La naturaleza y los griegos

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El siglo XX pasará sin duda como uno de los periodos en que
la humanidad habrá presenciado los cambios científicos más
revolucionarios de su historia. Erwin Schrödinger, Premio
Nobel de Física, fue, junto con Einstein, uno de los primeros
en contribuir a estos cambios. Sin embargo, en 1948,
cuando dictó el curso que, poco después, se convirtió en el
libro que publicamos ahora, aconsejaba a sus discípulos que
volvieran su atención hacia los pensadores de la
Antigüedad, pese a todos los adelantos científicos de que
entonces ya se disponía.
Su interés por los orígenes del pensamiento científico parte
de la preocupación por conocer las causas intrínsecas del
conflicto entre religión y ciencia, entre filosofía y física,
conflicto que se ha ido agravando desde el renacer de la
ciencia en el siglo XVII hasta nuestros días y que surge de
una pregunta primordial, aún no resuelta: ¿de dónde vengo
y adónde voy? Pues, Schrödinger, sumergido por su propia
actividad en la investigación de la naturaleza profunda de la
realidad física, se propuso intentar descubrir cuál es el lugar
de la humanidad en relación con esta «realidad» y averiguar
cómo los grandes pensadores del pasado examinaron esta
cuestión. ¿Quién mejor que él para guiarnos a nosotros en
esta apasionante exploración de los orígenes, cuando
filosofía y ciencia formaban parte de un único pensamiento?
1
Erwin Schrödinger
La naturaleza y los griegos
Metatemas - 048
2
Título original: Nature and the Greeks
Erwin Schrödinger, 1997
Traducción: Víctor Gómez Pin
Ilustraciones: isytax
ÍNDICE
-Prólogo
-Razones de un retorno al pensamiento antiguo
-La rivalidad Razón - Sentidos
-Los pitagóricos
-La cultura jónica
-La religión de Jenófanes. Heráclito de Éfeso
-Los atomistas
-¿Cuáles son los rasgos peculiares?
-Bibliografía
-Autor
-Notas
3
A mi amigo A. B. Clery, en agradecimiento por
su inestimable ayuda.
4
Prólogo
En sus años de docencia en una institución
universitaria de Dublín, el profesor Schrödinger,
premio Nobel de Física, se distancia (relativamente) de
sus investigaciones directas en física teórica para
consagrarse a una reflexión sobre el concepto mismo
que se halla en el origen de la disciplina: physis,
término equívocamente vertido por naturaleza, que
Schrödinger se propone iluminar a partir de la
percepción que de ella tienen los más arcaicos
pensadores griegos; resultado de tal reflexión es este
pequeño libro. Su importancia no reside en el grado de
erudición filosófica del autor (que sin embargo para sí
quisieran muchos profesores de la disciplina) y ni
siquiera en su indudable autoridad para vincular la
historia de la filosofía a la historia de la ciencia. Lo que
llama la atención es sobre todo la disposición de
espíritu con la que el ilustre científico acomete la tarea
de hurgar en los textos presocráticos. Textos que no
cabe aún catalogar propiamente ni de científicos ni de
filosóficos y ello porque tal división encuentra origen
en un singularísimo rasgo de la operación de pensar
que se va fraguando por vez primera en tales textos.
Schrödinger parece reconocerse y deleitarse en este
horizonte previo a la parcialización de las tareas del
espíritu. «La filosofía de los antiguos griegos nos atrae
hoy porque nunca… se ha establecido nada parecido a
5
su altamente avanzado y articulado sistema de
conocimiento y especulación sin la fatídica división que
nos ha estorbado durante siglos y que ha llegado a
hacerse insufrible en nuestros días», escribe el autor.
Pero es más: El científico que, tras forjar las
ecuaciones en las que arranca la mecánica cuántica,
puso de relieve que las paradojas que esta plantea se
dan asimismo en el nivel macroscópico, el científico
que en mayor medida contribuyó a subvertir los pilares
sobre los que creíamos asentada la teoría del
conocimiento, se propone determinar inequívocamente
dónde reside la importancia del pensamiento griego (al
que tantos se acercan de forma puramente beata)
alcanzando a señalar que lo fundamental estriba en el
doble rasgo siguiente: a) allí se instaura la convicción
de que el mundo en nuestro entorno es cognoscible, y
b) se considera que el sujeto que conoce es neutro
respecto a la entidad conocida y al propio acto de
conocer.
La reflexión de Schrödinger nos conduce así hasta el
advenimiento de algo que a priori no era necesario ni
evidente, que para nosotros llegó sin embargo a ser la
evidencia misma y que, precisamente tras Schrödinger
(junto a otros grandes científicos de nuestro tiempo),
ha dejado de ser tal.
En este discurrir sobre los griegos no deja jamás de
estar presente la mirada del físico cuántico. El nombre
de Schrödinger ha quedado vinculado, de manera casi
6
popular, al célebre apólogo del «gato enclaustrado»,
que recordaremos brevemente. En una caja se
encuentra el felino junto a un dispositivo mortal que
tiene un 50% de posibilidades de funcionar.
Suponiendo que no tenemos medio de saber si ha
funcionado o no, antes de que se abra la caja
ignoramos si el gato está vivo o muerto; hasta ahí todo
normal. Mas según los principios de la mecánica
cuántica, el investigador que ha construido la situación
ha superpuesto un estado que implica gato vivo y un
estado que implica gato muerto. Ahora bien, tal
superposición cuenta entre los rasgos constitutivos del
fenómeno que se investiga; por consiguiente, no se
trata tan sólo de que no sepamos (antes de abrir la
caja) si el gato está vivo o muerto, se trata de que está
a la vez vivo y muerto, el gato está en el limbo, por así
decirlo.
Muchas han sido las controversias en torno a la
significación real de tal apólogo y en general respecto
a las paradojas de la mecánica cuántica. En cualquier
caso ¡Kant jamás se hubiera permitido ignorarlas!
(Contrariamente a tantos «metafísicos» actuales que
creen poder permanecer indiferentes a las ecuaciones
de Schrödinger).
En un pasaje central de su reflexión, Schrödinger se
refiere a las teorizaciones en las que el ideal del
conocimiento científico parece quedar reducido al de
computar y describir los fenómenos renunciando así a
7
toda dimensión explicativa. Los orígenes de tal
concepción se remontan como mínimo a un célebre
texto de los Principia de Newton del cual no tenemos
espacio para ocuparnos. Señalemos tan sólo que en él
se erige en soporte teorético exclusivo de la ciencia, la
llamada «filosofía experimental», en la cual —escribe
Newton— «se extraen proposiciones de los fenómenos
y después se generaliza por inducción». Según tal
filosofía, sabiendo cómo cae un cuerpo es ocioso
preguntarse por qué cae (hipothesis non fingo, dice
Newton al respecto). No es discutible que la actividad
consistente en computar, describir, generalizar por
inducción y efectuar previsiones aparecería así como
modelo único de cientificidad, respecto al cual
quedaría como residuo de espiritualidad adolescente
una ciencia vinculada a la filosofía propiamente dicha;
aquella filosofía que, en términos de Leibniz, «busca
siempre la razón»: esa razón sin la cual Kant (tan
newtoniano por otra parte) negaba el derecho a decir
«todo cuerpo es pesado» por mucho que la gravedad
fuera constatada por doquier.
Pues bien, esta ruptura de facto entre filosofía y
física está a punto de ser superada, y ello como
resultado de la interrogación de los propios físicos,
aguijoneados por la aparición en sus teorías de lagunas
de inteligibilidad que les parecen a ellos mismos
escandalosas y que desde luego lo son mucho menos
que el evocado hypothesis non fingo. No se trata sólo
8
de que algunas de las cuestiones planteadas por la
relatividad y la teoría cuántica hayan llegado a ser
centrales en la filosofía de la ciencia. Se trata,
fundamentalmente, de que la física contemporánea
tiende intrínsecamente a convertirse en reflexión sobre
los conceptos que constituyen el soporte no sólo de la
propia disciplina, sino quizá de todo conocimiento
humano, y que al efectuar tal viraje, la física encuentra
exactamente los mismos problemas que constituyen el
núcleo duro de la filosofía, a saber, la teoría de las
determinaciones del ser u ontología. Para la propia
filosofía, la mediación de sus problemas clásicos por
las reflexiones precedentes de los físicos constituye
auténtico alimento revitalizador, que restaura la
frescura originaria y le otorga nueva legitimidad. De ahí
la importancia que dábamos a la disposición misma del
autor de este pequeño texto.
Víctor Gómez Pin
Universidad Autónoma de Barcelona
9
La naturaleza y los
griegos
Conferencias Shearman
Londres, 24, 26, 28 y 31 de mayo de 1948.
10
Razones de un retorno al
pensamiento antiguo
Cuando, a comienzos de 1948, empecé a impartir una
serie de conferencias sobre el tema que aquí se trata,
ya sentí la urgencia de ofrecer amplias excusas y
explicaciones preliminares. Lo que expuse en aquel
momento (precisaré que fue en el University College de
Dublín) ha venido a formar parte del librito que tienen
ante ustedes. Se han añadido algunos comentarios
desde el punto de vista de la ciencia moderna y una
breve exposición de lo que creo son los rasgos
fundamentales propios de la imagen del mundo que
nos proporciona la ciencia de hoy. Mi objetivo real al
extenderme en este último aspecto era probar que
estos rasgos son fruto de un proceso histórico (y no de
una necesidad lógica), siguiendo una pista que se
remonta a los primeros estadios del pensamiento
filosófico occidental. Efectivamente, como he dicho, me
sentía un tanto incómodo porque estas conferencias
iban más allá de las tareas oficialmente asignadas a un
profesor de física teórica. Fue necesario explicar
(aunque yo no estuviera demasiado convencido de ello)
que, al ocupar mi tiempo en reflexiones acerca de los
pensadores griegos antiguos y comentarios sobre sus
puntos de vista, no me estaba entregando a lo que
podía ser una afición recientemente adquirida; que ello
no significaba, desde el punto de vista profesional, una
11
pérdida de tiempo, algo que tuviera que ser relegado a
las horas de ocio; sino que estaba justificado en la
esperanza de incrementar la intelección de la ciencia
moderna y, por consiguiente, inter alia, también de la
física moderna.
Pocos meses más tarde, en mayo, disertando acerca
del mismo tema en el University College de Londres
(Conferencias Shearman, 1948), ya me sentí bastante
más seguro de mí mismo. El apoyo inicial que había
encontrado en eruditos del mundo clásico tan
eminentes como Theodor Gomperz, John Burnet, Ciryl
Bailley y Benjamín Farrington —algunas de cuyas
agudas observaciones serán más tarde citadas— hizo
que muy pronto tomara conciencia de que no había
sido ni el azar ni una predilección personal lo que me
había inducido a sumergirme en profundidad en veinte
siglos de la historia del pensamiento —a diferencia de
otros científicos que respondían al ejemplo y la
exhortación de Ernst Mach—. Lejos de ceder a un
extravagante
impulso,
había
sido
arrastrado
inadvertidamente, como sucede a menudo, por una
tendencia del pensamiento enraizada de alguna
manera en la situación intelectual de nuestro tiempo.
En efecto, en el corto plazo de uno o dos años se
habían publicado varios libros de autores que no eran
eruditos clásicos, sino personas interesadas sobre todo
en el pensamiento científico y filosófico de nuestros
días; no obstante habían dedicado una parte sustancial
12
de su trabajo de erudición a escrutar en los escritos
antiguos las más tempranas raíces del pensamiento
moderno. Cabe citar Growth of Physical Science
(Desarrollo de la ciencia física), la obra póstuma del
difunto Sir James Jeans, eminente astrónomo y físico,
ampliamente conocido por el gran público por sus
brillantes y celebradas obras de divulgación, así como
la maravillosa Historia de la filosofía occidental, de
Bertrand Russell, sobre cuyos méritos no creo que sea
preciso extenderse aquí; únicamente quisiera recordar
que Bertrand Russell inició su brillante carrera como
filósofo de las matemáticas modernas y de la lógica
matemática. Alrededor de una tercera parte de cada
uno de estos libros se ocupa de la Antigüedad. Por la
misma época recibí un hermoso volumen de similar
perfil, titulado Die Geburt der Wissenschaft (El
nacimiento de la ciencia), que me envió su autor, Anton
von Mörl, quien no es ni estudioso de la Antigüedad ni
de la ciencia ni tampoco de la filosofía; tuvo la
desgracia
de
ser
el
jefe
de
la
policía
(Sicherheitsdirector) del Tirol en la época en que Hitler
entró en Austria, crimen que le supuso varios años en
un campo de concentración; afortunadamente
sobrevivió a la prueba.
Ahora bien, si estoy en lo cierto al considerar esta
vuelta a las raíces una tendencia general de nuestro
tiempo, entonces las preguntas surgen con toda
naturalidad: ¿cómo surgió esta tendencia?, ¿cuáles
13
fueron sus causas?, ¿cuál es su auténtica significación?
Cuestiones
a
las
que
es
difícil
contestar
exhaustivamente incluso en el caso de que la tendencia
del pensamiento considerado se sitúe lo bastante lejos
en la historia como para que tengamos una buena
perspectiva de la situación humana global de la época.
Cuando se trata de un desarrollo reciente cabe esperar
como máximo poner de relieve uno u otro de los
hechos o rasgos que han contribuido a él. En el
presente caso son, creo, dos las circunstancias (entre
aquellas que afectan a la historia de las ideas) que
pueden explicar parcialmente esta acusada inclinación
retrospectiva: la primera se refiere a la fase intelectual
y emocional en la que en general la humanidad se halla
en nuestros días; la segunda es la singular situación
crítica en la que prácticamente todas las ciencias
fundamentales se encuentran envueltas de manera
cada vez más desconcertante (en contradicción con sus
florecientes derivaciones, como la ingeniería, la
química aplicada —incluida la nuclear—, la medicina y
las técnicas quirúrgicas). Permítaseme explicar
brevemente estos dos puntos, comenzando por el
primero.
Como Bertrand Russell ha señalado recientemente
con especial claridad[1], el creciente antagonismo entre
religión y ciencia no surgió de circunstancias
accidentales ni tiene su causa, hablando en términos
generales, en la mala voluntad de una u otra parte. Un
14
número considerable de recelos mutuos es,
lamentablemente, natural y comprensible. Uno de los
objetivos, si no la tarea primordial, de los movimientos
religiosos ha sido siempre el de redondear la siempre
incompleta comprensión de la insatisfactoria y perpleja
situación en la que el hombre se encuentra en el
mundo: cerrar la desconcertante «apertura» de la
perspectiva resultante de la mera experiencia, con
vistas a aumentar su confianza en la vida y fortalecer
su natural benevolencia y simpatía hacia el prójimo,
innatas según creo, pero supeditadas a las desventuras
personales y a los zarpazos de la miseria. Ahora bien,
para satisfacer al hombre corriente, no cultivado, este
completar la fragmentaria e incoherente imagen del
mundo debe proporcionar entre otras cosas una
explicación de todos aquellos rasgos del mundo
material que no han sido hasta ahora comprendidos o
que lo han sido de manera no accesible al hombre de
la calle. Esta exigencia es raramente pasada por alto,
por la sencilla razón de que, como norma, es
compartida por la persona o personas que, en virtud de
su carácter sobresaliente, su inclinación sociable y su
profunda comprensión de las cuestiones humanas,
tienen prevalencia sobre las masas y la capacidad de
producir entusiasmo con su luminosa enseñanza
moral. Sucede no obstante que tales personas, por lo
que concierne a su educación y fuera de las
extraordinarias cualidades señaladas, han sido por lo
15
general bastante corrientes. Su visión del universo
material sería de facto tan precaria como la de quienes
les siguen. En cualquier caso la difusión de las
novedades en torno a esta cuestión (en el caso de que
las conocieran) les parecería irrelevante para sus
objetivos.
Si consideramos el pasado, este asunto tenía poca o
ninguna importancia. Pero con el transcurso de los
siglos, particularmente tras el renacimiento de la
ciencia en el siglo XVII, comenzó a tener mucha. Por una
parte, la enseñanza de la religión estaba codificada y
petrificada, mientras que, por otra, la ciencia vino a
transformar —por no decir desfigurar— la vida
cotidiana mucho más de lo que se admitía y en
consecuencia vino a entrometerse en la mente de cada
hombre. De esta forma, el recelo mutuo entre religión
y ciencia fue creciendo cada vez más. El problema no
se reduce a las bien conocidas controversias sobre si la
Tierra se mueve, o sobre si el hombre es un
descendiente del reino animal; tales barreras de
separación pueden ser vencidas, y en gran medida lo
han sido. El equívoco se halla mucho más
profundamente enraizado. Al ampliarse la explicación
sobre la estructura material del mundo, y sobre la
forma en que nuestro entorno y nuestra propia
corporalidad alcanzaron, por causas naturales, la
condición presente (haciendo que este conocimiento
fuera accesible a cualquiera que estuviera interesado
16
en ello) la visión científica del mundo fue arrebatando
sigilosamente (tal como muchos temían) máximas
parcelas de las manos de la divinidad, apuntando así a
un mundo autosuficiente en el cual Dios corría el
peligro de convertirse en un adorno gratuito. No
haríamos justicia a quienes abrigaban tal temor si
afirmáramos que era totalmente infundado. Podían
surgir, y ocasionalmente surgieron, recelos social y
moralmente peligrosos, desde luego no en aquellos
que eran muy sabios, sino en quienes creían serlo más
de lo que en realidad eran.
Igualmente justificada es, sin embargo, una
aprensión en cierto modo complementaria y que ha
obsesionado a la ciencia desde sus comienzos. La
ciencia
debe
mantenerse
vigilante
frente
a
incompetentes interferencias de la otra parte,
particularmente cuando llevan disfraz científico;
recuérdese a Mefisto, quien, con el traje prestado de
Doctor, se burla con bromas irreverentes del ingenuo
estudioso. Lo que intento decir es que la búsqueda
honesta del conocimiento a menudo requiere
permanecer en la ignorancia durante un periodo
indefinido. En lugar de llenar los huecos por mera
conjetura, la ciencia auténtica prefiere asumirlos; y no
tanto por escrúpulos conscientes sobre la ilegitimidad
de las mentiras como por la consideración de que, por
fastidioso que sea el vacío, su superación mediante
impostura elimina el imperativo de perseguir una
17
respuesta admisible. La atención puede quedar tan
distraída que la respuesta se nos escape incluso
cuando la suerte nos la pone al alcance de la mano. La
firmeza en asumir un no liquet, considerándolo como
un estímulo y una señal de partida para indagaciones
ulteriores, es una disposición natural e indispensable
en la mente de un científico. Esto basta por sí solo para
situarle en discrepancia con la tendencia religiosa de
redondear la imagen, a menos que cada una de las dos
actitudes antagonistas, ambas legitimadas desde el
punto de vista de sus fines respectivos, se aplique con
prudencia.
Tales lagunas (que provocan fácilmente la impresión
de ser vulnerables puntos débiles) son en ocasiones
explotadas por personas que ven en ellas no un
incentivo para una investigación ulterior, sino un
antídoto contra su temor de que la ciencia pueda llegar
a «explicarlo todo», privando al mundo de su interés
metafísico. Se aventura entonces una nueva hipótesis,
como cualquiera, por supuesto, está autorizado a hacer
en tales circunstancias. A primera vista tal hipótesis
parece firmemente anclada en datos obvios. Uno sólo
se pregunta por qué esos datos, o la facilidad con que
la explicación propuesta se sigue de ellos, se nos han
escapado a todos los demás. Pero esto no constituye
en sí mismo una objeción, puesto que es precisamente
la situación a la que tan a menudo nos enfrentamos
cuando se trata de genuinos descubrimientos. No
18
obstante, una inspección más cuidadosa revela el
verdadero carácter de la empresa (en los casos que
tengo en mente) por el hecho de que, aunque
aparentemente tienda a una explicación aceptable
dentro de un espectro suficientemente amplio de
investigación, de facto está en discrepancia con los
principios generalmente establecidos de la ciencia, los
cuales pretende o bien pasar por alto, o bien
menoscabar. Darles crédito, se nos dice, era
precisamente el prejuicio que cerraba el camino a una
interpretación correcta de los fenómenos en cuestión.
Sin embargo, el vigor creativo de un principio general
depende precisamente de su generalidad. Al perder
terreno, pierde toda su fuerza y ya no puede servir
como guía fidedigna, pues en cada instancia de
aplicación su competencia puede ser desafiada. Para
confirmar la sospecha de que este destronamiento no
es un producto accidental del proyecto, sino su
siniestra finalidad, el territorio del que se invita a la
jurisdicción científica a retirarse es con admirable
destreza proclamado como el patio de recreo de
determinada ideología religiosa, la cual no puede en
realidad sacar provecho alguno de él, porque su
verdadero dominio está lejos de ser algo susceptible de
investigación o explicación científica.
Un ejemplo bien conocido de esta clase de intrusión
lo constituyen las tentativas recurrentes por
reintroducir la finalidad en la ciencia, alegando que las
19
reiteradas crisis de la causalidad prueban que ésta, por
sí sola, es impotente; de hecho porque se considera
infra dig de Dios todopoderoso crear un mundo en el
que desde su origen Él mismo no tendría ya derecho a
intervenir. En tal caso los puntos débiles atacables son
obvios. Ni en la teoría de la evolución ni en el problema
materia-mente ha sido la ciencia capaz de bosquejar
satisfactoriamente la conexión causal, ni siquiera para
sus más ardientes discípulos. Se introducen así vis viva,
élan vital, entelequia, totalidad, mutaciones dirigidas,
mecánica cuántica del libre albedrío, etcétera.
Mencionaré como curiosidad un elegante volumen[2],
impreso en mucho mejor papel y de forma mucho más
lujosa de lo que acostumbraban por aquellos tiempos
los autores británicos. Tras un sólido y erudito informe
sobre la física moderna, el autor se embarca
alegremente en cuestiones relativas a la teleología o
finalidad del interior del átomo, e interpreta de esta
manera todas sus actividades, los movimientos de los
electrones, la emisión y absorción de radiación,
etcétera.
And hopes to please by this peculiar whim the God
who fashioned it and gave it him[3].
[Y espera complacer mediante esta peculiar quimera
al Dios que lo modeló y se lo otorgó.]
Pero volvamos a nuestra cuestión general. Estaba
intentando exponer las causas intrínsecas de la
20
hostilidad natural entre ciencia y religión. Las disputas
que estallaron entre ellas en el pasado son demasiado
conocidas como para requerir más comentarios. Por
otra parte, no es esto lo que nos concierne ahora. Por
deplorables que fueran, tales disputas reflejaban un
interés mutuo. Los científicos por una parte, y los
metafísicos por otra, tanto oficiales como eruditos,
eran conscientes de que sus esfuerzos por afianzar el
propio punto de vista se referían después de todo al
mismo objeto: el hombre y su mundo. Se percibía aún
como una necesidad la clarificación de la divergencia
de opiniones, algo que todavía no se ha alcanzado. La
relativa tregua a la que hoy asistimos, al menos entre
la gente culta, no ha sido fruto de una armonización de
ambos puntos de vista, el estrictamente científico y el
metafísico, sino más bien de la decisión de ignorarse
mutuamente, no sin cierta dosis de desprecio. En un
tratado de física o biología, aunque sea divulgativo, se
consideraría impertinente cualquier digresión sobre las
implicaciones metafísicas del tema, y si un científico
osara introducirla, se expondría a una crítica severa, ya
sea por haber ofendido a la ciencia o a la particular
rama de la metafísica a la cual se adhiere el crítico. Es
patéticamente divertido observar cómo los unos sólo
toman en serio la información científica, mientras los
otros clasifican la ciencia entre las actividades
mundanas, cuyos hallazgos son menos trascendentes y
tienen, lógicamente, que dar paso, en caso de
21
desacuerdo, al conocimiento superior obtenido a través
del pensamiento puro o la revelación. Uno lamenta
contemplar al género humano esforzándose por
alcanzar el mismo objetivo, siguiendo dos tortuosos
senderos diferentes y difíciles, con anteojeras y muros
de separación, y con pocas intenciones de aunar
fuerzas y alcanzar, si no un entero conocimiento de la
naturaleza y la situación humana, al menos el
reconocimiento consolador de la intrínseca unidad de
nuestra búsqueda. Es algo deplorable, digo, y es en
todo caso un triste espectáculo, en la medida en que
obviamente reduce la magnitud de lo que podría
alcanzarse si todo el poder del pensamiento a nuestra
disposición estuviera unido sin cortes. No obstante, el
perjuicio podría quizá tolerarse si la metáfora que he
utilizado fuera en realidad apropiada, es decir, si
verdaderamente hubiera dos grupos diferentes de
personas que siguen dos senderos. Pero no es así.
Muchos de nosotros no hemos decidido aún cuál de
ellos seguir. A pesar suyo, cuando no con
desesperación, muchos se encuentran decantándose
alternativamente por una u otra perspectiva. No es
ciertamente habitual que una completa educación
científica satisfaga enteramente el anhelo innato de
estabilización religiosa o filosófica, frente a las
vicisitudes de la vida cotidiana, como si ello bastara
para sentirse feliz. Lo que suele suceder es que la
ciencia basta para poner en tela de juicio las
22
convicciones religiosas populares, pero no para
reemplazarlas por otra cosa. De ahí el fenómeno
grotesco de mentes altamente competentes, con buena
formación científica pero con una perspectiva filosófica
increíblemente infantil, subdesarrollada o atrofiada.
Si se vive en condiciones moderadamente seguras y
confortables, y se las toma como norma general de lo
que es la vida humana (lo que, gracias al inevitable
progreso en que uno confía, lleva camino de
propagarse y convertirse en universal), uno parece
manejarse bastante bien sin ninguna perspectiva
filosófica; si no indefinidamente, al menos hasta que
uno envejece, llega la decrepitud y comienza a ver la
muerte como una realidad. Pero mientras las primeras
etapas del rápido avance material que vino como
consecuencia de la ciencia moderna parecieron
inaugurar una era de paz, seguridad y progreso, este
estado de cosas ya no rige. Lamentablemente las cosas
han cambiado. Mucha gente, incluso poblaciones
enteras, se han visto privadas de seguridad y confort,
han sido despojadas de casi todo y se enfrentan a un
sombrío futuro al igual que aquellos de sus hijos que
no han perecido. La mera supervivencia del hombre, no
digamos el progreso continuo, han dejado de estar
asegurados. La miseria personal, las esperanzas
enterradas, los inminentes desastres y la desconfianza
respecto a las reglas de prudencia y honestidad bastan
para hacer que los hombres se aferren a una vaga
23
esperanza (sea o no probable) de que el «mundo» o la
«vida» de la experiencia se inserte en un contexto de
más alta significación por más que sea inescrutable.
Pero hay un muro que separa los «dos senderos», el del
corazón y el de la pura razón. Miramos atrás a lo largo
del muro: ¿no es posible derribarlo?, ¿ha estado
siempre ahí? Si nos adentramos en la historia siguiendo
su trazado por encima de montes y valles,
contemplaremos una tierra muy lejana, unos dos mil
años atrás, donde el muro se allana y desaparece y el
sendero ya no se escinde, sino que es sólo uno.
Algunos estimamos que merece la pena volver atrás y
ver qué se puede aprender de esta atractiva unidad
original.
Dejando de lado la metáfora, pienso que la filosofía
de los antiguos griegos nos atrae hoy porque nunca
antes o desde entonces, en ningún lugar del mundo, se
ha establecido nada parecido a su altamente avanzado
y articulado sistema de conocimiento y especulación
sin la fatídica división que nos ha estorbado durante
siglos y que ha llegado a hacerse insufrible en nuestros
días. Entre los griegos se dio, sin duda, la más rica
divergencia de opiniones, y combatieron entre sí con
no menos fervor (y ocasionalmente con medios nada
honorables, tales como apropiaciones no reconocidas y
destrucción de escritos) que en cualquier otro lugar o
periodo. Pero no había limitación en cuanto a los temas
sobre los que un hombre cultivado se sentía autorizado
24
para emitir una opinión. Se estaba todavía de acuerdo
en que el verdadero problema era esencialmente uno, y
que las conclusiones importantes relativas a un aspecto
de éste podrían, y por regla general deberían, afectar a
casi todos los demás. No se había extendido todavía la
delimitación en compartimentos estancos. Por el
contrario, un hombre podía fácilmente ser censurado
precisamente por haber cerrado sus ojos a tal
interconexión, como lo fueron los primeros atomistas
por silenciar las implicaciones éticas derivadas de la
necesidad universal que propugnaban y por no haber
explicado cómo se habían originado el movimiento de
los átomos y el observado en los cielos. Para
expresarlo de una manera gráfica: uno puede imaginar
a un alumno de la escuela de Atenas de visita en
Abdera (con la debida precaución de que su Maestro no
se enterase), recibido por el sabio, conocedor de países
lejanos y mundialmente famoso anciano caballero
Demócrito, al que interrogaría acerca de los átomos, la
forma de la Tierra, la conducta moral, Dios o la
inmortalidad del alma, sin ser censurado en ninguna de
estas cuestiones. ¿Puede uno imaginar fácilmente una
conversación heterogénea de ese estilo entre un
estudiante y su profesor en nuestros días? Sin
embargo, es seguro que buen número de jóvenes tiene
un cúmulo similar —deberíamos decir singular— de
interrogantes en su mente, que les gustaría discutir
con una persona de confianza.
25
En relación al primer punto ya he avanzado mi
intención de ofrecer pistas sobre el renovado interés
por el pensamiento antiguo. Permítaseme ahora
desarrollar el segundo punto, es decir, la presente
crisis de las ciencias fundamentales.
La mayoría de nosotros cree que una ciencia
idealmente lograda de los acontecimientos en el
espacio y el tiempo debería ser capaz de reducirlos en
principio a eventos que sean completamente accesibles
e inteligibles para la física (idealizada a su vez). Pero, a
principios de siglo, y precisamente desde la física,
surgieron los primeros motivos de estupor —teoría
cuántica y teoría de la relatividad— que hicieron
tambalear los fundamentos de la ciencia. Durante el
gran periodo clásico del siglo XIX, por remota que
pudiera parecer la descripción en términos físicos del
crecimiento de una planta o los procesos fisiológicos
en el cerebro de un pensador humano o de una
golondrina construyendo su nido, el lenguaje en el que
eventualmente se esbozaba el relato parecía
descifrable: corpúsculos, constituyentes últimos de la
materia, moviéndose en mutua interacción, la cual no
es instantánea, sino que es transmitida por un medio
ubicuo que podemos o no llamar éter; los mismos
términos «movimiento» y «transmisión» implican que la
medida y la localización de todo ello son el tiempo y el
espacio; éstos no tienen otra propiedad o función que
constituir el escenario, por así decir, en el cual
26
imaginamos a los corpúsculos moviéndose y
transmitiendo su interacción. Ahora bien, por una
parte, la teoría relativista de la gravitación viene a
mostrar que la distinción entre «actor» y «escenario»
no es operativa. La materia y la propagación de algo
(campo u onda) que transmite la interacción debería
más bien ser estimada como la trama del espaciotiempo mismo, el cual no debería ser considerado
conceptualmente como previo a aquello que hasta
ahora se denominaba su contenido, al igual que no
diríamos que los vértices de un triángulo son previos al
triángulo. La teoría cuántica, por otra parte, nos dice
que lo que formalmente se consideraba como la
propiedad más obvia y fundamental de los corpúsculos
(hasta el punto de que difícilmente era siquiera
mencionada), a saber, su carácter de individualidades
identificables, tenía sólo una significación limitada.
Únicamente cuando un corpúsculo se mueve a
suficiente velocidad en una región no demasiado
repleta de corpúsculos del mismo tipo su identidad
persiste (casi) sin ambigüedad. En caso contrario tal
identidad se diluye. Y con esta afirmación no estamos
simplemente indicando la incapacidad fáctica para
seguir el movimiento de la partícula de referencia; la
noción misma de identidad absoluta se considera
inadmisible. Al mismo tiempo se nos dice que la
interacción
misma,
cuando
adopta
—como
frecuentemente ocurre— la forma de ondas de
27
pequeña longitud de onda y baja intensidad, adquiere
la forma de partículas claramente identificables (en
contra de su descripción previa como onda). Las
partículas que representan la interacción en el curso de
su propagación son, en cada caso, diferentes de las
que interactúan; y, sin embargo, tienen el mismo
derecho a ser denominadas partículas. Para redondear
el cuadro, las partículas de cualquier tipo exhiben el
carácter de ondas que se hace más pronunciado cuanto
más lentamente se mueven y con mayor densidad se
acumulan, con la correspondiente pérdida de
individualidad.
Podría reforzar mi argumentación mencionando «la
disolución de la frontera entre el observador y lo
observado», que muchos consideran una revolución
aún más importante del pensamiento, y que a mi juicio
no sería más que un aspecto provisional y exagerado
carente de significación profunda. En cualquier caso,
mi posición es ésta: el desarrollo moderno, tan difícil
de comprender incluso por los mismos que lo han
destacado, ha interferido en el esquema relativamente
simple de la física, estabilizado en apariencia hacia el
final del siglo pasado. Esta intrusión ha derribado
parcialmente lo que se construyó sobre los
fundamentos
establecidos
en
el
siglo
XVII,
principalmente por Galileo, Huygens y Newton. Los
fundamentos mismos se han visto sacudidos. No se
trata de que no estemos todavía bajo la influencia de
28
este gran periodo. Utilizamos de continuo sus
concepciones básicas, aunque en una forma que sus
autores difícilmente reconocerían, y al mismo tiempo
somos conscientes de haber tocado fondo. Es, pues,
natural recordar que los pensadores que modelaron la
ciencia moderna no partieron de la nada. Aunque fue
poco lo que tomaron directamente prestado de los
primeros siglos de nuestra era, revivieron y
continuaron la ciencia y la filosofía antiguas. En tal
fuente (impresionante tanto por su lejanía en el tiempo
como por su genuina grandeza) pueden haber bebido
los padres de la ciencia moderna ciertas ideas
preconcebidas y asunciones no justificadas que (por la
autoridad de los evocados) llegaron a perpetuarse. De
haber pervivido el espíritu flexible y abierto que
prevalecía en la Antigüedad, tales puntos habrían sido
debatidos y eventualmente corregidos. Es más fácil
detectar un prejuicio en la forma primitiva, ingenua, en
la que en principio brota, que bajo la forma del
sofisticado dogma osificado en el que llega a
convertirse más tarde. La ciencia parece estar
desconcertada por culpa de hábitos del pensamiento
profundamente arraigados, algunos muy difíciles de
detectar, mientras que otros ya han sido descubiertos.
La teoría de la relatividad ha echado por tierra los
conceptos newtonianos de espacio y tiempo absolutos,
en otras palabras los conceptos, de movimiento
absoluto y de simultaneidad absoluta, y ha desbancado
29
la honorable pareja «fuerza y materia» cuando menos
de su posición dominante. La teoría cuántica, a la vez
que expande el atomismo casi ilimitadamente, se
sumerge en una crisis más grave de lo que la mayoría
está dispuesta a admitir. En conjunto la presente crisis
en la ciencia fundamental moderna apunta a la
necesidad de llevar a cabo una revisión de sus
principios hasta los estratos más profundos.
Esto constituye, pues, un nuevo incentivo para
plantear una vez más el retorno a un estudio asiduo
del pensamiento griego. No se trata sólo, como
apuntamos al comienzo de este capítulo, de la
esperanza de desenterrar una sabiduría enterrada, sino
también de descubrir el error inveterado en la fuente
misma, donde es más fácil de reconocer. En la rigurosa
tentativa de situarnos en la situación intelectual de los
pensadores antiguos (bien poco experimentados en lo
que respecta al comportamiento efectivo de la
naturaleza, pero muy a menudo mucho menos
parciales o mal predispuestos), podemos restaurar la
libertad de pensamiento que les caracterizó —aunque
posiblemente para, ayudados por nuestro superior
conocimiento de los hechos, corregir aquellos de sus
errores que todavía pudieran confundirnos.
Permítaseme concluir este capítulo con algunas
citas. La primera se refiere a lo que acabamos de decir.
Está traducida del libro de Theodor Gomperz,
Griechische Denker (Pensadores griegos)[4]. A fin de
30
confrontar la posible objeción de que no puede
obtenerse ventaja práctica alguna del estudio del
pensamiento antiguo, reemplazado hace tiempo por
concepciones mejores basadas en una información
ampliamente superior, Gomperz nos presenta una serie
de argumentos que culmina en el siguiente párrafo:
«Es de la mayor importancia recordar un tipo de
aplicación o utilización indirecta que debe
considerarse de enorme valor. Prácticamente toda
nuestra educación intelectual tiene su origen en los
griegos. Un conocimiento escrupuloso de estos
orígenes es pues requisito indispensable para
liberarnos de su aplastante influencia. Ignorar el
pasado es aquí no sólo indeseable, sino simplemente
imposible. Uno no necesita conocer las doctrinas y
escritos de los grandes maestros de la Antigüedad,
de Platón y Aristóteles, no necesita haber oído nunca
sus nombres, para estar, sin embargo, bajo el
hechizo de su autoridad. Su influencia no sólo se ha
dejado sentir sobre quienes aprendieron de ellos en
la Antigüedad y en los tiempos modernos; todo
nuestro pensamiento, las categorías lógicas en las
que éste se mueve, los esquemas lingüísticos que
utiliza (y que por consiguiente lo dominan), es en
cierto grado una elaboración y, en lo fundamental, el
producto de los grandes pensadores de la
Antigüedad. Debemos investigar, pues, este devenir
con toda meticulosidad, a fin de no tomar por
31
primitivo lo que es resultado de un proceso de
crecimiento y desarrollo, y por natural lo que es de
facto artificial».
Las siguientes líneas están tomadas del Prefacio del
libro de John Burnet Early Greek Philosophy (Filosofía
griega primitiva):
«… es una adecuada descripción de la ciencia el
decir que en ella se trata de “pensar sobre el mundo
a la manera de los griegos”. Por tal razón la ciencia
nunca ha existido excepto entre los pueblos que
vivieron bajo la influencia de Grecia».
Ésta es la mínima justificación que un científico
puede encontrar, para excusar su tendencia a «perder
el tiempo» en este tipo de estudios.
Parece en efecto necesitarse una excusa, dado que
Ernst Mach, un físico y colega de Gomperz en la
Universidad de Viena, a la vez que eminente historiador
(!) de la física, había hablado, unas décadas antes,
sobre los «escasos y pobres restos de la ciencia
antigua»[5]. Continúa así:
«Nuestra cultura ha adquirido gradualmente una
independencia total que la ha situado muy por
encima de la de la Antigüedad. Ha seguido una senda
enteramente nueva centrada en la ilustración
científica y matemática. Las huellas de las antiguas
ideas,
todavía
persistentes
en
filosofía,
jurisprudencia,
arte
y
ciencia,
constituyen
32
impedimentos más que ventajas, y serán a la postre
consideradas insostenibles en comparación con el
desarrollo de nuestra propia perspectiva».
Con toda su desdeñosa rudeza, la visión de Mach
presenta un punto relevante en común con el texto
citado de Gomperz: el alegato relativo a la necesidad
de superar a los griegos. Pero mientras Gomperz
sostiene algo no trivial con argumentos obviamente
ciertos, Mach remacha el aspecto trivial con grandes
exageraciones. En otros pasajes de la misma obra
recomienda un curioso método para situarse por
encima de la Antigüedad: olvidarse de ella e ignorarla.
En esto, que yo sepa, ha tenido poco éxito;
afortunadamente, pues los errores de los grandes
hombres, de ser expuestos a la par que los
descubrimientos de su genio, son susceptibles de
producir grandes estragos.
33
La rivalidad Razón - Sentidos
El corto párrafo de Burnet y el más largo de Gomperz
citados al final del último capítulo constituyen, por así
decir, las «lecturas seleccionadas» de este librito.
Volveremos sobre ellos más tarde, cuando intentemos
averiguar en qué consiste, entonces, esta manera
griega de pensar el mundo. ¿Cuáles son los rasgos
particulares de la actual visión científica del mundo que
tienen su origen en los griegos? ¿Cuáles de sus
invenciones no son necesarias sino artificiales, fruto de
su circunstancia histórica y por tanto susceptibles de
cambio o modificación, aunque nosotros, por un hábito
profundamente arraigado, tendamos a considerarlas
naturales e inalienables, como la única manera posible
de entender el mundo?
No entraremos por el momento en esta cuestión
fundamental. Antes bien, con vistas a preparar la
respuesta, quisiera introducir al lector en las partes del
antiguo pensamiento griego que considero relevantes
en nuestro contexto. Para ello no adoptaré un orden
cronológico, pues ni pretendo ni me considero
competente para escribir una breve historia de la
filosofía griega, habiendo tantas y tan buenas,
modernas y atractivas (particularmente las de Bertrand
Russell y Benjamin Farrington) a disposición del lector.
En lugar de seguir un orden cronológico dejémonos
llevar por la intrínseca conexión de los temas. Ello
34
permitirá ensamblar las ideas de varios pensadores
sobre el mismo problema, en lugar de atenernos a la
actitud de un solo filósofo, o de un grupo de sabios,
frente a las más variadas cuestiones. Son las ideas lo
que intentamos reconstruir aquí, no las personas o las
mentes aisladas. Así que elegiremos dos o tres ideas
directrices o motivos de reflexión, que brotaron en una
etapa temprana, mantuvieron las mentes alerta en la
Antigüedad y se encuentran en íntima conexión, si no
en relación de identidad, con problemas que tienen
todo el vigor de las agitadas disputas actuales.
Sintetizando las posturas de los antiguos pensadores
en torno a estas ideas directrices, sentiremos que sus
momentos tanto de entusiasmo como de desaliento
intelectual nos son más próximos de lo que a veces se
sospecha.
Un amplio tema de discusión, dada su enorme
importancia en la filosofía natural de los antiguos
desde su propio origen, tiene relación con la veracidad
de los sentidos. Bajo este título se plantea el problema
en los tratados eruditos modernos. Se originó a partir
de la observación de que los sentidos en ocasiones nos
«engañan» —como cuando una barra recta, sumergida
oblicuamente hasta la mitad en agua, parece quebrada
—, así como de la constatación de que el mismo objeto
afecta de forma distinta a personas diferentes —el
ejemplo corriente en la Antigüedad era la miel, que
resulta amarga al enfermo de ictericia—. Hasta hace
35
poco algunos científicos se contentaban con la
distinción entre lo que ellos denominaban cualidades
«secundarias» de la materia (color, sabor, olor,
etcétera) y sus cualidades «primarias», extensión y
moción. Esta distinción era sin duda una derivación
tardía de la antigua controversia, un intento de
solución: las cualidades primarias se concebían como
constituyentes
del
extracto
verdadero
e
inquebrantable, destilado por la razón a partir de la
información directa de los datos sensoriales. Esta
perspectiva hace tiempo que no es aceptable, por
supuesto, dado que la teoría de la relatividad nos ha
enseñado (si es que no lo sabíamos ya antes) que el
espacio y el tiempo, así como la forma y el movimiento
de la materia en el espacio y en el tiempo, son
elaboradas construcciones hipotéticas de la mente, en
absoluto inquebrantables, mucho menos todavía que
las sensaciones directas, para las cuales debe
reservarse el epíteto «primario» (si es que algo merece
tal apelativo).
Pero la cuestión de la veracidad de los sentidos es
sólo el preámbulo de otras mucho más profundas, que
siguen en vigencia hoy día y de las cuales algunos de
los pensadores de la Antigüedad estaban enteramente
al corriente. ¿Se basa nuestra imagen del mundo
únicamente en las percepciones de los sentidos? ¿Qué
papel juega la razón en su construcción? ¿Reposa
quizás esta construcción en último extremo
36
exclusivamente en la razón pura?
En el horizonte del triunfal avance de los
descubrimientos experimentales del siglo XIX, cualquier
perspectiva filosófica con una fuerte inclinación hacia
la «razón pura» era verdaderamente mal recibida por
los científicos destacados. Esto ya no es así. El
desaparecido Sir Arthur Eddington se sentía cada vez
más emocionalmente vinculado a la teoría de la razón
pura. Aunque pocos lo siguieran hasta este extremo,
su exposición fue admirada en lo que tenía de
ingeniosa y fructífera. Max Born creyó necesario, sin
embargo, escribir un panfleto como refutación. Sir
Edmund Whittaker casi suscribía la afirmación de
Eddington de que algunas constantes puramente
empíricas pueden inferirse ostensiblemente de la razón
pura, por ejemplo el número de partículas elementales
del universo. Dejando de lado los detalles y
considerando desde una perspectiva amplia el esfuerzo
de Eddington, surgido de una sólida confianza en la
sensatez y simplicidad de la naturaleza, tales ideas no
nos parecen en absoluto aisladas. Incluso la
maravillosa teoría de la gravitación de Einstein, basada
en evidencias experimentales firmes y sólidamente
afianzada en nuevos hechos observacionales predichos
por él, sólo pudo ser descubierta por un genio con
fuerte inclinación por la simplicidad y la belleza de las
ideas. Las tentativas de generalizar su magna y
triunfante
concepción
para
unificar
el
37
electromagnetismo y la interacción de las partículas
nucleares respondían a la esperanza de «conjeturar» en
gran medida el modo en que la naturaleza trabaja
realmente, apoyándose en los principios clave de
simplicidad y belleza. De hecho, derivados de esta
actitud impregnan, quizá demasiado, el trabajo en la
física teórica moderna, pero no es éste el lugar para las
críticas.
Los puntos de vista más enfrentados en cuanto a la
construcción a priori, a partir de la razón, del
comportamiento efectivo de la naturaleza puede
decirse que están representados en la actualidad por
los nombres de Eddington por una parte y, si se me
permite, Ernst Mach por otra. El abanico completo de
posibles actitudes entre estos límites y el vigor con que
se sostiene un punto de vista, defendiéndolo y
atacando, si no ridiculizando, la alternativa contraria
tiene notables representantes entre los grandes
pensadores de la Antigüedad. No sabemos realmente si
asombrarnos de que estos pensadores, con su
conocimiento infinitamente inferior de las leyes
efectivas de la naturaleza, pudieran desplegar una
diversidad tan grande de opiniones acerca de sus
fundamentos (junto con el exaltado celo con que cada
uno defiende su hipótesis favorita), o más bien
extrañarnos de que la controversia no se haya
calmado, vencida por la enorme cantidad de
información obtenida desde entonces.
38
Parménides, que tuvo su acmé en Elea, Italia,
alrededor del 480 a. C. (aproximadamente una década
antes del nacimiento de Sócrates en Atenas, y poco
más de una década antes del nacimiento de Demócrito
en Abdera), es uno de los primeros en desarrollar un
punto de vista extremadamente antisensual y
apriorístico sobre el mundo. Su mundo contenía muy
poco, tan poco de hecho y en tan llana contradicción
con los datos observados que se sintió obligado a
proporcionar, junto con su concepción «verdadera»,
una descripción atractiva de (como nosotros diríamos)
«el mundo como realmente es», con cielo, Sol, Luna y
estrellas y ciertamente muchas otras cosas. Pero este
segundo mundo, decía Parménides, se reducía a mera
creencia, era producto de la ilusión de los sentidos. En
verdad no había múltiples cosas en el mundo, sino sólo
Una Cosa. Y esta Cosa Unica es (perdónenme) la cosa
que es, a diferencia de la cosa que no es. Esta última, a
partir de la pura lógica, no es —y así sólo la Cosa
Unica, antes mencionada, es—. Además, no puede
haber lugar en el espacio ni momento en el tiempo en
los que el Uno no sea: siendo la cosa que es, nunca ni
en ningún lugar puede atribuírsele la predicación
contradictoria de que no es. Así, pues, el Uno es ubicuo
y eterno. No puede haber cambio ni movimiento, desde
el momento en que no hay espacio vacío hacia el cual,
no hallándose allí todavía, el Uno pueda desplazarse.
Todo lo que aportemos como testimonio de lo
39
contrario es falacia.
El lector notará que nos topamos con una religión —
recitada, por cierto, en delicados versos griegos— más
que con una visión científica del mundo. Pero en
aquellos tiempos esta distinción no habría podido
darse. La religión o la piedad hacia los dioses, para
Parménides, pertenece sin duda al mundo aparente de
las «creencias». Su «verdad» era el más puro monismo
que jamás se haya concebido. Se convirtió en el padre
de una escuela (los Eléatas) y tuvo una enorme
influencia en la generación siguiente. Platón tomó muy
en serio las objeciones de la escuela eleática a su
«teoría de las formas». En el diálogo que lleva por
nombre el de nuestro sabio y que dató en retrospectiva
antes de su propio nacimiento (aproximadamente
cuando Sócrates era joven), Platón expone estas
objeciones, pero apenas intenta refutarlas.
Me detendré en algo que quizá sea más que un
detalle. De mi breve caracterización anterior —para la
que he seguido la versión usual—, podría pensarse que
el dogmatismo de Parménides se refería al mundo
material, que habría reemplazado por otra cosa más
acorde con sus preferencias y en flagrante
contradicción con la observación. No obstante, su
monismo era más profundo. A uno de los textos
citados por Diels[6], Parménides fragmento 5,
«pues es lo mismo el pensar y el ser»,
40
sigue inmediatamente (con una implicación de
similitud de significado) una cita de Aristófanes: «el
pensar tiene el mismo poder que el hacer». Igualmente,
en la primera línea del fr. 6 leemos:
«el decir y el pensar son ambos la cosa que es».
Y en el fr. 8, líneas 34 f.
«Uno y lo mismo es el pensar y aquello por cuya
causa el pensamiento se da».
(He seguido la interpretación de Diels y he dejado
de lado la objeción de Burnet de que se requiere el
artículo definido para hacer de los infinitivos griegos —
que he traducido por «el pensar» y «el ser»— los
sujetos de la proposición. En la traducción de Burnet
del fragmento 5 se pierde la similitud con la afirmación
de Aristófanes, mientras que la línea del fragmento 8
resulta llanamente tautológica en la versión de Burnet:
«lo que puede ser pensado y aquello por cuya causa el
pensamiento existe es lo mismo»).
Permítaseme añadir una observación de Plotino
(citada por Diels para el fragmento 5) en la que dice
que Parménides «unía en uno lo que es y la razón y no
situaba lo que es en lo sensible». Al decir «pues lo
mismo es el pensar y el ser», dice también que este
último «carece de moción, y por su unión al
pensamiento este queda privado de toda moción de
tipo corporal.» […εἰζταὐτὸσυνῆγενὄνκαὶνοῦνκαὶτὸὀνοὐκ
ἐντοῖζαἰσθητοῖζἐτίθετο᾽᾽τὀγὰραὐτὸνοεῖνἐστἰντεκαὶειναι᾽᾽
41
λέγων καὶ ἆκίνητον λέγει τοῦτο, καίτοι προστιθεὶζ τὸ νοεῖν
σωματικὴνπᾶσανκίνησινἐξαιρῶνἀπ᾽αῦτοῦ.]
De este repetido énfasis en la identidad del ὄν (lo
que es) y del νοεῖν (pensar) o νόημα (pensamiento) y por
el modo en que los pensadores de la Antigüedad se
referían a estas afirmaciones, debemos inferir que el
Uno eterno inmóvil de Parménides no se refería a una
caprichosa imagen mental inadecuada y distorsionada
del mundo real en nuestro entorno, como si su
verdadera naturaleza fuera la de un fluido homogéneo,
ocupando eternamente la totalidad espacial sin límites
—un simplificado universo einsteniano hiperesférico,
como el físico moderno estaría inclinado a denominarlo
—. Su actitud es la de no tomar el mundo material
como una realidad garantizada. Sitúa la verdadera
realidad en el pensamiento, en el sujeto del
conocimiento, como diríamos nosotros. El mundo que
nos rodea es un producto de los sentidos, una imagen
creada por la percepción sensible en el sujeto pensante
«por la vía de la opinión». Esta imagen bien merece ser
considerada y descrita, como muestra el poeta-filósofo
en la segunda parte de su poema, que le está dedicada
por entero. Pero lo que los sentidos nos deparan no es
el mundo como es en realidad, no la «cosa en sí» a la
que Kant se refería. Ese mundo real reside en el sujeto,
en el hecho de que es un sujeto, es decir, capaz de
pensar, capaz al menos de algún tipo de proceso
mental (de tener voluntad permanentemente, como
42
Schopenhauer lo contemplaba). Me parece indudable
que éste es el Uno inmóvil y eterno de nuestro filósofo.
Permanece intrínsecamente privado de afecciones, no
modificado por el cambiante espectáculo que los
sentidos despliegan ante él (lo mismo que
Schopenhauer afirmaba de la Voluntad, que era, según
intentaba explicar, la cosa-en-sí de Kant). Nos
hallamos frente a un intento poético —poético no sólo
por su forma métrica— de una unión entre la Mente (o
si prefieren el Alma), el Mundo y la Divinidad.
Confrontado con la claramente percibida unicidad e
inmutabilidad de la Mente, el carácter aparentemente
caleidoscópico del Mundo tenía que abandonarse y
entenderse como mera ilusión. Esto desemboca
claramente en una distorsión imposible, a la cual ponía
remedio, si cabía tal cosa, la segunda parte del poema
de Parménides.
Cierto es que esta segunda parte implica una grave
inconsistencia que ninguna interpretación podría
resolver. Si la realidad es arrancada al mundo material
de los sentidos, ¿es este último entonces un μὴὄν, algo
que de hecho no existe? ¿Y es entonces la segunda
parte un cuento de hadas, que versa acerca de las
cosas que no son? Pero al menos se dice que tiene algo
que ver con las opiniones (δόξαι) humanas; están en la
mente (νοεῖν), que es identificada con la existencia
(εῖναι). ¿Tienen estas entonces una cierta existencia
como fenómenos de la mente? Son cuestiones a las que
43
no podemos contestar, contradicciones que no
podemos eliminar. Debemos contentamos con recordar
que quien alcanza por primera vez una profunda y
escondida
verdad,
contraria
a
la
opinión
universalmente aceptada, normalmente exagera hasta
un punto en el que es fácil entrar en contradicciones
lógicas.
Consideraremos brevemente las ideas de alguien
que representa el extremo opuesto en cuanto a la
cuestión de si es la información directa de los sentidos
o el razonamiento de la mente humana lo que
constituye la fuente de acceso a la verdad y por tanto a
la realidad propiamente dicha. Nos referimos al gran
sofista Protágoras, ejemplo destacado de sensorialismo
puro. Nacido alrededor del 492 a. C. en Abdera (lugar
de nacimiento una generación más tarde, alrededor del
460 a. C., del gran Demócrito), Protágoras consideraba
las percepciones de los sentidos como lo único
realmente existente, el único material a partir del cual
se construye nuestra imagen del mundo. En principio,
todas tenían que considerarse igualmente verdaderas,
incluso
cuando
se
hallaran
modificadas
o
distorsionadas por la fiebre, la enfermedad, la
intoxicación o la locura. El ejemplo empleado en la
Antigüedad era el sabor amargo que la miel tenía para
el enfermo de ictericia, mientras que las otras personas
la encontraban dulce. Protágoras no juzgaría como
«apariencia» o ilusión ninguno de estos casos, aunque
44
era, decía, nuestro deber el intentar curar a la gente
poseída por anomalías de este tipo. No era un
científico (algo más, no obstante, que Parménides),
aunque tenía profundo interés por la ilustración jónica
(de la cual hablaremos más tarde). De acuerdo con B.
Farrington, los esfuerzos de Protágoras se centraron en
el establecimiento de los derechos humanos en
general, en promover un sistema social más equitativo,
los mismos derechos ciudadanos para todos los seres
humanos —verdadera democracia, en suma—. No tuvo
éxito, por supuesto, dado que la cultura antigua iba a
continuar, hasta su decadencia, aferrándose a un
sistema económico y social que dependía vitalmente de
la desigualdad de los seres humanos. Su sentencia más
conocida, «el hombre es la medida de todas las cosas»,
normalmente se entiende como referida a su teoría
sensorial del conocimiento, pero podría abarcar una
elemental actitud en lo referente a la cuestión política y
social: que los asuntos humanos fueran ordenados por
leyes y costumbres generadas por la naturaleza del
hombre y no sometidas a prejuicios derivados de algún
tipo de tradición o superstición. Su actitud ante la
religión tradicional queda reflejada en las siguientes
palabras, tan prudentes como agudas: «Con respecto a
los dioses, no puedo saber si existen o no existen;
tampoco puedo saber cómo es su figura, pues muchas
cosas dificultan un conocimiento seguro al respecto: la
oscuridad del tema y la brevedad de la vida humana».
45
La actitud epistemológica más avanzada que he
encontrado en cualquiera de los pensadores de la
Antigüedad está expresada de manera clara y efectiva
en uno de los fragmentos de Demócrito. Volveremos a
referimos a él como gran atomista. Por el momento
baste decir que creía en la conveniencia de la visión
material del mundo tan firmemente como cualquier
físico de nuestro tiempo: los pequeños corpúsculos
rígidos e inmutables que se mueven en el espacio vacío
a lo largo de líneas rectas, entran en colisión y rebotan,
produciendo toda la inmensa variedad de lo que se
observa en el mundo material. Creía en esta reducción
de la indescriptiblemente rica variedad de estados a
imágenes puramente geométricas, y tenía razón. La
física teórica se hallaba en aquel tiempo muy alejada
de la experimentación (que era difícilmente conocida),
más de lo que nunca antes o después (por no hablar de
nuestros propios días en que los experimentos se
acumulan) lo ha estado. Demócrito, sin embargo, se
percató en su época de que la pura construcción
intelectual (que en su imagen del mundo había
suplantado el mundo efectivo de luz y color, de sonido
y fragancia, dulzura, amargura y belleza) no estaba
basada realmente sino en las percepciones sensibles
ostensiblemente expulsadas de la primera. En el
fragmento D 125, tomado de Galeno y desconocido
hasta finales del siglo pasado, nos presenta al intelecto
(διάνοια) en lucha con los sentidos (αἰθἠσειζ). El primero
46
dice: «De manera ostensible hay color, dulzor,
amargura, verdaderamente solo átomos y el vacío», a
lo que los sentidos replican: «Pobre intelecto, ¿esperas
acaso vencernos mientras de nosotros tomas prestada
tu evidencia? Tu victoria es tu derrota». No cabe
expresarse de manera más breve y más clara.
Muchos otros fragmentos de este gran pensador
podrían ser lugares comunes de la obra de Kant: que
no conocemos nada tal como es en realidad, que
verdaderamente no conocemos nada, que la verdad
está profundamente escondida en la oscuridad,
etcétera.
El mero escepticismo es asunto estéril y de poco
valor. El escepticismo en un hombre que ha llegado
más cerca de la verdad que nadie antes que él, y a
pesar de ello reconoce claramente los estrechos límites
de su propia construcción mental, es grande y
fructífero, y no sólo no reduce sino que duplica el valor
de sus descubrimientos.
47
Los pitagóricos
Al tratar a autores como Parménides o Protágoras, que
no eran científicos, poco o nada podemos inferir acerca
de la eficacia científica de los puntos de vista extremos
que mantenían. El prototipo de una escuela de
pensadores de clara orientación científica tendente a
reducir el edificio de la naturaleza a la razón (aunque al
mismo tiempo con un sesgo bien marcado, que rozaba
el prejuicio religioso) lo constituyeron los pitagóricos.
Su asentamiento principal se encontraba en el sur de
Italia, en las ciudades de Crotona, Síbaris y Taranto,
situadas en la bahía que se forma entre el «talón» y la
«punta» de la península. Sus partidarios formaban algo
muy parecido a una orden religiosa con curiosos ritos
relativos a la comida y otras cosas, obligados al
secretismo con los extranjeros, al menos en lo
referente a parte de las enseñanzas[7]. El fundador,
Pitágoras, quien tuvo su actividad en la segunda mitad
del siglo VI a. C., debió de ser una de las
personalidades más notables de la Antigüedad, y en su
entorno se tejieron toda clase de leyendas relativas a
sus poderes sobrenaturales, como la de que era capaz
de recordar todas las vidas anteriores de su
metempsicosis (transmigración del alma); o la de que
alguien, por un cambio accidental de vestimenta, se
percató de que su fémur era de oro puro. Parece no
haber dejado una sola línea escrita. Su palabra era
48
infalible para sus pupilos, como lo evidencia la
conocida frase αὐτὸζἐϕα («el Maestro lo ha dicho»), con
la que se zanjaba cualquier disputa entre ellos. Se dice
también que tenían prohibido pronunciar su nombre,
refiriéndose a él como «ese hombre» (ἐκεῖνοζἀνἠρ). Pero
no siempre nos resulta fácil decidir cuándo una
doctrina particular proviene de él y cuándo no, habida
cuenta del carácter y actitudes de la comunidad.
Su perspectiva apriorística la retomaron claramente
Platón y la Academia, profundamente impresionados e
influidos por la escuela del sur de Italia. De hecho,
desde el punto de vista de la historia de las ideas bien
podríamos presentar la escuela ateniense como una
rama de la pitagórica. El hecho de que no se hallarán
formalmente vinculados a la «Orden» tiene poca
relevancia y menos relevante aún es su preocupación
por velar, más que enfatizar, su dependencia respecto
de la escuela pitagórica con vistas a resaltar la propia
originalidad. En cualquier caso, la mejor información
acerca de los pitagóricos se la debemos, como tantas
otras informaciones, a las sinceras y honestas
referencias de Aristóteles, aunque la mayoría de las
veces el Estagirita está en desacuerdo con los puntos
de vista de los pitagóricos y los critica por su
infundadas tendencias apriorísticas, a las que él mismo
sin embargo se inclinaba.
La doctrina básica de los pitagóricos, se nos dice,
era que las cosas son números, aunque algunos
49
transmisores tratan de encubrir la paradoja, diciendo
que «son como números» o análogos a éstos. Estamos
lejos de conocer el alcance real de esta afirmación. Muy
posiblemente se originó como una generalización a
partir del impactante descubrimiento que hizo
Pitágoras de las subdivisiones integrales o racionales
(por ejemplo, 1/2, 2/3, 3/4) de una cuerda,
produciendo intervalos musicales que, al componerse
en la armonía de una canción, puede conducimos al
borde de las lágrimas, como si hablaran, de alguna
manera, directamente al alma. (A la Escuela se debe un
hermoso símil de la relación entre el alma y el cuerpo,
probablemente proveniente de Filolao: se denomina
alma a la armonía del cuerpo, vinculándose a este del
mismo modo en que lo está un instrumento musical
con los sonidos que produce.)
Según Aristóteles, las «cosas» (que eran números)
eran en primer lugar objetos sensibles, materiales; por
ejemplo, después de que Empédocles desarrollara su
teoría de los cuatro elementos, éstos también «se
convertirían» en números; pero también «cosas» tales
como Alma, Justicia, Oportunidad tenían sus números,
o «eran» números. Un aspecto relevante era la
atribución de algunas propiedades simples de la teoría
de los números. Por ejemplo, los números cuadrados
(4, 9, 16, 25,…) tenían que ver con la Justicia,
particularmente identificada con el primero de ellos,
concretamente el 4. La idea implícita sería la
50
posibilidad de dividir el número en dos factores iguales
(compárense palabras como «equidad», «equitativo»).
Un número cuadrado de puntos puede ser ordenado en
un cuadrado, como por ejemplo en el juego de bolos.
En el mismo sentido los pitagóricos hablaban de
triangulares como 3, 6, 10,…
.
.
.
.
.
.
El número se origina multiplicando el número de
puntos de un lado (n) por el número siguiente (n + 1) y
dividiendo el producto (que siempre es par) por dos:
n(n + 1)/2 (Lo que puede apreciarse con mayor
claridad yuxtaponiendo un segundo triángulo invertido
y desplazando la figura hasta formar un rectángulo).
En la teoría moderna el «cuadrado del momento
orbital del momentum» es n (n + 1) h2, no n2h2, donde
n es un entero. Señalamos esto únicamente para
ilustrar el hecho de que la distinción de los números
triangulares no era una mera ilusión, pues estos
aparecen en matemáticas con relativa frecuencia.
El número triangular 10 merecía singular respeto,
posiblemente por ser el cuarto y, por tanto, el que
51
designaba a la justicia.
Ilustramos a partir del testimonio fiable —y nunca
despectivo— de Aristóteles, el cúmulo de sinsentidos
que inevitablemente acarreaba tal tesis.
La primera propiedad de un número es la de ser
impar o par. (El matemático está familiarizado con la
distinción fundamental entre números primos impares
y pares, aunque esta última clase sólo contenga el
número 2.) Pero se suponía que el número impar
determina el límite o el carácter finito de una cosa,
haciéndose así al par responsable del carácter ilimitado
o infinito de otras cosas. Simboliza la infinita (!)
divisibilidad, puesto que un número par puede ser
dividido en dos partes iguales. Otro comentarista
señala un rasgo defectivo o de incompletitud
(apuntando al infinito) del número par por el hecho de
que al dividirlo en dos
...|...
queda en medio un espacio vacío carente tanto de
posesor como de número (ἀδέσποτοζκαὶἀνάριθμοζ).
Los cuatro elementos (fuego, agua, tierra, aire)
parecen haber sido concebidos como si se hubieran
construido a partir de cuatro de los cinco poliedros
regulares, mientras el quinto, el dodecaedro, se
destinaba a simbolizar el receptáculo del universo
entero, probablemente por aproximarse a la esfera y
52
por estar formado por pentágonos; el pentágono tenía
por sí mismo un papel místico, así como esta misma
figura más sus cinco diagonales (5 + 5 = 10), que
forma el conocido pentagrama. Uno de los pitagóricos
más antiguos, Petron, afirmaba que existían alrededor
de 183 mundos, configurados en un triángulo —
aunque, dicho sea de paso, 183 no sea un número
triangular—. ¿Resultaría muy irreverente recordar en
esta ocasión que recientemente un eminente científico
nos comunicaba que el número total de partículas
elementales en el mundo es de 16 X 17 X 2256, donde
256 es el cuadrado del cuadrado del cuadrado de 2?
Los pitagóricos tardíos creían en la transmigración
del alma en un sentido muy literal. Es habitual afirmar
que Pitágoras también lo creía. Jenófanes nos cuenta
esta anécdota acerca del maestro en un par de dísticos.
Viendo golpear cruelmente a un perrito, sintió lástima
de él y dijo al que así lo atormentaba: «Deja de
golpearlo; es el alma de un amigo, al que he
reconocido al oír su voz». En boca de Jenófanes se
trataba probablemente de ridiculizar al gran hombre
por su creencia extravagante. Hoy día no podemos
evitar interpretar la anécdota de manera diferente.
Suponiendo que sea cierta, uno buscaría un significado
mucho más simple en las palabras de Pitágoras, algo
así como: basta, oigo la voz de un amigo atormentado,
pidiendo mi ayuda, («nuestro amigo el perro» se
convirtió en una frase hecha con Charles Sherrington).
53
Permítaseme retornar por un momento a la idea
general, mencionada al principio, de que los números
se encuentran detrás de todas las cosas. He dicho que
ello obviamente partió de los descubrimientos
acústicos sobre las longitudes de las cuerdas en
vibración. Pero, en justicia (pese a sus extravagantes
derivaciones), uno no debería olvidar que es la época y
el lugar de los primeros grandes descubrimientos en
aritmética y geometría, que estuvieron corrientemente
vinculados a algún tipo de aplicación real o imaginada
sobre objetos materiales. La esencia del pensamiento
matemático es abstraer números del soporte material
(longitudes, ángulos y otras cantidades) para operar
con ellos y sus relaciones. Por la naturaleza de tal
procedimiento, las relaciones, modelos, fórmulas y
figuras geométricas a las que se llega por esta vía muy
a menudo resultan inesperadamente aplicables a
entidades materiales muy diferentes de aquéllas de las
que fueron abstraídas originalmente. De pronto, la
fórmula matemática proporciona orden en un dominio
para el cual no estaba previsto y en el que nunca se
había pensado cuando se derivó el modelo matemático.
Esta experiencia sorprendente es idónea para que surja
la creencia en el poder místico de las matemáticas. Al
encontrárnoslas de manera inesperada allí donde no
las habíamos aplicado, las «Matemáticas» parecen
hallarse en el fondo de todas las cosas. Este hecho, que
debió de impresionar profunda y reiteradamente a los
54
jóvenes amantes de la matemática, retorna como un
singular evento para marcar el progreso de la ciencia
física. Así, para dar al menos un ejemplo famoso,
Hamilton descubrió que el movimiento de un sistema
mecánico general se regía exactamente por las mismas
leyes que un rayo de luz al propagarse en un medio no
homogéneo. Hoy la ciencia se ha sofisticado, ha
aprendido a ser cauta en tales casos y a no tener por
conocimientos garantizados e intrínsecos lo que podría
ser simplemente una analogía formal, resultado de la
naturaleza misma del pensamiento matemático. Pero
no debe extrañamos encontrar, en la infancia de las
ciencias, conclusiones precipitadas de carácter místico
a las que nos hemos referido.
Un caso moderno, divertido, aunque irrelevante, de
un modelo aplicado a un asunto completamente
diferente es el de la denominada curva de transición en
la planificación de una pista o carretera. La curva que
conecta dos tramos rectos de la pista no es
simplemente un arco de círculo, pues eso supondría
que el conductor tendría que girar de repente el
volante al entrar en el círculo desde la recta. La
condición para una curva de transición ideal se
presenta por sí misma: requiere una proporción
uniforme del giro del volante en la primera mitad, y la
misma proporción uniforme de giro contrario en la
segunda mitad de la transición. La formulación
matemática de esta condición conduce a la exigencia
55
de que la curvatura sea proporcional a la longitud de la
curva. Se trata de una curva muy especial, denominada
espiral de Cornu, que era conocida mucho antes de la
aparición de los vehículos de motor. Su única
aplicación anterior, que yo sepa, fue en un problema
simple de óptica, concretamente la interferencia tras
una rendija iluminada por una fuente luminosa
puntiforme; este problema condujo al descubrimiento
teorético de la espiral de Cornu.
Un problema muy simple, conocido por todo
escolar, es el de intercalar entre dos longitudes (o
números) dadas, p y q, una tercera, x, tal que la razón
entre p y x sea la misma que entre x y q.
p:x = x:q
La cantidad x es la que se conoce como «media
geométrica» de p y q. Por ejemplo, si q fuera 9 veces p,
x sería 3 veces p y por tanto un tercio de q. De lo cual
se puede apreciar mediante sencilla generalización que
el cuadrado de x es igual al producto pq,
x2 = pq
56
(Esto puede también inferirse de la regla general de
las proporciones, según la cual el producto de los
medios o miembros «interiores» es igual al producto
de los extremos o miembros «exteriores»). Los griegos
habrían interpretado esta fórmula geométricamente
como la «cuadratura del rectángulo», en la que x es el
lado de un cuadrado de área igual a la del rectángulo
con lados p y q. Conocían la fórmula algebraica y las
ecuaciones
únicamente
en
una
interpretación
geométrica, puesto que en general no había número
que se adaptara bien a la fórmula. Por ejemplo, si se
dan a q los valores 2p, 3p, 5p,… (siendo p para
simplificar igual a 1) entonces x es lo que
denominamos √2, √3, √5,…, pero para ellos éstos no
eran números, no los habían inventado todavía.
Cualquier construcción geométrica que verifique la
fórmula anterior es, pues, una extracción de la raíz
cuadrada.
La manera más simple consiste en situar los
segmentos p y q a lo largo de una línea recta; a
continuación erigir una perpendicular en el punto
donde se unen (N) y cortarla (en C) mediante una
circunferencia trazada desde el centro O (el punto
medio de p + q) que pase por los puntos finales A y B
de p + q.
57
Fig. 1.
La proporción (1) se sigue del hecho de que ABC es
un triángulo rectángulo, dado que C es un «ángulo en
una
semicircunferencia»,
configurándose
tres
triángulos
ABC,
ACN,
CBN
geométricamente
semejantes. Tales triángulos exhiben dos nuevas
«medias geométricas», a saber (tomando p + q = c,
como hipotenusa).
q : b = b : c, así b2 = qc,
p : a = a : c, así a2 = pc.
58
De donde se sigue:
a2 + b2 = (p + q)c = c2,
lo que constituye la demostración más simple del
denominado teorema de Pitágoras.
La proporción (1) podría habérseles ocurrido a los
pitagóricos
partiendo
de
algo
completamente
diferente. Si p, q, x son longitudes que uno delimita
sobre la misma cuerda mediante soportes, o
simplemente presionando con el dedo como lo hacen
los violinistas, entonces x producirá un tono que será
la «media proporcional» de los producidos por p y q;
los intervalos musicales entre p y x y entre x y q serán
iguales. Esto puede conducir fácilmente al problema de
dividir un intervalo musical dado en más de dos
intervalos iguales. A primera vista esto parece
apartamos de la armonía, en la medida en que, por
más que el cociente inicial p : q fuera racional, las
relaciones intercaladas podrían no serlo. Precisamente
este procedimiento de intercalar distancias es el
empleado en el sistema temperado de los tonos del
piano, con los doce grados. Se trata de un
59
compromiso, condenable desde el punto de vista de la
armonía pura, pero difícilmente evitable en un
instrumento con tonos prefabricados.
Arquitas (también conocido por su amistad con
Platón en Tarento hacia mediados del siglo IV)
solucionó geométricamente el problema de hallar dos
medias geométricas (δύομέσαζἀνὰλόγονεὑρεῖν), o dividir
un intervalo musical en tres partes iguales. Lo que, por
otra parte, equivale a encontrar geométricamente la
raíz cúbica de un cociente dado q:p. Bajo esta última
forma —hallar una raíz cúbica—, el asunto era
conocido como el Problema Délico; a los sacerdotes de
Apolo en la isla de Delos el oráculo les encargó en
cierta ocasión duplicar las medidas de la piedra que
servía de altar. Ahora bien, esta piedra era un cubo, y
un cubo de doble volumen debería tener una arista de
magnitud 3√2 veces la del cubo inicial.
Con símbolos modernos el problema se plantea así:
p : x = x : y = y : q,
de donde se deduce
60
x2 = py, xy = pq
Multiplicando miembro a miembro y eliminando el
factor y:
La solución de Arquitas
construcción anterior,
61
consiste
en
repetir
la
Fig. 2.
pero usando el segundo tipo de proporción antes
mencionada, lo que aquí conduce a:
p:x=x:y
x:y=y:q
No obstante, esto es sólo el resultado final de la
construcción de Arquitas, una construcción muy
elaborada que utiliza intersecciones de una esfera, un
62
cono y un cilindro —tan complicadas que en mi
primera edición del Presocráticos de Diels la figura que
debía ilustrar el texto era absolutamente errónea—. De
hecho, la figura anterior, aparentemente simple, no
puede construirse directamente con regla y compás a
partir de los datos p y q. Y es que con una regla
únicamente pueden construirse líneas rectas (curvas de
primer orden), con un compás una circunferencia, que
es una curva particular de segundo orden; pero para
extraer una raíz cúbica es preciso disponer de al
menos una curva particular de tercer orden. Arquitas lo
resolvió de la manera más ingeniosa mediante curvas
de intersección. Su método para solucionar el
problema no supone, como cabría imaginar, una
complicación añadida, y es una verdadera hazaña el
que lo consiguiera aproximadamente medio siglo antes
de Euclides.
El último aspecto de las enseñanzas pitagóricas que
consideraremos aquí es el relativo a su cosmología.
Resulta de particular interés para nosotros, puesto que
nos revela la inesperada eficiencia de un punto de vista
tan lastrado por ideales de perfección, belleza y
simplicidad preconcebidos e infundados.
Los pitagóricos sabían que la Tierra era esférica y
fueron probablemente los primeros en saberlo. Ello se
infería posiblemente a partir de las sombras circulares
de la Luna durante los eclipses lunares, fenómeno que
interpretaban más o menos correctamente (véase más
63
adelante). Su modelo del sistema planetario y de las
estrellas queda recogido sumaria y esquemáticamente
en la siguiente figura:
Fig. 3.
Para ellos la Tierra esférica tarda veinticuatro horas
en girar en tomo a un centro fijo, F. C. (¡el fuego
central, no el Sol!), hacia cuyo centro presenta siempre
el mismo hemisferio —como lo hace la Luna respecto a
nosotros—, no habitable puesto que es demasiado
caliente. Se supone que existen nueve esferas, todas
ellas centradas en F. C.: (1) la Tierra, (2) la Luna, (3) el
Sol, (4-8) los planetas, (9) las estrellas fijas; todas se
mueven alrededor del centro, cada una de ellas
rotando a una velocidad relativa peculiar con respecto
al centro (de tal modo que la posición sobre una línea
recta de nuestra figura es puramente esquemática;
nunca habría aparecido así). Hay además una décima
esfera, o al menos un décimo cuerpo, el antichthon o
anti-Tierra, del que no queda demasiado claro si se
encontraba en permanente conjunción o en oposición a
la Tierra con respecto al Fuego Central (nuestra figura
64
muestra las dos alternativas). En cualquier caso, estos
tres cuerpos —Tierra, Fuego Central, anti-Tierra— se
suponían situados siempre en línea recta, pues el
antichthon no se veía nunca; se trataba de una
hipótesis gratuita. Podría haber sido inventado para
redondear el número de cuerpos y llegar al número
sagrado de diez, o bien como causa para explicar
cierto tipo de eclipses lunares, como los que se dan
cuando el Sol y la Luna resultan visibles en dos puntos
opuestos cercanos al horizonte. Ello es explicable por
la refracción de los rayos en la atmósfera, al igual que
vemos la ubicación de una estrella cuando en realidad
lleva ya unos minutos tras el horizonte. Puesto que eso
no se sabía en la época, el tipo de eclipses en cuestión
presentaba sin duda dificultades, lo que habría
contribuido a la necesidad tanto del invento del
antichthon como de la afirmación según la cual no sólo
la Luna, sino también el Sol, los planetas y las estrellas
fijas eran iluminados por el fuego central, siendo los
eclipses de Luna producidos al interceptarse por la
Tierra o el antichthon la luz del Fuego Central.
A primera vista este modelo parece tan erróneo que
difícilmente justificaría que se le dedique la menor
reflexión.
Considerémoslo,
sin
embargo,
cuidadosamente, recordando que no se sabía nada
acerca de las dimensiones de (a) la Tierra y (b) las
órbitas. La parte entonces conocida de nuestro planeta,
la región mediterránea, se mueve en círculo en
65
veinticuatro horas en torno a un centro invisible, ante
el cual presenta siempre la misma cara. Esto causa,
precisamente, el rápido movimiento diurno común a
todos los cuerpos celestes. Reconocer este último
como movimiento meramente aparente es en sí mismo
un logro enorme. El punto erróneo respecto al
movimiento de la Tierra sólo era tal en lo que
concierne al periodo (se le atribuía una revolución en el
mismo periodo) y al centro de revolución. Estos
errores, por considerables que nos parezcan, pesan
poco
en
comparación
con
el
espectacular
descubrimiento de que la Tierra es uno más entre los
planetas (como la Luna, el Sol y los otros cinco cuerpos
a los que nosotros denominamos planetas). Estamos
ante un admirable ejercicio de autoliberación del
prejuicio según el cual el hombre y su morada deben
situarse en el centro del universo, el primer paso hacia
el punto de vista actual, que reduce nuestro globo a un
planeta más de una de las estrellas en una de las
galaxias del cosmos. Es sabido que este paso, tras ser
completado por Aristarco de Samos hacia el 280 a. C.,
fue a continuación rápidamente desandado y el
prejuicio se mantuvo —al menos oficialmente en
algunos sectores— hasta principios del siglo XIX.
Cabría preguntarse por qué se inventó el Fuego
Central. La dificultad de explicar los evocados eclipses
excepcionales, en los que tanto la Luna como el Sol
resultan visibles, difícilmente parecería suficiente[8].
66
Que la Luna no tiene luz por sí misma, sino que es
iluminada por otra fuente, es algo que se conoció muy
pronto. Ahora bien, los dos fenómenos más llamativos
en los cielos, el Sol y la Luna, son bastante similares en
sus movimientos diurnos, en aspecto y en tamaño; esto
último debido a la coincidencia de que la Luna se
encuentra aproximadamente tantas veces más cerca de
nosotros como veces es más pequeña que el Sol. Lo
que induce necesariamente a otorgar el mismo estatus
a ambos, a proyectar sobre el Sol lo que se conoce
acerca de la Luna, y de este modo a considerar que
ambos están iluminados por la misma fuente, que no
sería sino el hipotético Fuego Central. Éste, al no ser
visible, no podía ser ubicado más que «bajo nuestros
pies», oculto a nuestros ojos por nuestro propio
planeta.
Este modelo, quizás equivocadamente, se ha
atribuido a Filolao (segunda mitad del siglo V). Un
vistazo a sus desarrollos posteriores muestra que
incluso grandes errores, resultado del influjo de ideas
preconcebidas sobre perfección y simplicidad, pueden
resultar relativamente inocuos. Es más: cuanto más
arbitraria e infundada sea una afirmación, tanto menor
será el daño mental que pueda causar, ya que la
experiencia la eliminará más rápidamente. Como
alguna vez se ha dicho, es mejor tener una teoría
equivocada que no tener ninguna.
En el presente caso, ni los viajes de los mercaderes
67
cartaginenses, más allá de las «columnas de Hércules»,
ni, poco más tarde, la expedición de Alejandro a la
India revelaron nada acerca del Fuego Central o del
antichthon, ni tampoco sobre que la Tierra se hiciera
menos habitable más allá de los límites de la cultura
mediterránea. De modo que todo ello debía ser
olvidado. Desaparecido el centro ficticio (el Fuego
Central), resultaba natural abandonar la idea de la
revolución diurna de la Tierra y reemplazarla por una
pura rotación sobre su propio eje. Los historiadores de
la filosofía antigua disienten a la hora de decidir a
quién se debe la «nueva doctrina de la rotación de la
Tierra». Algunos hablan de Ecfanto, uno de los
pitagóricos más jóvenes, mientras que otros se inclinan
a considerarlo un personaje de un diálogo de
Heráclides Póntico (un nativo de Heraclea en el Mar
Negro, asiduo de las escuelas de Platón y Aristóteles) a
quien de hecho atribuyen la «nueva doctrina» (que, por
cierto, Aristóteles menciona pero rechaza). Pero quizá
conviene poner de relieve que no se trata de una
doctrina nueva. La rotación de la Tierra ya estaba
contemplada en el sistema de Filolao: de un cuerpo
que gira alrededor de un centro y se mantiene rotando
siempre con la misma cara hacia este centro —como lo
hace la Luna con respecto a la Tierra— no debe decirse
que carece de rotación, sino que gira con un periodo
exactamente igual a su periodo de revolución. No se
trata de una sofisticada descripción científica, como
68
tampoco es una coincidencia la igualdad de los
periodos en el caso de la Luna (y de otros cuerpos
similares); se debe a la fricción de las mareas, bien en
un océano o envoltura atmosférica previamente
existentes, bien en la masa del cuerpo celeste[9].
Así, como afirmábamos antes, el sistema de Filolao
atribuye a la Tierra, con respecto al Fuego Central,
exactamente este tipo de movimiento: una rotación y
una revolución con el mismo periodo. El abandono de
esta última no debe vincularse al descubrimiento de la
primera, puesto que ya estaba descubierta. Nos
inclinamos más bien a calificarlo de paso en la
dirección errónea, puesto que la revolución se articula
en torno a otro centro.
Pero, según parece, hay que atribuir al antes
mencionado Heráclides, en contacto con los
pitagóricos tardíos, el paso más importante hacia el
reconocimiento de la situación efectiva. Los llamativos
cambios de luminosidad de los planetas interiores,
Mercurio y Venus, ya se habían constatado. Heráclides
los atribuyó correctamente a cambios de distancia con
respecto a la Tierra. Por tanto no podía ser que se
movieran en circunferencias alrededor de esta última.
El hecho adicional de que en su movimiento principal
siguieran la trayectoria solar ayudó probablemente a
inspirar la hipótesis correcta de que ambos se
movieran en circunferencias alrededor del Sol. Se
harían pronto consideraciones similares sobre Marte,
69
que también muestra cambios apreciables de
luminosidad. Finalmente, como es bien sabido,
Aristarco de Samos estableció (hacia el 280 a. C.) el
sistema heliocéntrico, tan sólo un siglo y medio
después de Filolao. No tuvo demasiado eco, y
alrededor de 150 años más tarde fue desechado por la
autoridad del gran Hiparco, «rector de la Universidad
de Alejandría», como diríamos en nuestros días.
Constituye un hecho sorprendente, no poco
desconcertante para el científico de nuestros días, el
que los pitagóricos, con todos sus prejuicios y sus
ideas preconcebidas acerca de la belleza y la
simplicidad, progresaran más que otros hacia una
intelección de la estructura del universo, más que la
sobria escuela de los physiologoi jónicos, de los que
hablaremos a continuación, y más también que el de
los atomistas, sus sucesores espirituales. Por razones
que veremos enseguida, los científicos tienden a
considerar a los jónicos (Tales, Anaximandro) y, sobre
todo, al gran atomista Demócrito como sus ancestros
espirituales, a pesar incluso de que este último se
mantuviera aferrado a la idea de una Tierra plana y
configurada como un tambor, idea perpetuada entre
los atomistas por Epicuro y prolongada hasta el poeta
Lucrecio, en el siglo I a. C. Las infundadas y excéntricas
fantasías y el arrogante misticismo de los pitagóricos
podrían haber contribuido a que un pensador lúcido
como Demócrito rechazara toda la enseñanza
70
pitagórica como una construcción arbitraria o artificial.
Pero el poder de sus observaciones, a partir de simples
experimentos acústicos con cuerdas vibrantes, debería
haber permitido reconocer, a través de la niebla de sus
prejuicios, algo tan próximo a la verdad que sirviera de
fundamento sólido sobre el que establecer la
perspectiva heliocéntrica. Es triste decirlo, pero ésta
también fue rechazada rápidamente bajo la influencia
de la escuela de Alejandría, cuyos componentes se
tenían a sí mismos por sobrios científicos, libres de
prejuicios y guiados únicamente por los hechos.
No he mencionado en este rápido repaso los
descubrimientos anatómicos y fisiológicos de Alcmeón
de Crotona, un joven contemporáneo de Pitágoras;
descubrió los principales nervios sensibles y siguió su
curso hasta el cerebro, en el que reconoció el órgano
central, la sede de la actividad de la mente. Hasta
entonces —y durante mucho tiempo después, pese a
su descubrimiento— el corazón (ητορ, καρδία), el
diafragma (ϕρένεζ) y la respiración (πνεῦμα, lat. anima >
animus) se consideraban conectados a la mente o el
alma, como lo evidencian las expresiones que en todas
las lenguas modernas utilizamos metafóricamente para
designarlos. Pero con esto basta para nuestro
propósito. El lector puede encontrar fácilmente
información más completa sobre ello en los
documentos médicos de la Antigüedad.
71
La cultura jónica
Nos centraremos ahora en los filósofos habitualmente
clasificados bajo la denominación común de escuela de
Mileto (Tales, Anaximandro, Anaxímenes), reservando
el capítulo próximo para otros más o menos vinculados
a ellos (Heráclito, Jenófanes) y el siguiente a los
atomistas (Leucipo, Demócrito). Tengo que decir en
primer lugar que el orden con respecto al capítulo
precedente no es cronológico: el acmé de los tres
physiologoi jónicos (Tales, Anaximandro, Anaxímenes)
data aproximadamente del 585, 565, 545 a. C.
respectivamente, mientras que el acmé de Pitágoras se
sitúa alrededor del 532 a. C. En segundo lugar, quisiera
señalar el doble papel que la escuela de Mileto
desempeña en el presente contexto. Se trata de un
conjunto de pensadores con objetivos y perspectivas
decididamente científicos, igual que los pitagóricos,
pero opuestos a éstos en lo que atañe a la oposición
«Razón - Sentidos», tratada en el segundo capítulo de
este libro. La escuela de Mileto toma el mundo tal
como nos viene dado a través de los sentidos y trata de
explicarlo, sin preocuparse por los preceptos de la
razón, como lo haría el hombre de la calle, con cuya
manera de pensar se identifican.
Efectivamente, a menudo la reflexión parte de
problemas o analogías de tipo práctico o manual,
enfocándolos
hacia
aplicaciones
prácticas
en
72
navegación, elaboración de planos y triangulación.
Permítaseme recordar al lector nuestro principal
problema, el de poner de relieve rasgos singulares y
bastante artificiales de la ciencia que se suponen
(Gomperz, Burnet) tener origen en la filosofía griega.
Presentaremos
y
discutiremos
dos
de
estas
características, a saber, la asunción de que el mundo
puede ser entendido, y el lema provisional y
simplificado de excluir la persona «que comprende» de
la representación racional del mundo que se va a
construir. La primera se establece definitivamente con
los tres physiologoi jónicos o, si se prefiere, con Tales.
La segunda, la exclusión del sujeto, se ha convertido
en un viejo hábito firmemente establecido. Se ha hecho
inherente a todo intento de proporcionar una imagen
del mundo objetivo a la manera de los jónicos. Tan
poca conciencia había de que tal exclusión resultaba de
un presupuesto singular, que se intentaba seguir el
rastro del sujeto en el seno mismo de la imagen
material del mundo bajo la forma de un alma, ya
estuviera formada por una materia particularmente
fina, volátil y móvil, ya fuera una sustancia espectral en
interacción
con
la
materia.
Estas
ingenuas
construcciones se mantuvieron durante siglos y están
lejos de haberse extinguido hoy en día. Aunque no
podamos describir la «exclusión» como un paso
definido, consciente (lo que probablemente nunca ha
sucedido), podemos hallar en los fragmentos de
73
Heráclito (que tuvo su acmé alrededor del 500 a. C.)
una evidencia notable de que éste ya la tenía en mente.
Y el fragmento de Demócrito que hemos citado al final
del capítulo II muestra su preocupación por el hecho de
que su modelo atomista del mundo está despojado de
todas las cualidades subjetivas, los datos sensoriales a
partir de los cuales había sido construido.
El movimiento conocido como cultura o ilustración
jónica nació en el extraordinario siglo VI a. C.; fue
también durante ese siglo cuando se produjeron en el
Lejano Oriente movimientos espirituales de tremendas
consecuencias, vinculados a los nombres de Gautama
Buddha (nacido hacia el 560 a. C.), Lao Tse y su más
joven contemporáneo Confucio (nacido el 551 a. C.). El
grupo jónico surgió, aparentemente, sin antecedentes
en la estrecha franja denominada Jonia, en la costa
oeste de Asia Menor e islas adyacentes. Las
condiciones geográficas e históricas particularmente
favorables que aquí se daban han sido descritas con
una retórica bastante más espléndida que la que puedo
ofrecer; la situación era favorable al desarrollo de un
pensamiento libre, sobrio e inteligente. Permítaseme
mencionar tres puntos.
La región (al igual que el sur de Italia en los tiempos
de Pitágoras) no pertenecía a un imperio ni a un gran
estado poderoso, que habría sido hostil al pensamiento
libre. Políticamente estaba conformada por numerosas
pequeñas ciudades o islas-estado, autogobernadas y
74
prósperas, fueran repúblicas o tiranías. En cualquiera
de los dos casos parecían dirigidas o gobernadas con
bastante frecuencia por los mejores cerebros, lo que
siempre ha sido un evento bastante excepcional.
En segundo lugar, los jónicos, habitantes de las
islas de la abrupta costa del continente, eran marinos,
gente a caballo entre Oriente y Occidente. Su
floreciente comercio se basaba en el intercambio de
mercancías entre las costas de Asia Menor, Fenicia y
Egipto por una parte, y Grecia, el sur de Italia y el sur
de Francia por otra. El intercambio mercantil siempre y
en todas partes ha sido, y todavía es, el principal
vehículo para el intercambio de ideas. Puesto que las
personas entre las que este intercambio tiene lugar no
son eruditos, poetas o profesores de filosofía, sino
marinos y mercaderes, es seguro que tal intercambio
comenzó con cuestiones prácticas. Instrumentos
manufacturados, nuevas técnicas de artesanía,
sistemas de transporte, mejoras en la navegación,
distribuciones portuarias, construcción de diques y
almacenes, control del suministro de agua, etcétera, se
encuentran entre las primeras cosas que en estas
circunstancias se aprenden de unos a otros. El rápido
desarrollo de las habilidades técnicas que se da en un
pueblo inteligente a través de un proceso vital de este
tipo, despierta las mentes de los pensadores
teoréticos, cuya ayuda será a menudo solicitada para
redondear el dominio de alguna técnica recientemente
75
aprendida. Si éstos se dedican a problemas abstractos
relativos a la constitución física del mundo, su manera
de pensar presentará, sin embargo, rasgos derivados
de su origen práctico. Esto es precisamente lo que
encontramos en los filósofos jónicos.
Se ha señalado como tercera circunstancia favorable
el que estas comunidades, para decirlo pronto, no
estuvieran dirigidas por sacerdotes. No existía, como
en Babilonia y Egipto, una casta sacerdotal privilegiada
y hereditaria que o era la clase dirigente o
habitualmente coincidía con ella en la oposición al
desarrollo de nuevas ideas, compartiendo un
sentimiento instintivo de que cualquier cambio en la
manera de entender el mundo podría eventualmente
volverse contra ellos y sus privilegios. Diferencia
suficiente en las condiciones que favorecieron el
nacimiento de una nueva era de pensamiento
independiente en Jonia.
Más de un escolar o joven estudiante ha topado en
sus libros de texto (u otros cualesquiera) con una breve
presentación de Tales, Anaximandro y otros. Al leer
que uno enseñaba que todo era agua, el otro que todo
era aire, un tercero que todo era fuego; al enterarse de
que se referían a cosas tan singulares como discos
incandescentes con ventanas (los cuerpos celestes), el
fluir ascendente y descendente en la atmósfera,
etcétera, el estudiante puede perfectamente aburrirse,
preguntándose por qué se le supone interesado en
76
semejante teoría vieja e ingenua que sabemos
completamente periclitada. ¿Qué es, pues, lo que
aconteció en aquel momento en la historia de las ideas
que nos permite hablar del nacimiento de la Ciencia y
referimos a Tales de Mileto como el primer científico
del mundo (Burnet)?
La gran idea que configuraron estos hombres fue
que el mundo que les rodeaba era algo que podía ser
comprendido; bastaba con que uno se tomara
simplemente el trabajo de observarlo cuidadosamente;
ya no era el terreno de acción de dioses y espíritus
actuando de manera impulsiva y más o menos
arbitraria, movidos por pasiones como la cólera, el
amor y el deseo de venganza, en el que daban rienda
suelta a sus odios y podían hacerse propicios con
ofrendas piadosas. Aquellos hombres ya no creían
nada de esto, se habían liberado de la superstición.
Vieron el mundo como un mecanismo complicado,
actuando de acuerdo con leyes innatas y eternas, que
tenían curiosidad por desvelar. Esto constituye, por
supuesto, la actitud fundamental de la ciencia hasta
nuestros días. Actitud que para nosotros se ha
convertido en un lugar común, hasta el punto de
olvidar que alguien tuvo que plantearla, hacer de ella
un programa y embarcarse en él. La curiosidad es el
estímulo. La primera condición del científico es ser
curioso. Debe ser capaz de mostrarse atónito y ansioso
por descubrir. Platón, Aristóteles y Epicuro enfatizan la
77
importancia del asombro (θαυμάζειν). Y esto no es
trivial cuando se refiere a cuestiones generales acerca
del mundo como totalidad; pues, en efecto, nos es
dado tan sólo una vez y no tenemos otro con el que
compararlo.
Este primer paso fue de una importancia suprema,
con independencia de la adecuación de las
explicaciones efectivamente presentadas. Creo que es
correcto afirmar que se trataba de una completa
novedad. Los babilonios y los egipcios, por supuesto,
conocían mucho sobre las regularidades de las órbitas
de los cuerpos celestes, particularmente en lo que
atañía a los eclipses. Pero los contemplaban como
fenómenos religiosos, lejos de buscarles explicaciones
naturales. Y se hallaban ciertamente muy lejos de una
descripción exhaustiva del mundo en términos de tales
regularidades. La incesante interferencia de los dioses
en los acontecimientos naturales en los poemas de
Homero, los repelentes sacrificios humanos narrados
en La Ilíada, ilustran en términos generales lo ya dicho.
Pero para reconocer en el original descubrimiento de
los jónicos la creación por primera vez de una
perspectiva científica, no necesitamos contrastarlos
con quienes los precedieron. Los jónicos tuvieron tan
poco éxito en la erradicación de la superstición que a
lo largo de los siglos y hasta nuestros mismos días no
ha habido época que se haya desembarazado
completamente de ella. Con esto no me estoy
78
refiriendo a las creencias populares, sino a la oscilante
actitud incluso de auténticos grandes hombres, como
Arthur Schopenhauer, Sir Oliver Lodge o Rainer Maria
Rilke, por nombrar unos pocos. La actitud de los
jónicos se mantuvo viva con los atomistas (Leucipo,
Demócrito, Epicuro, Lucrecio) y con los científicos de la
escuela de Alejandría, aunque en diferentes sentidos,
porque, desgraciadamente, la filosofía natural y la
investigación científica en los últimos tres siglos a. C.
se separaron tanto como en los tiempos modernos.
Tras esto la perspectiva científica fue muriendo
gradualmente, cuando en los primeros siglos de
nuestra época el mundo comenzó a interesarse cada
vez más por la ética y aspectos extraños de la
metafísica, y a despreocuparse por la ciencia. Hasta el
siglo XVII la actitud científica no recobró su importancia.
El segundo paso, casi igual de importante, se
remonta a Tales. Se trata del reconocimiento de que la
materia que constituye el mundo, a pesar de su infinita
variedad, tiene tanto en común en sus diversas formas
que debe contener intrínsecamente el mismo elemento.
Bien podemos denominar a esto la hipótesis de Proust
en estadio embrionario. Fue el primer movimiento
hacia una comprensión del mundo, en consecuencia
hacia la puesta en práctica de lo que hemos
denominado el primer paso, la convicción de que el
mundo puede ser entendido. Desde nuestra
perspectiva presente cabe decir que allí se tocó el
79
punto esencial y que la conjetura fue asombrosamente
adecuada. Tales se aventuró a considerar el agua (ὕδωρ)
como elemento básico. Pero haríamos bien en no
identificar esto ingenuamente con nuestro «H2O», sino
más bien con líquidos o fluidos (τὰ ὐγρά) en general.
Tales debió de haber observado que todo lo vivo
parece originarse en lo líquido o en lo húmedo. Al
juzgar el líquido más familiar (agua) como el material
único del que todo se compone, implícitamente
sostenía que el estado físico de agregación (sólido,
fluido, gaseoso) era un asunto secundario, no
demasiado esencial. No podemos esperar que se
quedara satisfecho —como correspondería a una
mente moderna— simplemente diciendo: vamos a dar
a esto un nombre, llamémoslo materia (ὕλη), y a
investigar
sus
propiedades.
Todo
nuevo
descubrimiento suele sobrevalorarse y a menudo se
formula en forma de hipótesis con un exceso de
detalles que después se esfuman. Esto proviene de
nuestro intenso deseo de «descubrir», de nuestro afán
de conocimiento científico, esencial para hallar
cualquier cosa, como ya hemos dicho. Un detalle algo
más interesante, relatado por varios doxógrafos como
una opinión de Tales, es que la tierra flota en el agua
«como un pedazo de madera»; lo que necesariamente
significa que una parte considerable se encuentra
inmersa. Esto evoca, por una parte, el antiguo mito de
la isla de Delos vagando erráticamente hasta que Leto
80
diera a luz a dos gemelos, Apolo y Artemisa; pero, por
otra parte, se parece asombrosamente a la moderna
teoría de la isostasia, de acuerdo con la cual los
continentes flotan en un líquido, aunque no
exactamente en el agua de los océanos sino en una
sustancia más densa, fundida, situada bajo ellos.
De hecho, la «exageración» o «temeridad» de Tales
al avanzar sus hipótesis generales fue rápidamente
corregida por su discípulo y asociado (ἑταῖροζ)
Anaximandro, unos veinte años más joven. Éste negó
que la materia universal fuera idéntica a ninguna
materia conocida e inventó un nombre para ella: lo
ilimitado o infinito (ἄπειρον). Se habló mucho en la
Antigüedad acerca de este interesante término, como si
fuera algo más que un nombre de nuevo cuño. No me
detendré en ello, sino que seguiré la corriente de las
ideas físicas esenciales indicando lo que quisiera
denominar el tercer paso decisivo en este desarrollo.
Se debe a Anaxímenes, colaborador y discípulo de
Anaximandro, aproximadamente unos veinte años más
joven (muerto hacia el 526 a. C.). Anaxímenes
reconoció que las transformaciones más obvias de la
materia eran la «rarefacción» y la «condensación».
Mantuvo explícitamente que todo tipo de materia podía
encontrarse en estado sólido, líquido o gaseoso según
las circunstancias. Eligió el aire como sustancia básica,
apoyándose así de nuevo sobre una base más firme
que su maestro. De hecho, si hubiera dicho «gas
81
hidrógeno disociado» (cosa que difícilmente podía
esperarse que dijera) no hubiera estado lejos de
nuestro punto de vista actual. A partir del aire, decía
Anaxímenes, los cuerpos más ligeros (por ejemplo, el
fuego y elementos aún más puros y ligeros en lo más
alto de la atmósfera) se formaban por rarefacción
creciente, mientras que la niebla, las nubes, el agua y
la tierra sólida resultaban de etapas sucesivas de
condensación. Estas afirmaciones son todo lo
adecuadas y correctas que permitían los conocimientos
y concepciones de la época. Téngase en cuenta que no
se trata sólo de pequeños cambios de volumen. En la
transición desde el estado gaseoso ordinario al estado
sólido o líquido la densidad se incrementa por un
factor entre mil y dos mil. Por ejemplo, una pulgada
cúbica de vapor de agua a presión atmosférica, al
condensarse, se contrae en una gota de agua de poco
más de una décima de pulgada de diámetro. La
hipótesis de Anaxímenes, según la cual el agua líquida,
e incluso una piedra firme y sólida, están formadas por
la condensación de una sustancia gaseosa básica
(aunque parezca tener el mismo peso que la
perspectiva opuesta de Tales) es aún más audaz y
mucho más cercana al punto de vista actual. Pues
nosotros consideramos un gas como el estado más
simple, más primitivo, «no-agregado», a partir del cual
la formación relativamente complicada de líquidos y
sólidos se sigue de la intervención de agentes que
82
tienen un papel subordinado. Que Anaxímenes no se
complacía en fantasías abstractas, sino que estaba
impaciente por aplicar su teoría a hechos concretos,
puede
apreciarse
en
las
conclusiones
sorprendentemente correctas a las que llegó en
algunos casos. Así, a propósito de la diferencia entre
granizo y nieve (consistentes ambos en agua
solidificada, es decir, hielo), nos dice que el granizo se
forma cuando se hiela el agua que cae de las nubes
(esto es, gotas de lluvia), mientras que la nieve resulta
de nubes húmedas que alcanzan por sí mismas el
estado
sólido.
Cualquier
texto
moderno
de
meteorología contará aproximadamente lo mismo. Las
estrellas (dicho sea de paso y sin que venga a cuento)
no nos proporcionan calor, decía Anaxímenes, porque
se encuentran demasiado lejos.
Pero, con mucho, lo más importante de la teoría de
la rarefacción-condensación es que se trata del paso
más firme hacia el atomismo, que efectivamente muy
pronto siguió esta pista. Este punto merece atención,
ya que para nosotros, modernos, no es obvio en
absoluto. Estamos familiarizados con la idea del
continuum, o así lo creemos. No lo estamos con la
enorme dificultad que este concepto representa para la
mente, a menos que hayamos estudiado las
matemáticas más modernas (Dirichlet, Dedekind,
Cantor).
Los griegos tropezaron con estas dificultades,
83
fueron perfectamente conscientes de ellas y se
sintieron profundamente turbados. Así se puede
apreciar en su desconcierto ante el hecho de que
«ningún número» corresponda a la diagonal del
cuadrado de lado 1 (sabemos que es √2); puede
apreciarse en las conocidas paradojas de Zenón (el
Eléata), la paradoja de Aquiles y la tortuga, la de la
flecha al vuelo, al igual que en otras paradojas acerca
de la arena y en las cuestiones recurrentes sobre si la
línea consiste en puntos y, de ser así, cuántos
contiene. El que nosotros (al menos los no
matemáticos) hayamos aprendido a sortear estas
dificultades (y seamos en consecuencia incapaces de
entender este aspecto del pensamiento griego) creo
que se debe, en gran parte, a la notación decimal. En
algún momento de nuestra época escolar se nos hace
tragar la píldora de que uno puede operar con
fracciones decimales cuyas cifras se suceden hasta el
infinito, y que cada una de ellas representa un número,
incluso cuando no es posible indicar la recurrencia de
las cifras. La píldora en cuestión pasa mejor gracias a
nuestro conocimiento previo de que números muy
sencillos, como 1/7 (un séptimo), no poseen una
sucesión decimal finita correspondiente, sino una
infinita, con recurrencia:
1/7 = 0,142857 | 142857 | 142857 |
84
…
La enorme diferencia entre este caso y, por ejemplo,
√2 = 1,4142135624…
aparece cuando constatamos que √2 conservaría su
especificidad cualquiera que fuera la «base de
numeración» que eligiéramos en lugar de nuestra
convencional base 10, mientras que en base 7[10], por
supuesto, tenemos para 1/7 la «fracción séptima».
1/7 = 0,1
En cualquier caso, tras habernos tragado la píldora,
nos damos cuenta de que estamos ya en condiciones
de asignar un número definitivo a cualquier punto de la
línea recta entre cero y uno, así como entre cero e
infinito, e incluso entre menos infinito y más infinito,
85
siempre que hayamos marcado previamente en la recta
el punto cero. Nos sentimos en posesión y control del
continuum.
Además, nosotros conocemos el caucho. Sabemos
que podemos estirar una tira de caucho dentro de unos
límites amplios, o incluso una superficie de caucho,
como hacemos cuando inflamos un globo. No tenemos
dificultad en imaginar que podemos hacer algo similar
con una masa sólida de caucho. Por ello no tenemos
problemas para conciliar un modelo continuo de la
materia con cambios considerables de forma y
volumen; ciertamente, muy pocos físicos del siglo XIX
encontraron dificultad en ello.
Los griegos, por las razones mencionadas, no
tenían esta facilidad. Tarde o temprano se veían
obligados a interpretar los cambios de volumen como
una prueba de que los cuerpos constan de partículas
discretas, inalterables en sí mismas, pero que se
mueven alejándose o aproximándose entre sí, dejando
más o menos espacio vacío entre ellas. En esto consiste
su teoría atómica, que es también la nuestra. Parece
como si hubiera sido precisamente una deficiencia —
una laguna de conocimiento acerca del continuo— lo
que les condujo al camino correcto. A finales del siglo
pasado uno todavía podría haber aceptado esta
conclusión, pese a su improbabilidad intrínseca. La
última fase de la física moderna, inaugurada en 1900
con el descubrimiento del quantum de acción de
86
Planck, apunta en dirección opuesta. Pese a aceptar el
atomismo griego en lo relativo a la materia ordinaria,
nos damos cuenta de que hemos hecho un uso
impropio de nuestra familiaridad con el continuo.
Hemos utilizado este concepto para la energía; sin
embargo, el trabajo de Planck ha proyectado dudas
sobre su adecuación. Todavía usamos el continuo en
relación con el espacio y el tiempo. Será difícil
eliminarlo de la geometría abstracta, pero podría
perfectamente revelarse fuera de lugar en relación al
espacio y al tiempo físicos. Esto en lo que se refiere al
desarrollo de las ideas físicas de la escuela de Mileto,
que, estimo, constituyen su contribución más
importante al pensamiento occidental.
Otra conocida afirmación procedente de esta
escuela es la de que toda la materia está dotada de
vida. Aristóteles, tratando acerca del alma, nos cuenta
que algunos la consideraban confundida con «el todo».
Así, Tales pensaba que todo se hallaba repleto de
dioses; se nos dice también que atribuía poder motriz
al alma y adscribía un alma incluso a la piedra, ya que
ésta movía el hierro (refiriéndose, por supuesto, a la
piedra imán). Ésta y la propiedad similar otorgada al
ámbar (elektron) al cargarse eléctricamente por
frotamiento se aducen siempre como las razones por
las que Tales adscribe un alma incluso a lo inanimado
(= sin alma). También se dice que concebía a Dios
como el intelecto (o mente) del universo, y pensaba
87
que todo él estaba animado (dotado de alma) y lleno de
deidades. Más tarde se inventaría el nombre de
«hylozoístas» (hyle, materia; zo-os, vivo) para los
miembros de la escuela de Mileto, en referencia a su
punto de vista, entendido como bastante excéntrico e
infantil. En efecto, ya Platón y Aristóteles estipularon
una clara división entre lo vivo y lo inanimado: lo vivo
es aquello que se mueve por sí mismo, como un
hombre, un gato o un pájaro, o como el Sol, la Luna y
los planetas. Ciertas teorías modernas se aproximan a
lo que los hylozoístas creían y sentían. Schopenhauer
extendió su noción fundamental de «Voluntad» a todo,
adscribió voluntad a la piedra que cae y a la planta que
crece, así como a los movimientos espontáneos de los
animales y del hombre. (Consideraba el conocimiento
consciente y el intelecto como fenómenos secundarios,
accesorios, perspectiva que no se trata de discutir
aquí.) El gran psicofisiólogo G. Th. Fechner desarrolló,
aunque sólo en sus horas de asueto, algunas ideas
sobre las «almas» de las plantas, de los planetas y del
sistema planetario, que constituyen una interesante
lectura y pretenden proporcionar algo más que
entretenidas ensoñaciones. Finalmente, permítaseme
evocar las Conferencias Gifford de Sir Charles
Sherrington (1937-1938), publicadas en 1940 bajo el
título de Man on his Nature (Hombre versus
Naturaleza[11]). Una discusión de varias páginas sobre
el aspecto físico (energético) de los acontecimientos
88
naturales, y de la actividad de los organismos en
particular, se resume destacando la posición histórica
de nuestra visión actual: «… en la Edad Media, y
después… así como anteriormente en Aristóteles, se
daba el problema de lo animado y lo inanimado y el de
hallar los límites entre ambos. El esquema actual hace
obvio el porqué de esta dificultad y la anula. No hay
frontera»[12]. Si Tales pudiera leer esto, diría: «Eso es
justamente lo que yo sostuve doscientos años antes de
Aristóteles».
Esta idea de que la naturaleza orgánica e inorgánica
están unidas inseparablemente no era para los Milesios
una simple y estéril declaración filosófica, como lo fue,
por ejemplo, para Schopenhauer, cuyo principal error
consistió en oponer (o quizá mejor, ignorar) la
evolución, pese a que la evolución biológica estaba, en
la versión de Lamarck, establecida en su tiempo y tuvo
una
gran
influencia
sobre
algunos
filósofos
contemporáneos. En la escuela de Mileto se extrajeron
inmediatamente sus consecuencias, dando por sentado
que la vida debía originarse de alguna manera a partir
de la materia inanimada, y obviamente de un modo
gradual. Hemos mencionado antes que Tales decidió
considerar el agua como sustancia primordial,
probablemente porque creyó haber sido testigo de que
la vida surgía espontáneamente en medios húmedos.
En esto, por supuesto, se equivocaba. Pero su discípulo
Anaximandro, reflexionando sobre el origen y
89
desarrollo de los seres vivos, llegó a conclusiones
notablemente correctas, y, lo que es más, a través de
un agudo sentido de la observación y la inferencia. A
partir de la indefensión de los animales terrestres
recién nacidos, incluidos los bebés humanos, concluyó
que ésta no podía ser la primera forma de vida. Los
peces, por el contrario, no prestan mayor atención a su
progenie. Sus pequeños tienen que salir adelante solos
y —debemos añadir— pueden manejarse con mayor
facilidad dado que su peso queda compensado en el
agua. La vida, pues, debe provenir del agua. Nuestros
ancestros tuvieron que ser peces. Todo esto coincide
tan sorprendentemente con los descubrimientos
modernos y es tan intrínsecamente sensato que uno
lamenta los detalles novelescos añadidos. Se creía —en
contraste con lo que acabamos de decir— que ciertos
peces, quizás una especie de tiburón (γαλεόζ), criaban a
sus pequeños con particular ternura, guardándolos en
su seno (o incluso reintroduciéndolos en él) hasta que
alcanzaban el estadio en que eran enteramente
capaces de valerse por sí mismos. Se dice que
Anaximandro mantenía que peces de este tipo,
cariñosos con sus crías, habrían sido nuestros
ancestros, en cuyo seno nos habríamos desarrollado
hasta ser capaces de alcanzar la tierra firme y
sobrevivir durante cierto tiempo. Leyendo esta
novelesca e ilógica historia uno no puede evitar
recordar que la mayor parte de estos relatos, si no
90
todos,
provienen
de
autores
vigorosamente
enfrentados con la teoría de Anaximandro, que ya
había sido ridiculizada por el gran Platón de manera
poco elegante. Estaban, pues, difícilmente dispuestos a
entenderla. ¿Es posible que Anaximandro apuntara,
muy consistentemente, a un estadio intermedio entre
los peces y los animales terrestres, concretamente a los
Anfibia (la clase a la que pertenecen las ranas), que
engendran en el agua, comienzan su vida en el agua y
después, tras una considerable metamorfosis, salen a
tierra para vivir ya siempre en ella? Alguien que
encontrara demasiado ridícula la idea de que un pez
pueda gradualmente desarrollarse hasta convertirse en
hombre pudo fácilmente distorsionar esta hipótesis
convirtiéndola en esa historia «explicativa» que haría
crecer al hombre dentro de un pez. Esto tiene un gran
parecido con otras ficciones literarias sobre la historia
natural con las que el círculo socrático-platónico tenía
por costumbre entretenerse.
91
La religión de Jenófanes.
Heráclito de Efeso
Los dos grandes hombres de los que quisiera hablar en
esta sección tienen en común el que ambos dan la
impresión de caminantes solitarios, pensadores
profundos originales, influidos por otros, pero no
encasillados en «escuela» alguna. El periodo más
probable para situar la vida de Jenófanes es la centuria
inmediata al 565 a. C. A la edad de noventa y dos años
se describe a sí mismo como alguien que ha vagado
por los estados griegos (incluido, por supuesto, la
Magna Grecia) durante los últimos sesenta y siete años.
Era poeta y los fragmentos de sus hermosos versos que
han llegado hasta nosotros nos hacen lamentar
profundamente que sus hexámetros y elegías, así
como los de Empédocles y Parménides, no se hayan
conservado como los cantos bélicos de La llíada. Pese a
todo, lo que aún subsiste de aquellos poemas
filosóficos puede, en mi opinión, constituir un tema
más interesante, valioso y adecuado para nuestra
docencia que la Cólera de Aquiles (si se reflexiona
sobre su contenido)[13]. De acuerdo con Willamowitz,
Jenófanes «sostuvo el único monoteísmo real que ha
existido sobre la Tierra».
Fue también él quien descubrió e interpretó
correctamente fósiles en las rocas del sur de Italia, ¡en
92
el siglo VI a. C.! Quisiera recordar aquí algunos de sus
fragmentos más famosos, que nos proporcionan una
idea de la actitud de los avanzados pensadores de
aquel periodo con respecto a la religión y la
superstición. Para dar paso a una visión científica del
mundo, era, por supuesto, necesario en primer lugar
deshacerse de ideas tales como las de Zeus lanzando
rayos y truenos, Apolo provocando pestilencias para
dar rienda suelta a su cólera, etcétera.
Jenófanes señala (fr. 11[14]) que Homero y Hesíodo
atribuyen a los dioses todo tipo de cualidades que
constituyen una vergüenza y una desgracia entre los
mortales: impostura, robo, adulterio, engaños entre
unos y otros con enorme ingenio. Y (fr. 14):
«Los mortales creen que los dioses han sido
procreados como lo son ellos mismos, que utilizan
prendas de vestir como las suyas y que tienen voz y
forma»[15].
Me detendré un momento para plantear lo
siguiente: ¿Cómo podrían los griegos en general
aceptar una idea tal acerca de los dioses? La respuesta
es, creo, que todo eso no les parecía en absoluto
bajeza. Por el contrario, testimoniaba el poder, libertad
e independencia de los dioses; éstos podrían hacer sin
censura cosas que a nosotros nos convertirían en
culpables, pues sólo somos pobres mortales. Ellos
modelaban a sus dioses a imagen de los que, entre
93
ellos, tenían mayor riqueza, fuerza, poder e influencia
y que, a menudo, entonces como ahora, podían
permitirse evadir la ley y conseguir la indulgencia para
crímenes y acciones vergonzosas, gracias a su poder y
riqueza.
En varios fragmentos Jenófanes destrona a los
dioses en un par de líneas, ridiculizándolos por no ser
patentemente nada más que el producto de la
imaginación humana:
«Sí, y si los bueyes, caballos o leones tuvieran
manos y pudieran pintar con ellas y producir obras
de arte como los hombres, los caballos pintarían las
figuras de los dioses como si fueran caballos, y los
bueyes como bueyes, dando a sus cuerpos la imagen
de sus diferentes especies.» (Fr. 15).
«Los etíopes hacen a sus dioses negros y chatos;
los tracios dicen que los suyos tienen ojos azules y
cabello rojo». (Fr. 16).
A continuación, unos fragmentos que nos deparan
su propia idea —clara y singular— acerca de la
divinidad:
«Un dios, el más grande entre dioses y hombres,
ni en forma ni en pensamiento es semejante a los
mortales.» (Fr. 23).
«Él lo ve todo, lo piensa todo y lo oye todo.» (Fr.
24).
«Pero sin ningún esfuerzo dirige todas las cosas
94
con el vigor de su mente.» (Fr. 25).
«Y permanece siempre en el mismo lugar, sin
moverse en absoluto; pues no le corresponde
hallarse ahora aquí y en otro momento allá». (Fr. 26).
Y he aquí su, para mí, particular e impresionante
agnosticismo:
«Nunca hubo ni habrá hombre alguno que tenga
conocimiento cierto acerca de los dioses y sobre las
cosas de las que hablo. Incluso si alcanzara por
fortuna a decir la verdad plena, él mismo ignoraría
que es así. No existe otra cosa que la opinión
fortuita». (Fr. 34).
Fijémonos ahora en un pensador algo posterior,
Heráclito de Efeso. Era un poco más joven (tuvo su
acmé hacia el 500 a. C.); probablemente no era un
discípulo de Jenófanes, pero conoció sus escritos y
recibió influencias de éste y de los jonios anteriores.
Llegó incluso a pasar por «oscuro» en la Antigüedad y
fue (aventuro que por esta razón) aprovechado por
Zenón, el fundador de la escuela estoica, y por los
estoicos que le siguieron, incluido Séneca. Los pocos
fragmentos existentes lo evidencian. Los detalles de su
visión del mundo tienen poco interés. Sus ideas
participan del carácter general de la cultura jónica, con
un fuerte tinte agnóstico en la línea de Jenófanes. He
aquí algunos de sus escritos característicos más
comprensibles:
95
«Este mundo, el mismo para todos nosotros, no
ha sido creado por ninguno de los dioses ni de los
humanos; siempre ha sido, es y será un fuego
perdurable, iluminándose a intervalos y a intervalos
extinguiéndose.» (Fr. 30).
«Lo que espera a los hombres tras la muerte no es
ni lo que prevén ni lo que sueñan». (Fr. 27).
Como ejemplo de los fragmentos oscuros (la
traducción es la de Burnet)[16]:
«El hombre enciende una luz para sí mismo en la
noche, cuando ha muerto y sin embargo vive. El que
duerme, carente de visión, resplandece de entre los
muertos; el que es despertado resplandece de entre
los durmientes». (Fr. 26).
Hay un conjunto de fragmentos que denota a mi
juicio una perspectiva profundamente epistemológica,
a saber: puesto que todos los conocimientos se basan
en percepciones sensoriales, a priori deben valorarse
igualmente, así ocurran en estado de vigilia, en un
sueño o en una alucinación; y sea en persona de mente
sana o de mente enferma. Lo que marca la diferencia y
permite construir una imagen del mundo verosímil a
partir de ellos es que este mundo puede ser construido
de tal modo que sea común para todos nosotros, o al
menos para toda persona sana y en estado de vigilia.
(No debe olvidarse que en aquel tiempo era mucho
más habitual considerar las apariciones oníricas como
96
algo real; la mitología griega está llena de este tipo de
historias.) Estos fragmentos dicen:
«Es por ende necesario seguir lo común. Pero
mientras que la razón (λόγοζ) es común, la mayoría
vive como si cada uno poseyera un discernimiento
particular.» (Fr. 2)
«No debemos actuar ni hablar como si
estuviéramos dormidos. (Explicación: pues entonces,
en nuestro sueño, también creemos que hablamos y
actuamos)». (Fr. 73).
Y fundamentalmente:
«Aquellos que hablan con mente clarividente (ξὺν
νόω) deben buscar apoyo en lo que es común a
todos, al igual que una ciudad se fundamenta en su
ley, e incluso con mucha mayor radicalidad; pues
todas las leyes de los hombres se nutren de una
única ley divina. Esta prevalece tanto cuanto quiere y
es más que suficiente para todo.» (Fr. 114).
«Los que están en estado de vigilia poseen un
solo mundo en común, pero los que duermen
penetran cada uno en su propio mundo». (Fr. 89).
Lo que me impresiona en particular es el gran
énfasis en mantener lo que es común, en el sentido de
escapar a la insensatez, eludir ser un «idiota» (de ἴδιοζ,
privado, lo que es propio). No se trataba, pues, de un
socialista, sino en todo caso de un aristócrata, quizá un
97
«fascista»[17].
Creo que esta interpretación es correcta. No he
podido encontrar en ningún sitio una explicación
razonable para este «común» en un hombre como él.
En una ocasión dice algo así como: un hombre de
genio pesa más que diez mil de los comunes. A veces
nos recuerda a Nietzsche, ¡el gran fascista! Todas las
cosas que merecen la pena se han originado a partir de
conflictos y violencia.
Para resumir, el sentido de todo esto sería, a mi
juicio, lo siguiente: nos forjamos ideas acerca de un
mundo que nos rodea partiendo de que una parte de
nuestras sensaciones y experiencias coincide con él.
Tal fracción coincidente es el mundo real.
Creo que, por regla general, uno no debería
asombrarse demasiado de encontrar ocasionalmente
un pensamiento filosófico verdaderamente profundo
con respecto al mundo en los fragmentos considerados
más arcaicos del pensamiento humano; encontrar ideas
para darles forma o inteligir nos cuesta hoy día
bastante esfuerzo y una considerable labor de
abstracción. Pensemos que esta infancia del
pensamiento humano se hallaba, en sentido figurado,
«aún más próxima a la naturaleza». Todavía no se
había alcanzado la imagen racional del mundo, no se
había logrado aún la construcción de «el mundo real
que nos rodea». En cualquier caso, tenemos bastantes
ejemplos que ilustran la existencia de tal pensamiento
98
primitivo y profundo en los escritos religiosos antiguos
de muchos pueblos, los indios, los judíos, los persas.
Comparando estos periodos tempranos de la
intelección filosófica, no puedo evitar recordar las
palabras de P. Deussen, el gran especialista en
sánscrito e interesante filósofo, quien decía: «Es una
lástima que los niños en los dos primeros años de su
vida no puedan hablar, porque si pudieran,
probablemente lo harían en filosofía kantiana».
99
Los atomistas
¿Es la antigua teoría atómica —la que se vincula a los
nombres de Leucipo y Demócrito (nacidos hacia el 460
a. C.)— la verdadera precursora de la teoría moderna?
Esta cuestión se ha planteado a menudo y se han
recogido opiniones muy diferentes a este respecto.
Gompertz, Coumot, Bertrand Russell, J. Burnet dicen
que «sí». Benjamín Farrington afirma que lo es «en
cierto sentido», y que ambas tienen mucho en común.
Charles Sherrington sostiene que «no», señalando el
carácter puramente cualitativo del atomismo antiguo y
el hecho de que su idea básica, al vincularse a la
palabra «átomo» (no susceptible de partición o
indivisible), ha convertido su propio nombre en un
término equívoco. No tengo noticia del veredicto
negativo en boca de ningún especialista en el mundo
clásico. Y cuando tal opinión procede de un científico,
siempre se delatará por algún detalle que considera la
química —no la física— como el dominio propio de las
nociones de átomo y molécula. Mencionará el nombre
de Dalton (nacido en 1766) y omitirá, en este contexto,
el nombre de Gassendi (nacido en 1592). Fue este
último, sin embargo, el que reintrodujo definitivamente
el atomismo en la ciencia moderna, y llegó a él tras
estudiar los importantísimos escritos conocidos de
Epicuro (nacido hacia el 341 a. C.), quien, a su vez,
recogió la teoría de Demócrito, del que únicamente han
100
llegado a nosotros escasos fragmentos originales. Es
de destacar que en química, tras el impulso decisivo
que, hacia finales del siglo XIX, siguió a los
descubrimientos de Lavoisier y Dalton, se originó un
fuerte movimiento (los «energéticos»), encabezado por
Wilhelm Ostwald y sustentado en Ernst Mach, que
clamaba por el abandono del atomismo. Se dijo
entonces que éste no era necesario en la química y que
debería prescindirse de él, como hipótesis no probada
e improbable, una actitud que, al igual que el origen
del antiguo atomismo y su conexión con la teoría
moderna, tiene un interés bastante mayor que el
puramente histórico. Volveremos sobre ello. Antes,
quisiera esbozar los principales rasgos de la teoría de
Demócrito. Son los siguientes:
(i) Los átomos son muy pequeños, indivisibles,
todos de la misma materia o naturaleza (ϕύσιζ), pero
con una enorme diversidad de formas y tamaños, y en
ello
reside
su
propiedad
característica.
Son
impermeables y actúan entre sí por contacto directo,
empujándose y desviándose mutuamente. Así, las más
variadas formas de agregación y enlace entre átomos
del mismo y diferente tipo produce, en sus diversas
interacciones, la infinita variedad de los cuerpos
materiales que observamos. El espacio exterior a los
átomos está vacío, un aspecto que a nosotros nos
resulta natural, pero que fue objeto de infinitas
101
controversias en la Antigüedad, ya que muchos
filósofos consideraban que el μὴ ὄν, lo que no es, no
podía ser que fuera, ¡lo cual equivalía a negar la
posibilidad del espacio vacío!
(ii) Los átomos se encuentran en perpetuo
movimiento, y podríamos entender que este
movimiento
se
consideraba
irregular
o
desordenadamente distribuido en todas direcciones,
puesto que nada puede ser concebido si los átomos se
encuentran en perpetuo movimiento incluso en los
cuerpos que permanecen en reposo o se mueven a
poca velocidad. Demócrito afirma explícitamente que
en el espacio vacío no hay abajo ni arriba, delante ni
detrás, no hay dirección privilegiada alguna, el espacio
vacío es isótropo, diríamos nosotros.
(iii) Su movimiento continuo persiste por sí mismo,
no cesa; esto se daba por supuesto. Tal
descubrimiento, intuitivo, de la ley de inercia debe ser
considerado una hazaña, puesto que contradice de
forma patente la experiencia. Fue restablecido 2000
años más tarde por Galileo, quien llegó a la misma
conclusión mediante una ingeniosa generalización a
partir de experimentos cuidadosamente realizados con
péndulos y bolas que hacía rodar por planos
inclinados. En tiempos de Demócrito esta idea era
totalmente inaceptable; creó enormes dificultades a
Aristóteles, para quien únicamente el movimiento
circular de los cuerpos celestes era susceptible de
102
persistir indefinidamente sin cambio. En términos
modernos diríamos que los átomos estaban dotados de
una masa inerte que les impelía a continuar sus
movimientos en el espacio vacío y a traspasarlos a
otros átomos contra los que chocaban.
(iv) No consideraba el peso o la gravedad una
propiedad primitiva de los átomos. Se explicaba de una
manera que en sí es sumamente ingeniosa: por un
movimiento de rotación que hace que los átomos más
grandes y con mayor masa tiendan hacia el centro,
donde la velocidad lineal de rotación es menor,
mientras que los más ligeros eran empujados o
expulsados del centro, hacia los cielos. Leyendo esta
descripción uno recuerda lo que sucede con la fuerza
centrífuga, aunque en este caso, por supuesto, suceda
todo lo contrario, siendo los cuerpos específicamente
más densos arrastrados hacia el exterior, mientras que
los más ligeros tienden hacia el centro. Por otra parte,
si Demócrito tras preparar una taza de té la hubiera
removido circularmente con una cucharilla, habría
constatado que el té deja restos en el centro de la taza,
un ejemplo excelente para ilustrar su teoría del
remolino. (El verdadero fundamento de este hecho es
exactamente el opuesto, dado que el remolino es más
fuerte en el centro que en los extremos, donde los
muros lo retardan.) Lo que más me sorprende es lo
siguiente: uno tendería a pensar que esta idea de la
gravedad debida a un giro continuo sugeriría
103
automáticamente un modelo para el mundo de simetría
esférica, y por tanto una Tierra esférica. Sin embargo,
no fue éste el caso: Demócrito se decantó, bastante
inconsistentemente, por la forma de un tambor;
continuó considerando las revoluciones diurnas de los
cuerpos celestes como reales, haciendo que la Tierratambor se sustentase en una especie de cojín de aire.
Quizá sintiera tal aversión por el insensato discurso de
los pitagóricos y los eléatas que no quería aceptar nada
proveniente de ellos.
(v) Pero, a mi juicio, el defecto más grave del que
adolecía la teoría, y lo que la condenó a ser la «bella
durmiente» durante tantos siglos, fue el que se hiciese
extensiva al alma. El alma fue considerada como
compuesta de átomos materiales, particularmente
diminutos y de elevada movilidad, probablemente
repartidos a lo largo de todo el cuerpo e interviniendo
en su funcionamiento. Lo que es una pena, pues
condujo a que en los siglos venideros los pensadores
más sutiles y profundos rechazaran la teoría. No hay
que juzgar sin embargo a Demócrito con excesiva
severidad. Fue un momento de irreflexión en un
hombre cuya profunda intelección de la teoría del
conocimiento intentaré probar a continuación. En su
teoría atómica asumió y desarrolló la antigua
concepción errónea, firmemente anclada en el lenguaje
hasta el presente, del alma como un soplo. Todas las
palabras antiguas para designar el alma significan aire
104
o respiración: ψυχή, μνεῦμα, spiritus, anima, athman
(sánscrito), de donde proceden las modernas expirar,
animado, inanimado, psicología, etcétera. Como el
aliento es aire y el aire está compuesto de átomos, el
alma también debería estar compuesta de ellos. No
deja de ser una comprensible reducción del problema
central de la metafísica, de facto sin resolver (véase la
magistral exposición que ofrece Charles Sherrington en
Hombre versus Naturaleza).
Esto tiene una consecuencia tremenda que ha traído
de cabeza a pensadores de muchos siglos y que, con
algún ligero cambio de forma, todavía hoy sigue
constituyendo un enigma para nosotros. El modelo del
mundo consistente en átomos y espacio vacío
incorpora el postulado básico de que la naturaleza es
comprensible, siempre y cuando en cualquier momento
pueda determinarse el movimiento ulterior de los
átomos a partir exclusivamente de su configuración y
estado de movimiento actuales. Así, la situación
alcanzada en cualquier momento engendra por
necesidad la siguiente; ésta a su vez explica la
siguiente, y así sucesivamente. Todo el proceso se
halla estrictamente determinado desde su inicio, y en
él no alcanza a verse cómo afecta el comportamiento
de los seres vivos, incluidos nosotros, que nos
consideramos aptos para elegir en gran medida los
movimientos de nuestro cuerpo mediante libre decisión
de nuestra mente. Si resulta que esta mente o alma
105
está ella misma compuesta de átomos que se mueven
en la misma forma ineluctable, no habrá al parecer
lugar para la ética ni para la conducta moral.
Estaríamos determinados por las leyes de la física a
hacer en todo momento exactamente lo que hacemos.
¿A qué vendría entonces el deliberar sobre lo que es
correcto o incorrecto? ¿Quedaría acaso lugar para la ley
moral si la ley natural fuera todopoderosa y frustrara
enteramente los designios de la primera?
La antinomia está tan poco resuelta hoy como hace
veintitrés siglos. Con todo, podemos distinguir en la
asunción de Demócrito un aspecto muy verosímil y
otro perfectamente absurdo. Demócrito admitía
1. que el comportamiento de todos los átomos en el
interior de un cuerpo vivo está determinado por
las leyes físicas de la naturaleza y
2. que algunos de ellos venían a componer lo que
denominamos la mente o el alma.
Considero que dice mucho en su favor el hecho de
que sostuviera firmemente (1), incluso si ello implica
una antinomia, con o sin (2). De hecho, si se admite
(1), entonces el movimiento del propio cuerpo se halla
predeterminado y uno yerra al considerar, a partir de la
sensación, que lo mueve a voluntad, se piense lo que
se piense acerca de la mente.
El aspecto completamente absurdo es (2).
Por desgracia los sucesores de Demócrito, Epicuro y
106
sus discípulos, incapacitados para encarar tal
antinomia, abandonaron la hipótesis verosímil (1) y se
aferraron al error absurdo (2).
La diferencia entre estos dos hombres, Demócrito y
Epicuro,
residía
en
que
Demócrito
estaba
modestamente convencido de que no sabía nada,
mientras que Epicuro estaba muy seguro de que sabía
un poco de todo.
Epicuro añadió al sistema otra muestra de
sinsentido cuidadosamente recogida por todos sus
seguidores, incluido, por supuesto, Lucrecio Caro.
Epicuro era un sensorialista convencido. Para él,
siempre que los sentidos nos proporcionen alguna
evidencia conclusiva, debemos seguirlos. Cuando no
sea así, somos libres de avanzar cualquier hipótesis
razonable
para
explicar
lo
que
vemos.
Desgraciadamente, incluyó entre las cosas sobre las
cuales los sentidos nos proporcionarían una evidencia
incuestionable el tamaño del Sol, la Luna y las estrellas.
Hablando acerca del Sol, argumentaba (1) que su
circunferencia es neta, no difusa, y (2) que nosotros
percibimos su calor. Señalaba además que podemos
conocer el tamaño real de cualquier hoguera en la
tierra, siempre que sea suficientemente grande y
podamos discernir sus contornos claramente y sentir
algo de su calor. ¡Vemos la hoguera exactamente tan
grande como es! Conclusión: el Sol (y la Luna y los
planetas) son tan grandes como nosotros los vemos, ni
107
mayores ni menores.
El principal sinsentido es, por supuesto, la
expresión «tan grandes como nosotros los vemos».
Asombra que incluso los filólogos modernos, cuando
se refieren a esto, no se extrañen por esta expresión
sin sentido, sino sólo por el hecho de que Epicuro
asintiera. Éste no distingue entre tamaño angular y
tamaño linear, viviendo en Atenas casi tres siglos
después de Tales, quien había medido la distancia de
los barcos por triangulación, tal y como lo hacemos
nosotros.
Pero detengámonos en sus palabras. ¿Qué pudo
haber querido decir? ¿De qué tamaño vemos nosotros,
pues, el Sol? ¿A qué distancia se encuentra si es tan
grande como nosotros lo vemos?
Su diámetro angular es de 1/2 de grado. A partir de
aquí, uno puede establecer fácilmente, que si se hallara
a 10 millas de distancia, tendría que tener un diámetro
de aproximadamente 1/10 de milla o 500 pies. No creo
que nadie pueda mantener que el Sol da la impresión
inmediata de ser tan grande como una catedral. Pero
permítasenos atribuirle diez o quince veces tal talla, lo
que nos daría un diámetro de una milla y media y una
distancia de 150 millas. Esto significaría que cuando
uno viera el Sol por la mañana en Atenas en el
horizonte oriental, en realidad estaría saliendo en ese
momento por la costa de Asia Menor. Reflexionemos:
108
Fig. 4.
¿Pensó que pasaba horizontalmente por el
Mediterráneo? Es muy posible, dada su ignorancia de la
medida angular.
En cualquier caso esto demuestra, creo, que tras
Demócrito los hábitos de la física abrigaron a filósofos
que no tenían interés real en la ciencia y que, por la
gran influencia que tuvieron como filósofos, la
degradaron, pese al brillante trabajo especializado
realizado en Alejandría y otros lugares. La ciencia tuvo
así poca influencia en la actitud de la población en
general, e incluso en hombres de la talla de Cicerón,
Séneca o Plutarco.
Volvamos ahora a la cuestión histórica evocada al
comienzo de este capítulo y a la que atribuyo mucho
más interés que el meramente histórico. Nos
encontramos aquí frente a uno de los casos más
fascinantes en la historia de las ideas. El punto
sorprendente es éste: de las vidas y escritos de
Gassendi y Descartes, introductores del atomismo en la
ciencia moderna, sabemos como dato histórico efectivo
109
que, al hacerlo, estaban enteramente convencidos de
estar retomando la teoría de los antiguos filósofos,
cuyos escritos habían estudiado con diligencia. Y lo
que es más importante, todos los rasgos básicos de la
antigua teoría sobrevivieron en la moderna hasta
nuestros días, enormemente realzados y ampliamente
elaborados, pero sin cambios sustanciales desde el
punto de vista del filósofo natural, no en la perspectiva
miope del especialista. Por otro lado sabemos que ni
un atisbo de la rica evidencia experimental que un
físico moderno aduce como sostén de estos modelos
básicos era conocido ni por Demócrito ni por Gassendi.
Cada vez que este tipo de cosas sucede hay que
considerar dos posibilidades. La primera es que los
primeros pensadores hicieron una afortunada conjetura
que más tarde se reveló correcta. La segunda es que tal
esquema de pensamiento no está exclusivamente
basada en evidencias recientes, como los modernos
pensadores creen, sino en la concordancia de muchos
datos simples, conocidos anteriormente, y en la
estructura a priori, o al menos en la inclinación natural,
del intelecto humano. Sería de gran importancia que la
verosimilitud de la segunda alternativa pudiera ser
probada. Naturalmente, ello no debería, ni siquiera en
el caso de que fuera cierta, inducimos a abandonar la
idea —en nuestro caso, el atomismo— como si se
tratara de una mera ficción de nuestra mente;
simplemente nos proporcionará una visión más
110
profunda del origen y naturaleza de nuestra imagen
intelectiva. Estas consideraciones nos incitan a
descubrir, si es posible, qué es lo que llevó a los
filósofos antiguos hasta su concepción de los átomos
inmutables y del vacío.
Que yo sepa, no hay evidencia alguna que nos guíe.
Hoy en día, si declaramos las creencias científicas
propias o ajenas, nos vemos obligados a añadir la
razón de que las sostengamos o las hayamos
sostenido. El mero hecho de que tal o cual persona
crea una cosa u otra, sin motivación, carece de interés
para nosotros. Esto no era una práctica común en la
Antigüedad. Los denominados doxografoi se muestran
usualmente bastante satisfechos con decimos, por
ejemplo, «Demócrito sostenía…», pero es de destacar
en el presente contexto el hecho de que el propio
Demócrito considerase su teoría una creación del
intelecto. Esto puede apreciarse en el fr. 125, más
adelante citado in extenso, así como en su distinción
entre las dos vías para obtener conocimiento, la
genuina y la oscura (fr. 11). La última la constituyen los
sentidos, que nos resultan inadecuados cuando
intentamos penetrar en pequeñas regiones del espacio.
Entonces, el método genuino de conocimiento basado
en un órgano refinado del pensamiento viene en
nuestra ayuda. Que esto se refiere entre otras cosas a
la teoría atómica parece obvio, aunque en el fragmento
de
que
disponemos
no
esté
explícitamente
111
mencionado.
¿Qué era, pues, lo que guiaba su refinado órgano
del pensamiento hasta el extremo de que llegara a
producir el concepto de átomo?
Demócrito estaba muy interesado por la geometría,
no sólo como mero entusiasta a la manera de Platón;
era un distinguido geómetra. Le debemos el teorema
según el cual el volumen de una pirámide o un cono es
un tercio del producto de su base y altura. Para el que
conozca el calculus es un lugar común, pero he
conocido
buenos
matemáticos
que
tuvieron
dificultades para recordar la prueba elemental que
aprendieron en sus años de estudiantes. Demócrito
difícilmente pudo haber llegado al teorema sin utilizar,
al menos en algún paso, un sustituto para el calculus
(como lo hacen los niños en el colegio, así el principio
de Cavalieri, al menos en Austria). Demócrito tuvo una
comprensión profunda de la significación y las
dificultades de las magnitudes infinitesimales. Así lo
sugiere una interesante paradoja con la que sin duda
tropezó al cavilar sobre esta demostración. Sea un
cono cortado en dos por un plano paralelo a su base;
¿son los dos círculos producto de la sección (el cono
más pequeño arriba y el tronco de cono abajo), iguales
o desiguales? Si son desiguales, entonces, puesto que
ello sería válido para cualquier corte de este tipo, la
parte lateral de la superficie del cono no sería lisa, sino
escalonada; si se dice que son iguales, entonces, por la
112
misma razón, ¿no significaría ello que todas estas
secciones paralelas a la base son iguales y por tanto
que el cono es un cilindro?
De todo esto y de los títulos de otros dos escritos
suyos («De la diferencia de opinión o del contacto de
un círculo y una esfera» y «De las líneas y sólidos
irracionales») uno saca la impresión de que finalmente
Demócrito llegó a una clara distinción entre, por una
parte, los conceptos geométricos de cuerpo, superficie
o línea, con propiedades bien definidas (por ejemplo
una pirámide, una superficie cuadrada o una
circunferencia), y las realizaciones más o menos
imperfectas de estos conceptos a través de (o en) un
cuerpo físico. (Platón, un siglo más tarde, les asignó la
primera categoría entre sus «ideas»; fueron incluso,
creo, sus prototipos; de esta manera la cosa se
confundió con la metafísica.)
Vinculemos ahora lo anterior con el hecho de que
Demócrito no solo conocía las opiniones de los
filósofos jónicos, sino que, cabe decir, continuó su
tradición. Como hemos mencionado en el capítulo
cuarto, el último de ellos, Anaxímenes, sostuvo, en
completo acuerdo con nuestro punto de vista moderno,
que todos los cambios importantes observados en la
materia son sólo aparentes, pues en realidad se deben
a la rarefacción y la condensación. Pero ¿tiene sentido
decir que el material en sí mismo se mantiene sin
cambio, si de hecho cualquier fragmento de este
113
material, por pequeño que sea, se va rarificando o
comprimiendo? El geómetra Demócrito estaba en
condiciones de concebir este «por pequeño que sea».
El método obvio es considerar que todo cuerpo físico
se halla efectivamente compuesto de innumerables
cuerpos pequeños, que permanecen inmutables y en
los que se produce la rarefacción cuando se alejan
unos de otros, y la condensación cuando se agregan y
ocupan un volumen menor. Para que puedan
comportarse de esta forma, dentro de unos límites, es
exigencia necesaria que el espacio entre ellos sea
vacío, es decir, que no contenga nada en absoluto. Al
mismo tiempo la integridad de las proposiciones
puramente geométricas podría salvaguardarse por la
vía de desplazar las paradojas y retos que se
planteaban desde los conceptos geométricos a sus
realizaciones físicas imperfectas. La superficie de un
cono real o, en este caso, de cualquier cuerpo real, en
rigor no sería lisa, puesto que está formada por
acumulación de átomos y, en consecuencia, perforada
por pequeños agujeros con prominencias entre ellos.
Podría también atribuirse a Protágoras (quien habría
planteado problemas de este tipo) la idea de que una
esfera real en reposo sobre un plano no tendría con
éste un único punto de contacto, sino toda una
pequeña región de contacto «próximo». Estas
paradojas no impedirían que la geometría pura
conservara su exactitud. Puede inferirse que tal era el
114
punto de vista de Demócrito a partir de una
consideración de Simplicio, quien nos cuenta que,
según Demócrito, sus átomos físicamente indivisibles
eran, en un sentido matemático, divisibles ad
infinitum.
Durante los últimos cincuenta años hemos obtenido
evidencia experimental de la «existencia real de
corpúsculos discretos». Hay una amplia gama de
observaciones interesantes que no podemos recoger
aquí y que los atomistas de finales del siglo pasado no
habrían aventurado ni en sus sueños más desatados.
Podemos ver con nuestros propios ojos el registro de
las trazas lineales de las trayectorias de partículas
individuales en la cámara de Wilson y en emulsiones
fotográficas. Tenemos instrumentos (contadores
Geiger) que responden con un click audible cuando una
radiación cósmica hace que penetre en el instrumento
una sola partícula; más aún, el instrumento puede
perfeccionarse hasta el extremo de que la aguja de un
sencillo amperímetro comercial avance en una unidad,
de manera que pueda contarse el número de partículas
detectadas en un tiempo determinado. Este tipo de
cálculos, realizados por diferentes métodos y en
condiciones diversas, concuerdan tanto entre sí como
con las teorías atómicas desarrolladas mucho antes de
que esta evidencia directa fuera posible. Los grandes
atomistas, desde Demócrito hasta Dalton, Maxwell y
Boltzmann, se habrían extasiado con estas pruebas
115
palpables de sus convicciones.
Pero, al mismo tiempo, la moderna teoría atómica
ha entrado en crisis. No hay duda de que la teoría de
partículas elementales es demasiado ingenua. En
realidad no es demasiado sorprendente, considerando
las especulaciones que hemos revisado sobre su
origen. Si éstas son correctas, el atomismo se forjó
como arma para vencer las dificultades del continuum
matemático, del cual, como hemos visto, Demócrito era
conocedor. Para él, el atomismo sirvió de puente entre
los cuerpos reales de la física y las formas idealizadas
de la matemática pura. Pero no sólo para Demócrito.
En cierto sentido, el atomismo ha cumplido esa función
a lo largo de toda su historia, la de facilitar nuestro
pensamiento acerca de los cuerpos palpables. Un
fragmento de materia se reduce en nuestro
pensamiento
a
innumerables,
aunque
finitos,
constituyentes que podemos contar (o al menos
imaginar que lo hacemos) mientras que somos
incapaces de establecer el número de puntos de una
línea recta de 1 cm de longitud. Podemos también
contar, en nuestro pensamiento, el número de choques
en un tiempo dado. Cuando el hidrógeno y el cloro se
unen para formar ácido hidroclórico, podemos, en
nuestra mente, acoplar los átomos de los dos tipos y
pensar que cada par se une para formar un pequeño
cuerpo nuevo, una molécula del compuesto. Este
cálculo, esta manera de acoplar, esta manera misma de
116
pensar, ha desempeñado un papel predominante en el
descubrimiento de los teoremas físicos más
importantes. Esto no hubiera resultado posible si
hubiéramos seguido ateniéndonos a la consideración
de la materia como un continuo gelatinoso y sin
estructura. Así pues, el atomismo se ha revelado como
una teoría infinitamente fértil. No obstante, cuanto más
reflexiona uno sobre él, menos puede evitar
preguntarse hasta qué punto se trata de una teoría
verdadera. ¿Está efectivamente fundada exclusivamente
en la estructura objetiva del «mundo real que nos
rodea»? ¿No se tratará de una parcela importante
condicionada por la naturaleza del conocimiento
humano, lo que Kant denominaría «a priori»? Estamos
obligados, creo, a no adoptar una actitud mental
excesivamente abierta respecto al problema de las
pruebas palpables de la existencia de partículas
simples individuales, sin detrimento de nuestra
profunda admiración por los genios de aquellos
experimentadores que nos han proporcionado tan rico
conocimiento. Lo incrementan, de hecho, día a día, y
con ello nos ayudan a resarcirnos de la triste
constatación de que nuestro conocimiento teorético
sobre el asunto disminuye, me atrevo a decir, casi en la
misma proporción.
Concluiré este capítulo citando algunos fragmentos
agnósticos y escépticos de Demócrito, los que más me
han impresionado. La traducción sigue a Cyril
117
Bailey[18]:
«Todo hombre debe aprender sobre la base de
que se encuentra lejos de la verdad». (D. fr. 6)
«No conocemos verdaderamente nada acerca de
cosa alguna, sino que en cada uno de nosotros la
opinión es un influjo (es decir, le es transmitido por
influjo de “ídolos[19]” desde el exterior).» (D. fr. 7)
«Saber verdaderamente lo que es cada cosa, es
causa de incertidumbre». (D. fr. 8)
«Verdaderamente no conocemos nada con
certeza, sino sólo en sus transformaciones, de
acuerdo con la disposición de nuestro cuerpo y de
las cosas que en él se introducen y le afectan». (D. fr.
9).
«No conocemos nada ciertamente, pues la verdad
yace escondida en el abismo». (D. fr. 117).
Y a continuación el famoso diálogo entre el intelecto
y los sentidos:
«(Intelecto:) Lo dulce es por convención y lo
amargo por convención, lo caliente por convención,
lo frío por convención, el color por convención; en
verdad no hay más que átomos y vacío.
»(Los Sentidos:) Pobre mente, ¿tomas de nosotros
la evidencia por la cual quisieras destronarnos? Tu
victoria es tu derrota». (D. fr. 125).
118
¿Cuáles son los rasgos peculiares?
Permítaseme ahora, por último, aventurar la respuesta
a la pregunta formulada al comienzo.
Recuerden las líneas del prefacio de Burnet: la
ciencia es una invención griega, y nunca existió
excepto entre los pueblos bajo influencia griega. Más
tarde, en el mismo libro afirma: «El fundador de la
escuela de Mileto y por consiguiente [!] el primer
hombre de ciencia fue Tales»[20]. Gomperz asegura (lo
he citado por extenso) que toda nuestra actual manera
de pensar se basa en el pensamiento griego; éste es,
pues, algo especial, algo que se ha desarrollado
históricamente durante siglos, no es el general, el
único modo posible de pensar sobre la naturaleza.
Gomperz pone mucho énfasis en la apreciación de este
extremo, en que reconozcamos las peculiaridades
como tales, posiblemente liberándonos así de su poco
menos que irresistible hechizo.
¿Cuáles son pues? ¿Cuáles son los rasgos
peculiares, específicos de nuestra imagen científica del
mundo?
No cabe duda acerca del primero de estos rasgos
fundamentales. Consiste en la hipótesis de que el
despliegue de la naturaleza puede ser inteligido. He
abordado este punto repetidamente. Se trata de la
perspectiva no-espiritista, no-supersticiosa, nomágica. Cabría decir mucho más acerca de ella. En este
119
contexto, habría que discutir las cuestiones siguientes:
¿qué significa realmente la comprensibilidad y en qué
sentido, si hay alguno, la ciencia proporciona
explicaciones? El gran descubrimiento de David Hume
(1711-1776) fue que la relación entre causa y efecto
no es directamente observable y no enuncia nada sino
una
sucesión
regular.
Este
descubrimiento
epistemológico fundamental llevó a grandes físicos
como Gustav Kirchhof (1824-1887), Ernst Mach (18381916) y otros a sostener que la ciencia natural no
ofrece ninguna explicación, que su finalidad es sólo
una completa y económica (Mach) descripción de los
datos observados, siendo impotente para alcanzar otra
cosa. Esta perspectiva, en la forma más elaborada de
positivismo filosófico, ha sido abrazada con
entusiasmo por los físicos modernos. Tiene gran
consistencia y es muy difícil, si no imposible, de
refutar; como ocurre con el solipsismo, pese a ser
mucho más razonable que este último. Aunque la
perspectiva positivista contradiga la «inteligibilidad de
la naturaleza», no supone una vuelta al pensamiento
mágico y supersticioso de antaño; por el contrario,
expulsa la noción de fuerza de la física, la más
peligrosa reliquia del animismo en esta ciencia. Es un
antídoto saludable contra la temeridad de los
científicos propensos a creer que han comprendido un
fenómeno, cuando en realidad únicamente se han
aprehendido los hechos describiéndolos. Pero incluso
120
desde el punto de vista positivista uno no debería,
creo, declarar que la ciencia transmite lo que no ha
comprendido. Pues aunque fuera cierto (como los
positivistas mantienen) que en principio nosotros
únicamente observamos, registramos datos y los
colocamos en un orden nemotécnico conveniente, hay
una relación factual, tanto entre nuestros hallazgos en
los diferentes dominios (ampliamente separados) del
conocimiento, como entre éstos y las nociones
generales más fundamentales (así los enteros naturales
1, 2, 3, 4…); relaciones tan sorprendentes e
interesantes que, para designar el hecho de
aprehenderlas y registrarlas, el término «conocimiento»
parece muy apropiado. Los ejemplos más destacados, a
mi entender, son la teoría mecánica del calor, que
equivale a una reducción numérica, y la teoría de la
evolución de Darwin, ejemplo de nuestra posibilidad de
obtener conocimiento verdadero. Lo mismo cabe decir
de la genética, basada en los descubrimientos de
Mendel y Hugo de Vries, mientras que en física la
teoría cuántica ha alcanzado una prometedora
perspectiva, pero todavía no una inteligibilidad
completa, por válida y provechosa que sea en diversos
campos, incluida la genética y la biología en general.
Existe, no obstante, a mi juicio, un segundo rasgo,
mucho menos claro y abiertamente expuesto, pero de
igual y fundamental importancia: la ciencia, en su
intento de describir y comprender la naturaleza,
121
simplifica el (muy difícil) problema al que se enfrenta.
De forma inconsciente, el científico simplifica su
problema de entender la naturaleza al ignorar (o
desconectar de la imagen del mundo a construir) su
propia personalidad, el sujeto de conocimiento.
Inadvertidamente el pensador se retrotrae al papel
de observador externo. Esto facilita mucho la tarea.
Pero deja huecos, enormes lagunas; conduce a
paradojas y antinomias cada vez que, ignorando la
renuncia inicial, uno intenta hallarse a sí mismo en el
marco descrito, situar de nuevo en él su propio
pensamiento y su intelección sensible.
Este paso importante —desconectarse uno mismo,
retrotraerse a la posición del observador que nada
tiene que ver con la tarea global— ha recibido otros
nombres, que lo hacen aparecer como algo inofensivo,
natural, inevitable. Podría ser denominado objetivación,
la contemplación del mundo como un objeto. En el
momento en que se hace tal cosa, uno se excluye
virtualmente
a
sí
mismo.
Una
expresión
frecuentemente utilizada es «la hipótesis de un mundo
real que nos rodea» (Hypothese der realen Aussenwelt).
¡Evidente! ¡Sólo un insensato podría ignorarlo! Y sin
embargo se trata de un rasgo distintivo, un hecho
peculiar en nuestra manera de entender la Naturaleza,
y la emergencia de tal rasgo tiene sus consecuencias.
Los vestigios más claros de esta idea en los
antiguos escritos griegos son los fragmentos de
122
Heráclito
que
hemos
discutido
y
analizado
anteriormente. Pues se trata de este «mundo en
común», este ξυνόν o κοινόν de Heráclito, lo que estamos
construyendo; estamos hipostasiando el mundo como
un objeto, realizando la asunción de un mundo real a
nuestro alrededor —como dice la sentencia—
construido de hecho sobre las partes superpuestas de
nuestras distintas conciencias. Y al hacer tal cosa, cada
cual, lo quiera o no, se coloca a sí mismo —el sujeto de
conocimiento, la cosa que dice «cogito ergo sum»—
fuera del mundo, se traslada a sí mismo hacia una
posición de observador externo, dejando de pertenecer
él mismo al conjunto. El «sum» se convierte en «est».
¿Es realmente así? ¿Debe ser así? ¿Por qué es así? De
hecho no nos damos cuenta de ello por una razón que
luego expondré. Antes permítaseme indicar por qué es
así.
Tanto el «mundo real que nos rodea» como
«nosotros mismos», es decir, nuestras mentes,
proceden del mismo material de construcción; los dos
consistimos en los mismos ladrillos, por así decir, sólo
que acomodados en distinto orden —percepciones
sensibles,
imágenes
mnémicas,
imaginación,
pensamiento—. Es preciso, por supuesto, un mínimo
de reflexión, pero entonces uno fácilmente cae en la
cuenta
de
que
la
materia
está
compuesta
exclusivamente de estos elementos. Más aún:
imaginación y pensamiento juegan un papel cada vez
123
más importante (frente a la cruda percepción
sensorial), bajo forma de ciencia, conocimiento de la
naturaleza, progreso.
Lo que sucede es lo siguiente. Podemos pensar en
estos elementos —permítaseme llamarlos así— bien
como constituyentes de la mente, la propia mente de
cada uno, bien como integrantes del mundo material.
Pero no podemos, o podemos sólo con enorme
dificultad, pensar ambas cosas al mismo tiempo. Para
pasar del aspecto-mente al aspecto-materia, o
viceversa, tenemos, por así decir, que tomar los
elementos y colocarlos juntos de nuevo en un orden
enteramente diferente. Por ejemplo —no es fácil dar
ejemplos pero lo intentaré— mi mente en este
momento está constituida por todo lo que siento a mi
alrededor: mi propio cuerpo, todos ustedes sentados
ahí delante, escuchándome muy amablemente, el guión
de mi conferencia ante mí y, sobre todo, las ideas que
quiero exponer, su adecuada estructuración en
palabras. Pero ahora consideremos alguno de los
objetos materiales que tenemos alrededor, por ejemplo
mi brazo. En tanto objeto material está compuesto, no
sólo por mis propias sensaciones directas de él, sino
también por las sensaciones imaginadas que tendría al
girarlo en redondo, moviéndolo, mirándolo desde
diferentes ángulos; a lo que se añade que está
compuesto de las percepciones que imagino que
ustedes tienen de él, y también, si ustedes piensan en
124
él de manera puramente científica, de todo aquello que
ustedes podrían verificar y podrían verdaderamente
hallar, si lo tomaran y lo diseccionaran para
convencerse de su naturaleza y composición
intrínsecas. Y así sucesivamente. Se podría hacer una
enumeración sin fin de todas las hipotéticas
percepciones y sensaciones por mi parte y por la suya
que se incluyen en mi discurso acerca de este brazo en
tanto rasgo objetivo del «mundo real que nos rodea».
El símil siguiente no es muy bueno, pero es el mejor
que he podido encontrar: se proporciona a un niño una
complicada caja de ladrillos de diferentes medidas,
formas y colores. Puede construir con ellos una casa,
una torre, una iglesia, la Muralla China, etcétera. Pero
no puede realizar dos de estas construcciones al
mismo tiempo porque, al menos parcialmente, necesita
los mismos ladrillos en cada caso.
Ésta es la razón por la que creo cierto que yo
verdaderamente desconecto mi mente cuando
construyo el mundo real a mi alrededor, sin darme
cuenta de que estoy desconectando. Y entonces me
quedo muy perplejo de que la imagen científica del
mundo real a mi alrededor sea muy deficiente.
Proporciona mucha información factual, pone toda
nuestra experiencia en un orden admirablemente
consistente, pero es horriblemente muda acerca de
todas y cada una de las cosas que están realmente
cerca de nuestro corazón, que realmente nos interesan.
125
No nos puede decir una palabra acerca de rojo y azul,
amargo y dulce, dolor físico y placer físico; no sabe
nada de bello y feo, bueno o malo, Dios y eternidad. La
ciencia a veces pretende contestar a preguntas en
estos dominios, pero las respuestas son muy a menudo
tan endebles que ni siquiera las tomamos en serio.
De modo que, en resumen, no pertenecemos a este
mundo material que la ciencia construye para nosotros.
Nosotros no estamos dentro de él, estamos fuera. Sólo
somos espectadores. La razón por la que creemos que
estamos dentro de él, que pertenecemos al cuadro, es
que nuestros cuerpos están en el cuadro. Nuestros
cuerpos pertenecen a éste. No sólo mi propio cuerpo,
sino los de mis amigos, así como los de mi perro, mi
gato y mi caballo, y los de todas las otras personas y
animales. Y ésta es la única manera que tengo de
comunicarme con ellos.
Por otro lado, mi cuerpo está implicado en buena
parte de los cambios más interesantes —movimientos
— que tienen lugar en este mundo material, y está
implicado de tal manera que me siento en parte el
autor de estas idas y venidas. Pero entonces llega el
impasse, este descubrimiento tan desconcertante de la
ciencia, de que no soy necesario como autor. En el
seno de la imagen científica del mundo todos estos
acontecimientos tienen soporte en sí mismos. Se
explican ampliamente mediante influencia energética
recíproca. Incluso los movimientos del cuerpo humano
126
«son autónomos», como afirmó Sherrington. La imagen
científica del mundo se digna conceder un
conocimiento muy completo de todo lo que sucede,
hace todo un poco demasiado comprensible. Le
permite a uno imaginar el despliegue total de las cosas
como el de un mecanismo de relojería, en el que todo
lo que la ciencia conoce funcionaría exactamente como
el reloj mismo; sin que en conexión con él se dieran
conciencia,
voluntad,
deber,
dolor,
placer
y
responsabilidad —que de hecho sí operan—. Y la razón
de esta desconcertante situación es justamente que,
para el propósito de construir la imagen del mundo
externo, hemos utilizado el enormemente simplificado
procedimiento consistente en desconectar nuestra
personalidad, la hemos cambiado de lugar; por lo tanto
ha desaparecido; se ha evaporado y se ha hecho
ostensiblemente innecesaria.
En particular, y esto es lo importante, tal es la razón
de que la visión científica del mundo no contenga en sí
misma valores éticos, ni valores estéticos, ni una
palabra acerca de nuestra finalidad última o destino, y
nada de Dios, si lo prefieren. ¿De dónde vengo, adonde
voy?
La ciencia no nos puede decir una palabra acerca de
la música que nos agrada, o por qué y de qué manera
una vieja canción nos conmueve hasta las lágrimas.
La ciencia, estimamos, puede, en principio, describir
con todo detalle cuanto sucede (en relación al último
127
caso) en nuestros sensorium y motorium desde el
momento en que las ondas de comprensión y de
dilatación alcanzan nuestro oído hasta el momento en
que ciertas glándulas secretan un fluido salado que
emerge en nuestros ojos. Pero en lo que respecta a los
sentimientos de placer y tristeza que acompañan al
proceso, la ciencia es completamente ignorante, y por
esta razón reticente.
La ciencia es reticente también cuando se trata la
cuestión de la gran Unidad —el Ser de Parménides—,
del cual todos formamos parte de alguna manera y al
cual pertenecemos. El nombre más popular para ello en
nuestros tiempos es Dios, con mayúscula. A la ciencia,
muy a menudo, se la tacha de atea. Después de lo que
hemos dicho, no debe sorprendemos. Si su imagen del
mundo no contiene siquiera el azul, amarillo, amargo,
dulce —belleza, placer y dolor—, si la personalidad
queda descartada por convenio, ¿cómo podría contener
la idea más sublime que se presenta por sí misma a la
mente humana?
El mundo es grande, magnífico y hermoso. Mi
conocimiento científico de los hechos que en él se dan
comprende cientos de millones de años. Pero en otro
sentido está ostensiblemente contenido en los pocos
(setenta, ochenta o noventa) años que me han sido
otorgados
—yo,
un
pequeño
punto
en
el
inconmensurable tiempo, nada incluso en relación al
número finito de millones de años que he aprendido a
128
medir y a calcular—. ¿De dónde vengo y adónde voy?
Ésta es la gran cuestión insondable, la misma para
cada uno de nosotros. La ciencia no tiene respuesta a
eso, aunque constituye el peldaño más alto que hemos
sido capaces de establecer en el camino del
conocimiento seguro e incontrovertible.
No obstante, nuestra vida como seres humanos ha
durado, como máximo, sólo alrededor de medio millón
de años. Por todo lo que sabemos, podemos anticipar,
aun en este globo en particular, unos cuantos millones
de años por venir. Y al final nos queda la sensación de
que ningún pensamiento completado durante todo este
tiempo habrá sido pensado en vano.
129
Bibliografía
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esp.: Hombre versus Naturaleza, Tusquets Editores
(Metatemas 5), Barcelona, 1983.]
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C. B. Mohr, Tubinga y Leipzig, 1903.
131
Físico austriaco (Viena, 1887 - 1961). Compartió el
Premio Nobel de Física del año 1933 con Paul Dirac por
su contribución al desarrollo de la mecánica cuántica.
Ingresó en 1906 en la Universidad de Viena, en cuyo
claustro permaneció, con breves interrupciones, hasta
1920. Sirvió a su patria durante la Primera Guerra
Mundial, y luego, en 1921, se trasladó a Zurich, donde
residió los seis años siguientes.
En 1926 publicó una serie de artículos que sentaron las
bases de la moderna mecánica cuántica ondulatoria, y
en los cuales transcribió en derivadas parciales su
célebre ecuación diferencial, que relaciona la energía
asociada a una partícula microscópica con la función
de onda descrita por dicha partícula. Dedujo este
resultado tras adoptar la hipótesis de De Broglie,
132
enunciada en 1924, según la cual la materia y las
partículas microscópicas, éstas en especial, son de
naturaleza dual y se comportan a la vez como onda y
como cuerpo.
Atendiendo a estas circunstancias, la ecuación de
Schrödinger arroja como resultado funciones de onda,
relacionadas con la probabilidad de que se dé un
determinado suceso físico, tal como puede ser una
posición específica de un electrón en su órbita
alrededor del núcleo.
En 1927 aceptó la invitación de la Universidad de Berlín
para ocupar la cátedra de Max Planck, y allí entró en
contacto con algunos de los científicos más
distinguidos del momento, entre los que se encontraba
Albert Einstein.
Permaneció en dicha universidad hasta 1933, momento
en que decidió abandonar Alemania ante el auge del
nazismo y de la política de persecución sistemática de
los judíos. Durante los siete años siguientes residió en
diversos países europeos hasta recalar en 1940 en el
Dublin Institute for Advanced Studies de Irlanda, donde
permaneció hasta 1956, año en el que regresó a
Austria como profesor emérito de la Universidad de
Viena.
133
Notas
134
[1]
History of Western Philosophy, pág. 559. <<
135
[2]
Zeno Bucher, Die Innenwelt der Atome. Josef Stoker,
Lucerne, 1946. <<
136
[3]
En Kenneth Hare, El Puritano. <<
137
[4]
Vol. I, pág 419 (3.ª ed. 1911). <<
138
[5]
Popular Lectures. 3.ª ed., ensayo
1903). <<
139
XVII
(J. A. Barth,
[6]
Diels. Die Fragmente der Versokratiker. Berlin, 1903.
<<
140
[7]
Algunos autores antiguos comentan el gran
escándalo que provocó Hipaso al divulgar la existencia
del pentágono-dodecaedro, o, como otros dicen, una
cierta «inconmensurabilidad» (ἀλογία) y «asimetría».
Fue expulsado de la Orden. Se mencionan otros
castigos: se preparó su tumba como si estuviera ya
difunto y fue por venganza divina ahogado en alta mar.
Otro gran escándalo de la Antigüedad se vincula al
rumor de que Platón había pagado un alto precio a un
pitagórico necesitado de dinero, por tres manuscritos,
a fin de usarlos él mismo sin divulgar su procedencia.
<<
141
[8]
Dicho se de paso, no parece que un eclipse de este
tipo hubiera sido nunca observado. <<
142
[9]
La fricción de las mareas en la Tierra produce un
(lentísimo) retardo en su rotación. La reacción en la
Luna se limita a una (muy lenta) recesión con respecto
a la Tierra, junto al correspondiente incremento del
período de revolución de la Luna. De todo ello uno se
inclina a concluir que algún agente opera para
mantener la exacta igualdad de los dos períodos de la
Luna. <<
143
[10]
La raiz cuadrada de dos en base 7 es: 1,2620346…
<<
144
[11]
Traducción española en Tusquets Editores
(Metatemas 5), Barcelona, 1984. (N. del T.). <<
145
[12]
Primera edición, pág. 302. <<
146
[13]
No quisiera que se infiera de esto que considero La
Ilíada únicamente como un canto de guerra cuya
pérdida no resultaría profundamente deplorable. <<
147
[14]
La numeración de los fragmentos sigue la de la
primera edición de Diels. <<
148
[15]
En las citas que siguen de los fragmentos
respetamos la lectura de Schrödinger tal como se pone
de relieve en las versiones que él nos ofrece en inglés.
En consecuencia nos limitamos a hacer una versión en
castellano de los términos que él presenta en inglés.
(N. del T.). <<
149
[16]
Se refiere a la evocada anteriormente. Respecto a la
oscuridad del fragmento, baste comparar tal versión
con la que ofrecen, siguiendo la lección que remonta a
Wilamowitz, E. S. Kirk y J. E. Raven en su conocida obra
Los filósofos presocráticos (versión española de Jesús
García Hernández, Gredos, 1979): «El hombre de noche
enciende para sí una luz cuando su visión está extinta;
vive cuando duerme, está en contacto con el que está
muerto y despierto con el que duerme». Versiones
totalmente diferentes, interpretando las diferentes
lecciones textuales, se encuentran en ciertas ediciones
francesas o italianas. (N. del T.). <<
150
[17]
Esta calificación absurda, además de anacrónica, al
igual que la similar respecto a Nietzsche unas líneas
más abajo, puede explicarse parcialmente por el uso
que de ciertos pensadores se hacía en la cultura
nacionalsocialista. Recordemos que a diferencia de su
colega Heisenberg (que permaneció en Alemania y
contribuyó con sus teorías al esfuerzo de guerra),
Schrödinger abandonó Alemania desde el advenimiento
de los nazis. (N. del T.). <<
151
[18]
Intentamos mantener la lectura propuesta por
Schrödinger. (N. del T.). <<
152
[19]
En griego, ἔἰδωλον, imagen. <<
153
[20]
Early Greek Philosophy, pág. 40. <<
154
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