En su mejor momento

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EN SU MEJOR MOMENTO
Emilio Ontiveros
No era un pinzamiento de vértebras, ni una severa lumbalgia, ni otras de las posibles
hipótesis que, según me dijo, manejaban los médicos para explicar ese dolor con origen en
la espalda que le mantenía prácticamente inmóvil, lo que le impediría impartir la
conferencia en la entrega de diplomas a la V Promoción del Master en Banca y Finanzas de
la Escuela de Finanzas Aplicadas. No sabemos si ya en aquellos primeros días de diciembre
1999 Manolo intuía que aquel hígado enfermo había dejado su huella en otras partes de su
cuerpo antes del trasplante. Hasta el último momento se mantuvo dispuesto a acudir a ese
acto en la Bolsa de Madrid que para él trascendía al de una conferencia más a una
treintena de jóvenes postgraduados y sus familiares: entre ellos estaba, Antonio, el hijo de
Mariquiña, su mujer, en cuyo seguimiento había puesto gran interés. Es la ausencia de
aquella convocatoria la que mantengo en la memoria como la primera y más vinculante
referencia de la definitiva partida de Manolo. Hasta entonces, confiaba en que el original
diagnóstico en Washington no hubiera sido tardío, en la habilidad de los especialistas
madrileños y en la ausencia de propagación del mal a otras partes de su cuerpo.
Cuando días después acudió a la ciudad de sus primeros estudios universitarios, Santiago
de Compostela, a presentar una conferencia de Robert Mundell, de regreso de Oslo, su
intervención ya la asumí como la última. En una silla de ruedas, pálido, con la voz cansada
pero no exenta de emoción, glosó la trayectoria académica y la obra del recién laureado
Nóbel de Economía; evocó el encuentro entre ambos, primero en Suiza y luego en EEUU, y
destacó su contribución a la discusión sobre la viabilidad de las uniones monetarias, por
cuyos trabajos había recibido el galardón. Una excelente lección de Manolo que, sin
menoscabo de la calidad técnica y el rigor histórico, constituyó una muestra más de la
generosidad y honestidad intelectual con que abordaba la valoración del trabajo de los
demás. Durante la cena que siguió al acto se empeñó en no dar muestras de cansancio ni
dolor e incluso se permitió exhibir su sentido del humor cuando Mundell nos enseñó la
medalla con que le habían distinguido días antes. Sin embargo, ni los más optimistas
confiábamos en que fueran muchas las probabilidades de que pudiéramos volver a disfrutar
del magisterio de Manolo. Aunque antes de que se fuera volví a verle, ya en su recién
estrenada casa de la calle Villalar en Madrid, fue en aquella sala de conferencias de la
Fundación Caixa Galicia donde se cerró la etapa más corta y prometedora de Manuel
Guitián. Pensé que, efectivamente, se iba en el mejor momento de su vida.
Mi primer encuentro con Manolo tuvo lugar con ocasión de un seminario que dirigí en la
Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, sobre el Sistema Monetario
Europeo, mediada la década de los ochenta. Para quienes estábamos interesados en las
finanzas internacionales, Guitián era una referencia recurrente en algunos de los temas de
mayor actualidad, en cada momento: desde la discusión de la condicionalidad en la
aplicación de las modalidades de financiación del Fondo, hasta el análisis de las
condiciones que deberían presidir la las zonas monetarias óptimas, sin olvidar la crisis de
la deuda externa de los países de América Latina, eran frecuentes sus contribuciones a los
“Working Papers” del Fondo o a la revista “ Finanzas y Desarrollo”. De sus escritos no
podía deducirse, sin embargo, su completa capacidad de comunicación y ,mucho menos, su
excelente talante para la discusión. Como en todas las publicaciones del personal de esa
institución, las de Manolo se ajustaban a la ortodoxia al uso, pero dejando entrever la
actitud abierta que manifestaba en mucha mayor medida cuando se le tenía cerca. Su
contribución a ese primer seminario fue destacada, y desde entonces no dejó de estar
presente en aquellas convocatorias que su agenda y múltiples viajes le permitían. Empezó
a colaborar con frecuencia en la revista “Economistas” y ya con la vista puesta en su
traslado a Madrid, se dejó convencer para formar parte del Consejo Académico de la
Escuela de Finanzas Aplicadas, donde impartió varias conferencias y seminarios, así como
en otras instituciones y universidades españolas. Pocos meses después de su operación se
empeñó en impartir gran parte de las sesiones planeadas muchos meses antes en un curso
en la UIMP sobre la “Nueva Arquitectura Financiera Internacional” que dejó un recuerdo
excelente entre los asistentes.
Tras casi treinta años fuera de España, había preparado su regreso con ilusión. Liberado de
las restricciones propias de sus responsabilidades en el FMI, se disponía a trasladar sus
inquietudes y experiencias a nuestro país a través de una actividad docente que planeaba
con tanta ilusión como la ejercía, de la publicación de artículos y de su contribución a
diversas iniciativas de fomento del conocimiento y debate en economía y finanzas. Desde
las infraestructuras de su Galicia natal hasta la gobernación del proceso de globalización
financiera, su vitalidad intelectual parecía dispuesta a no dejar escapar ocasión en la que
animar la reflexión y el debate económico. Los demás sabíamos de la enorme rentabilidad
de esa trasferencia, de lo que había sido una de las más dilatadas y provechosas
experiencias en uno de los periodos más apasionantes de la historia económica y financiera
de este medio siglo.
Con las maletas hechas fue en Washington donde supo que el hígado no se correspondía
con la vitalidad con que iniciaba el viaje de regreso. Lo sustituyó en Madrid, junto a tantas
otras cosas, sin dejar de preparar los días siguientes y de discutir proyectos, pero ya era
demasiado tarde. Pocos días antes de irse, sentado en un sofá de la casa recién estrenada,
tratando de identificar una postura que minimizara el dolor, todavía mantenía el ánimo
despierto para comentar la eventual trascendencia de la sustitución de M. Camdessus en la
gerencia del Fondo y ojear algunas referencias de prensa que le había llevado. Su mirada y,
desde luego mis pensamientos al despedirlo, no dejaban lugar al mantenimiento de esa
esperanza en el disfrute de esos proyectos que con serenidad e ilusión había ido perfilando
unos años antes. Cuando sonó el móvil de Mariquiña, aquella mañana de enero, ya intuí el
mensaje y con él la definitiva decepción.
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