SIEMPRE A LAS SIETE Comienza el juego. Tu hermana mayor te da la espalda con los ojos cerrados. Tienes cien segundos, a lentas, para esconderte. Tus pequeños pies, envueltos en tus calcetines de estrellas, caminan con velocidad por el suave y liso parqué. Son las siete de la tarde. Siempre jugáis al escondite a las siete. Ya no te gusta este juego, pero tu hermana Diana te lo ordena: “tienes que esconderte”, dice cada día. Tus ojos verde botella recorren la cocina en busca de posibles cuevas en las cuales ocultarte. No es viable. Continúas buscando por el largo y oscuro pasillo hasta la habitación de invitados. Cuando abres la puerta, está oscuro y te da miedo. Cierras la puerta y sales corriendo al jardín. Te queda poco tiempo, has de encontrar un escondite pronto o perderás, y no te gusta perder. Agobiada, pero silenciosa, llegas al cuarto de la lavadora. Tu mirada se ilumina al divisar la cesta de la ropa sucia. Tu cuerpo infantil se esconde con torpeza en el cesto de mimbre y cierras su tapa. Ahí estas. Llevas mucho tiempo ahí, demasiado. Diana no ha entrado en la pequeña estancia ni una sola vez, de hecho, puede que ya no te busque. Puede que tu estés ahí escondida, incómoda y aburrida mientras ella se come unas onduladas y ve la tele. Puede que así sea, pero tu no sales de tu pequeño cubículo. Permaneces ahí, esperando que nadie te encuentre, aunque nadie te esté buscando. Se te ha dormido una pierna, pero no te mueves porque el mimbre de la cesta crujiría, y alguien que no te busca, podría encontrarte. Decides que ya es hora de salir, y eso haces, sales. Te duelen las rodillas por estar tanto tiempo encogida, pero eso no importa. Cuando sales de esa cesta, te sientes increíblemente bien. La luz de la bombilla te parece la intensa luz del sol que te sonríe. El aire golpea tus pulmones y sonríes al cuarto vacío. Te sientes triunfante y deseas corres al interior de la casa para decirle a Diana que es pésima jugando y que tu eres la mejor. Sales del cuarto y ves que está lloviendo. La noche ya ha caído y tienes que saltar el charco de agua que siempre se forma en la entrada de casa para entrar. -¡Diana!- Gritas con evidente emoción en la voz.- He ganado otra vez, siempre te gano.- Nadie contesta. Comienzas a buscar por el inmenso salón a tu hermana mayor. No está por ninguna parte y no sabes donde se ha podido esconder. En tu campo de visión detectas una sombra. Una sombra de alguien. Una sombra de alguien alto. Una sombra de alguien alto y que conoces. Papá. Huyes corriendo sin hablar, con el corazón acelerado. Te diriges a la habitación de invitados. Sigue oscura, pero no te da tanto miedo como papá. A tus espaldas oyes el sonido de una botella rompiéndose, o un vaso, no importa, sabes que contenía ese brebaje malo que bebe papá y que lo hace enfadarse. Te deslizas bajo la cama y tocas algo con tu pequeña mano. -¡Ssshhh! Olivia, soy yo, calla- Diana te susurra y te coge la mano. Oyes a tu padre rugir vuestros nombres, arrojar cosas al suelo, decir palabras que sólo los mayores dicen. Vosotras permanecéis en silencio, calladas como tumbas y sin moveros. Diana comenzó a llorar hace un rato, pero tu le aprietas la mano y callas. La casa vuelve a la calma. Papá se habrá dormido, pero una vez más, no te mueves de tu escondite. Seguramente, tu padre estará dormido en el sofá con una botella en una mano y un vaso roto a los pies, pero permanecéis escondidas. El juego comenzó a las siete. Primero buscaba Diana, después buscó tu papá, tu permaneces escondida, porque, en eso consiste este juego, ¿no? Estar escondida, no ser encontrada. Nadie te puede ver, aunque nadie te esté buscando. Mañana a las siete, como cada día, tendrás que esconderte otra vez. El monstruo de las botellas rotas, no ha de encontrarte. FIN CLAUDIA PÉREZ SALVATIERRA SAAVEDRA. 4º ESO B