Lección magistral de la profesora María García Vidal, profesora de la asignatura: “Análisis de los medios de comunicación”, de primer curso. Hace exactamente un año que Juani me pidió que fuese yo la encargada de ofrecer el discurso magistral de final de curso. La verdad es que la propuesta me hizo especial ilusión porque precisamente este año es mi tercer curso como profesora de la Universidad de la Experiencia, así que la mayoría, o casi todos los alumnos que asistís hoy a este acto –exceptuando los alumnos de cuarto-, habéis pasado por mis clases. No sé exactamente qué es lo que cada uno de vosotros habéis aprendido de mi materia a lo largo del curso académico que hemos compartido. Qué es, al fin y al cabo, lo que os ha aportado la asignatura de “Análisis de los medios de comunicación”, qué os habéis llevado como alumnos de primer curso de la Universidad de la Experiencia, pero también, y sobre todo, como personas. Porque los mejores aprendizajes son los que no están en esos interminables apuntes que os he repartido casi como si fuera una novela por entregas, ni tampoco en las diapositivas con las que os he martilleado desde el primer hasta el último día de clase. Yo soy de la opinión, como podéis comprobar, de que los mejores aprendizajes no están en los libros, ni siquiera en Internet. Los mejores aprendizajes, sin duda, son los que no pesan, no cogen polvo, ni ocupan sitio en un cajón. Son los que no tienen título, no aparecen en el currículum ni tampoco sirven para conseguir un empleo. Las mejores enseñanzas son las que no se olvidan porque son aquellas que nos llevamos puestas. Como el DNI, son personales e intransferibles. Algunos de vosotros termináis hoy vuestro primer curso en la Universidad de la Experiencia. Otros, decís adiós a cuatro entretenidos años de regreso a las aulas. Si alguien os preguntara, al concluir este acto, qué es lo que habéis aprendido, estoy segura de que ninguno de vosotros se acordará de las aburridas teorías de comunicación de masas de Lazarfeld y Lasswell; del nombre del primer papel periódico de la historia de España; ni mucho menos de la fecha en que comenzaron las emisiones en prueba de Televisión Española. Sin embargo, de lo que sí estoy segura es de que la mayoría de vosotros recordará con todo lujo de detalles cómo fue su primer día de clase, junto a quién se sentó, cómo fueron sus primeras sensaciones, la alegría de reencontrarse en las aulas con aquel viejo amigo que hacía años que no veíais, la primera cena de Navidad o las tardes de bromas y conversaciones delante de un café caliente. Y es que la Universidad de la Experiencia, (voy a decirlo ahora que no me oye nadie y no corro el riesgo de que me despidan), es en realidad, un poco de mentirijilla. Los alumnos que hoy terminan cuarto ya se habrán dado cuenta de que a las aulas del Instituto Bachiller Sabuco no se viene sólo a estudiar Sociología, ni Antropología, ni Filosofía, ni Análisis de los medios de comunicación, que también (digo esto no vaya a ser que no cuenten conmigo el año que viene…). A la Universidad de la Experiencia, se viene, ni más ni menos, a hacernos mejores personas. A aprender a escuchar, a respetar opiniones que poco o nada nada tienen que ver con la nuestra, a perder el miedo y la vergüenza, a encontrar de nuevo esa ilusión que creíamos haber perdido, a tener un motivo que nos empuje a vestirnos con nuestras mejores galas y salir de casa cada tarde a las cuatro con la sonrisa puesta. Se viene a ampliar nuestro círculo de amistades, a recordar que hay mucho más allá de la casa, el marido, la mujer, la televisión, los hijos y los nietos, a recuperar una rutina, que en algunos casos, la jubilación nos ha arrebatado, y que nunca creímos que íbamos a echar de menos. A la Universidad de la Experiencia se viene a disfrutar como niños, pero también a crecer y a madurar, en definitiva, a convertirnos en mejores adultos. Y vosotros sois el mejor ejemplo de que nunca es tarde para ninguna de estas cosas. Decía al comienzo de mi discurso que por más vueltas que le doy, no tengo muy claro qué puede haber aprendido cada uno de vosotros de esa hora semanal que hemos compartido durante todo un curso académico, dedicada a hablar de los medios de comunicación. Lo que sí tengo claro es que si alguien ha aprendido mucho a lo largo de estos tres años, ésa he sido yo. Y lo he hecho gracias a todos los que hoy estáis aquí escuchándome. Y es que si vosotros no vais nunca a olvidar vuestro primer día de clase en la Universidad de la Experiencia, yo tampoco voy a olvidar el mío. Estaba tan nerviosa que me temblaban las piernas. Después de haber trabajado como periodista en radio y televisión durante cuatro años, me di cuenta de que en aquel momento me enfrentaba a la audiencia más exigente de toda mi carrera. Durante todo el verano me había dedicado a recopilar apuntes de la facultad, que mezclados con mi experiencia, se convertirían en el temario de la asignatura. Estaba convencida de que tenía muchísimo que enseñaros, de que una hora semanal no sería suficiente para todos los conocimientos que había decidido transmitiros. ¡Qué equivocada estaba! Todavía no sabía que era la yo la que más iba a aprender de todo aquello. Porque si alguien me preguntara, al concluir este acto, qué es lo que os he enseñado, no sabría qué responder. O mejor dicho, respondería de otra manera, explicando qué es, en realidad, lo que vosotros me habéis enseñado a mí. Esas enseñanzas, las buenas, que como decía, no pesan, no cogen polvo ni ocupan sitio en un cajón. Ésas que aunque pase el tiempo, no se olvidan, porque, lo tengo claro, me las llevo puestas. De mi primer primero me llevo puesta la ilusión de Pedro, la alegría de Juan, la dulzura de Elvira o el ímpetu de Cristina. De mi segundo primero me llevo la constancia de Isabel, la responsabilidad de Josefina, el tesón de Joaquín o la entrañable sonrisa de Pilar. De mi tercer primero… ¡qué decir de mi tercer primero! ¡Qué decir del cariño que me llevo de ese trío calavera que son Jesús, Pepe y Paco! De la templanza de Carlos, de la energía inagotable de Ana, del estilazo de María Teresa. En fin, disculpad que sólo tenga tiempo para nombrar a docena de alumnos, pero os aseguro que os tengo aquí a todos y cada uno de vosotros, porque de verdad que sois hombres y mujeres imposibles de olvidar. Hoy, como es tradicional, el plato fuerte de este acto es la graduación y entrega de diplomas a los alumnos de segundo curso. El año pasado me hizo muchísima ilusión ver a los alumnos de mi primer primero recogiendo sus diplomas. Hoy me vuelvo a ilusionar viendo a los alumnos de mi primer segundo, y espero que el año que viene me ocurra lo mismo durante la graduación de mis alumnos de este curso. Digo esto porque en un día como hoy, un día de fiesta al fin y al cabo, camuflados entre los alumnos de segundo imagino que estarán muchos de vuestros familiares que no quieren perderse el momentazo de ver sus padres, a sus madres o quizá incluso a sus abuelos recoger este diploma que no es otra cosa que un premio a la ilusión, al esfuerzo y a la constancia. Yo no quería terminar mi discurso sin perder la oportunidad de dirigirme a ellos, a las familias, especialmente a los hijos e hijas que hayan venido a veros y que de alguna manera también forman parte de la Universidad de la Experiencia. Estoy segura de que hoy, después de contagiaros del ambiente que se respira en este acto, habéis entendido por qué vuestros padres y madres, ahora que tienen todo el tiempo del mundo para descansar, han decidido volver al Instituto cada tarde durante nada más y nada menos que ocho meses al año, y lo hacen además, con una sonrisa de oreja a oreja. Mirad, yo siempre, de pequeña, he sido una niña muy previsora. Me pasaba la vida planeando qué iba a hacer en el futuro. Cuando tenía seis años, si alguien me preguntaba, decía que de mayor iba a ser cuentacuentos. Que iba a recorrer España entera con un burro y un carro contando historias a los demás. A los ocho, después de leer un buen montón de libros de aventuras, decidí que sería detective privado. A los doce gané mi primer concurso literario y me dije a mí misma que de mayor sería una gran escritora. A los dieciséis me empezó a gustar eso de leer el suplemento del periódico de los domingos, y a los dieciocho me matriculé en la facultad de ciencias de la comunicación. No tenía dudas: sería periodista y punto. Con el tiempo, me he dado cuenta de que no todo acaba siendo tal y como uno lo planea. Y que las mejores cosas son precisamente aquellas que suceden por sorpresa. Esas maravillosas casualidades que hacen que hoy yo no sea cuentacuentos, ni detective privado, ni escritora, y cada día, a mi pesar, menos periodista. Pero que me permiten, sin lugar a dudas, confesaros algo: Si alguien me preguntara, al concluir este acto, que qué quiero ser en el futuro, tendría clara la respuesta: De mayor quiero ser como vosotros. Muchas gracias.