, pero uno es prioritario. Si lo fuera el servicio o la misión, el celibato y los votos perderían su atractivo y su legitimidad. Pues los mejor situados en este aspecto de la solidaridad son los laicos. La presencia del religioso en el mundo debe ser vivida en tensión espiritual voluntaria con el polo de la soledad gratuita con Dios sólo en una vida que no desea otra justificación que la consagración a Dios. Lo mismo es válido para una comunidad. 5u servicio o su actividad son un polo subordinado; ante todo quiere ser una parábola del amor fraternal de Dios, uno pero trino, en comunidad. Esto preserva el carácter gratuito del servicio sin rechazarlo por inútil o superfluo. También comunitariamente se debe subrayar espiritualmente la tensión dialéctica entre ambos polos sin eliminarla o difuminarla. Bonhoeffer formuló brillantemente la necesidad de aprendizaje de esta doble polaridad al decir: "nadie puede vivir en comunidad si no es capaz de vivir solo, y nadie puede vivir solo si no es capaz de vivir en comunidad ". Se trata de aprender a encontrar en Dios, más que de la aprobación de los demás, la justificación de la propia vida y del propio trabajo; de madurar en una cierta autonomía psíquica, porque se depende sólo de PIERRE-YVES EMERY Dios. El celibato y la plegaria desempeñan esta misión. Y así será más posible amar de veras en un proceso voluntario de gratuidad que en una dependencia que acaba forzosamente en vaciamiento. Hallar en Dios el sentido de la vida es importantísimo en una sociedad conformista, subjetivista y que derrocha energía psíquica. Expuse en un retiro a una comunidad que la energía empleada en aproximarse y soportarse me parecía desproporcionada. Quizás también en este campo sería bueno un programa de ahorro energético a base de una mayor objetividad y autonomía de las personas. No diré que la plegaria sea el recurso para conseguirlo pero sí que es la fuente espiritual para lograrlo. A fin de cuentas, en un mundo secularizado en que no es preciso ser cristiano para ayudar, o ser religioso para desempeñar un servicio cristiano, convendrá subrayar con trazos más vigorosos la ruptura que representa la vocación religiosa, la espera escatológica del Reino como sentido de la vida humana y la importancia en sí misma de la oración y no sólo como aliento para el ministerio. Una razón mística para estar presente en el mundo: unirse al mundo Recientemente los cristianos y sobre todo los clérigos, abrumados por una secularización que les hacía sentir fracasados o culpables de su ausenc ia del mundo real, contrapusieron mística y presencia en el mundo para hacerse perdonar su mirada excesivamente negativa sobre las cosas o para hacerse perdonar la descristianización. Esta postura ha tenido el efecto positivo de acabar con una situación en que derecha e izquierda correspondían a católico y anticlerical. Pero obedecía también al deseo de justificar su presencia en el mundo dado que el final de la cristiandad les había reducido a la nada después de haberlo sido todo. Se corría el riesgo así de un optimismo ingenuo, de una absolutización casi religiosa de los valores políticos y sociales, en una palabra, de perderse en el mundo más que de estar presente en él. Actualmente, aun antes de haber alcanzado el punto de equilibrio, esta postura ha sido sustituida por el desencanto, especialmente entre los jóvenes, frente a las dificultades del compromiso político y social. Hay síntomas de refugio en lo religioso, de un cierto miedo del mundo, de un acantonamiento en un universo pequeño y artificial, de interés, incluso, por la vida eclesiástica y sus pequeñas historias. Para superar el dilema entre un compromiso poco crítico por mala conciencia y un desencanto decepcionado, es preciso que la presencia lúcida en el mundo derive de la vida mística en vez de enfrentársele. Que no sea una mística del mundo, sino de Dios que ama este mundo, que lo ha creado, que quiere su salvación y que concibe su historia como germen del mundo nuevo. Una mística que se una al sufrimiento de Cristo, a la esperanza del Padre y a la acción secreta del Espíritu en este mundo tan querido y tan decepcionante. Una mística que participe del eco del pecado y del mal en Dios y sea como una forma de discernimiento, entre los sobresaltos históricos, del alumbramiento del Reino que la pascua de Cristo ha originado. Una mística que, superada toda adhesión o alergia espontáneas frente al mundo, se identifique a la mirada de Cristo sobre la vida personal o colectiva. Un realismo lúcido, PIERRE-YVES EMERY misericordioso y esperanzado, libre del acento negativo que tanto tiempo ha dominado el lenguaje eclesiástico. Una mística que haga posible ser realmente no conformista -es decir, ni conformista ni anti-conformista- respecto a medios de comunicación y modas políticas. Un religioso, informado crítica e inteligentemente, no se abre sólo a lo que del mundo piensan los periódicos, sino que entra en contacto con las fraternidades, las diversas implantaciones del propio instituto en otros medios sociales o en otros continentes. Debe procurar una finura de espíritu que rechace las generalizaciones, las falsas amalgamas, capaz de acoger lo particular sin ser absorbido porque tiene siempre vivo el horizonte del Reino que viene. Es obvio que no se trata de una mística del mundo sino de una conversión realista y sobrenatural que permita una vinculación a los hombres más profunda que la propia vida, que el propio instituto religioso; que alcance la misma cruz de Cristo enhiesta en medio del mundo. TRASCENDENCIA. INMANENCIA En esta búsqueda de la dimensión mística es preciso atender a Dios no sólo en su trascendencia, como un interlocutor que nos interpela en su Palabra y nos alcanza en su Verbo, sino también en su inmanencia, como fuente de vida y luz que brilla en el movimiento mismo de buscarle, como presente en el brotar mismo de la conciencia de ser. Porque la mera trascendencia le reduce a un extrinsecismo alienante en que Dios y el hombre se constituyen en fronteras uno con respecto al otro. En sentido análogo cabría hablar de una plegaria en que se unifiquen fe y religión. En caso contrario se margina a una parte del hombre y la oración resta extraña al conjunto de formas que alumbramos. Nos referiremos luego al tema de la marginación de las formas en nuestra sociedad. El reciente debate sobre fe y religión con sus aciertos y sus excesos nos debería conducir a integrar lo religioso en la fe con una más lúcida conciencia del problema. La secularidad, la consideración científica del mundo, la valoración de lo no cristiano, puede inducir a pensar que la relación con Dios, la fe, es un añadido a la vida humana que ya tiene un valor en sí misma. Como si la realidad empírica se entendiera mejor al considerarla independientemente de Dios -al modo que metodológicamente hacen las ciencias-. Desde luego es legítimo dintinguir los planos de naturaleza y gracia y subrayar la autonomía de lo creado, pero de ninguna forma lo es una separación que conciba a Dios como extraño a la realidad o a ésta independiente de El. Se trata de conseguir una espiritualidad que subraye que la esencia del hombre es ser apetencia de Dios enraizada en la querencia que Dios tiene del hombre. El hombre no existe sin Dios, lo mismo que Dios no ha querido existir sin el hombre. Una espiritualidad en que, como diría Claudel, la creación sea alusiva del Dios que da la vida, llama a la alianza y prepara la tierra y los cielos nuevos. PIERRE-YVES EMERY En esta perspectiva la plegaria, la búsqueda gratuita de Dios, de ninguna manera se confundirán con un lujo, una evasión o una veleidad, sino que se afirmarán como el foco que orienta y centra el camino de la persona humana, donde se encuentra a sí misma y se identifica como deseo más allá de todo deseo y se abre a la realidad Y subrayo lo de la realidad, ya que si se la identificara subrepticiamente con lo meramente empírico, como dimensión adecuada de toda realidad, la plegaria correría el riesgo de una cierta irrrealidad. En este caso la experiencia espiritual se reduciría al subjetivismo, al sentimiento o al gozo que produce. Desde luego debe ser una experiencia, pero no inmediata, sino simbólica, que no reduzco a mi medida sino que acepto en su desmesura, que me conduce al desierto, de la luz a las tinieblas y finalmente a la nube (Gregorio de Nisa). Conviene ponerlo de relieve en una mentalidad inmediata y subjetiva como la nuestra. MISTERIO ESPIRITUAL DEL TIEMPO Situar y valorar el tiempo y la duración en el misterio de la comunión con Dios debería ser el otro aspecto subrayado en esta dimensión mística de que hablamos. Porque actualmente, sobre todo entre los jóvenes, la duración, la paciencia, la fidelidad no son valores estimables. Identifican duración con atolladero, gangrena o consunción, opuesta por tanto a manantial de vida. El valor es el instante, entendido como negación del tiempo, en una infantil apetencia de inmediatez y de rechazo de la realidad y del deber de crecer. El mundo de la técnica, en que una máquina elimina. a la anterior, apoya esta concepción. El nuestro es un mundo sin continuidad; incluso en el campo intelectual los sistemas aparentemente sólo se suceden. La técnica pide más capacidad de adaptación a lo nuevo que sabia experiencia. No interesa la resistencia de los objetos que imposibilitaría la producción masiva. Sin embargo no todo es negativo en esta experiencia. Es bueno relativizar las tradiciones y distinguirlas de la Tradición. Tampoco es malo considerar la adaptación al presente o al futuro como una virtud casi evangélica. Pero ha de ser una adaptación al presente del tiempo, entre el pasado y el futuro, y no una evasión al instante. Esto nos obliga a situar espiritualmente con corrección la escatología y la esperanza. Hubo un tiempo en que la escatología se centraba futurísticamente en las verdades eternas. Recientemente se ha actualizado como si el porvenir sólo nos debiera interesar en la forma en que se resuelve en el presente. Es necesario reequilibrarla concibiéndola como una verdadera prospectiva: el futuro que Dios nos prepara a su lado es lo que da sentido a la vida. Los tiempos nuevos, iniciados en el Resucitado y ofrecidos por el don del Espíritu, hacia los que nos proyecta en esperanza, vienen a centrar e iluminar la historia humana. En esta perspectiva la duración no es una maldición sino un don y una exigencia. Desde luego la duración no es un valor en sí misma, debe vivirse en relación a un absoluto. Pero no hay que eliminar el deseo infantil del puro instante que nos domina indiscutiblemente como deseo de ser todo y todopoderosos, sino convertirlo en escatología; es decir, el deseo de ser todo ha de transformarse en la esperanza de participar del Todo. PIERRE-YVES EMERY La esperanza relativiza en relación a la eternidad la realidad inevitable de la duración y el deseo ingenuo del puro instante. En otras palabras, la eternidad se espera y gusta en el claroscuro de la fe y de la plegaria como la admirable reconciliación del instante sin límites y de la duración sin recaída. Creo que la liturgia, la oración y la vida espiritual podrían hacernos vivir espiritualmente el tiempo y la dureza de su prolongación. El tiempo no es un valor en sí, pero en contraposición dialéctica con el brotar del instante, se convierte en símbolo de la eternidad y del empeño de Dios por salvar a los hombres sin prescindir de su participación. Sin dejar de ser una prueba, el tiempo es también una gracia. A este nivel teológico los cristianos de hoy podrán extraer del misterio del tiempo, la fuerza y la alegría de vivir positivamente la duración y convencerse también de que su vocación implica fidelidad, compromiso y perseverancia efectivas. Idéntica actitud exige el servicio en la iglesia y en el mundo: capacidad de soportar sin apoyarse en los éxitos, de renovarse en la continuidad sin percibir los frutos de la adaptación, de ambicionarlo todo y contentarse con muy poco. Un realismo sin ilusiones, pero tan seguro de su meta última, que no cede al desencanto; una tenacidad que sabe cuán difíciles son las cosas y cuán pocas acaban bien. Situar espiritualmente la voluntad Nos referimos a la autonomía espiritual como fuente más o menos inmediata de la autonomía psíquica. Refiriéndome y apoyándome en lo comentado a propósito de la duración, quisiera, a partir de esta autonomía abordar el tema de la voluntad. Nuestro tiempo reclamaría religiosos muy autónomos, sin embargo no pocos jóvenes se contentarían con un ideal de grupo. La experiencia siempre mediata de Dios y el vínculo con su amor parecen esenciales para relativizar su dependencia del grupo humano. Sobre todo si además se añaden las duras exigencias del ministerio sumadas a la desmesura de una cierta apetencia del límite que toda vida religiosa ambiciona. Hablar de autonomía es hablar de voluntad. Y se estará de acuerdo en que hoy es difícil educarla. Porque entre los jóvenes junto a mucha bondad, comprensión y apoyo mutuo se da también, pasividad, inconstancia e inestabilidad. Por otra parte robustecer la voluntad no significa recaer en un insano voluntarismo. Habrá que empapar la voluntad en la experiencia espiritual de gracia y exigencia en el amor de Dios y entender que para ofrecerla a Dios es preciso probarla humanamente y enfrentarla con la duración. Paralelo a este subdesarrollo de la voluntad se difunde un cierto desinterés por las buenas maneras, la educación y la cortesía, hasta incluso por una expresión bien articulada, como si todo esto fuera manifestación de sencillez. Estos fenómenos camuflan un antiformalismo ambiente, incapaz de percibir el sentido de los símbolos del respeto, del amor, de la vida común y de las realidades espirituales. Respecto a la voluntad cabría preguntarse si su actual debilidad no deriva de un antiformalismo, de una reticencia en actuar por medio de hábitos y repeticiones. PIERRE-YVES EMERY Estas reflexiones nos conducirán a decir algo sobre el problema de las formas y su funcionamiento, que es de carácter simbólico. Morar en las formas La vida cristiana en general y al religiosa en particular, zarandeadas hoy por todos lados, precisarían de expresiones, ritos y símbolos vigorosos. Nuestra época, sin embargo, como indicamos, se caracteriza por un antiformalismo que sospecha de toda repetición, que sueña con una espontaneidad siempre nueva, que califica peyorativamente cualquier rito y sólo piensa en simplificar. Es una reacción agresiva de quien se siente incapaz de vivir la libertad si no es en la ruptura, la transgresión y el rechazo y de conjugar interioridad y exterioridad en vez de enfrentarlas. El antiformalismo se apoya además en un mal funcionamiento del símbolo, imputable tanto a la univocidad de la técnica y de la ciencia como a su uso publicitario para indicar la cosa misma. Desde luego hay que precaverse del formalismo pero también del antiformalismo por deslizarse de modo muy inconsciente. El valor de las formas reside en poder expresar simbólicamente una realidad interior, espiritual. La iniciación cristiana debe empezar por reconstruir todo un tejido simbólico seriamente deteriorado, aunque no eliminado, porque es inherente a la persona humana. A través de los grandes símbolos primordiales, siguiendo con el símbolo del propio cuerpo, ha de convencer del carácter simbólico de toda la realidad. Será tema obligado para la iniciación litúrgica, para la vida de grupo y para todo el lenguaje espiritual y teológico, lo que no dejará de ser un problema serio para todos los formados en la cultura actual. Además la dimensión simbólica determina el comportamiento ético y espiritual, lo cual nos conduce de nuevo al tema de la voluntad. El hombre "moderno", rechaza los principios de conducta y los valores que los fundan, desde el momento que no puede cumplir sus exigencias de inmediato. No se comprometerá en esta hipótesis porque no soporta la distancia entre la afirmación de principio y la realización real. Interpreta esta distancia como una hipocresía o un formalismo. Sólo una comprensión simbólica puede atribuir sentido positivo a esta diversidad, porque por definición el símbolo dice siempre más que su momento presente. Asimismo nuestros principios de vida deben expresar simbólicamente una meta y un proyecto para que la distancia se convierta en un itinerario que nos convoca, un espacio a reducir sin llegar nunca a agotarlo. También es preciso que las normas de la vida religiosa y los votos tengan este carácter simbólico para que su lenguaje maximalista, en vez de precipitarnos en un sentimiento de culpabilidad nos catapulte a un horizonte que, ciertamente nos desborda, pero que el impulso de la promesa de Dios nos anima a perseguirlo. Tradujo y extractó: JOSE M.ª ROCAFIGUERA