Aspectos ético-políticos del reconocimiento legal de las uniones homosexuales D. Ángel RODRÍGUEZ LUÑO.- Universidad pontificia de la Santa Cruz Publicado en L’Osservatore Romano,el día 8 de agosto de 2003 Las cuestiones morales y pastorales relativas a la homosexualidad han sido tratadas en varios documentos del magisterio de la Iglesia durante los últimos veinte años. Con las recientes Consideraciones sobre los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, la Congregación para la doctrina de la fe no pretende volver sobre esas mismas cuestiones, sino iluminar el problema ético-político que las uniones homosexuales plantean a legisladores y gobernantes en diversas partes del mundo. Se trata de la solicitud de reconocimiento legal, para las convivencias homosexuales, de todos o de algunos de los efectos civiles que el derecho reconoce a los cónyuges, incluido el de la adopción de hijos. Esa solicitud responde, a veces, a motivos de orden práctico y económico; sin embargo, en otras ocasiones, también se inspira en motivos de orden ideológico, expresados con diferentes grados de radicalismo. Las posturas más extremas piden que el Estado dé un primer paso hacia un modelo social nuevo, individualista, liberado de una institución jurídica, como el matrimonio, que a su juicio sería represivo y obsoleto. Prescindiendo de esta y otras posturas extremas análogas, algunos ciudadanos, legisladores y gobernantes se preguntan si, independientemente de sus convicciones personales al respecto, es algo razonable o incluso un deber que la ley tome nota de ciertos fenómenos sociales, con el fin de evitar que ningún ciudadano se vea injusta mente discriminado a causa de su orientación sexual o de la libre decisión de llevar un tipo de vida que no parece perjudicial para terceras personas. La cuestión no atañe directamente a la racionalidad de las prácticas o de las uniones homosexuales consideradas en si mismas, sino a la racionalidad ético-política de las normas, leyes u otras disposiciones normativas civiles al respecto, aunque no cabe duda de que los dos problemas están relacionados. La convivencia social pacífica y justa exige que a cada uno no sólo se le reconozcan los derechos que le corresponden como persona y como ciudadano, sino también que se reconozca la relevancia jurídica propia de las relaciones que cada uno libremente entabla o en las que está naturalmente insertado. Ser padre o ser hijo, ser propietario o arrendatario de un inmueble, tiene una dimensión jurídica específica, que implica deberes y derechos precisos. Hay otras relaciones, como por ejemplo la amistad, que, aun siendo de gran importancia existencial, no poseen relevancia jurídica análoga. “La amistad carece de relevancia jurídica, no porque la relación que une afectivamente a dos personas amigas no responda a una lógica comunicativa, sino porque se trata de una lógica comunicativa estrictamente privada y, por consiguiente, incontrovertible y no institucionalizable” (D’Agostino, F., Matrimonio tra omosessuali?, en AA.VV., Antropología cristiana e omosessualitá, [Quaderni de L’Osservatore Romano, 38], Nueva edición ampliada, Ciudad del Vaticano 2002, p. 88). Todas las grandes culturas del mundo han dado al matrimonio y a la familia un reconocimiento institucional específico. La relevancia pública del matrimonio no se funda en que sea una cierta forma institucionalizada de amistad o de comunicación humana, sino en su condición de estado de vida estable que, por su propia estructura, propiedades y finalidad, aceptadas libremente por los cónyuges, pero no establecidas por ellos, desempeña una función esencial y multiforme en favor del bien común: orden de las generaciones, supervivencia de la sociedad, educación y socialización de los hijos, etc. Esa función social de relevancia jurídica pública no la desempeñan, ni siquiera de forma análo- ga, las uniones homosexuales, que no se ve cómo podrían ser consideradas células fundamentales de la sociedad humana. La pretensión de equiparación o asimilación entre las uniones homosexuales y el matrimonio es claramente infundada. “No atribuir el estatus social y jurídico de matrimonio a formas de vida que no son ni pueden ser matrimoniales no se opone a la justicia, sino que, por el contrario, es requerido por ella” (Consideraciones, 8). Con todo, se puede observar que, como decía Aristóteles, además de las cosas justas por naturaleza hay cosas justas por conveniencia legal. Admitiendo que las uniones homosexuales no sean aptas para desempeñar la función social que, por la misma naturaleza de las cosas, desempeña la unión matrimonial entre un hombre y una mujer, es posible preguntarse si al Estado no le queda aún el espacio para crear legítimamente una o varias figuras de reconocimiento legal de las uniones homosexuales. En definitiva, una buena parte de las figuras del ordenamiento jurídico estatal son justas por convención, y se puede pensar que esas figuras podrían sufrir cambios sin perder su racionalidad sustancial. En términos generales, el Estado posee la legítima facultad de crear nuevas figuras legales o de modificar las que ya existen. Pero esa facultad tiene muchos límites. El Estado puede establecer que los automovilistas, que actualmente circulan por la derecha en las carreteras de doble sentido, de ahora en adelante circulen por la izquierda. Asimismo, puede decretar más adelante que se vuelva a circular por la derecha. Pero, mientras la materia conserve su conocida impenetrabilidad, el Estado no puede permitir, por razones obvias, que cada automovilista escoja en cualquier momento y a su capricho circular por la derecha o por la izquierda. En las Consideraciones que estamos comentando se exponen abundantes razones, de orden ético, biológico y antropológico, social y jurídico, que demuestran que al conceder un reconocimiento legal específico de las uniones homosexuales, el Estado rebasaría los límites de su actividad legítima. Este tipo de normas o leyes, más allá de las motivaciones subjetivas, son objetivamente antimatrimoniales y antifamiliares. Las Consideraciones destacan justamente que una consecuencia inevitable del reconocimiento legal de las uniones homosexuales es “la redefinición del matrimonio, que se convierte en una institución que, en su esencia legalmente reconocida, pierde la referencia esencial a los factores ligados a la heterosexualidad, tales como la tarea procreadora y educativa. Si, desde el punto de vista legal, el casamiento entre dos personas de sexo diferente fuese sólo considerado como uno de los matrimonios posibles, el concepto de matrimonio sufriría un cambio radical, con grave detrimento del bien común” (ib.). Lo que entonces se alteraría total mente es la razón formal por la cual el ordenamiento legal concede una relevancia jurídica pública a una forma de vida o de relación humana. Ya no importaría la función objetivamente estructuradora de la vida social y del bien común, sino la expresión de los deseos personales o de la autonomía privada, eliminando de este modo la evidente e innegable diferencia existente entre el matrimonio y las uniones homosexuales por lo que atañe a la vida social. Por otra parte, se respeta el principio de autonomía y, por eso, no puede invocarse razonablemente. “Una cosa es que cada ciudadano pueda desarrollar libremente actividades de su interés y que tales actividades entren genéricamente en los derechos civiles comunes de libertad, y otra muy diferente es que actividades que no representan una contribución significativa o positiva para el desarrollo de la persona y de la sociedad puedan recibir del Estado un reconocimiento legal específico y cualificado. Las uniones homosexuales no cumplen, ni siquiera en sentido analógico remoto, las tareas por las cuales el matrimonio y la familia merecen un reconocimiento específico y cualificado. Por el contrario, hay suficientes razones para afirmar que tales uniones son nocivas para el recto desarrollo de la sociedad humana, sobre todo si aumentase su incidencia efectiva en el tejido social” (ib.). En segundo lugar, conviene tener presente la gran diferencia que existe entre un comportamien2 to personal negativo y su reconocimiento legal. “Las leyes civiles son principios que estructuran la vida del hombre en sociedad, para bien o para mal. “Desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres” (Evangelium vitae, 90). Las formas de vida y los modelos expresados en ellas no solamente configuran externamente la vida social, sino que tienden a modificar en las nuevas generaciones la comprensión y la valoración de los comportamientos. Por tanto, la legalización de las uniones homosexuales estaría destinada a causar el obscurecimiento de la percepción de algunos valores morales fundamentales y la desvalorización de la institución matrimonial (ib., 6). Al pasar del hecho al reconocimiento legal se produce un innegable daño a terceros y a la sociedad en su conjunto. El daño producido a terceros seria aún más grave si se concediera a las uniones homosexuales la capacidad de adopción: “Como demuestra la experiencia, la ausencia de la bipolaridad sexual crea obstáculos al desarrollo normal de los niños (...). La integración de niños en las uniones homosexuales a través de la adopción significa someterlos de hecho a violencias (...). Ciertamente esa práctica sería gravemente inmoral y se pondría en abierta contradicción con el principio, reconocido también por la Convención internacional de la ONU sobre los derechos del niño, según el cual el interés superior que en todo caso hay que proteger es el del niño, la parte más débil e indefensa” (ib., 7). Y no se puede afirmar que estos y otros daños quedarían justificados por ser necesarios para evitar que los homosexuales que conviven se vean privados de los derechos comunes que tienen como personas y como ciudadanos. “En realidad, como todos los ciudadanos, también ellos, gracias a su autonomía privada, pueden siempre recurrir al derecho común para obtener la tutela de situaciones jurídicas de interés recíproco. Por el contrario, constituye una grave injusticia sacrificar el bien común y el derecho de la familia con el fin de obtener bienes que pueden y deben ser garantizados por vías que no dañen a la generalidad del cuerpo social” (ib., 9). Es totalmente falsa la alternativa: o reconocimiento legal o injusta discriminación. Si en alguna parte del mundo hay algo que implique injusta discriminación, ha de eliminarse por caminos que no supongan injusticias y males de la misma importancia. Un mal no se suprime con otro mal. Un aspecto de notable importancia atañe a la sustancia ética de las disposiciones normativas que eventualmente reconocieran las uniones homosexuales. Ciertamente, el cometido de la ley civil es de ámbito más limitado que el de la ley moral (cf. Evangelium vitae, 71). Frente a ciertos fenómenos a veces se puede o se debe tolerar o callar. Pero en ningún caso es posible legislar contra el Creador, cuya intención, por lo que se refiere a nuestro problema, resulta manifiesta e innegable a partir de datos biológicos, antropológicos y sociales indiscutibles. Puede suceder que a alguien le interese eliminar también estos datos, pero no puede pretender servirse del Estado y del derecho para esa discutible finalidad. El Estado entraría en contradicción consigo mismo si aceptara esa instrumentalización. La comunidad política que reconoce legalmente las uniones homosexuales se da a sí misma una norma política gravemente injusta. De ahí se sigue, en el ámbito práctico, que “ante el reconocimiento legal de las uniones homosexuales, o la equiparación legal de estas al matrimonio con acceso a los derechos propios del mismo, es necesario oponerse de forma clara y firme. Hay que abstenerse de cualquier tipo de cooperación formal a la promulgación o aplicación de leyes tan gravemente injustas, así como, en cuanto sea posible, de la cooperación material en el plano aplicativo. En esta materia cada cual puede reivindicar el derecho a la objeción de conciencia” (ib., 5). 3