EL CHINO Siempre, cuando me pongo a hacer la maleta, ocurre lo mismo, mi chino, el único pantalón “de vestir” que tengo, empieza a reivindicar su derecho a estar en ella. —¿Esta vez tampoco iré? — No, ya lo sabes, cuando voy de vacaciones, me gusta ir con ropa cómoda. —¿Claro, y yo no lo soy, verdad? Cómodos son esos ridículos pantalones, ni cortos ni largos, llenos de bolsillos y de cremalleras que no te quitas de encima en cuánto llega el mes de mayo. —Hombre, puede que no sean elegantes, como tú, pero cómodos lo son mucho; y fresquitos. Ya sabes que no soporto el calor. Y cuanto mayor me hago, peor. —Si yo lo comprendo, que para ir todo el día dando tumbos por el mundo soy un poco molesto, pero, ¿no salís por la noche? ¿No vais a cenar a lugares decentes? Aquí vamos juntos al teatro, al cine, de copas, incluso me has llevado al trabajo alguna vez y en cuánto llega el momento de viajar me quedo en el armario con la camisa blanca, mi inseparable compañera de uniforme, que tampoco sabe lo que es entrar en esa maleta. —Ya lo sé —me excuso como puedo— no te falta razón pero es una cuestión de espacio. No se puede llevar todo. —Pero sí que pueden ir los calzoncillos, esos cerdos, que están todo el día tapándote las vergüenzas. —¡Tú dirás!, si no fuera por ellos te tocaría a ti hacer su trabajo y no creo que te gustara demasiado, ¿no? Además —contraataco— en la maleta irías mezclado con ellos, con los calcetines, con los pañuelos... —¡Puajjj!, no me digas esto, marrano. Qué asco. ¿Por qué no los pones en una maleta a parte? —¿Ves como no te gustaría? Quince días con esa tropa, oliendo a culo y a pies, se te harían insoportables. —Puede ser, puede ser —me dijo amohinado, pero me gustaría tanto conocer alguna otra ciudad antes de que me envíes a un contenedor. Llevamos tanto tiempo juntos que, antes de que un rumano o un somalí me utilizan para ir a la obra o a la naranja, sería bonito despedirnos paseando juntos por una de esas ciudades que sólo conozco por lo que cuentan los vaqueros y las camisetas cuando volvéis de las vacaciones. —Estate tranquilo, estás impecable todavía y tardaremos unas cuantas temporadas en separarnos. Pero, sea, este viaje te vienes, hemos reservado entradas para ir a conciertos de blues y country—le dije mientras lo doblaba y lo ponía delicadamente encima del resto del equipaje. El chino guiñó el ojo a la camisa blanca, que empezó a agitarse en su percha. Malilla, L'Horta. Ocho de agosto de dos mil once.