[En Inciarte, F., Imágenes, palabras, signos. Sobre arte y filosofía, ed. L. Flamarique, Eunsa, Pamplona, 2004.] PRESENCIA Y REPRESENTACIÓN EN EL ARTE Evidentemente, de las palabras “presencia” y “representación” que aparecen en el título de mi ponencia, la que corresponde más propiamente al “yo” de que habla el título general del congreso (“Concepciones y narrativas del yo”) es la palabra “representación”. Presencia se puede dar sin más sin yo, representación difícilmente. Una piedra, un objeto cualquiera podría estar presente sin nadie que fuera testigo de esa presencia. Y lo mismo vale de una persona, pongamos, dormida en la que, por decirlo así, su yo no funciona. Por supuesto que todas esas cosas pueden estar también presentes para una persona o, como en el caso del durmiente, para otra persona. Pero tal presencia sólo es posible por medio de una representación. Sin embargo, “representación” es una palabra con toda una serie de significados. Pensemos, por ejemplo, en una representación artística y, más concretamente, una representación teatral. Aquí no se puede hablar tan fácilmente de un yo; en todo caso, de varios, o de muchos, “yos”: por una parte, los espectadores, por otra, los propios actores; cada uno con su propio yo en ambos grupos. O, para poner otro ejemplo, pensemos en el significado político de la palabra “representación”, como cuando hablamos de una democracia representativa o indirecta, a diferencia de una democracia directa en la que –en términos ideales– ningún ciudadano está representado por otro sino que todos están presentes, por ejemplo, en la asamblea pública. –139– Esta última diferencia se da propiamente entre un régimen que podríamos llamar liberal y un régimen que podríamos llamar republicano. Dado que mi tratamiento del tema presencia y representación en el arte va a tener que ver mucho con la diferencia entre un liberalismo, llamémoslo así, burgués y un republicanismo en todo caso no burgués (un republicanismo, pues, cívico, como en el caso del “civic humanism” de Hans Baron), para mejor orientación voy a empezar dando una lista de las características diferenciales de lo que llamo, por una parte, republicanismo, centrado en el concepto o el fenómeno de presencia o inmediatez, y, por otra, liberalismo, centrado en el concepto de representación o mediación. Aunque algo larga, la lista tiene la ventaja de que, a partir de ella, se puede ver la relación más estrecha que hay entre yo y representación que entre yo y presencia, también desde otros ángulos que el puramente político. En la lista, el primer término de cada pareja conceptual corresponde al republicanismo y el segundo, al liberalismo: 1) primacía del bien común o, al revés, primacía de los intereses particulares; 2) primacía de la política sobre la economía por contraste con (versus) primacía de la economía sobre la política; 3) no diferenciación entre Estado y sociedad versus diferenciación entre Estado y sociedad; 4) unidad de política y moral versus separación de política y moral; 5) exclusión de partidos (considerados como facciones) versus pluralidad de partidos; 6) exclusión de derechos humanos (que el Estado pudiera conferir a la sociedad) versus necesidad de derechos humanos (como defensa de la sociedad frente al Estado); 7) ausencia de oposición (organizada en partidos) versus oposición (por lo menos de un partido); 8) autogobierno (de la sociedad) versus gobierno del Estado sobre la sociedad; 9) mandato libre versus coacción de facción; –140– 10) milicia ciudadana versus ejército permanente (preferentemente profesional o mercenario); 11) armonía versus conflicto; 12) sobriedad versus prosperidad (lujo); 13) límites del crecimiento versus crecimiento ilimitado; 14) simplicidad versus complejidad; 15) mínimo de división de trabajo versus máximo de división de trabajo; 16) cercanía versus lejanía; 17) presencia versus ausencia (o representación); 18) 19) 20) 21) 22) primacía de lo natural versus primacía de lo artificial; unidad versus pluralidad; identidad versus diferencia; apertura a lo sacro versus olvido de lo sacro; inmediatez versus mediatez. El concepto de presencia está representado en la lista justamente por el de inmediatez, y el de representación, a su vez, justamente por el de mediatez. Pero volvamos a la cuestión del yo. Como es sabido, el sustantivo “liberalismo”, al revés que el adjetivo “liberal”, es un término que, en conexión con el régimen de partidos políticos, no aparece hasta el siglo XIX. Pero lo expresado por ese sustantivo ya venía de antes. Prueba de ello es la existencia, incluso preponderante, del partido de los whigs en la Gran Bretaña del siglo XVIII. De todos modos, la cosa venía ya de más antiguo, por lo menos del siglo XVII, en que, a partir de las guerras de religión, se introduce el monopolio del poder coercitivo y, con ello, el Estado en sentido moderno. Con el Estado en sentido moderno aparece por primera vez también una clara diferencia entre Estado y sociedad, mientras que hasta entonces el poder coercitivo y, con ello, lo que podríamos llamar de una manera más o menos anacrónica el Estado, había estado repartido entre las diversas instancias de la sociedad. Si se quiere, todos los ciudadanos eran de un modo o de otro –141– parte integrante –aunque con diferencias jerárquicas– de él. A partir de entonces (aunque estos acontecimientos nunca son tan bruscos; hay siempre “umbrales de época”, para decirlo con Hans Blumenberg) se llega a la separación de Estado y sociedad, y con ella a la conversión paulatina y progresiva del ciudadano en burgués, a quien le interesan más sus propias cuestiones y negocios que los del bien común de la república. Y es precisamente por esta época incubatoria del liberalismo cuando se empieza a hablar en la filosofía de una manera enfática del yo, de un yo recluido en sí mismo y opuesto no ya sólo al Estado, sino también a los otros yos; el yo solipsístico, si se quiere. Hasta entonces, de una manera o de otra, lo que había prevalecido era el republicanismo. Hay dos tradiciones del republicanismo, una predominantemente platónica y otra predominantemente aristotélica. Ambas tienen bastantes características en común que las diferencian de la tradición del liberalismo; por ejemplo, y siguiendo nuestra lista, la preocupación por introducir la dimensión ética en la política, la prioridad de lo político sobre lo económico, la desconfianza frente al crecimiento ilimitado y la riqueza, unida a la consiguiente preferencia de la sobriedad frente al lujo, de lo próximo frente a lo lejano y –de capital importancia para el arte– de la presencia frente a la representación y, por tanto, de la inmediatez sobre la mediatez. Pero entre ambas tradiciones de republicanismo también hay diferencias. La diferencia más importante es que en la tradición platónica la cuestión del autogobierno de todos los ciudadanos, para decirlo de un modo más bien comedido, no es especialmente relevante o prominente. Ya sólo por esta razón, el peligro de resbalar hacia el totalitarismo es mayor en la tradición platónica del republicanismo que en la aristotélica. A pesar de eso, uno puede decir en términos generales que el totalitarismo es la perversión del republicanismo en su misma línea, de manera semejante a como la anarquía es la perversión del liberalismo en la suya propia. –142– Para comprobarlo, basta tener en cuenta que, dada su desconfianza frente a los partidos políticos, a los que considera como potenciales facciones, el republicanismo tiende más que el liberalismo a un régimen de partido único; aparte de que la moderna distinción entre sociedad, sea civil, sea burguesa, por una parte, y Estado soberano, por otra, es extraña al ideal original de republicanismo y, de ese modo, también la noción de derechos humanos garantizados por un Estado del que los ciudadanos se sienten más o menos alienados. Republicanismo y liberalismo no siempre se han excluido mutuamente. Así, en conexión con Leonardo Bruni, que dio a Maquiavelo su modelo inmediato de republicanismo, James Hankins pudo escribir en su libro Plato and the Italian Renaissance: “Liberalismo y republicanismo, considerados hoy día como distintos discursos, todavía no se habían bifurcado en el siglo XV en dos tradiciones separadas entre sí”. Sin embargo, no es excesivamente anacrónico decir que no sólo después sino también antes del siglo XV estas dos tradiciones ya habían existido y se habían enfrentado de manera radical una con otra. Porque, por más que uno pueda detectar fácilmente elementos liberales en la tradición aristotélica del republicanismo, a la luz de la inexorable enemistad de Platón frente a la Atenas liberal-democrática de Pericles, nadie podría decir impunemente lo mismo de la tradición republicana que se remonta a él. Sea como fuere, me voy a concentrar en la línea platónica del republicanismo, aunque no sea más que porque esta línea entraña el mayor peligro en degenerar en un totalitarismo con consecuencias decisivas para el arte. Con esto queda también dicho que entiendo el republicanismo –como, por lo demás, también el liberalismo– más como un estilo general de vida humana que como un fenómeno que atañe en primer lugar al campo de la política; si se quiere, como dos posibles narrativas del hombre aunque, por lo que respecta al republicanismo, por lo ya dicho, no precisamente una narrativa del yo. También ha quedado apuntado que, entre las muchas notas diferenciales del republicanismo, la más importante en relación con el arte es la –143– de dar preferencia a la presencia. En lo que no hay diferencia entre la dimensión política del republicanismo y su concepción del arte es en la preferencia dada en ambos casos a la presencia inmediata frente a la representación de lo lejano o, incluso, de lo ausente. Esto aparece de la manera más clara en el terreno del arte pictórico. Desde el Renacimiento hasta principios de nuestro siglo, la pintura estaba dominada por la idea de una representación guiada por el descubrimiento de la perspectiva lineal. Junto con otros elementos tales como el sfumato y el escorzo, este descubrimiento condujo a una idea de representación marcadamente ilusionista. Pues bien, como se puede ver no sólo por los libros III y X de la República sino también por el diálogo El Sofista (235c–236e), ése era precisamente el tipo de arte contra el que se dirigían los ataques más severos de Platón, como se ve, por ejemplo, en el rechazo explícito del escorzo en el libro X de la República (597d sqq.). Platón no hubiera tenido mucho que objetar contra los iconos bizantinos si los hubiera conocido, igual que tuvo que haber conocido de algún modo el arte egipcio, dada su admiración por la cultura egipcia en general. Ambas, la cultura egipcia y la bizantina, con toda probabilidad no desconocían los principios de la perspectiva lineal, como con toda probabilidad tampoco los desconocía Platón. A pesar de eso, tanto Platón como el arte egipcio y el arte bizantino rechazaron por igual semejantes principios como propios de un arte puramente ilusionista. Por otra parte, no deja de tener su ironía que uno de los pocos all round científicos del siglo XX al que con todo derecho cabe considerar como lo que los anglosajones llaman “hombre del Renacimiento” (“renaissance man”), el ruso Pavel Florensky, lanzara un fiero ataque contra la pintura ilusionista occidental a partir de Giotto hasta principios de siglo, con sus puntos culminantes precisamente en el Renacimiento y el Barroco. Florensky rastrea los orígenes de este tipo de pintura en las decoraciones de los telones de fondo (las “bambalinas”) que empezaron a surgir allá por la época de Giotto para crear la sensación de realidad a la hora de representar los misterios delante de las fachadas de las catedrales y de las –144– iglesias mayores; misterios que, no como meras representaciones, sino en su auténtica presencia, en su presencia real, no se celebraban fuera sino en el interior del recinto sagrado. Y fue el mismo Florensky quien señaló, tal vez por primera vez, el paralelismo entre estos orígenes de la pintura ilusionista moderna y los orígenes de la pintura ilusionista griega; orígenes que Florensky, siguiendo a Vitrubio (en el prefacio del libro VII de De Architectura), rastrea en las decoraciones que se empezaron a utilizar en la época de Pericles para las escenificaciones de las tragedias, en vías de secularización, o totalmente secularizadas ya en esa misma época. Y fueron, según el mismo Vitrubio, precisamente los filósofos amigos y consejeros de Pericles, y más concretamente Demócrito y Anaxágoras, quienes con más acierto desarrollaron la teoría de la perspectiva lineal. Por más que Florensky fuera teólogo y sacerdote ortodoxo, prestó, sin embargo, sus servicios como electrotécnico y curator de arte a la revolución rusa antes de ser enviado a un campo de concentración en las islas de Carelia y ser ejecutado en 1937 por orden de Stalin. Artistas de la vanguardia rusa tales como Malevich, Tatlin o la Popowa estuvieron políticamente más implicados que Florensky en los primeros años de la Unión Soviética –como se puede comprobar leyendo la obra de Boris Groys Stalin, obra de arte total. Concretamente, el platonismo con sus concomitancias iconoclástas habría predispuesto por lo menos a Malevich –y posiblemente también a otros artistas de vanguardia– a colaborar, al principio llenos de entusiasmo, con un régimen que, con su sistema de soviets, encarnaba, por lo menos oficialmente, los ideales del republicanismo. Es verdad que ya desde el principio la colaboración entre Florensky y algunos artistas de vanguardia como los que acabo de nombrar fue todo menos armoniosa. Pero también es verdad que todos, con Florensky, rechazaban unánimemente la pintura ilusionista que desde el Renacimiento había sido considerada poco menos que como la quintaesencia del concepto de arte. Y aunque Florensky, como el máximo teórico de la pintura de iconos, tuviera serias reservas frente a la mayoría de los artistas de vanguardia de su tiempo, también es verdad que estos últimos –145– encontraron una de sus principales fuentes de inspiración precisamente en el arte icónico. No menos verdad es que ninguno de ellos cedió –por lo menos físicamente– a la tentación de una iconoclastia dura como la de la época bizantina; pero todos ellos eran, por decirlo así, iconoclastas suaves, por lo menos en el sentido de aspirar al ideal republicano de una presencia inmediata, opuesta a la mera representación, y de volver las espaldas o, incluso, rechazar plenamente el arte occidental desde Giotto, considerándolo como burgués. La dura iconoclastia bizantina fue, sin duda, más lejos aún en la dirección hacia una pura presencia, puesto que, antes de destruir obras del arte icónico, sus partidarios –al contrario que los iconodouloi– las rechazaban por razones teológicas aduciendo que la presencia real de la divinidad en Jesucristo no debía ser buscada en los iconos ni en ninguna otra parte de este mundo que no fuera el Sacramento de la Eucaristía. Otro ejemplo, éste aún más extremo, del anhelo de presencia e inmediatez fue el de los anabaptistas que dominaron Münster en la primera mitad del siglo XVI. En su anhelo de una presencia inmediata, los anabaptistas münsteranos, a pesar de tener originariamente como fuente de inspiración el Antiguo Testamento en lo que se refiere a los tiempos anteriores a la introducción del Reino de Israel, fueron aún más allá que los iconoclastas bizantinos al rechazar como medio o mediador de salvación no sólo las imágenes sino incluso la misma Escritura Sagrada (¡pero no la sacra palabra!). Algunos de los anabaptistas de Münster eran personas sumamente cultas que idearon y llevaron a cabo un complejo programa iconoclasta, el cual no puede ser tachado simplemente de vandalismo. No conociendo la crítica platónica del arte, de la poesía y –como en el Fedro– de la escritura en general, la semejanza de su búsqueda de una presencia lo más inmediata posible con la del republicanismo de Platón es tanto más sorprendente. Si bien los artistas revolucionarios de la vanguardia rusa no llegaron a esos extremos (aunque sobre esto se podría, tal vez, discutir), su caso ha –146– sido y es, ni qué decir tiene, más importante para el arte del siglo XX que el de los iconoclastas de Bizancio o de Münster. A este respecto, cabe pensar en la connivencia política e ideológica de tantos artistas de las vanguardias occidentales con el imperio totalitario surgido de la Rusia revolucionaria. Tal implicación es sólo comprensible, o más comprensible, sobre el trasfondo de los ideales republicanos que esos artistas veían realizados (o pretendían –o esperaban– ver realizados) en la Unión Soviética, con su rechazo del liberalismo burgués o pequeño-burgués y su querencia inveterada hacia el arte ilusionista; por supuesto, con algunas excepciones, como, por lo que se refiere a Rusia, por ejemplo, la de los coleccionistas burgueses Schchukin y Morozow. Pero más que insistir en detalles sobre estos particulares quisiera hacer algunas consideraciones de carácter más general. Para ello me voy a apoyar en buena parte en algunos de los análisis que el filósofo rusoalemán Boris Groys ha publicado después de su ya mencionado Stalin, obra de arte total. Del sumamente complejo tejido de esos análisis extraeré sólo algunos hilos que nos puedan servir para tratar unitariamente las cuestiones relacionadas con los conceptos de presencia, ausencia y representación. En su contribución a la Festschrift en honor de Hans Belting, conocido sobre todo por su tesis del final de la historia del arte, y cuyo libro sobre el arte bizantino Kunst und Bild (Arte e imagen) ha sido traducido al inglés bajo el significativo título de Likeness and Presence (Semejanza y presencia), Boris Groys contrasta la pintura anterior al arte de vanguardia con la posterior. Antes, la pintura ilustraba y recordaba cosas y acontecimientos del mundo externo, pero poco después del comienzo del siglo XX fue despojándose progresivamente de tales referencias externas para constituirse en algo también progresivamente autónomo. Cuanto más se vio la obra de arte liberada de cosas presentes sólo en el sentido de que existieran fuera de ella, o de cosas que, por pertenecer ya al pasado, están sin más ausentes, tanto más pasó la obra de arte por un proceso de internalización que, al final (como en Malevich o en Duchamp), ya no apuntaba –147– sino a su propia presencia. Tal obra de arte, por absolutamente transparente y autorreferencial, no estaba sólo desprovista de todo contenido: era también la última obra de arte. Al igual que las utopías políticas de su tiempo, eso era, claro está, una utopía inalcanzable. No menos que la historia, el arte al igual que la historia del arte continuaron y seguirán continuando (como, por cierto, bien sabe Hans Belting no menos que Arthur Danto); pero esas utopías hicieron cambiar la marcha de ambas, del arte y de la historia del arte, trasformando a uno y a otra. A nadie que esté al tanto de las razones e implicaciones de la tesis hegeliana del fin del arte le puede sorprender excesivamente esta evolución, a no ser por el hecho de que el papel asignado por Hegel a la filosofía después del fin del arte (como expresión de nuestras más altas aspiraciones) en realidad terminara por ser asumido por el arte mismo desde el momento en que éste se convirtió en un arte autorreflexivo, y pasó de este modo a ser, por así decirlo, el último superviviente de la misma filosofía del arte en sentido hegeliano. En otras palabras, el certificado de defunción del arte expedido por Hegel se reveló como el preludio de la resurrección del cuerpo transfigurado del arte. En el curso de esta transfiguración el arte dejó de reflejar ocurrencias o hechos ajenos a él mismo para convertirse por vez primera en el sujeto de su propia historia: una singular narrativa, pero esta vez ya no de yo alguno. Todo esto implica que la autorreferencialidad del nuevo arte no quedó restringida a obras de arte particulares sino que se extendió a todo el cuerpo del arte. Para poner un ejemplo del mismo Groys: el arte tradicional europeo ilustraba los sufrimientos del mundo tal y como aparecen narrados en la Sagrada Escritura, culminando en la crucifixión de Jesucristo. Pero, ahora, el arte no nos ofrece esas u otras narraciones parecidas, más o menos fieles a tales sufrimientos. Es el arte mismo el que, en su misma anarquía, se ha convertido en el sujeto de los sufrimientos convirtiéndose así a la vez en un arte auténticamente sufriente. En efecto, suena algo exagerado. Pero recordemos el dicho de Oscar Wilde: “A la realidad sólo se la puede poner a prueba colocándola sobre –148– la cuerda floja; sólo cuando las verdades se convierten en acróbatas, estamos en disposición de juzgarlas.” Un arte que es sujeto él mismo del sufrimiento; un arte que, en vez de reflejarlo simplemente, es él mismo el que sufre: lo acrobático aquí resulta sólo de la transposición en el lenguaje de la teoría del arte de una verdad poética; como cuando Concha Espina, por poner sólo un ejemplo, hace que la heroína de su novela sobre Riotinto (El metal de los muertos) escuche en su descenso alucinante a una mina “el esfuerzo que hace la naturaleza por hablar” y se dé cuenta “de repente, con luminosa certidumbre, que en la Naturaleza todo germina y trabaja por medio del dolor”; o como cuando repite la queja de un minero que se sentía campesino: “se acabaron en la serranía los huertos y los bosques”, con lo que no hace más que reflejar el sufrimiento presente en las cosas, el “sunt lacrimae rerum” virgiliano. El arte tradicional era en buena parte un arte ocupado y preocupado por temas sagrados y no sagrados, santos y todo lo contrario. Pero, al convertirse el arte en su propio tema o sujeto de sí mismo, se ha convertido a la vez él mismo en un arte a su modo santo y todo lo contrario de santo, como santo y no santo era el sujeto de la narración de tantas escrituras, sagradas o no. En una palabra, la representación de todas esas figuras, hechos y sucesos ha sido reemplazada por algo así como su presencia en el cuerpo mismo del arte: un caso más de deconstrucción del sujeto-yo del liberalismo burgués. Una presencia sin representación es tendencialmente propensa a hacer desaparecer el yo. Pensemos, en otro orden de cosas, en la desaparición del yo durante los procesos del Moscú estalinista. Se podría decir que esta interpretación está cargada de recuerdos y resabios de la concepción bizantino-ortodoxa de las imágenes de arte como algo vivo, fuera esto sacro, como los iconodouloi pensaban, o más bien blasfemo, como pensaban los iconoclastas. Pero tales reminiscencias orientales no invalidan lo acertado de la interpretación. Al contrario. El hecho de que las imágenes de arte sean consideradas por la ortodoxia oriental todavía como algo vivo y no como una mera representación de la –149– vida concuerda plenamente no sólo con el primitivo arte, incluso occidental, sino también con la teoría medieval del arte en su conjunto. La teoría medieval de la belleza, en efecto, no se adaptó al cambio de orientación desde la presencia hacia la pura representación operado en la praxis artística de Florencia cuando ésta iba sucesivamente trasformándose de una república propiamente medieval en una república cívica de cuño aristotélico, a punto de convertirse en una sociedad burguesa moderna, con sus connotaciones de liberalismo que irían finalmente a provocar la reacción del republicanismo de Savonarola. De hecho, la teoría medieval sobre el arte –a través de la estética teológica del PseudoDionisio Areopagita– siguió fiel a sus orígenes bizantinos por mucho más tiempo que el arte medieval como tal. Por lo que respecta a la primacía de la presencia sobre la representación y la semejanza, este fenómeno ha sido puesto de relieve por historiadores que, como por ejemplo el italiano Rosario Assunto, insisten en las similitudes formales entre la teoría medieval de lo bello (de acuerdo con el primerizo arte occidental), por una parte, y el arte de vanguardia, por otra. Lo que, según Assunto, les une es, sobre todo, el prurito de la presencia. Hasta cierto punto, el movimiento inverso en el siglo XX, de vuelta a partir de la representación a una nueva pero esta vez secularizada autopresentación de la obra de arte, vale no sólo para el arte moderno de las vanguardias históricas sino también para el arte de la postmodernidad. Es verdad que el deconstructivismo de la postmodernidad, a partir de la destrucción del sujeto como yo, ha puesto en tela de juicio la misma posibilidad de una obra de arte completamente autorreferencial y transparente a sí misma y, a la vez, ha proclamado lo inevitable de cierta opacidad y referencialidad hacia lo exterior por parte de cualquier obra de arte. Pero esta exterioridad no se refiere tanto a las cosas y sucesos existentes, o que hayan podido existir fuera de las obras de arte mismas, como a estas mismas obras de arte en sus relaciones externas entre sí, en un sentido paralelo a aquél en que –en el campo de la literatura, incluida la filosofía– hoy día se pueda hablar de intertextualidad. –150– Por consiguiente, aunque la utopía de una obra de arte completamente transparente en cuanto fin último o verdadero telos del arte ya haya desaparecido, la internalización del arte y de las obras de arte todavía sigue en pie después de la destrucción de la vanguardia clásica de la modernidad. Al mismo tiempo, la utopía de una última obra de arte provocó el sueño de una historia del arte como proceso lineal que ya no quedara marcado por datos cronológicos externos al arte mismo sino sólo por datos internos a él, el significado de los cuales se mediría entonces por la relativa distancia de cada una de las obras de arte con respecto al telos de una absoluta autorreferencialidad interna del arte mismo. Por eso, el colapso de la utopía de una transparencia total ha traído consigo también el colapso de la idea de la linealidad, sea externa o interna, aplicada a la historia del arte. Hoy día resulta difícil seguir con la idea de una única historia del arte de acuerdo con criterios definidos unívocamente. Esto es lo que ha llevado a historiadores y teóricos del arte tales como Hans Belting y Arthur Danto a hablar, un tanto equívocamente, del fin de la historia del arte, de manera semejante a como Hegel habló del fin del arte. Se sobreentiende que ni la una ni el otro terminarán nunca mientras haya seres humanos. Pero la necesidad de una multiplicidad de narrativas de la historia del arte a partir del fracaso de las utopías de la modernidad ha abierto la posibilidad de revisiones y reinterpretaciones permanentes de la historia del arte como parte integrante del arte mismo. Al fracaso de las utopías totalitarias ha seguido el triunfo del liberalismo en toda línea. Pero como ya apunté, así como el totalitarismo puede ser considerado como la perversión del republicanismo en su misma línea, la perversión del liberalismo es la anarquía. La posibilidad de constantes revisiones y reinterpretaciones de los datos históricos en la teoría y la praxis artísticas apunta claramente en esa dirección. De todos modos, mientras la anarquía permanezca confinada a un arte progresivamente autónomo, la comunidad política no tiene, en principio, gran cosa que temer de ella. La anarquía de permanentes revisiones y reinterpretacio–151– nes no tiene por qué traer consigo los correspondientes cambios y sufrimientos en la realidad exterior. Éstos afectan sólo al cuerpo vivo del arte mismo. Pero el cuerpo vivo del arte se ha visto agrandado hasta el punto de abrazar no sólo a los productores sino también a los espectadores del arte. Y un cuerpo así agrandado y, sin embargo, autónomo sí que refleja, aunque no por la vía de una ilustración y descripción directas, la sociedad ni totalitaria ni republicana sino puramente liberal de nuestros días. La teoría sociológica tal vez más desarrollada hoy día ve a la sociedad liberal como el sistema omnicomprehensivo de la realidad actual, una de cuyas características es precisamente el proceso de autonomización de sus muchos subsistemas, cada uno de los cuales se ocupa no de la “real realidad” externa, sino de la realidad interna que ellos mismos producen, según se dice, “autopoiéticamente”. Y es esta realidad ficticia la que, en todo caso, se ve reflejada en el deconstructivista y claramente anárquico mundo artístico de nuestro tiempo. En él, las utopías republicanas que prometían una presencia omnicomprehensiva, con su consiguiente promesa de felicidad y descanso final, trascendente o inmanente, se han visto reemplazadas por una toma de conciencia un tanto desilusionada de la inabarcable complejidad de una constante proliferación de sistemas mundiales, cada uno con sus propios subsistemas, y todos ellos, por otra parte, interdependientes –aunque de una manera cada vez más indetectable e impredecible– unos de otros. Esto da a nuestras vidas un mal sabor y una inquietud que ponen al ideal de reposo propio de una presencia finalmente feliz no sólo fuera de nuestro alcance sino, más aún, fuera del mundo. La eliminación de un tiempo linealmente extendido entre el pasado y el futuro abre, de un lado, el paso a la simultaneidad de todos los mundos de arte pasados en un único ahora omnipresente; pero si, del otro lado, ni tan siquiera ese ahora omnipresente trae consigo el descanso y la felicidad, entonces, según parece, ésta no se puede encontrar en ningún sitio. Por eso, no es de extrañar que tantos fundamentalismos –en cuya estela podrían venir nuevas olas de iconoclastia– estén, si no sacu- –152– diendo los muros, sí llamando calladamente a las puertas del liberalismo con su proliferación de imágenes virtuales y realidades ficticias. Pero no hay por qué llevar las cosas tan lejos. En un sentido muy preciso, la iconoclastia es algo inserto en el cuerpo vivo mismo no sólo del arte actual sino incluso de todo el proceso cultural; iconoclastia es la muerte de ese mismo cuerpo vivo. Esto es lo que quisiera mostrar para terminar, apoyándome igualmente en la obra de Boris Groys y empezando por una cita de uno de sus últimos libros, titulado La lógica de la colección. Por “colección” se entiende aquí el museo, símbolo de lo muerto, como elemento dominante en el arte y la sociedad actuales. La cita señala las virtudes de la anarquía consecuente al proceso deconstructivo de un arte sin yo, sin un sujeto de sí mismo. Dice así: Al concepto de entropía se lo ve por lo general como algo negativo, porque se considera que la vida requiere un orden y que la entropía amenaza con destruir toda vida. Pero es precisamente esa amenaza, es decir, la presencia de la muerte en medio de la vida lo que constituye la fascinación de la entropía y del espacio entrópico, puesto que la colección (el museo) es tanto el lugar de la muerte como el lugar en que se intenta superarla (...). El espacio de la colección es (...) como el intento de superar la muerte entrópica a través de ella misma. El sueño de supervivencia en la entropía es lo que explica la fascinación del arte de la modernidad en su conjunto [incluida la postmodernidad]. Todo intento de imponer a este arte un nuevo orden que le inyecte supuestamente nueva vida está condenado al fracaso porque, al desconocer los términos del problema, delata su propia ingenuidad. –La entropía, en efecto, va más al fondo que todas las oposiciones (caos/orden, éxtasis/normalidad, originalidad/imitación, hablar/escribir, crimen/moral, etc.) con que operan las teorías que quieren dar al arte un determinado contenido. (...) En ese espacio (del museo) se reúnen muchas formas de la vida en torno al punto cero de la muerte, que esas formas, por otra parte, llevan en su propio seno, porque en su conjunto dan una suma entrópica nula. Aquí el museo actúa de símbolo de algo más amplio: de lo que con Groys se podría llamar “archivo cultural”. Paralelo al concepto de “archivo cultural” va el concepto de “basura cultural”. No es que la cultura –153– actual deje mucho detritus moral tras de sí (pornografía y demás) sino que la cultura en general se caracteriza siempre por un excedente cuantitativo de producción que provoca en su seno el juego continuo de selección y desecho de que ella misma se alimenta. Lo seleccionado pasa al archivo de la memoria cultural de la humanidad, mientras que lo desechado perdura en todo caso sólo en la inmemorial presencia divina. El problema cultural reside, claro está, en encontrar un criterio adecuado de selección. En el arte tradicional, el criterio era el de la calidad de las obras, la cual, a su vez, se medía por la fidelidad a una tradición (eclesiástica, principesca, nacional, estatal, incluso estética, etc.). Pero, con las vanguardias artísticas el criterio pasó del orden cualitativo al orden innovativo. Ya no se trataba tanto de trasmitir una identidad como de marcar una diferencia. Con el tiempo, también ese criterio se está agotando. Pero no porque la capacidad innovativa se agote sino, al contrario, porque aumenta cada vez más, como también antes aumentaba la capacidad de hacer obras cualitativamente valiosas desde el punto de vista de una tradición determinada. Lo que empezó como protesta contra el arte museístico –ése era el hecho diferencial de la vanguardia histórica– se ha convertido mientras tanto, paradójicamente, en un arte hecho para el museo (la colección, el archivo como memoria de la humanidad, etc.). Y es el hecho de que el museo o la mera colección (a diferencia de la Iglesia, la aristocracia, la nación, el gusto, etc.) no tenga una tradición propia lo que hace que hoy día la producción artística se rija precisamente por una lógica puramente estratégica de diferenciación innovativa con sus nuevos y agravados problemas de ecología cultural. Con el agravante adicional de la irrupción del arte popular en el de vanguardia que, bajo la divisa “o vanguardia o cursilada (kitsch)“, Clement Greenberg había podido todavía contraponer entre sí. El problema que se presenta entonces es el siguiente: si la innovación ya no funciona como criterio eliminativo, ¿qué otro criterio podría entonces funcionar ahora? La solución que apunta Groys en la obra antes alu–154– dida es la del arte de la instalación, en la que el artista construye el contexto mismo de su obra neutralizando así el influjo también neutralizador del museo. Otra posible salida de la actual crisis ecológico-museística, a la vez más radical y más tradicional que ésta, sería una de tipo ascético– eremítico: abstenerse individualmente sin más de toda producción cultural. Pero, como la historia enseña, eso sólo difiere el problema. A los eremitas siguen sus biógrafos, a los San Antonios los San Atanasios (y los Gustave Flauberts), que hacen inútiles otra vez sus ímprobos esfuerzos ecológicos de purificación de la cultura. Si en todo esto se puede hablar de una narrativa del yo, es sólo en el sentido deconstructivo de lo que Groys llama el contexto figurado, que podríamos resumir así: el artista de la modernidad buscaba la verdad, la inspiración, la originalidad en su interior desentendiéndose de todo condicionamiento social, político, etc. Cuando el prurito de autenticidad del yo se convirtió en un mito, entonces el artista o, mejor dicho, el científico de las ciencias humanas, empezó a ocuparse precisamente de ese contexto para hacer ver que no había tal autonomía artística, filosófica, etc. Eso no ocurrió propiamente en la llamada postmodernidad, sino más bien en la etapa intermedia del estructuralismo. La tercera etapa, en la que más o menos (“umbrales de época”, “Epochenschwellen”) aún estamos, desenmascaró ese prurito de verdad objetiva a su vez como un mito. Quiérese decir: no es verdad que las ciencias humanas puedan descubrir objetivamente ese contexto determinante del filósofo, del artista, de la cultura o de sus manifestaciones. Entonces el artista, el filósofo, pasó a inventar el contexto, dado que, por no existir, no lo puede describir. También esto está dicho en plena marcha narrativa deconstructiva. Una de las consecuencias que se podrían sacar de aquí coincide con la premisa más importante del liberalismo político de Rawls: que la razón del sujeto humano, digamos del yo, abandonada a sí misma llega a resultados incompatibles entre sí, igual que la humanidad produce o inventa culturas, incluidas concepciones de arte, incompatibles entre sí. De aquí deriva Rawls la necesidad de llegar a un común denominador (a un –155– “consenso por solapamiento” de todos esos resultados (como Rawls mismo dice). Es una conclusión posiblemente más republicana que liberal. Y en cuanto republicana es una solución que va más de acuerdo con algunas de las manifestaciones del arte de vanguardia. Porque no se puede pensar que, por lo dicho acerca de la anarquía a que éste ha conducido indudablemente, el arte de vanguardia refleje en su conjunto una sociedad más liberal que republicana. Por lo menos por lo que respecta a la vanguardia clásica (Malevich, Duchamp), y, aun, a ciertos aspectos de la postclásica (arte minimalista), ocurre más bien lo contrario. Unir la política con la metafísica es la característica de todo republicanismo de tipo platónico. Eso no parece hoy por hoy viable. Pero no se trata sólo de una cuestión de viabilidad. La principal de estas razones se ve reflejada en otra pieza esencial del liberalismo político del último Rawls: que la razón –sea la teórica, sea la práctica o moral– abandonada a sí misma lleva necesariamente a resultados opuestos e incluso contradictorios. De aquí deduce Rawls la necesidad de un consenso mínimo entre todas las posibles o reales posiciones fundamentales. Esta consecuencia, de cariz republicano, es más cuestionable que su premisa, la cual –por lo menos desde el punto de vista de los hechos, prescindiendo de si tiene que ser así– es incontrovertible. Por lo que se refiere a la premisa (la oposición de la razón consigo misma), el Rawls del Political Liberalism es incuestionablemente liberal. Los dos principios fundamentales en Rawls son el de la libertad y el de la justicia o diferencia (en favor, se entiende, de los desfavorecidos por la fortuna). Pero hay aún otro principio más fundamental, que es el de la paz. Ya en la teoría clásica éste era el primer principio de la política. Y que ése sigue siendo el caso en Rawls se desprende sobre todo de la importancia que en la larga introducción a su Political Liberalism da a la comparación entre la situación en Europa a partir de las guerras de religión como consecuencia del advenimiento de la Reforma protestante, por una parte, y nuestra propia situación, por otra. Así como entonces a la hora de buscar un acuerdo básico resultó a la larga inevitable poner entre –156– paréntesis las cuestiones religiosas que figuraban como el mayor enemigo de la paz, hoy en día –piensa indudablemente Rawls– resulta necesario poner entre paréntesis convicciones morales globalizantes (compresehensive moral doctrines), sobre las cuales –de hecho o por principio– siempre habrá diversidad entre los hombres. El acuerdo o la paz cívica que así se busca es, pues, todo lo contrario de una armonía republicana basada en una comunidad de valores. La teoría de la justicia como equidad no busca, en absoluto, tal armonía; y eso, porque buscarla conduciría con toda probabilidad otra vez a alguna forma de guerra (Unfriede) en la sociedad. –157–