El ser humano, en la búsqueda legítima por satisfacer

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Una sociedad en crisis
CARLOS ALBERTO ROSALES PURIZACA
PERIODISTA Y EDUCADOR
rosalespurizaca@gmail.com
En la búsqueda legítima por satisfacer sus necesidades materiales, el
hombre muchas veces se olvida de los deberes que le competen como integrante
de una sociedad que lo echa de menos. Se convierte así en un ser indiferente que
excluye a los demás, ignorando que solo podrá desplegar todo su potencial
humano cuando coexista con su entorno más cercano.
Vivimos en una sociedad en la que la mayoría de personas tiene miedo
acercarse al “otro” porque cree que le hará daño, frente al cuál adoptan una
actitud defensiva.
La realidad nos refleja un mundo lleno de violencia donde las principales
ciudades son un nido donde crece la inseguridad y la delincuencia. Pero bajo esa
superficie hostil se esconde una sociedad en crisis porque tiene miedo de si
misma, es insegura porque no ha sido capaz de sentar las bases éticas que la
defiendan ante las amenazas —que a costa de todo quieren reducir al hombre a
una condición impropia—, por eso vivimos en un mundo donde el futuro se
torna cada vez más incierto.
Cada día cruzo palabras, miradas, gestos, abrazos y experiencias con
personas que han hecho de su vida una colección de miedos entre los que
destaca el miedo al futuro, a la soledad, al fracaso, entre otros. Pero el peor
miedo es el de quedar excluidos de nosotros mismos porque nuestra verdadera
esencia se aleja con prisa de lo que ahora intentamos ser. Tenemos miedo a
nosotros mismos porque no somos conscientes de nuestras limitaciones y
capacidades, porque aún no hemos aprendido a mirarnos hacia dentro y
conocernos mejor.
Las condiciones externas de cambio nos obligan a una reconciliación
sincera con lo que somos, pero también con el “otro”, pues muchas veces
actuamos como si los demás no existieran. Eso exige erradicar las relaciones de
dominio bajo las cuales manipulamos groseramente a los demás en función de
nuestros intereses personales y luego cuando ya no los necesitamos, los
expulsamos de la vida como un objeto en desuso y sin valor alguno.
Cada instante se acrecienta exponencialmente esa sensación de vacío
espiritual porque estamos malacostumbrados a definir la felicidad en función de
un bienestar material. Esa es la razón por la que cuando perdemos algo se nos
mueve el piso. La principal dimensión de la persona es el ser, no el tener. La
ambición desmedida del poder económico puede convivir con un inmenso
abismo espiritual al que tememos mirar porque vemos reflejados en él nuestras
miserias.
Junto a esa sociedad indiferente cohabita otra sociedad soberbia que cree
tener razón en todo y no es capaz de reconocer sus errores. Nuestra sociedad
vive una crisis de crecimiento porque aún es adolescente, no sabe lo que quiere
ser mañana. Por eso los intelectuales tenemos el enorme reto de ayudar a
construir desde nuestra humilde posición, esa sociedad en la que queremos
vivir.
Ya es hora que tengamos la valentía de mirarnos a la cara y expresar con
sinceridad nuestros temores, dudas, ilusiones y sueños. El encuentro de miradas
debe dejar de lado cualquier resentimiento, odio, prejuicio o discriminación.
Debemos fortalecer nuestra capacidad para manejar y superar nuestros
temores. Lo que consume el desarrollo no es solo la corrupción que se enquista
en el sistema político, sino el egoísmo que muchas veces nos impide mirarnos
como personas porque nos pone una venda en los ojos, hasta el punto de
hacernos incapaces de reconocer nuestras carencias.
Nuestra sociedad está desintegrada porque vivimos como islas, cada uno
por su lado. Y ese escenario se reproduce fielmente en sociedades a menor
escala como son la escuela, la familia, las empresas y el aparato público. Es un
mundo donde cada uno defiende su derecho a sobrevivir como pueda —aunque
para eso atropelle la dignidad del otro—, pero olvida su principal deber: tratar a
los demás con un ser humano digno de amor.
No permitamos que el reniego o el lamento de nuestra condición sea un
destino eterno. Por eso nuestra sociedad requiere de nuevas actitudes y
capacidades que permitan afrontar con responsabilidad los desafíos del
presente. Llegó la hora de ejercer nuestros deberes, como el de ser
auténticamente humanos.
La peor indiferencia es vivir ocultando lo que somos. Solo nos quedan dos
opciones: vivir encerrados en nuestra propia cápsula o generar una apertura de
espíritu que clarifique la sociedad que queremos mañana. La educación es un
aliado que nos puede ayudar a extinguir paulatinamente la desigualdad que
habita en esos rincones que no nos atrevemos a mirar.
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