Felicidad Katherine Mansfield Aunque Bertha Young tenía treinta

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Felicidad Katherine Mansfield (traducción al rioplatense de Betina González especialmente para la materia Taller de Expresión 1, cátedra Klein) Aunque Bertha Young tenía treinta años, todavía tenía momentos como éste, en los que quería correr en vez de caminar, intentar un paso de baile en la vereda, echar a rodar un aro, tirar algo hacia arriba y volverlo a agarrar o quedarse parada riéndose de nada, porque sí, nada más. ¿Qué podés hacer si tenés treinta años y al doblar la esquina de tu calle, una felicidad absoluta, de golpe, te posee? Como si te hubieras tragado un pedazo del sol de la tarde y ahora ardiera dentro tuyo y enviara una lluvia de chispas a cada partícula, a cada dedo, a cada rincón de tu cuerpo. "¿No podrías expresarlo sin parecer una 'borracha desorientada en la vía pública'?" Qué imbecilidad, la civilización. ¿Para qué te dan un cuerpo si después tenés que encerrarlo en una caja como a un raro violín? "No, eso del violín no es lo que quiero decir", pensó mientras subía corriendo los escalones, buscaba las llaves en la cartera -­‐se las había olvidado, como siempre-­‐ y revolvía el buzón. "No es lo que quiero decir porque..." -­‐Gracias, Mary.-­‐ y entró en el hall. -­‐ ¿Ya volvió la niñera? -­‐Sí, señora. -­‐¿Y la fruta, ya la trajeron? -­‐Sí, señora. Ya trajeron todo. -­‐Llevámela al comedor, así la acomodo antes de subir. El comedor estaba en penumbras y bastante frío. Pero igual se sacó el tapado -­‐no aguantaba más el modo en que le sujetaba el cuerpo -­‐ y el aire helado cayó sobre sus brazos. Todavía podía sentir esa incandescencia en el pecho, esa lluvia de chispas. Era casi insoportable. Apenas se animaba a respirar por miedo a alimentarla. Y sin embargo, respiró. Profundamente. Tampoco se animaba a mirarse en el espejo. Pero lo hizo. Y le devolvió a una mujer radiante, de sonrisa temblorosa y grandes ojos oscuros con un aire alerta, de estar escuchando, pendiente de algo divino que -­‐estaba segura-­‐ iba a ocurrir, tenía que ocurrir, inevitablemente. Mary trajo la fruta en una bandeja con un bol de vidrio y un plato azul que tenía un brillo especial, como si hubiera sido sumergido en leche. -­‐¿Prendo la luz, señora? -­‐No gracias. Veo perfectamente. Había mandarinas y manzanas manchadas de rosa, peras suaves como la seda, uvas verdes con reflejos de plata y un gran racimo de moradas que había comprado porque hacía juego con la alfombra nueva. Sí, sonaba rebuscado y absurdo pero era la verdadera razón por la que las había comprado. "Tengo que poner unas uvas moradas para que la alfombra combine con la mesa", había pensado en la verdulería. Y en ese momento le había parecido algo totalmente razonable. Una vez que terminó de acomodar la fruta en dos pirámides brillantes, se alejó para comprobar el efecto que producían. Y era de lo más curioso. Porque la mesa desaparecía en la penumbra de la habitación y daba la impresión de que el bol y el plato flotaban en el aire. Dado su estado de ánimo, eso le pareció increíblemente hermoso. "Ya me estoy poniendo histérica", se rió. Y agarró el bolso y el abrigo y subió a la pieza de la nena. La niñera estaba sentada frente a una mesa bajita y le estaba dando de comer a Little B después de haberla bañado. La nena tenía puesto un camisón de franela blanca y un saco de lana azul. Su pelo fino y negro estaba peinado hacia arriba y terminaba en un pico muy gracioso. Cuando vio a su mamá empezó a saltar en la silla. -­‐No, no, quietita. Seguí comiendo-­‐ la niñera hizo un gesto con los labios que Bertha conocía muy bien y que quería decir que otra vez había entrado al cuarto de su hija en un mal momento. -­‐¿Se portó bien? -­‐Estuvo amorosa toda la tarde. Fuimos al parque. Me senté en un banco y la saqué del cochecito. Vino un perro enorme y me apoyó el hocico en la rodilla y ella le agarró la oreja y se la retorció. La tendría que haber visto. Bertha hubiera querido preguntarle si no pensaba que era un poco peligroso dejar que la nena le retorciera la oreja a un perro extraño. Pero no se animó. Se quedó parada mirándolas, con las manos a los costados del cuerpo, como una chica pobre frente a una rica que tiene una muñeca. La nena la volvió a mirar y le sonrió de tal manera que Bertha no pudo evitar decir: -­‐Deje que le termine de dar de comer yo, mientras usted puede guardar las cosas del baño. -­‐No es bueno cambiarla de manos mientras come.-­‐ dijo la niñera en voz baja-­‐ Le va a hacer mal, casi seguro que le va a hacer mal. Qué absurdo. ¿Para qué tener un bebé si después hay que guardarlo, no en un estuche, como a un violín sino en los brazos de otra mujer? -­‐Oh, pero tengo que hacerlo. Muy ofendida, la niñera le entregó al bebé. -­‐Pero no la excite mucho después de la cena, señora. Sabe muy bien que eso pasa siempre que está con usted. Después la que la tiene que dormir soy yo-­‐ y con esto, por suerte, la niñera salió del cuarto con una pila de toallas. -­‐Ahora te tengo toda para mí-­‐ dijo Bertha, acomodando a la niña de costado, contra su pecho. Comió sin ningún problema, sacudiendo los brazos y abriendo la boca cada vez que veía la cuchara. A veces, la apretaba con los labios y no la dejaba ir, otras, la rechazaba con una mano y la comida volaba por todos lados. Cuando se acabó la sopa, Bertha se dio vuelta hacia el fuego. -­‐Sos buena. Sos muy buena-­‐ le dijo a la niña y le dio un beso-­‐ Te quiero mucho. Y me además, me caés muy bien. Y era cierto. Quería tanto a Little B -­‐ a su cuello que se estiraba tanto cuando se inclinaba, a los dedos de sus pies, exquisitos, que brillaban, casi translúcidos, a la luz del fuego-­‐ que el sentimiento de inmensa felicidad volvió a poseerla y otra vez no supo cómo expresarlo o qué hacer con él. -­‐La llaman por teléfono-­‐ La niñera, triunfal, entró a la habitación y levantó en brazos a su Little B. Bertha bajó corriendo las escaleras. Era Harry. -­‐¿Sos vos, Ber? Mirá, voy a llegar tarde. Me voy a tomar un taxi pero por las dudas, atrasá la cena unos diez minutos. ¿Si? -­‐Sí, no hay problema. ¿Harry? ¿Qué era lo que quería decirle? Nada. Sólo quería que el contacto con él durara un poco más. Sería tonto gritar "¿No es un día maravilloso?", pero era lo que hubiera querido hacer. -­‐¿Qué pasa?-­‐ dijo la vocecita en el teléfono. -­‐Nada. Entendeu. -­‐ y colgó. Cuánto más que idiota era la civilización. Esa noche tenían invitados. Una pareja muy sólida, los Knight (Norman iba a poner un teatro y ella estaba muy interesada en la decoración de interiores), Eddie Warren, un joven que acababa de publicar un libro de poemas y al que todo el mundo estaba invitando a cenar y un "hallazgo" de Bertha, Pearl Fulton. Bertha ni siquiera sabía a qué se dedicaba la señorita Fulton. La había conocido en el club y se había enamorado de ella, como siempre le pasaba con las mujeres hermosas que tenían un aire de misterio. Lo más llamativo era que, aunque se habían visto y hablado muchas veces, Bertha sentía que aún no la conocía. Hasta cierto punto, Pearl era terriblemente franca. Pero sólo hasta cierto punto. Había una línea que era obvio que no estaba dispuesta a traspasar. ¿Había algo más allá de esa línea? Harry decía que no. Creía que era insulsa y "fría, como todas las rubias, quizás, incluso, con un toque de anemia cerebral". Pero Bertha no estaba de acuerdo. No todavía. -­‐No. Algo tiene detrás de esa manera de sonreír así con la cabeza un poco de costado. Estoy segura, Harry. Y voy a averiguar qué es. -­‐Sí, un buen aparato digestivo. Eso es lo que tiene. A él le encantaba descolocarla con ese tipo de respuestas (otras de sus ocurrencias eran "un hígado de acero", "pura flatulencia" o "una enfermedad de los riñones"). Por alguna extraña razón, a Bertha le gustaban. Casi lo admiraba por eso. Fue hasta la sala y encendió el fuego. Levantó los almohadones que Mary había repartido con cuidado y los reacomodó en las sillas y sillones. El efecto fue instantáneo, toda la habitación revivió. Cuando estaba por tirar el último, sintió el impulso de abrazarlo bien fuerte. Pero no apagó la llama que todavía vivía ahí en su pecho. No. Al contrario. El ventanal de la sala daba a un balcón sobre el jardín. Contra la pared más lejana, había un peral alto y elegante, totalmente en flor. Se erguía perfecto, como apaciguado, contra el verde jade del cielo. Aún en la distancia, Bertha supo que no tenía ni un solo pimpollo o pétalo marchito. A los pies del árbol, había canteros con tulipanes rojos y amarillos, pesados de flores, casi inclinados sobre el atardecer. Un gato gris atravesó el pasto arrastrándose sobre la panza. Lo siguió de cerca uno negro. Verlos pasar, tan rápidos y determinados, la sobresaltó. -­‐Qué bichos más espeluznantes-­‐ pensó y se puso a caminar de un lado para otro por toda la habitación. Qué fuerte que olían los narcisos. ¿No serían demasiado? No, claro que no. Se tiró en un sillón y se presionó los ojos con las manos. -­‐Soy demasiado feliz. Demasiado-­‐ dijo. Y le pareció ver, todavía en sus párpados, la imagen del árbol con sus pimpollos casi abiertos, como si fuera un símbolo de su propia vida. De verdad, lo tenía todo. Era joven. Con Harry estaban tan enamorados como el primer día, se llevaban bien y se acompañaban en todo. Tenían una bebé hermosa. No tenían que preocuparse por la plata. Vivían en una casa con jardín. Y tenían amigos. Modernos. Interesantes. Escritores, artistas, poetas: gente preocupada por cuestiones sociales. La clase de amigos que querían tener. Y también estaban los libros y la música. Y ella había encontrado un sastre maravilloso. Y en el verano iban a irse de viaje, y la cocinera hacía unos omelettes buenísimos... -­‐Soy absurda. Totalmente absurda-­‐ se sentó. Estaba mareada, borracha. Debía ser la primavera. Sí, debía ser la primavera. Ahora estaba tan cansada que no tenía ni ganas de subir a cambiarse. Un vestido blanco, un collar de perlas de jade, zapatos verdes y medias. No era intencional. Había pensado en esa ropa mucho antes de pararse frente a la ventana de la sala. Un despliegue rápido del vestido y ya estaba en el hall saludando a la señora Knight, que se estaba sacando un abrigo naranja de lo más gracioso: en el ruedo tenía una procesión de monos negros que le subía por todo el frente. -­‐¿Por qué será que la clase media es tan estirada, y tiene tan poco sentido del humor? Estoy acá sólo por casualidad y gracias a Norman, que vendría a ser la casualidad (protectora en este caso). Porque mis queridos monos revolucionaron todo el tren y un tipo empezó a comerme con los ojos. No te rías -­‐ no fue gracioso, me hubiera encantado que lo fuera-­‐. No. Fue aburrido. Nada más me miraba y me miraba. -­‐Pero el colmo de todo fue ...-­‐ dijo Norman mientras se ajustaba el monóculo de marco de tortuga-­‐ No te molesta que le cuente, ¿no, Face? (en su casa y entre amigos, se decían "Face" y "Mug"). Lo mejor de todo fue cuando ella se hartó, se dio vuelta hacia la mujer que iba sentada a su lado y le preguntó en voz muy alta: "¿Es que es la primera vez en su vida que ve un mono? -­‐Sí totalmente-­‐ se río la señora Knight.-­‐ Eso fue lo mejor. Y lo más divertido era que, ahora que se había sacado el abrigo, ella también parecía un mono. Uno muy inteligente, que hasta había sido capaz de hacerse ese vestido de seda brillante con cáscaras de banana. Y los aros de ámbar, seguramente se los había hecho con nueces. -­‐Ah. "Qué tristeza"-­‐ dijo Mug parándose enfrente del carrito de Little B-­‐ "Qué retirada, cuando el cochecito te invade el hall de entrada..."-­‐ y acalló el resto de la cita con un movimiento de la mano. El timbre volvió a sonar. Era Eddie Warren. Pálido, flaco y (como siempre) en un estado de agitación total. -­‐¿No me equivoqué de casa, no? -­‐No. Espero que no.-­‐ contestó, luminosa, Bertha. -­‐Es que acabo de tener un encuentro de lo más feo con un taxista. Un tipo si-­‐nies-­‐tro. No me quería parar. Parecía que cuanto más le golpeaba el vidrio y le gritaba, más aceleraba. Te digo que se veía de lo peor a la luz de la luna, todo encogido sobre el volante, con esa cabeza aplastada y enorme... Eddie fingió un escalofrío mientras se sacaba una inmensa bufanda de seda blanca. Bertha notó que sus medias también eran blancas. Le pareció un detalle encantador. -­‐Pero qué horrible-­‐ dijo. -­‐Sí, lo fue-­‐ Eddie la siguió hasta la sala-­‐ Por un momento me vi surcando el Infinito en "el taxi sin tiempo". Eddie conocía a los Knights. De hecho, iba a escribir una obra de teatro para Norman cuando el teatro estuviera listo. -­‐¿Y, cómo va la obra?-­‐Norman dejó caer el monóculo y le dio a su ojo la oportunidad de salir un segundo a la superficie antes de ser atornillado de nuevo detrás del cristal. La señora Knight interrumpió mirando a los pies Eddie: -­‐ ¡Qué buenas medias! Eddie también se miró los pies. -­‐¿Te gustan?. Parece que se hubieran puesto todavía más blancas desde que salió la luna.-­‐ se dio vuelta hacia Bertha con esa cara joven y algo apenada y le dijo-­‐ Porque hay una luna espléndida, ¿sabías? Ella hubiera querido decir: "Claro que lo sé, casi siempre la hay". De verdad que Eddie era de lo más atractivo. Pero también Face lo era, inclinada hacia el fuego en sus cáscaras de banana y Mug, que, pitó su cigarrillo, sacudió un poco las cenizas y dijo: -­‐¿Por qué tarda tanto el novio? -­‐Ahí está llegando. Se escuchó la puerta de entrada y a Harry que gritaba mientras subía las escaleras,: -­‐Hola a todos, bajo en unos minutos -­‐ Bertha sonrió. Sabía que a él le encantaba hacer todo bajo presión. ¿Después de todo, qué importaban unos minutos más? Pero seguro se convencía de que eran vitales. Después, bajaría a la sala extremadamente calmo y compuesto, como si nada. Harry disfrutaba de la vida al máximo. Eso era algo que a Bertha le gustaba mucho de él. Igual que su capacidad para encontrar en cada cosa que se le oponía, la oportunidad de una pelea, de un nuevo desafío. Aunque ocasionalmente y sólo ante la gente que no lo conocía bien, esa característica lo hacía parecer un poco ridículo. Porque había veces en las que se lanzaba a la batalla aunque claramente no hubiera ninguna.... Bertha siguió charlando y riendo un buen rato. Tanto que ni siquiera se dio cuenta de que Pearl todavía no había llegado. Recién cuando Harry bajó al salón, tan compuesto como ella había previsto, se le ocurrió decir: -­‐¿Qué pasará con la señorita Fulton? ¿Se habrá olvidado? -­‐No me extrañaría nada-­‐ dijo Harry-­‐ ¿Tendrá teléfono? -­‐Ahí llega un taxi -­‐ Bertha sonrió con ese aire de propietaria que asumía sobre sus hallazgos femeninos mientras fueran nuevos y misteriosos. -­‐Pearl vive en taxis. -­‐
agregó. -­‐Si es así, va directo al sobrepeso-­‐ dijo Harry mientras hacía sonar la campanita para la cena-­‐ Un peligro terrible para las rubias. -­‐No seas malo-­‐ dijo Bertha, conteniendo la risa. Pasaron un rato más riendo y charlando mientras esperaban, tal vez demasiado cómodos, demasiado entretenidos. Y entonces apareció la señorita Fulton, toda vestida de plata, incluso con una cinta de ese color que le sujetaba el pelo rubio y muy claro. -­‐¿Llego tarde?-­‐ preguntó, ladeando un poco la cabeza. -­‐No, para nada-­‐ respondió Bertha agarrándola del brazo-­‐ Vamos.-­‐ Y todos entraron al comedor. ¿Qué habría en ese contacto con su brazo frío que alimentaba el resplandor de felicidad en su interior sin que Bertha supiera qué hacer con él? La señorita Fulton ni la miró. Pero la verdad es que nunca miraba a nadie directamente a los ojos. Sus párpados pesados de maquillaje siempre estaban entornados y su media sonrisa iba y venía, como si ella viviera más escuchando que viendo. Pero no importaba. Porque Bertha sabía que Pearl Fulton, que ahora revolvía la sopa colorada en perfecto contraste con su plato gris, sentía exactamente lo mismo que ella. Era como si las dos hubieran cruzado una larga e íntima mirada, como si se hubieran dicho la una a la otra: "¡¿Vos también?!"-­‐. ¿Y los otros? Face y Mug, Eddie y Harry, estaban totalmente concentrados en la sopa y en la conversación. Sus cucharas subían y bajaban, sus servilletas iban y venían de los labios a los regazos, mientras el pan, los cubiertos y las copas intervenían de vez en cuando en la composición. -­‐La conocí en el Alpha, la persona más ridícula que haya visto. No sólo se había cortado todo el pelo, también parecía que se hubiera sacado algunos pedazos de las piernas, el cuello y los brazos. Y hasta de su pobre nariz. -­‐¿No es la que sale con Michael Oat? -­‐¿El que escribió Amor a dentadura postiza? -­‐Me propuso escribir una obra. El monólogo de un hombre que decide suicidarse. Primero da todas las razones por las que debería matarse, después enumera aquellas por las que no debería hacerlo. Cuando termina de hacer la lista, toma una decisión y cae el telón. Una idea bastante buena. -­‐¿Cómo se llama, Problemas digestivos? -­‐Me parece que es la misma idea que acabo de leer en una revista francesa, obviamente que muy poco conocida en Inglaterra. No. No tenían ni idea de su sentimiento. Pero igual los adoraba y le encantaba que estuvieran ahí, sentados a su mesa, disfrutando del vino y la comida -­‐ de hecho, hubiera querido decirles lo maravillosos que eran, cómo se complementaban unos a otros igual que en una obra de Chejov-­‐. Se notaba que Harry estaba disfrutando de la cena. Era parte de su naturaleza. No, no de su naturaleza y, ciertamente, no de su pose, pero sí había una parte intrínseca de él (fuera la que fuera) a la que le encantaba hablar de comida, vanagloriarse de su "desenfrenada pasión por la carne blanca de la langosta" o declarar que "el verde del helado de pistacho, era tan frío y tan verde como los párpados de bailarinas egipcias". Cuando la miró y le dijo que el suflé estaba espectacular, a ella le dieron ganas de llorar de contenta, igual que una nena. ¿Por qué estaba tan sensible esa noche? Todo era perfecto, y todo parecía colaborar con ese sentimiento desbordante de felicidad. Y además, la imagen del peral en la noche todavía permanecía, nítida, en su cabeza. Ahora estaría plateado bajo la luna del querido Eddie, plateado como la señorita Fulton, que en ese momento jugaba con una mandarina, la recorría con unos dedos tan pálidos y elegantes que parecían irradiar algún tipo de luz. Lo que le costaba comprender era cómo había hecho para adivinar con tanta exactitud el estado de ánimo de la señorita Fulton. Era casi milagroso, por cierto. No había tenido casi ninguna pista de la que agarrarse. Y sin embargo, no tenía ninguna duda de que había acertado. "Creo que es algo que pasa muy de vez en cuanto entre dos mujeres-­‐ pensó Bertha. -­‐
Nunca entre dos hombres" ."Pero seguro que cuando esté sirviendo el café en la sala, ella me va a dar alguna señal". No tenía idea de a qué se refería cuando pensaba en "una señal" ni tampoco podía imaginar qué sucedería luego. Mientras pensaba en todo esto, se dio cuenta de que estaba hablando y riendo sin parar. No le quedaba otra. "Si no me río, me muero", pensó. Pero justo Face hizo ese gesto tan suyo de meterse los dedos en el escote y empujar hacia abajo, como si escondiera un puñado de nueces ahí dentro y Bertha tuvo que cerrar los puños hasta clavarse las uñas para no reírse demasiado. Por fin se acabó la cena. Y: -­‐Vengan a ver la nueva máquina de café. -­‐Tenemos una nueva sólo cada quince días.-­‐dijo Harry. Esta vez, Face la tomó del brazo. La señorita Fulton las siguió, con la cabeza inclinada. El fuego en la sala casi se había agotado. Ahora era un nido de pequeños Fénix, dijo Face. -­‐No prendan la luz por un momento-­‐ agregó-­‐ y se sentó frente al fuego. Siempre tenía frío. La señorita Fulton eligió ese momento para dar su señal. -­‐¿Tienen un jardín?-­‐ dijo con voz soñadora. Todo lo que pudo hacer Bertha fue obedecer a la delicadeza de esa voz. Cruzó el salón, fue hasta el ventanal, descorrió las cortinas y lo abrió de par en par. -­‐Ahí está-­‐. Y las dos mujeres se quedaron paradas una al lado de la otra, mirando al árbol en flor. Aunque estaba quieto parecía moverse como la llama de una vela, como si se irguiera más y más hasta tocar el borde de la luna. ¿Por cuánto tiempo se quedaron así? ¿Las dos atrapadas en ese círculo de luz sobrenatural, comprendiéndose perfectamente, como si fueran criaturas de otro planeta que se estuvieran preguntando qué harían en éste con esa carga de felicidad que les ardía en el pecho y se les escapaba, como flores plateadas, por el pelo y las manos? ¿Por siempre o sólo por un momento? ¿Y era verdad que la señorita Fulton había dicho "Perfecto" o Bertha sólo lo había imaginado? Después, alguien prendió la luz y Face hizo el café. -­‐Mis queridos señor y señora Knight, no me pregunten por la bebé. Yo casi no la veo. No me pienso interesar por ella hasta que no tenga un amante-­‐ Ante esta respuesta, Mug liberó a su ojo por un rato y después volvió a guardarlo en su frasco. Y Eddie se tomó su café de un saque y dejó la taza sobre el plato como si hubiera visto una araña en el fondo. -­‐Lo que quiero es darle una oportunidad a los jóvenes. Me parece que Londres está llena de obras de primera, algunas ya escritas, otras todavía por escribirse. Quiero decirles "Acá tienen un teatro. Ahora disparen". -­‐ Voy a decorarles la casa a los Nathans. Estoy tentada de hacerla temática. Una decoración entera basada en el tema "pescado frito": las sillas tendrían respaldos en forma de sartén y podrían bordarse unas lindas papas fritas en las cortinas. -­‐El problema con nuestros escritores jóvenes es que son todos románticos. Y nadie nunca pisó alta mar sin marearse y vomitar en un cubo. ¿Por qué estos jóvenes no se animan al cubo, digo yo? -­‐Un poema ho-­‐rri-­‐ble sobre una chica violada por un mendigo sin nariz en un bosque... La señorita Fulton se había sentado en el sillón más bajo y más blando de la sala y Harry estaba repartiendo cigarrillos. Por el modo en el que sacudió la caja delante de ella y dijo: "¿Egipcios? ¿Turcos? ¿De Virginia? Están todos mezclados", Bertha se dio cuenta de que Pearl no sólo le parecía aburrida, realmente la detestaba. Y la forma en que ella le respondió: "No, gracias, paso", dejaba en claro que ella también se había dado cuenta y que se sentía incómoda. Oh. No la odies tanto, Harry-­‐ pensó Bertha-­‐ Estás equivocado, Pearl es divina -­‐ ¿Como puede ser que alguien que significa tanto para mí te caiga tan mal? En un rato, cuando nos vayamos a dormir voy a tratar de explicarte, de contarte lo que ella y yo hemos compartido". Algo oscuro y afilado se disparó en su mente en cuanto pensó esas palabras. Algo ciego y sonriente que empezó a decirle: "Pronto se van a ir todos, la casa va a estar quieta y apagada y ustedes se van a quedar solos, en el dormitorio oscuro, entre las sábanas." Bertha saltó de la silla y fue hasta el piano. -­‐Qué lástima que nadie sepa tocar. Por primera vez en su vida, Bertha Young deseaba a su marido. Oh, siempre lo había querido. Sólo que nunca de esta manera. Y por supuesto que entendía que él era diferente. Lo habían charlado. Al principio, ella se había preocupado un montón por ser tan fría, pero después se había relajado. No parecía ser tan importante. Lo importante era que se llevaban bien. Eso era lo mejor de ser modernos. Pero ahora lo deseaba de una forma nueva. ¿Sería esto la conclusión de ese sentimiento de felicidad que se había ido acumulando durante toda la tarde? Pero entonces... -­‐Querida-­‐ dijo la señora Knight.-­‐Ya conocen nuestra vergüenza: somos esclavos del tiempo y el tren. Vivimos en Hampstead. Hora de volver. La pasamos muy bien. -­‐Los acompaño al hall-­‐dijo Bertha-­‐ Ojalá pudieran quedarse pero, claro, no estaría bueno que perdieran el último tren. -­‐Tomate un whisky antes de irte, Knight-­‐ gritó Harry. -­‐No gracias-­‐ contestó Mug y, mientras lo saludaba, Bertha le apretó un poco la mano a modo de agradecimiento por esa respuesta. -­‐Buenas noches-­‐ gritó desde el último escalón. Y sintió que esa Bertha se despedía de ellos para siempre. Cuando volvió a la sala, los otros también se estaban preparando para irse. -­‐Entonces podemos compartir el taxi, vamos para el mismo lado. -­‐Sí, buenísimo. Así no tengo que lidiar solo con otro taxista. -­‐Hay una parada de taxis al final de la calle, no tienen que caminar casi nada. -­‐Voy a buscar mi abrigo. La señorita Fulton fue hasta el hall. Bertha iba a seguirla, pero Harry se le adelantó. -­‐Te ayudo-­‐ lo oyó decir. Bertha se dio cuenta de que Harry estaba intentando compensar su mala onda de antes. Lo dejó ir. Qué infantil e impulsivo era a veces. -­‐¿Leíste el último poema de Bilks, Table d´Hote? Es muy bueno. Salió en la última Antología. ¿La tenés? Te lo quiero mostrar. Empieza con una línea preciosa: "¿Por qué siempre tiene que haber sopa de tomate? -­‐Sí, la tengo-­‐ dijo Bertha y fue a buscar el libro a una mesita que estaba al otro lado de la puerta de la sala. Eddie la siguió en silencio. Encontró la Antología y se la dio. Ningún ruido acompañó el intercambio. Mientras Eddie buscaba el poema, Bertha se dio vuelta y miró hacia el hall. Harry tenía en las manos el abrigo de la señorita Fulton y estaba a punto de ponérselo sobre la espalda pero en lugar de hacerlo, lo tiró al piso, agarró a Pearl de los hombros y la obligó a darse vuelta hasta enfrentarlo. Sus labios dijeron: "Te adoro". Ella le apoyó sus dedos resplandecientes sobre la mejilla y le sonrió. A Harry le tembló un poco la nariz y con una mueca horrible y muda dijo: "Ma-­‐ña-­‐na". Ella asintió con una bajada de pestañas. -­‐Acá está-­‐dijo Eddie-­‐ "Porque siempre tiene que haber sopa de tomate". Es tan cierto. La sopa de tomate es horriblemente eterna. -­‐Si quieren, puedo llamar al taxi por teléfono para que venga a buscarlos-­‐ dijo, con fuerza, la voz de Harry-­‐ -­‐No hace falta-­‐ contestó ella. Se acercó a Bertha y le tendió sus maravillosos dedos para que ella se los estrechara. -­‐Chau. Muchas gracias por todo.-­‐ -­‐Chau-­‐dijo Bertha. La señorita Fulton le sostuvo la mano un poco más. -­‐Muy lindo tu árbol-­‐ dijo, bajando la voz. Y salió, con Eddie detrás. Igual que el gato negro y el gris. -­‐Voy cerrando todo-­‐ dijo Harry, exageradamente frío y sereno. "Muy lindo tu árbol, muy lindo tu árbol". Bertha corrió hacia el ventanal. "¿Qué va a pasar ahora?"-­‐ gritó la voz en su cabeza. Pero el peral estaba tan lindo, tan lleno de flores y tan quieto como siempre. 
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