Lectio Divina - Año C. Pentecostés (Jn 14,14-16.23b-26) Juan José Bartolomé Para entender el texto, parte de un largo discurso de despedida, no hay que olvidar el contexto inmediato: el traidor, identificado por Jesús, acaba de abandonar el cenáculo (Jn 13,13,30). Este largo ‘testamento’ hablado de Jesús son, pues, palabras para amigos íntimos, que no fieles. A ellos confía Jesús una encomienda: el tiempo de estar junto a ellos se acorta, la obediencia se hace obligatoria, si quieren demostrarle amor. No podrán retenerlo a Él, pero se tienen unos a otros. Durante el tiempo del abandono tendrán que amar obedeciendo, siendo la obediencia puntual a todos los mandatos de Jesús la prueba irrefutable del amor que se le tiene: obedecerle es amarlo. Y Dios Trinidad es la recompensa de esa obediencia. Pentecostés es mucho más que el tiempo de la ausencia de Jesús: es tiempo de hacer su voluntad y tiempo para dejar que Dios more en quien lo ama con su obediencia. Seguimiento: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: —15«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. 16Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros. 23El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. 24El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. 25Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, 26pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.» I. Lectura: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice. Nuestro breve párrafo, un texto artificial, goza con todo de unidad temática, que gira en torno a tres motivos: la guardia de sus palabras/mandatos, el amor a Cristo y amor del Padre, la prometida llegada del Espíritu. La marcha de Jesús va a posibilitar nuevas presencias. Se va El, pero no del todo: queda su mandamiento y envía su Espíritu. De modo algo brusco, pues acaba de hablar de su ausencia inminente (Jn 14,1-14), Jesús promete a los suyos presencias nuevas: la del Paráclito (Jn 14,15-17.25-26), la suya propia (Jn 14,18-21) y la del Padre y el Hijo juntos (Jn 14,22-24). El amor al ausente se verifica en la obediencia a su voluntad, no en la nostalgia tras su desaparición. Jesús no se queda con ellos, pero les deja su querer. La comunidad de discípulos sin Jesús es el lugar del cumplimiento de sus mandatos: si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn 14,15). Amar es querer, adherirse al amado y asumir su voluntad (Dt 7,9). Aquí el amor y la adhesión no recaen en Dios, sino en Jesús. Y el amor es real ahora, antes de que Jesús los deje; la obediencia, en cambio, será ocupación de quien no lo tiene ya a su disposición. Hasta ahora Jesús no ha explicitado sus mandatos. Sus mandatos, dice enseguida, son sus palabras (Jn 14,15.21.24), toda la revelación hecha, no ya sólo, ni principalmente, las exigencias éticas. Jesús insiste en el amor obediente que no se circunscribe a una época determinada (Jn 14,23: el que guarda...; Jn 14,24: el que no guarda…). Volverá El, junto a su Padre, a aquel que lo haya amado obedeciéndole. Si la revelación es posible cuando encuentra obediencia, quien no la reciba es señalado como desobediente. Aquí se añade a la fe la característica de operatividad y seguimiento, que la distinguen de un sentimiento puramente subjetivo. Sólo el obediente gozará de la presencia del Padre y del Hijo (Jn 14,23). La obediencia a Cristo no es solo a El, sino también al Padre: pues sus palabras no son suyas, sino del Padre que lo envió (Jn 14,24). Antes de acabar, vuelve a repetir la promesa: enviará el Paráclito. El enviado del Padre, llamado ahora Espíritu Santo, tendrá como misión mantener la enseñanza y el recuerdo de Jesús dentro de la comunidad (Jn 14,26): ésta será así escuela de Dios (Is 54,13; Jr 31,3-34) y lugar de la memoria de Jesús. El Paráclito tiene el mismo origen, el Padre, y la misma tarea, las palabras del Hijo, que son del Padre (Jn 14,10.24): idéntica revelación será recordada por un nuevo Maestro. II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida Despidiéndose de los suyos, Jesús trata de dejarlos consolados y les anuncia la llegada de ‘otro’ Defensor: no le tendrán ya a El como ‘abogado’, pero no se quedarán valedor. Jesús, que está por entregar la vida por ellos, les promete el Espíritu Santo, que continuará su obra enseñándoles y recordándoles todo su magisterio. De esta forma, y en boca de Jesús, se nos desvela anticipadamente el misterio del tiempo de Pentecostés, su sentido más profundo. La desaparición física de Jesús – lo asegura él mismo – no deja a sus discípulos ni desocupados, pues tendrán que guardar su querer, ni desprovistos, pues obtendrán otro ‘Paráclito’. En el fondo, Jesús quiere que sus discípulos, que se van a quedar solos, no se sientan abandonados ni queden ociosos: si lo aman ahora, tendrán mañana que cumplir sus mandatos. Guardar su palabra, haciéndola realidad, es, la forma de amar al Ausente. La primera ‘ocupación’, pues, del creyente que, como toda la Iglesia hoy, vive el tiempo del Espíritu es la obediencia. No tendremos a Jesús a nuestro lado, a nuestro alcance; pero, en su ausencia nos hemos quedado con su voluntad. Sabemos qué debemos hacer, sus mandamientos, y por qué los debemos guardar, por amor. La obediencia que quiere Jesús de nosotros es la forma concreta de ser amado que espera de nosotros. No quiere ser amado con sentimientos, por sinceros que sean, sino con obras y en verdad. Más que cariño que se siente, Jesús espera que en su ausencia su querer sea aceptado y realizado. Una obediencia que nace del amor al Ausente hace soportable su desaparición, más minucioso su seguimiento y menos penoso el esfuerzo. Lo ha dejado bien claro en la forma de expresarse: la primera frase condicional (si me amáis, cumpliréis mi querer), va reforzado por la repetición sinonímica (quien me ama, guardará mi mandato; quien no me ama, no lo guardará). Tiempo de Pentecostés no es un tiempo vacío que hay que soportar. Es, más bien, tiempo que llenar de obediencia, una obediencia que se nutre de amar al Obedecido. Lo que significa que tendremos que ejercitarnos en amar a quien no vemos, porque se ha ido, a quien no poseemos, porque está ausente. Y demostrar ese amor queriendo su querer, haciendo su voluntad. Amar sin gozar del Amado posibilita cumplir su voluntad. Como el mismo Jesús reconoce que no nos será fácil, ve ese amor obediente como una oportunidad a nuestro alcance: si me amáis…, Nos hace mucha falta amarlo hoy, para poderle escuchar y obedecer mañana. La mejor manera de prepararnos para cuando nos falte El, es amarlo mientras lo tenemos. Pentecostés es el tiempo para probar el amor que sentimos. Y la garantía de autenticidad, es la obediencia que podemos vivir. La obediencia del discípulo amante tiene al Padre del Amado como recompensa. Discípulo que viva guardando el querer de su Señor lo tendrá como intercesor ante el Padre que le conseguirá la presencia permanente del Espíritu, el amor personal del Padre y ser morada de su Dios. Pocas veces se ha prometido tanto a quien, amando, obedezca: el Espíritu, el Padre y el Hijo serán compañeros del discípulo obediente; morada de Dios logra ser quien vive realizando el magisterio de Jesús. Con acierto se expresó san Agustín: “El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vienen a nosotros cuando nosotros vamos a ellos: vienen prestando su ayuda, vamos prestando obediencia; vienen iluminando, vamos contemplando; vienen llenando, vamos cogiendo; de modo que para nosotros su visión no sea externa sino interna; y su permanencia en nosotros no sea transitoria sino eterna”. Tiempo de Pentecostés no es, pues, tiempo de ausencias, sino de una renovada, y triple, presencia; no es tiempo de nostalgias, sino de acogida: otro Defensor, un Padre amante y el Hijo ocuparán la vida del creyente que se ocupe en obedecer. Que Dios habitase en medio de un pueblo de obedientes es un motivo bíblico clásico (Ex 25,8; 29,45; Lv 26,11; Sal 120,11; 132,3-14; Ez 37,26-27; Zac 2,14). Aquí Jesús promete mucho más de cuanto se había predicho a Israel: el cristiano se convierte en morada de la Trinidad, si ama tanto al Jesús que echa de menos que vive solo para obedecerle. Pentecostés, tiempo para vivir obedeciendo, es también tiempo para vivir gozando de Dios Trino: Dios se hace inquilino del creyente que hace la voluntad de su Señor. Dando fuerza a sus promesas, Jesús nos ha asegurado que cuanto nos ha dejado dicho no eran meras palabras suyas sino que provenían de Aquel que lo había enviado. La autoridad de Dios avala su compromiso personal: sus promesas no hacen más que desvelar que Dios ha empeñado su palabra. Tener ‘otro’ Defensor en el Espíritu, obtener el amor del Padre y conseguir ser morada de Dios no son ilusiones del creyente, son salario del obediente. ¿Se puede pensar sueldo mejor para una obediencia que es debida? El Espíritu, que como Jesús procede del Padre, será enviado en su nombre, será su re-presentante, pues dará entendimiento y activará el recuerdo en los discípulos que Jesús deja en el mundo. El mensaje, mejor comprendido y más recordado, será siempre cuanto Jesús dijo, su evangelio. De esta forma, la labor rememorativa del Espíritu no es mera reconstrucción de lo dicho ni repetición de lo enseñado por Jesús, sino presencialización, por el recuerdo, y eficacia, por la comprensión, del querer de Jesús. La comunidad donde el Espíritu sea don, tendrá como tareas vivir enseñando y recordando al gran Ausente, Jesús de Nazaret, y de esta forma sentir su presencia efectiva y eficaz en ella. Tiempo de Pentecostés no es tiempo de ignorancia ni de sufrida soledad. Sólo porque Jesús se haya ausentado, no han de desaparecer su recuerdo ni sus enseñanzas. Y para ello contamos con el ‘otro’ Defensor, el Espíritu que Jesús nos conseguirá del Padre. Por eso, solo una iglesia que no recuerde, agradecida, a Jesús o que no lo haga presente representando ante el mundo su magisterio, está condenada a la soledad. Ignorar a Cristo hoy, solo porque no es actual o es rechazado, es perder su Espíritu. No puede decir que tiene el Espíritu quien, en Pentecostés, no logre hacer memoria de Cristo ni entender su magisterio.