“Las vocaciones signo de la esperanza fundada sobre la fe” Mensaje para la semana vocacional Mar del Plata, del 2 al 10 de febrero de 2013 Queridos hermanos, hijos e hijas en el Señor: I. En el Año de la Fe y de la 50ª Jornada mundial por las vocaciones En este Año de la Fe, en coincidencia con el 4º domingo de Pascua, conocido como domingo del Buen Pastor, celebraremos como siempre la Jornada mundial por las vocaciones, instituida por el siervo de Dios, el Papa Pablo VI, en 1964. Será la 50ª Jornada y nuestro Papa Benedicto ha propuesto para ella el lema: “Las vocaciones signo de la esperanza fundada sobre la fe”. Por razones pastorales, en nuestra diócesis de Mar del Plata damos especial relieve a la celebración de la “semana vocacional”, durante la cual el Obispo confiere los ministerios de Lector y Acólito a un grupo de seminaristas. Este año tendrá lugar desde el sábado 2 de febrero por la tarde hasta el domingo 10. La inquietud por el número suficiente de vocaciones de especial consagración dentro de la Iglesia, debe estar presente en todo cristiano. Nuestro corazón no sería de verdad “católico” si en él no sintiéramos el eco de las palabras de Jesús: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos” (Lc 10,12). II. Las vocaciones, necesidad de la Iglesia Sin los ministros de la Iglesia, no habría Eucaristía ni perdón de los pecados; la gracia de los sacramentos no vivificaría a los fieles; el Evangelio no tendría predicadores ni intérpretes genuinos; y las ovejas del rebaño de Cristo se dispersarían al carecer de un pastor que las congregue en el único rebaño querido por el Señor. ¡Cuántas localidades anhelan hoy la presencia de un sacerdote que habite en forma estable en medio de ellos y no lo tienen! ¡Cuántos niños y jóvenes crecen sin que alguien los convoque para proponerles el camino de la fe, la senda de los grandes ideales del Evangelio, de una vida digna, donde el amor a Dios y a los demás despierte las mejores energías para construir un mundo distinto! Sin el testimonio de hombres y mujeres consagrados con exclusividad a Dios, mediante los votos de castidad, obediencia y pobreza, dentro de las formas antiguas y nuevas suscitadas por el Espíritu de Cristo, la Iglesia carecería del testimonio eficaz que desafía la mentalidad del mundo y lo obliga a pensar. ¿Quién puede negar la paz que infunde una religiosa que atiende a los enfermos, o que dedica su vida como incienso que se quema ante Dios intercediendo por los demás? ¿Quién puede negar el bien que han hecho y siguen haciendo religiosos y religiosas a través de sus colegios, transmitiendo, junto con la instrucción, también los valores que llenan la vida de sentido? Las nuevas formas de vida consagrada, son otros tantos dones del Espíritu para despertar a los hombres de su letargo. III. Panorama vocacional en nuestra diócesis Es un buen ejercicio para estimular nuestro ardor misionero contemplar el mapa de nuestra diócesis y leer algunas estadísticas. El territorio abarca en la actualidad nueve partidos: Pinamar, Villa Gesell, Gral. Madariaga, Mar Chiquita, Gral. Pueyrredón, Balcarce, Gral. Alvarado, Lobería y Necochea. Según algunos cálculos consultados, la población total ronda los 900.000 habitantes. La mayor parte, el ochenta por ciento, se concentra en el partido de Gral. Pueyrredón donde se encuentra la ciudad de Mar del Plata. Es evidente que para este considerable número de habitantes disponemos de pocos sacerdotes y miembros de instituciones de vida consagrada. Por referirme a los sacerdotes, en el elenco de presbíteros diocesanos y religiosos llego a contar alrededor de ochenta. Esta cifra queda pronto relativizada, cuando el análisis revela que alrededor de diez se hallan fuera de la diócesis por distintos motivos, sea de estudio o de misión. A esto debe sumarse el hecho de que por razones de edad o de salud, son varios más los sacerdotes que ejercen en forma limitada su ministerio. ¡Sabe Dios lo valiosa que puede ser su vida y su entrega! Los cuento como miembros de honor, y los aliento a sembrar con lógica de fe semillas de Evangelio desde su limitación y ofrenda cotidiana. Ahora sólo describimos con mirada humana. La diócesis cuenta con trece seminaristas, a los cuales sumaremos otros dos este año, en que, Dios mediante, ingresarán al Seminario de La Plata, para constituir un total de quince. En el mes de mayo espero ordenar seis diáconos, que podrán convertirse en sacerdotes hacia fin de este año. Número excepcional para nosotros, por lo cual damos sentidas gracias a Dios. Los años venideros, sin embargo, experimentaremos una sensible merma. En los últimos años, algunas casas de religiosas han debido cerrar sus colegios y obras de apostolado, por escasez de vocaciones en sus respectivos Institutos. Las he comprendido y bendecido, y les he agradecido su abnegado servicio. Pero es imposible no sentir pena. En varias oportunidades he recibido en audiencia a representantes de capillas y parroquias que, aunque no carecen de atención pastoral básica, sienten que no reciben todo el cuidado deseable. También en mis visitas al interior de la diócesis me sucede escuchar con frecuencia la misma inquietud. ¿Quién no ve la diferencia entre la presencia estable del sacerdote y la visita ocasional de un presbítero que puede ser distinto cada vez, o bien el mismo pero con presencia espaciada y con poco tiempo para supervisar la catequesis y otros servicios y necesidades pastorales? La ocasión me resulta propicia para agradecer a mis queridos sacerdotes que atienden dos y hasta tres parroquias, y a los párrocos que se hacen presentes en las numerosas capillas que tienen a su cargo, algunas de las cuales deberían ser parroquias si hubiese clero suficiente. Las comunidades aludidas, destacan la generosidad de los presbíteros que saben hacerse tiempo para cubrir los requerimientos básicos de Misas y atención de confesiones en distintos lugares, a costa, a veces, de gran esfuerzo. Mi agradecimiento incluye también a los diáconos permanentes por su fecundo servicio, en representación de Cristo Servidor, y por su espíritu creativo. Y a las religiosas y religiosos que asumen compromisos de apostolado en diversas áreas. Esas personas que me interpelan con sus inquietudes, personalmente o por carta, merecen siempre mi gratitud y mi voz de aliento por su noble preocupación. Me dan a veces la oportunidad para una catequesis que ahora deseo extender a toda la diócesis. IV. Compromiso de todos ¿Qué debemos hacer entonces los que nos identificamos como discípulos del Señor? Ante todo, debemos tomar conciencia de que las vocaciones son una gracia de Dios, un puro regalo suyo. Pero también implican una responsabilidad de nuestra parte. Responsabilidad del joven, varón o mujer, que es llamado para un seguimiento más radical de un Maestro que sabe recompensar a quien responde y se entrega con libertad y generosidad. Responsabilidad de su entorno inmediato, eclesial, familiar y social que deben favorecer en diversa medida la opción vocacional. Responsabilidad de los pastores de la Iglesia y de los miembros de las comunidades de religiosos, religiosas, institutos de vida consagrada en su amplia variedad, quienes deben facilitar las condiciones para la maduración y el necesario discernimiento eclesial de las auténticas vocaciones. Todos tenemos algo para hacer. En primer lugar, todos debemos orar, porque el pedido del Señor se dirige a todos: “Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha” (Lc 10,2). La preocupación por las vocaciones no afecta sólo a los obispos, sacerdotes o institutos de vida consagrada, sino a la Iglesia en su conjunto. La oración perseverante es, pues, una primera clave a tener en cuenta en la solución al problema vocacional. Es, por eso mismo, materia para un examen de conciencia personal y comunitario. Les dejo unas preguntas muy simples: ¿oramos y hacemos orar por las vocaciones? ¿qué forma adquiere este mandato del Señor en nuestra vida y en nuestras parroquias, capillas e instituciones? En cuanto a los presbíteros, se ve con claridad el papel que les cabe. Algunos sacerdotes, van descubriendo el don de paternidad espiritual que Dios les otorga en la guía de los jóvenes. Sabemos que Dios distribuye sus dones para la construcción de su Iglesia, y que no todos tenemos idénticas condiciones e iguales carismas, ni estos se dan en la misma medida en todos. Pero todos los presbíteros pueden ejercer, con su ejemplo y con su palabra, en forma directa o indirecta, un influjo real sobre aquellos muchachos y chicas a quienes Cristo atrae secretamente con su gracia. La experiencia prueba que, el testimonio de vida coherente y de alegría en el servicio, resulta ser decisivo en la aparición del atractivo vocacional. En la aparición de una vocación, no sólo influye el presbítero que hace de guía espiritual, o de la religiosa que recibe una confidencia, sino el conjunto del presbiterio, de la comunidad religiosa y de la Iglesia. Los jóvenes necesitan que se les conceda tiempo, capacidad de escucha y de consejo. El sacerdote no concede la vocación, descubre su existencia y discierne los obstáculos para su maduración. No manipula las conciencias ni sustituye la libertad del posible candidato o candidata por su propio gusto o proyecto. Es servidor, no dueño. En el caso específico de la vocación al sacerdocio, una de las fuentes de inspiración, no única por cierto, ha sido la cercanía física con el altar. De allí la importancia de la pastoral con los niños y adolescentes que ofician como monaguillos. Se trata de un aspecto mencionado en su momento por Juan Pablo II y que debemos cuidar. De la familia se ha dicho con acierto que, en muchos casos, ha constituido el primer seminario. Una vida cristiana práctica, donde tienen vigencia las enseñanzas del Evangelio y donde se valora positivamente a la Iglesia, puede ser el ambiente para que surja la inquietud vocacional. Ruego a los padres cristianos, que tienen la dicha y el honor de que el Señor haya llamado a uno de sus hijos, que cuiden esa vocación con sus oraciones continuas. En la formación religiosa más básica, así como en las múltiples instituciones de apostolado, debería ser cosa habitual presentar las diversas vocaciones y hablar más claramente de la necesidad y del significado de aquellas de especial consagración. V. “Creer o no creer, esa es la cuestión” Queridos sacerdotes, consagrados y consagradas, hijos e hijas, vivimos en una época de gigantesco cambio cultural. A grandes rasgos queda caracterizada por la negación de la existencia de verdades y valores morales de carácter universal y permanente. Todo es declarado relativo a un momento, al dictado de la moda, y de la construcción cultural fruto del consenso de pareceres subjetivos. El punto más crítico es la marginación de Dios. Ahora no puedo detenerme en esto. Resulta claro, sin embargo, que esta mentalidad actúa a modo de tóxico invisible y hace estragos en la juventud. En efecto, la mentalidad apenas descrita no favorece decisiones de por vida, compromisos estables fundados en convicciones grabadas en el alma para siempre. La misma sociedad que fomenta los tatuajes indelebles en el cuerpo, impide o entorpece mucho que el joven grabe en su alma unos valores fundamentales y asuma para siempre un ideal fuerte. En otras palabras, una sociedad marcada por el relativismo de los valores, que convierte en derechos los deseos subjetivos e ignora a Dios, no fomenta personalidades maduras ni compromisos estables. Ante este panorama ¿qué hacer? La única respuesta posible es escuchar las palabras de Cristo y apoyarnos en ellas, fundar en sus promesas nuestra inconmovible certeza. Este es el sentido bíblico del verbo “creer” y de la palabra “fe”. Parafraseando un conocido monólogo de la literatura universal, podemos decir: “creer o no creer, esa es la cuestión”. Abraham, padre del pueblo de la Alianza y nuestro padre en la fe, nos abrió el camino. Él creyó y esperó. San Pablo en la Carta a los Romanos nos dice de él: “apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia” (Rom 4,18). “Esperar o desesperar”, tal es la disyuntiva. Lo mismo que Abraham elegimos lo primero. Creemos y esperamos. Porque creemos y esperamos oramos “día y noche” (Lc 18,7), con “insistencia” (Lc 11,8), “sin desfallecer” (Lc 18,1). Y nos comprometemos sabiendo que Dios es fiel. Creemos y comprobamos que Cristo sigue enamorando a muchos con su Evangelio, y que la gracia del Espíritu Santo se infiltra secretamente en el interior de los corazones para obrar verdaderos milagros morales. Lo comprobamos también en nuestro tiempo, cada vez que vemos que hay jóvenes capaces de remar fuerte contra la corriente del mundo y ejercer espíritu de profecía eligiendo los valores de obediencia para experimentar la verdadera libertad; de vida austera y pobre para ser ricos con la riqueza de Dios; de castidad perfecta para abrirnos a otra fecundidad según la lógica del Reino y anunciar con la vida que la plena realización del sentido de nuestra existencia trasciende las fronteras de este mundo. Si creemos y oramos, sabremos abrirnos a los tiempos de Dios con esperanza. Si damos testimonio y hacemos lo que nos cabe según nuestro estado de vida, llenaremos nuevamente nuestros seminarios y noviciados. A la Santísima Virgen María, Madre del Buen Pastor, confiamos llenos de esperanza las necesidades de la Iglesia y junto con ella pedimos que florezcan muchas y santas vocaciones para trabajar en la viña del Señor. Con mi cordial bendición para todos. + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata