significado político de la muerte de jesús

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GEORGES CRESPY
SIGNIFICADO POLÍTICO DE LA MUERTE DE
JESÚS
El Libertador crucificado es un escándalo radical para los judíos; y para los noreligiosos, una simple chaladura. Un libertador crucificado no puede llenar la
esperanza judía de que el Enviado de Dios anunciará la irrupción de los días
mesiánicos por medio de signos poderosos y demostradores de su credibilidad. Un
Libertador crucificado contradice todos los esfuerzos en pro de la sabiduría, que
caracterizan al ideal griego. La división del mundo en judíos y paganos queda
superada ante la Cruz: frente a ella el mundo está unificado. Pero esta cruz provoca al
mundo, a toda la humanidad, a una decisión que implicará una nueva división de otro
tipo: la división entre el poder propio y la fuerza de Dios.
Recherche sur la significación politique de la mort du Christ, Lumière et Vie, 20 (1971)
89-109
Planteamiento
Los desplazamientos de Cristo en el curso de su proceso, así como la naturaleza de las
violencias que sufrió, permiten a los evangelistas, con un notable acuerdo entre ellos,
señalar la tensión política entre dos poderes: el del sumo sacerdote y el del procurador
romano. Un examen de los discursos permite concluir la existencia de dos procesos
cuya importancia y contenido varían, sin embargo, de manera sensible según los
evangelistas. El eje del proceso ante el Sanedrín es la palabra "cristo", y ante el
procurador la palabra "rey". El doble sentido de "cristo" esclarece la manera cómo se
pasa de un proceso a otro. Para Mateo y Marcos el centro de la acusación permanece
ambiguo, mientras que Lucas indica de manera suficientemente clara que Jesús es
presentado a Pilato como un jefe zelote. ¿Fue Jesús zelote? Algunos personajes que le
rodearon lo fueron. Palabras y hechos de Jesús han sido comprendidos, a menudo, en el
sentido de la esperanza zelote. Sin embargo, Cristo se sitúa en las antípodas de una tal
perspectiva. El reino de Dios no será inaugurado por una victoria política y militar, sino
por la Cruz. Jesús espera también una transformación radical de la sociedad y de la
historia. Su esperanza fue completamente política, pero somete lo político a una revisión
radical: por su muerte le restituye su verdadero significado.
Método
El interés de la teología por la política es demasiado reciente como para hablar, sin
equívoco, de la significación política de la vida y muerte de Jesús. Nos falta todavía la
perspectiva necesaria para que nuestro examen no esté orientado ya por una tesis. Para
evitar, en lo posible, este escollo, he preferido intentar un modo de acercamiento
aparentemente más científico. Antes de pronunciarse sobre la significación política del
acontecimiento Jesu-Cristo, me parece necesario recurrir a los textos y buscar lo que
dicen. (Luego, cada uno puede extrapolar según acepte el riesgo que ello supone).
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LAS NARRACIONES DEL PROCESO DE JESÚS
Las narraciones del proceso de Jesús presentan en los cuatro evangelios estructuras
comparables. Cada una de ellas está compuesta por una sucesión de pequeños relatos
más o menos felizmente unidos. Cada relato, a su vez, forma una unidad cerrada sobre
ella misma cuya composición parece responder a la regla de las tres unidades del teatro
clásico: tiempo, lugar y acción.
El lenguaje topológico
En estos relatos hay, en cambio, un gran rigor y unidad entre los evangelios en lo que
respecta a las designaciones topográficas. Los discursos, las acciones se refieren a los
mismos lugares, hasta tal punto que se puede proponer, sobre la base de las indicaciones
topográficas, una sinopsis o lectura comparativa. La topología es idéntica en los cuatro
evangelios: Getsemaní (palacio de Anás ), palacio de Caifás, tribunal de Caifás (palacio
de Herodes ), Pretorio. Las únicas diferencias claras son: Lucas inserta la presencia ante
Herodes; y Juan que coloca el proceso del Sanedrín en casa de Anás. ¿Cómo
comprender esta notable coincidencia?
Pueden hacerse toda clase de hipótesis críticas: desde la de una fuente común hasta la de
una armonización a posteriori. Sin embargo, ninguna satisface. Las variantes
introducidas por Lucas y Juan abogan contra la armonización a posteriori; mientras que
las diferencias -considerables-en el contenido de los discursos, militan contra la idea de
un origen común. Lo más sencillo es, quizá, volver a la estructura formal de los relatos
para ver si ella nos enseña algo de interés para nuestra investigación.
Se reconoce fácilmente que el plan general de las cuatro narraciones es idéntico. Todo
el drama del proceso de Jesús se desarrolla con ocasión de una traslación en el espacio
que le hace itinerar de Getsemaní al pretorio, pasando por la residencia del sumo
sacerdote. Si separamos el episodio del prendimiento, preludio obligatorio,
comprobamos que los episodios del proceso propiamente dicho se sitúan entre dos
lugares privilegiados: el palacio del sumo sacerdote y el palacio del procurador romano.
Cada espacio geográfico es también el espacio literario de un discurso.
El relato, al desplazar a Jesús de un espacio a otro, va a evocar la tensión entre dos
poderes. En cierta manera, los lugares aparecen como expresiones de un lenguaje del
poder: el palacio de Caifás (o de Anás ) del poder judío; el pretorio, del poder romano.
El palacio de Herodes participa de las dos significaciones. La interpolación lucana del
palacio de Herodes no rompe, en efecto, la dialéctica de los poderes, sino que la
refuerza. Herodes es el judío que ejerce un poder romano. Las entradas y salidas de los
protagonistas refuerzan, asimismo, el valor semántico de las designaciones de espacios.
Por ello no es sorprendente que Lucas, el evangelista que interpreta más políticamente
el proceso de Jesús, introduzca a Herodes y su palacio en el relato.
El lenguaje político
El lenguaje topológico deja trasparentar también otro lenguaje: el político. El lugar en
que se sitúan los poderes es significativo de su naturaleza, así como el sistema de
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enviarse mutuamente a Jesús es significativo de sus relaciones. La distribución
topográfica, así como las ideas y venidas de Jesús, simbolizan una distribución política.
El examen minucioso de los textos lo manifiesta claramente: "después de haber atado a
Jesús, le llevaron y le entregaron a Pilato" (Mc 15, 1); "Pilato le remitió a Herodes" (Lc
23, 7), el cual "lo remitió a Pilato" (Le 23, 11). Los desplazamientos en el espacio
constituyen los lugares en signos del lenguaje político.
Pueden hacerse consideraciones análogas a partir de lo que los evangelistas nos dicen de
los ultrajes y vejaciones sufridos por Jesús. En cada una de las articulaciones del texto,
el narrador señala los ultrajes y violencias (Lc 22, 63-65; Mt 27, 1-2; Lc 23, 11) hasta
llegar a la ejecución de la sentencia. El cuerpo de Jesús se convierte, en cada etapa, en el
lugar de inscripción de un poder que, en fin de cuentas, encuentra su límite en la
amplitud de vejaciones que puede imponer. Así se superpone a la metonimia geopolítica indicada una metonimia somato-política. Jesús es el lazo y el lugar de todos
estos lenguajes. El movimiento que realiza de un espacio a otro, significado
simultáneamente por las designaciones topológicas y por la naturaleza de las violencias
sufridas, inscribe, en el doble espacio de la ciudad y de su cuerpo, el juego sutil de los
poderes.
Puede parecer que, hasta ahora, no hemos aprendido nada que no supiéramos.
Seguramente, y desde hace tiempo, se sospechaba que había algo político en el proceso
de Jesús. Pero, ¿cuál es exactamente la importancia de este algo? La estructura formal
de los relatos, el carácter político de su lenguaje, ¿bastan para establecer que este
proceso ha sido político y que conserva para nosotros el valor y el sentido de un
acontecimiento político?
Proceso político y proceso religioso
Seguramente no. Pero es interesante hacer notar desde ahora que la tradición cristiana
ha desconocido, a menudo, las evidencias que acabamos de recordar. Pensemos, por
ejemplo, en el "viacrucis". La dialéctica de los poderes, judío y romano, es
"moralizada". La sustancia política, significada por la estructura topológica del relato, es
transformada en sustancia religiosa.
Este proceso de trasposición es antiguo. Se le encuentra ya en los mismos evangelios,
donde se introduce una variación entre la forma y el contenido de los relatos, como lo
muestra el examen de los discursos.
Los cargos del proceso son ambiguos. Propiamente, uno no sabe de qué se le acusa a
Jesús ante el Sanedrín, si seguimos el relato de Juan; ni por qué le ha condenado Pilato,
si leemos a Mateo o Marcos. El conjunto de los textos permite concluir la existencia de
dos procesos sucesivos, pero la importancia y contenido de cada uno de ellos varían
según los narradores. Juan, por ejemplo, no menciona al Sanedrín. El primer proceso se
reduce, para él, a una instrucción, imprecisa y vaga, llevada por Anás. En cambio, el
proceso ante Pilato es descrito con mayor detalle. El acusado y el juez discuten sobre la
autoridad, el origen del poder, la verdad, mientras los judíos reclaman que Jesús sea
condenado a muerte, y acaban ejerciendo una especie de chantaje sobre Pilato. Aquí se
descubren intenciones políticas que no se anunciaban antes.
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Mateo y Marcos dan una impresión muy distinta. Abrevian el juicio romano e insisten
en el proceso judío. Delante del Sanedrín, en cambio, asistimos a dos procesos
sucesivos. Los jueces buscan afanosamente falsos testigos y rechazan a algunos porque
se contradicen (Mc) ; pero acaban por encontrar a otros que declaran haber oído que
Jesús proyectaba destruir el templo y reconstruirlo en tres días. Pero estos cargos son
tan poco convincentes qué la acusación es abandonada. Lucas no menciona este
episodio.
A continuació n, los sinópticos refieren, casi en los mismos términos, un nuevo ataque.
El sumo sacerdote pregunta a Jesús si él es el CRISTO, el "Hijo de Dios" (Mt), el "Hijo
del Bendito" (Mc). Jesús responde con una evasiva, que Marcos convierte en
afirmación; pero, a renglón seguido, los tres añaden una declaración enigmática relativa
al "Hijo del Hombre", al cual verán "desde ahora sentado a la diestra del Poder" y
"viniendo sobre las nubes del cielo" (este último inciso, ausente de Lucas). Al oír esto,
el juez declara: "ha blasfemado" y "¿qué necesidad tenemos ya de testigos?". Tras ello,
todos convienen en que Jesús debe morir.
Si ahora comparamos a Mateo-Marcos con Juan, no resulta difícil llenar las lagunas
mutuas a las que antes hacíamos referencia. Esta armonía no es, sin embargo, evidente.
Y ello por dos razones: la primera, que Juan, seguramente no sin intención, ni siquiera
menciona el primer proceso. La segunda, que incluso combinados entre ellos, los tres
relatos no dejan aparecer la menor articulación entre los dos procesos (cuando
mencionan ambos). Juan, que hace condenar a Jesús por Pilato como agitador político,
no hace alusión alguna a las declaraciones de Jesús sobre el "Hijo del Hombre";
mientras que Mateo y Marcos, que insisten en el hecho de que esta declaración es la que
entraña la condena a muerte por el Sanedrín, se limitan a aludir ligeramente a la
acusación política. Así, se revela un desequilibrio que impide toda armonización entre
los textos, puesto que el reparto de los elementos narrativos aboga, en los dos grupos
que hemos considerado, en favor de intenciones distintas y, seguramente, irreductibles
entre sí.
Examinemos, pues, ahora los contenidos discursivos de los relatos para ver si es posible
descubrir, a través de los textos, algún núcleo semántico inicial. Todo el proceso ante el
Sanedrín gira alrededor de una noción clave, expresada en primer lugar por la palabra
"christos" (mesías) ; mientras que el segundo proceso gravita alrededor del tema de la
realeza, con la palabra clave "basileus" (rey). Cualquier relación entre los dos procesos
se situará en la articulación del uso de estos dos términos.
Un primer hecho nos llama la atención. Lucas es el único en poner los dos términos en
estrecha afinidad: "Hemos encontrado a éste diciendo que él es el Cristo, Rey" (23, 2).
La acusación sugiere que "basileus" es idéntico a "christos". Y esta identidad, real o
supuesta, permite prolongar el primer proceso en el segundo. El procurador no puede, al
menos teóricamente, condenar a un judío que se hiciera pasar por "mesías". Pero si
alguien se declara rey, entonces depende de la justicia política, como Juan lo hará notar
(19, 12). ¿Hay, realmente, identidad entre estos dos términos? Para responder a esta
pregunta es preciso analizar detalladamente el diálogo entre el sumo sacerdote y Jesús.
Aquel pregunta: "¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?". La respuesta de Jesús es
ambigua (excepto en Marcos) y esta ambigüedad se presta a toda clase de comentarios.
Una simple lectura del texto nos hace comprender aquello a lo que Jesús apuntaba al
dejarse designar como Cristo (Mc 14, 62 par). Jesús predice la realización inminente de
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un tipo de profecía tanto más fácil de identificar cuanto que cita el libro de Daniel
literalmente. Los sanedritas, lectores asiduos del AT, podían completar fácilmente la
cita (Das 7, 13-14). Lo que allí anuncia no es sólo el fin de la dominación romana, sino
una transformación radical de la historia, una redístribuci6n de poderes. El que un
hombre pueda anunciar esto y ligar, en cierta manera, a su persona la realización
inminente de esta esperanza, es blasfematorio. Pero no se puede presentar así el proceso
al gobernador romano, puesto que para él no sería más que ensueño apocalíptico sin
consistencia. Por consiguiente, se formularán acusaciones en general. De hecho, el
relato del primer proceso en Mateo y Marcos es un relato en clave. Sólo pueden
comprenderlo los que lo refieran a las escrituras. Sugiriendo a Pilato que Jesús pretende
ser rey de los judíos, los sacerdotes reducen al mínimo la acusación.
Pero quizá también hay que ver, en ese no referirse al "Cristo" ante Pilato, un indicio de
la bipolaridad de la esperanza mesiánica, tal como O. Cullman lo ha descrito
frecuentemente. El mesianismo parece haber tenido dos aspectos distintos: uno cósmico
y celeste, y otro político, inmediatamente histórico y subversivo. Si Mateo y Marcos no
evocan este último, en Lucas, por el contrario, no falta, pues -como hemos vistoasimila "christos" y "basileus". Esta asimilación permite quizá comprender la ausencia
de toda alusión a la venida del "Hijo del Hombre". Lucas atribuye a los adversarios de
Jesús la identificación de "Cristo" con un personaje revolucionario, cosa que Mateo y
Marcos no hacen más que alusivamente. Así, pues, el proceso en el tercer evangelio
adquiere un contenido político manifiesto al poner en relación clara "Cristo" y "Rey".
Según Lucas, Jesús es presentado a Pilato como jefe zelote. Soliviantar al pueblo,
rehusar el tributo al César, ligar la realeza al mesianismo, son elementos característicos
del zelotismo.
JESÚS Y EL ZELOTISMO
El problema del zelotismo según Lucas
Si partimos de la comparación entre los textos, o bien Mateo y Marcos han suavizado
un proceso zelote, o bien Lucas ha interpretado en el sentido del zelotismo la materia de
un proceso que habría sido originalmente ambiguo e inconsistente. Los indicios abogan
por la primera afírmaci6n. No parece posible que Lucas haya dado un sentido zelote a
una tradición que no lo tenía, y esto después de la caída de Jerusalén, es decir, después
del fracaso del zelotismo. En cambio, se comprende perfectamente que Mateo y Marcos
hayan minimizado este sentido. En el medio judío donde escriben, era preciso subrayar
una cierta distancia entre Jesús y los zelotes y acentuar el carácter cósmico y celeste del
mesianismo de Jesús. Subsistirán, sin embargo, indicios que podrán ser interpretados
equívocamente. Notemos que la exégesis clásica de nuestros textos va en la misma
dirección que los dos primeros evangelios.
¿Era Jesús zelote?
Dicho de otra manera, el proceso de Jesús, indudablemente político, ¿basta para apoyar
la tesis de una significación igualmente política de su mensaje, de su vida y de su
muerte? La reciente controversia sobre el zelotismo de Jesús ha dado a luz unos hechos
que debemos recordar.
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Cuando Simón-Pedro confiesa a Jesús como Cristo, Jesús le llama Bariona (Mt 16, 17).
Esta palabra se traduce ordinariamente por "hijo de Jonás". Ahora bien, sabemos por el
cuarto evangelio que Simón era hijo de un tal Juan (Jn, 1, 42 y 21, 15). Algunos
manuscritos han corregido este "Simón, hijo de Juan" por "Simón, bar Iona". Pero la
retraducción aramea de "Simón, hijo de Juan" debería ser "Bariohanna" y no "Bariona".
Esta última forma, por tanto, no puede explicarse más que por el acadio, transcrito en
arameo: Barjonna, que tiene el sentido de "fuera de la ley", "bandido". Se trataría, pues,
de un sobrenombre que aludiría a un momento de la vida de Simón-Pedro en que fue
zelote. Un tal Simón el Zelote (que no debemos confundir con el anterior) figura
también al lado de Jesús (Lc 6, 15) ; a veces es designado como Simón el Cananeo;
pero, al parecer, equivocadamente, puesto que el hebreo cana tiene el mismo sentido
que el griego zelotes. En fin, Judas "Iscariote" no parece significar "hombre (Ish) de
Kerioth" (construcción inusitada en hebreo), sino más bien "Sicarioth", sicario, es decir,
terrorista. Por otra parte, es llamado "Judas el Zelote" en un evangelio apócrifo.
Es presumible, pues, que buena parte de los que rodeaban a Jesús eran antiguos zelotes.
Ello no prueba que lo siguieran siendo, ni que el mismo Jesús lo fuera. Dos textos nos
encaminan a una interpretación que modifica los datos del problema. El primero se
refiere a la entrada de Jesús en Jerusalén el día de Ramos. Si Jesús hubiese tenido la
intención de hacerse reconocer rey por el pueblo, como dicen cierto exegetas,
"deberíamos recordar que escogió precisamente el asno (Zac 9, 9) y no el caballo, para
simbolizar su papel pacífico" (O. Cullmann). Pero la continuación del relato muestra
que el pueblo recibe a Jesús con una idea distinta. Según W. Vischer, el grito "hosanna
en los cielos" (Mc 11, 10) traducido literalmente es ininteligible: sólo significa
"sálvanos en los cielos". La retroversión hebrea del texto griego podría ser "hsnn bmrm"
(que significaría lo mismo que el griego). Pero podría dar también "hsnn lmrm", que
significaría "sálvanos de los romanos". Entonces, con esta corrección el texto halla toda
su coherencia: el reino del hijo de David viene por la victoria sobre el ocupante pagano.
Si es así, constituye un grito sedicioso, zelote ("sálvanos, hijo de David"), y se
comprende mejor la reacción de los sacerdotes (Mt 21, 16). Uno tiene la impresión de
que los evangelistas han desfigurado las alusiones al zelotismo, de las que, sin embargo,
han dejado escapar algunos indicios. Con todo, y a pesar de que el pueblo haya
considerado a Jesús como un mesías zelote, ello no significa que lo fuera o que se
considerara como tal.
El segundo texto es el de la confesión de Pedro relatado por los sinópticos (Mt 16, 1328 par). Mt y Mc sitúan el episodio en Cesarea de Filipos, adonde Jesús y los suyos se
han retirado, quizá para diferir el enfrentamiento que se prepara con el poder. Su
situación es la de un grupo de refugiados preparando su vuelta al país. La estructura del
relato se organiza alrededor de la pregunta sobre la verdadera identidad de Jesús, y el
código utilizado será el de la denominación. Jesús es identificado como Juan, Elías,
jeremías o un profeta. Luego, es designado por Simón como Cristo (Mesías, Ungido) y
a su vez Simón cambia de nombre: Pedro. Jesús pide a sus discípulos que silencien su
identidad. Anuncia su muerte próxima. Pedro protesta y recibe un nuevo nombre: Satán.
El fin del relato lleva un último signo de identificación: Hijo del Hombre. Jesús es
designado sucesivamente como Juan Bautista, Elías, jeremías, profeta por el rumor
público, como Cristo por Pedro, en fin (quizá), como Hijo del Hombre por él mismo. En
cuanto a su interlocutor, es llamado sucesivamente Simón, Pedro, Satán, por Jesús. Pero
todo el conjunto del relato gravita alrededor de la "confesión" de Pedro; y las
identidades cambian en relación con esta confesión. Es pues el nombre "Cristo" el que
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redistribuye todas las denominaciones. Pero, ¿quién es el Cristo?, ¿en qué consiste ser
Cristo? El problema del zelotismo de Jesús resalta a propósito de estas preguntas. La
concepción de Jesús sobre el mesianismo exige el paso por la humillación como
condición de victoria: "el que quiera salvar su vida la perderá", etc. La idea que Pedro se
hace del Cristo es distinta; para él, el Cristo no es un personaje humillado y condenado,
sino un héroe triunfante en la línea de la esperanza zelote. Si Jesús identifica a Pedro
con Satán no es sin razón. El evangelio ha narrado con anterioridad (Mt 4, 1-11) la
tentación de Jesús. El "príncipe de este mundo" ha ofrecido a Jesús el poder y la gloria
de los grandes. Sugiriendo que el Cristo no debe sufrir, Pedro repite el discurso del
tentador. De ahí, la violenta reacción de Jesús, cuya actitud le sitúa en las antípodas del
zelotismo. La Cruz como elección deliberada contrasta con la cruz sufrida como sanción
de un fracaso.
Por otra parte, encontramos en este texto la correlación entre "Cristo" e "Hijo del
Hombre" que subrayábamos en la declaración de Jesús ante el Sanedrín. Y la misma
ambigüedad: "Cristo" para Simón-Pedro es de la categoría de los "basileus". El ungido
de Dios es Rey como David y para hacer lo que David hizo: liberar el territorio. En esta
perspectiva, la muerte de Jesús no podría ser más que su fracaso. La tesis de Jesús es
muy distinta: es necesario que el "Cristo" sea rechazado y muera para que aparezca el
"hijo del Hombre", es decir, el ser divino que pone término a este "siglo". La muerte del
"Cristo" es el triunfo mesiánico. Pero éste es un secreto que no puede ser difundido. En
primer lugar, porque la denominación "Cristo" se presta a un malentendido, como se
acaba de ver; y luego, porque no adquirirá la plenitud de su sentido más que con el
advenimiento del Hijo del Hombre que la Iglesia naciente ha interpretado como
resurrección. La esperanza de Jesús se presenta en sustancia así: él, Jesús, es
efectivamente el Ungido de Dios, hijo de David, Rey (y todo lo que se quiera, según la
espera de los zelotes). El esquema de Jesús es, sustancialmente, el siguiente: Jesús,
reconocido como Cristo, se manifestará como Cristo muriendo, después de lo cual
vendrá el Hijo del Hombre que establecerá el reino de Dios. Éste no podrá ser
inaugurado por el "Hijo del Hombre" más que cuando, como "Cristo", haya sido
rechazado y crucificado. El esquema de Pedro, en cambio, parece ser: Jesús ? Rey ?
Reino de Dios, establecido por la victoria del Mesías. Lo que para Pedro es continuo,
para Jesús es discontinuo, roto por la crucifixión.
UNA REVISION RADICAL DE LO POLÍTICO
Si intentamos recoger los resultados de nuestro estudio, concluiremos que el proceso de
Jesús fue un proceso político; que fue condenado por zelote, aunque la acusación no
haya sido sólidamente establecida. Lo cual no nos puede sorprender si tenemos en
cuenta la nota política predominante a su alrededor: se esperaba de él un triunfo a lo
zelote. El nudo del malentendido tanto en las relaciones de Jesús con el Sanedrín como
en las relaciones con sus discípulos, es el término "Cristo". Toda la cuestión de la
significación política de la muerte (y por consiguiente de la vida) de Jesús, gira
alrededor del sentido de la palabra "christos". ¿Queda resuelto el problema cuando se
deja entender -con O. Cullmann- que Jesús ha dado al mesianismo un alcance cósmico y
espiritual que destierra y sale al paso de las connotaciones zelotes? Está fuera de duda
que la tradición lo intentó. Fue necesario comprender que la resurrección sustituía a la
venida del Hijo del Hombre y que el reino de Dios estaba allí sin estarlo. La fe en la
resurrección ha modificado la perspectiva, y ello tanto más cuanto que, después de la
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destrucción de Jerusalén y el fracaso del zelotismo, la tradición no se preocupó de ligar
la vida y la muerte de Jesús a una causa perdida. Sin embargo, han subsistido huellas de
un nivel político y zelote. Al mismo tiempo se insinúan tesis que complican el
problema. A través de estas tesis hemos de reencontrar los temas que no descubrimos
más que en las interpretaciones que éstos han sufrido.
La divergencia entre Jesús y los zelotes
Jesús espera, como los zelotes, una transformación radical de la sociedad y de la
historia. Jesús aborrece, como ellos, la opresión y a los opresores. Por eso, la
diverge ncia entre él y los zelotes no está tanto en el fin como en los medios. Su
indiferencia frente a la ocupación romana muestra que, para él, la opresión no se
identifica con su apariencia histórica contingente de entonces. Es necesario triunfar de
todo aquello que lleve en sí la opresión: el espíritu de juicio, el orgullo, el amor a las
riquezas, etc. Y el único triunfo es el aniquilamiento de sí: la muerte aceptada, la cruz.
Palestina está cubierta de cruces, signos de fracaso para los zelotes. Pero la cruz
aceptada sin combate tiene un sentido completamente distinto. Significa el fracaso de
todas las potencias que no pueden sino "matar el cuerpo" y encuentran ahí sus propios
límites y su condenación.
De esta manera, las nociones de éxito y de fracaso, de victoria y derrota, quedan
desplazadas. La originalidad de Jesús no consiste en una especie de alejamiento
respecto de la estrategia revolucionaria, sino en la inversión de los términos que definen
toda estrategia. El triunfo actual del opresor es ya su derrota, y la derrota del oprimido
es ya su triunfo (cfr. las bienaventuranzas). A través de estas paradojas, la misma
concepción de lo político sufre una revisión radical. Jesús comparte con los zelotes la
esperanza en un mundo en el que los poderosos actuales caerán y en el que los pobres y
los oprimidos alcanzarán la alegría, el consuelo. Esta esperanza es claramente política,
puesto que tiene presente una organización de la vida común, de la polis y de las
relaciones económicas en cuanto relaciones de los poderes. En todo esto no hay nada de
"espiritual", si por espiritual se entiende lo que concierne al alma, su destino y su
salvación, sin tener en cuenta la miseria y la dependencia, o, al contrario, la abundancia
y la libertad de los cuerpos y de los papeles sociales.
Pretender que el pensamiento de Jesús era apolítico, sería, en el mejor de los casos, un
contrasentido, y, en el peor, una falta de honradez. Sin embargo, la política de Jesús se
caracteriza, además, por rasgos que trastornan profundamente las concepciones
habituales; y esto es lo que le ha hecho sospechoso de apolitismo, equivocadamente a
tenor de lo dicho.
La política de Jesús
La política de Jesús se puede abordar por distintos caminos. El más indicado es, sin
duda, el que hace confluir un proyecto político y una visión del fin de la historia.
Sucede como si, para Jesús, estas dos realidades fueran inseparables una de otra.
Mientras que todo proyecto político se inscribe ordinariamente en una temporalidad
fragmentada, el de Jesús contempla un orden temporal total. Para percatarnos de esta
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distinción, resulta útil la consideración de la utopía. Todo pensamiento político es
necesariamente utópico cuando no se queda en el pragmatismo; es decir, todo
pensamiento político pretende la creación de un mundo reglamentado de tal forma que
sus reglas ya no sean revisables. Así sucede, por ejemplo, con la República de Platón.
La finalidad secreta de lo político es detener la historia. Todas las utopías testimonian
la desaparición de lo trágico y abogan por una temporalidad que, vaciada de toda
pasión, permanezca incambiable, incluso eterna. Por ello, todo proyecto político
ordenado a una utopía es subversivo y más que subversivo, puesto que no limita su
ambición a una redistribución de los poderes, sino que tiende a fabricar una higiene del
poder indefinidamente válido.
La política de Jesús se puede comprender en esta perspectiva. Su intención no es
parcial, sino total. La liberación de Israel no es más que un aspecto de una revolución
mucho más vasta por la cual el mundo tal como lo conocemos debe desaparecer para
dar lugar a una realidad diferente, designada como reino de Dios. Como lo ha dicho
excelentemente R. Garaudy, Jesús no promete un "otro- mundo" sino un "mundo-otro".
Se trata de una transformación radical, de una auténtica "nueva creación". Lo que Jesús
reprocha al zelotismo es que no va lo bastante lejos, porque sus limitados objetivos no
cambiarán nada fundamental. Con ello, Jesús denuncia la recaída de lo político y su
atascamiento en una temporalidad que acecha a todas las revoluciones. Y pone así de
relieve la relación necesaria entre lo político y lo eterno, relación que da a lo político su
verdadera profundidad. Tal es el sentido de su impaciencia escatológica, de sus
declaraciones sobre el Hijo del Hombre, de su predicación altamente subversiva, así
como de la opción radical que propone (por él o contra él) .
En resumen, Jesús restituye a lo político su verdadera significación, y a partir de aquí
puede relativizar el zelotismo. Esta relativización, a su vez, no es la relativización de lo
político, sino su absolutización. Porque si Jesús no ha sido zelote, es porque ha llevado
el zelotismo al extremo, al revelar a los zelotes la significación última de su combate.
Tradujo y condensó: JAIME CISTERÓ
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