AGUSTÍN, LECTOR Por Álvaro de Silva Publicado en el nº 521 de Nuestro Tiempo Su “descubrimiento de la lectura” fue un tema que le apasionó y sobre el que siguió pensando toda su vida. Tolle lege, tolle lege. A san Agustín se le fue la vida en los libros: primero los de Platón, después las Escrituras cristianas, y por fin los que él escribió. También su formulación de una teoría de la lectura le hace pensador fundacional de la civilización occidental y de la comunidad de lectores. Durante toda la edad media y moderna hasta nuestros tiempos, Agustín ha sido el maestro sin par en este campo del conocimiento. Sin pensar en su asombrosa influencia teológica (es, por ejemplo, el autor más citado en el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica), nadie ha tenido quizá tanta influencia en esta cuestión. La huella del escritor africano en su minucioso interés por la lingüística reaparece en Petrarca, Montaigne, Pascal, Rousseau —que hizo de las “Confesiones” un género literario—. Tanto Lutero como Erasmo absorbieron su programa de estudios de interpretación bíblica. En la iconografía, Jerónimo y Agustín suelen aparecer como los padres de la cultura del libro en occidente. Los reading clubs La cuestión que fascinó a san Agustín sigue fascinando ahora, cuando se habla del “fin de la cultura del libro”. ¿Pánico milenario? Se oyen lamentos sobre la muerte de la novela, la triste ruina de la poesía, la modorra universal frente al televisor, y en general, la impotencia de la literatura ante la avalancha de la imagen. Sin embargo, nunca se ha publicado tanto y quizás nunca se ha leído tanto. Se dice que la gente compra libros pero nadie los lee. ¿Los guardan como un tesoro o como una reliquia? Aun así, en Estados Unidos, la última moda son los reading clubs (clubes de lectura) que surgen por todas partes. Un grupo de personas lee un libro y luego se reúne a discutirlo. Por lo que yo he podido ver, hay un deseo de pensar más y mejor, de hacer una lectura más crítica pero también de dejarse influir por la literatura. La discusión con otros lectores, al parecer, favorece una lectura más atenta, crítica y reflexiva. Parece que la gente, lejos de dejar los libros, empieza ahora a leerlos. Las editoriales norteamericanas publican guías gratis para orientar esa lectura. Parece como si las misteriosas palabras que san Agustín creyó entender — Tolle lege, tolle lege — volvieran a sonar por todas partes. Agustín estaría feliz, como lo estuvo en Casicíacum dialogando con sus amigos lectores. ¿Qué diría de este torrente de lectores reflexivos en busca de unas gotas de sabiduría? Diría que hay libros y libros, y unos más libros que otros, y también que hay lectores y lectores, y algunos más lectores que otros. Diría que la palabra más sabia, cuyo estudio y discusión nunca se agota, es la Sagrada Escritura, y que el mejor lector se parece a Dios en ese aspecto. Diría que lo importante no es poder leer sino saber leer, y que la lectura no es un fin sino un medio. Sería optimista y pesimista. No se pueden pedir peras al olmo. Agustín, lector Sobre esta cuestión trata el extraordinario estudio de Brian Stock, profesor de Literatura comparada en la Universidad de Toronto: Augustine the Reader: Meditation, Self-Knowledge, and the Ethics of Interpretation (Agustín lector: meditación, conocimiento de sí mismo y ética de la interpretación ) (Harvard University Press, 1996; 463 pp.). Me parece que es la primera obra que estudia con erudición agustiniana el interés del obispo africano por el lenguaje y la lectura. En su largo recorrido por las obras de san Agustín, este denso libro va atando con paciencia todos los cabos: sus asombrosas intuiciones psicológicas, sus conocimientos literarios, sus pensamientos filosóficos, sus dudas y gozos con la lectura. Es una magnífica aportación a la copiosa bibliografía sobre san Agustín y resulta indispensable para quienes no resistimos la tentación de leerle una y otra vez, porque vemos en él, más que en ningún otro, al maestro que nos ha enseñado a leer de una manera vital. Augustine the Reader empieza con el proceso de Agustín aprendiendo a leer; pasa después a los problemas de interpretación (una teoría de la lectura) en escritos posteriores al año 386; y acaba con una serie de temas esenciales relacionados con la lectura en la última parte de las Confesiones y en De Trinitate. En el relato de su educación como lector, Agustín cuenta cómo aprendió a hablar, a leer y a escribir; su conquista de los métodos de interpretación literaria, con la gramática y retórica (primero con los maniqueos, después con Ambrosio en Milán y los libri Platonicorum); y pasa por fin a la transformación que experimentó cuando la lectura pasó de ser una fuerza exterior a una interior, es decir, el proceso de espiritualización de su lectura. Lectura y verdad Fue otro obispo el que predijo que “a través de la lectura” Agustín volvería a la verdad. Horrorizada ante la conversión de su hijo al maniqueísmo, su piadosa madre, Mónica, fue a buscar el consuelo del obispo de Tagaste, suplicándole que hablara con el muchacho. Pero el obispo le dijo que no pensaba perder el tiempo y que no se preocupara. Todo lo que tenía que hacer era rezar por su hijo, pues con el paso del tiempo Agustín descubriría la verdad “a través de la lectura”. Hablaba con la certeza de la experiencia, pues su propia madre había sido seducida por ideas maniqueas. Luego, leyendo las obras de los discípulos de Mani, entendió su falsedad y llegó a la verdad. Imágenes y palabras tienen un papel fundamental como mediadores de nuestra percepción de la realidad. Con su descubrimiento de la verdad cristiana, Agustín sigue profundizando en ese papel mediador en el contexto de sus estudios bíblicos hasta formular la primera teoría de la lectura en el mundo occidental. Un lector no sólo lee textos sino que después los recrea mentalmente en la memoria. Así desarrolla la idea del ser humano como lector: leemos (y releemos) narrativas almacenadas en la memoria. De ahí su descubrimiento de la “certeza interior” de la existencia de uno mismo frente a la “incertidumbre” de información adquirida en la lectura, conversación, etcétera. “Como una guía para el análisis de uno mismo —escribe Stock —, la lectura ocupa una posición ambivalente en el pensamiento de Agustín”. Sólo un texto autoritativo puede ofrecer al lector esa más elevada comprehensión de uno mismo. La lectura aparece entonces como un escalón crítico en ese ascenso mental. El lector pasa el umbral del mundo exterior al interior, de la letra al espíritu. La lectio se convierte en meditatio, y el texto se transforma en objeto de contemplación. La interioridad es la característica central de la conversión de Agustín. Será el primer autor en presentar un análisis consistente de la manera en la que organizamos la estructura intencional del pensamiento. Para Agustín entendemos nuestras vidas según relatos o narrativas por las que representamos nuestros pensamientos en palabras. “Cada acto de entendimiento, por tanto, es una lectura de uno mismo, cada genuina percepción es una relectura, hasta que, progresando hacia arriba por revisiones, tenemos interiormente a la vista la fuente esencial de conocimiento que es Dios”. Aunque la lectura no sea fin en sí misma, es un medio para subir a mayor conocimiento. Por eso verá que a su madre no le hace falta leer, mientras que él sólo puede aprender a través de la lectura. Ella es modelo de “sabiduría inspirada” mientras que él, lector consumado, representa a los que aprenden despacio y con esfuerzo. Páginas de Cristo Su comentario de la Escritura va desde su significado literal a la dimensión más interior y espiritual. “Dado que el modelo es el Cristo histórico —comenta Stock —, la búsqueda de lo no literal en él tiene que empezar con lo físico en él, es decir, en la narrativa de su cuerpo en el tiempo”. En la exégesis patrística, la ambivalencia hacia el cuerpo se combina con la idea de que “cualquier cuerpo puede llegar a ser el ‘texto' en el que se escribe la historia de la encarnación”. El cristiano es una página sobre la que Cristo escribe, y lo que escribe es Cristo mismo. Subraya Agustín la importancia de leer la Biblia no en sus detalles sino en el contexto, pues es posible leer la página sagrada de una manera carnal, mientras que el auténtico lector hace una lectura espiritual. “El objetivo de la lectura —escribe Stock — es crear empatía entre individuos; sólo de esta manera las palabras y los textos conquistan sus limitaciones”. El lector “carnal” sólo teme el castigo físico, mientras que el lector espiritual teme perder contacto con las verdades de las enseñanzas “reveladas” de Cristo. La educación del lector significa por tanto la responsabilidad del lector, ya que el sentido del texto tiene que ser igualado por la respuesta subjetiva del que lee o escucha. El lector desea ser en realidad lo que ha decidido ser en su pensamiento. La reforma de la vida es un género literario que podría definirse como “volver a redactar un texto” en donde el texto es uno mismo. Cuando leemos vivimos una narrativa “representacional”. Uno mismo se hace sujeto y objeto de construcción literaria, como hizo Agustín en sus Confesiones. En Utilitate, Agustín rechaza la posibilidad de manipular al candidato a la fe cristiana con un “bombardeo” de textos o palabras, pues se “impondría” al catecúmeno un deseo que no ha sido generado desde su interior; cuando esto ocurre no hay auténtica reforma moral sino mera simulación, y esto es algo profundamente opuesto a la esencia de la fe. De Doctrina Cristiana tuvo su origen en la petición que hizo Aurelio, obispo de Cartago, a Agustín de que preparara un programa de educación cristiana que pudiera servir para los clérigos. Sin llegar a ser un manual para “el intelectual cristiano” (como propuso H. I. Marrou) “el propósito de la lectura es permitirnos ascender a un tipo de verdad que se encuentra más allá del proceso de leer”, más allá de los libros. La cuestión central en De Doctrina Cristiana es cómo destilar el sentido de los textos bíblicos y cómo comunicar a otros lo que uno ha aprendido. La comunidad cristiana en su totalidad es contemplada por Agustín como “un cuerpo de lectores”, tanto clérigos como laicos letrados, no sólo en el presente sino también en el pasado y futuro. El texto bíblico se convierte en un instrumento privilegiado, pues el propósito de leer no es gozar de la lectura sino gozar del objeto deseado a través de ella, es decir, la misma palabra de Dios. Por eso, la lectura es una manera de conquistar la alienación y de conformar la propia vida a la de Cristo. Leer la Escritura es un viaje por un camino “no de lugares sino de afectos”. Aunque aprendemos hechos de capital importancia (desde la resurrección de Cristo a la dignidad humana), lo más importante en la lectura, insiste Agustín, es “el amor dual de Dios y del prójimo”. A quien pretendiera entender la Escritura sin que su interpretación terminara en ese doble amor, Agustín le diría que no ha sabido leer el texto. La imagen que ofrece es de gran belleza y Stock la resume así: “El amor opera de manera vertical, descendiendo del texto al lector, y de manera horizontal cuando los lectores se relacionan con los demás. La cristiandad surge como una comunidad textual edificada sobre principios compartidos de interpretación”. La lectura interpretativa En De Doctrina Cristiana, la lectura no es ya un método más entre otros. La lectura está “en la raíz de nuestra habilidad de adquirir conocimiento de salvación”. En una lectura básica, el lector no va más allá del simple acto de leer, y las lecciones se aplican en directo. Pero la lectura interpretativa requiere una dote considerable de conocimiento; es una lectura visual, reflexiva y tal vez silenciosa, ya que exige un constante ejercicio de comparar textos y sentidos literales o figurativos. Agustín se asombró al ver a Ambrosio leyendo en silencio, algo que después sería la forma común y ordinaria de leer. (Frank Sheed se refirió alguna vez a quienes escuchan la Escritura en la Iglesia “en estado de coma”). En la asamblea litúrgica, la Palabra de Dios exige una buena lectura oral fruto de una lectura silenciosa y meditativa, pues la idea no es “leer” sino “proclamar”. Pero también en la lectura personal se puede caer en estado de coma sin dormirse físicamente. Me decía una vez un erudito bíblico que, para serlo, un ochenta por ciento consiste en leer y leer y leer de esa manera la Sagrada Escritura. El resto es erudición lingüística, conocimientos de lenguas del pasado y de la multitud de ciencias que tanto han ayudado a la comprehensión específica del texto. Pero el ochenta por ciento, insistía, es conocer a fondo el texto. Si no podemos leer la Biblia en hebreo o, en griego, es importante usar varias versiones. El inglés (sobre todo el de la clásica versión conocida como King James Bible) es una lengua asombrosamente cercana al original hebreo y al griego, como nos han recordado recientemente traducciones magníficas (por ejemplo, el Génesis de Robert Alter). El lector atento lee la Escritura y retiene lo que lee, aunque todavía no lo entienda del todo. Un buen lector es quien puede traer a la memoria el texto que desea y lo entiende a la perfección. Sólo de esta manera se producen transformaciones (Agustín menciona siete) en el lector, empezando por una “trinidad de amor” (amor a Dios, al prójimo y a sí mismo) y culminando en la sabiduría. A medida que el lector elimina la ambigüedad del texto, sube por esa escala y comprueba que la liberación viene de una lectura espiritual. Agustín aplica la dicotomía paulina carnal/espiritual a la lectura del texto sagrado. En los tres libros (De Utilitate Credendi, De Catechizandis Rudibus y De Doctrina Cristiana) que Stock examina en la segunda parte de su libro, san Agustín reconoce el valor de la lectura como medio pero niega al mismo tiempo su validez como fin. El gran escritor latino concluye que es “ilusorio para hombres o mujeres creer que las narrativas que viven son sus propias construcciones”, así como tampoco pueden estar seguros de que la interpretación determinada de un texto sagrado es del todo correcta. La sombra de la predestinación cae por un lado y otro. Los dos últimos capítulos de Augustine the Reader examinan algunos temas de la filosofía de la inteligencia en la última parte de las Confesiones y en De Trinitate. Tras “confesar” su historia, Agustín se pregunta sobre la verdad de los recuerdos humanos, algo así como una crítica de la razón autobiográfica. Stock estudia con detalle lo que se refiere a la memoria, a la reforma personal, al tiempo y al concepto de sí mismo. Las dos partes de las Confesiones tienen el mismo objetivo, sólo cambia la estrategia. En los nueve primeros libros, hay dos Agustines: el que aparece en el relato y el que lo cuenta. “La persona que cuenta la historia entretiene la idea de que él es el autor (es decir, la causa) de la vida que vive. El otro Agustín que comenta sobre lo que está ocurriendo, sabe que no es ese el caso”. Agustín sabe que sólo Dios conoce el sentido de cada suceso en su vida. Al acabar su relato acaba también esta ironía. Narrador y actor se hacen uno solo, y en los libros 10-13 nos encontramos con el: obispo Agustín “que se identifica a sí mismo como el inventor de libros autobiográficos”. La capacidad del obispo para criticar su propia “confesión” es sorprendente. ¿Hasta qué punto podemos confiar en los recuerdos? El eco moderno de esta crítica es claro. Agustín empieza a descartar (no intento un juego de palabras con Descartes) el valor de la razón humana en este intento de conocerse a sí mismo. Una reconstrucción personal de la vida crea la ilusión de que uno mismo es su autor, pero Agustín, por el contrario, concluye que la continuidad del yo en el transcurrir del tiempo es algo que sólo sostenemos como una expresión de fe. “Sabe que él—escribe Stock — no es más que un actor en su narrativa; no puede pretender estar fuera de ella, sin verse afectado por sus sucesos. Si su vida tiene un autor y una autoridad, tienen que ser localizados más allá de los límites de la razón, como lo están las fuentes de sus imperativos éticos”. Nadie en la Antigüedad ofrece esta extraordinaria conclusión sobre las posibles conexiones entre vidas y escritos. Leer el propio yo es como leer un conjunto de textos, y la relación entre la vida real de Agustín y la vida que Agustín desea vivir es “como una glosa a un texto que ha leído antes”. Agustín desea conocer a Dios como su creador le conoce, y le suplica que entre en su alma y que la transforme según su designio eterno, una vez que sus culpas han sido “borradas”, por así decirlo. Sabe que Dios conoce todo lo que ha hecho mal antes de confesarlo, es decir, que no confiesa para informar a Dios de sus pecados. Se confiesa con la pluma ante Dios porque sabe que sólo Dios puede curar sus males. ¿Sabía como escritor profesional que muchos lectores irían a su libro sólo por curiosidad? Tenía razón cuando decía que, si no quieren conocerse a sí mismos, ¿para qué quieren conocerle a él? ¿Qué sentido tiene conocerle a él leyendo su confesión, si no quieren escuchar a Dios cuando les dice a ellos lo que son de verdad? Cuando los lectores leen su vida, lo que hacen es abrirse de par en par, de modo que Dios pueda liberarles. El propósito de las Confesiones no es informar a Dios de lo que Agustín ha hecho sino alabar y amar a Dios. Quien lee las Confesiones vuelve a pensar su propia vida. Para Agustín, por lo tanto, se establece una mutua caridad entre autor y lector. Las posibilidades de mejorar nuestra vida se realizan cuando nos hacemos lectores de nosotros mismos y, por el ejercicio de la memoria, espectadores u oyentes de la misma. La vida humana es un texto, y vivirla es leerla. Nuestras vidas se despliegan en momentos, y si perdemos la intensidad del presente, seremos incapaces de llevar a la perfección la narrativa de nuestras vidas. Así como en una poesía toda palabra debe ser única y esencial, en la vida todo momento es un eco de la eternidad. Ángeles lectores Agustín recoge de modo genial la imagen del Génesis del Creador extendiendo el firmamento sobre todo lo creado y haciendo luego unas pieles para cubrir la desnudez del hombre, viendo en el simbolismo de las pieles y del firmamento la firme voluntad de Dios sobre libros y lecturas. Dios quiere que leamos, viene a decir. La piel es ahora un pergamino que es el firmamento del libro por excelencia, la Sagrada Escritura. En ese espléndido pasaje, Agustín ve a los ángeles como ávidos y gozosos lectores de otro libro siempre abierto. Lo que leen nunca desaparece, “porque su libro eres Tú y Tú eres en la eternidad”. Los ángeles no tienen necesidad de leer para conocer la palabra de Dios porque ven el rostro de Dios. El pasaje usa la tríada legunt, eligunt, diligunt, (leen, eligen, aman). No hay ruido de sílabas ni paso de tiempo de una a otra. Pero la imagen de los ángeles “lectores” marca la distinción entre ambas criaturas: los humanos tienen que leer la Escritura para conocer la palabra de Dios. En las Confesiones, la lectura es medio hacia un fin: por la Escritura uno llega a mejor conocimiento de sí mismo y a una relación con Dios que mira hacia su posesión en la vida eterna. En otras obras de su madurez, los enfoques son distintos: uno más social en De Civitate Dei Contra Paganos, y otro más individual e interior en De Trinitate. A ésta dedica Stock el último capítulo de su libro. Agustín hace un examen especulativo e interior de una serie de relaciones tripartitas en la afectividad, la percepción y la cognición humana; es decir, hace de la misma mente humana el sujeto, objeto e instrumento de la investigación en lo que constituye una memorable analogía en un texto pionero de teología trinitaria. Lo que vio Agustín es que hay dos caminos para informarnos sobre el misterio central cristiano: uno dado en los textos de la Escritura y otro en la actividad mental humana. Pero si así es, entonces hay sólo un tipo de persona que puede recorrer ambos, alguien que lee y reflexiona sobre lo que ha leído, es decir, un lector. “Es el lector —explica Stock — quien es capaz de recordar las enseñanzas trinitarias de los textos sagrados mientras reflexiona en las que surgen de sus propios pensamientos”. Para Stock, no hay un “salto” de las Confesiones al De Trinitate, y es posible encontrar semejanzas: en ambas hay una clara distinción entre lo que es propiamente narración y reflexión o análisis. La narrativa de las Confesiones trata del progreso de un lector no creyente que se inicia con escritos que no son cristianos y termina viviendo de la Sagrada Escritura. En De Trinitate, el lector es ya cristiano. Stock ha visto con perspicacia que en el De Trinitate Agustín vuelve a escribir el itinerario de sus Confesiones. Agustín sabía bien que Cristo nunca escribió nada. En una palabra, no hay conocimiento sin fe, y la fe es más necesaria a medida que el espíritu humano se acerca a la cumbre más alta del conocimiento de Dios. Creemos para entender. De ahí esa ambivalencia en el escritor africano que Stock resume así: “Agustín cree que la lectura es esencial para el desarrollo ‘espiritual' en el individuo, pero es pesimista en lo que se refiere al grado de ‘iluminación' que la lectura como tal confiere”. Brian Stock ha realizado una importante contribución en un momento de la historia que ha heredado por antonomasia la preocupación agustiniana por la lectura, la interpretación de los textos y la responsabilidad ética del lector. Esa preocupación “agustiniana” está en el mismo centro de la edad moderna y posmoderna. Es la solución de san Agustín a la que todavía ese mundo no ha despertado del todo, siendo para unos un sueño imposible y, para otros, una pesadilla intolerable.