La carrera 15: entre el uso y el desuso Escrito Por Fabio Lozano Uribe El aire que se respira, hoy, alrededor del Centro Comercial Andino y en el parque de la 93, es el mismo que se respiraba en la Carrera 15 hace 30 años, o 40 años. Eso cuenta la generación de los mayorcitos, los que bordean los cincuenta años y se criaron en la calle, sin centros comerciales y haciendo carreras de tapitas de gaseosa en los andenes. Para la gente joven, con sus descaderados, sus botas anchas y sus zapatos de plataforma, todo sucedía en la carrera 15, entre la calle 72 y la avenida 100; de igual manera, sus padres –los mayores– eran asiduos compradores de sus lujosos almacenes y clientes de sus coffee shops y restaurantes. Tuvo su auge antes del surgimiento de la calle 82 y las personas con las que hablé –bogotanos de toda la vida– coincidieron en nombrar Oma, Panfino, Discos Bambuco, Jeno´s Pizza, La Gata Caliente, la Librería Contemporánea, el Carulla de la 85, Diverplay, The Place, Hollywood 30, Pimms, The Stitch, Bauer, Sandrick´s, la Santa Rita, Fru Fru, los perros calientes, Cinema El Lago, los bolos, el Ranch Burger, el caño, San Diego, Tacos, Addax, Percales, Carlos Nieto, la Clínica del Country y el Piccolo Café, como los sitios representativos de lo que podríamos llamar la época “chic” de la carrera 15. El flujo automotor era de doble vía, los buses –como ahora– paraban en cualquier parte, pero no había paraderos y nada podía estar “in” o “a la moda”, si no quedaba en este espacio lineal que integraba lo residencial, lo comercial y lo social en una misma aura de exclusividad. “Todo… todo cambia” Lo cantó Mercedes Sosa como afirmación de que nada permanece. La carrera 15 fue, pronto, desplazada. Mientras lo exclusivo buscó mejores opciones (Unicentro estaba recién abierto), sus calles se plagaron de una urbanidad menos favorecida. Los jíbaros, los travestis, las prostitutas, los indigentes, los raponeros, los vendedores ambulantes… cuyas vidas también dependían de la “sociedad de consumo” que, a sus anchas, habitaba estas treinta cuadras, aumentaron en cantidad. Auspiciados y amparados por los millonarios de la droga, inventaron entre todos otro estatus: una nueva calidad de vida basada en lo brillante, en lo costoso; se multiplicaron los clubes a puerta cerrada, sólo identificables por la nube de guardaespaldas y burbujas blindadas apostados a la entrada. Adentro: el whisky, la cocaína y las mujeres se pagaban en “fajos de billetes”. La década de los ochenta empezaba… Un par de galerías de arte cambiaron sus nombres, y cualquier cosa que enmarcaban en dorado se vendía sin problema. Las joyerías exhibían piedras enormes en sus vitrinas y vendían llaveros de Mercedes Benz y BMW con incrustaciones de diamante. Las discotecas eran todas como las de la película Scarface y la gente, entre cucharitas y pitillos de plata, hacía vida social en los baños. Muchos hablaban en voz alta de los Ochoa y de los Rodríguez Orejuela, de sus yeguas y de sus mujeres cuantiosas en su precio y vistosas en su andar; pululaba la falsificación de productos europeos pues cualquier cosa se compraba sin preguntar, mientras la marca fuera impronunciable o para decirla hubiera que apretar los labios y aligerar el meñique. Se dice, por ejemplo, que cierto sitio contrató a Julio Iglesias para ser escuchado por veinte personas y que su pago iba en un maletín esposado a una de las modelo-actrices del momento, quien lo acompañó en un avión privado, fletado para la ocasión, de regreso a Miami. Se dice, también, que Madonna estuvo en la discoteca Reina de Corazones y que el Presidente Turbay fue invitado y lució un corbatín de neón que llevaba enchufado en el… pero ¡qué va!, eso si debe ser pura paja… Desolation blues A mitad de los noventa, la carrera 15 estaba tan golpeada como los colombianos. Pese a que la no extradición de criminales, por delitos cometidos en el extranjero, fue aprobada al tiempo con una nueva Constitución, el secuestro, el asesinato y el terrorismo habían mermado el protagonismo de los narcotraficantes, quienes habían relegado sus desafueros a comportamientos más austeros. A nadie le interesó más identificarse con ellos, o sea, los “todo que ver” y los “nada que ver” huyeron de la carrera 15, los clientes se refugiaron en los centros comerciales, donde a todas luces la dinámica de las compras, la rumba y el convivio entre congéneres era más controlado y más seguro o, por lo menos, daba esa sensación. A lo largo de sus calles se hubiera podido filmar un western de esos que suceden en un pueblo desolado en el que corren los silbidos del viento y las bolas de paja; o se hubiera podido recitar en voz alta uno de los “coros” de Jack Kerouac que, en su obra, Desolation Blues, habla del polvo que tarde o temprano termina reuniéndose en las esquinas. La carrera 15 agonizaba: aunque no se veían las ratas, se presentían; el olor de los orines tomaba por asalto a los transeúntes; las compraventas recibían hasta planchas y secadores para el pelo; la mayoría de los sitios tradicionales cerraron y los que sobreaguaron lo hicieron dotados de una fe de carboneros o, de pronto, para evitar la muerte. Lo que sube tiene que caer, pero lo que cae no necesariamente sube; sin embargo, la carrera 15 seguía siendo una vía de acceso a la calle 82, al parque de la 93, a la autopista Norte, a la avenida 100, a la carrera 19, al futuro… Justa e injusta La carrera 15 cambió de uso, cambió de usuarios, de oferta y de demanda. La era Mockus-Peñalosa le impuso una cirugía estética que aún no da completamente sus frutos, pero que permite el desarrollo que se está imponiendo: amplios andenes sólo para peatones, renovación de los árboles, bancos con respaldar para motivar la contemplación y el descanso, más seguridad y mejor iluminación, semaforización, señalización, etc. Se han generado nuevos núcleos humanos que ven el sector con otros ojos. Generaciones jóvenes para las cuales Bogotá es una ciudad en pleno desarrollo, cuyo objetivo es prestar los servicios que necesita la comunidad y facilitar los espacios que mejoren y garanticen la calidad de vida. La carrera 15 está en ese proceso lento… pero seguro. Las cafeterías se ven plagadas de estudiantes, entre sitios de fotocopias, papelerías y librerías se prestan todos los servicios de la tecnología digital y de la conexión virtual. Un centro comercial sólo para computadores, y sus accesorios, facilita a su alrededor, para bien o para mal, una economía informal de reparación técnica y de piratería de software, principalmente. La promesa por lo exclusivo ya no existe y hay nuevos sitios de compras y de rumba menos pretensiosos y más asequibles al bolsillo de quienes, ahora, gravitan estas cuadras. El parque del Virrey (antiguo “caño”) ha embellecido el recorrido y multiplicado las actividades al aire libre. Se están construyendo nuevos edificios que ofrecen, al tiempo, locales comerciales, apartamentos y oficinas. La vida nocturna se ha apaciguado y en ambas riberas de su cauce, se abren sitios con propuestas creativas de Afortunadamente, para este importante eje urbano, la Carrera 15 es como Berenice, la ciudad de Italo Calvino que es “una sucesión en el tiempo de ciudades diferentes, alternativamente justas e injustas”, en la que todas sus posibilidades futuras “están ya presentes en este instante, envueltas una dentro de la otra, comprimidas, apretadas, inextricables.”