La senda del guerrero. L a suave brisa del sur traía aromas marinos que despertaban recuerdos infantiles en la memoria de Takashi. Aquel paraje constituía un remanso de paz para su alma. Los acantilados, en cuyas paredes estallaban las olas, inundando la costa de una luminosa neblina de espuma, se alzaban como protector refugio para él y su familia. Acompañando los compases del oleaje, las gaviotas cantaban por entre los riscos y las verdes montañas amanecían cada día con nuevas alfombras de flores que traían cambiantes coloridos y exóticas fragancias. Era lo más parecido al hogar que podía encontrar en aquella época de luchas fraticidas. Desde hacía tiempo, se había desentendido de los continuos conflictos que padecía su familia contra los Kojima, que pretendían reinstaurar el poder del shogunato que según ellos les pertenecía por derecho. El clan Akagi siempre se opuso a los oscuros propósitos del señor de Kojima y aquello había despertado las iras del patriarca Hanbei. Por ello, tras años de luchas, Takashi había decidido abandonar todo propósito de guerra, muy en contra de lo que creía su padre, que le desheredó por su cobardía. Un padre, por otra parte, que nunca le había amado. Lo cierto es que nada de eso le importaba ya. Vivía alejado de todo peligro, en aquella remota región del país, donde permanecía a salvo de los bárbaros Kojima. Allí, había encontrado la paz que tanto necesitaba al lado de las dos únicas razones por las que sería capaz de entregar su vida: su esposa Sayaka y su amada hija Akane. Ellas dos, solamente, constituían la mejor razón para vivir, y fue precisamente el nacimiento de su hija, hacía ya cinco años, lo que le llevó a tomar la decisión de apartarse del resto de su familia, enzarzada en continuas luchas con los partidarios del nuevo y autoproclamado shogun. Él estaba dispuesto a exponer su vida por el honor de la familia Akagi, de la que era el último vástago; pero también tenía su propia familia y de ninguna manera iba a permitir que murieran por una guerra de la que eran ajenas. Era lo que más le importaba en el mundo. De todas formas, estaba seguro que allí nunca podrían encontrarles. Los ligeros soplidos del viento hacían vibrar los largos tallos de la hierba que parecían cambiar de color según su dirección, siempre en diversas tonalidades de verde. Fue, precisamente, el colorido de esa remota región de su infancia lo que más le había atraído para instalarse y comenzar una nueva vida. Una nueva vida lejos del shogun y sus secuaces, lejos de las batallas, lejos de las matanzas inútiles. Aunque había sido instruido en el arte de la guerra, como todos sus hermanos, no compartía con estos su pasión por el campo de batalla. No obstante, despreciaba al shogun, que pretendía imponer su ley por la fuerza de las armas y mediante el derramamiento de sangre. Varias familias que se le opusieron ya habían caído, incluyendo la poderosa de los Okiyama. La suya propia había prácticamente desaparecido, puesto que sólo quedaban vivas algunas mujeres, que no traspasarían el apellido a sus hijos, y su padre, más centrado en la batalla con sus mercenarios que en la misión de procrear. Por lo tanto, el último eslabón del apellido de la familia recaía en él; y lo cierto es que no había tenido hijo varón todavía. Aunque, realmente, nunca le había interesado lo más mínimo la cuestión de los linajes. Él se sabía feliz con su mujer y con su preciosa hija. Por entre los campos de mijo, vio, de repente, una figura ágil y rauda, que se dirigía hacia él a gran velocidad y que le llamaba por su nombre. Era un anciano delgado y de largas barbas vestido con un kimono azul con bordados verdes. El sol reflejaba las gotas de sudor sobre su amplia calva y parecía no tener aliento, como si hubiera estado corriendo durante horas. En su rostro reflejaba una absoluta turbación. Con las largas zancadas de sus huesudas piernas y los aspavientos que realizaba agitando con violencia los brazos para llamar su atención, a Takashi le pareció una escena muy cómica. "Hay que ver como corre el anciano" pensó con cierto divertimento. No obstante esa sensación amable le duró muy poco puesto que, conforme el anciano se iba acercando, reconoció en él a su ayo de la infancia. "¡Por Ama Tsu Kami 1!" pensó "viene de la casa de padre; algo terrible ha sucedido". Comenzó a correr, pues, en dirección al sofocado personaje. -¡Masamune, Masamune! –gritaba mientras se acercaba al anciano -¿qué sucede? -¡Oh, Takashi, mi querido niño! –jadeaba el pobre viejo, cayendo rendido a los brazos de su antiguo protegido. –Lo más nefasto... cien veces malditos....los Kojima... Takashi trataba de calmarle y convencerlo para que respirase con más calma. El anciano parecía delirar de desesperación. Sin embargo, una vez en brazos de su alumno, pareció respirar más pausadamente y recuperar la cordura. -Tu padre... -comenzó a decir entrecortadamente; –tu padre ha muerto. Lo han matado los Kojima... ¡y a tu madre también! No han dejado a nadie vivo... todos los soldados al servicio de tu padre... muertos... ha sido una horrible matanza... el suelo se tiñó de sangre... sólo yo he podido escapar... oooh.... Entonces, el anciano rompió a llorar desconsoladamente. Acurrucado entre sus brazos, nunca pareció tan frágil su antiguo ayo. Parecía un pajarillo herido, sin fuerzas para luchar y que sólo buscaba, desesperadamente, el cobijo del ala protectora de su madre. Él, un hombre antaño tan sabio y comedido, reducido a un espantajo gesticulante y asustado sin casi juicio. Era una imagen tan patética que a punto estuvo el joven de llorar con él. -He venido... he vivido lo justo para avisarte –dijo el anciano, que parecía ahogarse en sus propios jadeos. -¿Avisarme? -preguntó él con recelo. -¿Avisarme de qué, Masamune? ¡Háblame! -Saben que estás aquí... eres el último de los Akagi... yo... no puedo... más.... 1 Ama tsu Kami: dioses primordiales del cielo. Y allí, sobre la verde hierba, entre sus brazos, su amado ayo, murió. Aquel hombre que tanto le había enseñado, que había llenado su infancia de felicidad con las viejas historias de los nobles samuráis. Aquel hombre que le había descubierto los secretos del movimiento de los cuerpos y de las estrellas. Aquel hombre que le había abierto las profundidades de la filosofía del shinto y le había instituido una escala de valores morales, que le había enseñado que todos los hombres son iguales, fuesen reyes o mendigos. Aquél hombre que le había enseñado a amar la Naturaleza y le había demostrado que todos somos parte de un cosmos como piezas de un mosaico. Sí. Aquel hombre, al que tan profundamente quería, yacía sobre el verdor del campo, sin vida. Había retrasado su muerte lo justo, sólo lo suficiente para advertirle del peligro que corría. -¡Oh, qué gran hombre fuiste en vida, Masamune! –dijo Takashi conmovido -¡Y qué gran hombre seguirás siendo tras la muerte! ¡Adiós amigo mío, que los Kami te protejan! Cuando levantó la vista se quedó horrorizado. De entre las colinas surgía una oscura humareda, justo en el lugar en el que se levantaba su hogar. "¡No! ¡No puede ser!" pensó atribuladamente. Se levantó con celeridad y echó a correr como un caballo a través de los sembrados de sorgo, hacia donde parecía que se levantaba el humo. Nunca en su vida había galopado tanto. La desesperación le daba alas y se temía lo peor. Poco a poco fue ascendiendo las colinas. Cuando llegó a lo alto de una de ellas vio que sus más horrendos temores se habían hecho realidad. Su hogar era pasto de las llamas. Los jinetes Kojima daban vueltas alrededor de la humilde casa de madera, con antorchas encendidas que iban precipitando al interior de la vivienda. El corazón se le heló cuando oyó de entre el crepitar de las llamas y las risas crueles de los samuráis, un grito: el grito aterrorizado de una niña. -¡Akane! –chilló Takashi. -¡Sayaka! Las rápidas zancadas del miedo le hicieron llegar al desolado lugar en poco tiempo. Allí se encontró con el shogun Hanbei Kojima en persona, cabalgando sobre un corcel negro y acompañado de diez jinetes. En la grupa de su animal, el perverso shogun tenía asida a Akane, que luchaba con todas sus fuerzas, inútilmente, por escapar de su captor. -¿Por qué hacéis esto? –dijo Takashi con desesperación. -Porque eres el último de los Akagi, y el último, por tanto, de los que se oponen a mi dominio –contestó Hanbei. -Pero ellas... ¡son inocentes!... te lo ruego –suplicó Takashi. -Déjalas vivir. No son una amenaza para ti. -¡Oh, claro que no lo son! -dijo con sorna el shogun, –por eso me llevaré a tu hija. -¡A mi hija! ¿Por qué? -Puede ser una gran concubina para mí –dijo soltando una risotada el cruel Hanbei –parece que será una mujer muy bella como lo fue su madre. -¿Como lo "fue"? –dijo horrorizado Takashi. -¿Por qué hablas en....? Interrumpió sus palabras cuando, girando la cabeza hacia detrás suyo, descubrió el cuerpo desnudo de su mujer, tendido en el suelo. Parecía una muñeca de trapo rota. Su siempre bello rostro estaba deformado por un rictus grotesco, con la lengua fuera de la boca. Sus ojos brillantes estaban ahora más apagados que nunca y en las mejillas, unos surcos delataban unas lágrimas secas. Su piel, antaño nacarada, tenía un tono amoratado. La habían estrangulado. Vio sus hermosas piernas muy separadas y vio como, entre ellas, manaba un hilillo de sangre; y supo lo que habían hecho con ella antes de matarla. Cuando murió su ayo, conoció la tristeza; cuando se dirigía a su incendiada casa conoció el miedo; cuando el shogun se apoderaba de su hija conoció la impotencia; ahora, conoció la cólera, conoció la ira y conoció la venganza. Como un tigre rabioso, se abalanzó, rugiendo sobre uno de los jinetes, tirándolo al suelo con la violencia de su embestida. Asió su katana, y sin darle tiempo ni a parpadear, la hundió en el corazón del hombre tendido. Todo sucedió tan rápido que sorprendió al resto de los samuráis. A los gritos de "matadlo, matadlo" del perverso shogun, los jinetes se abalanzaron sobre Takashi. Sin embargo, éste se hallaba poseído por una furia vengadora que nunca antes había sentido. Echando espumarajos por la boca, con los ojos inyectados en sangre y aullando como un lobo, blandía su espada cercenando todo lo que se le ponía por delante. En apenas unos minutos, media docena de jinetes cayeron ante la locura sanguinaria que se había apoderado de él. -¡No es un hombre si no un demonio! –gritaban aterrorizados los sorprendidos jinetes. -¡Oni2, oni! En aquel momento, el shogun Hanbei amenazó con un cuchillo el hermoso e inocente cuello de Akane. La asió de los cabellos y acercó la letal hoja a su garganta, mirando con autoridad a Takashi. -¡Detente demonio o tu hija morirá. La mandaré directamente a Ji-Goku3. Takashi cesó la matanza para alivio de los jinetes Kojima. Su rabia se fue calmando, pero no su sed de venganza. -¡Perro rabioso! –dijo escupiendo las palabras. -¿Qué honor hay en matar a una mujer indefensa y en amenazar a una niña? ¡Y tú te llamas a ti mismo shogun! No eres digno de llevar ese nombre. No eres ni siquiera un hombre... ¡mucho menos un Señor Guerrero! En aquel momento, una certera flecha, disparada cobardemente a sus espaldas, se hundió en un hombro de Takashi. Gritó de dolor. Ante este nuevo giro de los acontecimientos, los pocos jinetes que quedaban se abalanzaron sobre él, envalentonados por su supuesto debilitamiento. Takashi, sin embargo luchó contra ellos con renovada furia. Pero sus bríos se desvanecían. La herida había sembrado mella en sus fuerzas y se vio obligado a retroceder. Los jinetes le iban arrinconando en dirección a los acantilados. Y un certero tajo de uno de ellos le hizo caer al suelo, aturdido. La sangre manaba profusamente de su pecho y apenas era capaz de mantenerse en pie. -¿Dónde están ahora tus bravuconadas, hijo de Akira, último de los Akagi? –dijo riendo con burla el shogun mientras se desmontaba de su caballo. Hanbei comenzó a caminar hacia él. Takashi estaba indefenso; lo sabía. La katana había saltado de su mano tras el golpe, y sus piernas hacían esfuerzos sobrehumanos para sostenerse. El shogun alzó el cuchillo con el que antes había cometido la cobardía de amenazar a la inocente criatura que en esos momentos observaba 2 3 Oni: demonio, criatura maléfica. Ji-Goku: El infierno japonés. horrorizada la escena, temiendo por la vida de su amado padre. Hanbei, entonces, hundió su cuchillo en el vientre del indefenso hombre que tenía ante él. Con especial deleite lo removió dentro de sus tripas. Los ojos de Takashi brillaron con odio y parecían exhalar llamaradas. En un último arranque de fuerzas, asió al shogun por el cuello, y se acercó a su oído para susurrarle: -Has matado a mi mujer y me has quitado a mi hija... te juro que no hay lugar en el mundo donde te puedas esconder de mí... un día te encontraré... y ese día será el último de tu vida... Durante unos segundos, el shogun palideció. Acto seguido, Takashi cayó al suelo. El perverso Hanbei, rápidamente, le empujó y le precipitó hacia el acantilado. El cuerpo del joven guerrero voló decenas de metros antes de caer al mar y desaparecer bajo las aguas turbulentas del cabo. -No lo creo, hijo de Akira –dijo el shogun sonriendo. –Los muertos no caminan entre lo vivos. ***************** Como tantas otras veces desde que estaba allí, Takashi reposaba en un lecho en forma de concha marina. Una suave cortina de seda languidecía sobre él, como un velo invisible. Las paredes de la estancia brillaban por el coral del que estaban construidas, y a través de grandes ventanales de fino cristal veía multitud de peces danzar en una imposible armonía musical. Hacía semanas que se hallaba en aquél extraño lugar, sin recordar a ciencia cierta como había llegado. Cuando su cuerpo se precipitó sobre las aguas, con las entrañas abiertas por el apuñalamiento del cobarde Señor de Kojima, pensó que había llegado su hora. Dos pensamientos cruzaron su mente mientras caía rápidamente desde lo alto del acantilado: Sayaka y Akane. Sayaka, su bella esposa, la mujer por la que tanto había arriesgado, incluyendo el desprecio de su familia; y su pequeña Akane, el fruto de su amor. Sin embargo, la dulce Sayaka había sido violada y asesinada por los perros esbirros de Hanbei; y sólo los dioses sabían lo que habrían hecho con su hija. Al principio se creyó muerto. Ahora, desde que fuera milagrosamente rescatado de una muerte segura, yacía, recuperándose de sus heridas, en aquél palacio submarino. Poco tiempo después de que su cuerpo se introdujese violentamente en las aguas, sintió que le asían con fuerza y que le arrastraban mar adentro. "¡Ryujin!4" había pensado aterrorizado en ese momento, al ver los movimientos serpentinos y las resplandecientes escamas de las colas de sus salvadores. Sí; los ryujin, el pueblo del mar. Aquellos seres extraños le habían salvado sorprendentemente de morir ahogado; lo habían llevado a su fortaleza bajo el mar y le habían curado las mortales heridas. ¿Por qué? No lo sabía, pero poco después, una hermosa doncella se aproximó hacia el lecho sobre el que convalecía y le cogió suavemente de la mano, poniéndola en su pecho. Durante días su mente se debatía entre la conciencia y la inconsciencia, y los recuerdos de aquellos días se velaban en su confusa memoria. Un día, cuando ya parecía que estaba prácticamente restablecido, la hermosa doncella entró en la estancia y comenzó a besarle apasionadamente. El perplejo samurái se apartó de ella un tanto confundido. Ella, visiblemente molesta, se identificó como la Dama Benten. "¡Por todos los Kami!" fue el único pensamiento que cruzó su mente. Sí, en efecto, la Dama Benten, la Princesa Dragón, la hija del todopoderoso Dios Dragón Ryu-wo, el Señor de los Mares. De alguna manera, la Hija del Mar, atraída hacia él, le había salvado la vida y hecho prisionero en aquélla, su morada. Días después, tras restablecerse, amaneció escuchando embelesado una suave melodía, tocada diestramente por un biwa 5, conforme una voz celestial cantaba una suave tonada. Cuando abrió los ojos, vio a su bella benefactora a los pies de su cama de seda y coral, mirándole con ojos embelesados, mientras acariciaba con suavidad las cuerdas del instrumento, que Takashi vio sorprendido, estaba construido a base de pequeñas conchas marinas. Lucía un 4 5 Ryujin: criatura mitológica japonesa, mezcla de hombre, pez y serpiente, que habita los océanos. Biwa: especie de lira japonesa. lujoso vestido de seda adornado con múltiples joyas, todas ellas de una brillantez sobrenatural. -Veo que ya te has recuperado –le dijo la Princesa Dragón con su voz aterciopelada. -Sí, así es –empezó a decir Takashi, –por eso te ruego que me dejes partir hacia la superficie para buscar a mi hija. -Eso no es posible, querido –dijo ella con cierta frialdad, – puesto que deseo que estés aquí conmigo, para el resto de tus días. La respuesta dejó helado al samurái. Por eso le había salvado; se había encaprichado con él, algo en absoluto infrecuente en los volubles dioses que jugaban con los mortales a su antojo. Trató de poner en orden sus pensamientos. -Escuchadme, bella señora –dijo el guerrero tratando de simular comprensión; –me halagáis enormemente con tales deseos, pero lo cierto es que soy indigno de besar vuestros pies. Sois la Dama Benten, la Princesa Dragón, y yo no soy más que un simple mortal. -¡Oh, no trates de envanecerme! –dijo ella. –No te irás de aquí. No te lo permitiré. Te amo. -¿Pero hasta cuando? Tened en cuenta que yo soy mortal y vos viviréis para siempre. -Puedo cambiar eso –dijo ella con suficiencia. -Escuchadme –insistió Takashi, cada vez más inquieto; –he de encontrar a mi hija. Me la arrebató el shogun Hanbei de Kojima hace pocos días y.... -¿Hace pocos días, dices? –le interrumpió con una cierta sonrisa perversa la bella Benten. Entonces rompió a reír de manera cantarina y cruel. Sus carcajadas retumbaban en las paredes de coral de la estancia. -¡Hace pocos días! –dijo entre risas apenas contenibles. -¡Pobre ingenuo! Takashi se sentía muy confuso. -¿Qué queréis decir, señora? -¿No es evidente, querido? –dijo ella con malicia. –Este lugar es mágico. Cuando mis vasallos te trajeron, no sólo atravesaste las aguas, atravesaste los muros del tiempo que protegen este reino. -Pero... -Este palacio se halla en otro plano distinto a la realidad que tú conoces. Para ti, para mí, han pasado pocos días; pero en tu mundo... han pasado veinte años. -¡No!... ¡no es posible! -¡Oh, claro que lo es! –dijo ella. –En el mundo mortal el tiempo corre mucho más deprisa que aquí. ¡He ahí el secreto de la inmortalidad de los dioses! El rostro de Takashi palideció. Aquello no podía estar sucediendo. ¡Veinte años! ¡Por todos los Kami, Akane ya debía de ser una mujer! Sin embargo, es cierto cuando se dice que la necesidad agudiza el ingenio, así que el samurái ideó un plan. -¡Estás mintiendo! –dijo fingiendo no creer las palabras de Benten. –Eso no tiene ningún sentido. -Pues claro que estoy diciendo la verdad, estúpido –dijo ella presa de la indignación. -¿Cómo osas decir que miento? -Creo que sólo es una treta para retenerme prisionero en este lugar –dijo con supuesta incredulidad Takashi. -¿Y cómo puedes ir tú de un mundo a otro? -Todos los ryujin podemos hacerlo, necio insolente; es parte de nuestra naturaleza. -Sinceramente, no creo que tengas tal poder. Tal vez tu padre, el gran Ryu-wo pueda hacer semejante cosa, pero tú no eres más que una niña; una princesita caprichosa y cruel que vive refugiada bajo la contemplación indolente de su ciego padre. El rostro de la bella Benten se encendió como los hierros al rojo de una fragua. Sus ojos, brillantes de cólera, pareciera que iban a soltar llamaradas. -¡Cómo.... cómo te atreves! –clamó, escupiendo las palabras con rabia. -¡Cómo osas! -He de deciros –dijo con sarcasmo Takashi para enfurecerla más, –que vuestra ira perjudica seriamente vuestra belleza, mi señora. Benten estaba a punto de estallar de rabia; el enrojecimiento de su rostro iba adquiriendo ya el rojo vivo del acero en fundición. -¡Maldito perro insolente! –gritó iracunda. -¡Te haré degollar vivo! -Eso no cambiaría nada, señora –dijo con aparente tranquilidad el guerrero; –ahora bien si me demostráis vuestro poder... tal vez crea que realmente no eres tan débil como pareces. -¡Pues claro que puedo, deslenguado! –dijo la Princesa Dragón con furia desbocada. Y diciendo esto, asió con violencia la mano de Takashi y pronunció unas ininteligibles palabras. Al momento, una extraña y cálida luz les envolvió, convirtiendo todo su entorno en una niebla lumínica evanescente. Para cuando el resplandeciente muro de luz se disipó, Takashi acertó a vislumbrar las formas del acantilado de donde había caído ¡veinte años antes! Las formas adoptaron enseguida una forma distinguible y coherente. Le costó unos segundos recuperarse del mareo. Efectivamente, allí estaba, entre los verdes prados, respirando el salitre marino que ascendía por la pared de piedra del precipicio. Su mano seguía enlazada con la de la caprichosa Hija del Mar. -¿Me crees ahora, humano impertinente? –dijo la bella Benten con aires triunfalistas. -Siempre te he creído –reconoció el guerrero. Entonces, la Princesa Dragón cayó en la cuenta de su estupidez y de la ingenuidad que había cometido. Trató de pronunciar las palabras mágicas para volver a su hogar, cuando, con celeridad, Takashi le tapó la boca y desasió con brusquedad su mano de la de Benten. Entonces, así como estaban, la empujó y se alejó de ella un par de metros, para que ésta no pudiera asirle de nuevo. -¡Me has engañado! –exclamó la bella, con su ya habitual destello rabioso en las pupilas. -Sí –sonrió el guerrero, –y me has demostrado que por muchos años que viváis los seres divinos, eso no os hace ni más inteligentes, ni más sabios. Y diciendo esto, se alejó de ella en dirección a donde se hallaba su casa, mientras del acantilado se oía la voz de la bella Benten maldiciendo entre sollozos y gritos de ira: -¡Te arrepentirás, Takashi!... ¡tú y tus descendientes pagareis por esto! Pero él ya no prestaba atención. No tardó en llegar a donde antaño se hallaba su casa; el hogar que había construido con su mujer y su hija. Pero de todo aquello sólo quedaba apenas un par de paredes y alguna que otra viga de sauce. El lugar parecía desierto desde hacía años, como si nadie hubiese estado por esa zona en mucho tiempo. ¡Veinte años! Desde el día en que le dieron por muerto, ni un alma había osado acercarse allí. Tal vez, las gentes temían que algún espíritu furioso regresara al lugar de su muerte, pues se sabe que las muertes violentas engendran fantasmas vengativos. Entonces, escudriñando entre las vigas quemadas, vio un esqueleto, en la misma posición que encontró el bello cuerpo mancillado de su mujer veinte años o apenas unos días atrás para él: las piernas abiertas, el cuello retorcido y los brazos flexionados en pose suplicante. ¡Sayaka! Un latigazo desgarró su alma. Allí habían quedado los restos de la que había sido su amada esposa. Dos décadas que nadie hollaba el lugar. El cuerpo de su adorada Sayaka había sido abandonado como un perro muerto, para que los gusanos devorasen su delicada carne. Con lágrimas en los ojos, Takashi procedió a su entierro para darle su merecida paz. Depositó el descompuesto esqueleto en una fosa que previamente había cavado con sus propias manos. Y en aquél lugar donde yacía la improvisada tumba de su amada, encendió un pequeño fuego en un platito de terracota que había sobrevivido a la destrucción de su hogar. Una vez cumplido el sencillo rito funerario, comenzó a buscar la espada que le regalara su padre antes de desheredarlo. Aquella espada, que sabía manejar con sobrada destreza, le había pertenecido desde que era apenas un niño. Si bien es cierto que nunca había gustado de hacer la guerra como a sus hermanos, su capacidad para el combate era excepcional, como en todos los miembros de su familia, y había aprendido prácticamente todas las artes de lucha existentes. La tristeza que había inundado su corazón mientras enterraba a su mujer, se fue convirtiendo en una rabia que abrumaba toda su alma. Cuando encontró la bella y afilada katana, la desenvainó y admiró su reluciente filo que no había perdido ni brillo ni agudeza en todos aquellos años, que él había experimentado en un suspiro. Clavó sus ojos en el metal noble y resplandeciente que tenía ante sí. Ese día iba a ser el primero del resto de su vida. "Te lo advertí, Hanbei" pensaba para sus adentros, "te dije que en el mundo no había lugar donde te pudieses esconder de mi". ************************ Takashi caminó a través de campos, descendió profundos valles, navegó ríos y escaló redondeadas colinas y altas montañas. Vagó y vagó durante meses con un sólo propósito: llegar a la madriguera donde se escondiera la rastrera alimaña que era el shogun; el shogun que había violado y asesinado a su inocente Sayaka; el shogun que había raptado a su amada hija Akane. Cada vez que pensaba en ella se preguntaba qué aspecto tendría. "Debe de ser una hermosa mujer" pensó "tendrá veinticinco años". Sin embargo, un pensamiento negro atravesó su mente con la rapidez y el dolor de la más mortal de las flechas. ¿Y si Akane había muerto? ¿Y si el pérfido Hanbei la había matado de la misma manera que había acabado con Sayaka? Su alma quedó nublada por la gris neblina de la duda. No, no era posible. Los dioses no podían haberle salvado de una muerte segura para arrebatarle ahora todas sus esperanzas. Mientras su mente se hallaba perdida en estas meditabundas reflexiones, llegaron a sus oídos unos gritos de auxilio. Giró con rapidez la cabeza en dirección al ruido y sorprendió a un grupo de cinco hombres armados que estaban golpeando sin piedad a su pobre víctima, que se hallaba en el suelo. El sentido de la justicia y de la defensa de los débiles que siempre le había guiado le impedía permanecer impávido ante semejante situación. Enseguida se acercó a ellos. Los agresores iban vestidos como samuráis; el desgraciado que estaba siendo golpeado en el suelo llevaba un pintoresco kimono de colores estridentes. Al lado del grupo, unos caballos pacían tranquilamente. -¿Por qué golpeáis a ese hombre? –preguntó Takashi a uno de ellos. -A ti no te importa, estúpido vagabundo –contestó altaneramente uno de ellos. -¡Ayudadme señor, os lo ruego! –suplicaba el desdichado que estaba siendo apaleado. En ese momento, Takashi, se fijó en los pequeños kanji 6 bordados sobre fondo rojo que tenían los samuráis en las hombreras de sus armaduras. ¡Era el emblema de los Kojima! -Veo que los perros servidores de los Kojima son tan cobardes como su shogun –dijo con rabia Takashi. -¿Qué? –gritaron indignados los cinco hombres. -¡Cómo te atreves, gusano inmundo! –bramó el que parecía tener más autoridad. En seguida se lanzaron los cinco contra él desenvainando sus respectivas katanas. Pero Takashi era más rápido. La sed de venganza y el odio guiaba con poderosa fuerza su brazo. Desnudando su espada, los esquivaba con gran destreza. Se movía como un tigre entre ellos. Las katanas zumbaban en el aire, y soltaban chispas cuando chocaban entre sí con violencia. Con un ágil movimiento, Takashi sesgó el cuello de uno de ellos y dándole una rapidísima patada en el pecho, lo precipitó hacia el compañero que tenía detrás, con lo que había inmovilizado a dos enemigos. Los samuráis Kojima trataban inútilmente de alcanzarlo con sus letales espadas pero, Takashi los sorteaba como un gato el agua. La mano derecha de uno de ellos, de repente, surcó volando los aires, cercenada de su dueño. Ni siquiera habían visto moverse la hoja de ese desconocido enemigo que tan misteriosamente había aparecido y que tan ignominiosamente les había desafiado. No eran rivales para él. El rápido samurái dio buena cuenta de ellos. En apenas unos minutos eran todos cadáveres. Sólo permaneció con vida el Kojima al que Takashi había cortado la mano. Éste le asió fuertemente del peto de cuero de la armadura. 6 Kanji: símbolos de escritura japonesa. -Vuelve con tu amo, perro –le dijo Takashi escupiendo las palabras. –Ve y dile que morirá pronto y ni todos los demonios de Ji-goku podrán evitarlo. Dicho esto, el manco corrió hacia su caballo y desapareció cabalgando entre las colinas. Takashi miró a su alrededor, hacia los cadáveres que yacían a sus pies. "No, no es esto lo que quiero" reflexionaba "sólo acabar con Hanbei". -¡Bravo, bravo! –exclamaba, mientras aplaudía, el personaje que momentos antes estaba siendo apaleado. -¡Qué destreza con la katana! ¡Fabuloso! Takashi se fijó en el atípico personaje que tenía ante él. Llevaba un kimono de colores brillantes, una mezcla imposible de amarillos y verdes. El cabello estaba desordenado y suelto, cubierto por un ridículo sombrero que parecía un calabacín de tela. Del cuello pendía un pequeño flautín, y tenía la cintura entallada con un desgastado zurrón de piel que parecía tener más de cien años. Era corto de estatura y nervioso; los ojos, pícaros y vivaces; y la mirada inteligente, pero no taimada, sino alegre. Una eterna sonrisa cruzaba su rostro joven y viejo a la vez. Su edad era indefinible. Podía tener entre veinte y cuarenta años. -Matar a un hombre no tiene nada de fabuloso –dijo Takashi sombríamente. -¿Quién eres? -Mi nombre es Yasumaro –comentó alegremente, haciendo una ridícula reverencia, descubriéndose la cabeza y dibujando un arco en el aire con su sombrero, –gracioso por vocación, discutible músico, narrador de historias en mis ratos libres, soltero empedernido, exitoso seductor de mujeres y eventual compañero de héroes... a tu servicio. -No necesito tus servicios, -dijo Takashi; –hace tiempo que perdí la capacidad de reír, historias ya me sé muchas, no soy ni una mujer a la que puedas seducir ni mucho menos un héroe... ya ves, no me eres de utilidad. -¡Oh, entonces amenizaré tu triste vida con un poco de música! -Sólo hay dos tipos de música –dijo el samurái: –la alegre y la triste. No quiero ninguna de las dos. La alegre no la disfruto pues mi corazón está nublado de pesares, y la triste sólo aumentaría más mi tristeza... -Entonces –dijo el bardo, –tocaré algo... eeerr... digamos.... ¡neutro! Y comenzó a tocar el flautín que tenía colgado del cuello, sin mucha fortuna, por cierto. Takashi se acercó a uno de los caballos. Pensaba en montarlo; así recorrería el país más rápidamente, y los samuráis muertos no lo necesitaban ya. Permaneció mirando al caballo unos instantes. Era hermoso: esbelto pero recio, bravo pero noble, y su mirada alardeaba coraje y decisión. Su pelaje rojizo tenía un brillo reluciente, como el fuego. El bello corcel comenzó a trotar alrededor suyo como si le aceptara con alegría como nuevo amo. Más que correr parecía volar, pues sus cascos apenas tocaban la fina hierba. Sí, volaba con su elegante crin rojiza al viento como una llamarada. -¡Ryokaji7! –dijo exultante el samurái. –A partir de ahora te llamarás Ryokaji. Y el caballo parecía de acuerdo, pues se alzó sobre sus dos patas traseras como si se sintiera identificado con el acertado nombre. Mientras el bardo seguía tocando, Takashi montó sobre Ryokaji y se dispuso a irse. El pintoresco personaje, al darse cuenta, salió corriendo tras él. -¡Eh, espera! –le gritaba. -¡No puedes dejarme aquí! -¿Y por qué no, por todos los Kami? Eres libre. Adiós. -¡No, no lo entiendes! –insistió Yasumaro, gesticulando teatralmente. –Me has salvado la vida. Ahora yo debo acompañarte. Mi vida te pertenece hasta que yo pueda ayudarte y saldar de ese modo mi deuda de honor. Es así como funcionan estas cosas. -¿Ah, sí, y quién lo dice? -Eerr, pues... ¡lo leí!... aunque no recuerdo dónde. Takashi lo observó durante un rato. El personaje en cuestión era realmente estrafalario, pero no cabía duda que al menos le haría compañía durante parte del viaje. Podría amenizar algo su soledad y tristeza, y al fin y al cabo, puede que llegara a serle de utilidad. Aunque todavía no sabía en qué. -¿Sabes cabalgar, Yasumaro? –le dijo. 7 Ryo-kaji: literalmente, “dragón de fuego” -¡Por supuesto! –contestó el vivaz personaje montando de un brinco a otro de los caballos de los fallecidos samuráis, que era blanco inmaculado como la nieve virgen. Y los dos jinetes comenzaron, pues, a cabalgar hacia el horizonte. Muchas millas recorrieron a lo largo de ese día. Al caer la oscuridad de la noche, Takashi juzgó innecesario continuar. Las tinieblas, donde se agazapan las alimañas nocturnas, son un mal compañero para los viajeros intrépidos. Alrededor de un improvisado fuego, los dos personajes se sentaron para calentarse y descansar de la dura jornada de camino. Takashi, a través de los destellos luminosos de las llamas, miraba con cierto interés analítico a su curioso acompañante. Su rostro se difuminaba por las continuas vibraciones lumínicas del voluble fuego, que iluminaba la noche como una luciérnaga. -Me he percatado que no sientes amistad por los Kojima – inquirió Yasumaro con clara intención de romper el molesto silencio. -Ningún miembro de esa familia de crueles lobos merece llamarse hombre –dijo Takashi con cierta amargura; –y el que menos, su shogun. -Sí –añadió el supuesto músico, –lo cierto es que la proclamación del Señor de Kojima como shogun es... digamos... un asunto un tanto turbio. -¿Por qué te perseguían los samuráis del usurpador Hanbei? -Bueno... verás... eem –empezó a dudar Yasumaro, como si tratara de inventarse una excusa convincente. –Imagino que conoces el hokora8 de Yumigahama; pues verás, allí, tenían guardada una preciosa joya, tallada en jade... -El corazón de Izanagi9 –interrumpió Takashi. -Sí, eso es... el caso es que… eer... en fin, que me llamó la atención. 8 9 Hokora: recinto sagrado de un templo. Izanagi: principal dios de la mitología antigua de Japón. -¿Quieres decir que lo robaste, zorro granuja? –preguntó el samurái con cierto aire de indignación. -¡Ese acto es deshonroso! -¡Un momento! –se defendió Yasumaro; –no... no lo robé... sólo... eer... ¡sólo lo tomé prestado! ¡Sí, eso es! -¿Y con qué fin, si puede saberse? -Quería mostrárselo a mi adorada Chiyoko como muestra de mi valor, para que supiera lo que era capaz de hacer por ella. Mi intención era regalárselo, como prenda de mi sincero amor. -¿Quieres decir –preguntó Takashi sorprendido, –que robaste el corazón de Izanagi, provocando la ira del shogun, el descontento de los dioses y arriesgando tu vida, sólo por una mujer? O eres el más loco de los hombres... o el más valiente. -No, amigo mío –contestó el katari-be10 emitiendo un sonoro y teatral suspiro, –sólo soy el más enamorado... ¡Oh, si conocieras a la bella Chiyoko! ¡Mi cielo, mi luz, mi salvación! ¡Oh, Chiyoko, las olas del mar del sur acarician tu rostro con su espuma, y cuando cantas al sol poniente, los ruiseñores de los cerezos en flor esconden sus cabezas avergonzados por la envidia! Y dicho esto, asió con decisión el flautín que colgaba de su pecho y comenzó a tocar una triste y melancólica tonada. Entre pieza y pieza, recitaba versos elogiosos que narraban, de manera harto exagerada, las virtudes y belleza de la tal Chiyoko. Así permanecieron durante unos breves minutos. El bardo, tocando y recitando poesías de amor; y el samurái, con los ojos perdidos en las llamas que calentaban su cuerpo pero no su alma, atravesada por una oleada de dolorosas saetas. La melancólica melodía le traía recuerdos de Sayaka, su amada esposa, mancillada por los sicarios de Hanbei. Sus ojos comenzaron a humedecerse. Takashi hizo un gran esfuerzo por contenerse. Desde que mataran a su mujer y raptaran a su hija, juró no verter una lágrima nunca más, y no mostrar debilidad en ningún momento de su triste vida. -¿Tienes una enamorada, amigo mío? –le preguntó entonces Yasumaro, dejando de cantar. -¿O tal vez una esposa? ¿una señora de Akagi? -La hubo –contestó secamente el samurái. -¿Qué ocurrió? 10 Katari-be: recitadores, juglares del Japón feudal. -Fue asesinada. -Oh... lo lamento –se lamentó Yasumaro, bajando la mirada; – déjame adivinarlo... ¿el Señor de Kojima? -Sí. Durante unos minutos que parecían eternos, un incómodo, violento silencio se apoderó de la noche. Ningún pájaro, ningún soplido ululante del viento, ninguna hoja seca se atrevió a romper dicho silencio, como temerosos de perturbar el dolor del noble samurái. -¿Sabes algo de ese perro de Hanbei? –preguntó Takashi. -Algo sé, sí –contestó Yasumaro. –Dicen que vive en un palacio cerca del hokora de Yumigahama. Ha abandonado Kyoto, la ciudad imperial. Se oculta del descontento de ciertas familias y del propio pueblo que no está muy de acuerdo con su autoproclamación como shogun. -Si es cierto, le encontraré y... –empezó a decir el guerrero. -Ten mucho cuidado –dijo el katari-be cambiando su habitual rostro alegre por un semblante serio y grave. –La morada del shogun es un lugar extraño. La entrada del palacio está custodiada por dos terribles koma-inu11 que devoran a todo aquél que pretende entrar en el recinto. Por si fuera poco, un invencible demonio custodia personalmente al shogun. -Nunca he sido de creer en cuentos de hadas –dijo el samurái. -Yo mismo lo he visto –empezó a decir el bardo, adquiriendo una profundidad tonal como si estuviera recitando uno de sus poemas. –Le llaman Okamishi12. En una ocasión, estando yo practicando con mi flautín una nueva tonada que había compuesto, bajo la refrescante sombra de un ciruelo, vi aparecer delante de mí, un ser monstruoso montado en un caballo negro. Tras él, una cincuentena de samuráis cabalgando parecía perseguirle. De repente, el demonio se dio media vuelta y, encarándose a ellos, les desafió. Juro que pude ver con mis propios ojos cómo los honorables guerreros iban cayendo uno a uno, impotentes ante el poder de esa criatura infernal. En más de una ocasión, los guerreros golpeaban con sus katanas al demonio pero sus afiladas hojas no hacían mella 11 12 Koma-inu: estatuas de seres monstruosos, mitad león y mitad perro, que solían custodiar los templos. Okamishi: literalmente “lobo de la muerte”. en su piel. Yo mismo pude verlo... ¡lo juro por todos los Kami!... el espantoso oni se reía mientras su espada iba cortando cabezas, ora a diestra, ora a siniestra. ¡Qué espectáculo tan horripilante! El tenebroso ser bailaba entre los muertos que iba dejando a su paso como un enloquecido bailarín de kabuki13, mientras los cadáveres se amontonaban a sus pies. -Hasta el más fuerte de los árboles puede ser talado –dijo Takashi. –Ese ser debe de tener alguna debilidad. Sólo hay que hallarla. -Lo dudo, es invencible –empezó a decir Yasumaro, cuando de repente, como si hubiese sufrido un destello de ingenio, añadió: –Un momento... ¡claro!, ¿cómo no se me había ocurrido antes?... podemos consultar al Sauce Dorado. -¿De qué me estás hablando, amigo mío? -Cerca del poblado de Ikkiyama, en lo alto de una colina – contestó Yasumaro, –crece un viejo árbol: el Sauce Dorado. Dicen que es el ser más sabio de la tierra, y que es capaz de dar respuesta a todo. No hay nada que no sepa. -¿Un árbol que habla? –preguntó Takashi escéptico. -¿Qué nueva quimera es esta, Yasumaro? -No, no. Es verdad –se defendió el bardo; –mañana nos pondremos en marcha hacia Ikkiyama y lo comprobarás tú mismo. Takashi asintió. Dando por terminada la conversación, ambos se entregaron a un profundo sueño, reconfortado por el calor de las llamas de la pequeña lumbre. ******************** A la mañana siguiente partieron hacia Ikkiyama, un sencillo poblado del interior del país, rodeado de hermosas montañas y recorrido por brillantes arroyuelos de aguas claras. Tras tres jornadas de viaje y cabalgar decenas de leguas, llegaron a un vistoso y recogido paraje entre unas colinas. Aquel lugar tan bello y 13 Kabuki: teatro tradicional japonés. tranquilo constituía un remanso de paz para la torturada alma de Takashi. La brisa vivificante recorría los verdes campos que tenían ante sí, ululando suavemente como si silbara una desconocida melodía. -Mira –dijo Yasumaro señalando una elevada colina redondeada en donde sólo reposaba un vetusto y extrañamente hermoso árbol; –allí es donde reposa el Sauce Dorado. Cuando Takashi vio el árbol comprendió el porqué del nombre. Su tronco poseía una tonalidad dorada brillante, más parecida a la del oro que al habitual suave color cobrizo apagado de la madera de sauce. Los rayos del sol, que de insólita manera parecían incidir especialmente sobre él, acentuaban tal efecto lumínico. Fueron ascendiendo el montículo lentamente hasta llegar a la cima, hallándose frente a aquel bello sauce. Su firmeza y robustez imprimían una especial nobleza a su tronco. Takashi se percató del delicioso aroma que perfumaba el aire. Algo curioso, ya que el árbol carecía de flores. -El Sauce Dorado -le dijo Yasumaro, –sólo responde a tres preguntas por consultante. Una vez hechas esas tres preguntas, nunca volverá a contestar a la misma persona. -Entiendo. Takashi permaneció unos momentos en silencio, observando el sauce y reflexionando sobre lo que iba a preguntarle. Quería saber si el demonio que protegía al shogun, el temible Okamishi, era invencible, pero lo que realmente le ocupaba la mente era su hija Akane... Akane, debía de ser una mujer ya. Dos décadas habían transcurrido desde que se la arrebatasen. Pero... ¿y si estaba muerta? Su alma se estremeció ante tal posibilidad. -¿Dónde está mi hija Akane? –preguntó Takashi en voz clara y alta, dirigiéndose al Sauce Dorado. Durante unos segundos no pasó nada. Entonces, la corteza del árbol empezó a moverse. Los surcos que recorrían el tronco parecían cambiar de forma, describiendo formas sinuosas, que al principio le parecían aleatorias. Este hecho le fascinó. De repente se dio cuenta... ¡los surcos del tronco estaban formando kanjis! En el vientre del sauce la madera se había transformado y se podía leer: YUMIGAHAMA "Yumigahama" pensó Takashi "entonces todavía se halla prisionera del shogun Hanbei, y es cierto que el perro Kojima se halla en la ciudad de los cien torii14". Tras esta reflexión, le hizo la segunda pregunta al bello sauce: -¿Cómo puedo derrotar al invencible Okamishi? Otra vez se hizo el silencio, sólo interrumpido levemente por el suave soplido del viento. Los surcos del vientre del sauce se volvieron a mover, lentamente. Unas letras se alineaban en el tronco, y Takashi leyó: KUSANAGI -¡Por todos los Kami! No entiendo, ¿qué significa esto? -dijo Takashi confundido. Entonces, el árbol empezó a crujir. Los surcos se retorcían mucho más que en las dos ocasiones anteriores. Todo el vientre del tronco se movía, y los surcos iban extendiéndose en una zona más amplia de la corteza como si estuviera grabando en ella una respuesta más larga, un mayor número de kanjis. -¡Por Izanagi! -exclamó sorprendido Yasumaro. Cuando las tripas de la gran figura arbórea dejaron de crujir, una serie de palabras aparecieron grabadas en las entrañas del sauce, y decían así: DOS VECES SE DERRAMARÁ TU SANGRE ANTES DE MORIR Y DOS VECES MORIRÁS Tras esta última revelación, los surcos del tronco volvieron a su posición natural y el árbol no volvió a hacer ningún movimiento. Takashi se volvió un tanto perplejo hacia Yasumaro. -¿Qué es Kusanagi? -preguntó al bardo. -Kusanagi... hmm –empezó a decir Yasumaro sin poder evitar un rostro de sorpresa. –Kusanagi es una leyenda, una leyenda muy 14 Torii: pórticos conmemorativos sintoístas. antigua. Se cuenta que cuando el dios Susanowo 15 fue expulsado del cielo, se estableció en la región de Izumo. Allí encontró a una pareja de ancianos llorando amargamente junto a una bella joven. Al serles preguntada la razón de aquellas lágrimas, el hombre explicó que había tenido ocho hijas, y que cada año se presentaba en su hogar una monstruosa serpiente de ocho cabezas, procedente del país de Koshi, para devorar a una de ellas. Pronto llegaría a por la última de sus hijas. El heroico Susanowo se prestó a ayudarles. Mandó preparar ocho recipientes y vertió en ellos abundante sake. Cuando hizo acto de aparición la serpiente, atraída por el delicioso aroma del líquido, apuró con avidez los ocho recipientes; una cabeza para cada uno. Tanto se hartó que, sumida en un profundo sopor, quedó dormida; momento que aprovechó el dios para desenvainar su espada y cortar al monstruo en pedazos. Se cuenta que, de la cola del animal, cercenada por su mitad, surgió entonces una maravillosa espada, que ofreció a su hermana Amaterasu, diosa del Sol. A esta espada, poderosa arma cuyo filo puede atravesar hasta la piedra, se le conoce con el nombre de Kusanagi, es decir "la Podadera", nombre que se le dio después de que el héroe Yamato Takeru la usase para aniquilar a la tribu de los ainu. -Entonces, Kusanagi existe –dijo el samurái. -Sí –replicó Yasumaro, –pero, ¿dónde? Se la creía custodiada en el recinto sagrado de la capilla de Atsuta, pero desde la matanza de los ainu, ya no está allí; quizá ha sido devuelta a los dioses. -Hmm... escucha –dijo Takashi; –a mí ya me ha otorgado tres respuestas, pero tú podrías... -No –interrumpió el bardo. –No es la primera que vengo a este lugar. Mis tres respuestas ya me las ofreció este sabio árbol hace algunos años. -Entonces, no hay nada más que hacer aquí –dijo sentenciosamente Takashi. Y ambos jinetes se pusieron en marcha de nuevo. Ikkiyama, según decía Yasumaro, era un poblado pequeño de humildes agricultores, cercano a un bello lago de aguas cristalinas. 15 Susanowo: uno de los dioses más venerados de la antigua mitología japonesa, hijo de Izanagi. Pequeño sí, pero lleno de vida. Alejado de los ojos escrutadores de los dioses y de las espadas asesinas del shogun, tenía fama en los alrededores por el carácter amable de sus gentes y por el animado bullicio de sus calles, hermosamente engalanadas en determinadas festividades de primavera. También era conocida por los amantes de la buena mesa, por sus extraordinarios platos aderezados con múltiples especias que se cultivaban en abundancia en las ricas tierras circundantes. De hecho, el comercio de dicho producto había dado una larga prosperidad a la región, de ahí el carácter alegre de sus habitantes. Fue precisamente por las alabanzas gastronómicas de las que era objeto Ikkiyama que los dos compañeros de viaje habían pensado en detenerse allí. Sin embargo, cuando llegaron se encontraron con una visión totalmente contraria a sus expectativas. Las escasas calles se hallaban desiertas. Todas las casas tenían las puertas y las ventanas cerradas, y en conjunto, el lugar parecía inhóspito y desolado. Estaba anocheciendo y todos los habitantes habían desaparecido, como animales en sus madrigueras. Aquello era muy extraño en un pueblo vivaz como Ikkiyama. Takashi se acercó a una de las casas y golpeó la puerta. -¡Fuera! –gritó una voz desde su interior. -¡Vuelve al hokora de tu amo! -¿Pero qué decís buena mujer? –le espetó Yasumaro. -Estas gentes están asustadas -dijo Takashi, –pero, ¿de qué o de quién? Tras decir esto, el samurái notó que su corcel empezaba a ponerse nervioso. -¿Qué sucede Ryokaji? –le preguntó su amo. En aquellos momentos, por las desérticas calles del poblado hizo acto de aparición un grupo de samuráis a caballo. Cabalgaban orgullosamente y reían entre ellos como si disfrutaran del terror que sentían hacia ellos los lugareños. Takashi se fijó en el emblema de las hombreras de sus armaduras de cuero. -¡Kojima! –dijo con furia asiendo su katana. -No –le dijo Yasumaro a la vez que le agarraba del brazo. –Es una locura. Son por lo menos una veintena. En esos momentos, una de las puertas de las casas se abrió y un huesudo anciano que parecía no tener fuerzas ni para tenerse en pie, les hizo señas para que rodearan la casa y entraran por el establo trasero del pequeño recinto. Los dos amigos, rápidamente, siguieron las instrucciones de su misterioso benefactor y se deslizaron hacia el interior de la vivienda. El viejo personaje, tras acomodar a los caballos en el establo, les ofreció cobijo y comida. -Gracias por vuestra providencial ayuda –dijo Yasumaro haciendo una reverencia. De la misma manera, el anciano inclinó cortésmente la cabeza. -Aquí estáis a salvo de esos perros salvajes –les dijo el anciano. -¿Sois extranjeros, verdad? -Sí –contestó Takashi, –así es. -Era de suponer; sólo un foráneo no sabría que no puede haber nadie en la calle a partir del anochecer. -¿Quién lo dice? –preguntó el samurái. -El shogun Kojima –respondió el anciano –si no hubieseis entrado, esos guerreros de fuera os habrían hecho pedazos. -Creía que a Ikkiyama no llegaba la influencia de los Kojima – comentó Yasumaro. -Eso era antes de que el shogun se interesara por el comercio de especias. Desde entonces ejerce un férreo control sobre la zona. -Eso no es bueno –le dijo el bardo a Takashi. –A mí me buscan los samuráis de los Kojima y, después de salvarme, también te buscan a ti. Tenemos que irnos cuanto antes de aquí. -Tienes toda la razón, Yasumaro. -Por favor –dijo el anciano; –dejadme ofreceros una humilde cena antes de que partáis. Tanto Takashi como el katari-be no pusieron ningún reparo. Estaban hambrientos, y un poco cansados de comer pescado salado todo el camino. Después de reponer fuerzas, saldrían de ese pueblo ocupado por la noche, aprovechando el subterfugio que otorgan las tinieblas. El buen anciano les ofreció un arroz deliciosamente condimentado con las exquisitas especias de la región. Ambos comieron con avidez y deleite. La comida llevó, más tarde, a una interesante conversación. -¿Y decís que habéis estado allí? –preguntaba Takashi. -Sí, buen señor –dijo el humilde anciano, –fue en Yumigahama donde perdí a mi hijo. Precisamente, en su palacio. El anciano entonces se interrumpió como si los dolorosos recuerdos hirieran su mente como un conjunto de flechas que atinaban en lo más profundo de su alma. Conteniendo las lágrimas habló de esta manera: -Mi hijo, que era un gran hombre, decidió acudir en persona a la morada del cruel Hanbei de Kojima, para protestar contra los inhumanos impuestos con que había cargado a este pueblo. Yo le acompañé. Sin embargo, el helado corazón del shogun ignoró las razonables peticiones que le hicimos. Como viera que mi hijo insistía en sus demandas, e interpretando la insistencia del joven muchacho como una afrenta a su persona, ordenó que fuera llevado fuera del palacio. Dos samuráis asieron a mi hijo y lo expulsaron de allí, haciéndole rodar por las escaleras de la entrada. Yo asistía impotente ante la escena que ni siquiera llegaba a imaginar llegase a ser tan trágica. Pero lo cierto es que mi desventurado hijo fue a caer justo delante de los dos inmensos koma-inu de bronce que custodian la entrada del palacio. Lo que vi entonces, juro que fue lo más horripilante que pudiera albergar mi entendimiento. Las dos hieráticas estatuas, de repente, cobraron vida y comenzaron a moverse, girando sus monstruosas cabezas hacia mi hijo. Aunque mi querido Shuei manejaba muy bien la espada, nada pudo contra esos dos demonios de bronce. Se movían como el rayo. En unos instantes lo despedazaron ante mis ojos... y yo... Llegado a ese punto, el desdichado anciano rompió a llorar como un niño indefenso. Takashi, que comprendía perfectamente lo que era perder un ser querido, le asió sus huesudas manos tratando de consolarlo. Pero su pena no tenía consuelo posible. -¿Entiendes ahora lo que dije? –le susurró Yasumaro. –El shogun se rodea de poderosa magia Esas dos bestias de bronce son una dificultad añadida. -Si no bastara con Okamishi, el invencible demonio particular de Hanbei, ahora resulta que los dos koma-inu vivientes le custodian la entrada, y son igualmente letales –protestó amargamente Takashi, que veía que cada vez se añadían más obstáculos que impedían la consecución de su venganza. -Si hubiera un modo de... –empezó a decir Yasumaro. -Lo hay –interrumpió el anciano, que ya había recuperado algo de su serenidad; –se les puede sortear, evitar su enfrentamiento. -¿Cómo? -¿Conocéis el monte Fukuji? -¡Claro! –exclamó con alegría Yasumaro ante una nueva oportunidad de demostrar sus conocimientos en leyendas populares: –Hace mucho, mucho tiempo, el dios de los Antepasados, Mioya-no-kami, viajando por el país y estando agotado, pidió hospedaje en el monte Fukuji de Suruga. Sin embargo, el dios de Fukuji era un avaro egoísta, que nunca auxiliaba a ningún viajero, y se negó a darle alojamiento, expulsándole de malos modos. El dios de los Antepasados, montó en cólera por su arrogante negativa y le dijo: "eres un avaro y sufrirás por tu descortesía, y desde ahora estarás cubierto eternamente de nieves y heladas. Escaseará la comida para ti y tus descendientes, y tu cima será un triste erial". Más tarde, el dios itinerante se condujo al monte Tsukuba en la vecina región de Hitachi, en donde fue recibido afectuosamente por el bondadoso dios de Tsukuba. El dios de los Antepasados le dio las gracias y le dijo: "tú eres un hombre de buen corazón, por lo tanto, siempre tendrás comida abundante y sobre tu cima crecerá gran cantidad de flores de fragantes aromas". Y es por eso por lo que hoy día, nadie sube al monte Fukuji, cuyas nieves son impenetrables y áridas, mientras que el monte Tsukuba es continuamente visitado por peregrinos y luce siempre el verde manto de la primavera. -Eres muy sabio –dijo con complacencia el anciano, –y muy cierto todo lo que dices. Pues bien, es sabido por algunas leyendas aún más antiguas que en lo alto de la cima del Fukuji, donde reinan las nieves perpetuas, existe un melocotonero mágico. El único que, milagrosamente, florece de entre el hielo. Los frutos de ese singular árbol tienen la propiedad de hacer invisible a aquél que los coma. -Es cierto –asintió Yasumaro. –Yo mismo he oído esa leyenda. -Es más que una leyenda, jovencito –le apuntó el anciano. -¿Quieres decir que existe realmente? –intervino Takashi. -Existe –dijo con severidad el anciano, –pero también existe el peligro. Los dioses no otorgan sus dones a la ligera. Aquél que quiera recibirlos tendrá que demostrar que los merece. Por los parajes helados del monte Fukuji mora Yukki Onna 16, la Virgen Blanca, el espíritu de una desdichada muchacha que murió congelada en las laderas de la nevada montaña. Su alma atormentada custodia ahora los frutos divinos. -He oído que todo aquél que ha osado ascender al monte nunca ha regresado –dijo Yasumaro en tono sombrío. -Hmm... habrá que verlo –dijo meditabundo el samurái. En aquel momento, el anciano se levantó y trajo consigo una bandeja con frutas. -Lamento no poder ofreceros más pero, desde que el shogun ha acrecentado los tributos, mi despensa es cada vez más precaria. -Lo comprendo –dijo Takashi esbozando una sonrisa amistosa; –vuestra generosidad es más que suficiente. Os quedo profundamente agradecido. -El maldito Kojima tiene que costear su ejército... su ejército y su lujuria, puesto que ha ingresado a una concubina más en su numeroso cortejo. -Los hay con suerte –exclamó con cierta sorna el bardo. -El shogun –comenzó a decir el anciano, –es casi octogenario, pero parece que, con la edad, su apetito lascivo se acrecienta. La última concubina que ha ingresado en su serrallo es una bella joven que al parecer se crió en su propia casa desde que era una niña. Takashi quedó paralizado mirando al viejo campesino. Su rostro palideció. Más tarde, parecía arder con violencia volcánica. -Esa muchacha... –balbuceaba el samurái incrédulo. -¿Cómo... cómo se llama? -Lo ignoro, hijo –contestó el anciano; –sólo sé que, al parecer, se apoderó de ella tiempo y la crió en palacio. Lo siento por la pobre muchacha puesto que la lujuria cruel de la que hace gala el shogun es sólo comparable a su sed de poder. Creo que la niña pertenecía a una poderosa familia rival, en los tiempos en los que él se acababa de proclamar shogun y... -¡Mientes! –gritó Takashi fuera de sí, asiendo al pobre anciano por el cuello. -¡No puede ser, viejo estúpido! ¡Akane, no! 16 Yukki onna: literalmente, “mujer de la nieve”. -Perdón... perdón... buen señor –suplicaba el campesino que estaba a punto de asfixiarse; –no quería ofenderos... Las fornidas manos del samurái rodeaban con fuerza el débil cuellecito de pájaro del pobre anciano, que agitaba los brazos, indefenso. Yasumaro, de inmediato, intervino. -¡Takashi, basta! –dijo con autoridad el katari-be mientras trataba con fuerza de deshacer la presa del guerrero. -¡Basta, te lo ruego! El enloquecido samurái comenzó a serenarse y a aflojar la presión que ejercía sobre el viejo, cuyo rostro había empezado a adquirir un tono amoratado. Takashi, consciente de lo que había hecho, se llevó con desesperación las manos a la cabeza. -Oh... perdonadme, perdonadme –dijo con sincera contrición. –No es este modo de pagar vuestra hospitalidad... me avergüenzo de mí mismo. Tras el incidente, los dos, bardo y guerrero, abandonaron la casa del confuso anfitrión. Takashi quiso pagar al anciano con varias monedas la cena, pero éste, honorablemente, no las aceptó. Mortificado por haber perdido el juicio de esa manera, abandonó el poblado con su fiel Yasumaro. Ambos, aprovechando la noche para ocultarse de los samuráis Kojima, emprendieron su camino cabalgando en dirección al norte: al monte Fukuji. ****************** Muchos días y muchas noches cabalgaron. El hermoso Ryokaji trotaba por los campos con una gracia innata y una elegancia propia de las monturas de los dioses. El katari-be trataba de amenizar el camino con suaves tonadas de amor y con altivos versos sobre la historia y los hechos del país. Sin embargo, Takashi no escuchaba. Su mente estaba en otra parte. Su corazón se hallaba a leguas de distancia, en Yumigahama, con su hija Akane. ¿Era posible que se hubiese convertido en concubina del shogun, de esa bestia sedienta de sangre? El mero hecho de imaginarse a su pequeña niña en aquel antro de inmundicia y verla convertirse en una cortesana, en una geisha para su señor, fue algo que le repugnó hasta tal punto que tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no salir en ese momento hacia Yumigama y cortar la cabeza del perro Kojima. Pero sabía que aquello era una locura. Nada más llegar a palacio, sería pasto de los fieros leones koma-inu, y si no, lo sería del demonio personal de Hanbei, el maldito Okamishi, que hacía palidecer los corazones a aquellos que lo habían visto. Antes debía encontrar los frutos mágicos de los dioses para poder eludir a los leones guardianes y acceder al palacio; y sobre todo, tenía que hallar a Kusanagi. Era el único modo de llevar a cabo su venganza, una venganza que llevaba, al menos en su mundo, veinte años de dilación. Tras muchas jornadas de camino, divisaron el monte Fukuji, cuya masa se superponía airosa sobre el resto del paisaje. Las patas de los poderosos caballos se hundían levemente en las habituales espesas nieves de aquella región del país. El viento arrastraba los copos de nieve, velando las montañas que tenían ante sí. El caballo de Yasumaro, al cual su amo le había puesto el acertado nombre de Fuyutora17, parecía invisible, pues la blancura de su pelaje se confundía con la nieve de los alrededores. -Yasumaro -dijo el samurái con autoridad: –espérame al abrigo de esas rocas; enciende un fuego y protégete del frío; yo escalaré la montaña y hallaré el melocotonero, si los dioses quieren. -¡Ni hablar! –le respondió el bardo. –Yo voy contigo; juntos nos enfrentaremos a los peligros que nos aguarden entre las nieves. -No, no pienso permitirlo. Si es cierto que existe ese espíritu mortal del que nos advirtió el anciano, no hay necesidad de exponernos los dos. Yasumaro protestó, pero la decisión de Takashi era irrevocable, y se expresó con tanta autoridad que el katari-be no tuvo más remedio que aceptar, muy a su disgusto, lo dicho por su amigo. Era una cuestión de honor. A él le correspondía subir a la cima y enfrentarse a los peligros que acecharan, reales o imaginarios, puesto que a él le correspondía llevar a cabo su venganza. Yasumaro, comprendiéndolo, se resignó. 17 Fuyu-tora: literalmente, “tigre de invierno”. -Si no he vuelto en una jornada, vete sin mí –le dijo Takashi. Y sin más preámbulos, se alejó de su compañero, que permaneció quieto, mirándole con cierto desasosiego, a medida que su figura iba desapareciendo entre los copos de nieve que revoloteaban alrededor. La cabalgata hacia el monte fue difícil puesto que lo que empezó siendo una ligera nevada terminó tomando aires de ventisca. Pero si difícil era el acercamiento, su ascensión fue penosa. Cientos de metros se alzaban ante él, desafiándole. El viento rugía a su derredor cada vez con más violencia, como si quisiera advertirle del peligro que corría. Pero el valiente Takashi hacía caso omiso a esas amenazas. Había venido con un propósito y nadie ni nada iba a impedir que alcanzase los frutos divinos que proporcionaban la invisibilidad. ¡Ni los dioses! Sólo había algo que podía detenerle: la muerte; y estaba dispuesto a vender cara su vida. El odio le guiaba. La noticia de que, posiblemente, su amada hija pudiera convertirse en la ramera del shogun había hervido la sangre de sus venas hasta tal punto que la nieve se derretía alrededor suyo. Pasaron varias horas. Llegado a un punto de la ascensión, se vio obligado a apearse de Ryokaji, pues el pobre caballo ya no podía caminar con el peso de un jinete sobre la grupa. Estaba agotado y aterido de frío, al igual que su amo, y la espesa nieve en la que se hundían sus rojizas patas le restaba movimiento. Una vez en tierra, Takashi vio como la nieve le llegaba hasta la mitad del muslo. Desenganchó una capa de piel de zorro que llevaba Ryokaji guardada en las alforjas, y se la echó sobre los hombros, aunque no parecía notar ninguna diferencia. Poco a poco siguieron ascendiendo, pero también poco a poco las fuerzas les iban abandonando. La monotonía del manto blanco nevoso sólo era rota por algún peñasco de roca negra, como manchas de tinta sobre un papel. Detrás de él, oía los jadeos de su montura que, unidos a los suyos, formaban una extraña melodía repetitiva. Pero no podían parar; si lo hacían morirían congelados. Los ojos del samurái buscaban ansiosamente un refugio, una oquedad en la pared, una peña grande que, al menos, les protegiera. Pero no era capaz de ver nada. La ventisca le cegaba; un invisible y perpetuo muro blanco permanecía delante de él todo el tiempo y le golpeaba con odio en la cara. A apenas diez palmos de distancia todo se velaba. Tuvo miedo; aquella tormenta tenía algo de sobrenatural. Seguían pasando las horas y seguían evadiéndose los bríos. Takashi caminaba con más resignación que decisión, tirando fuertemente de las riendas para obligar a Ryokaji a seguirlo. Al samurái le fallaban las fuerzas. No podía más. Sin embargo, tenía que continuar. Su cuerpo estaba helado. Le era casi imposible hacer un sólo gesto, puesto que su rostro se hallaba petrificado por la escarcha que a modo de estalactitas pendía de sus cejas, nublándole más los ojos. Estuvo a punto de perder el conocimiento y caer al suelo helado. Sólo su obsesiva determinación le mantenía en pie ante el espectáculo infernal que se desataba alrededor suyo. El viento parecía gritarle: "¡ríndete, ríndete!"; pero él se negaba. Sólo un pensamiento cruzaba su mente: Akane. Entonces, entre los silbidos helados del viento que ensordecían sus oídos, se apercibió de un golpe seco detrás suyo. Las riendas que tan fuertemente asía ahora se hallaban sueltas. Miró hacia atrás temiéndose lo peor y vio que Ryokaji se había desplomado rendido sobre el lecho nevoso que yacía bajo él. -¡Vamos, Ryokaji, no te rindas! –gritaba desesperadamente Takashi a aquel bello caballo al que había cogido tanto cariño como a un hijo, tirándolo de las riendas para que se alzara. Sin embargo, el corcel no respondía. Seguía tendido sobre la nieve. -¡Ryokaji, Ryokaji! El cuerpo cubierto de escarcha del rojizo y noble caballo reposaba sobre el manto blanco. Sus ojos sin vida miraban al cielo como pidiendo una explicación a los dioses, sin entender por qué había muerto. Su lengua sobresalía ligeramente por entre sus belfos abiertos. Takashi lloró, pero sus lágrimas se congelaron nada más salir de sus ojos. Cayó de rodillas, agotado. Se daba cuenta de que era el fin. Había desafiado a los dioses, tratando de robar sus dones y ahora pagaba por ello. No tenía fuerzas; ya no podía continuar. Pero entonces, un ligero hálito de esperanza recorrió su mente. Asió su katana y de un golpe certero abrió el vientre del fallecido caballo. Las tripas se desparramaron, deslizándose sobre el hielo. "Me refugiaré en sus entrañas" pensó el samurái, "me dará calor, espero que el tiempo suficiente, hasta que haya pasado la tormenta". -¡Oh, mi querido Ryokaji! -dijo con emoción el guerrero; -¡que tu muerte sirva para darme a mí la vida! Y diciendo esto, se introdujo dentro de las entrañas del animal. Mientras permanecía dentro del caballo, comenzó a dominarle una extraña somnolencia. El calor que le proporcionaba el interior del cadáver le adormecía. Pero en aquel estado que media entre el sueño y la vigilia, en el que, ni se está dormido ni se está despierto, empezó a sentir una extraña calidez que no era ya la que le proporcionaba el cuerpo del corcel. Era una sensación distinta, más interior que externa. Una absoluta paz y una abrumadora tranquilidad se fueron apoderando de él. Sus miembros rígidos por el frío comenzaron a relajarse, y oyó una melancólica y suave melodía, cuya procedencia ignoraba. Penetraba dulcemente en sus oídos, como una canción de cuna. Entonces vio un rostro delante de él; un rostro iluminado por una misteriosa luz, que le daba a la aparición una textura transparente y luminosa. Era una mujer, una muchacha bellísima. Las finas líneas de sus labios le sonreían amablemente, sus ojos brillaban de una manera candorosa, pero a la vez sobrenatural. Todos sus rasgos, enmarcados en una tez blanquísima, transmitían paz y sosiego. Sus negros cabellos flotaban de manera imposible en el aire, meciéndose armoniosamente como si no pesaran. Toda su figura era iluminada por una tenue luz fantasmal que fluía tras ella. Sus pálidos labios pareciera que iban a besarle. La aparición permaneció así, con la boca curvada hacia fuera como si estuviese acariciando el aire con sus soplidos. Takashi, cada vez se sentía más débil, más abandonado. Sus cansados ojos se fijaban en esos labios que parecían estar bebiendo el aire. Pero no bebían el aire, ¡bebían su vida! El samurái estaba perdiendo ya el conocimiento cuando, fijándose en el rostro de la aparición, la suavidad de sus rasgos, la aparente inocencia de su mirada le recordó a su hija Akane. Quiso gritar su nombre, pero no podía. ¡No podía hablar, no podía ni siquiera respirar! Todo su cuerpo estaba languideciendo lentamente, abrazando la muerte, a medida que la aparición, con sus dulces labios, le robaba el aliento vital. Hizo acopio de voluntad y trató de liberarse de tan mortal e invisible abrazo. -¡Akane! -consiguió gritar al fin. -¡Akane! Quiso apartar de un manotazo la visión que tenía ante sí, que ahora comprendía maligna, pero vio como su brazo atravesaba el rostro de la bella muchacha. -¡No! -gritó Takashi con rabia a medida que iba desperezando su paralizado cuerpo. -¡No me llevarás! ¡Te rechazo! Entonces la hermosa aparición de beldad juvenil se transformó en una visión de horrenda pesadilla. El bello rostro, que le había hipnotizado momentos antes, se tornaba en una deforme máscara demoníaca. La suave piel se convirtió en podridos jirones de carne putrefacta, los sedosos cabellos en látigos serpentinos, y los ojos, ¡oh, los ojos! el horrible vacío negro de unas cuencas sin vida ocupaba lo que antes había sido una cálida mirada. La aparición comenzó a mover los brazos descoyuntados, como si fueran tentáculos y gritando y riendo histéricamente, retrocedió volando y desapareció en mitad del viento, perdiéndose en la nada. -¡Yukki Onna! -musitó el héroe -¡la Virgen Blanca! Takashi permaneció desde entonces despierto, hasta que pasara la tormenta. Poco tiempo después, las violentas acometidas del viento desaparecieron y el noble samurái, quitándose de encima la capa que había quedado impregnado con el olor de las entrañas de Ryokaji, observó que la ventisca se había disuelto y un cielo apacible se abría ante él. Retomó la ascensión y en breve tiempo llegó a la cima. En lo alto de aquella extraña montaña, se erigía, contra toda lógica, un hermoso melocotonero en flor. A dos metros del árbol mágico parecía que la nieve se derretía y brotaba una escasa alfombra verde de hierba. El contraste con el resto del blanco entorno era notable y pintoresco, pero lo cierto es que en el preciso lugar en el que se hallaba el árbol frutal, el invierno circundante parecía transformarse en fecunda primavera. Ni el viento gélido ni la mortal temperatura parecía existir en ese pequeño espacio de vida, como si los dioses, de alguna manera lo hubiesen protegido de todo lo que se hallaba alrededor. Takashi se acercó al árbol, que irradiaba una extraña calidez y una difuminada luz divina, y con decisión, arrancó el único fruto que había madurado. Del resto de las ramas, pendían hermosas y aromáticas flores. No tardó en bajar la, antes difícil de escalar, montaña. En la roca en la que había quedado encontrarse con su acompañante, le recibió éste con una sonrisa de alivio. -Veo que lo has conseguido –dijo alegremente el katari-be asiéndole de ambos hombros en muestra de afecto. Takashi, entonces, le mostró el melocotón que tanto le había costado obtener. Parecía un melocotón normal, con su suave piel aterciopelada y la mixtura habitual de tonos cálidos desde el amarillo hasta el bermellón. -¿Dónde está Ryokaji? –inquirió extrañado Yasumaro. -Murió durante la infernal ventisca –explicó apenado el samurái. -¿Qué ventisca? –preguntó, aún más confuso el bardo. –Aquí no ha habido más ventisca que la ligera caída de algunos copos de nieve. -Mmm... –quedó pensativo, –la Virgen Blanca, entonces... -¿Te has enfrentado a la Virgen Blanca y has sobrevivido? – exclamó Yasumaro perplejo. -¡Eres muy afortunado! -Tal vez, pero lo cierto es que he perdido a Ryokaji. -Qué lástima –musitó el bardo. –Era un animal noble. A partir de ese momento cabalgaron sobre el robusto Fuyutora, turnándose. Ora montaba el samurái, ora el katari-be, ora ambos, cuando el corcel tenía fuerzas por las mañanas. Y así recorrieron varias leguas en dirección a Yumigahama, la ciudad señorial, sede del shogunato. *************** Un buen día, tras mucho cabalgar, se detuvieron a orillas de un lago para refrescarse. El bardo sacó de las alforjas de Fuyutora unas frutas un tanto rancias y una pequeña bolsa de arroz. Encendiendo un fuego se dispusieron, como otras tantas veces, a apañárselas para cocinar el precario almuerzo. Entonces, cuando, Takashi se disponía a beber del lago, una figura deforme y extraña surgió de las aguas. La humedad de su caparazón reflejaba los escasos rayos de sol. La criatura les observó con sus ojos crueles y maliciosos, y mediante varios saltos de sus ancas de rana, se dirigió hacia ellos con aire amenazador y emitiendo un extraño sonido entre el croar de un sapo y el graznido de un cuervo. -¡Un kappa18! –exclamó con cierta inquietud el samurái. – Pensaba que no existían. Los kappa eran conocidos demonios anfibios de la literatura y las leyendas locales. Pese a que no eran apenas del tamaño de una persona, eran seres realmente perversos y peligrosos. Su aspecto era muy extraño: poseían un caparazón de tortuga y patas traseras de rana. Entre sus crueles divertimentos favoritos se hallaba el ahogar a los viajeros incautos y a cuantos pasaran por sus dominios, normalmente lagos y tierras pantanosas. En sus cabezas poseían unas cavidades que, a modo de vasos, estaban llenas de agua, lo cual, al parecer era lo que les daba su fuerza y poder, cuando se alejaban de la influencia del líquido elemento. Takashi, a sabiendas de lo peligrosos que llegaban a ser estos seres demoníacos, se dispuso a desenvainar su katana, pero Yasumaro le detuvo con un gesto. -No –le susurró a su compañero. –Son demasiado peligrosos, déjame a mí. Cuando el kappa estaba prácticamente encima de él, Yasumaro, alzando los brazos, exclamó: -¡Oh, insigne ser de las profundidades! Desconozco tu nombre y virtudes, pero por tu magno porte y graciosa majestad, intuyo honorables y dignas de un dios. Yo, Yasumaro Takamatsu te saludo. Y diciendo tales sandeces, hizo tan notable reverencia que su cabeza casi tocó el suelo. Resultaba que esos demonios anfibios, pese a su poder y crueldad no eran precisamente muy listos y sí muy ceremoniosos. Y eso Yasumaro lo sabía muy bien. Así que, la estúpida criatura, tal y como el bardo esperaba, halagado por tanta 18 Kappa: grotesco demonio anfibio, mezcla de rana y tortuga. palabrería y por su exagerada reverencia, restituyó el gesto cortés, haciendo lo propio. Al inclinarse, el agua que permanecía en la cavidad craneal se derramó, perdiendo el demonio toda su fuerza. Al instante quedóse debilitado e indefenso. Dándose cuenta de su estupidez, el kappa lanzó un grito que parecía el gorjeo de un cuervo. Yasumaro, más rápido en su reacción, se abalanzó sobre el demonio y le dejó inmovilizado. Entre él y Takashi le ataron con unas cuerdas. -¡Qué hazaña tan ingeniosa! –felicitó el samurái a su amigo. -Los kappas no son muy lúcidos, aunque sean extremadamente sañudos. El pintoresco ser, mezcla de batracio y tortuga, siguió chillando estridentemente. Viendo que no conseguía liberarse, se quedó mirando atentamente con sus ojos vidriosos a los dos personajes que de tal forma le habían burlado. Yasumaro entonces, sabiendo que los seres sobrenaturales conocen, lógicamente, de las materias sobrenaturales, le dijo: -Te liberaremos con una condición: tendrás que respondernos a una pregunta. -Respuestas pocas sé... –dijo el demonio mirando con rencor a su captor. -¿Dónde se halla Kusanagi? –le preguntó con autoridad el bardo. -¿Kusanagi? –contestó el ser maligno, fingiendo ignorancia. ¿Es qué Kusanagi? Yasumaro le asió del cuello con gesto amenazante. -No pretendas engañarnos –conminó mientras sacaba una pequeña daga y la ponía en el cuello del ser. –Los kappas seréis estúpidos pero sabéis muchas cosas relacionadas con los dioses. Viendo que no tenía más remedio que decir la verdad, la criatura actuó como si, de repente, una oleada de memoria atravesara su pequeño cerebro. Y comenzó a hablar de la manera desordenada y peculiar en que lo hacen los kappas. -¡Ahh, Kusanagi!... la espada surgióse de serpiente de cabezas ocho cuando matóla Susanowo, y que en ofrecióle a su hermana, la diosa Amaterasu, rechazóle siendo por ella... esa Kusanagi, dices. -Sí. -Cuando Amaterasu desprecióle a Kusanagi, recogida por monje fue de Izumo la región, y en el sagrado lugar colocada de Atsuta... -Eso ya lo sabemos, demonio... –le espetó el samurái; –pero ¿dónde se halla ahora? -Groseros sois para héroes ser –protestó el demonio haciendo un mohín de fastidio por haber sido interrumpido. –Bien abrid las orejas de mamífero vuestras: cierto es que Yamato legendario utilizóla tan arma extraordinaria para con los ainu acabar y por ello, dícese que la divina Amaterasu la espada recuperóla, para más matanzas evitar y clavóla con furia en sitio único en que nadie a buscarla atreviérase: Yomi Tsu Kuni19. Ambos héroes palidecieron al oír ese nombre. -¡Yomi Tsu Kuni! –exclamó Takashi. -¡El país de las tinieblas! –musitó el bardo. -¡La morada de los muertos! -Así sí es –dijo el demonio esbozando lo que quería parecer una sonrisa de sus repugnantes belfos escamosos. -¿Queréisla a buscar allí ir? –añadió el anfibio, soltando una estruendosa risotada. -Yomi Tsu Kuni –suspiró el bardo; –amigo mío, tu misión se torna cada vez más imposible… -¿Dónde se halla la morada de los muertos? –preguntó Takashi al kappa, interrumpiendo a su amigo. -Una pregunta, una respuesta, no más –contestó obcecadamente la criatura; –pacto ese era. Yo contestado ya he y mi libertad ganado he. -Maldito sea su caparazón –dijo con rabia el samurái desenvainando su katana. –Escucha, alimaña demoníaca, puede que hayas ganado tu libertad pero no tu vida. El pequeño demonio, comprendiendo la amenaza, se quedó pensativo un momento. Al fin contestó: -La Luna llena esperad en el acantilado de Makiro; no más diré, libertad y vida ganadas helas –sentenció con su voz gorjeante. Comprendiendo el samurái que el demonio anfibio no iba a decirles nada más, le cortó las cuerdas. No le dio tiempo a terminar 19 Yomi tsu Kuni: el limbo o inframundo, algo así como el Hades japonés, el primer escalón del infierno. de hacerlo con la última, cuando el kappa, viéndose libre, saltó hacia el lago, tan deprisa que apenas sí tuvieron posibilidad de verlo. Tan rápido como un relámpago, de un larguísimo brinco de sus patas de rana se zambulló en el agua, riendo de manera grotesca. ****************** Cuando llegaron al acantilado de Makiro, varias jornadas más tarde, faltaba todavía tres noches hasta que la Luna resplandeciera con todo su brillo en mitad de la oscuridad. Ambos pasaron, en aquel bello y misterioso lugar, los días suficientes hasta la llegada de la Luna llena y durante aquellos breves días la amistad de los dos vagabundos se hizo todavía más sólida. Yasumaro amenizaba las horas interminables con infinitas canciones poemas y melodías extraídas de la memoria histórica del país. Su saber parecía no tener límites. Interpretaba incluso algunas melodías que aseguraba "sólo la han oído los dioses, aparte de mí". Era un personaje muy peculiar, Yasumaro. En su rostro parecía adivinarse una edad juvenil, pero en su mirada podía uno perderse en un mar de siglos, y su sabiduría y conocimiento eran más de un venerable y anciano eremita que el de un joven bardo que vagaba sin ningún destino en particular. -Nada debe ser premeditado –le decía con su alegría habitual a su compañero de viajes. –Cuanto más pensamos en una meta, más se nos aleja; no hay que perseguir quimeras sino dejar que la vida te sorprenda. Llevo vagando por este mundo, y por otros que no conoces, más tiempo del que puedas imaginar. Sin embargo, encuentro algo nuevo y revelador cada día: en una pequeña flor que se quiebra por la fuerza del viento, en una pompa de espuma marina que se disuelve en el aire, o en los traspiés de un ternero recién parido que todavía no sabe caminar. Sí, la vida te sorprende a cada paso. A los pies del acantilado, una pequeña cala se hallaba escondida, desapercibida a la vista de la mayoría que pasara por allí. El samurái se fijó en que había una destartalada barca varada en la orilla, sobre la oscura arena. ¿Quién abandonaría en semejante paraje, alejado de todos, una barca? -Esa pequeña barca debe de tener un propósito –musitó Takashi. -Esta noche lo descubrirás –le contestó misteriosamente su amigo. Efectivamente, aquella noche había Luna llena. La sonrisa de Tsuki Yumi20reposaba en las aguas calmas, que reflejaban la pálida luz del astro nocturno. Todo el mar parecía iluminado de manera mágica. No obstante, la abstracción ante tal belleza, dejó paso a la perplejidad y la sorpresa, al menos en el rostro de Takashi. En medio de la rítmica y suave danza de las olas, comenzó a materializarse, como si surgiera de la nada, un pequeño islote. Sí. Ante los ojos atónitos del samurái, un pedazo de tierra había aparecido como si siempre hubiese estado allí. Era como si alguna mano divina hubiese tirado de un invisible telón que cubriese esa parte de mar. Miró a su compañero de viaje, pero no parecía sorprendido en absoluto ante tal prodigio. -Kuroi Shi Shima21, La Isla de la Muerte Negra –dijo el kataribe. –Sí, se cuenta que una de las entradas al "país de las tinieblas" sólo es visible bajo la luz directa de la Luna llena. Debemos bajar a la cala y hacer uso de la barca. La pequeña barca se mecía con el suave balanceo de las olas. La Luna, reflejada en las aguas, formaba un blanco camino que les dirigía directamente al islote. Takashi pensaba que entrar en Yomi Tsu Kuni, la Morada de los Muertos, era una osadía y podía provocar la ira de los dioses. Sin embargo, nada podía detenerle. Tenía que vengar a Sayaka y rescatar a su preciosa Akane; era lo único que le mantenía vivo, su única meta, y ni los dioses se interpondrían en su camino. La mar estaba en calma pero no su alma. Conforme se acercaban a la Isla de la Muerte Negra sentía cortantes escalofríos que le recorrían la espalda. Ni siquiera el remar le hacía entrar en calor. 20 21 Tsuki Yumi: diosa de la Luna. Kuroi shi shima: literalmente, “Isla de la Muerte Negra”. -Es el frío de la muerte –dijo Yasumaro, leyendo sus pensamientos; –la mejor manera de combatirlo es con un poco de alegre música. Y dicho esto, comenzó a tocar una pieza cómica, intercalando la melodía con versos jocosos que contaban la historia de un viejo marinero borracho que tenía de mascota un mono, y que una buena noche, llegando beodo a su casa, se acostó con el mono confundiéndole con su mujer, que era muy hirsuta. Una suave sonrisa apareció en el rostro del samurái, y parecía que el frío estaba empezando a desaparecer. Mientras el guerrero remaba, ambos se reían de las desventuras del marino borracho al que el mono arrancó un pedazo de oreja de un mordisco al intentar hacer el amor con él, y al que su mujer le golpeó con la escoba por confundirla con el simio. Takashi sentía que el frío desaparecía de su cuerpo. -¿Ves? –le dijo su compañero; –la tristeza es la mejor aliada del frío y la alegría del calor. Entonces, del mar, empezaron a escucharse algunas voces, como susurros. Y las aguas empezaron a revolverse de manera violenta. -Takashi, Takashi –decían. –No sigas... no servirá de nada... -¿Quiénes sois? –preguntaba el guerrero. -Takashi... no lo lograrás... –continuaron diciendo las voces; – quien entra en el Reino de la Muerte, nunca consigue salir. -No les hagas caso –le aconsejó Yasumaro, y siguió tocando el flautín, ahora con más intensidad para acallar las voces. -Takashi... Akane... Akane está muerta –susurraba el mar. -¡No! -dijo el samurái. -¡Eso es falso! -Akane... –dijeron las voces, –Akane está aquí, con nosotros... en Yomi Tsu Kuni... -¡No! -gritaba desesperado el samurái, mientras trataba de seguir remando. -... le salen gusanos por la boca... -¡No es verdad! -... sus tripas son devoradas por serpientes... -¡No les escuches! –gritaba Yasumaro. -...Hanbei la degolló mientras fornicaba con ella... -¡No! ¡No! ¡Es mentira! –aullaba Takashi rechinando los dientes. -...mientras la poseía de manera brutal como la ramera que fue... -¡Callaos voces malditas! -...ramera, hija de otra ramera... Takashi, perdiendo el control, soltó los remos y desenvainó su katana, blandiendo el aire con ella. -¡Malditos! ¿Dónde estáis? ¡mostraos! Bajo las aguas vislumbró unas sombras que nadaban con movimientos serpentinos. Quiso hundir la espada en las aguas, pero Yasumaro le retuvo. -No lo hagas –le espetó; –eso es exactamente lo que quieren. Entonces, de entre las olas surgieron varios seres con los ojos puestos en él y cuya piel estaba recubierta de escamas. Algunas algas viscosas rodeaban sus serpentinos cuerpos. Eran una mezcla imposible de hombres y peces. Takashi reconoció entonces al pueblo del mar, que le salvara de la mortal caída del acantilado, cuando el shogun mató a su esposa. -¡Ryujin! –exclamó el guerrero: -¿Por qué me atormentáis? -Rechazaste y humillaste a nuestra reina, la divina Dama Benten –dijeron al unísono los seres marinos; –y por eso pagarás caro, tú y tus descendientes. Los ryujin comenzaron a balancear con violencia la barca para que ambos héroes cayeran a las aguas, donde serían fácil pasto de su brutalidad. Gritaban amenazadores, mientras Takashi trataba en vano de acertarles con su afilada katana. Eran demasiado rápidos y al fin y al cabo estaban en sus dominios y en su elemento. Cuando la barca estaba a punto de volcar, Yasumaro comenzó a interpretar con su flautín una extraña e inquietante melodía. Los ryujin se detuvieron. Parecía no gustarles la música puesto que, tapándose los oídos como si estuvieran oyendo el más ensordecedor de los ruidos, comenzaron a aullar de dolor. El kataribe siguió soplando por la diminuta flauta con insistencia y los habitantes del pueblo del mar, incapaces de resistir aquellos acordes, se sumergieron de nuevo en el agua, maldiciendo y amenazando, y desaparecieron. -Parece que no les gusta la buena música –dijo con ironía Yasumaro, esbozando una luminosa sonrisa. La pequeña barca con sus dos intrépidos tripulantes llegó finalmente al islote, dirigiéndose a una gran oquedad que se abría en la roca. En una de las paredes de piedra de aquella especie de boca que amenazaba devorarles, sobresalían unas amplias cornisas a modo de malecón natural. Dirigiéndose hacia allí, Yasumaro se apeó de la barca, y de un brinco subió a una de las cornisas. -A partir de aquí, has de seguir tu sólo –le explicó el bardo. –Es tu destino conseguir Kusanagi, pero debes hacerlo por tus propios medios. -Comprendo –le dijo su compañero, pero lo cierto es que Takashi no entendía como su joven amigo podía saber nada de su destino con tanta seguridad. -Toma -dijo Yasumaro, llevándose una mano a la bolsa que pendía de su cinturón. Y le dio una pequeña botella que, por el aroma a arroz fermentado, el guerrero dedujo que contenía sake. Extendiéndole la otra mano, depositóle en la suya un puñado de guisantes. Takashi no entendió el valor de esos objetos. -Tal vez te sean de utilidad –fue la enigmática respuesta del bardo. Takashi, dándole las gracias, aunque no sabía muy bien por qué, alejó la barca de la cornisa y se adentro en la larga cueva, siguiendo el brazo de mar que penetraba en la piedra y que formaba un angosto río subterráneo. Ahora estaba solo. -Recuerda que en este lugar las cosas no son lo que parecen –le gritó Yasumaro, ya desde la distancia; –y que tu ingenio es más fuerte que tu brazo. La lengua de agua se introducía más y más en la piedra. Takashi no concebía que aquél río tan largo cupiese en una isla tan pequeña. Las paredes de roca de aquella interminable garganta estaban jalonadas con una hilera de pequeñas lamparillas que basculaban inestablemente a ambos lados de la cueva. Las aguas, a su alrededor, eran tan negras como la muerte que allí anidaba. Finalmente llegó al final del trayecto. El río subterráneo parecía hundirse en una especie de tenebrosa fosa cuyo fin permanecía oculto a la vista. En una de las paredes de la caverna se abría lo que pretendía ser una puerta enorme. El guerrero saltó a la cornisa sobre la que se hallaba la apertura y remolcó la barca a tierra firme. Aquel lugar se hallaba ligeramente más iluminado que el pasillo fluvial que había dejado atrás. Las paredes, que exhalaban humedad como si sudaran, estaban compuestas de unas pequeñas algas que resplandecían y daban luz a la cámara. Armado con su katana, el sake y los guisantes, siguió andando cuando, de repente, oyó unas voces graves y toscas detrás de él. Dándose la vuelta, vio como tres personajes un tanto desastrados se le acercaban. Los reconoció como shôjo22, espíritus agresivos que solían vivir en el mar y que habitaban cavernas subterráneas. Sus rostros eran rudos y agresivos, cubiertos por cabelleras rojizas desordenadas y pobladas barbas del mismo color. Iban semidesnudos dando fuertes voces. Takashi se dispuso a desenvainar su katana, pero recordó las palabras de Yasumaro y prefirió solventar la situación de otra manera. -¿Quién eres? –le preguntó uno de esos rudos seres. -Oh, no soy nadie –les respondió el samurái con aparente humildad. –Sólo una mísera alma atormentada. A los shôjos no les pareció satisfacer la respuesta, puesto que uno de ellos asió una gruesa piedra con la clara intención de arrojársela al intruso. Takashi, entonces, deteniéndolo con un gesto les dijo: -¡Esperad, nobles señores!; puedo ofreceros algo que deleitará vuestros sentidos. -¿Ah sí? –dijo uno de los tres personajes, mientras el que había alzado la piedra la depositaba de nuevo en el suelo. -¿Y qué es eso que nos puedes ofrecer? Entonces, el héroe, les ofreció la botella de sake. -Este recipiente contiene el mejor fermento de arroz que habréis probado en vuestra vida. Sus efectos son milagrosos, calienta el alma y reconforta el espíritu... tomad. A los seres salvajes de rojizos cabellos se les iluminaron los ojos. Takashi sabía que los shôjo eran espíritus a los que gustaba de 22 Shôjo: espíritu marino humanoide, ruidoso y violento. embriagarse y probar todo tipo de licores. Con celeridad y rudas maneras, le arrebataron al guerrero la pequeña botella de sake, y comenzaron a enzarzarse en una pelea para hacerse con ella. Aprovechando el lance de las simples criaturas, el samurái realizó un rápido mutis y continuó su camino. Pronto llegó a una estancia, que como la otra, mantenía la apariencia cavernosa de la anterior, con las frías paredes destilando humedad. Sin embargo, aquel nuevo lugar era mucho más tenebroso, puesto que apenas podía ver un palmo delante de sus ojos. Sintió, sin embargo, una presencia a su lado, al igual que unas leves respiraciones alrededor. Se llevó la mano instintivamente a la katana. En seguida se percató de una pequeña abertura practicada en la pared de piedra a cuyo través parecía traslucirse unos débiles rayos de luz. Colocándose rápidamente cerca de los tenues haces, observó con detenimiento lo que le rodeaba. Entonces, se dio cuenta de que se aproximaban a él una serie de figuras extremadamente delgadas, famélicas. No sería exagerado decir que aquellos seres no eran más que puñados de huesos andantes, recubiertos por un pellejo putrefacto. Sus ojos, debido a la extrema delgadez de sus rostros huesudos, parecían que iban a salir de sus órbitas. Podían contarse en cada uno de ellos, el número exacto de costillas y vértebras que poseían sus cuerpos. Las ramificaciones de sus venas se marcaban como si estuvieran esculpidas en barro. Le rodearon. -¿Qué haces aquí? –le interpeló con voz muy débil uno de aquellos desdichados. –Tú no debes estar aquí. -¿Por qué razón? –preguntó Takashi al que le había hablado. -Los vivos no pueden caminar entre los muertos –le respondió aquel ser de ojos enormes y vacíos. -¿Por qué creéis que estoy vivo? -Tu calor nos atrae... Takashi pasó la mano por delante de los ojos muertos de aquellos famélicos y no reaccionaron. Eran ciegos. Ahora entendía la gran oscuridad que reinaba en aquél recinto. Ellos no necesitaban luz; les era indiferente. -¿Dónde está Kusanagi? –preguntó el samurái. -No debes estar aquí... –fue la lacónica respuesta. -Necesito a Kusanagi. -Los muertos no gustan de estar con los vivos –dijeron todos al unísono. -Mataron a mi familia; sólo quiero venganza –alegó el samurái. -Los muertos nada saben de la venganza... -¡Amaba a Sayaka y a Akane! -Los muertos nada saben del amor... Entonces, todos comenzaron a rodearlo, tocando su piel, tocando su carne; aquella carne de la que ellos carecían. Le arrinconaron contra una pared a la vez que alguno parecía querer morderlo para devorarlo. Una montaña de pútridas manos y brazos huesudos le rodeaban asfixiándolo; había muchos, varias decenas, y de entre las paredes húmedas y oscuras de aquél maldito lugar parecían salir decenas más. Asió rápidamente, entonces, su katana y la blandió en el aire. Los famélicos muertos, que reconocían el sonido de una espada desenvainada, retrocedieron lentamente, escondiéndose en los huecos negros horadados entre las rocas, de donde habían salido. Retrocedían como alimañas asustadas que regresaban a sus infectos cubiles. -¡Bien hecho! –dijo una voz chillona; –nunca me han gustado esos gaki23. Takashi giró la cabeza, observando al pequeño ser que se hallaba atalayado sobre un pequeño saliente de la roca. Iba vestido con un kimono de colores chillones y de imposible combinación. Su rostro deforme y encarnado se hallaba coronado con una serie de minúsculos cuernecillos que le sobresalían en la frente y por encima de sus puntiagudas orejas. Llevaba una sempiterna y grotesca sonrisa dibujada en su rostro. El samurái en seguida lo identificó como un demonio burlón, uno de los muchos tipos que existen de oni. Dándose cuenta de que aquél ser le podía ser de gran ayuda, le habló cortésmente. -Noble criatura –le empezó a decir; –es seguro, pues lo observo en el porte de vuestra raza, que sois sabio y conocedor de los secretos del inframundo. -¿Qué quieres saber de mí, valiente samurái, que con tanto descaro me halagas? –dijo el astuto demonio. 23 Gaki: espíritu famélico de aquél que ha muerto por inanición. -Deseo saber dónde se halla Kusanagi –respondió Takashi, dándose cuenta que con aquel artero ser no valían tretas. -¿La espada del divino Susanowo? –preguntó con cierta perplejidad el cornudo personaje desde lo alto de su escondite. Entonces comenzó a reír y a saltar enloquecidamente. -¿El insensato humano quiere Kusanagi? Ja, ja, ja... -¿De qué te ríes, demonio? –inquirió impaciente el samurái. -Ni los oni se acercan a ese lugar... -Tú serás la excepción –amenazó con autoridad Takashi. -¡Ah, no! –exclamó el demonio; –yo no voy allí. En aquel momento, Takashi, recordando las leyendas que le contaba su ayo sobre los oni y su aversión por los guisantes, asió el puñado que le había entregado su amigo Yasumaro y tiró unos cuantos al pequeño demonio. En seguida, el bribón trató de esquivarlos retorciendo su rostro en claras muecas de asco y gritando con sus agudos chillidos. Pero, queriendo evitar los impactos de los guisantes, perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo, desde la tarima rocosa en la que se hallaba. Takashi, rápidamente se lanzó hacia él y le asió del kimono a la vez que sostenía en una de sus manos, otro puñado de guisantes a modo de amenaza. El demonio, intimidado, le rogó al samurái que alejara las diminutas bolitas verdes de su vista. -¡No, no! –suplicaba el pequeño oni. -¡Odio los guisantes!, ¡los odio, los odio, los odio!... -Muy bien. No te los lanzaré más, pero sólo con la condición de que me lleves a Kusanagi –chantajeó Takashi. -¡Sí, sí!, ¡pero aparta esas cosas de mi vista! Desde ese momento el atrevido samurái seguía al demonio danzarín, que saltaba y reía a lo largo de todo el camino, como era propio en los demonios de su raza; era su naturaleza, como una especie de pincelada de color en aquel mundo de tonos negros y grisáceos. Sus pequeñas pero rápidas zancadas obligaban al guerrero a acelerar el paso para poder seguir su frenético baile a través de los pasillos de piedra del reino de los muertos. Pronto llegaron a una gran sala circular. A diferencia de las otras en las que había estado, Takashi se dio cuenta que esta parecía construida a conciencia ya que, en las anteriores, realmente las estancias no eran más que oquedades excavadas aleatoriamente en la roca. Sin embargo, ese lugar parecía levantado mediante la superposición de bloques pulidos y distribuidos de manera coherente, de tal forma que el área describía un enorme círculo adornado por una serie de pilares circundantes. En los muros de aquella sala circular, la piedra era horadada para dibujar varios nichos simétricos que albergaban lo que parecían ser cadáveres de guerreros samurái. Todos iban fuertemente armados, con katanas, arcos y flechas, o incluso sais 24. Sus rostros estaban cubiertos por unas máscaras mortuorias que les daban un aspecto terrible, y sus armaduras de cuero parecían estar en perfecto estado como si el tiempo no pasara por ellas. -¡Kusanagi! –exclamó el pequeño oni, señalando el centro de la estancia. Allí, en el exacto epicentro de la sala, se levantaba un pequeño podio del que se alzaba hacia la bóveda que cubría el recinto, un haz de luz, dentro del cual, pendía en el aire, como ingrávida, una katana cuya funda era de una extraña belleza. No tenía ningún tipo de adorno, su superficie era totalmente lisa. Lo único que rompía la severidad de su trazo eran unas inscripciones en una tinta roja que parecía sangre, en las que se podía leer: "Soy Kusanagi, la segadora de almas". Takashi no había visto en su vida unas líneas tan perfectas en un arma, ni una madera tan delicadamente pulida. El barniz reflejaba la luz de las lámparas que iluminaban la gran sala. El samurái se maravilló ante aquella espada, cuya singular belleza delataba la mano inmortal de un dios en su tallado. No dudaba, ahora que la había visto, de su mágico origen: parida de las entrañas de la serpiente de ocho cabezas que matara el dios Susanowo, acariciada por los dioses, rechazada por Amaterasu, y confinada en aquél lugar, "el país de las tinieblas", donde nadie osaría ir a buscarla. Nadie excepto él. Cuando comenzó acercarse al podio donde se hallaba la espada, oyó unos ruidos apagados, como de huesos crujiendo. Al principio no localizó el origen de tal sonido. Pero, fijándose en los nichos que albergaban los cadáveres de los milenarios samuráis, observó con horror que estos se movían lentamente, como 24 Sai: cuchillo en forma de pequeño tridente. desperezándose de un largo sueño. Todas las máscaras siniestras que cubrían los rostros de aquellos inmortales guardianes se giraron hacia él. Al unísono, como un bien entrenado ejército, desenvainaron sus letales katanas cortando el aire con un metálico sonido agudo. -¡Kuraimusha25! ¡Los Guerreros de la Oscuridad! –dijo el pequeño demonio con una risa histérica, mientras se encaramaba a lo alto de una de las columnas. -¡Estás perdido! Rápidos como los rayos de una furiosa tempestad, los guerreros sin rostro se lanzaron sobre el valiente samurái, que desenvainando su espada contrarrestó los violentos golpes de katana que recibía de sus acorazados enemigos. Había por lo menos una docena, y todos daban muestras de una gran habilidad; se veía en sus movimientos, realizados con una gran precisión. Pero Takashi no era menos, había sido entrenado por los maestros de la familia Akagi y su destreza era más que notable. Se movía como un gato erizado entre los furibundos ataques de los guerreros muertos. Mediante varios saltos se libró de un par de ataques mortales, a la vez que se alejó unos metros de ellos. Rápidamente, llevándose la mano al interior del cinturón de su kimono, les lanzó sus mortíferos kabutowari26. Pero asombrado vio que, al clavarse en el cuello de uno de sus atacantes, no parecían hacerle la más mínima mella. -¡No puede ser! –exclamó desesperanzado el bravo guerrero. -No pueden morir –le dijo el cobarde demonio desde el alto refugio que había adoptado –ya están muertos ¿recuerdas? -Debe haber algún modo de detenerles –le gritó Takashi mientras de un certero golpe, cortaba la cabeza de uno de sus enemigos para observar, con horror, cómo el descabezado rival seguía atacándole. Takashi perdía las esperanzas de salir de allí con vida. -¡No puede ser!... ¡son invencibles! -Tal vez... –masculló enigmáticamente el demonio burlón, –o tal vez no... 25 26 Kurai-musha: literalmente “guerrero oscuro”. Kabutowari: dardos perforadores usados como armas. -¿Qué quieres decir? –le interrogaba jadeando Takashi mientras recibía un tajo de uno de los guerreros fantasmales que le abrió parte del costado derecho. -¡Habla, maldito seas! -¡Oh, pero qué grosero! –se quejaba con cierta malevolencia autocomplaciente el pequeño demonio; –no sé si debería ayudarte, al fin y al cabo, no me has tratado muy bien. Me has amenazado con guisantes cuando sabes que los oni odiamos los guisantes. Has sido muy descortés. En esos momentos, víctima de la desesperación, reaccionando como un animal acorralado, dio tan fuerte tajada a uno de los kuraimusha que le atravesó la cintura, partiendo al atacante en dos mitades. Acto, por otra parte, fútil pese a su espectacularidad, pues Takashi observó atónito como las dos partes demediadas volvían a unirse, propiciando que el guerrero volviera a la carga. Aquella batalla parecía perdida. En situaciones normales, luchar con una docena de samuráis bien entrenados era una osadía, pero hacerlo con una docena de guerreros inmortales era ya un suicidio. Totalmente agotado, Takashi se dio cuenta que los golpes que antes hubiera utilizado con los kuraimusha le eran ahora bloqueados. "No puede ser" pensaba desesperado "aprenden todos mis movimientos y buscan la manera de contrarrestarlos...no puedo utilizar el mismo ataque contra ellos dos veces... ¡por todos los kami, estoy perdido!" En ese mismo momento, cometió el error de reiterar uno de sus movimientos defensivos ante la acometida de uno de los guerreros de la oscuridad. Éste, advirtiéndolo, modificó su ataque rápidamente alcanzando a Takashi y abriéndole una profunda brecha en el pecho que hizo balancearse al héroe. Los guardianes, viendo su inevitable éxito se abalanzaron sobre el malherido guerrero con redoblada violencia. Entonces, el demonio burlón le dijo: -¡Si quieres vencerlos, mortal, la salvación siempre ha estado ante ti! Takashi, entre la angustia de la aparentemente estéril batalla y la cantidad de sangre que había perdido, no podía pensar con claridad. No obstante, una luz se abrió paso entre su nublada mente: -¡Kusanagi! La esperanza le dio alas, y de un agilísimo salto sorteó la maraña de enemigos y se lanzó hacia la bella espada que levitaba sobre el haz de luz que salía del podio. Sin embargo, al querer asirla, su mano atravesó la katana. -¡Me has engañado demonio! –espetó Takashi al oni. -Ops... no, no te he engañado –se defendió el socarrón personaje; –es que ningún mortal puede extraer a Kusanagi del haz de luz mágica que la protege... se me había olvidado... -Tú no eres mortal como yo, tú puedes cogerla. -Tal vez... pero no sé por qué debería hacerlo... –dijo malévolamente el demonio. -¡Te lo ruego!... ¡por todos los kami!, ¿qué quieres de mí? – inquirió el samurái mientras se preparaba para una nueva oleada de furibundos ataques. -¡Vaya, qué curioso es el destino! –dijo irónicamente la criatura. –Hace unos instantes me amenazabas, me ordenabas y me maldecías; ahora me suplicas. En ese momento, uno de los guerreros fantasmales había atravesado el hombro izquierdo de Takashi lanzando uno de sus sais y dejándole inmovilizado ese miembro. -Verás –comenzó a decir el demonio saltarín; –me gustan mucho las bolitas brillantes y de colores; las colecciono por placer. En ese momento sacó de dentro de su pequeño kimono chillón una especie de cajita que contenía diversos ojos: algunos humanos. Allí había globos oculares de todo tipo y tamaños, perfectamente colocados en pequeños departamentos que tenía la caja para tales efectos. -Quiero uno de tus ojos –dijo el ser demoníaco con una perversa sonrisa. -De acuerdo, te lo daré –accedió Takashi, sabiendo que no tenía más alternativa que ceder a la extravagante petición de su poco cooperador acompañante. Los rostros inexpresivos de las máscaras mortuorias de los guerreros le rodeaban; los filos letales de sus katanas silbaban a su alrededor. Takashi sólo podía optar a defenderse, pues todo ataque era inútil contra aquellas criaturas infernales que se regeneraban al primer golpe y parecían incansables. En aquel momento, cuando le tenían rodeado y acorralado, y todo parecía perdido, oyó un zumbido como de una hoja de metal atravesando el aire. ¡Alzó los ojos y vio que Kusanagi volaba hacia él! ¡El demonio se la había lanzado! Rápidamente asió la bella katana y la desenvainó. Si bella era la funda que la cubría, más bella era su hoja. Jamás había visto nada tan afilado. En cuanto desnudó el acero, Kusanagi empezó a vibrar en su mano, como si deseara sangre, y una extraña sensación de poder invadió al samurái. -Dame fuerzas, piadoso Kwannon27 –dijo el héroe esperanzado. De un golpe certero, dividió en dos al guerrero infernal que tenía ante sí. Éste, como si hubiese sido atravesado por un rayo mortal, se deshizo en una montaña de polvo, ante sus atónitos ojos. Y atónitos se quedaron también el resto de kuraimusha, puesto que durante unos segundos quedaron dudando sin saber qué hacer. No esperaban descubrir su vulnerabilidad. Takashi aprovechó esta circunstancia, para lanzarse rápidamente contra ellos, y en apenas unos segundos dio buena cuenta de dos más. El combate desde entonces, no duró demasiado. La furia de la sedienta Kusanagi guiaba su brazo y, haciendo honor a su apodo, la Segadora cortaba los miembros de los guerreros oscuros como espigas de trigo en un campo maduro. Aunque el bravo samurái fue alcanzado en un par de ocasiones por las armas de sus tenebrosos enemigos, sus renovadas esperanzas parecieron acrecentar sus fuerzas y terminó reduciendo a polvo, literalmente, a los guerreros de las tinieblas. No fue hasta que hubo deshecho a todos sus letales enemigos que se percató de sus heridas, algunas profundas, que surcaban sin piedad su castigado cuerpo. En ese momento, se desplomó, agotado, sobre el suelo. El demonio saltaba alegremente a su alrededor reclamando su premio y, abriendo la pequeña bolsa que le colgaba del cinturón, empezó a enseñarle con orgullo su colección de ojos. -Mira –le dijo al cansado guerrero, mientras se quitaba sus ojos y se colocaba en su lugar los que acababa de sacar de la bolsa. –Este ojo es de un rey, así que ahora tengo dignidad real, ja, ja. Y sacando más ojos siguió con sus macabras explicaciones ante la mirada atónita de Takashi. 27 Kwannon: buda de la misericordia. -Éste es de un gato -continuó diciendo; –muy útil por la noche; éste es el de un monje budista, para contemplar las cosas pequeñas de la vida; éste es el de un astrónomo para interpretar los signos de las estrellas; éste el de un poeta para observar la belleza de las cosas... y ahora... quiero un ojo tuyo, el de un samurái, para conocer los puntos débiles de mis enemigos. -Muy bien, te prometí un ojo y un ojo tendrás. -¡Bravo, Bravo! –gritó el oni con alegría. Y en seguida, con una de sus afiladas garras, le arrancó el ojo derecho al guerrero, que exhaló un ruido gutural, aguantando el dolor con un sordo gemido. Como acto reflejo, Takashi se llevó la mano al ojo arrancado y con sus fatigados dedos palpo el hueco de la cuenca ocular. Tenía a Kusanagi y por ello era capaz de aceptar cualquier sacrificio. Esa poderosa y sobrenatural espada justificaba todo pesar. Ahora sabía que podría cumplir su deseada venganza. Arrancó unas tiras de su kimono e improvisó un vendaje con los jirones de tela. El demonio se colocó el ojo de Takashi en una cuenca y el de un sabio en la otra y le dijo, esta vez, con aparente solemnidad: -Eres valiente, guerrero. Conseguirás lo que te propones. Y desapareció. Takashi, después de tomar aire durante unos segundos, se puso en pie y emprendió el camino de regreso, desandando sus pasos. No encontró ningún obstáculo. Los gaki se escondieron en sus agujeros nada más verlo aparecer con la temible Kusanagi, y los shôjos estaban dormidos después de haber apurado el fuerte sake de la botella que les había ofrecido. La corriente del río subterráneo corría en contra suya, pero hizo un acopio de fuerzas sabiendo que la salida de aquel inframundo se hallaba tan cercana. Cuando llegó a la altura de la boca que daba al mar vio a su amigo Yasumaro. -Veo que has tenido que pagar un precio para salir de aquí –le dijo el katari-be, señalando sus heridas y la venda que le cubría un ojo. –Eres la única persona que conozca que haya sobrevivido a Yomi Tsu Kuni. Los dos amigos se abrazaron afectuosamente. Takashi le mostró a Yasumaro la hermosa Kusanagi. En tal momento, el guerrero quedó sorprendido por el insólito hecho que aconteció, puesto que al acercar la Segadora de Almas al bardo, la espada comenzó a vibrar y pareció iluminarse con un aura mística. Takashi tuvo que sostener con fuerza la katana para que no escapara de su férrea mano. -¡Qué extraño! –exclamó el samurái; –pareciera que tu presencia le provocara una gran alegría. -¡Oh, bueno! –se disculpó el bardo; –estos objetos mágicos son impredecibles... tenemos que irnos rápidamente de aquí, pues está amaneciendo y cuando la Luna Llena deje de ejercer su influencia, la isla desaparecerá. Y Yasumaro se hizo con los remos, alojando al agotado Takashi en la proa de la embarcación. Mientras su compañero remaba vigorosamente hacia la cala, el guerrero no podía evitar pensar en el extraño suceso que acababa de presenciar. Resultaba, como mínimo, inquietante. Pero estaba exhausto tras su violenta aventura en el inframundo y decidió que ya se preocuparía por eso más tarde. En medio de estos pensamientos, se durmió. *********************** Al llegar a Yumigahama, pasaron por debajo del gran torii que custodiaba la entrada de la ciudad. Los pensamientos de Takashi se centraban en su amada hija. El Sauce Dorado le había dicho que encontraría a su hija en dicha ciudad a donde se había trasladado el pérfido shogun con su infecta corte de aduladores y asesinos. Varias jornadas le había costado llegar hasta allí, después de purificarse en un lago cercano tras escalar el acantilado de Makiro. Convenía, después de haber visitado el Yumi Tsu Kuni, la morada de los muertos, realizar las abluciones rituales del misogi 28 para eliminar cualquier residuo inmundo de aquel lugar. El propio dios Izanagi, tras bajar a los infiernos para buscar a su esposa 28 Misogi: ritual de purificación propio del sintoismo. Izanami, sintiéndose contaminado instauró el rito de la purificación que él mismo llevara a cabo en el Tachibane, arroyuelo de la isla de Tsukushi. En aquel momento, frente al palacio del shogun, el samurái sabía que tras su largo deambular se hallaba ante su destino. Un destino que le había llevado semanas cumplir, aunque en el mundo real, tras su cautiverio con la Dama Benten, había pasado veinte años. Daba gracias a los Ama Tsu Kami por haber permitido que Hanbei, que debía ser un anciano, alcanzara una larga longevidad, para poder así arrebatarle la vida con sus propias manos. Entonces, refugiados ambos bajo el escudo oscuro de la sombra de un árbol, vieron como un grupo de seis samuráis, se acercaban a la entrada del palacio. En dicha entrada, en la parte baja de una larga escalinata, dos monstruosas estatuas de koma-inu, perros-leones protectores, guardaban en su aparente hierática postura el acceso a la escalera. Takashi se fijó que los samuráis llevaban el emblema distintivo de los Nakatomi, una noble y conocida familia, de las más antiguas del país. -Probablemente –le susurró Yasumaro, –vienen a exigir a Hanbei la reducción de los impuestos que asolan su región... no son bienvenidos; no digas nada y observa... La media docena de samuráis, desconociendo el peligro que corrían, ostentaba la arrogancia de los ignorantes. Pronto descubrirían el precio por la osadía de pretender irrumpir en el palacio del shogun sin ser invitado. Tan pronto como el airoso grupo pasó con decisión entre las dos aterradoras estatuas de bronce, éstas giraron con rapidez sus cabezas, al unísono, hacia los perplejos guerreros que, al ver su movimiento, no alcanzaban a explicarse aquel prodigio. Al instante, las dos amenazantes figuras rugieron con un sonido que heló las venas a Takashi, que se hallaba a salvo con el bardo a varios metros de distancia. Entonces, los dos monstruos, flexionaron los poderosos músculos de sus patas traseras, y dando sendos ágiles saltos, se precipitaron sobre el desprevenido grupo de samuráis que desenvainaban sus espadas. Pero todo fue inútil. No tenían ninguna oportunidad. Con la velocidad del rayo, los dos colosos despedazaron violentamente a los desdichados con sus terribles garras broncíneas. Los gritos de aquellos infelices resonaban en todo el lugar y tanto Takashi como Yasumaro asistieron aterrados a aquella matanza como testigos mudos del poder del mal. Tras quedar los cadáveres horriblemente mutilados, los seres encantados volvieron tranquilamente a sus puestos de vigilancia, adoptando exactamente la misma posición que antes tenían, como si no hubiera pasado nada. Takashi comprendió la impotencia que debió de sentir el anciano que les cobijó en Ikkiyama cuando se vio obligado a presenciar el cruel despedazamiento de su hijo ante esos horribles monstruos. -Veo que ahora has descubierto con tus propios ojos el terrible poder del shogun –le dijo en voz baja Yasumaro. -Cierto, amigo mío. Por suerte, los melocotones mágicos me proporcionarán el subterfugio para eludirlos. -Así es –corroboró el bardo; –ya has visto lo peligrosas que son esas malditas criaturas, sin embargo, si no te ven, no podrán hacerte daño. -Esos seres son terribles... –musitó el samurái, mirando con cierto temor a las dos enormes estatuas que permanecían, en su mutismo, como rígidas guardianas del palacio. -Por temibles que parezcan –le dijo el bardo, –por invencible que sea Okamishi, por diestro que sea tu brazo, o por poderosa que sea Kusanagi, hay algo que tú posees que es más fuerte que todo ello: tu valor, que mora en la esencia misma de tu ser; y dicha esencia que lo anima es el amor por tu hija. -No, amigo mío. Es la venganza lo que anima mi corazón y mi brazo. -¡Jamás pienses así! –le espetó Yasumaro. –Nunca dejes que el odio te obceque y nuble tu vista. El odio es una espesa niebla que se apodera de tu alma y produce ceguera en el corazón. No son tus bajos sentimientos, si no los más elevados los que deben guiar tus actos; así que recuerda que, cuando estés ante Hanbei, no es tu odio hacia él, sino tu amor a tu hija lo que te llevará a hacer justicia, ¿lo has comprendido? -Sí, mi querido amigo –reconoció Takashi, –como siempre, tu sabiduría abre mis, a veces desconcertados, ojos. -El destino de los hombres –contestó sentenciosamente el bardo, –se halla siempre escrito en ellos, como la vida de los árboles lo está en los anillos de su tronco; sólo hace falta saber leer esos anillos. Y ahora, ve y cumple el tuyo. -Si fracaso –dijo, algo sombrío, el samurái –quiero que sepas... -No fracasarás –le interrumpió con mucha seguridad Yasumaro. -Entonces, mi corazón se alegra pues nos volveremos a encontrar. -No, amigo mío –corrigió el bardo con cierta tristeza; –pues aunque triunfes, y triunfarás, yo te aseguro que no nos volveremos a ver nunca más; al menos, no en este mundo. Desconcertado por sus extrañas palabras y conmovido por su afirmación, le asió de los hombros afectuosamente, y el bardo, asiendo a su vez los suyos, le animó diciéndole: -Cada hombre ha de hacer lo que tiene que hacer. Y dicho esto, Takashi, comió del melocotón mágico y en seguida se tornó invisible. Sin mirar hacia atrás, hacia su querido amigo, se internó en el pequeño jardín que llevaba directamente hacia las fauces de los dos monstruos que custodiaban la inaccesible escalera. Tras él, sin que el samurái se percatara, Yasumaro lo contemplaba alejándose y su rostro era surcado por una lágrima. Esta lágrima cayó en la hierba, y dicen las gentes de la región, muchos años después, que de aquella lágrima surgió una de las más bellas flores que se han visto nunca. Cuenta una leyenda local, que esa flor engendró a su vez un gran número de flores a su alrededor, como un bello jardín; y a partir de entonces, a esas flores se las conoce con el nombre de niwa-namida29. ******************* Takashi se acercó a los dos terribles guardianes que miraban fijamente a ninguna parte, pareciendo indiferentes a todo lo que sucedía a su alrededor. Caminó entre ellos sin hacer el menor ruido, como un tigre acechando entre cañas de bambú. Trataba de serenar su ánimo aunque resultaba extremadamente difícil. Su corazón 29 Niwa-namida: literalmente, “jardín de lágrimas”. estaba latiendo acelerado y sentía como una pequeña gota de sudor se desprendía de su frente para recorrer, perezosamente, sus mejillas hasta formar una estalactita en su mentón. "No pueden verme" trataba de convencerse el guerrero "soy invisible". Caminando entre los koma-inu, se dirigió hacia la escalera, dejando atrás a los guardianes que permanecían hieráticos. Su corazón se relajó, y tuvo que aguantar las ganas de dar un sonoro suspiro de alivio. Se disponía a subir el primer peldaño de la escalera que protegían los leones de bronce, creyendo que había superado el peligro, cuando su corazón se heló al oír un chasquido metálico. Un escalofrío le recorrió el espinazo como si un afilado témpano de hielo le arañara la espalda. Con un leve y silencioso movimiento se giró para observar a los aterradores monstruos, dándose cuenta, con horror, que uno de ellos se había movido y su poderosa cabeza miraba hacia atrás; ¡hacia él! Sus fríos ojos sin vida se clavaron en los del guerrero. Sin embargo no atacaba. Mientras olfateaba el aire, su compañero comenzó también a girarse, volviéndose hacia él. Sus movimientos eran lentos y un tanto erráticos; nada que ver con los relampagueantes saltos que les había visto realizar cuando despedazaban a los samuráis. Ahora, parecían no saber qué hacer. Estaban confusos. Gruñían y olfateaban insistentemente el aire. Sabían que había alguien allí, pero no sabían dónde. Takashi se llevó la mano instintivamente a la empuñadura de Kusanagi, pero pronto se dio cuenta de que aquello no iba a servir de nada. Al más mínimo sonido de la espada desenvainándose, las dos bestias infernales se abalanzarían sobre él y sería su fin. Entonces, contempló con pavor, como uno de los monstruos bajaba del pedestal en el que reposaba. Con los mecánicos movimientos de su broncíneo hocico, se acercaba cada vez más al guerrero. De alguna manera pareció detectarlo, puesto que emitiendo un feroz rugido comenzó a flexionar las poderosas patas como si se dispusiera a dar un salto. "Es el fin" pensó el guerrero. Cuando estaba decidido a delatarse y a desenvainar la espada, oyó una melodía que sonaba dulcemente, extraída con destreza de un flautín. Los demonios de metal se giraron al unísono, alertados de un posible nuevo intruso, pero no fueron capaces de ver a nadie. Alejándose del aliviado Takashi, dieron unos pasos, acercándose al jardín pero sin dejar sus puestos. "Es Yasumaro" se dijo el samurái, adivinando una de las melancólicas tonadas favoritas del bardo. "¡Oh, amigo mío!, cuantas veces me has salvado ya la vida" pensó el emocionado guerrero. Aprovechando la distracción de las temibles criaturas, subió con gran rapidez, pero silenciosamente, los peldaños de la tan inaccesible escalera. Al llegar a lo alto observó como los desconcertados guardianes, tras otear y olfatear inútilmente a su alrededor, volvieron a su condición de rígidas estatuas. El samurái se halló ante la puerta del palacio del shogun, en la que no había guardia. Confiaban demasiado en los terribles engendros de bronce. Con decisión, abrió las pesadas puertas del palacio, haciendo crujir los goznes. Como un rayo silencioso, recorrió pasillos y estancias, eludiendo todo posible encuentro que entorpeciera su marcha. Deambulando por el interior, se dio cuenta que se había vuelto visible otra vez. El palacio, por dentro, apenas estaba vigilado, y en su camino sólo se encontró con algún que otro sirviente, que al verle, creyéndolo un mercenario más al servicio del shogun, ni se molestaba en fijarse en él. En poco tiempo, llegó a las puertas de una gran estancia, que dedujo eran los aposentos del señor de Kojima. Tres samuráis protegían el panel corredero de la entrada. Los tres guardianes estaban apostados con los brazos cruzados, firmes como troncos de árboles y reflejaban en sus rostros un aspecto feroz. Pero nada podía detener a Takashi. Al verle, uno de los samuráis le preguntó: -¡Eh, tú!... ¡alto!... ¿a dónde te crees que...? El guardián no pudo terminar la pregunta, pues con la rapidez felina que le caracterizaba, Takashi desenvainó la temible Kusanagi y le asestó tal golpe, que la cabeza del guerrero voló varios metros. Los otros, rápidamente, desenvainaron sus katanas, pero el héroe dio buena cuenta de ellos. La espada divina cortaba sus armaduras de cuero como si fueran de papel. En apenas unos segundos, Takashi eliminó toda resistencia. Entonces, con rabia, corrió el panel y penetró en la habitación contigua. La gran sala estaba presidida por un amplio cortinaje que servía de fondo a la tarima donde se hallaba el shogun. ¡El shogun! Takashi sentía como la sangre le hervía en las venas. Sin embargo, recordando las palabras de su amado amigo Yasumaro, trató de contener su odio. Aquél cruel anciano se hallaba sentado al lado de una bella muchacha que podía ser su nieta. Sí; aquel anciano para el que habían pasado veinte años. Sus ojos eran fríos como la muerte, y una larga barba blanca había crecido, como un río de nieve que recorriera su invernal torso, hasta la cintura. Sobre su regazo, un gato blanco y meloso se confundía con la barba del shogun. En la sala, lujosamente decorada, se hallaban también seis samuráis, con kimonos escarlatas, sentados en dos hileras de tres, frente a frente, de tal manera que formaban un pasillo que terminaba en la ignominiosa figura del señor de Kojima. El héroe no podía evitar tener su mirada fija en la hermosa joven que en pose humilde y con la cabeza gacha, se hallaba en segundo plano, al lado del shogun. Su rostro era triste, sus ojos tenían la profundidad de un océano y la melancolía del canto de las cigarras. Cuando Takashi entró en la estancia, los seis samuráis giraron con rapidez la cabeza, al unísono, y todos, menos la muchacha, se le quedaron mirándole fijamente. Uno de los guerreros asió prudentemente la katana, aunque se detuvo esperando la orden de su señor. Éste, cuyo rostro se hallaba irreconocible por la vejez, le observaba con perplejidad. Takashi se dio cuenta de que trataba de identificarle, pero tanto la memoria, pues habían pasado veinte años para él, como la falta de visión debido a su ancianidad, imposibilitaban tal reconocimiento. -¿Quién eres tú, joven arrogante –dijo mientras se mesaba su larga barba blanca, –que irrumpes en mi santuario sin haber sido invitado? ¿Buscas acaso la muerte? -Sí; mi vida ha sido, recientemente, una incesante búsqueda de la muerte –respondió altivamente Takashi; y haciendo una pequeña pausa dramática, añadió: -…la tuya. En aquél momento, los seis samuráis, como si se tratara de un sólo hombre, desenvainaron sus respectivas katanas a la vez. Se levantaron al unísono con ágiles saltos y se quedaron inmóviles como estatuas, esperando la orden definitiva para descargar su furia asesina sobre el personaje que tan osadamente les había desafiado. -Antes de que mueras por tu insolencia –le dijo el shogun, mientras con una sonrisa malévola, acariciaba al gato que, indolentemente, reposaba sobre sus rodillas, –me gustaría saber qué te ha traído aquí a perder la vida. -"Has matado a mi mujer y me has quitado a mi hija... no hay lugar en el mundo donde te puedas esconder de mí" –sentenció el héroe, con las mismas palabras que pronunciara hacía veinte años. El rostro del shogun palideció. Su barba parecía temblar al recordar aquél juramento que le hizo un hombre moribundo hace tanto tiempo. Ese hombre moribundo al que creía muerto, al que le había arrebatado todo lo que poseía y al que había arrojado desde lo alto de un acantilado, después de atravesar sus entrañas con su espada. Ese hombre moribundo se alzaba ante él, con los ojos encendidos y con una amenazadora katana que parecía vibrar, ansiando sangre. Lentamente, se levantó como si no diera crédito a sus ojos. -¡No es posible! -dijo enrojeciendo de ira. -¿Quién eres, impostor? -Mi nombre es Takashi Akagi, hijo de Akira, de la familia Akagi de Izumo. -¡Falso! –alegó el anciano. -¡Eso ocurrió hace veinte años! Aunque Takashi viviese no sería tan joven... ¡no puede ser! -La venganza no envejece –dijo el héroe. -¡Estás muerto! –chilló enloquecido el shogun. -La venganza no muere. -¡No! –gritó el cruel anciano perdiendo casi el juicio. -¡No! ¡Matad! ¡Matad a ese espectro que ha surgido de las entrañas del infierno! Y los seis samuráis, esperando ansiosos la orden, saltaron, como gatos rabiosos, sobre el héroe. La guardia personal de Hanbei había sido elegida entre los más diestros guerreros del país, a los que se les inculcaba una fidelidad ciega hacia el shogun. Sus movimientos eran rápidos, sus ataques decididos, pero Takashi era también un luchador temible y sabía que su venganza se hallaba demasiado cerca como para ser detenido en el último momento por una cuadrilla de mercenarios. Las espadas se embestían en el aire, haciendo saltar chispas del afilado acero. Por mucho que los samuráis trataban de acertarle con sus temibles armas, el héroe los esquivaba como un rayo. Si los samuráis atacaban furiosos y a zarpazos como los tigres, Takashi era como una abeja que saltaba y revoloteaba entre ellos sin que estos pudieran acertarle. Sin embargo, también la abeja sabía atacar, y tenía el más mortal de los aguijones: Kusanagi. La espléndida katana infernal parecía poseer a su portador, guiando con destreza su brazo, anticipando los movimientos de sus atacantes. Pronto, su filo sediento sació su necesidad de sangre. Las tripas de uno de los samuráis se desparramaron sobre el suelo de madera de la habitación. Otro de ellos, ante el ataque del héroe, trató de bloquear su movimiento con su katana, pero Kusanagi era indestructible y destrozó la espada de su enemigo, cercenando la cabeza en el mismo golpe. Cuanta más sangre cataba Kusanagi, más sed tenía. Su aguzado acero atravesó tejidos y pieles, y arrancó tripas, atravesó corazones, y decapitó miembros. Poco después de comenzar, el combate había terminado. El shogun veía como sus mejores hombres yacían en el suelo como flores arrancadas del árbol y pisoteadas sin piedad. Sus ojos resplandecieron de ira y sus pupilas parecían exhalar llamaradas. ¡Aquél hombre era Takashi Akagi! Reconocía esa forma de combatir, esos rapidísimos movimientos que nadie era capaz de igualar. -Te felicito –dijo el anciano con una sonrisa nerviosa que quería aparentar confianza. –Ignoro por qué métodos mágicos has logrado que el tiempo no pase por ti. Sin embargo, no eres el único que hace pactos con demonios. Y diciendo esto, dio un par de sonoras palmadas. Detrás suyo, la cortina se abrió de repente como una ostra que, orgullosamente, deja entrever su perla entre sus conchas. De allí surgió una siniestra criatura. Vestido con un kimono negro como única protección, llevaba el rostro cubierto por una demoníaca máscara. En ella se dibujaba una sonrisa burlona y sádica, y su frente la tachonaban dos cuernos afilados. El color bermellón intenso del falso rostro contrastaba con la negrura del resto de las vestiduras y del casco que cubría los cabellos. Realmente, su aspecto era el de un demonio surgido de las tinieblas más negras del infierno. Desenvainó su espada con un movimiento tan rápido que apenas pudo ser visto. Dio un ágil salto, como un diestro saltamontes y se colocó entre el shogun y la concubina. Su visión acongojaba el alma. Había algo en ese rostro enmascarado, con su sempiterna sonrisa que helaba la sangre. Takashi comprendía el terror que había inspirado ese ser en todos los que se le habían enfrentado. Porque aquél ser demoníaco era el legendario guardián de Hanbei, el temido Okamishi, cuyo nombre pocos se atrevían a pronunciar, cuya visión nadie olvidaba y a cuya espada nadie sobrevivía. El shogun sonreía complacido. -Ya ves -dijo el anciano, –que no eres el único que conoce la magia. -Ningún demonio va a detener mi brazo vengador –advirtió Takashi. -Okamishi no es un demonio, pero sí invencible, Akagi – respondióle el shogun. –Un pacto con el mismísimo Emahowo 30 le ha hecho inmortal. -Veremos cuán inmortal es –amenazó el héroe. En aquel momento, el aparente demonio con un chillido salvaje se lanzó a por Takashi, descargando un tremendo golpe que el héroe rechazó con dificultad. Okamishi se movía de una manera que el samurái jamás había visto. Recordando las palabras de Yasumaro, parecía un bailarín de kabuki enloquecido. Sus espadas se mordían con violencia como dos serpientes venenosas que quisieran encontrar el punto débil de su enemigo. El estilo de lucha del demonio era extraordinario. Era más difícil alcanzarlo que asir un pez vivo con las manos untadas de aceite. Era un vendaval. Un vendaval que soplaba en todas direcciones y que nunca se sabía por donde iba a atacar. Sus piruetas eran imposibles, sus reflejos los de un felino, su rapidez la de un rayo y su fuerza la de un dragón. Takashi nunca se había enfrentado con un rival tan formidable. Los dos se trabaron en un delirante baile violento, parando embestidas y acometiendo golpes de espada con violencia pero con precisión. El demonio parecía volar, realizando piruetas sobre la cabeza del héroe. 30 Emahowo: dios del inframundo y el infierno. En uno de esos vuelos, con un golpe certero, rasgó el costado derecho al samurái. El ser diabólico, llevando uno de sus dedos a la katana y untándolo con la sangre que acababa de derramar, se lo llevó a la boca, saboreándolo con delectación. -Primera sangre –dijo con una voz inusualmente aguda. Takashi, que el fiero golpe le había obligado a hincar una de sus rodillas sobre el suelo, le lanzó al peligroso enemigo sus afilados kabutowari, para ganar tiempo y recuperarse. Con un rápido movimiento, logró que uno de ellos impactara en el cuello del terrible Okamishi. Sin embargo, el dardo, lejos de perforar la piel, se rompió en dos mitades, y cayó al suelo, como si lo que le tirara hubiese sido una débil cañita de bambú. El demonio se rió. "Realmente es invulnerable" pensó el héroe "sólo Kusanagi puede vencerlo" Y se enzarzaron otra vez en el violento combate. Durante minutos prosiguieron luchando sin descanso. Minutos que le parecían horas al héroe. Tenía la impresión de que el demonio no se cansaba nunca, y tantos ataques y subterfugios le estaban agotando. Una cierta sensación de impotencia empezaba a hacer mella en él. Kusanagi no parecía poder acertar al endemoniado bailarín que no paraba de moverse. La ira inundó su noble corazón y le hizo ser imprudente. Queriendo asestar un golpe a su rival, cometió un error de precisión que aquél aprovechó para hacerle un profundo tajo en una pierna. Un grito de dolor explotó en su garganta. La negra espada del aún más negro guerrero había cortado piel, músculos y tendones. El héroe, perdió el equilibrio al fallarle la pierna, y cayó a suelo de espaldas. "¡Qué necio he sido!" pensó el samurái "me he dejado llevar por la ira". Okamishi le miraba con complacencia, creyéndole vencido. Tan seguro estaba de su triunfo, que permitió que el héroe se incorporase. "No" pensaba Takashi "me estoy equivocando en todo; estoy dejando que el odio ciegue mi mente". Entonces recordó las palabras de Yasumaro. -No son tus bajos sentimientos –le había dicho el bardo, –si no los más elevados los que deben guiar tus actos. No es tu odio hacia el shogun sino tu amor hacia Akane lo que te llevará a hacer justicia. "Claro" pensó el héroe "la venganza se ha de basar en la justicia y ésta en el honor; por poderosa que sea Kusanagi, no sirve de nada si mi brazo no es poderoso también y para que éste lo sea, mi mente debe dominarlo y no al revés". La lluvia de la reflexión fertilizó los terrenos baldíos de su mente. Lo que antes era un pedregoso erial de confusión, se convirtió en un fecundo plantío, donde el honor, el amor y la justicia florecían rápidamente, ofreciendo frutos verdaderos. El ánimo de Takashi se multiplicó. Ignorando el dolor de su pierna malherida, comenzó a moverse de manera errática, sin orden ni concierto, para que su oponente no pudiese predecir sus movimientos. Okamishi, confuso, acometía mortales golpes, pero sin ningún acierto y si, delirante era su danza, más delirante era la del samurái. "Tengo que utilizar su propia fuerza contra él" reflexionaba el héroe. Saltando de pared en pared como dos gatos que se disputan su supremacía en el grupo, así ellos giraban, se volteaban, rodaban por el suelo y se amenazaban con bufidos y con ataques de las poderosas zarpas de sus katanas. Entonces, aprovechando un desliz defensivo de Okamishi, Takashi hizo que Kusanagi, por primera vez, probara la sangre del demonio. La formidable katana rasgó el vientre del demonio. Éste, se quedó atónito, viendo destruida su legendaria invulnerabilidad. Sin poder creer lo que veían sus ojos, se llevó la mano al abdomen y palpó la herida, untándose los dedos con su propia sangre, que posiblemente nunca había visto, pues ninguna espada había conseguido hacer mella en su piel. Pero aquella no era una simple espada: era Kusanagi. -Segunda sangre –dijo el samurái. -¡No puede ser! –gritó el shogun, no dando crédito a lo que veía. Okamishi transformó su perplejidad en odio, y se lanzó hacia Takashi con redobladas energías. Pero ahora, su confianza se hallaba mermada pues ya no se sabía invencible. Ese odio fue lo que le llevó a cometer errores. Lanzaba ataques desesperados, sin estudiar los posibles contraataques de su rival, lo que le valió que la ansiosa Kusanagi probara de nuevo su sangre. El aparente demonio sangraba copiosamente por una peligrosa herida que tenía cerca del cuello. Un nuevo golpe, y Kusanagi le rompió parte del casco. -¡No! ¡No! –gritaba desesperado el shogun. -¡Detente hijo de Akira! Los dos contrincantes seguían el combate de manera feroz. Las espadas zumbaban en el aire deseando encontrar la carne del enemigo, y cuando se encontraban, chillaban con sus gritos metálicos. -¡No sabes lo que haces! –decía el anciano a un sordo Takashi. –Okamishi no es un demonio... es... es... En ese momento, Takashi que sólo sentía el calor de la batalla y que era ajeno a los gritos del shogun, atravesó de un golpe certero de Kusanagi, "la segadora de almas", el negro corazón del guerrero, que parecía entonces más humano que nunca. Okamishi se quedó inmóvil unos segundos, sin creer lo que sucedía. Miró directamente a los ojos del samurái. Takashi intuyó una mirada suave, casi desesperada, en definitiva, humana, que nada tenía que ver con su frialdad anterior. El enmascarado cayó al suelo con un golpe seco, y su sangre, que manaba a borbotones, construyó rápidamente un lecho líquido y rojizo bajo ella, que se extendía como la pleamar en la ribera de una playa. -¡Akane! –gritó el shogun. Entonces torpemente, como correspondía a un anciano de su edad, se levantó y al querer dirigirse donde se hallaba el cadáver del vencido, tropezó en la tarima y se precipitó al suelo, desde donde alzó la mano en dirección al cadáver mientras prorrumpía en abundantes lágrimas de desesperación. -¡Akane! –chillaba el desdichado con amargura. El rostro de Takashi palideció. Lentamente, como si temiera saber la verdad, se agachó al lado del cuerpo ensangrentado e, incorporando al agonizante Okamishi, le quitó la demoníaca máscara que le cubría el rostro. Un escalofrío recorrió su espalda cuando vio el bello rostro juvenil de una muchacha, cuyos ojos, brillaban con incredulidad, viendo su propia muerte. Pese a que habían pasado veinte años, Takashi reconoció en aquella mirada agonizante a la niña que, desde su nacimiento, se había apoderado enteramente de su corazón de guerrero. Aquella niña por la que había atravesado tantas penalidades para recuperarla: Akane. Y, sí, la había recuperado... había recuperado a su hija para perderla de nuevo... esta vez para siempre. -¡Akane, mi pequeña Akane! –gemía Takashi desolado; -¿qué he hecho? -¿Quién eres desconocido –susurraba la moribunda, sangrando abundantemente por la boca, –que tu rostro se aparece en mis sueños, pero no te conozco? -¡Oh, Akane! -decía entrecortadamente el samurái; -soy... soy... En aquél momento, los ojos de la bella joven se apagaron. Y su cuerpo se relajó totalmente sobre el estanque carmesí que formaba su propia sangre derramada. -Soy... soy... ¡nadie! ¡oh, Akane! –musitó el héroe, llorando amargamente. El anciano shogun paralizó el aire con un sonoro y desgarrador grito que rasgó el alma de Takashi. Hanbei se desplomó sobre el lujoso suelo de la estancia palaciega. Sí. El anciano había muerto de dolor. Aquella niña, a la que había raptado hacía veinte años le había transformado. Se había convertido en su propia hija, en su amada hija. La había protegido y enseñado las mortales artes de la guerra y la lucha. Y la había amado como si fuera suya. Ahora, con el cadáver sangrante a sus pies, la anciana alma de Hanbei se partió por la mitad. Los ojos bañados en lágrimas de Takashi miraban a su alrededor. La concubina del shogun salió corriendo horrorizada por el espectáculo sangriento que se había representado ante ella. El guerrero hizo un esfuerzo sobrehumano para no volverse loco de dolor. Asió el cuerpo de su hija, envuelto en el kimono negro ensangrentado, y lo abrazó fuertemente, estrechándolo entre sus brazos, como si con su calor, pudiese devolverle la vida. Sus lágrimas bañaban el hermoso rostro de la muchacha, en el que se dibujaba una dulce expresión. Takashi se sentó, arrodillado, sobre el suelo. Kusanagi permanecía, saciada de sangre, a su derecha. Estaba relajado. Comprendió, entonces, el significado del oráculo del sauce dorado: "dos veces se derramará tu sangre antes de morir y dos veces morirás". Murió cuando arrebató a su hija la vida, cuando derramó su sangre, su propia sangre. Asió a Kusanagi y colocó su afilado acero contra su vientre. Ya no le quedaba ninguna razón para vivir. Había perdido a sus seres queridos y había cumplido su venganza. Había matado a su propia hija y su honor le exigía una expiación. Expiación que estaba gustoso de cumplir, pues ya todo carecía de sentido para él. Manteniendo a la Segadora con su pulso firme, la hundió en sus entrañas hasta la empuñadura, mientras, insistentemente, las palabras del árbol sabio retumbaban en su memoria “dos veces morirás”... Una lágrima surcaba su rostro y marcaba su alma. Mientras la vida se le escapaba, vio ante sus ojos, como su amada esposa y su preciosa hija, tal como las recordaba, se aparecían, sonrientes, ante él y le invitaban a abrazarlas. Detrás de ella, las paredes del palacio se habían convertido en las colinas donde se hallaba su derruida casa. El aire parecía que se inundaba con el aroma marino de las algas del acantilado donde habían vivido en tiempos más felices. Él, ahora, recuperaba toda esa felicidad. -Sayaka... Akane... –dijo el samurái, esbozando una sonrisa y aligerando el peso de sus ojos con lágrimas. Entonces, desplomándose al lado de su hija, Takashi murió. **************** Yasumaro, vio con tristeza el cuerpo de su amigo sobre el suelo. Sí, allí yacían las víctimas de la tragedia de la que él había sido espectador. Los mortales siempre le habían parecido tan fascinantes, con sus pasiones desatadas, con su enorme capacidad para hacer el bien y para hacer el mal, que nunca se cansaba de observarlos. -Adios, amigo mío –dijo al cadáver que yacía a sus pies. Con delicadeza, retiró suavemente, la espada de las entrañas del samurái inmolado. La fabulosa katana, comenzó a brillar resplandeciente y a vibrar de manera inusitada, dándole la bienvenida, reconociendo a su amo y señor. -Otra vez vuelves a mí, Kusanagi -dijo el bardo. Enfundándose la divina espada, la figura de Yasumaro se alejó de la estancia y desapareció entre los pasillos de palacio.