102 FERDINANDO CASADIEGOS CÁCERES Constituciones son publicadas, sobre todo bajo la forma de edictos, leyes edictales, y se hallan en un número considerable; pues una sociedad nueva sucede a la antigua. Las costumbres cambian y la legislación se transforma. Desgraciadamente, cualquiera que fuese el mérito de las nuevas teorías proyectadas por las Constituciones, no sufrieron más la influencia de los prudentes. Las decisiones se multiplican sobre los puntos de detalle a riesgo de contradecirse; fue preciso el genio de un Papiniano para coordinarlas y combinarlas en la práctica con las reglas antiguas. Más la ciencia del Derecho había caído en una profunda decadencia. Es que la Jurisprudencia ha cesado de ser la principal preocupación de los espíritus. La actividad intelectual se concentra en lo sucesivo sobre las cuestiones religiosas y las controversias teológicas: la discusión sobre el sexo de los ángeles y la trinidad, etc. Durante este abandono de toda investigación científica, la ignorancia de los jueces, deseosa de llegar a una rápida solución de los pleitos, encontró, sobre todo, un precioso recurso en las obras de los grandes jurisconsultos, las que suministraban un cuadro casi completo de la legislación. Mas la misma multiplicidad de estos escritos, sus numerosas diferencias complicaban singularmente las averiguaciones: los emperadores comprendieron la necesidad de una reforma. Constantino busca primero la manera de disminuir el número de obras a consultar, invalidando los escritos especiales, cuyas divergencias eran tanto más propias a causar la confusión, cuanto que sus autores gozaban de una mayor autoridad. En el año 321 quita de este modo toda fuerza a las notas que Paulo y Ulpiano habían escrito sobre Papiniano. El ejemplo dado por Constantino fue seguido, y la última palabra de estas medidas se encuentra en una célebre Constitución de Teodosio II y Valentino III, publicada en 426, y conocida bajo el nombre de Ley de citas. Esta Constitución confirma desde luego la autoridad de los escritos de Papiniano, Paulo, Ulpiano y Modestino. Da por primera vez la misma fuerza a los escritos de Gayo, que no tenía el jus publice respondendi. Por último, reconoce el mismo valor a los escritos de los jurisconsultos citados por los cinco precedentes, tales como Scévola, Sabino, Juliano, Marcelo y otros, a condición, sin embargo, de que la exactitud del texto de sus obras fuese comprobada por la comparación de los manuscritos. Si todos estos jurisconsultos están en desacuerdo, la opinión de Papiniano es la preponderante, y si él no se ha pronunciado sobre la cuestión, el juez escoge la solución. De este modo, de ninguna manera había de tener en cuenta el juez el valor intrínseco de cada opinión; su línea de conducta está toda trazada: hace cuentas, no aprecia. Estas disposiciones fueron felizmente derogadas por Justiniano el que quiso, con razón, que fueran aprovechadas para sus trabajos las obras de todos los jurisconsultos