La Historia en el Diccionario de la RAE 1. f. Narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean públicos o privados. 2. f. Disciplina que estudia y narra estos sucesos. 3. f. Obra histórica compuesta por un escritor. La historia de Tucídides, de Tito Livio, de Mariana. 4. f. Conjunto de los sucesos o hechos políticos, sociales, económicos, culturales, etc., de un pueblo o de una nación. 5. f. Conjunto de los acontecimientos ocurridos a alguien a lo largo de su vida o en un período de ella. 6. f. Relación de cualquier aventura o suceso. He aquí la historia de este negocio. 7. f. Narración inventada. 8. f. Mentira o pretexto. 9. f. coloq. Cuento, chisme, enredo. U. m. en pl. 10. f. Pint. Cuadro o tapiz que representa un caso histórico o fabuloso. Es decir la historia puede ser: Una disciplina que estudia y expone, de acuerdo con determinados principios y métodos, los acontecimientos y hechos que pertenecen al tiempo pasado y que constituyen el desarrollo de la humanidad desde sus orígenes hasta el momento presente. Un Conjunto de estos acontecimientos y hechos, especialmente los vividos por una persona, por un grupo o por los miembros de una comunidad social. Una narración o exposición ordenada y detallada de estos acontecimientos y hechos, así como de aquellos que están relacionados con algún aspecto de la actividad humana. Un conjunto de narraciones históricas contenidas en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Una narración o relato de un acontecimiento o un hecho especialmente importante o curioso que alguien conoce o que le ha ocurrido en su vida. Un conjunto de los acontecimientos ocurridos a una persona a lo largo de su vida o en un período de ella. Una narración o relato, generalmente inventado, que pretende divertir o entretener. Historia como ciencia Dentro de la popular división entre ciencias y letras o humanidades, se tiende a clasificar a la historia entre las disciplinas humanísticas junto con otras ciencias sociales (también denominadas ciencias humanas); o incluso se le llega a considerar como un puente entre ambos campos, al incorporar la metodología de éstas a aquellas.6 La ambigüedad de esa división del conocimiento humano, y el cuestionamiento de su conveniencia, ha llevado al llamado debate de las dos culturas. No todos los historiadores aceptan la identificación de la historia con una ciencia social, al considerarla una reducción en sus métodos y objetivos, comparables con los del arte si se basan en la imaginación (postura adoptada en mayor o menor medida por Hugh Trevor-Roper, John Lukacs, Donald Creighton, Gertrude Himmelfarb o Gerhard Ritter). Los partidarios de su condición científica son la mayor parte de los historiadores de la segunda mitad del siglo XX y del siglo XXI (incluyendo, de entre los muchos que han explicitado sus preocupaciones metodológicas, a Fernand Braudel, E. H. Carr, Fritz Fischer, Emmanuel Le Roy Ladurie, HansUlrich Wehler, Bruce Trigger, Marc Bloch, Karl Dietrich Bracher, Peter Gay, Robert Fogel,Lucien Febvre, Lawrence Stone, E. P. Thompson, Eric Hobsbawm, Carlo Cipolla, Jaume Vicens Vives, Manuel Tuñón de Lara o Julio Caro Baroja). Buena parte de ellos, desde una perspectiva multidisciplinar (Braudel combinaba historia con geografía, Bracher con ciencia política, Fogel con economía, Gay con psicología, Trigger con arqueología), mientras los demás citados lo hacían a su vez con las anteriores y con otras, como la sociología y la antropología. Esto no quiere decir que entre ellos hayan alcanzado una posición común sobre las consecuencias metodológicas de la aspiración de la historia al rigor científico, ni mucho menos que propongan un determinismo que (al menos desde la revolución einsteniana de comienzos del siglo XX) no proponen ni las llamadas ciencias duras.7 Por su parte, los historiadores menos proclives a considerar científica su actividad tampoco defienden unrelativismo estricto que imposibilitaría de forma total el conocimiento de la historia y su transmisión; y de hecho de un modo general aceptan y se someten a los mecanismos institucionales, académicos y de práctica científica existentes en historia y comparables a los de otras ciencias (ética de la investigación, publicación científica, revisión por pares, debate y consenso científico, etc.). La utilización que hace la historia de otras disciplinas como instrumentos para obtener, procesar e interpretar datos del pasado permite hablar de ciencias auxiliares de la historia de metodología muy diferente, cuya subordinación o autonomía depende de los fines a los que estas mismas se apliquen. Historia como disciplina académica El registro de anales y crónicas fue en muchas civilizaciones un oficio ligado a un cargo institucional público, controlado por el estado. Sima Qian (denominado padre de la Historia en lacultura china) inauguró en esa civilización los registros históricos oficiales burocratizados (siglo II a. C.). La crítica del musulmán Ibn Jaldún (Muqaddima -Prolegómenos a la Historia Universal-, 1377) a la manera tradicional de hacer historia no tuvo consecuencias inmediatas, siendo considerado un precedente de la renovación de la metodología de la historia y de lafilosofía de la historia que no se inició hasta el siglo XIX, fruto de la evolución de la historiografía en Europa Occidental. Entre tanto, los cronistas oficiales castellanos y de Indias dieron paso en la España ilustrada del siglo XVIII a la fundación de la Real Academia de la Historia; instituciones similares existen en otros países.8 La docencia de la historia en la enseñanza obligatoria fue una de las bases de la construcción nacional desde el siglo XIX,9 proceso simultáneo a la proliferación de las cátedras de historia en las universidades (inicialmente en las facultades de letras o Filosofía y Letras, y con el tiempo, en facultades propias o de Geografía e Historia disciplinas cuya proximidad científica y metodológica es una característica de la tradición académica francesa y española-)10 y la creación de todo tipo de instituciones públicas11 y privadas (clubes históricos o sociedades históricas, muy habitualmente medievalistas, respondiendo al historicismo propio del gusto romántico, empeñado en la búsqueda de elementos de identificación nacional); así como publicaciones dedicadas a la historia. En la enseñanza media de la mayor parte de los países, los programas de historia se diseñaron como parte esencial del currículo. En especial la agregación de historia presente en los lycées franceses desde 1830 adquirió con el tiempo un prestigio social incomparable con los cargos similares en otros sistemas educativos y que caracterizó el elitismo de la escuela laica republicana hasta finales del siglo XX. A ese proceso de institucionalización, siguió la especialización y subdivisión de la disciplina con diferentes sesgos temporales (de cuestionable aplicación fuera de la civilización occidental: historia antigua, medieval, moderna,contemporánea -estas dos últimas, habituales en la historiografía francesa o española, no suelen subdividirse en la historiografía anglosajona: en:modern era-), espaciales (historia nacional, regional, local, continental -de África, de Asia, de América, de Europa, de Oceanía-), temáticos (historia política, militar, de las instituciones, económica y social, de los movimientos sociales y de los movimientos políticos, de las civilizaciones, de las mujeres, de la vida cotidiana, de las mentalidades, de las ideas, cultural), historias sectoriales ligadas a otras disciplinas (historia del arte, de la música, de las religiones, del derecho, de la ciencia, de la medicina, de la economía, de la ciencia política,de las doctrinas políticas, de la tecnología), o centrada en cualquier tipo de cuestión particular (historia de la electricidad, de la democracia, de la Iglesia, de los sindicatos, de los sistemas operativos, de las formas -literarias de la Biblia-, etc). Ante la atomización del campo de estudio, también se han realizado distintas propuestas que consideran la necesidad de superar esas subdivisiones con la búsqueda de una perspectiva holística (historia de las civilizaciones e historia total) o su enfoque inverso (microhistoria). El Premio Nacional de Historia (de Chile -bianual, a una personalidad- y de España -a una obra publicada cada año-) y el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (a una personalidad del ámbito de la historia, la geografía u otras ciencias sociales) son los más altos reconocimientos de la investigación histórica en el ámbito hispanohablante, mientras que en el ámbito anglosajón existe una de las versiones del Premio Pulitzer (en:Pulitzer Prize for History). El Premio Nobel de Literatura, que puede recaer en historiadores, sólo lo hizo en dos ocasiones (Theodor Mommsen, en 1902, y Winston Churchill, en 1953). Desde una perspectiva más propia de la consideración actual de la historia como una ciencia social, el Premio Nobel de economía fue concedido a Robert Fogel y Douglass North en 1993. Historia e historiografía La historia como conjunto de hechos realmente acontecidos en el pasado de la humanidad; aunque muy frecuentemente se entiendan restrictivamente como hechos históricosúnicamente a los acontecimientos trascendentes, los que tienen un alcance lo suficientemente amplio como para ser útiles para la comprensión de hechos posteriores, o al menos los que son interpretados así desde la perspectiva del historiador que los destaca o considera dignos de recuerdo (memoria histórica). La selección de esos hechos es cuestión de debate, pues cada una de las interpretaciones de la historia pone el protagonismo de la historia (sujeto histórico) en uno u otro lugar, lo que determina qué datos considerar hechos relevantes. Los partidarios de una historia política, militar, cultural, o de las instituciones no coincidirán con los partidarios de una historia económica y social; oposición expresada en los términos marxistas de superestructura y estructura o el unamuniano de intrahistoria. La historiografía es el conjunto de técnicas y métodos propuestos para describir los hechos históricos acontecidos y registrados. La correcta praxis de la historiografía requiere el empleo correcto del método histórico y el sometimiento a los requerimientos típicos del método científico. También se denomina historiografía a la producción literaria de los historiadores, y a las escuelas, agrupaciones o tendencias de los historiadores mismos. Artículo principal: Historiografía Filosofía de la historia] La filosofía de la historia no debe confundirse ni con la historiología, ni con la historiografía, de los que se separa claramente. La filosofía de la historia es la rama de la filosofía que concierne al significado de la historia humana, si es que lo tiene. En su origen especuló si era posible un fin teleológico de su desarrollo, o sea, se pregunta si hay un diseño, propósito, principio director o finalidad en el proceso de la historia humana. En la acutalidad se discute más sobre la función del conocimiento histórico dentro del conocimiento y las implicaciones del mismo. También se ha discutido sobre si el objeto de la historia debe ser una vedad histórica, el deber ser, o si la historia es en algún sentido es cíclica o lineal y el devenir histórico se aparta indefinidamente del punto de partida. También se ha discutido si es posible hablar de la idea de progreso positivo en ella. Fines y justificación de la historia Tampoco deben confundirse los supuestos fines teleológicos del hombre en la historia con los fines de la historia es decir, la justificación de la propia historia como memoria de la humanidad. Si la historia es una ciencia social y humana, no puede abstraerse del porqué se encarga de estudiar los procesos sociales: explicar los hechos y eventos del pasado, sea por el conocimiento mismo, sea por que nos ayudan a comprender el presente: Cicerón bautizó a la historia como maestra de la vida,21 y como él Cervantes, que también la llamó madre de la verdad.22 Benedetto Croce remarcó la fuerte implicación del pasado en el presente con su toda historia es historia contemporáea. La historia, al estudiar los hechos y procesos del pasado humano, es un útil para la comprensión del presente y plantear posibilidades para el futuro.23 Salustio llegó a decir que entre las distintas ocupaciones que se ejercitan con el ingenio, el recuerdo de los hechos del pasado ocupa un lugar destacado por su gran utilidad.24 Un tópico muy difundido (atribuido a Jorge Santayana) advierte que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla,25 aunque otro tópico (atribuido a Carlos Marx) indique a su vez que cuando se repite lo hace una vez como tragedia y la segunda como farsa.26 La radical importancia de ello se basa en que la historia, como la medicina, es una de las ciencias en que el sujeto investigador coincide con el objeto a estudiar. De ahí la granresponsabilidad del historiador: la historia tiene una proyección al futuro por su potencia transformadora como herramienta de cambio social; y a los profesionales que la manejan, los historiadores, les es aplicable lo que Marx dijo de los filósofos (hasta ahora se han encargado de interpretar el mundo y de lo que se trata es de transformarlo).27 No obstante, desde otra perspectiva se pretende una investigación desinteresada para la objetividad en la ciencia histórica.28 Aunque llegar a conocer los hechos tal como fueron, como pretendía Leopold Ranke, es imposible, sí es un imperativo de la investigación histórica acercarse al máximo a ese objetivo, y además hacerlo con una perspectiva tal que sitúe los hechos en su contexto, de modo que al conocimiento factual se añada el entendimiento de lo que realmente pasó; y aunque sea inevitable que sesgos de todo tipo alteren la forma en que tal entendimiento se produce, al menos ser conscientes de cuáles pueden ser y en qué grado actúan.29 Fuente. Wikipedia http://es.wikipedia.org/wiki/Historia Historia con mayúscula y con minúscula Con respecto a la forma de escribir la palabra, con mayúscula o minúscula, suele hacerse la distinción de Historia e historia, pero no es estricta, indicando la mayúscula más bien la intención del redactor de dotar a la palabra de un rasgo mayestático, que un hablante podría remarcar incluso con un gesto ampuloso o un tono engolado, que si se exagera puede denotar incluso parodia o ridículo. Distinguiendo ese uso mayestático, en muchas ocasiones se diferencian usos de historia con minúscula (la historia como narración) de otros que se marcan con la mayúscula (la Historia como ciencia o asignatura). La palabra Historia con el significado de pasado se suele escribir con mayúscula especialmente con la intención de denotar unpasado glorioso o memorable o la proyección de un hecho hacia el futuro (como en el tópicopasar a la Historia, es decir, convertirse en histórico por ser trascendente); mientras que se suele escribir en minúscula cuando se trata de la historia particular de una persona, de subiografía. También existe una diferencia de uso entre historia en singular e historias en plural, pudiendo tener esta última una connotación negativa (cuando se usa de forma equivalente acuentos o patrañas). Todos estos matices son muy inasibles, y sólo apreciables a través delcontexto del mensaje oral o escrito. No obstante, la Fundación del Español Urgente (Fundéu) recomienda la mayúscula únicamente cuando forma parte de un nombre propio (como Real Academia de la Historia, Facultad de Historia, la asignatura de Historia), y utilizar la minúscula en el resto de los casos, tanto si son usos científicos como si no («contó una larga historia», «pasó a la historia», «la historia de Roma»...). Historia o historia, FundeuBBVA la Historia académica, una actividad que algunos de sus practicantes defienden como científica. No lo es, desde luego, en el mismo sentido en que puedan serlo las ciencias duras, en primer lugar porque el número de variables que entran en cada fenómeno es poco menos que infinito; es decir, que las “causas” de los hechos históricos no son únicas, ni en general claras. A estos asuntos se les puede aplicar aquello que dijo Oscar Wilde sobre la verdad: que raras veces es simple y nunca es pura. Tampoco es la Historia un conocimiento aséptico u objetivo porque los datos que nos llegan sobre el pasado (documentos, ante todo) son parciales, muchas veces escasos y, sobre todo, subjetivos, emitidos por alguien que estaba implicado en la situación que describía. Una distorsión a la que se añade la que introducimos nosotros mismos, quienes recogemos e interpretamos esos datos, que también somos parciales y subjetivos, ya que anotamos unos hechos y descartamos otros según que nuestra visión del mundo los considere o no significativos. Dentro de estas limitaciones, sin embargo, la Historia aspira a un status de ciencia social, un tipo de conocimiento que no admite la arbitrariedad, el ocultamiento o el falseamiento de fuentes. Y esto es lo malo: que muy buena parte de la Historia que se escribe cae en este tipo de deformación porque tiene una finalidad política: es decir, que se usa como argumento al servicio de una causa; normalmente, a justificar la existencia de la organización política en la que habitamos (o la de otra organización alternativa que pretendemos crear). LA CUARTA PÁGINA Los malos usos de la Historia Una guerra dinástica, típica del Antiguo Régimen, no se puede explicar como un conflicto nacional entre España y Cataluña.Tampoco la unión de reinos bajo los Reyes Católicos fue el nacimiento de una nación JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO 22 DIC 2013 - 00:00 CET Puede que alguien que no haya dedicado mucho tiempo a pensar sobre estas cosas crea que la Historia es un saber más o menos científico u objetivo sobre el pasado, algo así como la Medicina lo es sobre las enfermedades o la Química sobre las propiedades y combinaciones de los elementos naturales. A poco que haya reparado en la diversidad de opiniones entre los historiadores, sabrá sin embargo que hay diferentes versiones y supondrá que existen, en algunos casos, manipulaciones intencionadas. Existe, por supuesto, la historia, con minúscula, entendiendo por este término la sucesión de acontecimientos humanos ocurridos en el pasado. Pero esa misma palabra con la que designamos a los hechos pretéritos se usa también —normalmente con mayúscula— para referirse a la construcción intelectual escrita sobre esos hechos. Es la Historia académica, una actividad que algunos de sus practicantes defienden como científica. No lo es, desde luego, en el mismo sentido en que puedan serlo las ciencias duras, en primer lugar porque el número de variables que entran en cada fenómeno es poco menos que infinito; es decir, que las “causas” de los hechos históricos no son únicas, ni en general claras. A estos asuntos se les puede aplicar aquello que dijo Oscar Wilde sobre la verdad: que raras veces es simple y nunca es pura. Tampoco es la Historia un conocimiento aséptico u objetivo porque los datos que nos llegan sobre el pasado (documentos, ante todo) son parciales, muchas veces escasos y, sobre todo, subjetivos, emitidos por alguien que estaba implicado en la situación que describía. Una distorsión a la que se añade la que introducimos nosotros mismos, quienes recogemos e interpretamos esos datos, que también somos parciales y subjetivos, ya que anotamos unos hechos y descartamos otros según que nuestra visión del mundo los considere o no significativos. Dentro de estas limitaciones, sin embargo, la Historia aspira a un status de ciencia social, un tipo de conocimiento que no admite la arbitrariedad, el ocultamiento o el falseamiento de fuentes. Y esto es lo malo: que muy buena parte de la Historia que se escribe cae en este tipo de deformación porque tiene una finalidad política: es decir, que se usa como argumento al servicio de una causa; normalmente, a justificar la existencia de la organización política en la que habitamos (o la de otra organización alternativa que pretendemos crear). La Historia justifica realidades actuales porque el mero hecho de que hayan existido desde hace mucho tiempo induce a suponer su carácter “natural”. De ahí que siempre haya habido cronistas e historiadores pagados por los poderes públicos para narrar los orígenes de esos mismos poderes, lo que les llevaba a inventarse antecedentes e incluso a falsificar documentos para avalar la autenticidad de sus tesis. Hubo momentos, sobre todo en la Edad Media y durante el barroco, en que este tipo de invenciones fueron una práctica habitual. Emperadores, papas, reyes, nobles, órdenes religiosas, obispados, universidades o Ayuntamientos, cada cual tenía a su historiador a sueldo. A veces tipos muy cultos, grandes eruditos y lingüistas, capaces de fabricar textos muy sofisticados en las más diversas lenguas muertas. Emperadores, papas, reyes, cada cual tenía su historiador a sueldo en la Edad Media y el Barroco Con las revoluciones liberales, a los grandes guerreros y las dinastías sucedió un nuevo sujeto político, el conjunto de los ciudadanos, un colectivo que reclamaba la soberanía frente al monarca absoluto. En la revolución inglesa del XVII fue llamadothe Country, the People, the Commonwealth. En la francesa del XVIII pasó a llamarse la nation. Como nueva portadora de la soberanía, la nación adquiriría una enorme fuerza. Y la Historia fue reformulada para hacer de ella su protagonista. La nación resultó ser, además, un versátil instrumento político, capaz de legitimar autocracias o de propugnar la democratización del poder, de defender procesos de modernización o el más cerrado tradicionalismo, de unir grandes espacios políticos o exigir la fragmentación del territorio en unidades menores. Tanta era su fuerza que compitió con religiones o clases sociales, las otras dos grandes fuentes de la legitimidad política, y ganó la batalla. A lo largo de los siglos XIX y XX, en definitiva, la nación ha sido la gran protagonista de la Historia, al servicio de la forma política dominante, el Estado-nación. Frente a esos Estados-nación se han alzado en algunos países élites de minorías culturales que se consideran nación y reclaman su propio Estado. Y de ahí la pugna por el control de la Historia / relato, en especial en el sistema educativo; porque según formemos la mente de los niños, así serán sus exigencias futuras como ciudadanos. Lo cierto, sin embargo, es que en el siglo XXI la nación no solo no refleja ya de manera adecuada la complejidad de las sociedades en las que vivimos, sino que es, además, un factor distorsionador a la hora de explicar las situaciones del pasado en las que ella no era la identidad colectiva dominante. Además de presentarse como existente desde hace siglos o milenios, la nación se presenta como dotada de “alma”, de voluntad unánime, y poseedora de rasgos culturales homogéneos y estables. Nada más falso. Nuestros antepasados se movilizaron como cristianos o musulmanes, como nobles o villanos, como pertenecientes a tal o cual gremio o ciudad, mucho más que como “españoles” o “catalanes”. Todo esto tiene, sí, relación con el simposio España contra Cataluña que se acaba de celebrar en Barcelona. En él se ha aprovechado el tercer centenario de una guerra que fue dinástica, típica del Antiguo Régimen, con aspectos de guerra civil interna y otros de contienda internacional, para presentarlo como un conflicto nacional, moderno, entre dos mónadas intemporales, llamadas “España” y “Cataluña”; y en el que, desde luego, a la primera le toca siempre el papel represor y a la segunda el de víctima inocente. Los historiadores no deberíamos prestarnos a avalar las propuestas de un grupo de poder Supongo que es imposible soñar con una situación en la que la Historia no sea manipulada, en la que se deje de pedirnos a los historiadores que avalemos con nuestro relato las propuestas de algún grupo de poder. Pero no deberíamos prestarnos. Las propuestas políticas, por radicales que sean, son legítimas, siempre que no se basen en la coerción sobre los demás. Pero no lo es la deformación del pasado. Si la nación fuera un ser vivo e individual —que no lo es—, podríamos parodiar la situación diciendo que si un día alguien quiere separarse de su pareja, porque ha dejado de quererla o se ha enamorado de otra persona, tiene derecho a ello. Pero que no es necesario —ni legítimo— que añada que a lo largo de todos estos años nunca la quiso y que solo se unió a ella porque le pusieron una pistola en la espalda. Si lo que se quiere es plantear una demanda política, hágase. Pero no nos obliguen a reformular la narración histórica para adecuarla a esa demanda. Ahora parece que el PP catalán pretende organizar un simposio alternativo, en el que se defienda el amor de España por Cataluña, bajo el paraguas de la RAH. Detrás de él latirá la creencia, rotundamente expresada por Rajoy, de que España es “la nación más vieja de Europa”. Si se refiere a la unión de reinos bajo los Reyes Católicos (aunque quizás pensaba en Viriato o don Pelayo), es un excelente ejemplo de utilización política de la Historia, pues presenta como el nacimiento de una nación moderna lo que no fue sino una unión dinástica y acumulación territorial típica del siglo XV. Si queremos hacer de la Historia algo que se parezca a una ciencia, no pongamos nuestro trabajo al servicio de un proyecto político. No simplifiquemos el pasado, no lo deformemos, sobre todo, embutiéndolo en los rígidos corsés nacionales, porque el mundo ha estado hasta hace poco entrecruzado por unas redes de lealtades e identidades colectivas que nada tenían que ver con las naciones modernas. No existe hoy un prisma distorsionador que dificulte tanto la comprensión adecuada del pasado como su interpretación en términos nacionales. José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Las historias de España (Pons/Crítica). Historia y mito Son dos formas radicalmente distintas de acercarse al conocimiento del pasado. La primera se basa en pruebas documentales que se interpretan a la luz de un esquema racional; el segundo quiere dar lecciones morales JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO 2 MAR 2014 - 00:00 CET Continúa la batalla por la historia. Y continuará, porque, como ha escrito Richard Rorty, la lucha por el relato del pasado es la lucha por el liderazgo político. Me atrevería a matizarlo: es la lucha por la legitimidad, tanto de líderes como de instituciones. Cuando la Biblia narra la creación del hombre en primer lugar y de la mujer a partir de la extracción de una costilla suya —porque “no es bueno que el hombre esté solo”—, está legitimando la postergación y sumisión del género femenino; como cuando relata el pecado original está justificando la obligación de trabajar. Me objetarán: pero la Biblia no es un libro de historia; es una narración legendaria, es puro mito; son hechos que no están avalados por evidencia alguna; aceptarlos o no es un acto de fe. De acuerdo. Pero es que el mito, no lo olvidemos, fue el origen de la historia y ha seguido estando íntimamente unido a ella hasta hoy mismo —y en dosis nada despreciables—. Llamamos mito a un relato fundacional (M. Eliade), que describe “la actuación ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo memorable y lejano” (García Gual). El mito versa sobre las hazañas y penalidades de unos héroes y mártires que son los padres de nuestro linaje. Su conducta encarna los valores que deben regir de manera imperecedera nuestra comunidad. No es historia, claro, porque no se basa en hechos documentados. Pero de ningún modo es un mero relato de ficción, al servicio del entretenimiento, pese a que su belleza formal también pueda hacerle cumplir esa función. Responde, por el contrario, a una pregunta existencial (Lévi-Strauss): narra la creación del mundo, el origen de la vida o la explicación de la muerte. Está basado en oposiciones binarias: bien/mal, dioses/hombres, vida/muerte. Expresa deseos —que el héroe intenta llevar a la práctica—, perversiones y temores —encarnados en monstruos—, e intenta reconciliar esos polos opuestos para paliar nuestra angustia. El mito es, en términos del psicólogo Rollo May, un “asidero existencial”, algo que explica el sentido de la vida y de la muerte. No es, en modo alguno, inocuo. Está cargado de símbolos, de palabras y acciones llenas de significado. Y tiene gran interés, como cualquier antropólogo sabe, para entender las sociedades humanas. La Historia —con mayúscula, es decir, como rama del conocimiento, no como mera sucesión de hechos— es un género radicalmente diferente. Porque es un saber sobre el pasado; quiere estar regida por la objetividad, alcanzar el status de ciencia, como otros campos del conocimiento humano. Nunca será una ciencia dura, desde luego, comparable a la Biología o a la Química, ni tendrá el rigor lógico de las Matemáticas; ante todo, porque se basa en datos interpretables, de origen subjetivo normalmente; pero, además, porque en su confección misma tiene mucho de narrativa, de artificio literario (Hayden White). Quiere ser, sin embargo, una narrativa veraz, basada en pruebas documentales que se interpretan a la luz de un esquema racional. No es pura literatura de ficción (pese a los intentos de S. Schama). Los Estados hoy existentes se consideran encarnación de esa nación o comunidad ideal El mito, en cambio, no busca, ni aparenta buscar, un conocimiento contrastado de los hechos pretéritos. Su objetivo es dar lecciones morales, ser vehículo portador de los valores que vertebran la comunidad. Desde el punto de vista político, su importancia se deriva, por tanto, de que crea identidad, de que proporciona autoestima. Los individuos que sufren una amnesia total carecen de identidad. Y las comunidades humanas, cuando aceptan o interiorizan un relato sobre su pasado común —un relato cargado de símbolos, como el mito—, construyen a partir de él todo un marco referencial, al que se llama cultura, en el que consiste su identidad colectiva y que proporciona estabilidad y seguridad a sus miembros. Historia y mito son, por tanto, dos formas radicalmente distintas de acercarse al conocimiento del pasado. Y, sin embargo, pese a ello, hay que reconocer, para empezar, que la historia tuvo su origen en el mito; y que, además, tampoco puede evitar desempeñar la función de crear identidad y proporcionar autoestima. Porque, al relatar nuestro pasado, legitima ciertas propuestas políticas, bien como retorno a situaciones pretéritas idealizadas o como derecho a alcanzar antiguas promesas. En el mundo contemporáneo, el posterior a las revoluciones liberal-democráticas, el sujeto de la soberanía por excelencia ha sido la nación. Consecuentemente, los libros de Historia se han reorientado para hacerlos girar en torno al sujeto nacional. Porque los Estados hoy existentes se consideran encarnación de esa nación o comunidad ideal y, para legitimarse, proyectan hacia atrás la existencia de aquella mucho más de lo que una mente crítica aceptaría. En el caso español, en los manuales escolares de Historia que se usaban cuando la gente de mi edad éramos niños enseñaban que Viriato había luchado por la “independencia de España” frente a las legiones romanas, en el siglo II antes de Cristo, o que, por esa misma causa y en época cercana, los habitantes de Sagunto y Numancia habían preferido suicidarse colectivamente a rendirse, ante la aplastante superioridad de los sitiadores cartagineses o romanos, los cuales, al entrar, solo encontraron cadáveres y cenizas. No importaba que Sagunto fuera una colonia griega ni que ninguna fuente histórica directa testimonie la muerte de todos sus habitantes; Tito Livio, al revés, consigna que Aníbal tomó la ciudad al asalto y Polibio dice que consiguió en ella “un gran botín de dinero, esclavos y riquezas”. En cuanto a los numantinos, resistieron, según Estrabón, heroicamente, “a excepción de unos pocos que, no pudiendo más, entregaron la muralla al enemigo”. Tampoco suele dedicarse un instante a reflexionar sobre si Viriato, “pastor lusitano”, podría comprender el significado del concepto de “independencia”, ni aun el de la palabra “España”, porque, en sus montañas de la hoy frontera portuguesa, difícilmente habría visto un mapa global ni tenido idea de que vivía en una península. Nadie reflexiona sobre si Viriato comprendía términos como “España” e “independencia” El historiador nacionalista —dan ganas de poner comillas al primero de estos dos términos— deja de lado todos esos datos porque lo único que le importa es demostrar la existencia de un “carácter español”, marcado por un valor indomable y una invencibilidad derivada de su predisposición a morir antes que rendirse, persistente a lo largo de milenios. Y digo bien milenios, porque el salto habitual, desde Numancia y Sagunto, suele darse hasta Zaragoza y Gerona frente a las tropas napoleónicas; y vade retro a aquel que se atreva a objetar, por ejemplo, que todo el territorio “español” —godo— se abrió sin ofrecer una resistencia digna de mención ante los musulmanes, tras una única batalla junto al Estrecho. Al historiador nacionalista le importa, en definitiva, dejar sentado, por usar términos que gustan al actual presidente del Gobierno, que España es “la nación más antigua de Europa”; o del mundo. Como la imaginación de la que estamos dotados los humanos es, desgraciadamente, bastante limitada (pobres de nosotros de haberse hecho realidad aquello de “la imaginación al poder”), los topoi mitológicos son relativamente pocos; y se repiten. Volviendo a Sagunto y Numancia, hay que recordar que el caso canónico, mucho más conocido que el español, sobre una ciudad sitiada que decide inmolarse ante el imparable ataque enemigo, es el de la fortaleza judía de Masada, cuyos defensores se dieron muerte antes que rendirse a los romanos. El relato de Josefo, única fuente directa sobre el tema, menciona, de todos modos, algunas excepciones a aquel suicidio colectivo; y la evidencia arqueológica no ha aportado prueba alguna de la hecatombe. Pero no terminan aquí las imitaciones. Dos Historias de Galicia de mediados del XIX, las de José Verea y Aguiar y Benito Vicetto, incluyeron el episodio del Monte Medulio, donde los celta-galaicos, tras resistir heroicamente frente a la abrumadora superioridad romana, acabaron entregándose también a la orgía suicida. Eran los mártires que el galleguismo necesitaba en su despertar nacionalista. Pero las otras versiones ibéricas de la mitología nacionalista que se disfraza de historia, tantas veces mimetizadas de la españolista, pueden dejarse para otra ocasión. José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Las historias de España (Pons/Crítica). Las historias de la Historia Las disputas en torno a las identidades españolas y la frontera entre verdad y ficción en los discursos de legitimación política alimentan varios libros que iluminan los debates del presente JOSÉ ANDRÉS ROJO 25 ENE 2014 - 00:02 CET2 Una de las preguntas que le hace a José Álvarez Junco la historiadora Paloma Aguilar en una larga entrevista que forma parte de un reciente libro de homenaje al autor de Mater dolorosa es la siguiente: “¿Cómo resuelves el dilema entre lo que Jon Elster llamó el ‘cemento de la sociedad’, lo que hace que las sociedades se mantengan cohesionadas y no entren en conflicto permanente, y la necesidad de impedir la creación de mitología nacional que distorsione la historia y demonice al otro?”. En la pregunta quedan bien definidos los dos polos en torno a los que bascula el concepto de nación, el “cemento” y los “mitos”, y queda anunciado que en la elaboración de ese discurso tienen un papel no menor los historiadores. “¿Puedo simplificar un poco?”, pregunta Álvarez Junco. “Si la nación fuera un niño, sería imprescindible que reforzáramos su identidad (qué nombre tiene, cuál es su familia, a qué país pertenece…) y también su autoestima: por ser como eres, no puedes ir por ahí con la cabeza baja. Esto es evidente, pero eso no significa que haya que ponerse pesado. Tienes una identidad, sí, pero luego están los otros. El nacionalismo desempeña un papel necesario, de integración y legitimación política, ayuda a reforzar los lazos comunes que existen en un colectivo donde todos son distintos. Pero corre una serie de peligros que no hay que olvidar, como el de cerrarte a cuanto ocurre fuera y convertirte en un ignorante, sin horizontes, siempre complaciente con lo propio y reacio a lo ajeno”. Pueblo y nación. Homenaje a José Álvarez Junco lo han coordinado Javier Moreno Luzón y Fernando del Rey, y reúne diferentes aproximaciones al trabajo de un historiador que ha abordado, y siempre con maestría, algunos fenómenos esenciales de la historia española: el anarquismo, el populismo, el nacionalismo y la relación entre visión del pasado y construcción de identidad. Santos Juliá, en uno de los textos del libro, subraya la capacidad de Álvarez Junco para reconstruir toda la complejidad del pasado y destaca su habilidad para fulminar los mitos y leyendas que parecen ser el único camino posible para tratar con la historia. “El mito no se estudia, se cree y se celebra”, escribe Juliá, “y en la creencia colectiva y en la celebración ritual encuentra la comunidad su razón de ser, su orden, la base de continuidad en el tiempo, su camino de salvación”. “Vuelvo a lo más sencillo”, insiste Álvarez Junco, “la función del historiador es la de intentar comprender y explicar el pasado de la manera más objetiva posible. De forma científica. Por eso hay que volver una y otra vez sobre lo que se ha estudiado porque todo cambia. España cambia y cambia la manera de contar lo que ha ocurrido. Toda explicación es relativa y pasajera. Y tiene inevitablemente un mensaje moral implícito. Es importante ser conscientes de esto y saber también que, por mucho que hagas, los políticos (el poder) van a utilizar tu trabajo en función de sus intereses”. José Álvarez Junco ha abordado, siempre con maestría, algunos fenómenos esenciales de la historia española En La invención del pasado, Miguel-Anxo Murado se ha propuesto entrar en el interior del laboratorio donde se hace la historia para contar cómo se fabrica el pasado y cuánto tiene de verdad. “La historia es como la ceniza de un incendio”, escribe. “No es el incendio, ni siquiera un resto del fuego, sino tan solo un vestigio de los efectos del incendio. El viento sopla constantemente, dispersándola”. ¿Qué hacer, entonces, con algo tan volátil como esas cenizas, cómo atraparlas y organizar un relato coherente? “La historia no es simplemente la recuperación del pasado”, contesta Murado por correo electrónico, “lo cual, en sentido estricto, es imposible, porque ya no existe; es más bien el esfuerzo por darle un sentido a lo que nos queda de él, que son solo un número limitado de vestigios. Puesto que somos nosotros quienes le damos el sentido, la historia es en gran parte una proyección del presente, una especie de metáfora de nuestro propio tiempo”. ¿Cuándo ha tenido el poder político mayor influencia en la construcción de la historia de España? “Bueno, en España han escrito la historia desde un rey —Alfonso X— hasta un presidente de Gobierno —Cánovas del Castillo—. Comparado con eso, el historiador nunca ha estado más lejos del poder que hoy en día. Lo que ocurre es que cuando leemos una historia que no nos gusta tendemos a considerarla siempre fruto de la manipulación interesada. Subestimamos la fuerza evocadora que tiene el discurso histórico, yo me atrevería a decir que casi mágica, y que hace que tanto unos como otros crean sinceramente en lo que dicen. El poder apoya el tipo de historia que le interesa, sin duda, pero eso no bastaría si la gente no quisiera creerla. La única cura para el fanatismo que inspira la historia es preventiva: no darle tanta importancia”. “Como decía Froude, un historiador del siglo XIX”, escribe Murado en su libro, “la historia es como una imprentilla infantil en la que uno puede elegir las letras que quiere y ordenarlas en la forma que quiere para que digan lo que a él le apetece”. Es posible, pues, que en ese particular taller se crearan los relatos más disparatados para celebrar las hazañas de un rey o para dar sentido a un proyecto de futuro, quién sabe, ese destino en lo universal que aireaba el franquismo. ¿Cuáles han sido los mitos más disparatados que se han colado en la historia de España? “Yo no los llamaría ‘mitos disparatados’ porque creo que los mitos históricos cumplen siempre una función, lo interesante es detectarlos y tratar de explicar cuál”, explica Miguel-Anxo Murado. “Hoy nos puede resultar disparatado que en el pasado los españoles se creyesen descendientes de la familia de Noé. Pero eso era fruto de la necesidad psicológica de enlazar su historia con la Biblia de un pueblo para el que el cristianismo era la base de su identidad. Hoy hacemos algo parecido cuando, desde la historiografía que sea, elegimos arbitrariamente hechos históricos para convertirlos en nuestros orígenes o seleccionamos aquellos que nos proporcionan una sensación de continuidad y conexión con el pasado”. De esos hechos históricos que han servido para darle sentido y continuidad a la nación española se ocupa un voluminoso libro recientemente publicado. Hace unos seis años, los historiadores Antonio Morales Moya, Juan Pablo Fusi y Andrés de Blas se plantearon el desafío de realizar una suerte de estado de la cuestión de lo que es la Historia de la nación y del nacionalismo español. El libro tiene más de 1.500 páginas, han participado 48 especialistas y es un viaje por las historias, y lógicamente por los mitos, que han terminado por hacer de España lo que es. “Antes de que surgiera la propia idea de nación, existían elementos que le daban cohesión a ese colectivo que sería después, hablando con más propiedad, la nación española”, explica Andrés de Blas. “Desde la época de los Reyes Católicos se impulsaron ya distintas estrategias para dar cohesión a esa comunidad nacional que, más adelante, seguiría reconociéndose como tal durante la monarquía de los Austria. El reformismo ilustrado del siglo XVIII reforzó las soldaduras de ese colectivo a través de una serie de discursos patrióticos que luego heredarían los diputados de las Cortes de Cádiz. Es ahí donde verdaderamente se puede hablar de revolución, y de un proyecto de modernización de este país. Los liberales son conscientes de que no pueden legitimar el nuevo Estado con los viejos expedientes: el catolicismo, la monarquía y las tradiciones. Y por eso empiezan a hablar de una comunidad de ciudadanos que defiende un orden de derechos y libertades. El acento se desplaza a la ciudadanía y a su Constitución, han dejado de servir los viejos señores”. No hay referencia alguna a los asuntos de los nacionalismos periféricos en el volumen. La protagonista exclusiva es la nación española. Desde muy pronto se da noticia de sus mitos, con el texto de Álvarez Junco que abre el libro, así que tampoco hay que alarmarse: no se trata de ninguna casposa reivindicación de esas esencias patrioteras todavía tan queridas por una parte de los españoles. Los cronistas que narraron, casi dos siglos más tarde, el primer enfrentamiento bélico con los musulmanes recurrieron, cuenta Álvarez Junco en su trabajo, “a los modelos narrativos bíblicos y a los de la Antigüedad clásica”. Hay una leyenda que se refiere a las guerras médicas: en el año 480 antes de Cristo, las huestes de Jerjes fueron poco a poco aplastando las ciudades griegas hasta llegar al santuario de Apolo en la montaña de Delfos. No había allí más que un puñado de aguerridos defensores frente a los fieros persas, pero el dios terminó por intervenir. Lanzó rayos y cayeron peñascos, y los temidos enemigos empezaron a matarse unos a otros en plena confusión. Los supervivientes huyeron, y no tardarían en perecer por un fuerte temblor de tierra y el desbordamiento de un río: el puñado de griegos de Delfos había triunfado. “El relato de Covadonga reproducía este esquema casi al pie de la letra”, escribe Álvarez Junco. Los viejos héroes de Iberia e Hispania, las peripecias del país durante la Edad Media, los reinos que conviven en el siglo XV, el concepto de España que se arma durante el XVI y el XVII, y las últimas iniciativas anteriores a la primera Constitución: así arranca esta propuesta, que luego explora con toda minuciosidad las formas del nacionalismo español durante el siglo XIX, la España de comienzos de la centuria pasada (hasta el estallido de la guerra) y la que vino después, y que se cierra con dos grandes capítulos que analizan este país desde su periferia y desde el exterior. “El orden liberal marca los derroteros de España desde 1812 hasta 1923, cuando triunfa la dictadura de Primo de Rivera”, comenta Andrés de Blas. “Desde la Constitución de 1837, que define un orden liberal, urbano y burgués y que establece el marco para la modernización económico-social del país, las líneas de continuidad son evidentes, por mucho que se escoren, a veces hacia la izquierda (en 1869), a veces hacia la derecha (en 1845 y 1876). Al otro lado, como factores de resistencia, solo están el carlismo, y su defensa de los valores tradicionales, y algunas asonadas militares”. Poco a poco surgirán esos ruidos que irán haciendo mella en el proceso. Los nacionalismos periféricos se fueron constituyendo en el País Vasco y Cataluña a lo largo de la segunda mitad del XIX, y se instalaron con más fuerza al empezar el siglo XX. Y luego está la impotencia del régimen de la Restauración, incapaz de acomodar en su seno a las nuevas fuerzas, ya fueran esos nacionalismos periféricos, la clase obrera o los partidos reformistas. En un libro publicado en 1983 sobre los orígenes y el desarrollo del nacionalismo, el historiador Benedict Anderson “contemplaba las naciones como artefactos culturales modernos que surgen en un momento concreto, se transforman y adquieren, en determinadas circunstancias, una fuerza extraordinaria”. Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas recogen la cita en la introducción que abre Ser españoles, un libro colectivo que busca profundizar en los imaginarios nacionalistas que han echado raíces en este país a lo largo de la pasada centuria. No permanece inmutable siempre la misma versión de las cosas, la cultura “no consiste en un todo armonioso y coherente, sino que sus contenidos se negocian y se disputan entre sectores enfrentados en la esfera pública”, escriben Moreno Luzón y Núñez Seixas. De ahí surge el proyecto, del afán de revisar esas disputas, y no tiene que ver para nada con reivindicación alguna de las esencias patrias, sino que quiere, más bien, dar cuenta de “las vicisitudes” por las que ha pasado una identidad: qué ha sido eso de ser españoles a lo largo del siglo XX. Los mitos, los símbolos de España, el lugar que ocupó la República, el papel de la religión o de la lengua o las lenguas, los toros, el deporte, el turismo o el cine, los mapas, la influencia de la capital, América y la fiesta del 12 de octubre, la proyección africana, la música, la situación de la mujer respecto a su identidad…, en fin, la monarquía. “Es muy importante subrayar que el franquismo colonizó la idea de España, se la apropió, y eso produce una enorme distorsión”, dice Javier Moreno Luzón. “Toda la oposición a la dictadura, tanto la de izquierdas como los nacionalismos, identificaron así a España con el franquismo, y no querían ni oír hablar de sus relatos, ni de sus símbolos. De lo que se trataba, por tanto, era de construir una nueva identidad nacional, donde todos tuvieran sitio. La monarquía representa un papel esencial en la construcción de esa nueva identidad, democrática y constitucional. Sea como sea, la proyección de lo que fuera esta nueva España tuvo un perfil bajo en los primeros años de la Transición. Solo tras el golpe del 23 de febrero se fue imponiendo la idea de que no se podía dejar España y sus símbolos en manos de la extrema derecha”. “Un momento clave fue 1992”, subraya Moreno Luzón: “Se aprovecharon dos grandes eventos, los Juegos Olímpicos que se organizaron en Barcelona y la Expo de Sevilla, para reelaborar los símbolos tradicionales, quitándoles el moho asociado a su viejo esencialismo para proyectarlos hacia el futuro. Juan Carlos I se había presentado ya comoel piloto del cambio y el defensor de la democracia contra sus enemigos en el 23-F. Y aquel año se reinventaron los vínculos con América, 500 años después de la conquista, disolviendo cuanto tuviera que ver con las atrocidades que se cometieron durante la conquista para reforzar la idea de una comunidad de iguales, donde el papel de España fuera el de servir de puente entre aquella América lejana y una Europa cada vez más próxima. Fue entonces cuando empezaron las cumbres iberoamericanas…”. La cuestión de las identidades está, sin embargo, siempre sometida a disputas. Y es verdad que hubo un tiempo en que las aristas más conflictivas entre los nacionalismos periféricos y el español quedaron eclipsadas por un proyecto de futuro. En los Juegos Olímpicos convivieron la bandera española y la senyera, no había grandes conflictos. “Fue con la llegada de Aznar al poder cuando se produjo un reforzamiento del nacionalismo español”, observa Moreno Luzón. “Reformuló la celebración del 12 de octubre e impulsó la enseñanza de la historia de España. De regreso de un viaje a México, e impresionado por la enorme bandera que se desplegaba en el zócalo del Distrito Federal, decidió hacer algo semejante aquí y se izó aquella inmensa enseña en la plaza de Colón de Madrid. Era un viraje que no iba a gustar mucho ni a los nacionalismos periféricos ni a las fuerzas de izquierda. No hay que olvidar que es en las manifestaciones contra la gestión del desastre delPrestige y contra la guerra de Irak cuando vuelven a verse en las calles numerosas banderas republicanas. Y por el lado nacionalista se acentuaron dinámicas propias: la reacción condujo en el País Vasco alplan Ibarretxe, y en Cataluña al proyecto de modificar el Estatut”. Las viejas inquinas en torno a los rasgos identitarios de España y de sus nacionalidades volvieron, así, a primer plano. Y en esas andamos. Pueblo y nación. Homenaje a José Álvarez Junco. Javier Moreno Luzón y Fernando del Rey (editores). Taurus. Madrid, 2013. 416 páginas. 10,99 euros. La invención del pasado. Verdad y ficción en la historia de España. Miguel-Anxo Murado. Debate. Barcelona, 2013. 230 páginas. 16,90 euros. Historia de la nación y del nacionalismo español. Antonio Morales Moya, Juan Pablo Fusi Aizpurúa, Andrés de Blas Guerrero (directores). Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2013. 1.518 páginas. 39 euros. Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX. Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas (editores). RBA. Barcelona, 2013. 592 páginas. 23 euros. http://es.wikipedia.org/wiki/La_Verdad,_el_Tiempo_y_la_Historia La verdad, el tiempo y la historia deFrancisco de Goya (hacia 1800). Alegoría de debatida interpretación, es también conocido con otros nombres. El alado y anciano tiempo traería de la mano a laverdad para que la historia la dejara registrada mediante la escritura. España,10 también denominado Reino de España,n. 2 es un país soberano, miembro de la Unión Europea, constituido en Estado social y democrático de derecho y cuya forma de gobierno es la monarquía parlamentaria. Su territorio está organizado en 17 comunidades autónomas y dos ciudades autónomas. Su capital es la villa de Madrid. Es un país transcontinental que se encuentra situado tanto en Europa Occidental como en el norte de África. En Europa ocupa la mayor parte de la península ibérica, conocida comoEspaña peninsular, y el archipiélago de las islas Baleares (en el mar Mediterráneo occidental); en África se hallan las ciudades de Ceuta (en la península Tingitana) y Melilla (en elcabo de Tres Forcas), las islas Canarias (en el océano Atlántico nororiental), las islas Chafarinas (mar Mediterráneo), el peñón de Vélez de la Gomera (mar Mediterráneo), las islas Alhucemas (golfo de las islas Alhucemas), y la isla de Alborán (mar de Alborán). El municipio de Llivia, en los Pirineos, constituye un enclave rodeado totalmente por territorio francés. Completa el conjunto de territorios una serie de islas e islotes frente a las propias costas peninsulares. Tiene una extensión de 504 645 km², siendo el cuarto país más extenso del continente, tras Rusia, Ucrania y Francia.n. 3 Con una altitud media de 650 metros es uno de los países más montañosos de Europa. Su población es de 47 129 783 habitantes, según datos del padrón municipal de 2013. El territorio peninsular comparte fronteras terrestres con Francia y con el Principado de Andorra al norte, con Portugal al oeste y con el territorio británico de Gibraltar al sur. En sus territorios africanos, comparte fronteras terrestres y marítimas conMarruecos. Comparte con Francia la soberanía sobre la isla de los Faisanes en la desembocadura del río Bidasoa y cinco facerías pirenaicas.n. 4 De acuerdo con la Constitución española, el castellano o español es la lengua oficial del Estado y todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla.18 En 2006, era la lengua materna del 89% de los españoles.19 Otras lenguas, también españolas, son reconocidas como cooficiales en diversas comunidades autónomas, conforme a losestatutos de autonomía. La economía española es la 13.ª economía mundial en términos de PIB, mientras que el PIB per cápita español se situó en 2011 en la media de la Unión Europea.20 Es el 8.º país del mundo con mayor presencia de multinacionales, tras Japón y por delante de Australia, Hong Kong y Canadá.21 22 Además, según el informe de 2014 de la ONU, tiene un índice de desarrollo humano de 0,869, el 27.º mayor del mundo, por delante de otros reconocidos países europeos, como Rusia, Portugal o Polonia.5 Por contra, la economía española presenta la mayor desigualdad social de la Eurozona, de acuerdo con los resultados obtenidos por el Eurostat referentes al coeficiente de Gini.23 24 Origen de la palabra Hispania El nombre de España deriva de Hispania, nombre con el que los romanos designaban geográficamente al conjunto de la península ibérica, término alternativo al nombre Iberia, preferido por los autores griegos para referirse al mismo espacio. Sin embargo, el hecho de que el término Hispania no es de raíz latina ha llevado a la formulación de varias teorías sobre su origen, algunas de ellas controvertidas. «Hispania» proviene del fenicio i-spn-ya, un término cuyo uso está documentado desde el segundo milenio antes de Cristo, en inscripcionesugaríticas. Los fenicios constituyeron la primera civilización no ibérica que llegó a la península para expandir su comercio y que fundó, entre otras, Gadir, la actual Cádiz, la ciudad habitada más antigua de Europa Occidental.25 26 Los romanos tomaron la denominación de los vencidos cartagineses, interpretando el prefijo i como «costa», «isla» o «tierra», con ya con el significado de «región». El lexema spn, que en fenicio y también en hebreo se puede leer como saphan, se tradujo como «conejos» (en realidad damanes, unos animales del tamaño del conejo extendidos por África y el Creciente Fértil). Los romanos, por tanto, le dieron a Hispania el significado de «tierra abundante en conejos», un uso recogido por Cicerón, César, Plinio el Viejo, Catón, Tito Livio y, en particular, Cátulo, que se refiere a Hispania como península cuniculosa (en algunas monedas acuñadas en la época de Adriano figuraban personificaciones de Hispania como una dama sentada y con un conejo a sus pies), en referencia al tiempo que vivió en Hispania. Sobre el origen fenicio del término, el historiador y hebraísta Cándido María Trigueros propuso en la Real Academia de las Buenas Letras de Barcelona en 1767 una teoría diferente, basada en el hecho de que el alfabeto fenicio (al igual que el hebreo) carecía de vocales. Así spn(sphan en hebreo y arameo) significaría en fenicio «el norte», una denominación que habrían tomado los fenicios al llegar a la península ibérica bordeando la costa africana, viéndola al norte de su ruta, por lo que i-spn-ya sería la «tierra del norte». Por su parte, según Jesús Luis Cunchillos en su Gramática fenicia elemental (2000), la raíz del término span es spy, que significa «forjar o batir metales». Así, i-spn-ya sería la «la tierra en la que se forjan metales».27 Aparte de la teoría de origen fenicio, que es la más aceptada a pesar de que el significado preciso del término sigue siendo objeto de discusiones, a lo largo de la historia se propusieron diversas hipótesis, basadas en similitudes aparentes y significados más o menos relacionados. A principios de la Edad Moderna, Antonio de Nebrija, en la línea de Isidoro de Sevilla, propuso su origen autóctono como deformación de la palabra ibérica Hispalis, que significaría la ciudad de occidente.28 y que, al ser Hispalis la ciudad principal de la península, los fenicios, y, posteriormente los romanos dieron su nombre a todo su territorio.29 Posteriormente, Juan Antonio Moguel propuso en elsiglo XIX que el término Hispania podría provenir de la palabra éuscara Izpania que vendría a significar que parte el mar al estar compuesta por las voces iz y pania o bania que significa «dividir» o «partir».30 A este respecto,Miguel de Unamuno declaró en 1902: «La única dificultad que encuentro [...] es que, según algunos paisanos míos, el nombre España deriva del vascuence 'ezpaña', labio, aludiendo a la posición que tiene nuestra península en Europa».31 Otras hipótesis suponían que tanto Hispalis como Hispania eran derivaciones de los nombres de dos reyes legendarios de España, Hispalo y su hijo Hispano o Hispan, hijo y nieto respectivamente de Hércules.32 Evolución de la palabra Hispania a España A partir del periodo visigodo, el término Hispania, hasta entonces usado geográficamente, comenzó a emplearse también con una connotación política, como muestra el uso de la expresión Laus Hispaniae para describir la historia de los pueblos de la península en las crónicas de Isidoro de Sevilla. Tú eres, oh España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India. Tú, por derecho, eres ahora la reina de todas las provincias, de quien reciben prestadas sus luces no sólo el ocaso, sino también el Oriente. Tú eres el honor y el ornamento del orbe y la más ilustre porción de la tierra, en la cual grandemente se goza y espléndidamente florece la gloriosa fecundidad de la nación goda. Con justicia te enriqueció y fue contigo más indulgente la naturaleza con la abundancia de todas las cosas creadas, tú eres rica en frutos, en uvas copiosa, en cosechas alegre... Tú te hallas situada en la región más grata del mundo, ni te abrasas en el ardor tropical del sol, ni te entumecen rigores glaciares, sino que, ceñida por templada zona del cielo, te nutres de felices y blandos céfiros... Y por ello, con razón, hace tiempo que la áurea Roma, cabeza de las gentes, te deseó y, aunque el mismo poder romano, primero vencedor, te haya poseído, sin embargo, al fin, la floreciente nación de los godos, después de innumerables victorias en todo el orbe, con empeño te conquistó y te amó y hasta ahora te goza segura entre ínfulas regias y copiosísimos tesoros en seguridad y felicidad de imperio. Historia de los Godos, Vándalos y Suevos de San Isidoro de Sevilla, siglo VI-VII. Trad. de Rodríguez Alonso, 1975, León, pp. 169 y 171.33 La palabra España deriva fonéticamente de HĬSPANĬA, de manera regular a través a la palatalización de la /n/ en /ñ/ ante yod latina -ĬA, la pérdida de la H- inicial (que se da en latín tardío) y la abertura de la Ĭ en posición inicial a /e/. Sin embargo, España no puede considerarse la traducción al español de la palabra latina Hispania, ya que el uso moderno designa una extensión diferente. Uso histórico del término Uso del término España hasta la Edad Media La evolución de la palabra España es acorde con otros usos culturales. Hasta el Renacimiento los topónimos que hacían referencia a territorios nacionales y regionales eran relativamente inestables, tanto desde el punto de vista semántico como del de su precisa delimitación geográfica. Así, en tiempos de los romanos Hispania»correspondía al territorio que ocupaban en la península, Baleares y, en el siglo III, parte del norte de África (la Mauritania Tingitana, que se incluyó en el año 285 en la Diócesis Hispaniarum). En el dominio visigodo, el rey Leovigildo, tras unificar la mayor parte del territorio de la España peninsular a fines del s. VI, se titula rey de Gallaecia, Hispania y Narbonensis. San Isidoro narra la búsqueda de la unidad peninsular, finalmente culminada en el reinado de Suintila en la primera mitad del s. VII y se habla de la madre España. En su obra Historia Gothorum, Suintila aparece como el primer rey de «Totius Spaniae». El prólogo de la misma obra es el conocido De laude Spaniae (Acerca de la alabanza a España). En tiempos del rey Mauregato fue compuesto el himno O Dei Verbum en el que se califica al apóstol como dorada cabeza refulgente de Ispaniae («Oh, vere digne sanctior apostole caput refulgens aureum Ispaniae, tutorque nobis et patronus vernulus»).n. 5 Con la invasión musulmana el nombre de Spania o España se transformó en اسبانيا, Isbāniyā. El uso de la palabra España sigue resultando inestable, dependiendo de quien lo use y en qué circunstancias. Algunas crónicas y otros documentos de la Alta Edad Media designan exclusivamente con ese nombre (España o Spania) al territorio dominado por los musulmanes. Así, Alfonso I el Batallador (1104-1134) dice en sus documentos que «Él reina en Pamplona, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza», y cuando en 1126 hace una expedición hasta Málaga nos dice que «fue a las tierras de España». Pero ya a partir de los últimos años del siglo XII se generaliza nuevamente el uso del nombre de España para toda la península, sea de musulmanes o de cristianos. Así se habla de los cinco reinos de España: Granada (musulmán), León con Castilla, Navarra, Portugal y Corona de Aragón (cristianos). Identificación con las coronas de Castilla y Aragón A medida que avanza la reconquista varios reyes se proclamaron príncipes de España, tratando de reflejar la importancia de sus reinos en la península.34 Tras la unión dinástica de Castilla y Aragón, se comienza a usar en estos dos reinos el nombre de España para referirse a ambos, circunstancia que, por lo demás, no tenía nada de novedosa; así, ya en documentos de los años 1124 y 1125, con motivo de la expedición militar de Alfonso I de Aragón por Andalucía, se referían al Batallador —que había unificado los reinos de Castilla y Aragón tras su matrimonio con Urraca I— con los términos «reinando en España» o reinando «en toda la tierra de cristianos y sarracenos de España».35 Evolución independiente del gentilicio El gentilicio «español» ha evolucionado de forma distinta al que cabría esperar (cabría esperar algo similar a «hispánico»). Existen varias teorías sobre cómo surgió el propio gentilicio «español»; según una de ellas, el sufijo «-ol» es característico de las lenguas romances provenzales y poco frecuente en las lenguas romances habladas entonces en la península, por lo que considera que habría sido importado a partir del siglo IX con el desarrollo del fenómeno de las peregrinaciones medievales a Santiago de Compostela, por los numerosos visitantes francosque recorrieron la península, favoreciendo que con el tiempo se divulgara la adaptación del nombre latino hispani a partir del «espagnol», «espanyol», «espannol», «espanhol», «español» etc. (las grafías gn, nh y ny, además de nn, y su abreviatura ñ, representaban el mismo fonema) con que ellos designaban a los cristianos de la antigua Hispania. Posteriormente, habría sido la labor de divulgación de las élites formadas las que promocionaron el uso de «español» y «españoles»: la palabra «españoles» aparece veinticuatro veces en el cartulario de la catedral de Huesca, manuscrito de 1139-1221,36 mientras que la Estoria de España, redactada entre 1260 y 1274 por iniciativa de Alfonso X el Sabio, se empleó exclusivamente el gentilicio «españoles».37 Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Espa%C3%B1a