INTEGRACIÒN HUMANO-ESPIRITUAL EN LA VIDA CONSAGRADA I. Consistencias e inconsistencias personales y experiencia espiritual 1. La gracia supone la naturaleza De la misma manera que no podemos separar vida y fe, ya que influyen mutuamente, tampoco podemos separar espiritualidad de personalidad. Nos relacionamos con Dios desde lo que somos y como somos. El tipo de relación que se establece con Dios está condicionada por la menor o mayor madurez y equilibrio psíquico de la persona. La clave para que la espiritualidad nos ayude a madurar humanamente está en el “tipo de relación interpersonal” que se genera entre la persona y Dios. Ahí es donde la acción de la gracia es efectiva: siempre que el área de sentido y el área afectiva, en cuanto “sistema operativo” de una persona, se integran en la relación interpersonal de Dios, proporcionan equilibrio interior, centran a la persona y orientan su vida. Unifica el deseo en la experiencia de Dios. 2. ¿Con qué tipo de espiritualidad me manejo en mi vida religiosa? Podemos encontrar los siguientes “prototipos” de espiritualidades que responden a distintos procesos de consistencia e inconsistencia humana: Religiosidad “maternal”: La persona se relaciona con Dios para colmar las necesidades más íntimas de la infancia no satisfecha: cariño, afecto, protección, cuidado… la necesidad de un Dios cercano, que no le abandone, que se “sienta”. La imagen de Jesús es muy “romántica”. O cree en un Dios “milagrero” que espera le resuelva los problemas de forma mágica. Es una religiosidad sin responsabilidad. Religiosidad “fusional” (regresiva): Dios vendría a llenar el “hueco” afectivo que dejó la simbiosis primaria madre-hijo, colmando así todos los anhelos del corazón humano. Al final terminan en una unión vital con la energía cósmica (panteísmo) o en los fenómenos “paramísticos”. Lo que se busca es una religiosidad sin dolor, sin renuncias, sin sacrificios, sin esfuerzos, etc. En suma, una experiencia de Dios sin cruz. Religiosidad “evitativa”: sin experiencia de intimidad profunda con Dios. relaciones marcadas por el miedo. La persona se siente muy expuesta y débil y vulnerable. Tiene miedo a abrirse a Dios y confiarle sus secretos más íntimos. Religiosidad cargada de culpa: Típico de la religiosidad neurótica (obsesiva-compulsiva). La imagen de Dios es la de un juez castigador. Muy cargada de escrúpulos, ritualismos, supersticiones, normas, etc. Sobrevaloraciòn de la mortificación, la ascesis, la penitencia, etc. De no hacerlo la culpa lo maneja y se le impone inexorablemente. Religiosidad idealista: vivencia a Dios bien, cuando las cosas funcionan según sus gustos y deseos, sus expectativas se cumplen. Pero cuando aparece el misterio del mal, el límite, los fracasos o las dificultades personales o congregacionales, entonces cuestiona la intervención de Dios, “no hay derecho”, “por qué Dios permite esto”. Su fe entra en crisis al no tener integrada la realidad. Era una fe “idealizada”. Religiosidad intelectualista y racional: su fe es abstracta, marcada por lo ideológico (intelectualista). Propenso al dogmatismo. Dios más que una experiencia es una idea que hay que defender con la razón. El corazón no cuenta. Las defensas le impiden conectar afectivamente con Dios. a la larga puede que sienta que Dios le da “sentido” a su vida, pero difícilmente sentirá que le “llena” la vida. Religiosidad del “deber ser”, apoyada en los propios méritos: hay que hacer méritos para ganarse el amor de Dios. nada es “gratis”. La relación con Dios es más autoexigente y voluntarista que propiamente vincular. Fundamentada en el “deber ser”. Religiosidad rutinaria: se limita a reproducir mecánicamente unas prácticas de piedad. Al perder el idealismo del inicio, se quedó sin la motivación que ali8mentaba su espiritualidad. La oración se vuelve mecánica. 3. Cualidades humanas que posibilitan una espiritualidad auténtica Si la relación con Dios se nutre la energía vital que mana del interior de la persona. Es lo que permite que el “apego” a Jesucristo no sea teórico, como no lo es el apego del niño a su madre. Si no existe este enamoramiento por Jesucristo, que fusiona afectiva y efectivamente toda la vida alrededor de él, el apego no es seguro, la castidad es frágil y la vida del religioso (a) se convierte en exagerar controles, evitar ocasiones o vivir tristezas. Más aún, la pasión por Jesucristo es la que hace posible una verdadera evangelización y construcción del Reino de Dios. Si hay un vínculo adulto con Jesús: con capacidad de intimar, confiar y abandonarse en Él. Es la base de un amor auténtico, fruto de una sexualidad integrada. Se da sólo en el vínculo adulto, después de haber reubicado internamente los vínculos con las figuras paternas (resolución edípica). De lo contrario, la espiritualidad estará llena reproyecciones, propias de una religiosidad infantil, sin experiencia de intimidad profunda con Dios, marcada por el miedo y la necesidad de control sobre las pulsiones y los afectos (defensas). Si la vida religiosa se encara desde la autenticidad: Se vive “de adentro” para afuera y no “de afuera” para adentro. Es lo que permite realmente que el religioso se convierta en el protagonista principal de su vida y formación. No falsee el proceso respondiendo a instancias externas para ser bien visto y aprobado, amoldándose al rol o papel del “buen religioso”. También su espiritualidad sería inauténtica: Se limitaría a guardar las formas externas, ajustándose al cumplimiento estricto de lo establecido, pero sin entablar una auténtica relación con Dios “desde adentro”. Si ha logrado afirmar la individualidad integrando las necesidades yoicas: La vocación no es anulación de la individualidad, sino realización dentro del proyecto de vida elegido. Pero no logrará hacer satisfactoriamente la renuncia de sí mismo, a menos que la haga motivado afectivamente por el vínculo que le une a Dios, a la comunidad, a la gente, etc. De lo contrario, se impondrá la necesidad de autorrealización o el proyecto personal a la voluntad de Dios, a la comunidad, a la gente, etc. De lo contrarios, se impondrá la necesidad de autorrealización o el proyecto personal a la voluntad de Dios. su vida girará entorno a sí mismo y a buscar compensaciones a su narcisismo. Se le hará muy difícil renunciar por la persona de Jesús y abrirse a un amor de alteridad. Si ha desarrollado sentimientos altruistas: no como resultado de un imperativo superyoico (por deber y obligación), sino fruto de la necesidad interior de generar vida a su alrededor, de dejar “huella” en el mundo, de ser fecundo, de proyectarse y realizarse en la misión. Es una forma privilegiada de sublimación de la pulsión. La satisfacción que da trabajar por el Reino. El desgaste y el sacrificio están “re-compensados” afectivamente. Esto le permitirá poder “morir por el otro”. Si cuenta con recursos cognitivos, ya que la espiritualidad requiere cierta capacidad creativa y simbólica para desarrollarse satisfactoriamente. Además estimulan la voluntad tan necesaria para perseverar en la oración, superarse a sí mismo y esforzarse en la vida espiritual (mantener la fidelidad al vínculo con Dios). Si ha consolidado la estructura moral: ha incorporado valores morales, tiene la conciencia moral formada y cuenta con un superyó flexible. Es lo que permitirá construir actitudes evangélicas y realizar un auténtico proceso de “desculpabilización” moral, sin perder el sentido del pecado. De lo contrario vivirá una relación con Dios más autoexigente que vincular, intelectualista y legalista; y desarrollará una espiritualidad cargada de culpa (escrúpulos, supersticiones, ritualismos, etc). Si cuenta con un espacio de pertenencia y referencial. La vocación como la experiencia de Dios se vive en una comunidad (congregación). Asienta la vida afectiva, a la vez que permite celebrar y compartir la fe, crecer en la relación con Dios y buscar con otros la voluntad de Dios en la vida. Es el espacio privilegiado para vivir la caridad. II La espiritualidad como experiencia teologal: la integración fe y vida 1. De la espiritualidad a la experiencia teologal Por espiritualidad se entiende un modo de seguimiento de Jesús que bajo la acción del Espíritu Santo orienta toda la existencia humana. Una auténtica vida en el Espíritu nos lleva a la “experiencia de Dios”, a experimentar la experiencia viva del Padre que tuvo Jesús. Amar lo que Jesús amó: El Padre y el Reino, los pobres y abandonados, etc. El Espíritu es quien nos capacita para ello y nos invita a encarar la vida como hijos adoptivos de Dios, en una decisión libre, sostenida por las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad (Cf. Rom 8, 14-17). La experiencia teologal no es algo puramente sentimental o emotiva, aunque involucre el mundo afectivo. Tampoco es pura especulación, aunque incluya la razón. Es una “experiencia de Dios”, Un conocimiento vital resultado de un “encuentro” entre el sujeto (con su inteligencia, con su voluntad, con su afectividad, con su propia historia) y el Dios de Jesús que está ahí, que le trasciende y que se le impone como lo último y definitivo, con unas consecuencias determinantes para su persona y su vida (cambio de actitud, transformación interior, conversión). La vida queda transformada en mayor o menor medida. 2. La experiencia fundante como “fundamento” de la experiencia teologal La experiencia teologal se empieza a dar a raíz de la opción fundamental que coincide muchas veces con la llamada-vocación, cuando descubrimos interiormente que la plenitud humana (realización) se alcanza siguiendo a Jesús como religiosos. Se establece así una “experiencia fundante” fruto del encuentro con el Señor. Hecha de diálogo y escucha, de auto-clarificación y discernimiento, de certezas y dudas, de resistencias y abandono y sobretodo, de vinculación afectiva-teologal que lleva a una relación profunda con Dios. Sin este “núcleo espiritual” carecerá de fundamento cualquier proyecto de vida religiosa que se quiera emprender. Pero la formación espiritual no consiste en un aprendizaje teórico sino en desarrollar una experiencia teologal. Una cosa es creer que Dios existe y otra muy distinta, estar dispuesto (como parte del llamado de Dios) a entrar en una dinámica transformadora de relación, diálogo, confianza y encuentro con Jesús. Sin dicha dinámica, la vida religiosa se apoyará en uno mismo y terminará siendo la realización de un proyecto personal, desvirtuando el sentido auténtico de la vida religiosa: Configurándose con la persona de Jesús. 3. De la experiencia fundante a la experiencia configuradora Para que la experiencia de Dios se convierta en el eje en torno al cual armamos nuestra vida religiosa, debemos encararla desde una experiencia configuradota. Es la que determina desde adentro el modo de ser y de vivir de cada persona. El religioso está llamado por Dios, no tanto para responder a un “ideal de perfección”, como a adquirir una identidad cristológica. La configuración con Jesús la logra cuando, desde la motivación teologal-fruto de la experiencia fundante-, va adquiriendo las cualidades humanas y evangélicas de Jesús y de su vocación desde dichas disposiciones interiores o actitudes (castidad, entrega, servicio, pobreza, obediencia, aceptación del otro, intimidad con Dios, misericordia, abandono en Dios, confianza en la providencia, etc…) Para lograr configurarse con Jesús ha de involucrar en esta experiencia teologal todas las áreas de su personalidad: lo afectivo-sexual, lo cognitivo y lo moral. Y llevar adelante un proceso espiritual de identificación con Él, según el carisma de su congregación. Le va a ayudar a ellos si encara el seguimiento de Jesús no tanto como un “ideal de vida” a reproducir sino como una serie de “valores” a encarnar. Mientras el valor es una cualidad con sentido. No se impone como una obligación, sino nace de una motivación. El “ideal” despierta las exigencias del superyo. Te hace sentir en culpa y falta. Como fruto de la experiencia teologal, entre los rasgos más evidentes de configuración con Cristo propio de la vida consagrada, cabe señalar los siguientes: Que me ayude a armar la identidad como varón/mujer consagrado (a): Hemos pasado de entender los votos en clave ascético-moral a vivenciarlos como un proceso de fidelidad teologal: Por la castidad, centro mi corazón en el amor a Dios y al prójimo: sin un vínculo afectivoteologal adulto no podemos hablar de espiritualidad auténtica, que llene el corazón humano, desbordándolo (Cf. Mt. 5, 3-12; 22,34-40). Pero el vínculo objetal que establecemos con Dios y el prójimo, está condicionado por nuestra propia historia vincular y sexual. Va a implicar un proceso de maduración, en orden a ir construyendo un vínculo hecho a base de intimidad, confianza y abandono en Dios. un vínculo cada vez más total, permanente, exclusivo y definitivo en Él (esponsal). Un vínculo que no me encierre en mi narcisismo, egocentrismo o erotismo, sino que me abra al otro, lo ame por si mismo, respete su libertad y alteridad Por la pobreza, pongo toda la confianza en Dios: me permite acoger mi realidad humana y la de mis hermanos tal cual son (“pobres”: contingente, débil, frágil, necesitado, dependiente, pecador, etc) sin necesidad de afirmarme en mi auto-suficiencia o negando el yo real (idealismo). La humildad es la puerta de toda espiritualidad ya no necesito sentirme perfecto para ganarme el amor de Dios (1Cor. 1, 26-31); ni hago depender la salvación de los propios méritos (perfeccionismo). Me invita a una experiencia providente de Dios, en quien puedo confiar (Mt. 6, 25-34; 11, 25-30); sin necesidad de compensaciones, buscando la seguridad en las riquezas o el poder (Mt. 6, 19-24). Mi felicidad está en dar y compartir, en ser solidario con el otro, con los pobres y necesitados. Por la obediencia busco la voluntad de Dios en mi vida: a ejemplo de Jesús, desde la obediencia de la fe, encuentro un modo de ser hijo (Heb. 5, 7-10). Voy aprendiendo la sabiduría de la cruz: es renunciando a mis necesidades de auto-afirmación por amor a Dios y al prójimo, como me realizo (Mt. 16, 24-25). Decido libremente sumarme al proyecto salvador de Dios: leyendo en clave de fe los acontecimientos de mi vida; escuchando la voz de Dios que me habla a través de los hermanos, los superiores, la realidad, etc; aportando corresponsablemente al bien común de la comunidad y de la pastoral. - Que alimente mi pasión por el Reino: a ejemplo de Jesús, la relación con Dios auténtica, a de desplegar los sentimientos altruista y generativo en la pastoral y en la comunidad. Le pone “pasión” en lo que hacemos. Despierta los sentimientos de compasión y misericordia hacia los pobres y pecadores. Lleva a un mayor compromiso con la realidad; y permite velar con los ojos de Dios. te hace entender la vida como “misión” (inscrita dentro del proyecto salvador de Dios) y no limitarse a “hacer cosas” para los demás. Pone el fundamento teologal para superar, sin resentimiento ni amargura las frustraciones de la misión - Que afiance mis sentimientos de pertenencia y referencia a la comunidad, a la congregación y a la Iglesia: Una espiritualidad auténtica, jamás diluye la identidad personal, por el contrario, la refuerza dentro de una identidad carismática, cada carisma define un tipo de vínculo y relación especifica con Dios. me ofrece modelos de identificación. Me abre al amor a los hermanos: aceptar la diversidad, convivir con la diferencia, me lleva al perdón y a la reconciliación, al compromiso con el pobre, etc. Construyo una historia espiritual propia. - Que me haga amar la vida y descubrir la belleza de la creación. La fe no sólo reclama ética o dogma, precisamente porque Dios es amor, es Belleza (estética). La espiritualidad debe llevarme a experimentar la bondad y presencia de Dios en el mundo. La historia de los fundadores y de los grandes místicos muestra cómo la experiencia de Dios les hace captar especialmente los “signos de los tiempos”. A la vez que les abre a una “espiritualidad ecológica”. Y crea un corazón nuevo, unos ojos limpios y unos oídos atentos a la realidad que nos envuelve. 4. Experiencia de Dios y conflicto Pascual Las “crisis” marcan el camino de seguimiento de Jesús: Fruto de fracasos, decepciones, renuncias, sacrificios, duelos, etc. O al descubrir que la vida religiosa no es como nos habíamos imaginado, o el mundo en el que hemos intentado hacer real el proyecto de vida no se amolda ni se amoldará jamás a nuestros planes y deseos, o al chocar con la reducción natural de toda vida, etc. Las crisis cuestionan las motivaciones vocacionales. Es la prueba de la fe. Se resuelve analizando las causas humanas y re-optando por Dios, desde un vínculo nuevo, purificado y más consistente. De nuevo lo teologal vuelve a ser fundamental para superarlas. - La clave de una espiritualidad auténtica: Capacidad para procesar la frustración en clave Pascual. El conflicto se genera cuando nuestros intereses más íntimos (afectivos, de autoafirmación, de éxito, etc.) chocan con el proyecto salvador de Dios (Mc 8, 31-38). Sin la experiencia del conflicto con Dios, la relación de amor no crece ni madura. El conflicto se resuelve en clave de fe, cuando la persona puede encontrar un nuevo sentido y despertar una nueva vivencia, como acción del Espíritu en su interior. Lo experimenta como un “kairós” (acción de Dios) en su vida y en el mundo. Y lo puede procesar en clave Pascual (Cf. Jn 12, 24-25). - La experiencia teologal reubicar el deseo en el proyecto de Dios: El proceso teologal va a consistir, precisamente, en que la persona a lo largo de los años vaya pasando (haciendo un proceso): de Dios “objeto de deseos” (un amor lleno de proyecciones) a un Dios “objeto de fe purificada” (Cf. Rom 1,5). En la medida en que la persona integra lo ideal dentro de lo real, la experiencia teologal reubica el deseo en el proyecto de Dios. Da sentido a la frustración y posibilita la realización de los deseos de felicidad de toda persona humana. Desbordándolos. Justamente la re-orientación del deseo humano va ser la gran lucha espiritual. El proceso de “purificación” de las expectativas de los discípulos de Emaús, por parte del Jesús Resucitado, es un claro ejemplo de ello (Cf. Lc, 24, 13-35). La experiencia teologal, cuyo objeto afectivo es Dios en cuanto Dios, obliga al deseo no sólo a la no gratificación inmediata, sino a la negación de toda apropiación. A abandonarse y confiar en Dios. A que yo me pregunte cómo Dios quiere ser deseado. Amarlo como Él quiere ser amado. - La experiencia de Dios como proceso de conversión: Podríamos decir que la experiencia teologal genera un proceso de transformación interior, de conversión, a base de asumir la condición humana y purificar aspectos personales que se infiltran en la espiritualidad. La finalidad es que “todos lleguemos a la unidad de la fe del conocimiento del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13). Por eso, hay que irse despojando del “hombre viejo”, para renovarse en lo más íntimo del espíritu y revestirse del “hombre nuevo”, creado a imagen de Dios (Ef 4, 17-24). - La experiencia teologal integra lo humano en una nueva experiencia unificadora del ser. La persona lo experimenta como paz y consuelo, armonía y unidad interior. La fe es la que puede hacer la síntesis liberadora de la tensión entre ideal y realidad. La razón es que la fe está más allá de toda tensión. Ubica el corazón en Dios. Y da esperanza. Es obra del Espíritu en nosotros. Es quien posibilita el “nuevo nacimiento” (Cf. Jn 3, 1-8).