LA KOINONIA O COMUNIDAD ECLESIAL Artículo destinado especialmente para los catequistas ESPAC que inician la Cuarta Etapa en su procesos de formación. Kerigma, Catequesis, Catecumenado, Catequista, Liturgia, Mistagogia, Koinonía, son palabras de origen griego cuyos significados proceden del hebreo y del arameo, idiomas que hablaron Jesús y los Apóstoles; que tienen íntima relación con sus correspondientes en latín, idioma que hablaban los primeros cristianos, y con el vocabulario castellano de la evangelización y de la catequesis que empleamos los catequistas. Son palabras clásicas que la catequética emplea en sus investigaciones y que debemos conocer los educadores en la fe. Ya nos hemos familiarizado con estos vocablos a lo largo del proceso de formación, pero antes de la etapa final, es necesario profundizar en el sentido de la KOINONIA. 1. La koinonía en los primeros días de la Iglesia. El libro de los Hechos de los Apóstoles, en los capítulos II y IV, narra la vida de las primeras comunidades cristianas surgidas del paganismo y del judaísmo gracias al kerigma de los Apóstoles y educadas, luego, en la fe mediante la catequesis de los Satos Padres. San Lucas nos dice al respecto: Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y repartían el precio de la venta entre todos. (Hechos 2.42). La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos sus bienes porque todo era común entre ellos (Hech 4.32). Con el correr de los días, esta espiritualidad de comunión fue perfilando en aquellos cristianos, el concepto teológico de Iglesia, es decir, de la comunidad de los convocados por Dios y hechos discípulos de Jesucristo por los sacramentos de iniciación. Desde entonces, en el lenguaje cristiano, la palabra "koinonía”= (comunidad=iglesia) designa no sólo la asamblea litúrgica (cf. 1 Co11, 18; 14, 19. 28. 34. 35), sino también la comunidad local (cf. 1 Co 1, 2; 16, 1), la comunidad universal de los creyentes (cf. 1 Co 15, 9; Ga 1,13; Flp 3, 6) y el espíritu que debe caracterizar a todos los discípulos de Jesucristo. Estas características son inseparables del hecho Iglesia. La Iglesia, en efecto, existe en las comunidades locales y se realiza como comunidad de fe, como comunidad litúrgica y como comunidad misionera (Cf CIC 752). 2. Creo en la comunión de los santos El espíritu de koinonía en que vivieron los primeros cristianos fue definido por el primer Concilio Ecuménico de Constantinopla (año 325) como la “comunión de los bautizados”. Y los obispos que se reunieron en aquel Concilio, queriendo hacer un compendio de los misterios de la fe, redactaron el “Credo” y propusieron, como verdad de fe que todos debemos aceptar, la expresión: “Creo en la comunión de los santos”. Esta afirmación completa la anterior del Credo: “Creo en la santa iglesia católica”. Ambos artículos del Credo expresan el sentido de pertenencia y de fraternidad de los cristianos considerados como el pueblo de la Nueva Alianza. Recordemos que el pueblo de la Antigua Alianza celebraba su fe cantando el salmo 133, que ahora nosotros repetimos con el salmista: “¡Miren qué hermoso es que los hermanos vivamos unidos y en armonía”, “Me alegré cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor” (Salmo122). Ambos salmos manifiestan el espíritu comunitario que animaba, tanto la vida religiosa de Israel, como el que animó a las primeras comunidades cristianas y como el que debe animar ahora la vida de los discípulos de Jesucristo. 2. Koinonía sinónimo de comunidad La comunión entre personas se logra con la presencia física y la participación activa de todos; así lo expresa el libro de Hechos: “los creyentes vivían unidos”. Sabían ellos que la koinonía es compromiso comunitario y certeza de que, en todas las circunstancias de la vida se puede contar con los amigos. Es lamentable que el espíritu de comunión y participación, característico de los primeros cristianos, sea hoy tan extraño entre los cristianos y que en la sociedad actual predomine el individualismo; que la expresión “Acción comunal” disocie en vez de asociar debido a los intereses egoístas de tantos y que hacer comunidad resulte algo extraño porque el individualismo y el anonimato se convirtieron en paradigmas de la cultura urbana. Sin embargo, la expresión “los creyentes vivían unidos” continúa viva, no sólo en el libro de los Hechos, sino en los verdaderos discípulos de Cristo. “Vivir unidos”, es signo de la bendición divina que produce tantos y tan buenos resultados en las familias y en el pueblo, como signo distintivo de su identidad “para que el mundo crea” (Jn 17, 21) y la sociedad se pueda realizar en paz y armonía. “Hacer koinonía” es hacer Iglesia, es practicar el amor comunitario, es pensar y sentir como el Maestro. Sabemos por la experiencia que la Iglesia no se siembra de arriba hacia abajo por decretos, ni se instala en un lugar como sucursal de una empresa; que tampoco es un supermercado a donde se va a comparar según las preferencias de cada uno, ni menos una estación de servicio para cumplir, a las carreras, con un precepto; la Iglesia tampoco es una organización, una ONG aunque su acción en la “diaconía” (servicio) se oriente en obras sociales; la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo que siendo UNO y ÚNICO tiene muchos miembros orgánicamente unidos. La iglesia es koinonía, es comunidad que marcha hacia la construcción del Reino de Dios. En la iglesia, como en la familia, los hermanos no se escogen caprichosamente. Somos hermanos porque somos hijos de un mismo Padre, porque el Dios que nos engendró, nos convocó en familia y a los que convocó, los justificó, y a los que justificó los glorificó por la acción del Espíritu que nos integra a imagen de la Trinidad (cf Rom 8, 29). 3. Bases cristológicas de la koinonía “Si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,19-­‐20) La koinonía en la Nueva Alianza la inició y la perfeccionó Jesús con sus discípulos desde cuando los eligió, los instruyó en los valores del Reino durante tres años, los formó para la misión y les envió al Espíritu Santo. San Juan quien, desde el capítulo primero de su evangelio nos habla de su vocación y de su formación en la escuela de Jesús, en los capítulos 15, 16 y 17, nos presenta la culminación de este proceso, con la alegoría de la vid y los sarmientos en el capítulo 15, y con el anuncio del Espíritu que lo guiará unido a sus compañeros hasta la verdad plena. En el capítulo 17 nos presenta los hechos realizados por Jesús la tarde anterior a su pasión: lava los pies a sus discípulos, ora por ellos para que sean UNO como lo son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y cumple lo que les había prometido: la institución de la Eucaristía, el Pan de vida. “El que coma de este pan permanece en mi y yo en él” (Jn 6, 56). San Mateo, en el capitulo 16 de su evangelio, dice que la Iglesia debe ser en el mundo una “novedad” siempre actual a partir del reconocimiento de Jesucristo como el Hijo de Dios (16,13-­‐20). Para Mateo, no se trata de dar ideas sobre lo que es comunidad, ni de hacer planes sobre lo que deben ser y hacer las personas de una comunidad en el desempeño de la misión; lo que a Mato le interesa es precisar la visión que Jesús tiene sobre la Iglesia. La koinonía sólo puede realizarse con una visión cristológica: los seguidores de Jesús debemos vivir la fe en un Dios que es amor, misericordia, perdón, comunidad. Cuando Mateo reflexiona sobre la comunidad a la que él pertenece y para la que escribe su evangelio, ha experimentado las dificultades de la vida comunitaria. Por eso, les da normas en relación con el “servir” y el “compartir”. Para alcanzar estos objetivos, les señala el siguiente itinerario: • • • • • • • Acoger a los pequeños. La koinonía que es respuesta a la iniciativa amorosa de Dios, acoge a los pequeños y en ellos, a Jesús colocándolo en el centro de su compromiso evangelizador y de su oración. Dejar la búsqueda de privilegios y preferencias por personas de alto rango social excluyendo a los humildes. Amar al hermano y corregir al que se equivoca, porque la Iglesia está formada por justos y pecadores, y por quienes son las dos cosas a la vez. El amor cristiano rechaza el “amiguismo” carente de caridad que sólo lleva a una coexistencia pacífica. Hacer presente a Jesús en medio de la comunidad. La presencia del Resucitado en la humanidad se inicia con la Encarnación, se prolonga en la Iglesia como signo visible del Reino y alcanza su culmen en la Pascua. La oración debe caracterizarse por el amor a Dios y a los hermanos sabiendo que sin la oración no puede haber koinonía. Disponibilidad para perdonar. El perdón libera al perdonado de su falta y al que perdona, de su rencor. Perdonar es característica de los discípulos de Jesús; negarse a hacerlo es negarse a merecer el perdón de Dios. La frase tan común: “yo perdono, pero no olvido” es lo más contrario a la koinonía. La Iglesia es koinonía de fe, de servicio y de fraternidad que busca vivir según los postulados de Jesús quien la propuso como la espiritualidad propia de sus discípulos. Sin esta espiritualidad, la Iglesia se queda en normas de conducta, se distorsiona en abusos de poder, vive según las categorías del mundo de los privilegios, ambiciona el poder y el tener y seguir a Cristo pero sin la cruz. Sin la espiritualidad de koinonía que se expresa en perdón, la comunidad desconoce la presencia de Jesús en medio de ella, deja de ser signo del Reino y se resiste a acogerlo. 3. Koinonía y desarrollo social, dos caras de la misma moneda El anhelo de una “iglesia renovada”, desde el Concilio Vaticano II, sigue siendo el sueño de los católicos, quieren hacer de ella una auténtica koinonía. El apóstol san Pablo da a la palabra “comunidad” todo su sentido al vislumbrar en las comunidades por él fundadas la realización ecuménica y universal de la presencia del Reino de Dios en medio de los conflictos sociales. Ya desde su primera carta a los de Tesalónica, (3, 7-­‐13), San Pablo los felicita por el espíritu de esta comunidad por él fundada: “Que el Señor los llene y los haga rebosar de amor mutuo y hacia todos los demás”, les recuerda, así, la manera como deben vivir en espíritu de koinonía. La comunidad cristiana de Tesalónica se había formado sobre un sistema de caridad que fomentaba el desarrollo social, religioso y económico. Pablo da gracias a Dios y los felicita porque las buenas relaciones entre ellos han producido buenos resultados y la situación económica de la comunidad ha mejorado, contribuyendo a la tranquilidad de todos (1 Tes 4, 9; 5, 12 ss). Para Pablo, la koinonía imprime en los miembros de la comunidad un especial espíritu en lo laboral pues, para no depender de nadie hay que trabajar, producir y mejorar la “comunicación de bienes”. Cuando haya que apoyar a alguien hay que hacerlo, pero el mejor camino es la autogestión. De ahí que, con san Pablo, la Doctrina Social de la Iglesia, enseñe a “no dar el pescado a la población con necesidades básicas insatisfechas y a personas desempleadas y subempleadas, sino enseñarles a pescar”. Koinonía y trabajo son las dos caras de una misma moneda que se enriquecen mutuamente. En el capítulo tres de la segunda carta a los tesalonicenses, San Pablo pone una doble razón para la construcción de este proyecto: promover la dignidad de la persona frente al trabajo y la capacidad de vivir con lo propio, para no depender de nadie. 4. Una imagen dice más que mil palabras. “Como tú Padre en mi y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Juan 17,20-­‐21). La íntima comunión de Jesús con su Padre se proyecta en la vida comunitaria de sus discípulos. Jesús nunca aparece solitario en el Evangelio, ni como un superhombre dedicado a hacer maravillas. Desde su nacimiento aparece integrado en una familia que lo ayuda a crecer y desarrollarse en los valores de su cultura judía. Durante su vida apostólica lo vemos siempre actuando con este criterio. Al comenzar, llama y reúne discípulos, comparte con ellos su proyecto sobre el Reino, les demuestra su amor hasta la muerte y, al final, los envía a anunciar el evangelio, a enseñarlo y a hacer discípulos por todo el mundo. Para estos propósitos, Jesús no escogió a una elite con estudios superiores, con influencia y con poder; eligió a gente sencilla que atraída por su mensaje, lo siguió y con ellos formó una comunidad para que compartiera su misión salvadora (Mc 1,16-­‐20; 3, 14-­‐15). El lema o distintivo que el Maestro adoptó para su comunidad fue, SERVICIO, con la advertencia: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y el servidor de todos…El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí” (Mc 9,30-­‐37). Pero, los discípulos no pensaban igual. Les interesaba saber quién tenía el poder, el prestigio, el mayor reconocimiento. Ésto suele sucedernos también a nosotros y, a partir de la enseñanza de Jesús, debemos encontrar la explicación a nuestras dificultades en la vida comunitaria: ¿quién tiene más poder, quién es de mejor familia, quién grita más fuerte, quien es el primero? Al respecto, el documento de Aparecida nos dice: “El reto fundamental que afrontamos es mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos-­‐misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo.” (DA 14). Del encuentro con Cristo brota la conversión, la comunión, la solidaridad y la misión en la que sus discípulos estamos empeñados. Ya en la Exhortación Apostólica “La Iglesia en America” (año 1999) el Papa Juan Pablo II había desarrollado este tema que Aparecida amplió en el Capítulo 6 de su Documento dedicado a la formación de discípulos misioneros (DA 240 y ss). Después de leer los numerales 240 a 275, preguntémonos, ¿Por qué el encuentro con Cristo Resucitado es tan fecundo? La respuesta es, porque nos introduce en la dinámica del amor trinitario: Dios es comunión de tres personas en mutua y permanente acogida y donación. El encuentro con Cristo acrecienta en nosotros la capacidad de abrirnos a los demás, de darnos generosamente y de acogernos unos a otros. El encuentro con Cristo nos abre a la comunión con los demás, dentro y fuera de la Iglesia. 5. Espiritualidad de comunión. “La comunión es la manifestación del amor que surge del corazón del Padre y se derrama en nosotros a través del Espíritu de Jesús resucitado” (cf. Rom 5,5); la comunión hace de nosotros “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32)”. La koinonía, es ante todo un DON de Dios que debemos implorar y acoger individual y comunitariamente como lo expresó Jesús en su oración sacerdotal: “Como tu, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). El camino de la comunidad pasa siempre cerca del hermano y sus necesidades. El catequista que hace de su vida un “servicio”, una diaconía, es el más grande en el Reino de Dios. No se trata de una actitud servil, sino del amor que conlleva preocupación, interés vigilante y atención solícita por el bien físico y espiritual de los demás. Se trata de servir al hermano en todas las circunstancias, así me caiga bien o mal. El discípulo de Jesús integra a los excluidos, está al lado de los pobres, de los marginados, comparte con cariño sus problemas, recibe a los necesitados (ver Mc 1,40-­‐45). De igual manera, la comunidad cristiana debe estar abierta para recibir al hermano o a la hermana ignorantes de Dios, al enfermo o al anciano. La Iglesia en sus primeros años también vivió esta espiritualidad en pequeñas comunidades y tanto el libro de los Hechos, como los evangelios y las cartas de San Pablo nos describen el impacto que producía en el mundo pagano el testimonio de los primeros discípulos (ver Hech 2,42-­‐47; 4,32-­‐35). No por casualidad la renovación del Concilio Vaticano II se ha expresado en América Latina con el surgimiento de tantas Comunidades Eclesiales, particularmente en los sectores rurales y urbanos populares La cultura actual, sobre todo la urbana, no favorece la vida comunitaria. La búsqueda del dinero para obtener cosas que den prestigio y poder, y el consumismo con su apetito desordenado de tener, desarrollan el individualismo y la competencia entre las personas. Como Iglesia y como educadores en la fe, los catequistas ESPAC no somos inmunes a estas tentaciones. Sin embargo, en la medida en que logremos resistirlas y promover una auténtica vida comunitaria, seremos un poderoso signo evangelizador de la cultura egoísta de nuestro mundo. Para esto el Maestro oraba por nosotros diciendo : “Padre, te pido por ellos y por los que han de creer en mi por la palabra de ellos: que sean uno como Tú y yo somos Uno para que el mundo crea”. De aquí que los documentos del magisterio en los últimos años hayan insistido tanto en el tema de la Comunión Eclesial. Por ejemplo, en su Carta Apostólica “Novo Millennio Ineunte” el Papa Juan Pablo II coloca la comunidad como la imagen clave de la nueva evangelización, cuando dice: “Otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como de las iglesias particulares, es el de la comunión, que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia” (n.42). Tanta importancia da el Papa a este tema que a continuación agrega: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder a las esperanzas del mundo”. Y para responder a este desafío, lo primero que el Papa señala es “promover una espiritualidad de comunión, como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas, los catequistas y los agentes de pastoral, y donde se construyen las familias y las comunidades” (n.43). 6. Cuatro rasgos característicos de la espiritualidad de comunión (Nº NMI 178): 1) “Una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros”, que nos hace permanecer en el Señor, purificar nuestra capacidad de amar y contagiarnos del amor de Cristo, que acoge al otro sin tener en cuenta la diversidad. 2) “Sentir al hermano como un miembro vivo del Cuerpo Místico, y, por lo tanto, como alguien que me pertenece”. Tener una mirada de fe sobre la Iglesia, con sus luces y sus sombras. 3) “Capacidad de ver lo positivo en el otro para acogerlo y valorarlo como un regalo de Dios”. Se requiere una gran madurez de fe para gozar con los dones y con el éxito de los demás y para no sentirnos mal porque yo no tengo esos dones o porque al otro le va mejor. 4) “Acoger al hermano y ayudarlo a llevar sus cargas”. Hacernos cargo de las dificultades del hermano o de la hermana, de sus defectos y, a veces, de su lentitud para crecer en espíritu de koinonía, es imitar al Maestro; es brindar a los demás la posibilidad de demostrar y desplegar sus cualidades, asumiendo los riesgos que conlleva todo aprendizaje. Según ésto, la espiritualidad de comunión es la respuesta que el Evangelio da a tres necesidades humanas básicas: 1. Necesidad del otro: todo ser humano es un yo que anda en búsqueda de un tú. 2. Necesidad de crecimiento: la persona crece y llega a la madurez en su relación con los demás, por identificación o por contraste. 3. Necesidad de superar el anonimato que tiende a provocar soledad, aislamiento, incomunicación y fobias en el ser humano. 7. Dificultades. El Documento de Aparecida nos invita ponernos en guardia frente a lo que dificulta la espiritualidad de comunión: • Inmadurez, superficialidad, poca consistencia personal. • Búsqueda desmedida de brillo personal, narcisismo, vanidad, espíritu de competencia, rivalidad. • Dificultad de empatía por hipersensibilidad o por sequedad emocional; incapacidad para ponerse en el lugar del otro. • Entender la vida como “acumulación de bienes” y no como comunión de personas. No olvidemos que la Iglesia es “sacramento de comunión”, es decir que no existe por sí misma, ni para sí misma: existe desde Dios Trino y para servicio del mundo. La Iglesia está llamada a ser signo cada vez más transparente de Cristo Resucitado e instrumento cada vez más eficiente en sus manos para transformar este mundo en el Reino de la verdad, del amor, de la justicia, de la santidad y de la paz. La koinonía, la comunión eclesial es el signo más elocuente de lo que Dios quiere hacer con los seres humanos cuando se dejan guiar por su Espíritu; la koinonía es un poderoso instrumento para que los hombres y mujeres vivamos unidos, superando todo lo que nos divide o nos distancia. La comunión es para la misión: “Padre, que todos sean uno…para que el mundo crea”. 8. Conclusión. (DA 161 a 163). • La Iglesia es comunión en el amor. Esta es su esencia y el signo por la cual debe ser reconocida como seguidora de Cristo y servidora de la humanidad. • • El “nuevo mandamiento” une a los discípulos entre sí como hermanos y hermanas, obedientes al Maestro, miembros unidos a la Cabeza y llamados a cuidarse los unos a los otros (1Cor 13; Col 3, 12-­‐14). La diversidad de carismas, ministerios y servicios abre horizontes para el ejercicio cotidiano de la comunión a través de la cual los dones del Espíritu son puestos a disposición de los demás y circule la caridad (cf. 1 Cor 12, 4-­‐ 12). Cada bautizado debe desarrollar en unidad y complementariedad los dones recibidos de Dios con los de los otros, a fin de formar el único Cuerpo de Cristo, entregado para que el mundo creyendo, tenga vida. La vivencia de la unidad orgánica y la diversidad de funciones asegura siempre la vitalidad misionera y es signo e instrumento de reconciliación y paz para nuestro pueblo. Cada comunidad está llamada a descubrir e integrar los talentos escondidos y silenciosos que el Espíritu regala a cada uno. En el pueblo de Dios “la comunión y la misión están profundamente unidas entre sí. La comunión es misionera y la misión es para la comunión”. En la familia, en la pequeña comunidad y en la iglesia local, todos los miembros, según los carismas de cada uno, estamos convocados a la koinonía, a la santidad en la comunión y a la misión.