¿EL FIN DE LA HISTORIA? de Francis Fukuyama* Versión resumida de Carlos García** Al observar el curso de los acontecimientos en los últimos años, es difícil evitar la sensación de que algo fundamental ha ocurrido en la historia del mundo. El presente siglo parece estar cerrando un circulo para volver al punto en que inició: no al “final de la ideologías”, ni a una convergencia entre capitalismo y socialismo, sino a una clara victoria del liberalismo político y económico. El triunfo de Occidente, de la idea accidental, es evidente antes que nada en el agotamiento total de todas las alternativas viables al liberalismo accidental. En la última década, ha habido cambios inequívocos en el clima intelectual de los dos países comunistas más grandes del mundo, así como movimientos de reforma muy significativos en ambos. Lo que estamos tal vez presenciando no es un periodo particular de la posguerra, sino el final de la historia como tal; esto es, el limite de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal accidental como la forma definitiva de gobierno humano. Claro está que la victoria del liberalismo ha ocurrido primordialmente en el campo de las ideas o de la conciencia, y que todavía no se puede hablar de una victoria tal en el mundo real o material, pero existen razones poderosas para pensar que es el mundo ideal el que gobernará al material en el largo plazo. Consideremos primero algunos aspectos de la naturaleza del cambio histórica. La noción del fin de la historia no es nueva. Su mejor difusor fue Karl Marx, quien creía que la dirección del desarrollo histórico llegaría a su término con la culminación de la utopía comunista. Sin embargo, fue de su predecesor alemán, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, de quién Marx tomó el concepto de historia como un proceso dialéctico. Hegel fue el primer filósofo que hablo en el lenguaje de las ciencias sociales modernas, ya que para él, el hombre era el producto de sus circunstancias sociales e históricas concretas, y no un conjunto de características “naturales” más o menos fijas. Hegel pensaba que la historia culminaría en un momento absoluto, un momento en el que por fin resultaría victoriosa una forma final de sociedad y de Estado. Ya desde 1806, Hegel había proclamado el final de la historia, fecha en la que vio, en la derrota de la monarquía prusiana en la Batalla de Jena, la victoria de los ideales de la revolución francesa y la inminente universalización del Estado en el que se incorporaban los principios de libertad e igualdad. Kojéve, el que ha sido el mejor exponente francés de Hegel, lejos de invalidar su propuesta a la luz de los violentos acontecimientos de este siglo, ha insistido en que las dos guerras mundiales han servido precisamente para extender espacialmente dichos principios. El Estado que surge al final de la historia es liberal en la medida en que reconoce y protege, mediante un sistema de leyes, el derecho universal del hombre a la libertad, y es democrático en la medida en que existe sólo con el consentimiento de los gobernados. Para Kojéve, este “Estado * El articulo original se publicó en “The National Interest”, No. 16, Verano de 1989. ** Licenciado en Relaciones Internacionales, COLMEX. homogéneo universal” adquirió forma concreta en los países de la posguerra de Europa Occidental, cuyo proyecto primordial se limitaba a la creación del Mercado Común. En el Estado homogéneo universal, no existe una lucha o conflicto en cuestiones “mayores”; lo que subsiste básicamente es la actividad económica. Para entender cómo Kojéve se ha aventurado a afirmar que la historia ha tocado su fin, es necesario primero comprender el significado del idealismo hegeliano. Para Hegel, las contradicciones que conducen la historia surgen en primer término en el ámbito de la conciencia humana, esto es, en el nivel de las ideas, entendidas éstas como ideologías. Ideología, en este sentido, puede incluir la religión, la cultura y el conjunto de valores morales subyacentes a cualquier sociedad. Para Hegel, todo comportamiento humano en el mundo material, y por tanto toda historia humana, tiene sus raíces profundas en un estado previo de conciencia. Esta conciencia puede no ser explicita, como es el caso de las doctrinas políticas modernas, pero normalmente se presenta bajo la forma de una religión o de simples hábitos morales o culturales. La conciencia es causa, no efecto, y puede desarrollarse en forma autónoma del mundo material. Por tanto, al verdadero fondo explicativo de los acontecimientos visibles es la historia de la ideología. El idealismo de Hegel ha sido reducido a poca cosa en el espíritu de pensadores recientes. Marx invirtió por completo la relación entre lo real y lo ideal, relegando el ámbito de la conciencia −religión, arte, cultura, filosofía− a una “superestructura” determinada en su totalidad, por el modo material de producción prevaleciente. Existe sin embargo, quien ha pensado lo contrario. Weber, por ejemplo, se propuso demostrar que el modo material de producción, lejos de ser la “base”, era en si una “superestructura”, cuyas raíces debían buscarse en la religión y la cultura, por lo que para entender el surgimiento del capitalismo moderno había que buscar sus antecedentes en el ámbito del espíritu. Sin duda, los mercados libres y los sistemas políticos estables son una precondición necesaria para el crecimiento económico capitalista. Pero también es cierto que la ética del trabajo y el ahorro, la herencia religiosa y otras características morales altamente arraigadas, son igualmente importantes para explicar el desenvolvimiento económico. Aún así hoy en día al peso intelectual del materialismo es tal que no hay una sola teoría respetable del desarrollo económico que considere estos factores como la matriz donde se engendra el comportamiento económico. El no aceptar que las raíces del comportamiento económico se localizan en el ámbito de la conciencia y la cultura, conduce al error común de atribuir causas materiales a fenómenos cuya naturaleza es esencialmente ideal. Por ejemplo, en Occidente los movimientos de reforma en China y la Unión Soviética suelen interpretarse como una victoria de lo material sobre lo ideal. Pero los graves defectos de las economías socialistas se hicieron visibles hace treinta o cuarenta años. ¿Por qué entonces estos países esperaron hasta 1980 para retraerse de la planeación central? La respuesta debe buscarse en la conciencia de las élites y gobernantes, quienes optaron finalmente por un estilo de vida “protestante”, cuyo nivel de bienestar y riesgo contrasta fuertemente con el camino “católico” de pobreza y seguridad. Tal cambio no era de ninguna manera inevitable dadas las condiciones en las que se encontraban ambos países antes de sus respectivas reformas, sino que fue simplemente el resultado de la victoria de una idea sobre la otra. Para Kojéve, y para todo buen hegeliano, el entendimiento de los procesos subyacentes a la historia requiere la comprensión del desarrollo de la conciencia o las ideas, ya que es la conciencia la que, en el último de los casos, modelará el mundo material a su propia imagen. Sin embargo, la cuestión no es determinar si el sistema de Hegel era o no concreto, sino si su perspectiva podría abarcar la naturaleza problemática de muchas de las explicaciones materialistas que, con frecuencia, aceptamos como un hecho incontestable. Mi intención no es negar el papel que desempeñan los factores materiales como tales. Si bien la percepción del mundo material se ve conformada por la conciencia histórica que se tenga del mismo, lo cierto es que el mundo material puede a su vez afectar la viabilidad de un determinado estado de conciencia. Sin embargo, considero que tanto la economía como la política presuponen un estado previo de conciencia que las hace posibles. Lo que sí puede afirmarse es que el estado de conciencia que permite el crecimiento del liberalismo parece estabilizarse al final de la historia si se encuentra reforzado por la abundancia de una economía de mercado libre. ¿Hemos realmente alcanzado el final de la historia? o en otras palabras, ¿existen “contradicciones” fundamentales en la vida humana que no puedan ser resueltas en el contexto del liberalismo moderno, y que pudieran ser resueltas por alguna estructura alternativa político-económica? La respuesta tendrá que buscarse en el ámbito de la ideologías y la conciencia. En el presente siglo se han dado dos retos principales al liberalismo, el del fascismo y el del comunismo. El fascismo fue destruido como ideología en la Segunda Guerra Mundial. Claro está que la derrota fue en el nivel material, pero ésta se tradujo en una derrota de la idea. Aun así, no había razón alguna −en el orden material− por la que no pudiera esperarse el surgimiento de un nuevo movimiento fascista después de la guerra, pero la perspectiva de un ultranacionalismo expansionista había perdido por completo su atractivo. El reto ideológico que planteaba la otra gran alternativa al liberalismo, el comunismo, era mucho más serio. Marx afirmó que la sociedad liberal contenía una contradicción fundamental, la existente entre el capital y el trabajo. Pero sin duda, la cuestión de las clases ha sido ya resuelta con éxito en Occidente. El igualitarismo de la América moderna representa el logro esencial de la sociedad sin clases que imaginara Marx. Esto no significa que no hay gente rica y pobre en los Estados Unidos, o que la brecha entre ambos no haya aumentado en los últimos años. Pero las causas de la desigualdad económica no tienen que ver con la estructura legal y social prevaleciente en una sociedad, estructura que, en este caso, sigue siendo fundamentalmente igualitaria y moderadamente redistribucionista. Como resultado de lo anterior, podemos afirmar que el atractivo del comunismo en el mundo occidental desarrollado es ahora menor que nunca. Aquellos que piensan que el futuro debe ser inevitablemente socialista tienden a mantener una posición obsoleta y marginal respecto del discurso político real de sus sociedades. Por otra parte, al contrario de lo que podría pensarse, es precisamente en los países no europeos, y principalmente en Asia, donde ha tenido lugar el mayor número de transformaciones ideológicas. La primera alternativa asiática al liberalismo que fue derrotada en forma decisiva fue la alternativa fascista, representada por el Japón imperial. El capitalismo accidental y el liberalismo político, una vez transportados a Japón, fueron adaptados y transformados de tal forma que ahora resultan difícilmente reconocibles. La supervivencia de los elementos esenciales del liberalismo económico y político queda garantizada por el solo hecho de que éstos hayan arraigado también en las particularísimas tradiciones e instituciones japonesas. Pero más importante aún es la contribución que a su vez ha hecho Japón a la historia del mundo al haber creado una verdadera cultura de consumo universal, que se ha convertido en el símbolo del Estado homogéneo universal. El deseo de tenor acceso a la cultura de consumo, creada en gran medida por Japón, ha desempeñado un papel crucial en la difusión del liberalismo económico por todo Asia, así como, en consecuencia, en la promoción del liberalismo político. Lo que es importante desde un punto de vista hegeliano es que el liberalismo político ha ido siguiendo al liberalismo económico de manera lenta pero inevitable. Así, una vez más observamos la victoria de la idea del Estado homogéneo universal. Sin embargo, el poder que tiene la idea liberal se hubiera visto muy disminuido si ésta no hubiera “contagiado” la cultura más grande y antigua de Asia, esto es, China. La simple existencia de una China comunista creó un solo polo alternativo de atracción ideológica que, como tal, constituyó una amenaza al liberalismo. Pero en los últimos quince años, el marxismo−leninismo en China ha experimentado un descrédito casi total como sistema económico. Cualquiera que esté familiarizado con el comportamiento de la nueva élite tecno−crática en el poder sabe que el marxismo ha dejado de ser una directriz importante en la política, v que, por primera vez desde la revolución, el consumismo burgués tiene un verdadero significado en ese país. Sin embargo, por muy importantes que hayan sido estos cambios en China, son los acontecimientos en la Unión Soviética los que han dado el último revés al marxismo-leninismo como alternativa a la democracia liberal. Lo que ha sucedido en la Unión Soviética durante cuatro años, desde el ascenso al poder de Gorbachov, puede calificarse como un atentado revolucionario contra los principios e instituciones fundamentales del stalinismo. Esto es mucho más evidente en la esfera económica, en la que los economistas de Gorbachov mantienen ahora una posición más radical en su apoyo a los mercados libres. Entre los miembros de la escuela dominante de economistas soviéticos actuales, existe prácticamente un consenso en el sentido de que la causa de la ineficiencia económica se encuentra en la planeación centralizada del sistema, y de que si lo que desea la Unión Soviética es sanearse, entonces tendrá que permitir una toma de decisiones libre y descentralizada en las áreas de inversión, trabajo y precios. Después de un par de años de confusión ideológica inicial, estos principios han sido incorporados a la política mediante la promulgación de nuevas leyes sobre la autonomía de las empresas y sobre cooperativas. Claro está que la aplicación de la reforma presenta todavía enormes lagunas, sobre todo en lo que se refiere a la ausencia de una reforma de precios exhaustiva. Pero el problema ya no es conceptual: Gorbachov y sus seguidores parecen entender bastante bien la lógica de los mercados. En la esfera política, los cambios propuestos a la constitución soviética, al sistema global y a las reglas del partido no guardan una gran relación con el establecimiento de un Estado liberal. Gorbachov ha hablado de democratización básicamente en la esfera de los asuntos internos del partido, y ha mostrado poco interés en modificar el monopolio del poder del Partido Comunista. Sin embargo, los principios generales subyacentes a muchas de las reformas proceden de una fuente fundamentalmente ajena a la tradición marxista- leninista de la URSS, aun cuando estén articulados de manera incompleta y sean aplicados en forma que deja todavía mucho que desear. Seria imposible describir a la Unión Soviética como un país liberal o democrático, y es muy poco probable que la perestroika tenga tal éxito que resulte lógico pensar en un calificativo así para el futuro cercano. Pero para que el fin de la historia ocurra, no es necesario que todas las sociedades hayan alcanzado el grado de sociedades liberales, sino simplemente que dejen de ostentar la pretensión de estar representando una mejor forma de sociedad humana. Y en este sentido, considero que algo muy importante ha ocurrido a la Unión Soviética en los últimos años. Las críticas que ha formulado Gorbachov contra el sistema soviético han sido tan devastadoras que son pocas las probabilidades de que se regrese al stalinismo o al brezhnevismo. En lo que se refiere a la oposición conservadora, integrada tanto por simples trabajadores, temerosos del desempleo y la inflación, como por funcionarios del partido, temerosos éstos de quedarse sin trabajo, podemos afirmar que lo que ambos grupos desean es tradición, orden y autoridad, y que en realidad no mantienen ningún compromiso profundo con el marxismo−le−ninismo, a no ser por lo que han invertido de sus propias vidas en él. Si admitimos por el momento que el fascismo y el comunismo han dejado de ser un reto, nos preguntamos entonces si queda aún algún otro competidor del liberalismo. O dicho de otra manera, ¿existen contradicciones en la sociedad liberal, además de la que se refiere al conflicto de clases, que no puedan ser resueltas al interior del sistema? Son dos las posibilidades que nos vienen a la mente, la de la religión y la del nacionalismo. El resurgimiento de la religión habla, en cierta forma, del descontento que genera el vacío espiritual característico de las sociedades consumistas liberales. De hecho, el liberalismo moderno en si es una consecuencia de la debilidad de sociedades que, teniendo un fundamento religioso, no fueron capaces de edificar las precondiciones mínimas para la paz y la estabilidad. Aun así, si bien el vacío que se desprende del liberalismo es más un tipo de defecto ideológico, no resulta claro que éste puede remediarse por medio de la política. En el mundo contemporáneo, sólo el islamismo ha ofrecido un Estado teocrático como una alternativa política tanto al liberalismo como al comunismo. Pero esta doctrina tiene poco atractivo para los no musulmanes, y es difícil creer que el movimiento adquirido en algún momento una significación universal. En cuanto al nacionalismo, nos preguntamos también si este representa una contradicción irreconciliable dentro del liberalismo. Prácticamente ninguno de los movimientos nacionalistas en el mundo ofrece un programa analítico que vaya más allá del mero deseo de independencias de algún otro grupo o comunidad, y ninguno de ellos tampoco incluye una agenda seria de organización socio-económica. Como tales, estos movimientos son compatibles con doctrinas e ideologías que si ofrecen tales agendas. Y si bien pueden constituir una fuente de conflicto para las sociedades liberales, dichos conflictos no surgen tanto del liberalismo en si como del hecho de que el liberalismo en cuestión es algo incompleto. ¿Cuáles son las implicaciones del final de la historia para las relaciones internacionales? Es claro que lo que conocemos como Tercer Mundo se encuentra en el estancamiento histórico, y seguirá representando un terreno de conflicto durante muchos años aún. Pero centrémonos por el momento en los países más desarrollados del mundo, mismos que, después de todo, son los países que determinan en gran medida el curso de la política mundial. Es poco probable que, en el futuro cercano, la Unión Soviética y China lleguen a unirse a los países desarrollados de Occidente como sociedades liberales, pero supongamos por un momento que el marxismo-leninismo deja de ser un factor decisivo de las relaciones exteriores de estos países −prospecto que se ha convertido en una posibilidad real en años recientes−. En tal coyuntura hipotética, ¿en qué forma diferirán las características generales de un mundo desideologizado de las características actuales? La respuesta generalizada indicaría que no mucho, ya que existe la creencia, entre muchos observadores de las relaciones internacionales, de que por encima de la ideología existe un interés de poder que garantiza una permanente situación de competencia y conflicto entre las naciones. De hecho, una de las teorías de relaciones internacionales más populares considera, desde un punto de vista hobbesiano, que la agresión y la inseguridad son una característica universal de las sociedades humanas más que el producto de circunstancias especificas. El anterior es, por supuesto, un punto de vista conveniente para la gente que si admite que en la Unión Soviética está ocurriendo un cambio importante, pero que no acepta la responsabilidad que se desprende de reconocer que tal cambio implica una reorientación radical de la política. La noción de que la ideología es una superestructura impuesta a un sustrato de búsqueda permanente de poder es una proposición muy cuestionable. La realidad es que, en este siglo, los Estados han adoptado doctrinas altamente articuladas, en las que las agendas de política exterior legitimizan en forma explicita el expansionismo, lo que habla de un interés nacional definido en función de una base ideológica prestablecida. El comportamiento competitivo y expansionista de los Estados europeos en el siglo XIX tenia fundamentos no menos ideológicos. Las justificaciones imperialistas variaban dependiendo de la nación, pero cualesquiera que hayan sido las bases ideológicas, todo país “desarrollado” creía firmemente en que las naciones más civilizadas debían gobernar a las menos civilizadas. Hay que aclarar, sin embargo, que el expansionismo territorial fue objeto de un gran descrédito a raíz de la derrota de Hitler. No obstante, el punto importante para el futuro es el grado en que las élites soviéticas han asimilado la conciencia del Estado homogéneo universal, representado éste por la Europa posthitleriana. El “nuevo pensamiento político” describe un mundo dominado por cuestiones económicas en el que desaparece el espacio ideológico para el conflicto entre las naciones, y en donde, en consecuencia, el uso de la fuerza militar pierde legitimidad. Tal como lo expresó Shevardnadze, Ministro de Asuntos Exteriores de la URSS en 1988: La lucha entre dos sistemas opuestos ha dejado de ser una tendencia determinante en la actualidad. En la época moderna, (...) la habilidad conjunta para restaurar y proteger los recursos necesarios para la supervivencia de la humanidad adquiere una importancia decisiva. Sin embargo, la conciencia post-histórica representada por el “nuevo pensamiento” es sólo uno de los posibles futuros para la Unión Soviética, la cual se encuentra ahora ante un camino bifurcado: puede iniciarse el camino que labró Europa Occidental hace cuarenta y cinco años, o bien, puede darse cuenta de su singularidad y preferir encerrarse dentro de ella. El paso del marxismo-leninismo, primero por China y luego por la Unión Soviética, significaría su desaparición como una ideología viviente de significación histórica mundial. Y la desaparición de esta ideologías significa un creciente “Mercado Común” de las relaciones internacionales y una disminución de las posibilidades de conflicto entre los Estados. Esto no implica de ninguna manera el fin del conflicto internacional per se. Para ese entonces, el mundo estará dividido entre la parte que fue histórica y la que fue post-histórica. El final de la historia será, por cierto, muy triste. La lucha por el reconocimiento, la determinación de arriesgar la vida en aras de una meta abstracta, la lucha ideológica mundial que llama al valor, a la imaginación, al idealismo, serán reemplazadas por el cálculo económico, la permanente solución de problemas técnicos, las cuestiones ambientales y la satisfacción de sofisticadas demandas del consumidor. En el periodo post-histórico no habrá arte ni folosofía, sólo el cuidado perpetuo del museo de la historia humana. Reacciones al Artículo Este articulo ha provocado una ola de innumerables réplicas e interpretaciones, y el presente texto expone en forma resumida algunas de las respuestas más representativas. Algunos editorialistas de diversos periódicos encontraron en el articulo de Fukuyama un fondo de verdad, ya que consideran que la guerra fría ha tocado a su fin, y al referirse al “fin de la historia” Fukuyama alude precisamente a ese hecho. Por ejemplo, Russell Baker del New York Times piensa que el articulo en cuestión es sólo un reflejo de una nostalgia por la guerra fría en los medios de poder de Washington y de una incertidumbre frente a un panorama cambiante. Baker supone que la guerra fría ha llegado a su término, y a partir de esta suposición habla de la desesperación de los burócratas norteamericanos. En su opinión, las reformas recientes en la Unión Soviética hablan claramente del inicio de una no−lucha que ha sumido a Washington en la melancolía: ¿qué es lo que encenderá ahora el apasionado anticomunismo, factor de unión entre los elementos conservadores del gobierno? Los políticos requieren de la industria de la guerra fría para ser reelectos, pues de otra manera, ¿cómo lo conseguirán cuando tengan que declarar que los candidatos del otro partido mantienen una postura muy “suave” frente a un comunismo que ya no asusta a nadie? Peter Tarnoff, del periódico The New York Times, emitió una opinión similar, si bien parece encontrar en el articulo un trasfondo en el que se leen las motivaciones y fundamentos mismos del actual régimen estadounidense. Del articulo, Tarnoff deduce que, al parecer, las reformas y la diplomacia de Gorbachov son dañinas para los intereses de los Estados Unidos, especialmente en Europa. Asocia el artículo con algunas declaraciones oficiales en las que se ha comparado los años de la guerra fría, caracterizados por un conjunto de relaciones notoriamente estables y previsibles entre las grandes potencias, con la época actual, en la que el poder y la influencia se hayan atomizado entre una multiplicidad de Estados, y en la que existe el peligro de que los cambios en el este resulten demasiado desestabilizadores como para que puedan ser sostenidos. Tarnoff alude especialmente a la predicción de Fukuyama en el sentido de que “el fin de la historia” será una época muy triste. Considera que si ésa es la base del comportamiento de las futuras relaciones esto-oeste, es muy probable que el gobierno estadounidense ignore algunas oportunidades para un mayor proceso en el control de armamentos y de otras áreas que han amenazado la paz durante casi cincuenta años. Algunas otras publicaciones, en cambio, manifestaron su desacuerdo con Fukuyama. La revista The Economist, por ejemplo, ataca el planteamiento de que, con el colapso del comunismo como idea, hemos llegado al final de la evolución ideológica del hombre, un final en el que la democracia liberal occidental se instaura como la forma final de gobierno humano. The Economist considera que si bien hay mucha gente que ya no encuentra inspiración alguna en Marx o Lenin, hay todavía mucha que lo hace. La publicación expresa también su asombro frente a la poca importancia que otorga Fukuyama a algunos problemas que considera “menores”, tales como la religión y el nacionalismo. “La contienda entre dioses y entre naciones −añade la revista− puede ser tan destructiva, y aun más duradera, que la lucha entre el comunismo y el liberalismo.” Con el mismo enfoque, Strobe Talbott, de la revista Time, hizo una severa critica al articulo de Fukuyama. Talbott habla de la visión maniquea del autor del articulo, al considerar la historia como una lucha entre las fuerzas de la luz y la oscuridad, en la que los malos −primero fascistas y ahora comunistas− perdieron y los buenos ganaron. A Talbott le parece increíble que Fukuyama hable no sólo del fin de un periodo particular de la historia, sino del fin de la historia misma. Para él, hablar del “fin de la historia” en tiempo presente es el equivalente filosófico de esa frase trivial “Hoy es el primer día del resto de tu vida”. Fukuyama, como muchos otros, parece estar convencido de que las tendencias reformistas y liberadoras que rondan el mundo comunista son irreversibles. AI creer que hay un solo acontecimiento principal, califica cualquier otro problema como algo más que un “ruido” desprovisto de contenido ideológico y contexto. Una noción así es insultante para las masas que mueren de hambre en África y Asia, y para las victimas del narco-terror en Latinoamérica. Para Fukuyama poco importa lo que ocurra a la gente en Albania o Burkina Faso, lo que interesa es el legado ideológico común de la humanidad. El argumento habla por si solo, y será especialmente vergonzoso el primer estallido que lo desmantele, ya sea un conflicto nuclear entre dos países que nunca se han preocupado por Karl Marx o por Adam Smith, o bien, un desastre ecológico que escape a los limitados alcances de la microadministración de los tecnócratas que, según Fukuyama, heredarán la tierra.