Obstaculos para la confesion

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OBSTÁCULOS PARA LA CONFESIÓN
1º “¿Por qué tengo que confesarme con un hombre como yo?”
Muchos católicos, poco conscientes de este don que el Señor Jesús ha dejado a
su Iglesia, y haciendo caso a argumentos protestantes, se preguntan hoy en día: “¿por
qué tengo que confesarme con un hombre como yo, tan o más pecador que yo?”
Creen encontrar así una razón suficiente para abandonar el sacramento de la
reconciliación, diciendo que prefieren confesarse “directamente con Dios”.
A quienes sostienen esta postura hay que recordarles/enseñarles que es el mismo
Señor Jesús quien ha instituido este sacramento como medio ordinario por el que el
bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia. En efecto, al comunicar su
Espíritu a sus apóstoles, el Señor resucitado les transmitió su propio poder divino para
perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»1. ¡Así lo ha
querido y dispuesto Dios mismo! ¿Qué autoridad tenemos nosotros para rechazar el
modo por él mismo elegido para reconciliarme con el Padre y elegir en cambio un
camino más cómodo para mí? El Señor no ha dicho: “quien quiera recibir el perdón
de los pecados, confiésese directamente con Dios”, sino “a quienes ustedes les
perdonen los pecados les quedan perdonados”. Y aunque Dios también perdona los
pecados graves por un perfecto acto de contrición, el medio ordinario por el que
obtenemos el perdón de los pecados graves cometidos luego de nuestro bautismo es el
que Cristo mismo ha dejado a su Iglesia: el sacramento de la reconciliación2.
2º La vergüenza y vanidad: “¡Qué va a pensar de mí el sacerdote! ¡Me va a mirar
feo una vez que le confiese mis pecados! ¡Me da demasiada vergüenza!”.
¿Me va a “mirar feo” el médico si le descubro mis heridas, mi enfermedad? ¡No!
El sacerdote, como Cristo, es un médico, llamado a sanar el corazón herido, a
perdonar tus pecados más terribles y reconciliarte con Dios y con la Iglesia3. Como
Cristo también él puede decir: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los
que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores»4. ¡Su alegría y gozo
es curar, recobrar a la oveja perdida5, reconciliar al hijo pródigo con el Padre6!
3º La creencia de que “mi pecado es imperdonable”, a veces tan grande que “ni
siquiera Dios me puede perdonar”.
Nada más falso que esto. No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia,
en nombre de Cristo, no pueda perdonar, siempre que haya un sincero arrepentimiento
1
Jn 20, 22-23.
Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1497.
3
Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1444.
4
Mc 2,17.
5
Ver Lc 15,4-7.
6
Ver Lc 15,
2
por parte del penitente7. El Señor perdonó a Pedro su traición, estaba dispuesto a
perdonar a Judas la suya... perdonó a quienes lo estaban incluso crucificando,
¡crucificando a Dios mismo! ¡Y es que Dios no quiere la muerte o castigo del
pecador, sino que cambie de conducta y viva! En la Iglesia, en un sencillo
confesionario, las puertas están siempre abiertas a cualquier hijo pródigo que luego de
haber caído en la más profunda miseria, entrando en sí mismo, tiene el coraje y la
humildad de decirse: «me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el
cielo y ante ti»8. Y así, al ponerse en marcha, descubrirá como el Padre
misericordioso sale corriendo a su encuentro para abrazarlo, para llenarlo de besos,
para revestirlo nuevamente de su dignidad de hijo, y para celebrar con gran gozo la
vuelta de este hijo que «estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido
hallado.» (Lc 15,32)
4º “¿Para qué confesarme si me voy a estar confesando siempre de los mismos
pecados?” “¿Para qué confesarme si —a pesar de que me propongo no caer más
y al principio lo logro— finalmente voy a caer siempre en lo mismo?”
Viene con ello la tentación de abandonar la confesión, o de aplazarla para un
“más adelante” indefinido. ¿Qué sería si pensásemos, luego de enlodarnos: “mejor no
me baño, porque me voy a volver a ensuciar”? Nos bañamos, aunque sabemos que
nos podemos volver a ensuciar, porque el baño frecuente nos ayuda a mantenernos
limpios. Así, aunque existe la posibilidad de que vuelvas a pecar, a ensuciar tu
espíritu, la confesión frecuente es buena y necesaria.
Por otro lado, JAMAS hay que dejarnos llevar por el desaliento y desesperanza
porque “siempre caigo en lo mismo”, porque “nunca podré vencer este vicio,
liberarme de este pecado”. La desesperanza es una TENTACIÓN, la predilecta de
nuestro enemigo. Con ella busca que dejes de luchar, que abandones el esfuerzo, que
desconfíes del Señor. ¡Tantas veces caigas, tantas veces te levantas! Y así será toda
nuestra vida. Recuerda en ese sentido el adagio que dice: “¡Santo no es el que nunca
cae, sino el que siempre se levanta!” No esperes que nunca vayas a volver a caer en lo
mismo. Mantente en guardia, lucha todo lo que puedas, pídele las fuerzas y la gracia
al Señor con todo tu corazón, y si aún así caes por tu fragilidad o por la fuerza de la
tentación, acude de inmediato al Señor, pídele perdón, ponte de pie y vuelve a la
batalla. Y recuerda que el Señor no ha dicho “el que nunca caiga”, sino «el que
persevere hasta el fin, ése se salvará.» (Mc 13,13) Así, pues, no te desanimes, no te
dejes vencer, vuelve a la batalla una y mil veces, y si mil veces tienes que confesarte
de lo mismo, hazlo con mucha humildad y paciencia contigo mismo.
5º Por la gravedad del pecado, por lo vergonzoso que es, muchos huyen de
enfrentar el momento de la confesión sacramental.
Tener que acudir al sacerdote para decirle “he hecho ESTO” produce
ciertamente mucho miedo o tensión, porque “cuesta y duele enfrentar el momento”,
7
8
Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 982.
Lc 15,18.
porque “no sé cómo decirlo”, porque “pienso que Dios me va a rechazar”, o porque
sencillamente “tengo miedo de que el cura me grite”...
Es necesario enfrentar ese momento. Asumir la propia vergüenza que produce
mirar el pecado cara a cara, acudir al sacerdote y decirle “perdóname, Padre, porque
he pecado y he hecho esto que tanto me avergüenza o duele” es difícil, pero es un
necesario momento de reconciliación y liberación. Mientras eso no se haga, no habrá
paz en el corazón aunque todas las noches le pida perdón a Dios “directamente”. El
hombre o mujer que han pecado necesitan escuchar aquél “yo te perdono/absuelvo”
que les da la certeza de haber sido perdonados por Dios para que esa paz vuelva al
propio corazón. Y aunque me toque un sacerdote que me trate con dureza, no hay que
dilatar más el momento de la reconciliación. La experiencia de verse liberado del peso
que produce el pecado cometido, la experiencia de la luz que disipa las tinieblas del
propio pecado, la paz que con el perdón divino inunda el corazón, hacen que valga
enormemente la pena pasar por ese momento difícil... Nada hay comparable a la
experiencia de saberse realmente perdonados, de que ya nada ha quedado oculto, de
que “lo he dicho todo” y “Dios me ha perdonado”. Como dice el salmista: «mientras
callé se consumían mis huesos, rugiendo todo el día, porque de día y de noche tu
mano pesaba sobre mí; mi savia se me había vuelto un fruto seco. Había pecado, lo
reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: “confesaré al Señor mi culpa”, y tú
perdonaste mi culpa y mi pecado» (Sal 31 [32], 3-5). ¡Bendito momento, el de la
reconciliación!
6º Por la gravedad del pecado, o por lo vergonzoso que es, muchos ceden a la
tentación de “confieso todo, menos esto”, o lo confiesan muy solapadamente.
¡No ocultes lo que más miedo o vergüenza te da confesar! ¡Es ESO justamente
lo que más necesita ser perdonado y reconciliado!
Por otro lado recuerda que si conscientemente ocultas un pecado grave en la
confesión, no solamente es inválida toda tu confesión (no se te perdona nada), sino
que añades a todos tus pecados otro igualmente grave, cual es el sacrilegio o abuso del
sacramento.
7º Algunos no se confiesan por la poca conciencia que tienen de sus pecados: “yo
soy bueno, no hago mal a nadie, no tengo nada que confesar”. Detrás de una
afirmación así puede ocultarse una gran soberbia.
Olvidan que la vida cristiana no es sólo “no hacer daño a nadie”, sino hacer el
bien a cuantos pueda, amar como Cristo al prójimo, con un amor que se hace concreto
en el servicio, en la acción solidaria, en el apostolado. El Señor los compara al fariseo
que «oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy
como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este
publicano”»9.
9
Ver Lc 18,10-14.
Ayudarles a ir tomando conciencia de que no necesariamente está bien lo que les
parece “normal” o piensan que “no tiene nada de malo” (un buen examen de
conciencia es muy útil para este efecto) es necesario, dentro de su propio proceso de
conversión.
8º Algunos no se confiesan por simple desidia o descuido.
Bueno, hay que vencer esa desidia, no descuidar la continua purificación de
nuestros pecados, el recurso al sacramento que nos da una gracia especial que nos
fortalece para nuestra lucha contra el pecado.
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