Apuntes de antropología para la psicología clínica

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INSTITUTO DE INVESTIGACIONES
ECONÓMICAS Y SOCIALES
FRANCISCO DE VITORIA
# 18
Apuntes de antropología para la psicología clínica
Ángel Sánchez-Palencia, Francisca Tomar,
Juan J. Álvarez, Xosé Manuel Domínguez
AVANCES DE INVESTIGACIÓN
Crta. M-515, Km. 1,800. Pozuelo de Alarcón, 28223 (Madrid) ESPAÑA
Teléfs. (0034) 91 709 14 00 (Exts. 1654 y 1680) Fax: (0034) 91 709 15 58
E-Mail: iies@ufv.es / www.iiesfv.es
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ECONOMICAS Y SOCIALES
FRANCISCO DE VITORIA
Apuntes de
antropología para la
psicología clínica
Ángel Sánchez-Palencia Martí
Francisca Tomar Romero
Juan J. Álvarez Álvarez
Xosé Manuel Domínguez Prieto
2
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
ÍNDICE
PRESENTACIÓN ...........................................................................................................7
I. EL PUESTO DEL HOMBRE EN EL COSMOS. BREVE INTRODUCCIÓN
GNOSEOLÓGICA-EPISTEMOLÓGICA .................................................................. 7
Ángel Sánchez-Palencia Martí ........................................................................................9
1. La verdad y el conocimiento de lo real
11
1.1. Verdad hombre e historia
11
1.2. ¿Qué es la verdad?
13
a) Verdad ontológica
14
b) Verdad lógica
15
c) Verdad moral
16
1.3. Êthos de la verdad
17
1.4. Los estados de la mente respecto a la verdad
20
1.5. Saber y saberes científicos
22
2. El ser del hombre entre los seres vivos
24
2.1. La aventura del saber actitudes y método
24
2.2. El misterio de la vida
25
2.3. Filosofía de la vida: mecanicismo y vitalismo
27
3. El alma y el cuerpo animado
28
3.1. El tratado Acerca del alma de Aristóteles
28
3.2. El problema de la espiritualidad del alma humana
32
4. El puesto del hombre en el cosmos
36
4.1. Planteamiento histórico-epistemológico de la cuestión
36
4.2. Las aportaciones de la antropología biológica
37
4.3. La belleza del hombre en su corporeidad
40
4.4. El hombre y el animal
42
4.5. El hombre es un ser naturalmente cultural
44
5. La persona en sus dimensiones cognitiva, volitiva y afectiva
46
5.1. El conocimiento humano
47
5.2. Las tendencias humanas
48
5.3. La afectividad humana
49
6. Conclusión………………………………………………………………49
Lecturas recomendadas………………………………………………...50
II. LA PERSONA HUMANA .......................................................................................51
Francisca Tomar Romero ..............................................................................................51
1. El hombre como persona
52
3
1.1. El concepto de “persona”
52
1.2. Valor y dignidad de la persona: la persona como fin
57
2. La persona como ser social
59
2.1. La sociabilidad humana
59
2.2. El amor humano
64
a) El amor y sus significados
65
b) Las causas del amor
69
c) El amor de dominio (o de cosa) y el amor
de amistad (o de persona)
72
d) La amistad
76
3. La persona como ser de encuentro…………………………………… 80
3.1. Amor y relación interpersonal
80
3.2. La sexualidad humana
90
4. Conclusión………………………………………………………………91
Lecturas recomendadas………………………………………………...92
III. LA LIBERTAD HUMANA: BIOGRAFÍA Y SENTIDO. EL PROBLEMA DEL
DOLOR ......................................................................................................................... 92
Juan Jesús Álvarez Álvarez............................................................................................92
1. El proyecto vital y la biografía personal
94
2. Realización, crecimiento y límites de la libertad humana……………99
2.1. Plano ontológico (libertad trascendental)
100
2.2. Plano psicológico (libertad de elección o libre albedrío) 102
a) Determinismos……………………………………104
b) Libertarismo………………………………………120
c) Libertad relativa…………………………………..121
2.3. Planos ético y político (libertad de independencia)
125
3. La autorrealización personal y los compromisos socio-profesional,
ético y religioso
128
3.1. Planos social y profesional
129
a) Hombre y familia
129
b) Hombre y trabajo
130
3.2. Plano ético
132
3.3. Plano religioso
136
4. En busca de la felicidad: la plenitud de sentido de una vida lograda
142
5. El hombre como ser doliente y mortal: sentido y psicología del
sufrimiento humano
150
6. Conclusión……………………………………………………………...157
Lecturas recomendadas………………………………………………..158
IV. PSICOLOGÍA DE LA PERSONA ......................................................................159
Xosé Manuel Domínguez Prieto ..................................................................................159
4
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
1. Psicología y psicoterapia
162
1.1. Qué es psicología
162
a) Psique y cerebro
164
b) Lo psicofísico y lo espiritual
166
1.2. Dimensiones de lo psíquico
168
1.3. De qué se ocupa la psicología
169
1.4. Qué es psicoterapia
171
1.5. Elementos comunes de la psicoterapia
172
1.6. Objetivos personalizantes de la psicoterapia
173
2. La psicología necesita una fundamentación antropológica
175
2.1. ¿Por qué una fundamentación antropológica?
175
a) La psicología como sistema teórico
175
b) Lectura antropológica de fenómenos psicológicos 176
2.2. La antropología personalista como fundamento
177
2.3. La psicología no es una mera ciencia empírica
178
2.4. Los límites de la psicología
179
2.5. Psicología y psicoterapia: promocionantes de la persona 181
3. El acompañado, como persona dañada
186
4. El Terapeuta
192
4.1. Quién es el terapeuta como persona
192
4.2. Habilidades, actitudes y competencias del terapeuta
192
a) Las disposiciones del terapeuta
193
b) Las competencias adquiridas del terapeuta
194
4.3. Ética del terapeuta
197
a) Ética del terapeuta como promoción de la
plenitud del acompañado
198
b) La ética terapeuta como promoción de la
plenitud del terapeuta
202
4.4. La relación terapéutica
202
a) El encuentro terapéutico
203
b) El tú hace ser al yo
204
c) Relación profesional
204
5. La sanación de la persona
205
5.1. Los modos inadecuados de vivir como persona
205
5.2. La sanación personal
206
5.3. La terapia como acontecimiento, no como techné
207
5.4. Los acontecimientos terapéuticos
209
6. Conclusión………………………………………………………………212
Lecturas recomendadas……………………………………………….214
BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………217
5
6
PRESENTACIÓN
El texto
El presente texto tiene su origen en un proyecto de investigación (“Hacia una
antropología integral: fundamentos ontológicos y epistemológicos para un sillabus
comprehensivo de antropología”) desarrollado por los autores en el Instituto de
Investigaciones Económicas y Sociales Francisco de Vitoria, cuyos avances y
conclusiones han sido con posterioridad contrastados en la joven Facultad de Psicología
de la Universidad Francisco de Vitoria, tanto en la docencia como en el diálogo con los
colegas de psicología. Dicho proyecto se enmarca en el reto de ampliar los horizontes de
la racionalidad en la praxis formativa, investigadora y docente de la Universidad, a través
del diálogo interdisciplinar entre los saberes de la totalidad, filosofía del hombre y
antropología teológica, con las antropologías que estudian al hombre desde distintos
puntos de vista particulares. En concreto, la presente obra es fruto del diálogo con la
psicología y trata de ofrecer, como enuncia su título, algunos elementos de antropología
filosófica para la praxis clínica de la psicología, que apuntan hacia la uni-totalidad de
persona humana, de cada paciente.
En los cuatro capítulos que componen estas Lecciones, el lector encontrará
desgranada una idea del hombre como un ser especial, radicalmente abierto al universo,
que para él no es medio sino mundo, cuya vida no está del todo hecha ni predeterminada,
que necesita una orientación fundamental para bracear en medio del proceloso océano de
la existencia y conservar una cierta salud mental; y que halla su realización en las distintas
formas de encuentro creativo con la realidad entorno y, singularmente, en las relaciones
interpersonales de amor. Tal es, a lo que se nos alcanza, el especial modo de ser del
hombre, de cada cual, del psicoterapeuta y del paciente al que atiende y acompaña.
Agradecemos al Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales Francisco de
Vitoria de la Universidad Francisco de Vitoria el apoyo institucional que ha prestado al
proyecto, y a sus Miembros Ordinarios, los profesores Aquilino Polaino-Lorente, Rafael
Rubio de Urquía y José Manuel García Ramos, su sabiduría, consejo, ayuda y paciente
acompañamiento, que ha sido para los autores un estímulo constante.
Difusión del presente texto
Decidimos difundir estas Lecciones o Apuntes de Antropología con anterioridad
a su publicación como libro con un doble fin: de una parte, poner a disposición de los
Presentación
estudiantes de psicología un texto cuyo estudio y meditación permita un diálogo fecundo
entre los procesos psicológicos que estudian en las distintas disciplinas que componen el
currículo del Grado en Psicología y sus fundamentos de carácter antropológico; de otra,
darlo a conocer a la comunidad científica tanto en el ámbito de la psicología como en el
de la filosofía, con el fin de afinar y, en su caso, modificar contenidos y enfoque de los
mismos, hasta que llegue a convertirse en un instrumento eficaz de diálogo
interdisciplinar que redunde en beneficio de la praxis de la psicología clínica. A tal fin,
agradecemos que sus potenciales lectores nos hagan llegar sus comentarios a las
direcciones de correo electrónico que figuran abajo, en la breve noticia curricular de los
autores.
Los autores
Ángel Sánchez-Palencia Martí, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación,
Universidad Complutense de Madrid, 1995. Profesor Titular, Facultad de Ciencias
Biosanitarias, Universidad Francisco de Vitoria (Madrid): a.s.palencia@ufv.es
Francisca Tomar Romero, doctora en Filosofía, Universidad de Barcelona, 1994.
Profesora Titular, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Rey Juan Carlos
(Madrid): francisca.tomar@urjc.es
Juan Jesús Álvarez Álvarez, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación,
Universidad Complutense de Madrid, 1992. Profesor Titular, Facultad de Ciencias
Sociales y Jurídicas, Universidad Francisco de Vitoria (Madrid): j.alvarez.prof@ufv.es
Xosé-Manuel Domínguez Prieto, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación,
Universidad Complutense de Madrid, 2003. Profesor de Enseñanza Media (Orense):
xsemdprieto@edu.xunta.es
8
I. EL PUESTO DEL HOMBRE EN EL COSMOS. BREVE INTRODUCCIÓN
GNOSEOLÓGICA-EPISTEMOLÓGICA
Ángel Sánchez-Palencia Martí
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
¿Qué es el hombre? ¿Qué puesto ocupa en el cosmos? ¿Por qué la psicología y la
praxis terapéutica han de plantearse estas preguntas con el rigor propio del saber
científico? En el presente capítulo y en los sucesivos que componen la presente obra, se
ofrece un intento de plantear en todo su alcance y rigor estas preguntas fundamentales en
sentido estricto; es decir, que están en el fundamento de todas las ciencias y actividades
humanas, incluida la psicología y su praxis clínica. Como se intentará mostrar a lo largo
del libro, en la base de toda disciplina y de todo hombre que se dedica a ella hay una
comprensión más o menos consciente sobre quién es el ser humano. Este manual se
aventura a ofrecer y desgranar un modo de comprender la persona humana que, aunque
entendemos que no encierra ni clausura toda la verdad sobre qué y quién es el hombre,
responde de un modo adecuado y fecundo a algunos de los interrogantes más urgentes
sobre nuestra condición. Sin ser la prueba definitiva sobre su verdad —aunque, desde
luego, es un argumento a favor de su plausibilidad—, la raigambre en la historia
multisecular del pensamiento occidental de la antropología que aquí se expone, junto con
la larga tradición de autores que han contribuido a ella, nos llevan a proponerla como
sólida y fecunda fundamentación para el quehacer del psicólogo. Pero, más allá de la
razonable visión del hombre que ofrece la antropología clásica, ¿hay algo más específico
que pueda interesar al psicólogo? Pensamos que sí, y ese es el motivo de este primer
capítulo. El epicentro de la antropología clásica, justamente, se encuentra en la
consideración de la racionalidad humana. No es casual que así sea, pues en cierto modo
el pensamiento da a conocer lo propio del ser humano, que es su irreductibilidad a la
materia y, por ello, su radical apertura al mundo, a los otros hombres y al fundamento
último de la realidad. Los desórdenes mentales, las neurosis, depresiones, trastornos y
enfermedades que estudian y tratan los psicólogos se suelen manifestar en el modo
infrecuente de relación con los demás que establece el paciente cuando se aleja de su
condición de ser de encuentro, objeto del capítulo II. Esto puede derivar en estados
prolongados de insatisfacción e infelicidad y de falta de orientación y sentido, como
señalan los capítulos III y IV. Indudablemente, dada la fuerte unidad entre todas las
dimensiones del ser humano, hay en todos estos casos fuertes deficiencias cognoscitivas
(no tener claro quién soy, qué me pasa, para qué vivo, qué debo esperar de los demás,
etc.). En todo caso, al psicólogo le interesa la dimensión racional humana no sólo por los
trastornos en el conocimiento que pueda ayudar a mejorar sino, insistimos, por lo que esta
dimensión devela sobre quiénes somos y, en consecuencia, sobre cómo debemos ser
tratados en general. Veámoslo con más detalle.
10
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
1.
La verdad y el conocimiento de lo real
1.1.
Verdad, hombre e historia
Desde antiguo el hombre ha sido definido como una esencia vidente que parece
limitar el ámbito de su existencia a lo que es capaz de ver y comprender. El animal
racional de Aristóteles se distingue de lo inanimado por «vivir», lo que hace referencia a
múltiples operaciones (nutrición, desarrollo, reproducción, etc.); y, de entre los vivientes,
porque le corresponde además la facultad discursiva y el intelecto: “tal es el caso de los
hombres y de cualquier otro ser semejante o más excelso, suponiendo que lo haya”
(Acerca del alma, II, 3, 414 b). Esta capacidad de ver y comprender, que normalmente
llamamos conocer, es una perfección específica de la naturaleza humana por la cual, como
afirma el propio Aristóteles en el comienzo mismo de la Metafísica, “todos los hombres
desean por naturaleza saber” (I, 1, 980a). El afán de saber, por lo tanto, no es una rara
inclinación de algunos entre los hombres, sino que todo hombre tiende a conocer las cosas
en derredor en relación con las cuales desarrolla su existencia. La vida cotidiana, el sentir
común de los hombres, que es seguro punto de partida de la reflexión filosófica, surte de
abundantes ejemplos que muestran la estrecha relación entre conocimiento y existencia
humanos. Antes que hacer algo, cada hombre ha de decidir lo que va a hacer. Estas
decisiones, ordinarias y extraordinarias, requieren poseer convicciones acerca de lo que
es el mundo, los otros hombres, él mismo. Nuestras convicciones, nuestros
conocimientos, orientan nuestra libertad. Por eso, aunque verdad y libertad son categorías
distintas, se encuentran íntimamente relacionadas.
La cuestión por la verdad y el conocimiento se sitúa así en el territorio de la
antropología filosófica. No podemos decir nada sobre la esencia de la verdad y del
conocimiento sin afirmar algo sobre la esencia del hombre y, consecuentemente, sobre su
destino. Lo que supone que la pregunta «¿qué es la verdad?» me envuelve cuando la
formulo. Es decir, que quien pregunta por la verdad queda, de algún modo, incluido en
los términos de la interrogación. No se trata de una pregunta que no me tiene en cuenta,
como por ejemplo la pregunta por el movimiento de los astros, la estructura química de
la vida o la resistencia de los materiales de construcción —preguntas que son, como diría
Albert Camus, profundamente indiferentes, cuestiones baladíes (1996 [1942]: 214)—. Se
trata de una pregunta íntima, en cuya respuesta me juego, en buena medida, la suerte de
mi existencia personal.
11
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
Dado que la historicidad constituye un elemento fundamental del hombre1, la
pregunta por la verdad y el conocimiento —que, como hemos visto, nos sitúa en el
territorio de la antropología— tiene un alcance histórico. El hombre sólo es hombre en la
trama de la historia, en un contexto temporal que, a través de la sociedad, las costumbres,
el lenguaje, la cultura, etc., penetra la comprensión fundamental de lo humano y,
consiguientemente, su autorrealización. En otras palabras: mi biografía es deudora de mi
tiempo, somos hijos de nuestro tiempo, de la mentalidad de nuestro tiempo, desde la cual
formulamos las preguntas acerca de la verdad, el hombre, la libertad, etc.
Y sucede que la pregunta por la verdad resulta hoy indiferente, y conviene
subrayar el adverbio de tiempo «hoy». No podemos tratar todos los pormenores acerca
de la mentalidad actual. Bastarán algunas claves para comprender la génesis histórica del
escepticismo posmoderno2. El llamado «giro antropológico», un signo de los tiempos
modernos que ha llevado al hombre a ocuparse sobre todo de sí mismo, corre el peligro
de dejar al hombre cautivo de la propia inmanencia. Así, la razón, vuelta sobre ella misma,
ha centrado su luz en el conocimiento humano, dejando de investigar el ser. Pero, más
que investigar la humana capacidad de conocer, el hombre moderno ha centrado su
atención en sus límites. Ello ha derivado en diversas formas de agnosticismo y
escepticismo3. La legítima pluralidad de posiciones que devela no sólo la libertad en el
pensamiento sino, sobre todo, cómo el hombre avanza a tientas en el conocimiento de la
verdad, ha dado hoy lugar a un pluralismo indiferenciado que afirma que todas las
posiciones son igualmente válidas o, lo que es igual, que ninguna vale nada. El hombre
contemporáneo desconfía de la capacidad cognoscitiva del ser humano. A esta actitud de
indiferencia frente a la verdad se corresponde una apatía vital que preludia la agonía del
espíritu humano.
¿Podemos salir del escepticismo general de nuestro tiempo en busca de la verdad
sobre la verdad y el conocimiento? Rotundamente, sí. A favor de nuestra terminante
afirmación, obsérvese que las citadas posturas agnósticas y escépticas del hombre
posmoderno no rigen a la hora de dar credibilidad a la ciencia o de vivir la vida cotidiana...
Únicamente se aducen en aquellas cuestiones que envuelven la existencia humana y, por
tanto, la comprometen (y, aún así, lo hacen de manera incoherente). Con razón afirma
1
Sobre la historicidad puede verse Lucas Lucas (1993: cap. VII).
Sobre la Posmodernidad y su génesis histórica puede verse Lipovetsky (1986) y Valverde (1996).
3
El agnosticismo consiste en negar que las cosas tengan verdad, inteligibilidad y sentido; el escepticismo
es la actitud que afirma que nada se puede afirmar con certeza.
2
12
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Albert Camus: “La única actitud coherente fundada en la no-significación sería el
silencio, si el silencio, a su vez, no significase también. La absurdidad perfecta trata de
ser muda. Si habla es porque se complace o [...] porque se considera provisional” (1996
[1951]: 23).
1.2.
¿Qué es la verdad? (Gnoseología)
“A buen seguro, no existe una única verdad ni una verdad absoluta, pero a pesar
de las advertencias de los posmodernos, se percibe un movimiento estimulante: un avance
bastante continuo hacia otros conceptos más sólidos y más ampliamente aceptados de
verdad” (Gardner 2011: 61). Esta contradictoria afirmación, que puede leerse en una obra
de reciente publicación de un reputado intelectual, muestra nuestra relación actual con la
verdad y el conocimiento. La rotunda negación de la verdad, reflejo de la mentalidad
contemporánea, no resulta de un concienzudo estudio de la cuestión en toda su amplitud
y complejidad, sino de una opinión generalizada (o, mejor aún, una idea no razonada) que
queda más allá o más acá de la ciencia. En la cuestión de la verdad, como sucede en toda
cuestión humana, se dan cita diversidad de planos: histórico, ontológico, gnoseológico,
psicológico, epistemológico, ético... Ninguno de ellos por separado arroja luz suficiente
para disipar las sombras que envuelven la cuestión de la verdad. Es menester, no sólo
considerarlos todos, sino hacerlo a la vez. Ello requiere un tipo de pensamiento en
suspensión y una capacidad intelectual de convivir con cierta ambigüedad —que va
mucho más allá de las soluciones simples y superficiales que satisfacen el afán de
seguridad humano a costa de impedir una auténtica comprensión del problema—. Sólo
un auténtico interés personal por la pregunta «¿qué es la verdad?» puede alcanzar la
verdad de la verdad.
La verdad se predica de distintas maneras. Vamos a considerar tres: verdad
ontológica, verdad lógica y verdad moral. Previamente, veamos el modo más general en
que se predica la verdad y que subyace a diferentes respuestas aparentemente muy
diversas acerca de esta cuestión. Verdad se dice de la adecuación entre el entendimiento
y la realidad4. En la conformidad o adecuación de la realidad y el entendimiento se
actualiza lo que la verdad es en su propia esencia. No obstante la sencillez de la definición,
4
Se trata de una antiquísima definición cuyo origen parece estar en el tratado De definitionibus (c.900) de
Isaac Israelí, filósofo judío. A él remite Santo Tomás como autor de la definición (Suma Teológica, I, q.
16, a. 2.2) quien, probablemente, la encontró en Avicena.
13
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
su correcta intelección precisa comprender los diversos sentidos que tiene el término
«verdad».
a) Verdad ontológica
La verdad ontológica refiere un atributo trascendental del ser respectivo a la
persona. Tratemos de desgranar esta afirmación.
En lenguaje metafísico, cuya precisión es admirable, se denomina atributo a
aquello que necesariamente conviene a un sujeto (en este caso, el ente, lo que es en
general) y que, en virtud de dicha conveniencia necesaria, es intercambiable con él. En
otras palabras, los atributos en cuanto tales se deducen del concepto de ente, y no añaden
nada que no sea ente, sino que lo contenido en el ente se despliega en los atributos.
Tradicionalmente se distinguen cuatro atributos del ser (unum, verum, bonum, pulchrum,
esto es, uno, verdadero, bueno y bello) más conocidos como trascendentales, porque
nombran aquellas notas necesarias que pertenecen a la esencia del ser en cuanto ser y que
no están restringidas a un determinado sector de entes, sino que los trascienden todos.
Los atributos se distinguen de las propiedades en que éstas no están en la esencia
como una nota constitutiva, sino consecutiva. Así, por ejemplo, el lenguaje es una
propiedad de la naturaleza humana, un accidente o inherencia en ella; en cambio la verdad
no es un accidente sino que pertenece a la esencia misma del ser en cuanto ser. Cuando
afirmamos que todo ser es necesariamente verdadero (verdad ontológica) decimos que es
inteligible. De ahí, la respectividad del atributo verum a la persona en tanto que
inteligente, lo que significa que la verdad hace necesaria referencia a la persona y provoca
en ella una reacción de atracción: todos los hombres desean por naturaleza saber…
porque la realidad es entendible, podríamos añadir en este sentido. La facultad intelectiva,
por su parte, mediante el acto de conocimiento, alcanza su perfección propia, que es lo
verdadero o realidad del ser en cuanto conocido5. La citada definición general de verdad
5
También podemos distinguir la verdad según los dos tipos de inteligencia humana, lo cual es conveniente
para no caer en errores de bulto, por otra parte, harto frecuentes. Distinguimos, pues, entre la inteligencia
práctica y especulativa. La inteligencia del artífice (inteligencia práctica) es causa del hacerse de los entes
artificiales y por tanto es la medida de su verdad, pero sólo en cuanto artefactos, no en cuanto entes. Así,
por ejemplo, la mente humana es causa ejemplar de un barco en tanto que barco, no en tanto que ser. La
invención y construcción de una nave no es, propiamente, una creación, sino una transformación (trans-,
más allá de la forma-, originaria) operada en los entes naturales preexistentes (madera, metales, etc.). La
verdad del barco en tanto que barco es medida por la inteligencia humana. Por su parte, la inteligencia
especulativa o teórica recibe su conocimiento de las cosas, contempla las cosas como son y, por lo tanto,
ellas son la medida de la verdad. Tal es el sentido estricto del theorein, del speculari, mirar las cosas de
forma puramente receptiva, sin intención alguna de modificarlas sino, al contrario, estando dispuesto a
modificar la voluntad en función del conocimiento esencial de las cosas.
14
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
(adecuación entre el entendimiento y la realidad) significa, de una parte, la verdad lógica,
según veremos a continuación; de otra, la apertura del entendimiento humano a la verdad
ontológica, la verdad depositada en el ser de las cosas (verum). Dicha apertura muestra la
relación entre dos realidades diversas —entendimiento y realidad— hecha la una para la
otra. De lo contrario, ¿qué sentido tendría la inteligencia si no fuese la realidad el objeto
inteligible hacia el que tiende?
b) Verdad lógica
La verdad lógica se dice de la adecuación entre el entendimiento y la realidad en
cuanto que está en el entendimiento o, dicho de otra manera, de la presencia intencional6
de lo real en la mente del hombre. La verdad lógica, por tanto, se predica cuando la mente
presenta de manera adecuada, aunque no exhaustiva, lo que es real. Así, existen verdades
parciales sobre una realidad que, por el hecho de no agotar dicha realidad, no dejan de ser
verdad. Por ejemplo, si afirmamos que el hombre es un bípedo implume, dicha
afirmación, aunque a todas luces insuficiente, dice una verdad universal acerca del ser
humano.
Puesto que el hombre no es una cosa pensante —es decir, que el sujeto del
conocimiento no es el intelecto desarraigado sino la persona a través de la facultad
intelectiva— la verdad lógica es un logro de la persona en su uni-totalidad, en la cual
confluyen distintas facultades (inteligencia, voluntad, afectividad, etc.), dimensiones y
circunstancias. Por eso, el conocimiento de la verdad es una tarea ardua que pone en juego
no sólo la capacidad intelectual (virtudes intelectuales)7, sino también la volitiva (virtudes
El desarrollo moderno y contemporáneo de la técnica científica, que ha puesto en manos de la
humanidad un inmenso poder, es olvidadizo de esta distinción. Así, algunas ideologías muy extendidas
reducen la verdad al sentido de la inteligencia práctica, absolutizando el valor de la praxis: la verdad es lo
que el hombre hace. En un proceso intelectual históricamente muy complejo, la verdad se desplaza del ser
al hacer, tanto lo hecho (Vico) como lo factible (Marx). La verdad pasa de este modo a ser rendimiento,
eficacia, éxito (pragmatismo); y el hombre, su causa, lo cual explica cabalmente el relativismo subjetivo
tan característico de la mentalidad actual.
6
Se dice de los hechos psíquicos que son intencionales, lo cual significa que el sujeto humano conoce un
objeto (facultad cognoscitiva) o se orienta hacia él (facultad tendencial). La intencionalidad de la vida
psíquica consiste en la referencia al objeto como algo distinto del sujeto. Más sobre este asunto en cap. IV,
1.3.
7
Las virtudes intelectuales son aquellas que regulan el buen funcionamiento del conocimiento humano, a
saber, sabiduría, ciencia y entendimiento. A diferencia del conocimiento vulgar, la ciencia es el
conocimiento cierto por causas. El entendimiento busca las causas últimas que inauguran la sabiduría
propiamente dicha. El hombre adornado por tales virtudes “es aquel que efectivamente cultiva su mente
para “entender” y para adquirir la “ciencia” a la luz de los primeros principios, cuyo conocimiento es la
“sabiduría” [...]. Las virtudes especulativas confieren a nuestros intelectos la aptitud de “considerar la
verdad” que “es el buen trabajo del intelecto”” (Gilson 1976: 50; Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II,
q. 57, a.1).
15
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
morales). En efecto, el conocimiento y la afirmación de la verdad es un acto libre —y,
por ende, moral, responsable— que requiere una disposición de apertura humilde a la
realidad, liberada de prejuicios e intereses espurios. Para obtener la verdad lógica es
preciso que la realidad guíe y mida la inteligencia. La persona ha de estar disponible para
aceptar y asumir la realidad, sea la que sea. Existe, pues, una auténtica moralidad en el
conocimiento que comienza, según aconsejaba el viejo Heráclito, por prestar oído atento
a la realidad. Tal es la postura del realismo que escucha a la realidad, la obedece y la
enuncia. Se trata de una postura filosófica que coincide con el sentir común cotidiano de
los hombres, válida tanto en la mesa de estudio, como en el aula, como en la vida personalsocial.
Ídolos8, temores, afectos, circunstancias, torcimiento de la voluntad, vicios,
ignorancia supina y un largo etcétera que se une a los límites propios del humano
comprender, dan cumplida razón de los errores en que caemos. Pero la capacidad
reflexiva y crítica es capaz de disipar la sombra del error que acompaña la luz de la verdad.
Así ha sucedido a lo largo de la historia y podemos esperar que siga sucediendo, de modo
que la humanidad siga su camino hacia mayores cotas de verdad y de bien. De donde no
se sigue progreso alguno es de las posturas agnóstica y escéptica, necesariamente
abocadas a la esterilidad cultural.
Por otra parte, conviene ser muy consciente de que más allá del alcance de la luz
del humano comprender, se abre, como un océano bajo nuestros pies, la profundidad
insondable del misterio que es para el hombre el conocimiento del ser —sustrato último
de toda inteligibilidad— en cuyas procelosas aguas todos somos náufragos que
braceamos en busca de verdad y sentido.
c) Verdad moral
Por último, la verdad en sentido moral se sitúa en el plano de la filosofía práctica.
Hace referencia al acto humano voluntario libre que inaugura esa segunda naturaleza o
biografía que los griegos denominaron êthos. Dicha verdad moral se dice de la adecuación
8
El filósofo Francis Bacon (1561-1626) caracteriza de forma plástica los tipos de prejuicios que dificultan
la posesión de la verdad lógica. Los denomina ídolos, a los que con frecuencia se rinde culto, y distingue
cuatro tipos: los idola theatri, idola fori, idola specus, idola tribus. Los ídolos del teatro refieren las ideas
que se mantienen simplemente porque son costumbre o tradición. Los ídolos de la plaza nombran la
tendencia a creer lo que se oye en vez de pensar por sí mismo, a repetir lo que se piensa, y que es un no
pensamiento. Los ídolos de la caverna son las ideas personales favoritas en las que solemos permanecer y
juzgar toda la realidad a su través. Los ídolos de la tribu son en cambio aquellos prejuicios genéricos por
los cuales se subjetiviza lo objetivo.
16
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
entre lo que se dice y lo que se piensa. En esta transparencia consiste la virtud de la
sinceridad. Resulta una condición, entre otras, del encuentro intersubjetivo9. A ella se
opone la mentira, que se define como locución contra lo que se piensa.
1.3.
Êthos de la verdad
Más arriba, hemos considerado cómo el conocimiento y la afirmación de la verdad
es un acto libre y, por tanto, responsable, moral. Veamos a continuación algunos
obstáculos (vicios) que el hombre ha de vencer si quiere conocer la verdad, como son la
ceguera intelectual, la soberbia, la sensualidad y la curiosidad.
En primer lugar encontramos la ceguera intelectual. Tal posibilidad comienza con
el ejercicio de la razón. La necesidad de razonar deriva de la imperfección del
entendimiento humano al que no le es dado la intuición directa de la verdad (lo que los
medievales llamaban intellectus) y ha de proceder mediante discurso (ratio)10. Puede
suceder, y de hecho sucede, que el sujeto exalte la función menor —la razón o
conocimiento discursivo— sobre la más alta —el entendimiento o conocimiento
contemplativo— y pretender de este modo demostrar lo evidente (que, de suyo, no es
susceptible de demostración). Ante tal imposibilidad rechaza la evidencia como fuente de
verdad y, con ella, la validez de los primeros principios, llegando a afirmar la
contradicción y, por ende, a negar la verdad y el fundamento evidente de todo ejercicio
racional. Se produce así una ceguera intelectual que dificulta hasta incapacitar al sujeto
que, en el fondo, no quiere afirmar la verdad. Pero un no a la verdad, aunque se trate de
una verdad insignificante, supone apagar una luz en la conciencia que impide encender
luces ulteriores. De este modo, el hombre puede ir poco a poco haciendo oscuridad en su
conciencia hasta amar esta misma oscuridad.
La ceguera intelectual no aparece de repente, sino a fuerza de apagar pequeñas y
grandes luminarias hasta traspasar un límite más allá del cual la conciencia desconecta
totalmente de la realidad (subjetivismo) y se sume en el sueño inmanente. Llegamos
entonces al reino de «tu verdad», «mi verdad», «depende», etc. Pero el despertar de ese
sueño es trágico, pues la realidad es tozuda y las cosas son como son.
9
Sobre el encuentro como modo eminente de fundación de ámbitos de acción con sentido, véase López
Quintás (1998, 2002).
10
La inteligencia recurre a lo que Santo Tomás denomina “una suerte de movimiento y operación intelectual
discursiva”. Esta suerte de movimiento del intelecto cuya luz se desplaza de alguna manera como el rayo
de un proyector (que, siendo simple e inmutable en sí mismo, esclarece sucesivamente múltiples objetos)
es la razón. La inteligencia humana debe actuar como razón a fin de conocer. De ahí que los hombres no
tendrían necesidad de ser razonables si fueran más inteligentes (Gilson 1961: 79).
17
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
«La pasión borra el conocimiento», afirma la sabiduría popular. Que las pasiones
interfieren en nuestros juicios es algo que todos hemos comprobado en primera persona.
En efecto, la conciencia o, por mejor decir, la persona padece las pasiones del apetito que
distorsionan a veces nuestro conocimiento de la verdad. Por tanto, cuanto más libre está
el hombre de las pasiones que lo agitan, cuanto más purificado de los afectos
desordenados, tanto más asciende en la contemplación de la verdad.
La soberbia es el mayor enemigo de la verdad. Omnis error ex superbia causatur,
todo error tiene por causa la soberbia. Ahora bien, ¿qué es la soberbia? Es el apetito
desordenado de la propia excelencia, el amor desordenado a sí mismo. Hay una parte
“divina” en el hombre, la que piensa, que reclama para sí la alabanza propia de la
divinidad: eso es la soberbia intelectual. El hombre soberbio se sitúa por encima de todo,
pretende señorear sobre el universo y siente repugnancia por todo aquello que supone
límite y subordinación. Lógicamente el soberbio rechaza, en primer lugar, el límite del
propio entendimiento, el que impone la realidad y el que propone la norma moral. La
soberbia se cree autosuficiente y por ello desprecia tanto la tradición como el magisterio,
no quiere ser enseñada por nadie. Al hombre dominado por la pasión de la soberbia
incluso las verdades más patentes e inmediatas le enervan, porque muestran que la verdad
ontológica (verum) está ahí, independiente de él, imponiendo sus exigencias intelectuales
y morales.
Son manifestaciones frecuentes de soberbia el agnosticismo, el erigirse el sujeto
en medida de todas las cosas, la cerrazón al misterio y una notable dificultad de aceptar
cualquier verdad por fe, ya se trate de fe natural o sobrenatural; de ahí que el soberbio
rechace el argumento de autoridad. Se trata del hábito que afecta de manera más directa
al conocimiento especulativo y, singularmente, al sapiencial. Por eso no es extraño que el
soberbio conceda a las ciencias positivas la posibilidad de un conocimiento verdadero
mientras se la niega a las ciencias especulativas. Las consecuencias de la actitud soberbia
son: la estupidez, torpeza notable en comprender las cosas; y la estulticia o necedad, que
pretende saber sin estudio y declara cómo son las cosas sin haberlas indagado
debidamente. También lo es pensar más allá de la ciencia que se posee hasta caer en el
intrusismo o propensión a declarar cómo son las cosas sin disponer de la competencia
científica adecuada. Y la autosuficiencia suicida que prescinde de toda guía y ayuda en la
aventura del conocimiento.
Por último, existe una sutil forma de soberbia en la verdad. “Los soberbios —
afirma San Gregorio— perciben con su entendimiento algunos misterios, pero sin poder
18
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
experimentar su dulcedumbre; y si llegan a conocer cómo son, ignoran su sabor” (Tomás
de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 162, a. 3, ad 1). En otros términos, la soberbia, si no
impide siempre conocer la verdad, dificulta enormemente saborearla. La verdad es
siempre una invitación a participar de la alegría del ser; es celebrar la existencia y el orden
de la realidad. Pero esta fiesta puede quedar sepultada por abundante erudición que ignora
a qué saben las cosas que conoce. Se trata de un mero conocer, de una fría e impersonal
información sobre la realidad y su funcionamiento. En el ámbito universitario esta
enfermedad del espíritu se manifiesta, precisamente, en la valoración de lo inferior —la
erudición— por encima de lo superior —la sabiduría— y en la limitación de la enseñanza
a la transmisión de conocimientos. También se manifiesta en una actitud científica
mutilada que se encierra en los límites del objeto formal (método) de la propia ciencia.
La sensualidad es la propensión excesiva a los placeres de los sentidos. Es causa
de otros hábitos que interfieren indirectamente en el conocimiento a través del
ofuscamiento de la libertad, creando disposiciones estables de la voluntad hacia los bienes
inferiores y apartándola de los bienes superiores —entre ellos, singularmente, del bien
propio del intelecto: la verdad—. El hombre que vive entregado a los apetitos sensibles
llega a confundir el fin de su existencia. Por eso a cada uno le parece el fin según como
es él mismo, y el sabio difiere del vulgo en que aquél conoce la sabiduría como fin de su
naturaleza racional, mientras que, entre éste, los hay que les parece el fin el placer, las
riquezas o los honores. Es lógico que aquel que se somete y aplica sobre todo su atención
a las gratificaciones inmediatas de la realidad material, debilita las facultades superiores
y aparta del horizonte de su vida cada vez más los bienes honestos hasta aproximarse a
los brutos. No es de extrañar, pues, que en la sociedad del bienestar volcada hacia la
riqueza y el placer, el buscador de verdades sea rara avis y la indiferencia ante la verdad
campe a sus anchas. Como no es de extrañar la visión exclusiva o fundamentalmente
profesional de la Universidad, orientada a la mera capacitación profesional por amor de
un lucrativo ejercicio profesional.
También el afán desmedido de saber (curiosidad) puede apartar al hombre de la
verdad dispersando la necesaria aplicación del entendimiento en el conocimiento de las
verdades parciales que son puertas hacia verdades ulteriores. Se trata de una especie de
volubilidad del alma que va en pos de cualquier cosa que se cruza en su camino
impidiendo concentrarse en ninguna de ellas. No hay que confundir la curiosidad con el
asombro, que es el origen de la vida intelectual del sujeto. Aquélla es causa de lecturas
indiscriminadas y desordenadas que, lejos de formar el entendimiento, terminan por
19
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
convertirlo en un caos que todo lo mezcla e incapacita para una comprensión ajustada de
la realidad.
Quien ama el fin, ama los medios que se ordenan a él. Por eso es que puede decirse
que la verdad tiene un êthos o, mejor aún, que reclama un êthos o carácter moral muy
concreto por parte de quien la ama. El que busca la verdad en serio, practica la rectitud
de la voluntad, la serenidad de ánimo, la humildad, la estudiosidad, la templanza, trabaja
con orden y selecciona sus lecturas a la luz del magisterio; es firme en sus convicciones;
está dispuesto al heroísmo y difunde la verdad conocida. Esto supuesto, ¿nos
extrañaremos que sólo unos pocos piensen la verdad depositada en el ser de las cosas?
Aquí, además, se ve muy claramente como una cuestión gnoseológica conduce a
un asunto antropológico y moral con consecuencias claras para una Psicología que quiera
tener en cuenta que, más allá de los trastornos y patologías, puede haber determinados
vicios que impidan al paciente comprender, conocer y conocerse.
1.4.
Los estados de la mente respecto de la verdad (Psicología)
Hasta ahora hemos visto como el conocimiento es un elemento fundamental y
constitutivo del ser humano. A continuación, hemos distinguido los modos en que puede
hablarse de verdad. Pero hay más. La capacidad del hombre para conocer la realidad es
progresiva y puede tener avances y retrocesos. Igualmente, el convencimiento que una
persona posee sobre la verdad de sus conocimientos también admite grados. Pasemos a
considerar brevemente los estados subjetivos de la persona en relación a la verdad. Para
ello distinguimos entre el acto de conocimiento y el asentimiento a aquello conocido. Esto
último (la afirmación de lo conocido) presenta diferente fuerza asertiva, lo que, a su vez,
permite ordenar diversas formas de toma de posición ante la verdad: la duda, la opinión,
el saber y la fe.
En primer lugar, encontramos las formas positivas de toma de posición afirmativa,
que son la opinión, el saber y la fe. Las tres pueden clasificarse en cuanto a lo
condicionado o incondicionado de la aserción: el saber y la fe asienten sin limitaciones
(en ambos casos la afirmación no está sujeta a ninguna condición). En la opinión, la
aserción no es firme, sino que se da una inclinación del entendimiento hacia una
determinada posición frente a su contraria. En segundo lugar encontramos la duda, en la
que no hay aserción propiamente dicha: el que duda oscila entre la afirmación y la
negación de una determinada proposición y suspende el juicio.
20
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
De todos ellos, nos interesan especialmente el saber y la fe, aquellos estados de la
mente en los que se da la certeza, una adhesión firme a una verdad sin temor a
equivocarse. La certeza no es lo mismo que la verdad. Mientras que ésta es la conformidad
del entendimiento y la realidad, aquélla es un estado de la mente que procede del saber o
de la fe. Ciertamente, cabe la posibilidad de que estemos convencidos de juicios que son
falsos, pero esta persuasión no se denomina propiamente certeza, pues carece de un
fundamento objetivo (se trataría, en todo caso, de una certeza meramente subjetiva).
¿Cómo podemos estar ciertos de la verdad de nuestros juicios? Excepto en el caso de la
fe, que veremos a continuación, el único fundamento suficiente de la certeza es la
evidencia. En feliz expresión de Husserl, la certeza es la “vivencia de la evidencia” (Llano
1983: 52). A su vez, la evidencia es la patencia de la realidad dada al sujeto cognoscente.
La evidencia se identifica materialmente con el atributo verum o la verdad de las cosas,
aunque formalmente refiere su relación a la inteligencia que es capaz de conocerlas.
Tiene, pues, un fundamento objetivo que brota inmediatamente de la presencia de las
cosas. Esta certeza inmediata se da en el caso de los primeros principios y de la
experiencia, cuando captamos con los sentidos un hecho que, por lo tanto, también es
conocido inmediatamente por la inteligencia. En otros casos, el asentimiento es requerido
por un objeto que no es conocido inmediatamente, sino por medio de razonamiento. Tal
es el caso de las conclusiones de la ciencia (entendida en sentido amplio, como saber), en
las cuales la certeza se produce en virtud de un razonamiento válido a partir de unas
premisas ya conocidas.
Como hemos dicho más arriba, desde el punto de vista de su firmeza, la fe
constituye un tipo de certeza. Sin embargo, a diferencia de la ciencia (o saber), en el caso
de la fe, la certeza no procede de la evidencia objetiva sino del testimonio y la autoridad
de otro. Así sucede tanto en la fe natural como en la fe sobrenatural. En ambos casos la
estructura del acto es común: alguien afirma algo no en razón de un conocimiento directo
de lo afirmado, sino en virtud de la autoridad de un testigo que merece credibilidad. La
diferencia estriba en que el objeto del conocimiento de la fe teologal es inaccesible a la
razón humana, mientras que en el caso de la fe natural la proposición afirmada es
susceptible de ser conocida por evidencia inmediata o mediata (ciencia). Si consideramos
bien las cosas, reconocemos que la mayor parte de nuestras certezas proceden de actos de
fe natural. Así, por ejemplo, cuando asentimos a las verdades de la ciencia como, por
ejemplo, la del teorema de Pitágoras, cuya verdad nadie niega aunque sean pocos quienes
pueden demostrarla. Lo cual, a la vez que muestra el carácter social del humano conocer,
21
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
hace posible el avance científico y denota un recto sentido común. No es viable dudar de
todo.
1.5.
Saber y saberes científicos (Espistemología)
A diferencia del conocimiento espontáneo o vulgar, la ciencia aporta al humano
conocer sistematicidad y método en el conocimiento de las cosas y sus propiedades a
través de las causas. En su acepción más amplia, la palabra ciencia significa conocimiento
cierto por causas. Así, por ejemplo, un marinero conoce las mareas y, sin embargo, puede
que no sepa que la causa de las mismas es la fuerza de atracción que ejerce la Luna sobre
la masa del agua marina en su movimiento de traslación alrededor de la Tierra. Este
último es un conocimiento cierto de un fenómeno natural por sus causas; es decir, un
conocimiento científico. Newton descubre que la fuerza de atracción de los graves es
directamente proporcional al producto de las masas e indirectamente proporcional al
cuadrado de la distancia que las separa. Aunque el uso habitual del término ciencia se
restringe a las ciencias naturales (aquellas que estudian las propiedades y relaciones de
los entes sensibles o físicos, por sus causas próximas y cuantificables), el estudio de la
realidad por sus causas últimas proporciona un conocimiento igualmente cierto de la
realidad. Tal es el caso de la filosofía, que no pregunta por este o aquel movimiento
particular, sino por el movimiento en sí, por el hecho del constante cambio a que está
sometido el universo, tratando de indagar en las causas más remotas del devenir.
Atendiendo a su finalidad, distinguimos entre ciencias teóricas o «puras» cuando
su objetivo es meramente especulativo, es decir, con el único afán de conocer; y ciencias
«aplicadas», cuando su objetivo es principalmente práctico, con el deseo de satisfacer las
necesidades de la vida y de desarrollar técnicas.
Dada la amplia diversidad de cuanto existe, las limitaciones del conocimiento
humano y la pluralidad de intereses, existen diversidad de ciencias. Las ciencias
particulares estudian partes de la realidad desde puntos de vista singulares. El objeto,
pues, define a cada ciencia confiriéndole unidad y delimitando su diferencia específica.
La distinción entre objeto material y objeto formal de una ciencia permite identificarla y
ordenar el árbol de las ciencias. Objeto material es aquello sobre lo que trata una ciencia.
Objeto formal es, en cambio, el punto de vista desde el que una ciencia estudia su objeto.
Así, las diversas antropologías comparten el mismo objeto material, el hombre, pero
difieren en las perspectivas desde las cuales lo estudian. La biología estudia al hombre
como parte de la zoología; la psicología tiene por objeto la conducta humana en su
22
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
perspectiva psico-somática, sea en sujetos normales o patológicos; la etnografía y la
etnología —más conocidas, por influencia anglosajona, como antropología cultural—
estudian las culturas humanas, sus formas de vida y organización social, sus creencias
religiosas y sus instituciones, sus modos de trabajo y medios de producción, etc. La
paleontología humana indaga en el origen natural de la especie humana; por su parte, del
estudio comparado de las razas humanas trata la antropología física. Todas ellas estudian
aspectos parciales y empíricos, biológicos, psicológicos, culturales, étnicos... La
antropología filosófica estudia al hombre como totalidad, como persona y en cuanto
persona. Por último, existe una antropología teológica que estudia lo que Dios ha revelado
al hombre sobre el hombre.
El objeto formal, decíamos, determina el modo, la fuente y el método de
conocimiento científico. Y, aunque parece evidente que es el método el que debe
adaptarse al objeto, un gravísimo y muy difundido error que podemos denominar
naturalismo epistemológico o cientificismo pretende que el único modo de conocimiento
científico válido es el de las ciencias naturales, aquellas que tienen como objeto lo
experimentable por los sentidos y lo cuantificable, llegando a confundir el ser con lo
material y cuantificable (naturalismo ontológico).
La diferencia fundamental entre filosofía y ciencias naturales consiste en que
mientras que las ciencias naturales tienen como objeto material un sector particular de la
realidad, la filosofía estudia toda la realidad. Su objeto material coincide, pues, con el de
la Enciclopedia o conjunto de todas las ciencias, pero su objeto formal difiere por
ocuparse de las últimas causas y primeros principios y propiedades, es decir, aquellos que
abarcan a todos los seres. Es por ello que la filosofía, en sentido genérico, se identifica
con la metafísica, ya que las estructuras últimas de la realidad no son experimentables por
los sentidos ni cuantificables, aunque son reales, y porque son reales son inteligibles.
Justamente por su carácter metafísico, la filosofía es un saber de los llamados
arquitectónicos, es decir, un saber que permite integrar los saberes particulares en un
sistema de superior generalidad y abstracción en el que éstos encuentran mayor amplitud
de significado y de sentido. En efecto, la filosofía es una ciencia sapiencial que hace
posible ordenar todas las esferas de la vida y de la actividad a su fin propio. La carencia
de esta visión de la totalidad es causa de la fragmentación de los saberes y de visiones
parciales de la realidad que incurriendo —consciente o inconscientemente, explicita o
latentemente— en la falacia de la pars pro toto, la parte por el todo, pretenden reducir el
todo a aquellos aspectos de la realidad que contemplan los diversos métodos particulares.
23
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
Cuando semejante extrapolación injustificada e injustificable se produce, la ciencia —o,
por mejor decir, el científico— convierte su saber en ideología.
Por último, la filosofía difiere de la teología. La filosofía estudia su objeto a la luz
de la razón natural. La teología, que también es un saber de la totalidad arquitectónico, lo
hace a la luz de la revelación divina, siendo así ciencia de la fe sobrenatural. En sus
últimas preguntas y fronteras el filósofo se ve interpelado por la revelación en su busca
de la verdad última acerca de la naturaleza, el hombre y Dios.
2.
El ser del hombre entre los seres vivos
2.1.
La aventura del saber. Actitudes y método.
Nuestro interés se dirige ahora hacia el hombre11. Se trata de un interés científico
que, según hemos visto, persigue un conocimiento cierto de la realidad por sus causas. La
aventura del saber (ciencia) comienza con una pregunta que surge en nuestra conciencia
por la admiración que suscitan las maravillas de la realidad. “Muchas cosas asombrosas
existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre” (Sófocles, Antígona, 334). No
obstante, apenas formulada la pregunta ¿qué es el hombre? encontramos algunos escollos
con los que hay que contar si no queremos naufragar en nuestro intento. El primero
consiste en la humana propensión a acostumbrarse a lo maravilloso que sepulta el interés
personal por la pregunta. El segundo, citado más arriba, resulta del carácter
particularmente íntimo de la pregunta. Yo que pregunto por el hombre, soy hombre. Lo
preguntado coincide con el que pregunta. Esto implica, de una parte, una falta de
diferenciación entre sujeto y objeto; y que el sujeto (su circunstancia, experiencia,
comprensión del mundo y de sí mismo, etc.) influye en la inquisición del objeto. De otra,
que la respuesta revierte sobre el sujeto, comprometiéndole. Con todo, precomprensión y
compromisión influyen mas no determinan la investigación del objeto de estudio. La
capacidad reflexiva ha permitido, de hecho, a la humanidad avanzar en el conocimiento
verdadero de sí misma.
En cuanto al método de estudio, partiremos de la observación del objeto —el
hombre— y de la inquisición del lenguaje, pues sin la conexión entre el lenguaje
realmente hablado y el pensamiento, éste corre el riesgo de perder pie y alejarse de la
11
Utilizamos el término «hombre» bajo el alcance significativo de la primera acepción del término en el
Diccionario de la Lengua Española, que comprende todo el género humano y, por lo tanto, la dualidad
sexual de la especie humana: varón, mujer.
24
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
realidad. Es preciso considerar las conclusiones de las ciencias naturales sobre el hombre
—especialmente de la biología humana, dado que el hombre se cuenta entre los seres
vivos—, y transitar por la reflexión filosófica en busca de las últimas causas explicativas
del fenómeno humano; aquellas desde las cuales podemos contemplar al hombre todo y
tomar la norma de orden y gobierno de la vida humana de su mismo fin. Y es que una
cosa se dice que está perfectamente ordenada, cuando lo está respecto a su fin; y el fin de
cada cosa es su propio bien.
2.2.
El misterio de la vida
La palabra «vida» es una de esas palabras fundamentales cuyo significado es casi
imposible agotar y circunscribir de modo preciso. Ante tales palabras, bueno es desconfiar
de definiciones sospechosamente exactas y sencillas. La amplitud de significado del
término la observamos en el lenguaje hablado. En efecto, hablamos de vida para referirnos
a ciertos entes que pueblan el universo, muy diversos entre sí: desde organismos
microscópicos unicelulares, la innumerable variedad de las plantas y de los animales...
hasta el hombre. Aproximadamente diez millones de especies viven hoy en el planeta
Tierra. También se habla de vida para referir la duración de estos seres y de las cosas en
general. Y ya en el ámbito de la acción humana, se habla de vida para nombrar la
profesión (modo de vida), la conducta moral, la relación de las acciones notables de una
persona (biografía), etc. También oímos hablar de vida académica, cultural, amorosa,
social, artística, política, económica, etc. Resulta sorprendente que el lenguaje ordinario
utilice el mismo término para referir cosas tan distintas entre sí como un infusorio o la
actividad del poeta.
¿Por qué atribuimos una misma palabra para significar cosas diversas entre sí?
¿Qué piensan los hombres cuando dicen «vida»? La primera pregunta obliga a reconocer
que el término «vida» no es unívoco; es decir, que no se predica de varios individuos con
la misma significación, sino de realidades muy dispares, hasta un punto en que lo único
que tienen en común es algo metafórico. Tal predicación se denomina análoga, es decir,
que las realidades a que se refieren los distintos conceptos que se expresan con la palabra
«vida» tienen algo parecido pero son diferentes. Importa mucho advertir este matiz, pues
el concepto abstracto vida significa una serie de actos u operaciones que realizan
determinados seres llamados vivos o vivientes. Lo que hay en la realidad no es la vida,
sino los seres vivos, en los cuales existen actos u operaciones vitales específica y
cualitativamente distintos que proceden de naturalezas también distintas; así, por ejemplo,
25
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
la nutrición, el tacto y el pensamiento son todas ellas operaciones vitales, aunque
manifiestan naturalezas vivas cualitativamente diversas como la vegetal, la animal y la
humana. No tener en cuenta esta matización es causa de equívocos o confusiones que
pueden alterar nuestra cabal comprensión del concepto vida.
Cualquiera en su sano juicio sabe qué es la vida cuando distingue entre un ser vivo
y otro que no lo es —por ejemplo, un gato de una piedra— y así lo expresa en su habla.
Sabe, por lo tanto, que no es lo mismo existir que vivir: todo lo que vive existe mas no
todo lo que existe vive. Sabemos, pues, distinguir los seres vivos de los que no lo son, lo
cual indica que tenemos una idea del fenómeno de la vida que nos permite juzgar con
atino la diversidad de la realidad. Igualmente, entre todos los vivos o, al menos, entre los
que encontramos habitualmente, distinguimos entre un plátano de Indias que nos ofrece
su sombra cuando el sol abrasa en el estío, un perro de su amo que pasean por la calle...
y así lo expresamos con palabras que manifiestan nuestro conocimiento; y si el perro no
va atado y nos ataca, no se nos ocurre pedir responsabilidades al animal, sino a su dueño.
Distinguimos, pues, también, tipos de vida: plantas, animales, hombres. La vida y sus
grados son de esta manera algo dado a la experiencia inmediata común. No obstante, si
nos preguntasen a quemarropa “¿qué es la vida?” o “¿qué diferencia existe entre la vida
animal y la vegetal?”, seguramente, nos pondrían en un aprieto.
Es importante notar que el conocimiento científico parte del conocimiento
espontáneo y revierte sobre él. Aunque, según ya hemos considerado, se distingue del
conocimiento vulgar por indagar en las causas de los fenómenos que estudia, el campo de
su objeto material —en este caso, la vida— viene demarcado por ese conocimiento
inmediato común. Las diversas ciencias que se ocupan de la vida fijan su atención en
distintos aspectos, y por ello atienden a determinadas causas y no a otras. El conjunto
armónico de las ciencias biológicas —comúnmente denominadas biología— estudian la
forma (morfología), la estructura (citología, histología, anatomía) y función (fisiología) y
la composición (bioquímica) de los vivos. Por su parte, la psicología empírica, discrimina
de entre los vivos aquellos que por sus actos cognitivos, tendenciales y afectivos,
manifiestan vida psíquica y, de este modo, se ocupa de los animales y del hombre12.
12
Respecto de la vida fisiológica, la vida psíquica se caracteriza por la conciencia y la intencionalidad. La
conciencia supone que el sujeto se da cuenta de algún modo —y de modos diversos— de la propia actividad
y de cuanto la conciencia le presenta en forma de objeto distinto del sujeto (intencionalidad). No obstante
estas características comunes a toda vida psíquica, los hechos psíquicos se dividen en dos niveles
irreductibles que podemos denominar inferior (actos cognoscitivos, apetitivos y afectivo-orgánicos) y
superior, cuando esos mismos actos son intrínsecamente independientes del organismo, cual es el caso de
26
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Ambas ciencias, biología y psicología, parten de lo dado a la común experiencia
sin ulterior indagación sobre qué es la vida. Explican ciertas propiedades y operaciones
de los vivos, pero no responden a la pregunta “¿qué es la vida?” Corresponde a la filosofía
plantear y responder tal cuestión. Obviamente, las conclusiones de las ciencias
particulares de la vida, aunque insuficientes, son punto de partida de la reflexión
filosófica. La filosofía no puede, sin incurrir en error, contradecir las conclusiones ciertas
de las ciencias naturales, sino incluirlas en un marco explicativo más amplio. Así, por
ejemplo, es obvio que, en lo que respecta a la causa material, no hay diferencia entre los
seres vivos y los inertes, pues ambos están compuestos de los mismos elementos que
figuran en la tabla periódica de los elementos químicos. Cabría así afirmar que, dado que
los elementos que componen vivos e inertes son los mismos, la vida es lo que resulta de
la conjunción de dichos elementos, y nada más. Este «y nada más» no da razón suficiente
de las propiedades nuevas de la materia que aparecen en los vivientes, que la noción
espontánea común de vida sabe distinguir perfectamente. La afirmación “la vida no es
más que una determinada conjunción de elementos químicos” es, en realidad, una
afirmación a-científica que, sin embargo, goza de enorme extensión entre numerosos
miembros de la comunidad científica. Cabe preguntar a quien tal afirmación sostiene:
¿cuál es la causa de ese determinado orden de los elementos que conforman a los vivos?
Esta pregunta apunta a otro tipo de causa realmente distinta de la causa material. Apunta
a lo que, desde Aristóteles se conoce como causa formal, que es objeto de estudio de la
filosofía.
2.3.
Filosofía de la vida: mecanicismo y vitalismo
De manera muy sintética podemos afirmar que la filosofía en su historia ofrece
dos posturas opuestas al planteamiento y resolución del problema de la vida: el
mecanicismo y el vitalismo. Ciñéndonos al primero, el mecanicismo
puede ser definido como la teoría que afirma que no existen cualidades de los cuerpos
que pertenezcan realmente a ellos —las cualidades sensibles son sólo afecciones del
sujeto que las percibe—, mientras que todos los comportamientos derivan de sus figuras
geométricas y de su movimiento local. No existen, por tanto, formas substanciales ni
accidentales. La materia es definida únicamente en función de su característica
los actos psíquicos humanos, según veremos más adelante. Justamente por ello, las conclusiones de la
psicología experimental animal no son, sin más, extrapolables a los humanos.
27
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
constitutiva, la extensión, y, en cuanto al movimiento, no hay otro que el movimiento
según la cantidad de espacio recorrido (Petit Sullá y Prevosti 1992: 161).
Esta teoría niega la diferencia específica entre ser vivo y ser inerte. El ser vivo no sería
otra cosa que una máquina más perfecta. Entre los seres orgánicos e inorgánicos no
existirían diferencias esenciales o cualitativas, sino accidentales o de cantidad.
Por su parte, el vitalismo sostiene que en el ámbito de los seres naturales los hay
vivos y no vivos, y entre ellos existe una diferencia radical, una barrera ontológica
infranqueable. Ha de haber, por lo tanto, algo que constituya la causa de aquellas
operaciones que son exclusivas de los seres vivos como, por ejemplo, la nutrición, el
crecimiento y la reproducción.
El primer gran tratado de filosofía dedicado a esta cuestión es el De anima (Acerca
del alma) de Aristóteles. Tanto desde el punto de vista histórico, por tratarse de una fuente
imprescindible, como sistemático, por lo ajustado de sus reflexiones, merece la pena que
nos asomemos a él.
3.
El alma y el cuerpo animado
3.1.
El tratado Acerca del alma de Aristóteles
El primer ejercicio racional que precisa una comprensión adecuada del
pensamiento de Aristóteles sobre la vida, consiste en prescindir de las connotaciones
religiosas del término alma13. En relación al fenómeno de la vida, Aristóteles busca una
referencia adecuada a un término (psijé) preexistente en la tradición de la que se nutre.
De esta manera, Aristóteles no separa la biología de la psicología. El tratado Acerca del
alma no es sino un tratado acerca de los seres naturales dotados de vida; y el alma, el
principio vital del que manan aquellas actividades exclusivas de los vivientes, y que
ofrece razón suficiente de la diferencia radical existente en el universo de los seres
naturales entre vivientes y no-vivientes. Aristóteles se enfrenta al problema de la vida
pertrechado de sus potentes esquemas conceptuales de sustancia-accidentes, materia13
El arrastre religioso del término (del latín, anima) en la tradición occidental data de la Antigüedad. Baste
recordar el pitagorismo y el platonismo, que ofrecían una solución antropológica muy elegante al
cristianismo al afirmar la inmortalidad del alma. Es conocida la influencia de esta doctrina dualista en San
Agustín —que escribe: “el hombre es un alma razonable que se sirve de un cuerpo terrestre y mortal” (De
moribus ecclesiae, I, 27, 52. Patr. Lat., vol. 32, col. 1332. Citado por Gilson 1991 [1932]: 182)— y en la
larga tradición agustiniana en el pensamiento cristiano. A pesar de que tal dualismo representa un escollo
respecto de la verdad revelada acerca de la resurrección de los cuerpos, que invita más bien a una idea del
hombre basada en la unidad cuerpo-alma, no exenta de dificultades filosóficas habida cuenta de la
afirmación cristiana de la inmortalidad del alma.
28
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
forma, potencia-acto. El resultado es una teoría vigorosa que inaugura una fecunda
corriente de pensamiento antropológico que ha subrayado la unidad bio-psíquica del
hombre.
La estructura formal del tratado constituye un monumento ejemplar al saber, que
—en palabras del autor— es una de las cosas más valiosas y dignas de estima. Comienza
con la formulación minuciosa de las preguntas fundamentales acerca del objeto de
investigación (el alma). A continuación, recoge y valora críticamente las opiniones de
cuantos predecesores afirmaron algo acerca de ella. Para dar paso finalmente a la
respuesta novedosa y razonada de la pregunta fundamental: ¿qué es el alma y a qué género
pertenece?
El pensamiento de Aristóteles se opone al sentido habitual que hoy damos a la
noción alma, que refiere el ámbito de la intimidad personal y se opone a la de cuerpo. Un
sentido, pues, restringido a la vida humana y grávida de cierto dualismo antropológico
implícito. La noción aristotélica es fundamentalmente biológica y nombra la estructura o
forma específica (eîdos) de los seres vivos. Respecto de los entes naturales inertes, el vivo
se caracteriza por una serie de operaciones (operaciones vitales) que, de manera abstracta,
denominamos vida. En una primera aproximación podemos definir la vida como una
acción inmanente autoperfeccionante. El sentido no es nominal sino verbal: más que vida
debemos entender vivir, y esa acción en que vivir consiste no es transitiva (no se dirige
hacia algo fuera de ella) sino inmanente (la acción ejecutada termina en el sujeto agente)
y, por ello, se trata de una acción que perfecciona o enriquece al mismo sujeto agente.
Así, por ejemplo, en la nutrición, que consiste en un admirable trueque por el cual el vivo
asimila materia del entorno y la transforma en materia de su propio organismo y energía
necesaria para el desarrollo de sus funciones vitales como puede ser, por ejemplo, la
automoción.
Dicha acción en que el alma consiste, ni es exclusivamente humana, ni se opone
al cuerpo, ya que existen vivos no humanos y el vivo es un ser corpóreo. El ser vivo —
sea una planta, un animal o un hombre— no es un cuerpo más un alma (dualismo), sino
un cuerpo animado, y el alma no es más que la “causa y el primer principio del cuerpo
vivo” (Aristóteles, Acerca del alma, II, 4, 415b). Por ello, no procede preguntar dónde
está el alma, ya que no se trata de ningún elemento extenso y por lo tanto localizable,
como tampoco se trata de un componente inmaterial del vivo, sino del principio que
unifica todos los elementos y componentes del vivo y los dispone de una determinada
forma o estructura orgánica. Aunque resulta extraño al uso habitual del lenguaje, todos
29
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
los vivos, hombres o no, poseen alma o, por mejor decir, son animados. De hecho, en
filosofía se habla de alma vegetativa, sensitiva e intelectiva para referir, respectivamente,
la forma específica (eîdos) de plantas, animales y personas humanas.
Comprenderemos mejor la noción de alma si analizamos la definición que el
propio Aristóteles propone en su tratado: “el alma es la entelequia (acto) primera de un
cuerpo natural que en potencia tiene vida” (Acerca del alma, II, 1, 412 a). Entre los
cuerpos naturales existen los que viven y los que no viven. Todo cuerpo natural es entidad
en el sentido de entidad compuesta; es decir, individuo compuesto de materia y forma. La
composición hilemórfica de la entidad primera (el individuo) resulta de preguntar por qué
estos elementos materiales están organizados de modo tal que constituyen tal cosa —por
ejemplo, un hombre. La respuesta se halla a través del conjunto de funciones para las
cuales sirve tal organización material. Lo que se pregunta es la causa por la cual la materia
es algo determinado, y esta causa es la forma específica. El alma es la forma específica
de un cuerpo natural vivo. Y la forma específica es el conjunto de funciones o actividades
vitales de tal vivo que lo definen. En tanto que contenido de la definición, se dice esencia,
y en tanto que causa formal inmanente el alma es entidad. El eîdos o forma específica no
es solamente la esencia y la causa inmanente de la entidad natural (de tal vivo), sino
también su causa final o fin (telos). De esta manera se llega a la tesis aristotélica de la
finalidad en la naturaleza, que ilumina la explicación biológica con la luminaria de la
causalidad final —de la cual prescinde, por imperativo metodológico, la biología
científica—. Además, porque la forma específica es fin, implica actualización de dichas
funciones vitales; de ahí que la forma específica (eîdos) que, a su vez, es la entidad, sea
también entelequia o acto primero del vivo.
El alma es, por lo tanto, acto primero del vivo. Para comprender mejor, es preciso
aquí distinguir entre el alma y las funciones vitales que habitualmente llamamos vida. La
vida es actividad, acto, y el alma, que no se identifica sin más con la vida, es también
acto. Pero todo acto lo es respecto de una potencia, de ahí que las funciones vitales (vida)
impliquen la existencia de potencias correspondientes a los actos u operaciones de dichas
funciones. Esas potencias son las facultades del alma. Así, por ejemplo, la vida se
distingue de este modo realmente de la facultad de ver, del órgano de la visión (el ojo) y
del acto de ver, como lo demuestra el simple hecho de la existencia de seres vivos que no
poseen esa perfección visual o de individuos que, poseyéndola específicamente, están
ciegos por cualquiera circunstancia. Las facultades se distinguen así realmente tanto de
las operaciones como del alma. El alma es el principio último de las operaciones, mientras
30
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
que las facultades son sus principios próximos. Operaciones y facultades son accidentes,
mientras que el alma constituye al ser vivo como sustancia. Esta distinción, que puede
parecer demasiado sutil y artificiosa, queda justificada por el sencillo hecho de que un ser
vivo no está siempre ejerciendo en acto sus operaciones —por ejemplo, un perro no está
siempre andando, aunque posee la facultad motora para hacerlo. Además, se trata de una
distinción decisiva desde el punto de vista bioético, ya que no todas las categorías vitales
se encuentran en el mismo nivel: unas son accidentales y otras se sitúan en el nivel
sustancial. Por la misma razón por la cual el perro de nuestro anterior ejemplo no deja de
ser perro por la pérdida traumática de sus órganos motores, el hombre no deja de ser
hombre por la pérdida traumática o patológica de su facultad racional. Como tampoco
deja de serlo por el hecho de la prioridad temporal del desarrollo orgánico respecto de la
prioridad ontológica de la facultad o facultades que de él se sirven, como sucede en el
estado embrionario.
Hemos visto que según la definición de Aristóteles el alma es acto primero de un
cuerpo natural que posee la vida en potencia. ¿Qué significa que el cuerpo posee la vida
en potencia? El cuerpo es la causalidad material del vivo, lo cual quiere decir que el
cuerpo existe según la potencia o que tiene potencialmente vida. Aunque el lenguaje
vulgar al referirse a un ser vivo suele utilizar el término «cuerpo» como sinónimo de
organismo constituido, propiamente el cuerpo no es tal organismo vivo, sino el conjunto
de órganos que lo constituyen. El cuerpo es posibilidad, mientras que el alma es
actualidad.
Supuesta la distinción real entre el alma y sus facultades que hemos considerado,
a la hora de explicar el alma, Aristóteles procede a través de la explicación de sus
facultades. Puesto que ser vivo o animado es poseer ciertas capacidades, el estudio del
alma consiste en explorar esas facultades. La psicología se entiende así como una teoría
de las facultades, cuyo correlato en el ámbito de la biología científica es la anatomía y
fisiología de órganos y sistemas14. Una adecuada concepción filosófica acerca de la vida
resulta imprescindible para establecer un diálogo fecundo entre las diversas ciencias que
se ocupan de la vida y de sus fenómenos, capaz de alcanzar un saber sintético que supere
por elevación las extrapolaciones de sus conclusiones parciales y, en consecuencia, sus
derivaciones prácticas.
14
Más sobre este particular en cap. IV, 1.1-1.3.
31
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
Considerando lo que hemos visto y sus consecuencias antropológicas, la teoría
aristotélica del vivo asienta sólidas bases para una adecuada comprensión de los seres
vivos —y singularmente del hombre— que se aleja tanto del dualismo como del monismo
materialista. El dualismo, como ya hemos notado más arriba, postula una escisión entre
los fenómenos fisiológicos y los acontecimientos psicológicos; separación que procede
de la evidencia de que las acciones humanas no son entendibles en términos
exclusivamente fisiológicos. Por su parte, el monismo materialista pretende que todos los
fenómenos psicológicos son identificables o reductibles a fenómenos neurofisiológicos.
La teoría sintética que propone Aristóteles, reconsiderada posteriormente por Santo
Tomás de Aquino, permite comprender ajustadamente los descubrimientos de las
neurociencias, de enorme importancia en el desarrollo de la psicología.
3.2.
El problema de la espiritualidad del alma humana
Desde el punto de vista de la existencia, el problema de la espiritualidad del alma
humana se plantea en relación a las preguntas de fondo que han caracterizado, desde
siempre y en todo lugar, la existencia del hombre sobre la Tierra: ¿quién soy?, ¿de dónde
vengo y adónde voy?, ¿qué hay tras la sombría muerte? Tales preguntas tienen su origen
en la necesidad de sentido que inquieta el corazón humano y las encontramos en diversas
tradiciones culturales. En la tradición cristiana se plantean a partir de la revelación acerca
de la vida del mundo futuro, dando origen a una fecunda vía de exploración filosófica.
Para abordar el problema de la espiritualidad del alma humana es preciso, en
primer lugar, advertir la distinción entre inmaterial y espiritual. La inmaterialidad es un
concepto negativo que significa «no-material». El concepto positivo «material» significa,
primera y propiamente, la causalidad material del ente material. Dicha causa material es
indeterminada y, por ello, aunque es cognoscible es inimaginable. Aristóteles la
denominó materia prima. La materia prima es lo absolutamente indeterminado o lo que
es pura potencia. Nosotros conocemos directamente la materia formalizada —es decir,
madera, hierro, carne, etc., lo que se denomina materia segunda— y la conocemos,
precisamente, por su forma específica. De ahí que la noción de materia prima —sustrato
universal de todo ente material que nos permite afirmar que tanto la madera, como el
hierro y la carne son entes materiales, aún siendo diversamente determinados— sea difícil
de comprender.
Cuando afirmamos de una realidad que es inmaterial (no-material) significamos,
por oposición a la realidad material, que es simple, incorpórea e inextensa. El alma del
32
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
vivo es una realidad inmaterial, como ha quedado dicho, lo cual no quiere decir que sea
un elemento inmaterial. Comprenderla equivocadamente como un elemento lleva a
preguntas impropias como: «¿qué une el alma con el cuerpo?». Por el contrario, el alma
inmaterial del vivo, como hemos dicho más arriba, es principio unificador, acto, verbo de
la materia por ella formalizada: vivir. Tal es el alma del vivo en la teoría aristotélica sobre
los seres vivos: “el ser es para los vivientes el vivir y el alma es su causa y principio”
(Acerca del alma, II, 4, 415 b). Tal es el alma, entendida como principio vital del vegetal,
del animal y del hombre, que es un determinado tipo de animal. Por su parte, espiritual
significa inorgánico y refiere una realidad que existe en sí, actúa por sí, y no se genera ni
corrompe en sí misma; una realidad, por tanto, inmortal.
El problema de la espiritualidad del alma humana se plantea al considerar que
ciertas operaciones vitales características del hombre son de carácter inorgánico,
intrínsecamente independientes de la materia, como es el pensar, según veremos más
adelante. Aristóteles ve claramente el problema:
El inteligir parece algo particularmente exclusivo de ella [alma] [...]. Por tanto, si hay
algún acto o afección del alma que sea exclusivo de ella, ella podría a su vez existir
separada; pero si ninguno le pertenece con exclusividad, tampoco ella podrá estar
separada (Acerca del alma, I, 1, 403 a).
Y en otro lugar, al afirmar que el alma es principio de todas las facultades del vivo y se
define por ellas, pensando en el intelecto, escribe: “Pero por lo que hace al intelecto y a
la potencia especulativa no está nada claro el asunto si bien parece tratarse de un género
distinto de alma y que solamente él puede darse separado como lo eterno de lo
corruptible” (Acerca del alma, II, 2, 413 b). Aristóteles contempla de este modo la
sustancialidad del principio intelectivo.
La solución aristotélica, en el límite del alcance de la razón natural, distingue entre
un principio intelectual (no orgánico, incorruptible, divino) y un principio vital que es el
alma; es decir, que el pensamiento no es para Aristóteles una facultad del alma humana.
Lo cual equivale a afirmar que el principio por el cual Sócrates piensa es distinto del
principio por el cual Sócrates es hombre; es decir, un cuerpo humano vivo. La
insustancialidad del alma humana (principio vital) y la consecuente corruptibilidad de la
misma constituye una de las características que subtienden el mundo griego y antiguo.
Pensemos que el animal político del propio Aristóteles encuentra su fin inmanente en la
polis. O recordemos a Homero, el gran educador de Grecia, y a su héroe Aquiles,
prototipo de héroe de la época arcaica, que es símbolo del ideal de humanidad de la
33
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
antigüedad: el anthropos que se eleva sobre sí mismo y busca la inmortalidad que ansía
a través de guerreras hazañas que dejen indeleble huella de su gloria en la memoria de las
generaciones venideras. En este sentido, el pensamiento antropológico de Aristóteles es
deudor de la cosmovisión griega profundamente pesimista, previa a la irrupción de la
esperanza cristiana en el mundo antiguo.
Es en el diálogo entre razón y fe que fundamenta la civilización occidental donde
lentamente va fraguándose la solución metafísica del problema. La antropología teológica
o ciencia de la fe acerca del hombre, basada en la revelación divina, aporta dos datos
antropológicos cruciales sobre la cuestión de la espiritualidad del alma humana: la
resurrección de la carne y la inmortalidad del alma. Los cristianos de los primeros siglos,
cuyos interlocutores fueron los filósofos y no los sacerdotes paganos, se debaten entre
dos soluciones enfrentadas: de una parte, el platonismo y el neoplatonismo afirman la
inmortalidad del alma a expensas de la unidad del hombre15; de otra, Aristóteles afirma
la unidad del hombre a expensas de la inmortalidad del alma. Lógicamente la balanza fue
inclinándose lentamente del lado de Aristóteles, no sólo por las teológicas razones citadas,
sino por la experiencia de la propia humanidad, que no puede comprenderse cabalmente
a sí misma sino como corpórea en la unidad personal del singular concreto (Sócrates, tú,
yo) que es el mismo que vive y piensa16. Tal es la solución de Santo Tomás de Aquino.
La pregunta de Santo Tomás acerca del problema que nos ocupa es la siguiente:
¿cómo una sustancia intelectual (principio intelectual de Aristóteles) puede ser forma
(principio vital de Aristóteles) de un cuerpo vivo? El planteamiento de la cuestión en todo
su alcance y la solución dada transita por intrincados caminos metafísicos abiertos por la
concepción tomista del acto de ser. En toda sustancia material el acto de ser viene a la
sustancia por la forma (entidad o causa formal inmanente) que actualiza cierta cantidad
de materia en un cuerpo concreto cuya existencia pertenece a la sustancia (entidad
primera). En el singular acto existencial del ser humano, el alma tiene el ser de una
sustancia y el cuerpo recibe su ser del alma subsistiendo en el ser del alma. La afirmación
de que la forma sustancial (entidad —ousìa—) comunica la sustancialidad al hombre,
permite así mantener la unidad del hombre (cuerpo y alma no son dos sustancias) y la
15
Acerca del dualismo antropológico de Platón, puede leerse con provecho el diálogo Alcibíades. En esta
fuente primaria encontramos el razonamiento y conclusión dualista de Platón que caracteriza su
pensamiento antropológico. Se trata de una obra muy difundida en el bajo Imperio que tuvo una enorme
influencia en los primeros siglos del cristianismo. Sobre esta fuente primaria y otros textos medulares de la
tradición griega respecto a la concepción del hombre en la antigüedad, puede verse Festugière (1986).
16
Acerca de la evolución histórica de la antropología cristiana véase Gilson (1991 [1932]).
34
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
inmortalidad del alma (el ser pertenece primeramente al alma intelectual). La
inmortalidad del alma espiritual no es lo mismo que la inmortalidad del hombre. El
hombre es un ser mortal en cuya muerte subsiste el alma que, aunque es personal
(individual), no es persona. El hombre singular concreto muere, su alma sobrevive, mas
como es propio de la esencia del alma animar un cuerpo, la expectativa de la resurrección
de la carne —indemostrable filosóficamente— aparece, desde esta perspectiva, muy
conveniente.
La tesis tomista del alma individual subsistente se complementa con algunas
reflexiones que no proceden de un estudio metafísico-objetivo, sino de una aproximación
a la cuestión de la espiritualidad y trascendencia del alma humana desde un punto de
vista fenomenológico existencial, según hemos visto en el inicio de este epígrafe. Es
decir, desde el estudio de las «preguntas de fondo»: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y
adónde voy? ¿porqué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? (Juan Pablo II 1998:
n.1)... que manifiestan la religiosidad constitutiva de la persona humana y muestran el
hecho del hombre como buscador de sentido. La célebre afirmación de Pascal que
“l’homme passe infiniment l’homme” (1897 [1670]: 434), el hombre supera infinitamente
al hombre, sintetiza la experiencia humana, demasiado humana, de la trascendencia: el
hombre es un ser que tiende a su no ser, cuando su ser representa, en primer lugar, el
presupuesto de su aspiración (Allers) (Frankl 1990a). Esta tendencia al infinito desde lo
finito que confiere un carácter dramático —cuando no trágico— al humano vivir, la
encontramos en todas las esferas de la vida y de la actividad humanas. Su presencia
manifiesta la espiritualidad humana, la sutil tendencia al infinito, la sed de sentido último,
que es constante en todo tiempo y lugar, como lo muestran tanto la etnografía y la
etnología17, como la historia y fenomenología de las religiones, que estudian las religiones
positivas, las cuales, en definitiva, reflejan la diversidad de respuestas al fenómeno
universal de la religiosidad constitutiva de la persona humana, cuyo fundamento
antropológico es la espiritualidad del alma humana. Respuestas generadoras de
cosmovisiones, civilizaciones y culturas; y también, por descontado, de modos personales
de afrontar la vida, la salud, la enfermedad y la muerte.
La bibliografía alemana distingue entre etnografía —ciencia descriptiva de los pueblos— y etnología —
ciencia que trata de las culturas humanas y procede comparando los datos proporcionados por la etnografía
y formulando teorías y doctrinas explicativas. La etnografía o descripción de la cultura de un grupo humano
(o de alguno de sus aspectos) se constituye así en fuente y método de la etnología. En los países
anglosajones suele denominarse esta ciencia antropología cultural.
17
35
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
4.
El puesto del hombre en el cosmos
4.1.
Planteamiento histórico-epistemológico de la cuestión
Como enseña la metafísica, el universo no es homogéneo. Está constituido por
multiplicidad y diversidad de seres en una participación gradual en el ser y en sus
perfecciones, que se despliega en la diversidad específica de los entes naturales. En el
vértice la cadena toca la plenitud de ser que se da sólo en Dios, y en la base los últimos
eslabones de la materia se hunden en la tabla de los elementos y las partículas atómicas y
subatómicas que rozan la materia prima. El hombre ocupa un punto medio, es como un
anillo que enlaza espíritu y materia. Ya desde antiguo fue designado por Demócrito como
un microcosmos (Diels y Kranz 1952: Frag. B. 34) en que se dan cita todos los grados
del ser. Por ello se puede tener acceso a él por la vía ascendente y la vía descendente. La
primera, parte de las conclusiones de las ciencias de la naturaleza y humanas para
adentrarse en la filosofía (metafísica) a través de la cosmología (en el caso de las ciencias
de la naturaleza) hacia la antropología. La segunda, más propia del teólogo, comprende
al hombre desde el plan de Dios, quien lo ha creado y lo conduce amorosamente hacia la
plenitud de la vida en unión con Él. Justamente la singularidad y rareza de esta posición
intermedia del hombre en la escala de los seres, explica las tentaciones intelectuales
dualistas y monistas que han estado presentes a lo largo de toda la historia y que
cualquiera que haya reflexionado seriamente sobre la cuestión bien conoce. Superar
ambas visiones parciales y reductivas del hombre, requiere transitar simultáneamente por
las dos vías de acceso al misterio del ser humano.
Afirma W. Pannenberg que “una concepción que se interese por lo que vengo
llamando el puesto señero del hombre (la posición única y destacada del hombre en la
naturaleza), ya no puede defenderse hoy con los argumentos de la antigua metafísica del
alma” (1993: 36). La filosofía antigua y medieval —filosofía perenne— se ha ocupado
ampliamente del hombre y ha desarrollado diferentes tesis antropológicas que contienen
grandes verdades acerca del origen, naturaleza y destino del ser humano. Pero después
de la crisis del saber (fragmentación de los saberes, crítica de los saberes arquitectónicos
—metafísica y teología— y la consiguiente ocultación de la totalidad-finalidad del campo
visual del hombre contemporáneo) resulta necesario un crecimiento filosófico que asimile
críticamente los resultados de las ciencias experimentales sobre el hombre (antropologías
particulares) y de las ciencias humanas (aquellas que resultan de la acción humana).
36
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
La célebre obra de Max Scheler El puesto del hombre en el cosmos (1927) —de
la que hemos tomado el título para el presente epígrafe— es considerada por muchos
como el inicio de la antropología filosófica actual que, frente a la clásica psicología
racional que hemos tratado en el epígrafe anterior, ha volcado su interés hacia el estudio
de lo específico humano respecto del animal. La cuestión no es baladí pues, como afirma
el propio Scheler en otro lugar, “al cabo de unos diez mil años de «historia» es nuestra
época la primera en que el hombre se ha hecho plena, íntegramente «problemático»; ya
no sabe lo que es, pero sabe que no lo sabe” (1974 [1924]: 10).
4.2.
Las aportaciones de la antropología biológica
Junto a los reduccionismos materialistas de enorme influencia en nuestro tiempo,
no sólo en la opinión pública, sino en la comunidad científica que —desde el punto de
vista epistemológico— circunscriben la antropología en la zoología y, consecuentemente,
la ética en la etología; encontramos en el siglo XX una serie de autores procedentes del
ámbito germánico que han abierto con sus obras una nueva orientación al estudio
filosófico del hombre. Dicha orientación consiste en tomar como punto de partida de la
reflexión filosófica sobre el hombre el cuerpo humano, para constatar inmediatamente de
la mano de la biología científica que el hombre en su corporeidad presenta una serie de
características empíricas —físicas— que resultan inexplicables para la propia zoología.
Estas características, por su parte, constituyen claros indicios de otras realidades
explicativas —metafísicas—, proporcionando los datos necesarios para una ulterior
reflexión filosófica que concluye que el cuerpo humano es el correlato orgánico del alma
de un ser racional. La idea central de las antropologías biológicas es que “el hombre es
un ser en cuyo cuerpo, y no sólo en su inteligencia y voluntad, se hace patente la presencia
de la racionalidad (o del espíritu)” (Prieto 2008: xxi)18. Veintitantos siglos después del
tratado sobre el alma de Aristóteles, las antropologías biológicas apuntan a la unidad —
que no confusión— psicobiológica como explicación más ajustada del ser humano.
De manera sintética, podemos resumir la aportación de las antropologías
biológicas en las nociones de insuficiencia morfológica y funcional, que determinan la
especial posición biológica del animal humano. Desde el punto de vista morfológico (es
decir, relativo a la forma de los seres orgánicos), la principal característica del ser humano
18
La obra de Leopoldo Prieto (2008), de obligada lectura y cuyo punto de partida aborda la situación
cultural actual acerca de la cuestión hombre-animal, contiene una amplia y rigurosa exposición bien
documentada en las fuentes sobre las aportaciones de la biología teórica y la antropología filosófica
inspirada por la perspectiva biológica.
37
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
es la inespecialización que hace del hombre un animal inadaptado al ambiente natural. A
diferencia de las demás especies animales, que están perfecta y admirablemente adaptadas
al ambiente específico en que viven, el hombre presenta en su corporeidad un
distanciamiento del medio que es condición de posibilidad para afrontar con éxito
cualquier tipo de ambiente. De hecho, el hombre habita exitosamente todas las latitudes
del planeta, claro que a condición de adaptar el medio a sus necesidades gracias a su saber
técnico. La insuficiencia morfológica lleva de este modo a la acción: el hombre compensa
sus carencias específicas con la acción, la existencia humana se muestra así como una
tarea.
Esta precariedad biológica solventada por la acción inteligente ha cautivado la
atención de los sabios desde la antigüedad. En el diálogo Protágoras, narra Platón el mito
del nacimiento de los mortales (vivos), según el cual los dioses ordenaron a Prometeo y
a Epimeteo que los aprestaran y les distribuyeran las capacidades de forma conveniente.
Habiendo convencido a Prometeo, Epimeteo se encarga de la distribución dotando a unos
de fuerza sin rapidez, y a los débiles de velocidad. A unos los armaba, a otros les
proporcionaba una fuga alada, etc. de manera que ninguna especie fuera aniquilada.
Después, preparó una protección contra las inclemencias del tiempo, revistiéndolos de
pieles; calzó unos con garras, otros con callosidades. Les facilitó distintos medios de
alimentación y a algunos concedió que su alimento fuera devorar a otros animales,
ofreciéndole una exigua descendencia; mientras a los que eran consumidos los hizo
prolíficos... resultando que gastó todas las capacidades en los animales quedando sin dotar
la especie humana. Llegado el día en que los mortales habían de salir a la luz, Prometeo
se acerca a inspeccionar el reparto y ve al hombre desnudo y descalzo y sin coberturas ni
armas. Fue entonces cuando apurado por la carencia de recursos, tratando de encontrar
una protección para él, roba a Hefesto y a Atenea su sabiduría profesional junto con el
fuego entregándolo como regalo al hombre...
Puesto que el hombre tuvo participación en el dominio divino a causa de su parentesco
con la divinidad, fue, en primer lugar, el único de los animales en creer en los dioses, e
intentaba construirle altares y esculpir sus estatuas. Después, articuló rápidamente, con
conocimiento, la voz y los nombres, e inventó sus casas, vestidos, calzados, coberturas, y
alimentos del campo (Platón, Protágoras, 320 c – 322 d).
El hermoso mito prometeico presenta de algún modo la inteligencia como el don precioso
y preciso que suple la orfandad biológica humana.
38
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Desde el punto de vista funcional, el hombre posee un aparato instintivo débil por
comparación al animal. Como veremos más adelante, el instinto es una tendencia
(inclinación —atracción o rechazo— hacia algo que presenta el conocimiento) innata
perteneciente a la especie. Realidades que son relevantes para ciertas especies no lo son
para otras, así, por ejemplo, el grano de trigo que atrae a los pájaros no atrae a los perros.
El comportamiento animal obedece a reacciones instintivas a ciertos estímulos relevantes
específicamente que se ordenan a la supervivencia del individuo y de la especie. La teoría
del mundo circundante elaborada por Jakob von Uexküll pivota sobre este hecho19. La
tesis central del pensamiento de von Uexküll es que a cada especie animal corresponde
un medio biológico propio al que denomina mundo circundante. El mundo circundante
es el conjunto de cosas y animales significativas biológicamente por referencia a una
especie animal. Cada especie posee así su mundo circundante específico fuera del cual el
resto de la realidad no es significativa. De este modo el animal es un ser definible
anatómica y fisiológicamente a partir del medio en que vive. Por contraste —como afirma
Arnold Gehlen—, para el hombre también existen las lejanas montañas y las estrellas,
cosas que desde el punto de vista biológico, son absolutamente superfluas. En efecto, el
principio del exclusivo interés biológico del animal contrasta con el hombre, animal de
realidades (Zubiri), que trasciende el nivel meramente biológico para alcanzar un nuevo
plano de la realidad; a saber, el plano del ser y de la esencia de las cosas que abre la puerta
a la verdad, el bien y la belleza; al mundo de los bienes honestos (bonum honestum) que
se proyecta más allá de los bienes útiles (bonum utile), por encima de su relevancia
biológica.
La rigidez instintiva del animal, enclaustrado en su mundo circundante, asegura
su éxito biológico. En cambio, el hombre, que no carece de instintos, se encuentra, en
cierto modo, desvalido. El comportamiento humano muestra la superación tanto del fondo
como de la forma del instinto. El fondo o contenido del instinto es el fin al que tiende;
así, por ejemplo, el instinto de las aves de nidificar. La forma es el modo particular de
alcanzar ese fin: los diversos modos de hacer el nido que varían según las diversas
especies de aves. En todos los animales, excepto en el hombre, tanto el fondo como la
forma del instinto son innatas. En el hombre es innato el contenido del instinto pero no la
forma, que se realiza libre y culturalmente. Incluso el fondo innato del instinto puede en
el hombre ser reprimido por la intervención de la inteligencia y la voluntad. Sin embargo,
19
Una exposición de la teoría del mundo circundante de los animales de Jacob von Uexkúll puede verse en
Prieto (2008: 119 ss.).
39
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
la insuficiencia funcional del hombre, esta carencia o debilidad instintiva, aún tratándose
de cierta desventaja biológica, no lo lleva a perecer; antes bien, lo convierte en la especie
de mayor éxito de la biosfera.
A la luz de estos hechos biológicos inexplicables zoológicamente bien podemos
preguntarnos si es el hombre objeto propio de estudio de la biología.
4.3.
La belleza del hombre en su corporeidad
Una digresión estética nos permitirá hacernos cargo por otra vía de las cuestiones
más arriba explicitadas. La estética es aquella parte de la filosofía que estudia la belleza
natural (estética física) y artificial (teoría del arte). Desde antiguo el arte ha sido
considerado como imitación (mímesis) de la realidad; si bien, la imitación artística no es
una mera copia prosaica de la figura de los cuerpos naturales, sino de la realidad en sus
más profundos estratos que, aún siendo los más cognoscibles en sí, no lo son para
nosotros, los hombres20. El valor del arte va más allá del frío placer que resulta de
reconocer el modelo en la obra merced a la habilidad del artífice, hacia horizontes en los
que la realidad se devela al contemplador a través de la personalidad del artista en su
circunstancia temporal estilística. Entre la realidad y nosotros se interpone un velo que al
artista le es dado remover haciendo patente la esencia de la realidad imitada. Por eso
Aristóteles afirmaba en la Metafísica que el filósofo es amigo de los mitos y Santo Tomás,
comentando el pasaje, escribe que “el motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es
que los dos tienen que habérselas con lo maravilloso” (Comentario a la Metafísica de
Aristóteles, I, 3). En efecto, mientras que la filosofía representa un acceso discursivo
científico al ser y sus determinaciones, el arte lo hace por vía sensible contemplativa:
ambos constituyen accesos complementarios a lo maravilloso.
Consideremos la estatuaria antigua de época clásica y helenística, grávida de
profundas intuiciones que las moderna antropología biológica ha puesto de manifiesto.
La serena belleza de las estatuas patentiza una verdad acerca de la naturaleza humana
descubierta por los griegos; a saber, que el hombre se eleva sobre la naturaleza y, sin
embargo, pertenece a ella. La escultura plasma la especificidad humana, anillo entre dos
regiones de la realidad; una verdad demasiado olvidada desde que con Descartes y el
mecanicismo, res cogitans y res extensa se consideraron radicalmente heterogéneas e
inconexas entre sí. Conviene volver la mirada a la imagen con que el mundo antiguo y el
Como escribe Aristóteles, “el estado de los ojos de los murciélagos ante la luz del día es también el del
entendimiento de nuestra alma frente a las cosas más claras por naturaleza” (Metafísica, 993 a 10).
20
40
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
cristianismo habían caracterizado al hombre. Olvidada, hemos vuelto los ojos hacia la
materia y, al mirarnos a nosotros mismos, nos abajamos hasta vernos como uno más entre
los brutos. La estatuaria antigua en general, imita la belleza inefable del cuerpo humano,
no sólo la hermosura que surge de la integración armónica y proporcionada de los
diversos miembros y partes del cuerpo entre sí, y de éstos respecto al todo, que podemos
encontrar en éste o en aquel individuo; sino, por así decirlo, la belleza en sí misma de la
corporeidad humana, la que posee cualquier cuerpo humano más allá de la justeza o no
de sus proporciones, más allá de la lozanía de la juventud. Una belleza de razón profunda
que hunde sus raíces en la más íntima verdad de la naturaleza humana que, de este modo
considerada, se muestra como un acontecimiento ontológico: el encuentro entre el cielo
(espíritu) y la tierra (materia) que tiene lugar en cada ser humano. La profusión de la
imagen fotográfica (publicidad, cine o televisión) que anega el contexto de nuestras vidas
hoy, inclina hacia el error de considerar la belleza accidental como la belleza sin más.
Mas no sólo la irreflexiva cultura de la imagen, tampoco el sesudo naturalismo
(materialismo) puede llegar más allá de la belleza como ordenación de la materia en
justedad de proporción; un plano donde ciertamente habita la hermosura, mas de manera
caprichosa y fugaz como corresponde a lo inevitable de todo fatum.
¿Por qué los antiguos imitaron con tanta audacia el cuerpo humano en sus
creaciones artísticas? Tal vez porque fueron capaces de admirar la belleza que brota en la
indeterminada plasticidad biológica del cuerpo humano. En efecto, la congruencia entre
alma y cuerpo explica bien el hecho de que así como el intelecto humano está abierto a la
totalidad de lo real (anima homini est quodam modo omnia, el alma del hombre es, de
alguna manera, todas las cosas), también el cuerpo participa de esa apertura. El correlato
orgánico de la apertura al infinito propia del espíritu es la plasticidad del cuerpo humano,
indeterminado en su adaptación al medio.
4.4.
El hombre y el animal
Desde un punto de vista ontológico, la diferencia entre el hombre y el animal es
una diferencia formal específica que, como tal, se manifiesta en cualquier aspecto que
consideremos. Dada la confusión que existe en esta materia a causa del evolucionismo
darwinista y el supuesto metódico de la continuidad de la vida, que pretende que el vivo
puede explicarse sólo a través de leyes naturales, conviene reparar en algunas diferencias
esenciales que ayuden a clarificar la diferencia cualitativa entre el hombre y el animal.
Fijaremos nuestra atención en tres aspectos: el conocimiento, el lenguaje y la conducta.
41
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
Para comprender el salto ontológico que existe entre el hombre y el animal, es
menester matizar con mucha finura la definición aristotélica del hombre como animal
racional. Ciertamente el hombre es un ser vivo que se distingue del resto de los animales
por su inteligencia; no obstante, el uso análogo de la palabra inteligencia en el lenguaje
vulgar puede llevar a graves confusiones y a conclusiones erróneas de carácter naturalista,
que niegan la diferencia cualitativa entre el reino animal y el humano. Las consecuencias
jurídicas, sociales y personales de tal negación tienen largo alcance: la dignidad de la
persona humana, el Proyecto Gran Simio (Great Ape Proyect)21, la vida lograda —incluso
la vida misma— de innumerables personas, etc. penden de esta crucial cuestión.
Hoy se utiliza el término inteligencia para nombrar desde el entendimiento
humano, el conocimiento animal, hasta ciertas realizaciones técnicas; así se habla de
máquinas
inteligentes
(inteligencia
artificial),
de
edificios
inteligentes,
etc.
Mayoritariamente se entiende por inteligencia la capacidad de resolver problemas y
adaptarse a circunstancias cambiantes; capacidad que, así enunciada y sin mayor
matización, comparten hombres y animales.
Propiamente, sin embargo, la inteligencia, o si queremos el entendimiento
humano, no es capacidad de resolver problemas ni de realizar conductas complejas; sino
capacidad de conocer lo que las cosas son y la subyacente experiencia ontológica del ser.
El animal percibe pero no comprende, conoce el singular concreto (este árbol) y sólo,
como hemos visto más arriba a propósito de la teoría del mundo circundante (Uexküll),
en la medida en que es biológicamente relevante a una determinada especie. El hombre,
en cambio, penetra con la luz de su inteligencia la esencia (lo que las cosas son) de las
realidades todas que pueblan el universo —tanto las que tienen relevancia biológica (el
alimento), como las que no la tienen (El nacimiento de Venus de Boticelli)—, conoce lo
que las cosas son más allá de su utilidad en orden a la supervivencia individual y
específica. Además, en cualquier conocimiento intelectual, presente siempre en una
percepción sensible, el hombre tiene experiencia del ser en cuanto ser (experiencia
ontológica del ser). El ente (lo que es) es lo primero que se conoce y aquello en que se
conoce cualquier conocimiento intelectual abstracto (árbol en sí, más allá de cualquier
determinación específica: roble, álamo, olivo, etc.), que es siempre conocimiento de algo
que es. Este primum cognitum (Millán Puelles) se muestra a la reflexión intelectual que
es genuina capacidad de la naturaleza humana abierta al absoluto, al ser sin restricción
21
Sobre Peter Singer y el Proyecto Gran Simio, véase Prieto (2008: 41 ss.).
42
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
categorial (de los modos de ser). En esta apertura al absoluto estriba, precisamente, la
vertiente espiritual del ser humano. De modo muy logrado describe el espíritu MillánPuelles como “el ente que vive de algún modo la infinitud del ser” (Ferrer Arellano 2011:
215). El hombre aparece de este modo en su inteligencia como una realidad espiritual
irreductible.
Tal conocimiento intelectual abstracto capaz de abstraer, de formar conceptos
(árbol), de formular juicios y de hacer razonamientos, es la condición de posibilidad del
lenguaje humano. El sencillo hecho de que los hombres seamos capaces de entendernos
de manera unívoca más allá de la diversidad lingüística muestra la verdad de la anterior
afirmación. Las palabras o términos «hombre», «homme», «man», «Mann»... refieren un
solo concepto que encontramos definido de modo unívoco en cualquier diccionario
castellano, francés, inglés o alemán. El lenguaje, aunque los hombres nos comuniquemos
con él, no es propiamente comunicación, como la comunicación no es lenguaje. El
lenguaje es expresión de lo que se conoce. Es menester distinguir entre la comunicación
sensitiva afectiva que se da entre los animales y la comunicación significativa que es
propia del hombre. Por eso se dice que el lenguaje es conceptual. Los animales se
comunican por medio de signos, siendo estos fijos e inmutables: todos los perros ladran
y todos los gatos maúllan; ni éstos ladran, ni aquéllos maúllan, y cada especie lo hace de
manera constante en todo tiempo y lugar. No así el lenguaje humano, cuyos signos y
sonidos son convencionales y, por lo tanto, mutables en el tiempo y en el espacio. Y esto
es así porque el lenguaje humano no pertenece a la naturaleza instintiva, sino a la
capacidad intelectual que inaugura la distancia respecto de la realidad y, con ella, la
pluralidad.
El lenguaje humano es simbólico y fruto de aprendizaje. En el signo se da una
relación natural entre el signo y su significado: por el humo se sabe dónde está el fuego.
En el símbolo, en cambio, la relación es convencional y fruto de invención, experiencia
y convención. Así, por ejemplo, no existe ninguna relación natural entre el búho de
Minerva y la sabiduría, ni entre el rojo y gualda de la bandera y España. Por no tratarse
de un instinto, como es en el reino animal, el lenguaje humano ha de ser aprendido.
Por último, consideraremos la conducta. Ya hemos dicho, al hablar de la
insuficiencia funcional del hombre por comparación al animal, que el hombre no está
determinado en su conducta por sus tendencias instintivas. Este hecho es de gran
importancia antropológica, porque la indeterminación instintiva constituye el fundamento
biológico de la libertad.
El animal no puede elegir, no sólo porque carece de
43
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
conocimiento racional, sino también porque la necesidad de sus instintos hace necesarias
sus mismas tendencias. La libertad o capacidad de hacer algo con voluntad deliberada,
caracteriza la conducta humana y fundamenta la conducta moral. Todos tenemos
experiencia inmediata de nuestra condición libre. Ciertamente, el hombre no es
ilimitadamente libre, sino que la humana libertad está condicionada por la propia
naturaleza humana. La libertad no consiste en una indeterminación absoluta, sino en una
autodeterminación del hombre. A diferencia de lo que ocurre en la naturaleza, donde reina
la necesidad, la existencia humana es contingente y la libertad humana inaugura ese
ámbito de actos libres, esa segunda naturaleza que los griegos denominaron êthos. El
comportamiento humano está referido al orden moral, que se caracteriza por la obligación
y la responsabilidad. El bien moral no se impone, se propone, y frente a él experimento
la libertad de hacerlo o no hacerlo, a la vez que me reconozco principio y autor del acto
que lo acoge o rechaza. A pesar de las diferencias que existen acerca de lo que es bueno
y lo que no lo es, la distinción entre el bien y el mal, entre acciones que se deben hacer y
acciones que se deben evitar, es universal, como lo es el principio moral de obrar el bien
y evitar el mal, sean cualesquiera los contenidos subjetivos de bien y mal.
4.5.
El hombre es un ser naturalmente cultural
La seguridad en la ejecución de los actos animales —propiamente, un animal no
se equivoca nunca— contrasta con la perplejidad de la deliberación y la condición
dramática de la existencia humana. El famoso monólogo de Hamlet: “ser o no ser...”
constituye un bellísimo ejemplo literario de la irresolución y el drama de la vida humana.
El Príncipe de Dinamarca de Shakespeare muestra, tal vez como ningún otro héroe
literario, la duda ante las variadas posibilidades de acción frente a la circunstancia en que
se desenvuelve la vida humana.
El conocimiento humano, que rompe la frontera biológica del mundo circundante
(Uexküll), tiene por objeto el universo entero: el alma del hombre es, de alguna manera,
todas las cosas. Esta apertura universal tiene como contrapartida una gran inseguridad en
el modo de dirigir sus acciones, dada la carencia de orientación unívoca que caracteriza
la conducta instintiva. En este principio encuentran su razón de ser tanto la libertad como
la cultura y la educación, que fijan un cauce estable que libera al hombre del excesivo
peso de tener que conducir en soledad su existencia en el vasto horizonte de una realidad
universal. En sentido estricto, según definición de Santo Tomás, cultura refiere las
ciencias y las artes que contribuyen a la perfección del hombre, que es su felicidad
44
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
(Comentario a la Metafísica de Aristóteles, proemio). Dicha perfección procede del libre
sometimiento al orden de la realidad. Por lo tanto, a pesar del se piensa políticamente
correcto, podemos afirmar que una civilización es propiamente cultura si, y sólo en la
medida que sí, está fundada sobre la verdad del hombre, del mundo y de Dios. En sentido
amplio, la cultura refiere tradiciones e instituciones, usos y costumbres, etc. que
constituyen, verdaderamente, el hábitat de la existencia humana. Es importante reparar
que la noción de cultura entendida como necesario correlato de la insuficiencia funcional
del hombre, no se opone a la noción de naturaleza; por eso hemos adelantado en el título
del presente epígrafe que el hombre es un ser naturalmente cultural. En efecto, según se
desprende de la investigación biológica, el hombre manifiesta en su bios su naturaleza
cultural. Así, por ejemplo, si reparamos en el arco total del tiempo de crecimiento de
algunos primates respecto del hombre. En el caso del chimpancé, que es el que emplea
más tiempo en su maduración, el arco de crecimiento dura hasta los diez años y se
caracteriza por seguir un ritmo constante. En el hombre el tiempo de crecimiento es
mucho mayor, alcanzando entre los veinte y veinticinco años, según las razas. Además,
el ritmo de crecimiento es discontinuo, observándose un primer segmento de crecimiento
muy veloz en el primer año, un segundo segmento entre el primer año y la pubertad más
lento y un tercer segmento entre la pubertad y la madurez fisiológica del adulto muy
veloz. ¿Cuál es la causa de la discontinuidad en el ritmo de crecimiento humano? Según
Portmann, no parece ser otra que la peculiar forma existencial humana cuya apertura al
universo requiere de un largo período de aprendizaje para poder hacer frente al drama de
la existencia humana. También esta razón puede explicar la temprana y anómala extinción
de fecundidad reproductiva de la mujer a mitad de su vida; dada la prolongada
incapacidad de los hijos de valerse por sí mismos resulta conveniente que la progenitora
pueda disponer del tiempo y la fuerza física que requieren la crianza y educación de la
prole. Así, el hombre aparece biológicamente como un ser destinado a aprender y hablar.
La constitución biológica humana no es un factor meramente biológico, sino que está
ordenada al desarrollo o actualización de sus capacidades espirituales.
5.
La persona en sus dimensiones cognitiva, volitiva y afectiva
Presentamos a continuación un análisis esquemático de las tres principales
dimensiones de la persona, realizado desde el objeto formal propio de la filosofía, con el
propósito de sistematizar algunas cuestiones que se abordan el ulteriores capítulos y
45
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
disponer de un esquema claro que sirva como marco teórico de diálogo con la psicología
en su objeto formal y consiguiente método.
En el momento de abordar las principales dimensiones que confluyen en la
persona humana, conviene no perder nunca de vista que se trata de un acercamiento
analítico; es decir, un artificio de método que divide el todo (la persona) en sus partes
(conocimiento, tendencias, voluntad, afectos) para analizarlas separadamente. Se trata de
dividir para comprender, no para separar ya que, en rigor, quien conoce no es la
inteligencia, ni es la voluntad quien quiere, sino que es el hombre a través de su facultad
intelectiva quien conoce; es más, también «el hombre» es una abstracción. Propiamente,
quien conoce y quiere es Sócrates, el singular concreto que es lo realmente real.
Comprender esto es decisivo tanto teórica como prácticamente. En efecto, el hombre
conoce el ser en tanto que verdadero; es decir, por respecto a su facultad intelectual; y
tiende a él en tanto que bueno; es decir, por respecto a su facultad tendencial; pero verdad
y bondad son intercambiables (atributos del ente) en la cosa y se diferencian por su
respecto a las facultades cognitiva y volitiva humanas, según habíamos visto al tratar la
cuestión de la verdad ontológica (trascendentales del ser). La Edad Media acabó por
separar el entendimiento y la voluntad como dos facultades distintas. Si olvidamos la
unidad de la persona, se corre el riesgo de derivar en visiones intelectualistas o
voluntaristas, que afirman la prioridad del conocer sobre el amar o viceversa. De hecho,
así sucedió en el desarrollo posterior de la filosofía. Semejantes escisiones propician
elaboraciones ideológicas en el sentido peyorativo de esta expresión; es decir, en cuanto
olvidan el ser y se convierten en construcciones ideales al servicio de intereses de
cualquier tipo.
La unidad de la persona en sus facultades encuentra su fundamento en algo que
ya señaló Aristóteles; a saber, en la unidad bio-psíquica más arriba comentada y en la
unidad del alma —principio vital— humana. En efecto, en el hombre no hay tres almas:
una vegetativa responsable de la vida fisiológica, otra sensitiva, responsable de la
conciencia sensible y una tercera racional, responsable del conocimiento intelectual y de
la libre voluntad, sino que el alma humana es principio único y último del complejo
entramado de todas las operaciones vitales humanas, las que compartimos con los
vegetales, con los animales y las específicamente humanas.
5.1.
46
El conocimiento humano
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Conocer es un acto por el que un sujeto (hombre o animal) se relaciona con la
realidad representándola en su subjetividad mediante una sensación, imagen o concepto.
El conocimiento humano presenta dos dimensiones o niveles: sensible e intelectual. El
conocimiento sensible es el que procede de las facultades sensibles externas (vista, oído,
olfato, gusto, tacto) a través de los órganos sensibles externos (ojo, oreja, nariz, lengua,
piel) merced al impacto de fuerzas exteriores de tipo físico, químico o mecánico
(estímulos) y de las facultades sensibles internas que son responsables del proceso
cognoscitivo que presenta sensiblemente los objetos en forma unitaria y estructurada
espacio-temporalmente. El ojo no ve éste lápiz que tengo frente a mí, sólo tiene
sensaciones luminosas que, a través del proceso perceptivo, me presentan ese objeto como
un todo. El conocimiento sensible humano está ordenado a la conservación de la vida y
al conocimiento intelectual. El conocimiento intelectual, por su parte, se define por la
capacidad de abstracción; es decir, de captar lo inmaterial, universal y abstracto. Gracias
la facultad intelectiva, el hombre no sólo conoce este o aquel caballo concreto, sino la
idea de caballo en sí, que no depende de las condiciones materiales (espacio-temporales)
de este caballo concreto (inmaterial); se aplica no sólo a éste, sino a todos los caballos
(universal), y prescinde de los caracteres singulares (capa, figura, tamaño, etc.) del
individuo particular (abstracto). Por él conocemos la esencia de las cosas, que se
corresponde con la definición de caballo que encontramos en el diccionario. El
conocimiento intelectual es inmaterial-espiritual, lo cual significa que el acto propio del
conocimiento intelectual (abstracción) es en sí mismo, independiente de la materia. El
conocimiento humano es una unidad formada por dos dimensiones. No hay en el hombre
un conocimiento sensible idéntico al conocimiento sensible animal, como no hay un
conocimiento intelectual independiente del cuerpo. Entre el conocimiento sensible y el
intelectual hay distinción, pero no separación, hay unidad, pero no identificación.
5.2.
Las tendencias humanas
La tendencia o apetitito es una facultad (también refiere el acto que nace de la
capacidad) a través de la cual el hombre y el animal se dirigen hacia la realidad conocida
para apropiarse de ella. No sólo conozco el alimento, sino que tiendo hacia él y lo ingiero;
el mero conocer no sacia el hambre. En el hombre, como en los animales, existe una
tendencia sensible que sigue al conocimiento sensible que llamamos instinto. El instinto
es una tendencia compleja, innata y específica. Es compleja porque en él, además de las
tendencias sensibles, participan la emotividad y el conocimiento. Es innata porque surge
47
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
espontáneamente y no ha sido aprendida por el individuo. Por el contrario, la tendencia
adquirida es aquella que procede de adiestramiento o educación. Es específico porque de
él participan todos los individuos de una especie. Los instintos fundamentales son el
instinto de conservación, el instinto de reproducción y el instinto gregario. Es fácil
observar cómo el hombre los satisface de modo plural mediado por la cultura. Esta
diversidad manifiesta el señorío de la libertad respecto de la forma de satisfacción del
instinto. Todos los hombres comen, mas la cultura culinaria varía en el tiempo y en el
espacio. Hemos visto más arriba cómo, a diferencia del animal, el hombre señorea sobre
el fondo y fin del instinto y es libre respecto de la forma de satisfacerlo. De la libertad
humana nace la pluralidad cultural y personal.
Puesto que en el hombre encontramos dos dimensiones cognitivas (sensible e
intelectual) también hay en él dos dimensiones apetitivas: una sensible, que sigue al
conocimiento sensible, y otra inmaterial-espiritual, que refiere la inclinación a lo
conocido intelectualmente. Se llama voluntad a la facultad de tender hacia un bien
conocido por la inteligencia. De este modo, los animales no poseen voluntad. La voluntad
no sólo tiende al bien presentado por la inteligencia, sino que además lo puede hacer
libremente. La libertad es la capacidad de hacer algo con voluntad deliberada. Existen
actos voluntarios no libres como, por ejemplo, cuando realizo con mi voluntad un acto
obligado por otro. Para evitar confusiones, conviene distinguir entre dos tipos
fundamentales de libertad: la libertad de maniobra o libertad exterior, que refiere la falta
de coacción ya sea física o civil; y la libertad interior que es la capacidad de elegir una
cosa u otra, de hacer o no hacer una acción... y se llama libre albedrío. El libre albedrío
que significa la libertad como capacidad se distingue a su vez de la libertad como virtud,
que es la opción por la verdad presentada por la inteligencia; por eso se afirma que la
verdad hace al hombre libre; es decir, lo libera de todos aquello que lo aleja de su fin, que
es su bien.
5.3.
La afectividad humana
El mundo complejo de los sentimientos refiere el ámbito puramente subjetivo de
la vida psíquica, acompaña los actos cognitivos y apetitivos y consiste en una impresión
de agrado o desagrado que se produce en la persona que conoce o apetece. A diferencia
de los actos cognitivos y tendenciales, el sentimiento no transmite contenidos objetivos,
es meramente subjetivo. Sentimientos y emociones se distinguen por la intensidad y por
los efectos que producen. Así, mientras que el sentimiento es una reacción tranquila,
48
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
constante, la emoción es un sentimiento intenso que lleva consigo alteraciones somáticas,
como, por ejemplo, cuando se nos pone el vello de punta o se altera el ritmo cardiaco por
un susto. De manera semejante a como hemos visto en las tendencias humanas, existen
sentimientos inferiores que acompañan el conocimiento y las tendencias sensibles y
sentimientos superiores, ligados al conocimiento intelectual y a la tendencia volitiva. Así,
según consideramos el objeto de conocimiento como verdadero, bueno o bello,
clasificamos los sentimientos superiores como intelectuales, morales o estéticos.
Respecto a la tendencia volitiva, dependiendo si se dirige a uno mismo o a otro, los
clasificamos como sentimientos egocéntricos o altruistas.
Conviene considerar que el amor, que trataremos en el bloque temático siguiente,
en contra del habla común, no es propiamente un sentimiento, sino un acto voluntario y
libre que, aunque va acompañado de sentimientos, emociones y pasiones, no se resuelve
en ellos.
6.
Conclusión
Antes de terminar el presente capítulo, podemos destacar cuatro conclusiones:
En primer lugar, que el conocimiento humano se presenta como un lugar
antropológico eminente; es decir, una vía de acceso a la pregunta por el hombre, que es
un misterio en el sentido preciso de la palabra (G. Marcel); es decir, una realidad
envolvente.
En segundo lugar, el conocimiento humano devela un elemento espiritual cuya
consideración en orden a una cabal explicación del ser humano -que responda tanto a su
ser (naturaleza) como a su vivir (existencia) en busca de sentido- resulta imprescindible.
En tercer lugar, dicho elemento espiritual, alma racional o principio vital humano,
es el responsable del especial puesto del hombre en el universo entre dos órdenes de ser:
materia y espíritu.
En cuarto lugar, el alma espiritual humana hace del Homo sapiens un ser abierto
que trasciende en sus dimensiones (cognitiva, volitiva y afectiva) la Naturaleza a la que
pertenece; un ser que hambrea infinitud en todas las esferas en las que desarrolla su
existencia.
49
El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica
Lecturas recomendadas
ARISTÓTELES (1978), Acerca del alma, trad. T. Calvo, Madrid, Gredos.
PRIETO LÓPEZ, L. (2008), El hombre y el animal. Nuevas fronteras de la antropología,
Madrid, BAC.
50
II. LA PERSONA HUMANA
Francisca Tomar Romero
La persona humana
Si bien se define esencialmente al hombre como “animal racional”, ya que la
racionalidad es una nota distintiva y específica del ser humano, no es menos cierto que el
hombre es un ser social por naturaleza. Y, más concretamente, la persona también puede
definirse como el único ser capaz de amar y ser amado con amor de amistad.
En este capítulo empezaremos abordando la consideración metafísica del ser
humano, lo que nos llevará a analizar el concepto de “persona” y las razones de su valor
objetivo y dignidad. En un segundo momento examinaremos la dimensión relacional o
naturaleza social del hombre y comprobaremos cómo el amor constituye su fundamento.
Nuestra reflexión nos llevará a concluir que el amor de amistad es el que propiamente
corresponde a la dignidad esencial de la persona. En tercer lugar, desde una consideración
más fenomenológica, abordaremos la relación interpersonal para comprobar que el amor
es la fuente y origen de toda auténtica relación interpersonal, constatando cómo la
intercomunicación, la confianza, la fidelidad y la confidencia son algunas de las notas
distintivas o manifestaciones del verdadero amor. Finalmente se incluye un apunte sobre
la sexualidad humana.
1.
El hombre como persona
1.1.
El concepto de “persona”
En el lenguaje ordinario utilizamos la palabra persona como sinónima o
equivalente a la de hombre. Este uso del término es correcto, porque la persona humana
es el hombre mismo22. Sin embargo, con el término persona designamos algo más que
con el de hombre, pues se significa no solamente al hombre, sino a éste en cuanto es
portador de una cierta dignidad de la que carecen todos los demás seres de la naturaleza
(los inertes, los vegetales y los animales) (Forment 1996).
Este valor representativo del término persona pone también de relieve al examinar
su etimología. Los filólogos, al buscar las raíces de esta palabra han dado tres versiones
distintas de su origen. Según la primera, derivaría del vocablo griego prosopon, que
significaba "cara", "semblante", "rostro"; de ahí que la emplearan para nombrar las caretas
o máscaras que utilizaban los actores en las representaciones teatrales para remarcar las
Desde una consideración estrictamente antropológica, los términos “hombre”, “persona” y “persona
humana” son términos equivalentes: todo hombre es persona y persona es sinónimo de ser humano. No
obstante, desde una consideración metafísica se distingue entre “persona humana” y “persona divina”. De
ahí que sea legítimo y no redundante referirse al hombre como persona humana.
22
52
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
características de los personajes y ser vistos desde lejos. Y de designar estas caras también
pasó a significar los personajes que las llevaban. Otra etimología explica que provendría
del verbo latino personare, que significa "resonar" o "sonar mucho". La voz persona se
habría utilizado para nombrar las máscaras de los actores, porque al declamar con ellas
su voz adquiriría una mayor resonancia. Desde este significado se explicaría también el
sentido de personaje de una tragedia o comedia, que igualmente tuvo el término persona
para los latinos. Por último, en la actualidad, se ha creído hallar su raíz en la palabra
etrusca phersu, que significaba las máscaras teatrales y, por consiguiente, también a los
tipos dramáticos o personajes genéricos.
Constatamos, pues, que estos tres sentidos etimológicos de persona guardan una
cierta relación entre sí, ya que todos aluden al personaje teatral. Tomás de Aquino que,
gracias a Boecio, conoció los dos primeros, infirió que, debido a que los personajes
representados en el teatro eran famosos o valiosos (dioses, semidioses, héroes, reyes,
generales...), la palabra persona sirvió también para designar a los hombres que tenían
una cierta dignidad (Suma Teológica, I, q. 29, a. 3, ad 2) 23. De ahí que aún hoy en día se
diga del hombre que es importante que es un personaje.
En síntesis, podemos advertir que, tanto si se atiende al sentido usual de persona
como al sentido etimológico, siempre se pone de relieve que significa al hombre, pero
poseyendo un rango peculiar, un valor diferencial que le distingue de los otros seres.
A pesar del remoto origen de la palabra, en la antigüedad no se descubrió que todo
hombre es persona y, por consiguiente, no se planteó el esclarecimiento de su esencia, ni
el fundamento de su dignidad. No obstante, la filosofía antigua no permaneció ajena al
estudio del hombre y, a pesar de no considerarlo persona, vislumbró algo de su dignidad.
Así, entre sus antropologías más representativas se encuentran doctrinas muy profundas
sobre la esencia humana, sus constitutivos, características, acciones y finalidad, pero que
silencian su dimensión personal.
En la concepción platónica, se considera que el hombre es propiamente un alma y
que el cuerpo es algo sobrevenido o accidental. Precisamente, una de las grandes
aportaciones de Platón fue el enfrentar a este cuerpo material, el alma que es un espíritu
y, consiguientemente, inmortal. Además, al concebir los griegos a los dioses como seres
vivos inmortales, Platón afirmó que el alma humana era un dios y, por tanto, que los
hombres tenían un carácter divino. De su divinidad se infería que su comportamiento
23
Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3, ad 2.
53
La persona humana
debía consistir básicamente en la contemplación de lo espiritual. Por tanto, para Platón la
dignidad del hombre consistía en esta naturaleza divina de su alma y en una conducta
adecuada a la misma.
Para Aristóteles el hombre también estaba dotado de alma, pero ésta ya no es un
dios inmortal, como el alma platónica, sino la forma de un cuerpo material y mortal24.
Como el cuerpo es mortal, su alma o forma también es perecedera con él. Pero el alma
del hombre supera a las de los otros seres vivientes por su entendimiento y, por ello, la
racionalidad o intelectualidad es lo que caracterizaba al hombre. Por consiguiente, en la
antropología aristotélica el hombre tiene un valor, una dignidad, por su carácter racional.
Este criterio encierra graves inconvenientes ya que, al poner en la inteligencia el
fundamento de la dignidad humana, en una lectura literal de Aristóteles se desprende que
los niños, los muy ancianos, los enfermos mentales o cualquier hombre que carezca de
ella no es persona, no tiene valor. Además, según este mismo criterio, como existen
grados y diferencias en la racionalidad de los hombres, se seguiría que habría categorías
de personas.
Con motivo de la revelación cristiana, la filosofía intentó establecer cuál era la
esencia de la persona, o su constitutivo formal, así como sus propiedades esenciales. El
problema de la persona se presentó con todo su rigor a partir de dos verdades reveladas:
el misterio de la Encarnación y de la Santísima Trinidad, centrados ambos, en su
formulación, sobre lo que es la persona. De este modo, por motivos estrictamente
teológicos, dedicaron sus esfuerzos al tema de la persona la mayoría de los pensadores
cristianos medievales (Agustín de Hipona, Boecio, San Bernardo de Claraval, Ricardo de
San Víctor, San Buenaventura, Tomás de Aquino y Duns Escoto), así como los
continuadores de la escolástica (Capreolo, Cayetano, Bañez, Suárez...) (Forment 1983,
1984).
Sin embargo, en este rápido esbozo de la presencia del tema de la persona en la
historia del pensamiento debemos señalar que, a partir del Renacimiento y durante toda
la edad moderna y parte de la contemporánea, se produjo un cierto retroceso, en cuanto
que los filósofos ya no trataron de la persona sino del hombre. No obstante, en la primera
24
Para entender mejor en qué sentido el cuerpo es materia prima, recordemos, como se decía en el capítulo
anterior (parágrafo 3.1) que, aunque ordinariamente hablamos del «cuerpo» del ser vivo como sinónimo de
organismo constituido, propiamente el cuerpo no es tal organismo vivo, sino el conjunto de órganos que lo
constituyen. El cuerpo es posibilidad, mientras que el alma es actualidad. Igualmente, recordemos que, en
Aristóteles, el alma explica qué es el ser vivo, le hace ser lo que es (le da entidad) e indica para qué está, su
finalidad.
54
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
mitad del siglo XX apareció un cierto personalismo que, al considerar la dimensión
personal del hombre y exaltar su valor, quiso entroncar con la tradición cristiana.
En general, podemos decir que todas las corrientes personalistas contemporáneas
tienen como denominador común la afirmación de la preeminencia de la persona sobre
todo lo demás25. Sin embargo, el personalismo expresado por Mounier posee una peculiar
concepción sobre qué es la persona que conviene analizar críticamente (Díaz y Maceiras
1975, Forment 1985a, Forment 1985b, Forment 1990).
Para dicho personalismo, ser persona no consiste en poseer unas características
esenciales propias, que permitan al hombre actuar libremente, de un modo personal, sino
que significa obrar de tal manera que el individuo mediante sus actos devenga persona.
Así pues, ser persona es algo que hay que conquistar por sí mismo, una autocreación
propia: la persona no es un principio o constitutivo metafísico intrínseco, raíz de todas las
propiedades personales y fundamento de su máxima dignidad, sino que este personalismo
concibe la persona no como el origen de un proceso, sino como el fin de una actividad
constituyente, totalmente voluntaria y libre. Por consiguiente, el constitutivo formal de la
persona será la libertad de elección y la actividad autocreadora que le sigue: el hombre
por naturaleza o de modo esencial no es persona, pero mediante su libertad puede hacerse
persona y conseguir así una máxima dignidad.
De esta manera, el personalismo de Mounier distingue entre individuo y persona:
el hombre en cuanto tal es un individuo, una mera parte de la especie humana, desprovisto
de originalidad y autenticidad. Pero este individuo puede salir de la vulgaridad si opta por
hacerse persona. Esta opción personalizadora implica la libre adhesión a una jerarquía de
valores, y su realización concreta en la propia vida humana. De este modo, el hombre
estará comprometido, poseerá una vocación encarnada, y vivirá en comunión con los
demás; es decir, conseguirá alcanzar las tres dimensiones fundamentales de la persona
que Mounier describe en varias de sus obras (1990 [1932-1935]: 203).
Este proceso por el que el hombre pasa de ser mero individuo a convertirse en
persona requiere no sólo un gran esfuerzo, sino una vigilancia continua ya que, además
de conquistarse el ser personal, éste debe ser mantenido. Por consiguiente, según esta
concepción personalista, el hombre debe elegir entre varias opciones: puede continuar
25
Mounier, el personalista más conocido y que logró un notable auge para esta nueva tendencia, definió el
personalismo en los siguientes términos: "Llamamos personalismo a toda doctrina y a toda civilización que
afirma el primado de la persona humana sobre las necesidades materiales y sobre los mecanismos colectivos
que sustentan su desarrollo" (1976 [1936]: 72).
55
La persona humana
siendo un individuo, un hombre, tal como es por naturaleza; o puede llegar a constituirse
en persona. Pero, aun dentro de esta segunda opción, el hombre puede ser persona en
mayor o menor grado, según la intensidad de su encarnación, de su comunicación hacia
los demás, de su vocación o conversión íntima y de su compromiso en la acción; y
también puede dejar de ser persona si no es fiel a su proyecto abierto.
De la anterior caracterización se desprende que, según esta doctrina personalista,
existirían diferentes categorías de personas porque no se daría el mismo nivel en las
acciones personalizadoras, que podrían ser clasificadas en distintos grados. Además, si la
persona no es, sino que se hace, no sólo podría desprenderse que en muchos momentos
de su desarrollo vital el ser humano no es persona, sino que también se deduce que no
todos los hombres son o serán personas. En realidad, estos personalistas lo que hacen es
considerar a la persona desde una perspectiva ética que toman como metafísica;
confunden los planos metafísico (u ontológico) y ético. Así, cuando afirman que hay que
llegar a ser personas, lo que de hecho quieren decir es que hay que ser buenas personas.
Pero, con ello, no dicen lo que es la persona, no dan una noción metafísica de la misma.
La definición clásica de persona, según la cual “la persona es la substancia
individual o primera de naturaleza racional” fue formulada por Boecio en el Liber de
persona et duabus naturis contra Eutychen et Nestorium (1847 [512]). Tomás de Aquino
aceptó esta definición de Boecio aunque amplió el significado de sus términos, con lo que
modificó la concepción de Boecio sin advertirlo explícitamente. Este hecho ha dado lugar
a varias confusiones e interpretaciones erróneas de la doctrina tomista de la persona. Así,
muchos han considerado que para Santo Tomás la substancia primera, hipóstasis o
supuesto sería un género, la persona una de sus especies y la racionalidad la diferencia
específica. Sin embargo, esta interpretación de la persona como algo esencial que se
diferencia del supuesto por una determinación de la esencia, a saber, la racionalidad, no
expresa la verdadera concepción de la persona del Aquinate.
Para Tomás de Aquino, "persona significa lo que es más perfecto de toda la
naturaleza; a saber, lo subsistente en la naturaleza racional" (Suma Teológica, I, q. 29, a.
3). Así pues, persona es el nombre que se da a los individuos de naturaleza racional o, de
acuerdo con su terminología metafísica, a los subsistentes, o seres singulares, racionales:
la persona es un todo completo, es decir, no es ni un accidente, ni un universal, ni una
parte substancial, ni una substancia incompleta, ni tampoco una substancia singular
común. La persona es un ente concreto y singular, un individuo; lo que metafísicamente
se expresa con los términos substancia primera, hipóstasis y supuesto. Por tanto, la
56
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
persona es un ente substancial o substancia primera; pero, advierte también que: "el
nombre persona no es impuesto para significar al individuo por parte de su naturaleza,
sino para significar una realidad subsistente en tal naturaleza" (Suma Teológica, I, q. 30,
a. 4). Por consiguiente, la persona no sólo es completa en el orden esencial sino también
en el entitativo, pues con la expresión de substancia individual, o su equivalente de
supuesto, que aparece en la definición de Boecio, Tomás de Aquino no entiende la mera
esencia substancial individual, sino ésta y el subsistir, que es el existir por sí mismo y en
sí mismo (per se et in se) o de modo autónomo e independiente26.
1.2.
Valor y dignidad de la persona: la persona como fin
Antes nos referimos a cómo el término “persona” no sólo significa al hombre, sino
al hombre en cuanto portador de una cierta dignidad. En términos generales, entendemos
por “valor” aquello que es captado como importante y mueve nuestra acción.
El
valor es un aspecto del bien. En ese sentido, el bien puede considerarse en su cualidad de
bien, es decir, bajo el aspecto de la perfección, de la plenitud de ser: es el bien como valor.
Pero el bien también puede ser considerado como la finalidad de mi actividad, como el
objeto de una tendencia, como lo que hay que realizar o alcanzar: es el bien como fin. Un
bien es fin para una acción en la medida que es digno, por el motivo que sea, de ser amado.
Del mismo modo, un bien sólo es valor si es susceptible de despertar el movimiento de la
tendencia que le corresponde.
Una cosa tiene siempre un valor adjetivo. Ello no significa que no pueda valer por sí
misma, esto es, decir razón de fin; sino que no puede valer para sí. La palabra valor, como
la de verdad, conviene a las cosas no en sí mismas, sino en tanto que objeto para alguien que
las ama o conoce. Pero la relación objetiva que da a las cosas su valor o su verdad no es la
misma. Mientras las cosas son verdaderas en tanto que capaces de informarnos de su razón
de ser, son valiosas, en cambio, en tanto que capaces de entregar al hombre no su razón de
ser sino su ser mismo y, por lo tanto, capaces de perfeccionarlo ontológicamente. Así pues,
26
Si la persona es aquel ente que, en su individualidad de substancia primera, subsiste de tal manera que
posee conocimiento intelectual, voluntad libre y una suprema dignidad, es, precisamente, por su modo de
poseer el ser. Por consiguiente, la perfección y dignidad de la persona, así como todas sus propiedades,
tendrán su origen y fundamento en el ser (esse) propio que posee, que será, por tanto, lo que constituye a la
persona como tal, es decir, su constitutivo formal. De esta manera, la persona es más perfecta que el mero
supuesto porque es una más plena participación del esse, en las criaturas, y es el mismo esse en Dios. De
aquí que se afirme que la persona es lo más perfecto que hay en toda la naturaleza: id quod est
perfectissimum in tota natura (Suma Teológica, I, q. 29, a. 3) (Tomar 1993a). En otras palabras, la persona
comparte el ser con Dios, lo que en la metafísica tomista de la persona explica que sea lo más perfecto que
hay en toda la naturaleza.
57
La persona humana
las cosas adquieren sentido en su subordinación a la persona. Por tanto, mientras que las
cosas no tienen más que un valor particular y parcial, la persona, en cambio, tiene un valor
universal. Sólo la persona dice razón de todo, porque tan sólo ella posee la facultad de
encerrar dentro de sí, de reducir a su propio modo, la creación entera (Tomar 1993b).
La persona humana, al igual que el resto de las criaturas, posee una finitud entitativa
que la hace acreedora de una perfectio imperfecta al participar de un modo limitado del ser.
Pero, incluso no siendo el ser, sino una participación del ser, la persona creada es un
individuo más perfecto que todos los restantes individuos, porque es una más plena
participación del ser que el resto de las criaturas, que la hace poseedora de conocimiento
intelectual y voluntad. El hombre, por el hecho de ser persona, posee una dignidad que viene
reclamada por su propia naturaleza. Esta suprema dignidad de la persona humana constituye
un principio metafísico fundamental que implica que la persona no pueda ni deba ser tratada
como un objeto, como una cosa, sino que exige que sea siempre considerada como alguien,
como un sujeto.
Sólo el ser humano, de entre todos los seres de la tierra, es persona y por ello es
lo más valioso, lo más digno. Mientras todos los demás seres tienen una naturaleza
particular, parcial, y dicen razón de parte; la persona, en cambio, emerge entre ellos dotada
de los caracteres de un todo. Entre todas las criaturas, únicamente la persona es buscada
por sí misma y es un fin, mientras que los otros seres son medios para la persona. Por
consiguiente, sólo la persona se nos presenta como siendo propia y plenamente un bien,
ya que sólo ella dice razón de fin y no simplemente de medio. De ahí que, si
estableciésemos una escala de los seres según su mayor o menor perfección,
comprobaríamos que en los niveles inferiores a la persona humana existe una primacía o
superioridad de la especie sobre el individuo, ya que este último está al servicio de la
especie. Únicamente en el grado personal de la escala se da una primacía de lo singular,
una primacía del individuo concreto y singular, y no una subordinación a la especie. Esta
suprema dignidad de la persona humana constituye un principio metafísico fundamental
que implica que no pueda ni deba ser tratada como un objeto, como una cosa, sino que
exige que sea siempre considerada como alguien. Y esto es así porque cada una de las
personas es única e irrepetible, y goza de un valor absoluto por sí misma. No existen dos
personas exactamente iguales. Las personas somos únicas e irrepetibles y, por tanto,
irremplazables.
Esta perfección de la persona humana no se encuentra reproducida en un único
tipo de seres, sino que está realizada de dos modos diversos: como persona masculina y
58
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
como persona femenina. Hombre y mujer son iguales en cuanto personas.
Consecuentemente, hombre y mujer también son iguales en cuanto a dignidad. Así pues,
ser hombre o mujer no comporta ninguna limitación respecto a la persona y su dignidad;
ambos poseen idéntica dignidad personal. Sin embargo, también es cierto que esta
igualdad fundamental no anula la diversidad en cuanto a su peculiar modo de realización
de la persona humana. No se puede explicar ni entender adecuadamente lo que es el ser
personal, lo que es la persona, sin referirse a la masculinidad y a la feminidad como
diferentes valores particulares de la persona humana que son entre sí complementarios.
Masculinidad y feminidad no son entre sí ni superiores ni inferiores; no se puede establecer
una primacía o jerarquía entre ellos, sino que son iguales en el sentido de que pertenecen al
mismo valor personal y se perfeccionan o complementan mutuamente27.
2.
La persona como ser social
2.1.
La sociabilidad humana
La sociabilidad humana es un hecho de experiencia común. Lo social aparece
como una característica de la vida humana que implica pluralidad, unión y convivencia
(Rodríguez Luño 1982: 147). El hombre histórico se concreta en comunidades y
asociaciones. La familia, la nación y el Estado constituyen algunas de esas entidades
sociales. La evidencia del hecho de que el hombre vive y convive en sociedad se impone
por sí misma. Ahora bien, ¿cuál es la causa eficiente o que está en el origen de esa
sociabilidad humana? Básicamente nos encontramos con tres tipos de respuesta
(Rodríguez Luño 1982: 148-152): la teoría contractualista, la conocida como teoría
naturalista y la teoría de la naturaleza social del hombre (o teoría del derecho natural).
La teoría del pacto o contrato social afirma que la sociedad humana tiene su origen
y fundamento en un pacto o libre acuerdo entre los individuos. Esta teoría, que está en la
base del liberalismo clásico, ha sido defendida por autores como Hobbes, Locke y
Rousseau. Así, Hobbes considera que la naturaleza humana es esencialmente egoísta y
27
No obstante, debe reconocerse que, a lo largo de la historia y lamentablemente también hoy en día,
muchas veces no se ha respetado la dignidad personal de la mujer, y a menudo tampoco se han valorado,
ni apreciado, todas sus aportaciones desde sus originales matices femeninos, tan necesarios y
complementarios como los masculinos. Las relaciones interpersonales recíprocas entre el hombre y la mujer
no han sido a menudo justas. Se han dado y se dan situaciones discriminatorias y de explotación respecto a
la mujer en diferentes ámbitos de la sociedad. También es cierto que cuando el hombre coloca a la mujer
en una situación de desventaja o discriminación, además de no tratarla de acuerdo con su dignidad personal,
tampoco se comporta él mismo según su propia dignidad de persona. Por tanto, en ambos queda despreciada
la dignidad de la persona humana.
59
La persona humana
antisocial. En esa situación de inseguridad y temor en la que el hombre es un lobo para
el hombre, los hombres renuncian al interés personal y a su derecho absoluto sobre los
bienes materiales mediante un pacto en el que se constituye el Leviatán: un poder fuerte,
absoluto, pero más amable que el poder del hombre, capaz de formar las voluntades, y
que surge del pacto de cada uno con todos los demás (Hobbes, Leviathan, II, cap. 17).
Por su parte, Rousseau supone que el estado primitivo del hombre era asocial y que, en
aras de un mayor perfeccionamiento, la sociedad se constituye gracias a un contrato social
por el que los individuos ceden sus derechos en favor de la comunidad y del poder civil
que representará la voluntad general28.
En lo que se refiere a la teoría naturalista, que tiene en Hegel a uno de sus máximos
exponentes, considera la sociedad como un todo orgánico que se constituye como la
última fase conocida de un proceso evolutivo de la realidad (materia o espíritu), que se
rige por las rígidas e inflexibles leyes del determinismo universal. Esta tesis está en el
substrato de los planteamientos políticos totalitarios.
Por último, la tercera respuesta —sostenida por Aristóteles y Tomás de Aquino,
entre otros— afirma que el hombre es social por naturaleza; es decir, que el origen, causa
eficiente o fundamento de la sociedad radica en la propia naturaleza humana que tiene en
la sociabilidad una de sus características esenciales. Existe, pues, una inclinación natural
del hombre a vivir en sociedad.
Ya a los griegos les resultaba imposible concebir al hombre en estado de
aislamiento. Aristóteles señaló que el hombre es por naturaleza politikón zôion, animal
social y político (Política, I, 1252 b; Ética a Nicómaco, IX, 9, 1169 b). El ser humano
nace ubicado en una familia y en una sociedad civil determinada por necesidad natural.
Los hombres necesitan de los demás para alcanzar sus propias perfecciones individuales.
Esta perfección, desde el punto de vista finalista, no puede lograrse en la soledad, puesto
que el hombre aislado no puede bastarse a sí mismo. La comunidad es el espacio donde
puede sobrevivir el hombre en cuanto hombre. De ahí que el Estagirita insista en la idea
de que un hombre que fuera incapaz de formar parte de una comunidad política sería o
28
"Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad
general, y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo [...]. Lo
que pierde el hombre con el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le
apetece y puede conseguir; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee" (Rousseau,
Contrato social, 1, c. 8).
60
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
un animal inferior o bien un dios29. Tomás de Aquino apunta algunas razones por las
cuales se constata que el hombre tiende naturalmente a vivir en sociedad: el hombre no
se basta a sí mismo para atender a las necesidades de la vida; precisa de la ayuda de los
otros para conocer lo que necesita para su subsistencia y procurárselo; es esencialmente
comunicativo, como lo demuestra el hecho del lenguaje.
La natural dependencia recíproca de los hombres en la consecución de sus
finalidades específicas, así como la existencia en todos los individuos de una fuerte
tendencia a la unión con sus semejantes, prueban el carácter social de la naturaleza
humana. De hecho, los hombres ya nacen en el seno de la sociedad; al principio de su
vida la necesitan ineludiblemente, y cuando llegan a la edad adulta no se pueden separar
de ella totalmente, sino con grave perjuicio para su bienestar físico y espiritual30. La
constitución corporal y anímica del hombre condiciona su propia supervivencia a la ayuda
de los demás durante un tiempo comparablemente más largo que en los demás animales.
Incluso el despertar y el desarrollo de sus facultades espirituales dependen estrechamente
de la ayuda y enseñanza de sus congéneres. En este sentido, la madurez psicológica del
entendimiento y de la voluntad está condicionada por la ayuda de los demás, por lo que
sería muy difícil distinguir de un irracional al individuo humano que hubiese crecido en
soledad, en un estado de total aislamiento. Gracias al lenguaje podemos heredar los
conocimientos, técnicas y valores que la humanidad ha ido perfeccionando durante siglos
y que ningún individuo podría alcanzar partiendo en solitario de cero. Pero este
instrumento natural que es el lenguaje únicamente se actualiza como tal, como lenguaje
humano, en el marco de la sociedad. Por consiguiente, más allá de la propia
supervivencia, la existencia humana en cuanto tal, implica la satisfacción de una serie de
necesidades materiales y espirituales (morales y culturales) que exigen naturalmente la
sociabilidad.
El origen de la sociedad es, pues, natural. Además, el hombre no sólo necesita
recibir de los demás, sino también dar, comunicar, compartir. La propia condición del ser
humano hace de él un ser naturalmente social y nacido para la convivencia. La persona es
un ser que siente la necesidad de relacionarse con los otros hombres, de mantener con ellos
relaciones interpersonales. De este modo, la sociedad es una exigencia de la persona no sólo
29
"De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza
un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al
hombre" (Aristóteles, Política, I, 1253 a).
30
Más sobre este particular en el parágrafo 3.2 del capítulo III.
61
La persona humana
en razón de sus necesidades materiales y espirituales, que no podría satisfacer en soledad,
sino, más profundamente, en razón de su propia perfección y plenitud, que se comunica y
expande en la mutua comprensión y amistad. El ser humano no está hecho para la soledad,
ni tampoco para únicamente coexistir con los demás o ser-con-otro. Si la situación humana
es la de ser-con-otro, entonces la persona únicamente "coexiste" con sus prójimos, que siente
muy lejanos, como mera "contigüidad física". La sociabilidad humana implica la
convivencia, el ser-para-otro.
Siendo ésta la realidad del ser humano en cuanto tal, y no habiendo nadie probado
(sino simplemente supuesto) ni la existencia de un determinismo universal, ni el carácter
egoísta, antisocial o asocial de la naturaleza humana, no parece que el nacimiento de la
sociedad se deba a un pacto más o menos explícito, ni al mutuo consentimiento entre los
hombres, sino más bien a una imperiosa inclinación de la naturaleza y a una necesidad
ineludible para la inmensa mayoría de los hombres. Ahora bien, no existe oposición entre
el carácter natural de la sociedad y el papel de la libertad en su formación. La sociedad
humana en general es una institución natural, fundamentada en la naturaleza humana.
Pero, libremente y por mutuo acuerdo o convención, los hombres fundan o establecen
sociedades concretas y particulares que tienen elementos esenciales, geográficos,
culturales o históricos específicos. Por consiguiente, el fundamento natural de la sociedad
humana permite comprender lo que la sociedad tiene de libre y de necesario, es decir,
aquellos elementos que dependen de la libertad humana y los que se fundamentan en la
propia naturaleza del hombre.
Podríamos definir la sociedad como la unión de varios hombres que cooperan de
una manera estable para la consecución de un bien común. La diversidad de los bienes y
fines necesarios para la vida explica la variedad de agrupaciones o sociedades existentes:
la familia, el Estado, sociedades culturales, recreativas, comerciales... No obstante,
atendiendo a diferentes criterios, las sociedades humanas se pueden clasificar como:
simples o compuestas, según estén constituidas por simples individuos (como, por
ejemplo, la familia) o por otras sociedades de rango inferior (como la nación),
respectivamente; necesarias, cuando se constituyen por necesidad natural (la familia y la
sociedad civil), o libres si se forman por elección voluntaria de sus miembros (asociación
cultural); civiles o religiosas; también pueden ser perfectas o completas, si poseen por sí
todos los medios suficientes para lograr el bien humano y no dependen directamente de
otras, o bien imperfectas o incompletas, en el caso contrario. El objeto de nuestro interés
implica que el análisis deba centrarse en la sociedad civil que, de acuerdo con los
62
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
anteriores criterios de distinción, podemos calificar como una sociedad compuesta,
necesaria, civil y perfecta o completa31.
Frente a las teorías individualistas (contractualistas o liberales) que niegan que la
sociedad civil tenga una entidad propia (pues depende totalmente de la voluntad de sus
miembros) y las doctrinas colectivistas y naturalistas que le asignan una entidad
substancial a la que deben subordinarse los individuos, debemos señalar que la sociedad
civil tiene una entidad accidental, ya que sólo las personas son individuos subsistentes.
Pero esa entidad accidental de la sociedad civil, además de ser propia y específica, es
necesaria. Actualmente la sociedad civil suele constituirse bajo la forma de Estado o
sociedad política, si bien ha adoptado diferentes modos de organización a lo largo de la
historia: tribus, pueblos, ciudades-estado, imperios, etc.
Ya hemos examinado el carácter natural del origen, causa eficiente o fundamento
de la sociedad civil. Aunque en dicho análisis ya se señalaba o apuntaba implícitamente
su finalidad, ahora nos corresponde determinar la causa final o fin de la sociedad civil de
un modo más preciso.
Se ha comentado anteriormente que la teoría contractualista está en la base del
liberalismo: a través del contrato social el individuo pierde su libertad natural y el derecho
ilimitado a cuanto provoca su apetito y está a su alcance, pero gana a cambio la libertad
civil y la propiedad de cuanto posee. Por consiguiente, al no reconocer la naturaleza social
del hombre y ver en él ante todo un ser esencialmente libre, el liberalismo afirma en
consecuencia que el fin propio de la sociedad civil (o bien común que los hombres buscan
en la misma) consiste únicamente en la defensa de los derechos y libertades individuales,
estableciendo para ello un orden jurídico que armonice dichos derechos y libertades y los
componga entre sí. La armonización y composición de las libertades es el fin de la
sociedad y el objeto del orden jurídico. Así pues, el establecimiento del bien común es
función de la autoridad a través de la ley, y consiste en determinar los límites de los
derechos y libertades individuales en el marco de la máxima libertad posible para todos.
Por su parte, el totalitarismo, que fundamenta el origen de la sociedad en teorías
naturalistas o en un evolucionismo ya sea material o dialéctico, considera que el Estado
es un fin en sí mismo, al que se subordinan todos los derechos y libertades de los
31
Puede definirse la sociedad civil como "la agrupación de personas y familias que pueden alcanzar
suficientemente los bienes que el hombre necesita, y cuyas autoridades supremas no dependen de otras
(independencia o soberanía jurídica). Es la comunidad más perfecta en el orden natural, porque se ordena
al bien común natural del hombre, en toda su extensión; y a la vez tiene todos los medios para lograrlo, a
diferencia de las familias" (Rodríguez Luño 1982: 156).
63
La persona humana
individuos. Por consiguiente, para el totalitarismo el fin de la sociedad civil es el bien del
Estado. El estado totalitario no tiene otro fin que él mismo; no es una entidad al servicio
de la persona sino que, por el contrario, todo es por y para el Estado, incluidos los
individuos.
Finalmente, desde la teoría que afirma la naturaleza social del hombre (o teoría
del derecho natural) —y que constituye el referente conceptual de este análisis que
pretende centrarse en la propia realidad de lo humano y de lo social— se considera que
el fin intrínseco o bien común de la sociedad civil es aquello por lo que los hombres han
conformado la sociedad civil. Así, el fin o bien común de la sociedad política comprende
aquel conjunto de condiciones de la vida social con las que los hombres puedan conseguir
con más plenitud y facilidad su propia perfección. En este sentido, los hombres buscan
en la sociedad civil aquel conjunto de bienes útiles que no pueden obtener por sí solos o
en familia y que necesitan para poder realizarse íntegramente como personas, tanto a nivel
físico, como intelectual y moral. Por consiguiente, esos bienes que son fin de la sociedad
civil no sólo comprenden la defensa de los derechos y libertades individuales, familiares
y profesionales; sino también la suficiencia de medios y condiciones de acción que
ayuden a los individuos a un mejor cumplimiento de sus fines humanos que se concretan
en la realización integral de la persona humana en sus dimensiones física, moral e
intelectual.
En definitiva, la noción de bien común (Tomar 2007b) asume la realidad del bien
personal y la realidad del proyecto social en la medida en que las dos realidades forman
una unidad de convergencia: la sociedad civil o comunidad. El bien común es el bien de
la comunidad. El bien común no sólo se concentra en los bienes materiales como muchos
suponen, sino que también engloba otras riquezas de corte cultural, intelectual, moral y
espiritual. Estos bienes no son siempre adquiridos por la gestión gubernamental del
Estado; sino que éste debe garantizar, agilizar y facilitar su crecimiento, procurando ser
una institución de servicios y no de imposiciones, aunque en ciertos casos debe intervenir
directamente por causa del derecho que le confiere la ley.
2.2.
El amor humano
Después de abordar la cuestión sobre el origen de la sociabilidad humana y
constatar su carácter natural, comprobaremos cómo la sociabilidad natural del hombre
tiene en el amor de amistad o de persona su fundamento. Por el contrario, el amor de
dominio, el egoísmo e incluso el odio están en la base del individualismo, de la
64
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
indiferencia y de la violencia que son evidentes obstáculos de dicha sociabilidad y
destructores de la sociedad.
a) El amor y sus significados
En tanto que ser espiritual subsistente, la persona es un ser que se posee a sí mismo
y es dueño de sus actos. Ser persona quiere decir ser libre y consciente de sí, saber de sí
y disponer de sí. En realidad todas esas características están relacionadas, ya que para
disponer de sí es preciso ser libre y la libertad presupone el conocimiento y conduce al
autoconocimiento32. También se ha definido a la persona como un ser dotado de
intimidad, incomunicable (en cuanto que es él y no otro) y como un ser abierto, hecho
para la comunicación. En este último sentido se ha puesto de manifiesto que el "yo"
solamente se constituye en relación con el "tú". Pero, quizás, la característica que engloba
todas las demás es la capacidad de amar y de ser amado (Tomar 1993c). Así, numerosos
autores han caracterizado o definido a la persona como el único ser que puede amar y ser
amado. El amor es una exigencia ontológica y ética de la persona. Ahora bien, llegados a
este punto se nos plantea la ineludible tarea de responder a la pregunta ¿qué es el amor?
En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española encontramos la
siguiente definición del amor: "Sentimiento que mueve a desear que la realidad amada,
otra persona, un grupo humano o alguna cosa, alcance lo que se juzga su bien, a procurar
que ese deseo se cumpla y a gozar como bien propio el hecho de saberlo cumplido".
Aunque esta definición se corresponde con un tipo de amor (el de amistad), adolece de
un error de partida, pues identifica el amor con un sentimiento, cuando, como veremos,
el amor es propiamente la forma o acto de una facultad apetitiva o tendencial.
Si nos centramos simplemente en el uso del término y sus significados,
comprobamos que se usa el término "amor" para designar actividades, o el efecto de
actividades, muy diversas33. Así, el amor es visto, según los casos, como una inclinación,
como un afecto, un apetito, una pasión o aspiración; y también como una cualidad,
propiedad o relación. Por tanto, según su definición usual, el amor es una actividad
32
Para abundar en este particular, véase cap. I, parágrafo 1.2, punto b.
Se habla de muy diversas formas del amor: amor físico, o sexual; amor maternal, amor como amistad;
amor al mundo; amor a Dios... También abundan los intentos de clasificar y ordenar jerárquicamente las
diversas clases de amor. Así, por ejemplo, C. S. Lewis en su obra titulada Los cuatro amores (1991 [1960])
habla del "amor hacia lo subhumano" (como el amor a la Naturaleza, al paisaje, a la patria, etc.) que no es
propiamente un amor sino un "gusto por". Según este autor los amores son el afecto (que incluye el amor o
la afección por ciertos animales), la amistad, el eros y la caridad. Muchas de las distinciones propuestas
recomiendan el uso de varios términos ("agrado", "gusto", "afecto", "atracción", "deseo", "amistad",
"pasión", "caridad", etc.) pero persisten en agrupar sus significados bajo el concepto común de "amor".
33
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La persona humana
multiforme que puede provenir de múltiples sujetos (que aman o tienen amor), y que
puede referirse a múltiples objetos (que son amados o a los que se tiene amor): Dios se
ama a sí mismo y ama a todas las criaturas; el hombre se ama a sí mismo, y ama a los
seres superiores, a los iguales y a los inferiores a él; los animales irracionales aman a sus
congéneres, sus crías, sus alimentos, etc.; las plantas aman la luz y el agua... Centrándonos
en el caso de la persona, el amor vendría a ser la fuerza primordial de su espíritu dotado
de actividad volitiva: el amor sería una actitud de la voluntad, una fuerza afirmadora y
creadora de valores. Propiamente, el amor es una tendencia que mueve a desear el bien
de la realidad amada (otra persona, un grupo humano o alguna cosa), así como su posesión
o identificación con ella.
Esta multitud de significados complica extraordinariamente el intento de una
comprensión unitaria del término "amor", si bien, por otra parte, hace comprensibles hasta
cierto punto las diversas acepciones que se han dado acerca del amor, ya en su ámbito
metafísico y cósmico-metafísico, ya en el contexto de una relación personal.
Así, Empédocles, por ejemplo, fue el primer filósofo que utilizó la idea del amor
en sentido cósmico-metafísico, al considerar el amor, junto con la lucha o conflicto, como
principios de unión y separación, respectivamente, de los elementos que constituyen el
universo. Platón, por su parte, dedicó especial atención al tema del amor en sus diálogos
El banquete y Fedro, mezclando motivos metafísicos con otros humanos y personales34.
En casi todos los filósofos griegos hay referencias al tema del amor, ya sea como principio
de unión de los elementos naturales, ya como principio de relación entre seres humanos.
Pero, después de Platón, sólo en los pensadores platónicos y neoplatónicos es considerado
el amor como un concepto fundamental35.
Como síntesis de la concepción griega del amor, podríamos caracterizar esta
visión como un movimiento del amante (supuestamente imperfecto) hacia lo amado
(supuesta perfección, o belleza y bondad sumas). El amor sería, pues, aspiración a la
perfección. Sin embargo, tal y como comprobaremos más adelante, esta concepción
34
Para Platón, el amor en tanto que amor sensible (eros) puede transformarse en amor a la sabiduría, con
lo que se pasa de una forma terrenal de amor a otra divina. El amor culmina necesariamente en el deseo del
bien, pues el amor a lo particular y humano refleja una participación en la Idea de Belleza. Así, el amor a
las diversas bellezas mundanas (y el amor es inclinación a lo bello) conduce a la obtención del supremo o
puro conocimiento, y contemplación, de la Idea eterna de Belleza. Si el amor es inclinación a lo bello, los
amores a las cosas y seres humanos particulares no pueden ser sino reflejos o participaciones del amor a la
belleza absoluta, que es la Idea de lo Bello en sí. Por consiguiente, bajo la influencia del verdadero y puro
amor, el alma asciende hacia la contemplación de lo ideal y eterno, hacia el conocimiento puro y
desinteresado de la esencia de la Belleza.
35
Esta concepción del amor se reproduce en pensadores como Plutarco, Plotino y Porfirio, si bien en estos
dos últimos adquiere especial relevancia una concepción metafísico-religiosa del mismo.
66
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
griega del amor supone una visión parcial o incompleta, ya que el amor no es sólo una
apetencia del bien o aspiración a la perfección, sino también una comunicación de la
propia perfección o bondad.
Hoy en día, dentro de nuestro contexto cultural posmoderno, donde el
pensamiento está debilitado y la voluntad inhibida, en la mayoría de las ocasiones se
reduce el amor a un mero sentimiento. Conviene aclarar esta cuestión y comprobar que,
si bien existe un estado afectivo que acompaña al amor, éste no se reduce a un sentimiento
o emoción sino que, propiamente, el amor se inscribe en la vertiente tendencial de la
persona.
Como ya se adelantó al final del primer capítulo, en la persona existen tres
vertientes o dimensiones fundamentales: la cognoscitiva, la tendencial y la afectiva36.
Emociones, sentimientos y pasiones constituyen el conjunto de fenómenos afectivos37.
En los últimos años, sobre todo a partir de la publicación en 1995 de la obra de Daniel
Goleman Inteligencia emocional, el conocimiento y desarrollo de la vertiente afectiva ha
cobrado un gran interés y difusión. Se considera que el desarrollo integral del ser humano,
su consiguiente éxito personal y profesional, así como su adaptación social, dependen en
gran medida de un adecuado desarrollo, cuidado y fortalecimiento de los sentimientos y
emociones. Si bien ello es cierto, no debemos confundir o identificar entre sí las distintas
vertientes humanas. Como veremos, en su realidad y sentido propio, el amor es una
tendencia que mueve a desear el bien de la realidad amada (otra persona, un grupo
humano o alguna cosa), así como su posesión o identificación con ella. Evidentemente,
siendo el sentimiento la vivencia subjetiva que acompaña a todo acto de conocimiento y
36
Conocimiento, tendencias y afectividad confluyen en el obrar o comportamiento humano. Todas nuestras
acciones, incluidas las relaciones personales o intersubjetivas, se inscriben en el marco, armónico o no,
configurado por estas tres vertientes o dimensiones fundamentales de la persona. Evidentemente, por
carácter o temperamento, algunas personas tienden a ser más racionalistas y priorizan el elemento
cognoscitivo; otras se caracterizan por una gran fuerza de voluntad; y otras son más pasionales o afectivas
y se dejan llevar más por sus sentimientos o emociones. A pesar de ello, lo ideal es encontrar un adecuado
y justo equilibrio entre ambos aspectos: ni racionalismo frío y calculador, ni afectividad ciega o pasión
arrolladora.
37
Podemos definir el sentimiento como el aspecto puramente subjetivo de la vida psíquica, que consiste en
la impresión agradable o desagradable que produce en el sujeto que conoce o apetece, sin que por sí mismo
tenga relación con un objeto. El sentimiento se distingue del conocer y del apetecer, ya que estos se refieren
directamente al objeto y transmiten contenidos objetivos; en cambio el sentimiento indica solamente el
estado del sujeto. Una emoción sería un sentimiento intenso que provoca una reacción fisiológica u
orgánica; un fenómeno afectivo que desarticula las funciones de control e inhibición, provocando una cierta
conmoción en el psiquismo. En lo que se refiere al término pasión, designa en la psicología filosófica
antigua, medieval y moderna, cualquier tipo de emoción o sentimiento; mientras que en el lenguaje
ordinario y en la psicología contemporánea significa tendencia o impulso de gran intensidad que altera el
equilibrio de la vida psíquica. Así pues, junto con el tradicional carácter pasivo de la pasión como algo que
se sufre o se padece, también debemos destacar su carácter activo como motor que impulsa a la acción.
67
La persona humana
de tendencia, el amor también va acompañado de una vivencia subjetiva o sentimiento
amoroso. Comprobaremos que existen diferentes tipos de amor que suscitan diversos
sentimientos (positivos o negativos) y que al mismo tiempo se traducen en distintos tipos
de comportamiento o relación interpersonal. Por tanto, la distinción señalada no tiene
como objeto establecer una escisión o compartimentos estancos en el psiquismo humano,
sino que dicha distinción, si bien rechaza la identificación de los distintos niveles, se
orienta a una adecuada comprensión y justificación de su unidad.
Si nos centramos en la consideración metafísica del amor, en su propia realidad o
entidad, independientemente de nuestro conocimiento, comprobamos que, en sentido
propio, el amor es forma o acto de una facultad apetitiva o tendencial. Como distinguimos
tres tipos de apetito (natural, sensitivo e intelectivo), ello implica que también podamos
diferenciar tres clases de amor: el amor natural, el amor sensible o sensitivo y el amor
racional (también denominado volitivo o intelectivo) (Tomar 1993c: 287-340).
El apetito, propiamente dicho, debe implicar movimiento hacia algún objeto, pues
ad petere significa moverse hacia algún término. Pero el apetito natural no implica
movimiento alguno, sino que es algo estático y permanente, pues sólo supone una entidad
ordenada naturalmente hacia otra. De ahí que el apetito natural o innato sea un apetito
impropiamente dicho. Y, como el amor natural o innato se identifica con el apetito innato,
se sigue que este amor natural, que se da en todas las cosas como inclinación o gravitación
hacia lo que les conviene, es un amor impropio o metafórico, un amor impropiamente
dicho.
En los seres cognoscentes a este amor innato se añade el amor elícito (o
consiguiente al conocimiento), que es el movimiento hacia los objetos conocidos como
buenos o apetecibles. Así, en sentido estricto, el amor es un acto del apetito elícito, que
se refiere al bien presente o ausente simplemente considerado. Pero este amor, que es un
acto propio del apetito cognoscitivo, al igual que dicho apetito, se divide en sensitivo
(amor sensible) y en intelectivo o racional (amor volitivo): el amor sensitivo es un acto
del apetito sensitivo y constituye el amor propia y unívocamente dicho; el amor-volición
o amor volitivo, por su parte, es un acto del apetito intelectivo o de la voluntad y es amor
en sentido propio y analógico.
Por consiguiente, el amor en su definición real incluye dos significados: en sentido
propio, el amor es una pasión del apetito sensitivo, un acto que sigue a la forma del bien
aprehendida por los sentidos, y por el que se tiende a un bien concreto. Este amor sensitivo
es el amor en su significado propio y primario. Ahora bien, el amor no se limita al orden
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Lecciones de Antropología para la psicología clínica
sensible, y por eso hay que distinguir también un amor racional. Este amor racional o
volitivo es el amor propia y extensivamente dicho, y con él designamos una tendencia
que sigue a la forma de bien aprehendida por la razón. No obstante, tampoco debemos
olvidar que este amor racional o volitivo se divide en dos tipos que son análogos con
analogía de atribución: el amor de dominio (o de concupiscencia, o de cosa) y el amor de
amistad (o de comunión, o de persona).
b) Las causas del amor
Siendo el amor una tendencia, debe tener un origen y un término, por lo que se le
puede atribuir una causa por ambos extremos. Así, la causa por parte de su término es el
bien, mientras que la causa por parte de su origen es la semejanza. A esto hay que añadir
el conocimiento como la condición necesariamente requerida para que el bien ejerza su
causalidad propia. De esta manera, comprobamos que son tres las causas que pueden
asignarse al amor: el bien, el conocimiento y la semejanza (Manzanedo 1985).
El amor se refiere siempre al bien, pues la causa propia o adecuada del amor es el
bien en sí mismo, ya que éste es su objeto propio o adecuado. Pero, aunque el objeto
propio del amor sea el bien simplemente considerado o prescindiendo de sus diversos
aspectos (presencia, ausencia, etc.), el bien sólo es objeto del apetito sensitivo o
intelectivo en cuanto conocido. El amor exige siempre algún conocimiento (directo o
indirecto, perfecto o imperfecto) del bien amado. En definitiva, el bien es la causa objetiva
del amor en su acepción más amplia, pues actúa como causa final: el amor siempre se
dirige a un bien, ya que el bien es el objeto per se del amor38. Por eso el objeto propio del
amor es lo bueno considerado como tal: presente o ausente, real o sólo aparente en nuestra
aprehensión.
Así, si todo agente obra por algún fin y para cada cosa el fin es el bien deseado y
amado, entonces resulta que todos los agentes obran siempre por amor a algún bien. Y
debemos entender dicho amor universalmente, de modo que incluya el amor racional, el
sensitivo y el natural. Además, el bien puede ser fin para un agente y, por consiguiente,
objeto de amor de dos maneras: en cuanto tiende a adquirirlo, y en este sentido dice
Aristóteles, al principio de su Ética a Nicómaco, que bueno es lo que a todos apetece (I,
38
Si amar es querer algún bien para alguien, entonces es propio del acto de amar el tener dos términos: el
bien amado y el sujeto para el que se quiere ese bien. Como después analizaremos, lo que queremos para
otro lo queremos únicamente como término medio ("per accidens") y lo amamos con amor de dominio,
mientras que el sujeto para el que queremos el bien es amado como término final y por sí mismo ("per se")
con amor de amistad o de benevolencia.
69
La persona humana
1, 1094a); y también en cuanto tiende a comunicarlo, y éste es el sentido de: el bien es de
suyo difusivo. En consecuencia, el bien y la perfección son el motivo y objeto del amor,
pero no sólo en el sentido de que todo ser tiene la inclinación natural a adquirir o
conservar el propio bien, sino que la bondad o perfección de un sujeto puede ser también
para él su razón de amar en cuanto que la persona tiende a difundir su propio bien o
perfección.
Por otra parte, el amor puede definirse como una relación unitiva: el amor es una
unión; y está precedido, constituido y seguido por una unión o presencia de lo amado en
el amante. Lo precede porque el amor se funda en la unión, ya sea sustancial (en el amor
de sí mismo), o bien de semejanza (en el amor de otro). Lo constituye, porque el amor es
precisamente una unión afectiva, una sintonía de afectos. Y finalmente, lo sigue, porque
el amor lleva a la unión real del amante y lo amado. De este modo, la unión implica
respecto del amor una triple relación:
La unión de semejanza como causa de amor. El primer tipo de unión requerido
por el amor, y que es causa (eficiente) del mismo, es unión substancial o numérica
en el amor que uno se tiene a sí mismo; y es tan sólo específica, genérica o incluso
analógica en el amor que uno tiene a otro al que dice alguna semejanza.
Tradicionalmente se han distinguido tres causas del amor: el bien, el conocimiento
del bien y la semejanza del mismo. Como hemos visto, el bien actúa como causa
final y el conocimiento como condición sine qua non de esta causa. La semejanza
en el bien es una causa eficiente del amor: es causa del amor atendiendo a su
origen.
Ahora bien, existen dos clases de semejanza: una perfecta o en acto (que se da
cuando dos sujetos convienen en acto en la misma forma), y otra imperfecta o en
potencia (que se establece entre un ser en potencia y un ser en acto; es decir, la
que se da cuando un sujeto tiene una forma y el otro no la tiene, pero aspira a
tenerla y está capacitado para recibirla). Estos dos tipos de semejanza entre los
seres dan lugar a dos clases de amor. Así, como veremos más adelante, la
semejanza que se establece entre dos seres que tienen en acto una misma
perfección causa amor de amistad; mientras que la semejanza existente entre un
ser que tiene en potencia y según cierta inclinación lo que el otro tiene en acto da
lugar a un amor de dominio o de concupiscencia (o por lo menos a una amistad
utilitaria o de placer). De este modo, pues, se dan dos clases de amor: el que se
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Lecciones de Antropología para la psicología clínica
funda en el acto, es decir, el que une a dos seres perfectos en su orden; y el amor
basado en la indigencia o imperfección.
La unión afectiva, constitutiva del amor. Si, como hemos analizado, la unión por
semejanza es causa del amor, la unión afectiva, intencional, es constitutiva del
amor, pues formalmente es el mismo amor. Por esta unión, que constituye
esencialmente el amor y que es la unión según la coaptación afectiva, el amante
está en el amado y éste en aquel, pues el amor hace que el amante sea, por el
afecto, la cosa misma amada.
Si antes el objeto y el sujeto se habían hecho uno en el acto de conocimiento,
ahora, por el amor, el amante y lo amado se hacen uno de un nuevo modo. Sin
embargo, esta relación por la que el amado está presente intencionalmente en el
sujeto como razón de obrar, como forma de su actividad, provoca en éste un
movimiento que no concluirá ya hasta cerrarse el círculo, hasta que descanse en
la unión real con él en su ser físico.
La unión real, efecto del amor. Por consiguiente, a la unión meramente afectiva,
que se identifica formalmente con el amor y constituye su esencia, le sigue una
tercera clase de unión: la unión efectiva o real, en la que lo amado se hace presente
o es poseído por el amante. Esta unión real o unión actual que ha de tener el amante
con lo amado es la única que aquieta definitivamente el apetito y es según la
conveniencia del amor: convivir, conversar, conocerse íntimamente, unirse con el
amigo en comunión de vida.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que la unión real a que el amante aspira con
el objeto de su amor es diversa, según que este amor sea de dominio o de amistad:
por el primero busca gozar de la plena posesión o dominio de su bien; por el
segundo busca unirse con su amigo en una comunión de vida, en una participación
de la vida personal. En todo caso, propiamente hablando, esta tercera unión es un
efecto del amor y, por tanto, una realidad consecuente y no constitutiva del mismo.
c) El amor de dominio (o de cosa) y el amor de amistad (o de persona)
El amor de dominio (o de cosa o de concupiscencia) y el amor de amistad (o de
persona o de benevolencia) son las dos especies del amor humano. Ambas pertenecen al
amor racional, por ser las dos formas con que éste se presenta (Tomar 1993c: 305-314;
Tomar 2004b). No obstante, debemos aclarar que, aunque también se designe con el
término "concupiscencia" al amor de dominio, éste no pertenece al apetito concupiscible,
71
La persona humana
no es una pasión, sino un acto de la voluntad. Por otra parte, el vocablo "concupiscencia",
ni referido al amor ni al apetito, tiene el sentido moral de desorden producido por no estar
sujeto a la racionalidad, sino que se le da este nombre para indicar su impulso hacia las
cosas o bienes no personales, pues la misma palabra tiene su origen en la latina cupiditas,
que significa deseo39.
El amor de amistad o de benevolencia es aquel al que se refiere la definición de
Aristóteles de su Retórica: "amar es querer para alguien aquello que se cree bueno, pero
no por sí mismo, sino por ese otro" (II, 4, 1380 b 35). Tomás de Aquino, que asume dicha
definición, afirma que se da amor de benevolencia o de amistad "cuando de tal manera
amamos a alguien que queremos para él un bien". Por el contrario, se da amor de dominio
o de concupiscencia: "Si para lo amado no queremos su bien, sino que apetecemos su bien
en orden a nosotros, como decimos que nos gusta el vino o el caballo" (Suma Teológica,
II-II, q. 23, a. 1).
Anteriormente ya habíamos aludido a estos dos tipos de amor (amor de dominio
y amor de amistad). Así, al tratar la unión de semejanza como causa de amor y establecer
dos clases de semejanza, perfecta e imperfecta, advertimos que la primera es causa del
amor de amistad o de persona, y la segunda, del amor de dominio o de cosa. El amor de
amistad se funda en la semejanza que se da entre dos seres en acto, ninguno de los cuales
busca adquirir algo por medio del amor. El amor de dominio, en cambio, se funda en la
semejanza que se da entre un ser en potencia y un ser en acto.
También hemos advertido que la unión afectiva o constitutiva del amor, y la unión
real o actual que es efecto del mismo, se dan de diverso modo según se trate del amor de
dominio o del amor de amistad. En el amor de amistad, el amante desea y se goza en el
bien del amado, no por algún provecho o deleite que espere conseguir de esta amistad,
sino por la afectuosa complacencia que siente interiormente por su amigo, y que le hace
considerar sus bienes, sus males y su voluntad como propios. En cambio, en la unión
afectiva que se da en el amor de dominio, el amante busca y se goza en la posesión de la
cosa amada, posesión que pretende sea lo más completa posible. Por otra parte, también
39
El término latino concupiscere significa desear, pero en el lenguaje posterior adquirió una connotación
de desorden. Sin embargo, "concupiscencia" de suyo designa el deseo de cosas para uno. En sí mismo el
nombre no implica desorden, sino unas exigencias de un ente, que es finito, pero que está aspirando a
plenitudes en todos los órdenes. Después, el mismo nombre significó algo que sugiere inmediatamente
desorden y egoísmo, el no querer más que para uno, quererlo al margen de la perfección moral y
anteponiendo el propio deleite, etc. Pero no es con este último sentido con el que aquí lo hemos utilizado.
No obstante, a fin de evitar confusiones, en nuestra exposición utilizaremos los nombres de amor de
dominio y amor de amistad.
72
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
es diferente la unión real a la que el amante aspira con el objeto de su amor, según que
este amor sea de dominio o de amistad. Por el primero, busca gozar de la plena posesión
o dominio de su bien; mientras que por el segundo, busca unirse con su amigo en
comunión de vida.
Además, si amar es querer algún bien para alguien (Aristóteles, Retórica, II, 4;
Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 26, a. 4), entonces el movimiento del amor
tiende a un doble término: el bien que se quiere para alguien, o sea, el bien que es fin
(finis qui amatur), y la persona para la cual se quiere este bien (finis cui amatur). Lo que
queremos para otro lo queremos únicamente como término medio (per accidens),
mientras que el sujeto para el que queremos el bien es amado como término final y por sí
mismo (per se). Al primero se le ama con amor de dominio que es un amor en el que lo
amado no lo es directamente, sino por otro (amor secundum quid); mientras que al
segundo le corresponde un amor de amistad que es el amor propiamente dicho, ya que en
él el objeto de amor lo es por sí mismo.
El amor de dominio y el amor de amistad no son dos especies de un mismo género
lógico, sino que existe entre ellos un orden de prioridad y posterioridad en virtud de su
analogía (de atribución). El amor propiamente dicho es el amor de comunión, el amor de
amistad, que busca al amigo no por el propio provecho o interés egoísta, sino por sí
mismo, por su propia dignidad y virtud. El amor de dominio, en cambio, no es amor en
sentido propio y primario, sino sólo secundariamente y en cierto sentido. De esta
diferencia esencial entre estas dos clases de amor se desprende que el amor de amistad es
superior al amor de dominio. Por consiguiente, el amor de dominio es el menos perfecto:
se ama una cosa, no en sí misma (per se), sino impropiamente y por relación a otra cosa.
El amor de amistad es el más perfecto, ya que con él se ama verdadera y propiamente un
bien por sí mismo o como término último, sin referirlo a otra cosa.
Por otra parte, si el amor de dominio es el amor que posee un ser que tiene un
valor adjetivo, y el amor de amistad es el amor que merece un ser que posee un valor
substantivo, resulta que sólo la persona merece ser amada de por sí con este amor
propiamente dicho que es amor de amistad, ya que sólo la persona posee un valor
substantivo, es un fin para sí y, por consiguiente, sólo ella puede y debe ser amada por sí
misma. De aquí se sigue que el amor tiene un orden o norma objetivos: a las personas se
las ama por sí mismas (como se ama por sí mismo el fin objetivo), y a las cosas se las
ama en orden a las personas (como se ama a los medios por el fin, y al fin subjetivo por
73
La persona humana
el fin objetivo). Así, la división del bien en fin y medios sirve de fundamento para esta
división del amor en amor de amistad o de persona y amor de dominio o de cosa.
Por tanto, la diferencia radical de nuestra relación con las personas respecto de
nuestra relación con las cosas se puede expresar también diciendo que nuestro amor a las
personas es esencialmente diferente de nuestro amor a las cosas. Las cosas en realidad,
en sentido propio, no las amamos, sino que las apreciamos en la medida en que nos sirven.
Cuando decimos que amamos una cosa, significamos que participa en nuestro ánimo del
amor que tenemos a una persona o que nos tenemos a nosotros mismos. Esto nos confirma
en la idea de que el amor propiamente dicho sólo es posible con respecto a las personas y
que únicamente se refiere a las cosas en la medida en que éstas son consideradas en su
relación con las personas.
También la manifestación práctica de nuestro amor por las personas es esencial y
existencialmente diversa de la expresión concreta del aprecio que sentimos por las cosas.
Las cosas nos ocupan. Las personas nos preocupan. Las cosas las estudiamos, las
conservamos en buen estado, las reparamos, las perfeccionamos. A las personas las
escuchamos, las acompañamos en sus penas y alegrías, las animamos, las ayudamos con
nuestro consejo o nuestra colaboración, nos sacrificamos por ellas, buscamos, en
definitiva, su felicidad.
Así pues, se ama a las personas por sí mismas, por el valor que tienen en sí, y éste
es el amor de amistad o de persona. Pero a las cosas se las ama en orden a alguna persona
(que puede ser el mismo sujeto que ama u otra persona), y éste es el amor de dominio. Es
obvio que el amor de persona es amor en sentido más pleno y perfecto que el amor de
dominio o de cosa, pues el primero se dirige a un término más noble y elevado que es
valorado por sí mismo; mientras que el segundo se orienta a un término menos noble que
no es estimado por sí mismo, sino en orden a otro. Además, desde otro punto de vista, el
amor de persona o de amistad es también más perfecto porque procede de una fuente más
perfecta: la inclinación a comunicar nuestros bienes; mientras que el amor de cosa tiene
su origen en la inclinación a adquirir lo que nos falta.
De esta manera, el amor de dominio no desordenado, si bien no es ilícito, e incluso
puede decirse que es algo exigido por la persona, no es perfeccionante del sujeto. Esta
intrínseca y profunda aspiración de la persona a la perfección y a la felicidad, por la que
se quiere lo bueno para sí mismo, debe transcenderse, para no ser desordenada, con el
querer lo bueno para los demás. Es decir, este amor de dominio o de cosa debe
transcenderse en amor de persona o de amistad ya que, además de que solo es infructuoso
74
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
o estéril, si se permanece en él se convierte en concupiscencia desordenada. Si sólo se
tiene amor de dominio y no se posee además el amor de benevolencia o de amistad,
entonces no se sigue el orden que reclama la persona, es decir, no se vive el modo de
amor que es propio del ente personal. La persona, por su propia naturaleza, requiere,
además del amor de dominio, el amor de amistad, el querer un bien para otro: ese amor
de entrega y desprendimiento, completamente desinteresado, en el que sólo se busca el
bien de lo amado. En este sentido, el amor es el don por excelencia, algo que se da sin
buscar retribución alguna.
El amor de amistad es un amor personal, es el amor que merecen las personas por
sí mismas. No se trata de un amor interesado, ya que en él únicamente se busca el bien de
lo amado. Éste no es considerado como un medio, sino que aparece como un fin del
mismo sujeto, que es buscado por su propio valor. Y precisamente por este
desprendimiento de sí mismo, el sujeto de este amor se perfecciona y encuentra la
felicidad, aunque paradójicamente no haya buscado ni la propia perfección ni ser feliz.
Este buscar el bien del otro, que es el constitutivo esencial del amor de persona o de
amistad, significa el enriquecimiento de una persona por lo que hay de más valioso en el
mundo, y que no es sino otra persona. No obstante, también es posible tener amor de
dominio a las personas, a pesar de que éstas únicamente deben ser objeto de amor de
amistad. Sin embargo, entonces se deforma la realidad, ya que se considera a la persona
como una cosa y se la equipara al resto de los seres.
Es importante destacar que el amor de dominio y el amor de amistad son fuente o
causa de muy diferentes comportamientos intersubjetivos. Además, mientras que el amor
de amistad va acompañado de sentimientos positivos que conducen a una auténtica
convivencia o relación interpersonal; el amor de dominio aplicado a lo humano va
acompañado de sentimientos egoístas en el marco de un comportamiento social
esencialmente utilitarista.
d) La amistad
La amistad es un amor de amistad o de benevolencia, en el que además se da una
unión afectiva y una reciprocidad: la amistad es amor mutuo. La benevolencia, que
literalmente significa "querer bien" es el principio de la amistad; y por eso "el amor de
amistad" se llama también "amor de benevolencia". Pero no es lo mismo "amor de
benevolencia" que "benevolencia". Puede darse benevolencia sin amor, porque éste
comporta una cierta unión de afecto del amante al amado, por cuanto el amante estima al
75
La persona humana
amado en cierta manera como unido a sí; mientras que la mera benevolencia es un sencillo
acto de la voluntad por el cual queremos bien a alguien, aun sin presuponer tal unión de
afecto hacia él.
La amistad tiene para el hombre un atractivo innato y una dulzura connatural, ya
que es exigida por la misma condición del ser humano que es naturalmente social y nacido
para la convivencia (Aristóteles, Ética a Eudemo, I, 5 y IX, 9; Magna Moralia, II, 11;
Política, II, 1-2). Entre las propiedades de la amistad, la mayoría de los autores han
destacado su necesidad, su connaturalidad y su gran valor (Tomar 1996a). Así, la amistad
es una exigencia de nuestra propia naturaleza humana. La persona es un ser que siente la
necesidad de relacionarse con los otros hombres, de mantener con ellos relaciones
interpersonales. De este modo, la sociedad es una exigencia de la persona no sólo en razón
de sus necesidades materiales y espirituales, que no podría satisfacer en soledad, sino,
más profundamente, en razón de su propia perfección y plenitud, que se comunica y
expande en la mutua comprensión y amistad. El ser humano no está hecho para la soledad,
ni tampoco para únicamente convivir con los demás o ser-con-otro, sino para ser-paraotro, para ser amigo de los demás. Si la situación humana es la de ser-con-otro, entonces
la persona únicamente "coexiste" con sus prójimos, que siente muy lejanos, como mera
"contigüidad física", y no hay verdadera comunicación. Sin amistad no hay verdadera
comunicación; no hay convivencia porque no hay relación auténtica entre el "yo" y el
"tú".
Debemos distinguir específicamente entre el amor de amistad (es decir, el amor
que aspira a la amistad) y la amistad misma que este amor aspira a conseguir, y que
constituye una segunda fase o momento del amor.
Para la verdadera amistad no basta un amor cualquiera, sino el amor que es con
benevolencia, es decir, el amor de amistad. No todo amor dice razón de amistad, sino el
amor que es con benevolencia: cuando amamos a otro de tal modo que le queremos bien.
El querer un bien para otra persona forma parte de la esencia de la amistad, pero no la
constituye totalmente. Además, la amistad supone la correspondencia del amor40.
Podemos definir la amistad como el amor recíproco entre dos personas, el amor
interpersonal. El amor de amistad para convertirse en amistad, propiamente dicha, tiene
40
El carácter recíproco de la amistad se encuentra ya en la filosofía griega. Así, la philía implica siempre y
esencialmente amor recíproco: amar y ser amado. De ahí que el Sócrates del Lisis de Platón concluya su
indagación afirmando que sólo podemos ser amigos de quienes nos devuelven el amor e insista en la
necesidad de que el verdadero amante sea correspondido por el amado, naciendo así un afecto espiritual
entre ambos.
76
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
que ser bilateral, porque la amistad es esencialmente amor mutuo. La amistad no
solamente implica el amor de benevolencia en sentido único, sino que requiere, además,
su reciprocidad, que las dos personas se quieran entre sí. No basta que sólo ame una de
ellas, ni que la otra se contente con dejarse querer. Siempre se precisa la correspondencia,
aunque el grado de amor entre ambas personas no sea exactamente el mismo. En
definitiva, la amistad, estrictamente considerada, es un hábito o una disposición habitual
a amar a otra persona y a sentirse amada por ella.
Además de las propiedades de benevolencia y reciprocidad, para que el amor
racional sea de amistad debe poseer una tercera cualidad esencial: la unión afectuosa. La
benevolencia recíproca no basta para la amistad, se requiere también una unión o
comunión afectiva (implícita o ya contenida en el amor de amistad). Es necesario
distinguir esta unión afectiva, que es la tercera condición de la amistad, de las otras dos
uniones que, tal y como ya hemos constatado, también se dan en el amor de amistad,
como su causa y como uno de sus efectos, y que en algunas ocasiones se han confundido
con ella.
En la amistad además de la unión que la origina, se da también una unión
afectuosa, una "unión por coaptación de afectos", que "es esencialmente el mismo amor",
es decir, que es constitutiva del amor. Si el amigo, por querer el bien del otro como propio,
motivado por la primera unión, es "sentido" como "otro yo", entonces está unido
afectivamente con él. Puede decirse, por consiguiente, que el sujeto de la amistad no se
ordena al objeto como a otro distinto de sí, sino como a sí mismo totalmente.
Afectivamente la persona se transforma en el amigo, aunque real y efectivamente
continúa conservando su propio ser. La amistad supone una profunda unidad e
identificación en la que el amigo llega a ser un alter ego, "otro yo".
Sobre este aspecto de la amistad —que también se encuentra descrito, casi con
idénticas palabras, en Aristóteles y en Cicerón (Diálogo sobre la amistad, XXI, 81; XXV,
92)—, insistió muchas veces San Agustín. En sus Confesiones considera que en la amistad
el propio yo es otro él, pues al referir la muerte de un amigo de la infancia, escribe: "...
más me maravillaba aún de que habiendo muerto él, viviera yo que era otro él" (IV, 6, 11:
PL. 32, col. 69). Añade, citando a Horacio, que "bien dijo uno de su amigo que era la
mitad de su alma" (Odas, 1, 3, vv. 5-8). También, aludiendo a Ovidio, declara: "... yo
sentí que mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos" (Tristes, IV, 4, 72).
Refiriéndose a sus amigos de Cartago dice que "... de muchas almas se hacía una sola"
(Confesiones, IV, 8, 13: PL. 32, col. 698). Igualmente en una carta al obispo Severo
77
La persona humana
escribe: "A mí cuando me alaba un sincero y grande amigo de mi alma, me parece como
si me alabara yo a mí mismo. Y siendo tú como otra alma mía, o mejor, siendo una tu
alma y la mía..." (Cartas, epist. CX, 4: PL. 33, col. 420). En otra carta a San Jerónimo,
hablando de su amigo Alipio, comenta: "Quien nos conozca a ambos diría que somos dos,
más que por el alma, por sólo el cuerpo, tales son nuestra concordia y fiel amistad"
(Cartas, epist. XXVIII, 1: PL. 33, col. 111-112). Y parecidas expresiones se encuentran
en otros muchos textos.
Este carácter marcadamente desinteresado del amor implica que sea el don por
excelencia: un don es algo que se da sin buscar retribución alguna, pues el concepto de
don entraña la gratuidad de la entrega. Pero, como la razón de toda gratuidad es el amor,
resulta que es manifiesto que el amor dice razón de primer don. En consecuencia, la
amistad, como don recíproco y libre, no es posesión sino donación. Además, la amistad
afecta a lo más nuclear e íntimo del ser personal de los amigos; por ello hay que situarla
en el orden del ser y no en el del tener. De ahí que propiamente no "se tiene un amigo",
sino que "se es amigo", ya que tan sólo en el dar se justifica el poseer.
Además de la unión afectiva que acabamos de analizar, en la amistad se da una
tercera unión que es de un orden distinto al de la unión afectuosa, concomitante a la misma
por constituirla, y también al de la unión fundante, que le precede. Esta tercera unidad es
un efecto de la amistad, y, por tanto, una realidad consecuente y no constitutiva de la
misma. Esta unión efectiva y real, manifestación y expresión de la amistad, no es como
la primera, una comunicación, en el sentido de semejanza, sino una comunicación que es
una participación o una donación al otro de lo más espontáneo e íntimo: la vida.
El amor pide la convivencia y esta convivencia es, ante todo, lo más propio de la
amistad. Es propio de los amigos convivir. La amistad propiamente dicha se funda en la
comunión de vida, y esta vida que quieren comunicar los amigos no es otra que la vida
personal de cada uno. La amistad busca el diálogo, la convivencia, la compenetración con
el amigo en aquello que constituye la razón de ser de su vida.
La comunicación de vida es un poner la vida en un común vivir, en una vida
común. Esta convivencia no es la compartición de la vida sensible o animal: Aristóteles
explicaba que la comunión de vida humana "no tiene analogía con la de los animales, la
cual no consiste más que en compartir los mismos pastos" (Ética a Nicómaco, IX, 1170
b 12); tampoco es la simple comunidad en la vida humana, universalmente entendida. La
vida que se comunica en la amistad es la vida personal, la propiamente humana. Por ello,
en la donación recíproca amistosa los amigos se intercambian sus pensamientos,
78
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
voluntades y afectos, que pertenecen a la propia intimidad personal y son sus mejores
bienes.
En la amistad, sin embargo, no es necesaria esta comunicación real, lo que se
requiere es la tendencia a esta comunicación actual, efectiva con el amigo, sin que sea
preciso que se alcance el fin. Por tanto, por no ser un constitutivo de la amistad, sino sólo
uno de sus efectos, la comunicación de la vida personal entre los amigos no siempre se
da realmente. No obstante, aunque esta comunicación interamistosa sea efecto de la
amistad, contribuye eficazmente a la consolidación de la misma e incluso con su ejercicio
se ve incrementada, porque permite el descubrimiento de nuevos valores que aporta cada
amigo.
En definitiva, la amistad admite grados y, por ello, no siempre esta convivencia
alcanza la perfección y se consigue la compenetración con el amigo. Sin embargo, esta
comunicación de vida se desea y se busca. Es imposible la amistad sin que de ella
aparezca el deseo de la comunicación. Amigos que no tuviesen ninguna necesidad de
saber uno del otro, de hablarse nunca, de escribirse, de verse, etc., no serían
auténticamente amigos.
Para que exista amistad tienen que estar las dos vidas de los que se aman
unificadas afectivamente y tendiendo a unificarse entitativamente en la proximidad, en el
coloquio, o en la convivencia personal. En la amistad es necesaria esta comunicación, o
por lo menos la tendencia a la misma. Por ello afirma Aristóteles que muchas amistades
las disuelve la falta de trato, es decir, el no frecuentarse con el amigo o no conversar con
él (Ética a Nicómaco, VIII, 5, 1157 b 13).
Con la amistad las alegrías son mayores y las desgracias menores o más
llevaderas. La sabiduría de la tradición clásica, como se ha podido ver, contiene grandes
enseñanzas sobre la amistad. Necesitamos de los amigos en la prosperidad para compartir
juntos las alegrías y favorecerlos, pues la misma posesión del bien no es agradable sin
ningún amigo copartícipe (Séneca, Epístolas morales a Lucilio, 6, 4; 9, 5-16; y 19). En
las desgracias nos son necesarios para la ayuda y el consuelo. Además de desinteresada,
la amistad es fiel y permanente, pues se conserva en todas las circunstancias, ya sean
favorables o adversas. El amigo acogerá favorablemente nuestros secretos, compartiendo
nuestras alegrías y nuestros pesares. Sus palabras nos ayudarán en nuestras decisiones, y
nos animarán en nuestras acciones. Su mera presencia nos reconfortará. En la amistad hay
verdadera sinceridad; todo es veraz y voluntario, nada falso ni forzado.
79
La persona humana
Siendo esta convivencia o comunicación de vida lo más característico y expresivo
de la verdadera amistad, normalmente el número de los amigos debe ser pequeño, pues
no debe superar el número de las personas con las que podemos convivir habitualmente.
Por ello podemos tener muchos conocidos, pero pocos verdaderos amigos, pues, como
muy acertadamente afirmó Aristóteles: "Quien tiene muchos amigos en realidad no tiene
ninguno" (Ética a Eudemo, VII, 12, 1245 b; ver también Ética a Nicómaco, IX, 10 y
Magna Moralia, II, 16; de Cicerón, Diálogo sobre la amistad, VI, 20; de Séneca, De
beneficiis, VI, 25 y 45 y Epístolas morales a Lucilio, 9, 9 y 20, 7).
3.
La persona como ser de encuentro
3.1.
Amor y relación interpersonal
Hemos comprobado cómo la radical imperfección de la persona humana, en virtud
de la cual no se basta a sí misma ni en el orden substancial, ni en el orden operativo, ni
en el orden final, exige que el hombre no pueda permanecer encerrado en sí mismo, sino
que está constitutivamente abierto a otros seres: a cosas que utiliza, a personas con las
que convive y que ama.
La perfección del hombre, de la persona, no tan sólo depende del uso de las cosas
sino del trato con otras personas, porque no es tan sólo un sujeto correlativo de un objeto,
sino un yo correlativo de un tú. Así pues, las relaciones interpersonales son fundamentales
para el hombre. Pero, dentro de estas relaciones interpersonales, el amor y la amistad
tienen una importancia extraordinaria no sólo para lograr esta propia promoción y
perfección de la persona, sino también para difundir la que posee. Se advierte así que la
misma naturaleza humana reclama la amistad, o, con otras palabras, que los seres no están
hechos para la soledad.
Por consiguiente, por la propia perfección de su ser, la persona necesita
expansionarse o comunicarse en el más alto grado posible para ella, y puede hacerlo en
el amor de amistad entre dos personas. Además, con la comunicación personal que sigue
a la amistad se ve incrementado el descubrimiento o conocimiento de sí mismo.
En la superación de la soledad por la amistad, aparece otra ventaja de carácter
social consistente en el descubrimiento de las otras personas en cuanto tales, de unos
sujetos diferentes al propio yo, pero que experimentan nuestros mismos afanes y sienten
parecidos ideales. No sólo se nos manifiesta la persona, sino también su valor, porque se
advierte que sólo la persona merece por este valor ser amada con amor de amistad. Se nos
80
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
muestra que la persona vale tanto, que es digna de que otra persona se le una con unión
afectiva, y en virtud de la cual la mire y trate como a sí y quiera bienes para ella como los
querría para sí.
Igualmente, a partir del hecho de que toda persona, por su propia condición
personal, merezca ser amada únicamente con este amor, se patentiza la diferencia esencial
entre la persona, racional y libre, y los otros seres, irracionales y sin libertad. Todas las
personas son así, de modo que el no realizarse en ellas o el que no alcancen a tener
realmente convivencia personal, supone una carencia de perfección moral, la falta de un
modo de obrar, que debe seguir al ser del ente personal.
A menudo se concibe el amor como una aspiración a ser comprendido, apreciado,
acogido y, por tanto, a ser amado. Sin embargo, la tendencia al amor también implica
necesariamente la difusión, el derramarse, el dar. Tan necesario es para la persona el
recibir el amor como comunicarlo. Incluso puede afirmarse que la vertiente de donación
del amor es generalmente previa a la de recibir.
A partir de todo lo ya anteriormente explicitado podemos entender que, en sentido
propio o estricto, una relación interpersonal auténtica es aquella que se establece como
recíproca donación, y siempre tiene en el amor su causa y fundamento. El amor es fuente
y origen de la relación interpersonal, su constitutivo primero y más radical (Tomar
1996b). Veamos esto con más detalle.
En primer lugar, la relación interpersonal auténtica se presenta como el marco
privilegiado de la experiencia ética y metafísica.
Por una parte, la relación interpersonal se nos manifiesta como el lugar
privilegiado en que se constituye nuestro horizonte de sentido y nuestra jerarquía de
valores, que luego orientarán toda nuestra relación con las cosas. El valor relativo de las
cosas depende precisamente de su referencia a las personas y su verdadero sentido lo
adquieren cuando participan de la existencia interpersonal. El mundo de las cosas
alcanzará sólo su verdadera realidad al ser asumido en la relación interpersonal. Además,
en la relación interpersonal se nos abre, junto con el horizonte de sentido y el mundo de
los valores, el campo de lo ético: Nuestra relación con las personas tiene un carácter ético
que no tiene nuestra relación con las cosas. La bondad o malicia en sentido moral suponen
una relación a las personas. Con las cosas, en cuanto tales, no podemos ser ni buenos ni
malos en sentido propio, pues nuestra relación respecto a ellas no es ética sino utilitaria o
pragmática. En cambio, en la auténtica relación interpersonal, a la experiencia de la cosa
81
La persona humana
corresponde el mutuo reconocimiento y afirmación y la intercomunicación amorosa; y a
su uso, la realización de una existencia común, es decir, la vida en comunión.
Por otra parte, la relación interpersonal también es un ámbito privilegiado de la
experiencia metafísica: en la metafísica de la persona tomista la relación no es constitutiva
de la persona, sino que ésta es su fundamento. En ninguna relación se da la constitución
del ser personal. Por el contrario, las relaciones interpersonales se dan precisamente
porque sus sujetos son seres personales, que se reconocen como tales y, por tanto, con la
aptitud para entrar en comunicación. Y es en este sentido en el que cabe entender la
afirmación de que el contexto ontológico del hombre es primordialmente interpersonal.
Una segunda característica fundamental es que la relación interpersonal es una
experiencia de reciprocidad. En el encuentro todo lo que nosotros aportamos (amor,
fidelidad, confianza, respeto, ayuda, etc.), lo esperamos también del otro. Hasta tal punto
es esencial la reciprocidad que, si uno de los miembros de la relación no aporta nada al
encuentro, la relación no llega a ser real, es decir, no existe como relación inter-personal.
La reciprocidad debe darse en lo esencial, por lo que es posible una gran diversidad en el
modo como uno y otro realizan el encuentro, es decir, en la cualidad y en la intensidad de
lo que cada uno aporta.
En tercer lugar, la persona no puede ser concebida como un simple objeto de
conocimiento práctico o científico al que se accede por la mera inteligencia, sino que el
auténtico conocimiento de la persona sólo se alcanza satisfactoriamente en el marco de la
unión interpersonal. En la relación interpersonal conocemos en la medida en que amamos,
pues no es un encuentro en el nivel de las facultades, sino que se trata de una relación de
ser a ser, es decir, de un encuentro que sólo puede realizarse en aquel nivel en que conocer
al otro significa también reconocerlo, abrirse a él, tomar posición frente a él; y en que
amar al otro no es un acto secundario, no es un apetecer el bien previamente conocido por
el entendimiento, sino que es el aspecto volitivo de la misma apertura originaria de
nuestro ser al ser del otro.
Así pues, sólo una apertura personal que sea conocimiento y amor al mismo
tiempo (y que, por tanto, no contraponga, sino que una) puede conocer al tú en la
comunión, al mismo tiempo que se le revela al yo la realidad más profunda de sí mismo.
En la relación interpersonal toda verdadera manifestación es también realización,
realización de uno mismo y realización del otro, o mejor, realización de cada uno de ellos
en el otro.
82
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
En la comunión compruebo también que a mayor presencia del otro a mí y mía al
otro corresponde mayor presencia auténtica de cada uno de los dos con respecto a sí
mismo. Cuanto más se abre el yo al tú, cuanto más lo acoge y más se entrega a él, tanto
más se hace accesible a sí mismo y más descubre el sentido de la profundidad ontológica.
Interioridad y exterioridad, conocimiento de sí mismo y conocimiento del otro,
poseerse y darse, son sólo tres aspectos de una única realidad: la relación interpersonal,
que es una intercomunicación que es al mismo tiempo amor. Por consiguiente, todo lo
anteriormente expuesto nos lleva a considerar el amor como fuente y origen de la relación
interpersonal, como su constitutivo primero y más radical.
Si la convivencia es auténticamente interpersonal, si incluye el respeto de la
libertad del otro, procede del amor. El amor es necesario por ambas partes. Bajo el
impulso del amor, la relación interpersonal se nos presenta como tarea que debemos
realizar en común. Pero es tarea que presupone la donación. No tiene la frialdad del deber
que ha de ser cumplido como obediencia a unos principios abstractos, sino el gozo del
amor que ha de ser realizado en la libertad de la comunión o unión interpersonal.
Quien ama no da a la persona amada algo que él tiene o algo que él hace, sino que
le da lo que él es, se da a sí mismo en persona. Esta consideración inicial nos preserva de
caer en una concepción sentimentalista del amor y, por otra parte, nos aclara que el
verdadero amor no se da en el nivel del tener o del hacer, sino en el nivel del ser. No es
cuestión de dar, sino de darse. Es la donación mutua del yo al tú y del tú al yo, cada uno
de ellos en su realidad personal. La entrega personal a la persona del otro es el don total
de sí en orden a la perfección propia y del otro como persona: es la entrega de persona a
persona. Porque el amor es entrega mutua, por esto precisamente es intercomunicación.
La capacidad misma de amar es tan esencial al hombre que, según hemos
comentado, incluso puede definirse al hombre como el único ser capaz de amar y ser
amado con amor de amistad. Sin embargo, sólo aceptamos de veras el amor del tú cuando
renunciamos a nuestro egoísmo, cuando nos abrimos al tú rompiendo la cerrazón de
nuestro yo sobre sí mismo. En el amor interpersonal perdemos nuestro yo superficial y
centrado sobre sí, para reencontrarlo como yo profundo abierto al tú y, en el tú, abierto a
todo el ser. Y es el amor del tú el que nos hace capaces de esa renuncia y de esa apertura.
El amor nos descubre lo que sin amor quedaría oculto, sobre el otro, sobre nosotros
mismos y sobre el mundo.
El verdadero amor, el amor al otro como persona no sólo trasciende sus cualidades
sino también su condición y su función. El verdadero amor es absolutamente inmotivado
83
La persona humana
y esencialmente difusivo. Todo amor motivado incluye alguna forma de egoísmo,
mientras que el amor inmotivado, el amor de amistad, quiere al otro por sí mismo, de una
manera absolutamente desinteresada.
En el análisis del amor hallamos una serie de notas características que son
constitutivas y manifestativas de su esencia. Así, cuando afirmamos que la relación
interpersonal es simpatía, respeto, intercomunicación, confianza, fidelidad, confidencia,
testimonio, esperanza en un proyecto común, etc., estamos afirmando que todo ello queda
incluido en el amor, es decir, que son notas o manifestaciones del verdadero amor:
a) La fidelidad es una de las características esenciales de la verdadera relación
interpersonal. La verdadera fidelidad no es el cumplimiento de normas o
preceptos, sino un acto de amor siempre renovado. La fidelidad al otro es la única
verdadera fidelidad a sí mismo. Toda fidelidad aspira a la incondicionalidad. Una
promesa de fidelidad que pusiera condiciones o que señalara tiempos (como si la
fidelidad se pudiera alternar preconcebidamente con la infidelidad sin destruirla)
perdería todo su sentido.
La ignorancia del futuro no hace imposible la promesa de fidelidad sino que, por
el contrario, es lo que la hace posible y lo que le da su valor y su peso propios. La
promesa de algo perfectamente previsible y constatable no implicaría fidelidad, ni
merecería confianza, en el sentido propio de estas palabras. El verdadero amor es
fiel, constante e incondicional.
b) La confianza de uno engendra la fidelidad del otro. Pues la confianza es la forma
del amor del uno que se corresponde con la fidelidad como forma del amor del
otro. Por lo que se puede decir también que la fidelidad del uno engendra la
confianza del otro. Y ambas afirmaciones tienen una clara comprobación en la
realidad de la relación interpersonal.
Pocas formas de amor son de una fuerza transformadora tan grande como la
confianza sincera, verdaderamente inmotivada, en la persona del otro, en quien
quizás hasta ese momento nadie ha confiado de veras, porque sus cualidades,
consideradas objetivamente, no daban suficiente "garantía". Al comprender que
se confía en él, a pesar de sus defectos, se siente por primera vez tratado como
persona y ve que se abre a su existencia un horizonte absolutamente nuevo. Pero
en una auténtica relación interpersonal la persona no acepta realmente la
84
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
confianza del otro si no es siendo de hecho fiel. Como no se acepta realmente el
amor del otro más que abriéndose al amor41.
La confianza no es una previsión basada en las prestaciones anteriores o actuales
del tú; no se basa en un cálculo de probabilidades. La verdadera confianza
trasciende todo lo dado inmediatamente y todo lo previsible a partir de los datos
presentes, de sus cualidades y posibilidades. La confianza en el otro no es
confianza en sus cualidades, sino sólo confianza en su fidelidad. Confianza de uno
y fidelidad del otro se dan simultáneamente, correspondiendo la prioridad
ontológica a la confianza. Por esto se puede decir que la confianza es
verdaderamente inmotivada.
En forma análoga a lo dicho de la fidelidad, también aquí podemos afirmar que la
confianza engendra confianza. El que cree que "todo hombre tiene un precio", no
puede tener confianza en los demás, ni puede tampoco merecerla. Como no
merece que se confíe en él un hombre que tiene el placer o el amor a sí mismo
como criterio o motivo básico de sus acciones. Pero este hombre tampoco será
capaz de confiar en los demás. Sin embargo, cuando se confía de veras en quien
no lo merece (y ya hemos constatado que la confianza inmotivada es la única
verdadera confianza), se engendra en él no sólo la fidelidad sino también la
capacidad de confiar. El amor que damos y que recibimos nos hace
simultáneamente confiar en el otro y "merecer" su confianza con nuestra fidelidad.
c) Por otra parte, en la confidencia se revela y se encuentra el hombre a sí mismo:
nadie puede verse a sí mismo sin reflejarse en alguien, sin darse a alguien, de ahí
el papel de la confidencia, que más que un contar, es un expansionarse, explicarse,
desenvolverse, abrirse, que hace que nos sinceremos, no sólo a los demás sino a
nosotros mismos frente a los demás. En la confidencia se revela nuestra intimidad,
nuestra vida personal e íntima, y quedan satisfechas tanto nuestras aspiraciones a
ser comprendidos, apreciados y amados, como las de derramar en otros la plenitud
de nuestro amor.
La confidencia sólo es posible ante la presencia de un tú que sepa escuchar y
responder no sólo a una palabra, sino en ocasiones a un gesto o a una mirada. Así,
41
Debemos insistir en que ello sólo es así en el seno de una auténtica relación interpersonal, en la que se
dé un amor benevolente mutuo, recíproco y una unión afectiva o real. Cuando la relación no es interpersonal, cuando no existe una auténtica reciprocidad, entonces es cuando podemos hablar de una confianza
defraudada, de una fidelidad traicionada, o de un amor no sólo no correspondido sino utilizado por el amado
en su propio provecho o interés egoísta.
85
La persona humana
la confidencia no es un mero saberse conocido, sino un pleno sentirse
comprendido que, a su vez, me permite conocerme a mí mismo. Precisamente nos
percatamos de que una persona nos comprende porque, a su lado, nos entendemos
mejor a nosotros mismos. Sin amor por ambas partes no hay confidencia posible,
y el primer presupuesto que nos abre a la confidencia es este salir de nosotros
mismos que el verdadero amor trae consigo, y este olvido propio que no sólo nos
hace ser más nosotros mismos, sino que nos permite formar parte del otro
participando de una comunión o unión superior.
En relación con el tema que nos ocupa, parece adecuado recordar las reflexiones
de Gabriel Marcel sobre el amor. De acuerdo con su talante asistemático, lo cierto es que
Marcel no dedica directamente a este tema ninguna obra, ensayo o conferencia; pero,
implícitamente, esta experiencia de plenitud que constituye el amor se halla presente en
toda su obra ya desde el propio Diario Metafísico, en el que las referencias al amor son
numerosas. Marcel piensa que el amor únicamente puede plantearse en una dialéctica de
la participación. Por eso el amor no es ni un estado de ánimo del sujeto ni la imagen
mental que me formo del otro, ya que una postura así falsearía la realidad misma del amor,
pues sería tratar al otro como a un él, objetivándolo y caracterizándolo. Por el contrario,
el amor es creativo: crea al amante y al amado porque es un nosotros. No te amo por lo
que tienes —dice el amante— sino porque eres tú. En definitiva, la relación amorosa es
un misterio, de modo que cuanto más la vivimos, menos nos preguntamos sobre ella. Pero
lo que es propiamente misterioso, según Marcel, no es el objeto del amor, sino la relación,
la comunicación amorosa. El amor está por encima de todo juicio, más allá de las
categorías lógicas y de cualquier posibilidad de verificación. El amor está muy distante
de cualquier construcción intelectual, porque no versa sobre la idea del ser, sino sobre el
ser. De ahí que Marcel afirme que "si mi amor puede ejercer una acción sobre el ser
amado, es sólo en cuanto que ese amor no es un deseo", pues en el deseo tendemos,
consciente o inconscientemente, a subordinar al ser amado a nuestros propios fines, lo
convertimos en un objeto. Pero, "si yo participo de ese amor, ya no intentaré hacerlo
entrar en mis casilleros lógicos: todo lo contrario, yo mismo entero me refundiré para
penetrar en él: no lo subordino a mí, sino que me subordino a él. Amamos participando"
(Marcel 1956: 220). Amar, pues, no es conocer adecuadamente, sino que el amor surge
como invocación, como llamamiento del "yo" al "tú". Esta participación subyacente a
toda relación amorosa implica el reconocimiento de cierta permanencia supratemporal
86
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
del ser amado. "El amor quiere siempre la eternidad de su objeto", dice en el Diario, y
una de sus frases más célebre o conocida es la que afirma: "Amar a un ser es decir: tú no
morirás [...]. Puesto que te amo, puesto que te afirmo como ser, hay algo en ti que me
permite franquear el abismo de eso que llamo indistintamente la muerte" (Marcel 1951:
62). Es decir, puesto que te amo, te afirmo como persona, y la persona alcanza una
dimensión supratemporal. El "tú no morirás" no es simple deseo de eternizar el instante,
sino el vértice en el que confluyen la fe, la fidelidad y el amor, pues existe una promesa
de eternidad incluida en el amor. El valor trascendente de la experiencia amorosa, como
las experiencias concretas de la fidelidad y de la esperanza, es fruto de un
autorreconocimiento, de que el sujeto haga consciente la búsqueda de infinito (exigencia
de trascendencia), que implica siempre una actitud de participación. Si amar a una persona
es decirle "tú no morirás", ello significa que en las raíces de todo amor queda implicado
un Absoluto que, además de sustentarlo, es convergencia última de todo amor. De ahí
que, en la filosofía de Marcel, el amor y la fe, la esperanza y la fidelidad constituyen una
cierta manera de alcanzar la realidad que nos trasciende (Blázquez 1995: 54-56; Tomar
1994).
En síntesis, el amor es esencial, intrínseco a la naturaleza humana. Es una
exigencia ontológica, en cuanto que la necesidad y capacidad de amar y ser amado están
inscritas en nuestra naturaleza o esencia; y también es una exigencia ética, en la medida
en que el amor es fuente y origen de la relación interpersonal, ya sea en el marco amplio
de la sociedad o en el más reducido de la amistad. Sin embargo, el materialismo y
pragmatismo contemporáneos han motivado una pérdida del valor del amor y de la
amistad, que son concebidos como algo romántico, casi utópico y no rentable. Esta
disolución gradual de la amistad y de la relación interpersonal, en general, ha provocado
la pérdida de un valor que da sentido a la vida, y ha abierto la puerta a la soledad. Así
pues, la soledad del hombre actual no consiste en el conflicto con los demás —tal y como
pensaban los existencialistas—, sino que tiene su origen en la mutua indiferencia.
Llegados a este punto no podemos evitar plantearnos (ahora ya explícitamente)
qué actitud, tendencia o sentimiento imposibilita el desarrollo de una auténtica relación
interpersonal o genera comportamientos negativos en el orden intersubjetivo al anular el
amor. En este sentido, podríamos pensar que el odio es el enemigo del amor, aquello que
lo destruye. Sin embargo, no es así: el odio es el sentimiento opuesto radicalmente o
contradictorio al amor. Si amar es querer el bien para alguien, odiar supone desear el mal
a otro. Indudablemente, el odio es uno de los sentimientos más destructivos, no sólo para
87
La persona humana
aquel hacia el que se dirige sino, fundamentalmente, para quienes lo experimentan
afectiva y tendencialmente. Entre el amor y el odio situamos la indiferencia que, lejos de
ser un virtuoso justo término medio, genera el individualismo destructor del entramado
social y de las denominadas virtudes públicas42. Ambos, odio e indiferencia, tienen una
misma raíz y denominador común: el egoísmo. Indudablemente, el egoísmo no conduce
necesariamente al odio, pero sí que podemos afirmar que el egoísmo es el enemigo del
amor, en cuanto es la causa de su destrucción e imposibilita su surgimiento. Por
consiguiente, el egoísmo y los sentimientos que lo acompañan, constituyen la mayor
dificultad en aras de la convivencia y de la relación interpersonal.
No debemos confundir el egoísmo con el amor de sí. Propiamente hablando, no
hay amistad para con uno mismo, sino algo que es superior a la amistad. La amistad, en
efecto, supone la unión; pero, de uno consigo mismo lo que hay es unidad, que es superior
a la unión con otro. Con respecto a sí mismo no se tiene amistad, sino amor de sí. Este
amor con que uno se ama a sí mismo es forma y raíz de la amistad, pues tenemos amistad
con los demás en cuanto que con ellos nos comportamos como con nosotros mismos. El
amor de sí es bueno y obligatorio, siempre que no esté desordenado, porque es entonces
cuando se convierte en mal.
El amor para consigo mismo está relacionado con el llamado instinto de
conservación del individuo, y no debe ser confundido con el egoísmo, que es el obstáculo
más grave que impide la comunicación interpersonal, la mutua donación de la vida
personal, en definitiva, la amistad. El egoísta no sólo quiere conservar la vida, sino
además tener una buena vida, mucho mejor que la de los otros. El egoísmo es un amor
desordenado de sí mismo, un amor a sí con prioridad o exclusión de todos los demás. Por
tanto, el amor de sí es legítimo, pero si está desordenado se convierte en egoísmo, que es
el cerrarse a todo otro amor, el no respetar ninguna jerarquía en el orden natural del amor
y, en definitiva, el convertirse a sí mismo en el fin absoluto de la propia vida. Así, puede
hablarse del amor ordenado de sí mismo, natural e incluso obligatorio, y de la "egolatría",
o amor de sí desordenado e ilegítimo.
Esta incapacidad para la amistad y el amor, en general, que engendra el egoísmo,
aparece frente al prójimo como una falta de bondad, simpatía y amor, de consideración y
de comprensión. En lugar de estas tendencias se encuentran en la actitud del ególatra
hacia su prójimo, la de utilizarlo incluso sin escrúpulos, el no respetar su dignidad
42
Ya Tocqueville (1985 [1840]: 88-92) advirtió acerca de los peligros del individualismo, al tiempo que
expuso un sugerente análisis y distinción entre éste y el egoísmo (Tomar 2004a).
88
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
tratándolo como si fuera una cosa, la frialdad, la dureza y la indiferencia en el trato en
distintos grados y matices. En definitiva, el egoísta pretende la concentración en sí del
afecto y servicio de los demás hombres, pero ello no implica ni su correspondencia ni su
gratitud hacia los mismos. Ahora bien, no es menos cierto tal y como ya señaló Pascal en
sus Pensamientos, que el hombre que no ama a nadie más que a sí mismo, nada odia más
que quedarse a solas consigo. Quizás sea así porque todo hombre, lo reconozca o no, sabe
intuitiva y afectivamente que el amor que damos desinteresadamente nos llena a la vez
que nos dignifica, mientras que el que se recibe sin ser merecedor de ello, por ser aceptado
utilitariamente o sin intención de correspondencia, nos empobrece. Muy probablemente
ese sea el gran misterio del don del amor: no tiene medida pero, cuanto más se da más se
posee.
En síntesis, los diferentes tipos de amor, así como el odio, el egoísmo y la
indiferencia se traducen en distintos tipos de comportamiento o relación interpersonal
(Tomar 2003 y 2007a).
3.2.
La sexualidad humana
La condición corpórea del hombre —de la que se trató en el capítulo anterior—
nos introduce en la sexualidad humana como modo de ser inherente a la estructura
esencial de la persona. El hombre no existe en abstracto. Ser sexuado es un dato original
para el varón y la mujer. Más allá de una realidad de orden genital, la sexualidad humana
significa una dimensión fundamental del ser humano, una potencialidad de amor que
envuelve todo su ser espiritual-corpóreo. En este sentido, la sexualidad humana no puede
reducirse a una función, sino que implica y significa la conformación estructural de la
persona (Choza 1991). Persona masculina y persona femenina son los dos modos de
realización del ser personal. La distinción sexual que aparece como determinación del ser
humano es diversidad, pero en igualdad de naturaleza y dignidad. Los sexos son
complementarios: semejantes y distintos al mismo tiempo; no idénticos, pero iguales en
la dignidad de la persona. La dualidad sexual que representa la masculinidad y la
feminidad es el modo específico de vivir la persona en el mundo y de relacionarse con
los demás. La influencia de la sexualidad en el mundo personal repercute en todas las
manifestaciones de la vida personal y social.
Desde una perspectiva estrictamente biológica, la pertenencia al sexo masculino
o femenino está determinada por factores genéticos, gonádicos, hormonales y
morfológicos. Ahora bien, la diferencia sexual entre varón y mujer no es un simple dato
89
La persona humana
biológico, sino que también implica la dimensión psíquica y expresa la apertura de toda
la persona hacia el otro. La persona es una unidad, en la que confluye la dimensión
biológica y la psicológica. No se tiene un cuerpo sexuado, sino que la persona humana es
sexuada (Lucas Lucas 2008: 363-428). Ser hombre o mujer pertenece al ser constitutivo
de la persona. Por tanto, la sexualidad no es una condición añadida a la persona, sino que
es una determinación fundamental y central del ser humano.
La identidad humana se determina por el conjunto de los componentes biológicos,
psicológicos y espirituales. Por esta unidad-identidad psico-física, la sexualidad impregna
toda la persona. La sexualidad es uno de los elementos fundamentales de la propia
identidad. Es un componente esencial de la persona, un modo de ser, de manifestarse, de
relacionarse con los demás, de sentir, de expresarse, y de vivir el amor humano.
La sexualidad es una realidad que invade a toda persona en la profundidad de su
ser, allí donde se encuentra el “yo” como núcleo personal. Es una dimensión constitutiva
que emana de la esencia misma de la persona. La persona humana, por su íntima
naturaleza, exige una relación de alteridad, que implica reciprocidad de amor. Ya hemos
analizado que la persona es un ser esencialmente interpersonal, constitutivamente
relacional. En su constitución esencial la persona lleva ya en su sexo, en el hecho de ser
varón o mujer, la referencia al otro. No se puede comprender realmente la integridad de
la persona sin tener en cuenta esta apertura estructural hacia otro que, precisamente
porque es diverso, lo cualifica en su identidad. El yo se constituye solamente en relación
con el tú, y la sexualidad es la realidad que manifiesta esta comunión del nosotros. La
esencia de la sexualidad humana está precisamente en esta relación de un yo hacia un tú
diverso en sus componentes biológicos, psicológicos y espirituales, que encuentra su
fundamento en la constitución relacional de la persona.
4.
Conclusiones
Para terminar este capítulo, a modo de resumen, cabría destacar cuatro ideas.
En primer lugar, que la noción de persona es clave en antropología: nos dice lo
que el hombre es y nos dice para qué está hecho.
En segundo lugar, el elemento fundamental que la noción de persona refiere es la
relación, lo que tradicionalmente se ha denominado la naturaleza social del ser humano.
90
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
En tercer lugar, que hay distintos tipos de relación en función de cada uno de los
términos de dicha relación: quién se relaciona con qué o con quién.
Por último, el amor es esencial, intrínseco a la naturaleza humana. Es una
exigencia ontológica, en cuanto que la necesidad y capacidad de amar y ser amado están
inscritas en nuestra naturaleza o esencia; y también es una exigencia ética, en la medida
en que el amor es fuente y origen de la relación interpersonal, ya sea en el marco amplio
de la sociedad o en el más reducido de la amistad.
Lecturas recomendadas
AQUINO, T. de (1988-1994 [1266-1273]), Suma teológica, Madrid, BAC, 5 vols.
Especialmente, I, qq. 29-30; y I-II, qq. 23-26.
ARISTÓTELES (1949), Ética a Nicómaco, trad. J. Marías y M. Araujo, Madrid, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales.
CHOZA, J. (1991), Antropología de la sexualidad, Madrid, Rialp.
TOMAR, F. (1993c), Persona y amor, Barcelona, PPU.
——— (2003), “Amor y comportamiento intersubjetivo”, en J. Choza (ed.) Sentimientos
y comportamiento, Murcia, Publicaciones de la Universidad de San Antonio, 103128.
91
III. LA LIBERTAD HUMANA: BIOGRAFÍA Y SENTIDO. EL PROBLEMA DEL
DOLOR
Juan Jesús Álvarez Álvarez
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Como se ha visto en el capítulo anterior, la vida humana no acontece de forma
genérica o abstracta sino que se da siempre en un yo, en una persona, en alguien capaz de
autoposesión y, sin embargo, llamado a la trascendencia y el encuentro con los otros para
llegar a ser lo que es. No es el hombre un ser realizado ya desde el principio o que sólo
requiera del mero curso del tiempo para alcanzar su pleno cumplimiento. Como diría
Ortega y Gasset, aunque la vida nos ha sido dada, no nos ha sido dada hecha; aunque
nuestra condición no haya sido elegida tenemos una responsabilidad en lo que somos.
En el presente capítulo veremos que para llegar a ser quienes somos los hombres
necesitamos dar sentido a nuestra vida. Y, a la vez, que ese sentido es algo que se descubre
en el marco de un proyecto biográfico que, si quiere ser auténtico, sólo puede construirse
desde la verdadera libertad. Es esta libertad la que, desplegándose en diversos planos,
puede contribuir a nuestra realización personal en los distintos órdenes en los que nuestra
persona participa y encauzar la búsqueda de nuestro fin último (la felicidad) afrontando
todas las vicisitudes y circunstancias que acompañan nuestra existencia, incluido el
sufrimiento.
1.
El proyecto vital y la biografía personal
Todo ser humano nace con una cierta “instalación” que le viene otorgada por
naturaleza o cultura: no podemos no ser corpóreos, sexuados o seres sociales, y tampoco
podemos alterar el lugar donde hemos nacido, el tiempo en que se nos ha engendrado, la
cosmovisión en la que hemos sido de hecho educados o las tradiciones que nos han sido
transmitidas y que han acabado también por conformarnos. Pero el mapa de nuestro
mundo personal no se reduce a esas circunstancias fruto de la necesidad o del azar, que
son simultáneamente marco e ingrediente eficiente de nuestro ser como existentes
humanos. Nuestra vida tiene un argumento y un guión que nosotros escogemos en buena
medida: un haz de trayectorias posibles —más o menos explícitas— se presenta en cada
momento y situación ante nosotros en cuanto que seres inteligentes y libres, y no podemos
esquivar la toma de una decisión por incómodo y comprometedor que ello pueda resultar.
No decidir, de forma aplazada o definitiva, es, de algún modo, haber decidido ya.
Es cada persona la que, abierta constitutivamente a la realidad, ha de descubrir,
diseñar e interpretar la trama de su vida en modo vectorial: desde su pasado, en el presente
y de cara al futuro. El tiempo que teje la vida humana incluye, en efecto, estas tres
dimensiones. Por una parte, lo histórico (en su vertiente personal, mi historia, y en su lado
93
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
social, nuestra historia) “sobrevive” en cada uno de nosotros: desde luego en lo que ha
sido (esa es la función de la memoria), pero de algún modo también en lo que “pudo ser”
y no fue. Como ha mostrado Julián Marías, la instalación del hombre en el tiempo va
cambiando con el propio transcurrir de éste y la imaginación no es únicamente una
facultad creadora de formas ficticias sin incidencia alguna en mi vida: rescata del pasado
y transforma en fuerza vital del presente la virtualidad de lo que no llegó a ser, y anticipa
proyectivamente el futuro de un modo igualmente eficaz en el aquí y en el ahora.
Así pues, el hombre —desde su peculiar condición— se enfrenta siempre a un
horizonte de posibilidades que corresponde a nuestra persona actualizar por las vías de la
rememoración, la recreación, la rectificación o el ensayo. Vivir en primera persona
supone, por tanto, asumir la inevitabilidad de una multiforme libertad que –al mismo
tiempo que nos abre al mundo y se realiza y crece en medio de las limitaciones inherentes
a nuestro ser-, “hace presente” el tiempo de una vida que, en cuanto que humana, adopta
la estructura de una narración autobiográfica siempre dramática e inacabada. Alejandro
Llano lo ha expresado bellamente al decir que la vida humana
no se puede describir, hay que narrarla. Y tal narrativa no será una historia ejemplar, sino
que registrará incoherencias, atascos, desalientos, rectificaciones, nuevos comienzos.
Porque el tiempo habita al hombre por dentro de un modo mucho más íntimo que a
cualquier otro ser. Las personas están amasadas de tiempo. Son como melodías cuya
unidad viene dada por un transcurrir más o menos armónico (2002: 28).
Esa unidad a la que Llano se refiere y que podríamos identificar desde el punto de
vista psicológico como el rasgo más propio de una personalidad madura, no es por tanto
la unidad propia de lo estático. “El hombre es un sistema abierto; no un sistema en
equilibrio, sino un sistema que en el tiempo no alcanza nunca su equilibrio” (Polo 1993:
115). Sólo puede lograrse a partir de la integración dinámica y tendencial de los diversos
aspectos (personales, sociales, ambientales…), que me constituyen en lo que ahora soy y
que apuntan a lo que quiero ser. Como ha dicho Javier Cabanyes,
la personalidad queda definida por la compleja y sorprendente integración de tres aspectos
inseparables del modo de ser de cada individuo: el sustrato neurobiológico, los procesos
psicológicos adquiridos y la atmósfera existencial. Estos tres aspectos de la persona son
innegables e interactúan de forma sublime, unificada y unificadora, definiendo el modo
de ser de cada cual.
El sustrato neurobiológico configura, preferentemente, el temperamento. Los procesos
psicológicos adquiridos lo hacen con el carácter. La atmósfera existencial constituye, en
cierto modo, la espiritualidad del ser humano y representa el sentido que se da a la vida a
94
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
partir de la idea que cada cual ha ido elaborando sobre el hombre, el mundo y uno mismo
(Cabanyes 2010: 86-87).
Pero la búsqueda de esa integración sucede en el tiempo y ha de contar también
con éste como un factor clave. De hecho, la forma en que acogemos nuestro pasado —
incluso en las posibilidades que no acabaron concretándose— y anticipamos nuestro
futuro como proyecto también nos conforma en lo que hoy somos.
La necesidad de un proyecto de vida sensato —articulador de esos aspectos y
tiempos— se advierte con toda claridad y de modo especial en lo que Marías ha llamado
el carácter futurizo de la vida humana. Vivir es, de hecho, ejercer nuestra capacidad de
proyectar y llevar a cabo lo proyectado. A partir de nuestra naturaleza y en unas
circunstancias concretas, la vida apunta como promesa y esperanza a un futuro
perennemente renovado, es “intrínsecamente proyectiva”. Y el proyecto no es otra cosa
que “un modelo de vida que uno elige para sí y que decide encarnar en sus acciones”
(Yepes y Aranguren 2001: 130), un programa que acompaña y anima nuestra existencia
de forma estable y —así lo esperamos— satisfactoria.
Un proyecto vital es algo necesariamente personal. Y lo es en un triple sentido.
En primer lugar, soy yo quien he de diseñarlo, decidiendo y comprometiendo mi libertad
en una secuencia de elecciones que, en cada uno de los instantes y vicisitudes de mi vida,
pueden confirmar y consolidar dicho proyecto, o contrariarlo y modificarlo. Además,
también soy yo quien lo he de interpretar. Aunque no soy el único que interviene en esa
narración, mi persona es la que tiene el papel protagonista en el drama tejido por mí a
golpe de libertad. Por último, se trata de un programa que afecta a la totalidad de mi
persona y de mi vida, tanto en sus aspectos materiales como en los espirituales, en la
esfera individual y en el orden social.
Ya desde su diseño, el proyecto vital busca responder a mis necesidades,
inquietudes, deseos y aspiraciones. Y en su realización, de algún modo arriesgo todo mi
ser, mi cuerpo y mi alma, mi inteligencia, mi libertad y mi corazón. Ha de ser, eso sí, un
riesgo medido: acorde con mis posibilidades y mis circunstancias. Eso implica tener en
cuenta también las posibles ayudas con las que pueda contar para su realización, así como
definir qué me corresponde a mí y qué habrá que hacer gracias al auxilio de otros. Sólo
un proyecto de vida realista, factible, puede ser fuente de equilibrio y plenitud.
Por otra parte, un proyecto vital ha de ser asumido necesaria y razonablemente en
forma de actitud esforzada. Efectivamente, cualquier compromiso que uno adopte
conlleva este carácter de empeño orientado, alejado del capricho o de la pura
95
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
espontaneidad. Elegir es renunciar, y tanto lo uno como lo otro se deben realizar con
tenacidad, por un motivo y con vistas a un objetivo: busco mi bien, un bien a menudo
arduo y que incluye igualmente el bien de las personas a las que amo.
Desde esta perspectiva, vivir es “autorrealizarse”, autoperfeccionarse en la línea
de lo específico de mi naturaleza y lo particular de mi persona, a través de un compromiso
consigo mismo y con los otros. Los canales en los que ese proceso de autorrealización se
desarrollan están demarcados por los cauces de nuestra condición natural, como lo está el
fin al que tiende y que no es otro que la felicidad (se sea o no consciente de ello), pero su
caudal se conforma merced a actos de libre elección que se expresan en el orden de lo
social y lo profesional, de lo ético y de lo religioso, y que —en su realización— acaban
siendo generadores de cultura.
De este modo el hombre puede potenciarse a sí mismo con sus decisiones y sus
acciones, se enriquece, troquela su personalidad de forma armónica y equilibrada a la vez
que contribuye al bien de la sociedad. Si así lo hace podemos decir que su vida es una
vida lograda, creativa, fecunda, con sentido, inteligible tanto en sí —para quienes la
contemplen desde fuera y participen en ella y de ella— como para sí; en definitiva, feliz.
Pero también puede suceder lo contrario, que el ser humano malogre su vida, que haga de
su existencia una existencia herida y sin rumbo, fragmentaria y fragmentadora, estéril o
dañina; en una palabra, infeliz.
Por ser proyectiva, por su condición vectorial, la vida humana tiene
necesariamente un carácter teleológico. Todo ser humano busca la felicidad, todo
proyecto vital apunta tendencialmente a una vida plena, pero para que pueda albergar la
esperanza de alcanzarla o, cuanto menos, para poder gozar de un saludable estado
psíquico, cada persona tiene que descubrir en su vida un “porqué” que haga a ésta
inteligible y dotarla de un “para qué” que la impregne de un valor especial y oriente acerca
del “cómo”.
El ser humano no se conforma con el mero vivir, con la supervivencia en el
tiempo, ni siquiera le basta una alta calidad de vida entendida como simple bienestar.
Como ha mostrado Víctor Frankl, necesita una razón para vivir, para sufrir, para dar lo
mejor de sí mismo, incluso para morir. Por eso este autor ha creído descubrir en el
hombre, como dimensión cuasi-ontológica fundamental, lo que llama “voluntad de
sentido”. Cuando esta se ve frustrada, se tiene campo abonado para todo género de
trastornos psíquicos.
96
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
“Tener sentido” y “dar sentido”, como aspectos inseparablemente unidos, son
precisamente las dos dimensiones que dan a la vida de un ser consciente y libre como el
hombre su carácter sustantivo, pleno y diferenciador. Podríamos decir que la vida humana
sólo es completa si aúna en sí dos ingredientes básicos: el uno de orden metafísico, el otro
artístico. Que la vida tiene sentido significa que es verdadera, es decir, que tal como me
ha sido dada es susceptible ser conocida en lo que es; que se le pueda dar sentido implica
que me corresponde a mí en cuanto que agente libre configurar su contenido concreto, la
trama que la constituye y el objetivo que la orienta. Lo primero apunta a mi condición
racional, frente a la cual mi vida y yo mismo se me muestran como inteligibles. Aquí se
trata de responder a una pregunta radical respecto de mi propia identidad: ¿quién soy? Lo
segundo apunta a mi libertad y hace de mí el autor y responsable último de lo que pueda
llegar a ser. La pregunta que entonces emerge tiene que ver con mi obrar: ¿qué he de
hacer de mi vida? Y ambas cuestiones confluyen en otra referida a mi destino: ¿qué me
cabe esperar?
Obviamente, responder a estas cuestiones de forma adecuada a nuestra naturaleza,
condición personal, estado o situación; no responder; hacerlo de forma inadecuada,
ambigua, inestable o incoherente; o incluso plasmar en el orden práctico de forma habitual
conductas que no se correspondan con dichas respuestas, no puede no tener consecuencias
—diversas, pero en todo caso importantes— desde el punto de vista de nuestra salud
mental.
Aunque, ciertamente, disponer de un sólido y equilibrado proyecto vital no
garantiza un saludable estado psíquico (que depende, en realidad, de muchos factores), lo
que sí se puede decir es que
sin un proyecto existencial, al menos implícito, la vida del ser humano o bien se asoma a
la nada o bien se mete en una dinámica de activismo no pensante que, en cualquier caso,
son un riesgo para la salud psíquica al cerrar las puertas al futuro y albergar la
desesperanza o la ansiedad. Algo parecido pasaría cuando la meta no se termina de
definir, se desdibuja o se pierde. En menor grado, también podría ocurrir cuando no se
identifican bien los pasos que hay que dar, o son pasos muy cambiantes o poco constantes.
La pérdida del sentido de la vida tiene, en bastantes ocasiones, una base médica en forma
de agotamiento psicofísico o de verdadero estado ansioso-depresivo. En estos casos, la
primera medida es médica. Pero en otros casos es consecuencia de no haber
fundamentado bien el proyecto vital (punto de partida poco sólido o poco claro), haberlo
llevado a cabo de forma inadecuada (centrado en las formas y no en el fondo, o con mero
97
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
voluntarismo) o haber extraviado o desdibujado la meta (influencias ambientales o escasa
profundización en ella) (Melián y Cabanyes 2010: 124).
Por otra parte, en la búsqueda de una respuesta a esas decisivas preguntas que
sirven de motivos últimos por los que labro de un modo y no de otro un determinado
proyecto vital, el hombre no puede por menos que experimentar lo paradójico de su
condición: sus grandes limitaciones y sus enormes posibilidades, sus fracasos y sus
triunfos, sus tristezas, sus sufrimientos y sus alegrías, sus frustraciones y sus logros, su
deseo de pervivencia y la certeza de que ha de morir. El hombre es un ser doliente y
mortal, sin duda, pero —si la hay— la respuesta al misterio del sufrimiento, de la muerte
y del mal ha de ser capaz de integrar esa experiencia y el escándalo que a menudo le sigue
en la totalidad con sentido de una vida plena, al menos atisbada bajo la forma de una
esperanza cierta que resulte ya fecunda aquí y ahora.
Convicciones que iluminan y motivan; ilusión renovada a cada momento;
vocación que se descubre, asume y desarrolla; compañía que ayuda a reconocerse a sí
mismo, afrontar las dificultades y aceptar las contingencias, limitaciones y sufrimientos;
esperanza de plenitud, son, pues, los elementos que conforman la vida humana como tarea
y proyecto. Por eso cabe concluir que
un buen proyecto vital y una vida bien planteada son aquellos que se articulan desde
convicciones que conforman la conducta a largo plazo, con vistas al fin que se pretende,
y que orientan la dirección de la vida dándole sentido [...] La realización de los proyectos
asume la forma de un trabajo que hay que realizar, la tarea de alcanzar la felicidad. Y
tiene la estructura de la esperanza, pues esta se funda en la expectativa de alcanzar en el
futuro el bien amado arduo (Yepes y Aranguren, 2001: 162).
2.
Realización, crecimiento y límites de la libertad humana
Hemos hablado de la libertad y de su decisiva importancia para la vida humana.
Ahora bien, este apunte quedaría incompleto sin un estudio serio sobre lo que la libertad
es, uno de los asuntos antropológicos ineludibles desde el pensamiento moderno y del
que aquí presentaremos una exposición más pormenorizada.
Dar una definición de la libertad no resulta en absoluto sencillo pues hay diversos
modos de concebirla y, sobre todo, diversos tipos de libertad y planos en los que se
manifiesta. Algunos ejemplos de expresiones en las que dicho término aparece desde
perspectivas y con significados diferentes pueden mostrar su complejidad: “El hombre es
un ser libre por naturaleza”, “el hombre tiene una voluntad libre”, “el hombre es capaz de
98
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
tomar decisiones libres”, “el hombre lucha por ser libre de sus pasiones”, “el hombre
siempre ha luchado por la libertad”, “soy libre porque hago lo que me da la gana”, “soy
libre porque quiero lo que debo hacer”, “mi libertad termina donde comienza la del otro”,
“la verdad os hará libres”, “la libertad es lo que nos hace verdaderos”, “soy libre de hacer
lo que quiera”, “soy libre para hacer lo que quiera”. “el cristiano es el hombre libre” etc.,
La multitud de acepciones que en estos ejemplos se vislumbra nos pone en la pista
de una importante observación: en realidad, el término “libertad” no es unívoco (no se
aplica a una pluralidad de seres o en diversidad de casos con idéntico significado),
tampoco es equívoco (no se les aplica en cada caso con significados absolutamente
distintos), es análogo: se aplica a seres diversos y en situaciones diferentes con un
significado en parte distinto y en parte semejante.
En general, cuando hablamos de libertad estamos queriendo indicar “ausencia de
determinación u obligación”, pero como hay varios sentidos en los que ésta puede ser
considerada también habrá diversos tipos de libertad (la libertad trascendental, la libertad
de elección y la libertad de independencia) arraigadas —respectivamente— en los planos
ontológico, psicológico y moral o político de la condición humana.
2.1.
Plano ontológico (libertad trascendental)
El plano más profundo, el que sustenta a los otros dos, es el plano ontológico. En
él se da la llamada “libertad trascendental, constitutiva o fundamental”, que —por su
condición radical— es fundamento y condición de posibilidad tanto de la libertad de
elección como de la libertad de independencia. En efecto, sólo porque el hombre es libre
podemos afirmar que la libertad es una característica de su voluntad o, más
concretamente, de determinados actos voluntarios en los que se autodetermina a decidir
y/u obrar con una proyección ética y política que acaba enriqueciéndolo o envileciéndolo,
perfeccionándolo o deteriorándolo —de forma personal y comunitaria-. “Por eso la
libertad fundamental se continúa en el libre albedrío, en la libertad moral y en la libertad
política; el querer se realiza en el elegir y en el poder y los implica, y a su vez el poder
implica el elegir y el querer” (Vicente Arregui y Choza 2002: 395).
En este primer sentido, ontológico, cabe afirmar que todos los seres son libres de
acuerdo con su naturaleza. Decimos, así, que “el electrón gira libremente alrededor del
núcleo del átomo”, que “la planta crece libre en la selva”, que “el animal vive en libertad
en su medio natural”, que el “hombre es un ser libre” o que “Dios es infinitamente libre”.
Se trata en todos los casos de una libertad dada (innata), que no puede propiamente crecer
99
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
y que está limitada por la propia condición del ser que la posee pero con el que —salvo
quizás en Dios— no se identifica.
En el caso del hombre, afirmamos que es libre ontológicamente por la apertura
total de su ser a la realidad (incluido el propio yo). Como ha mostrado la antropobiología
(así lo veíamos en el primer capítulo, punto 4.2), dada su inespecialización y su carencia
de instintos, incluso desde el punto de vista morfológico-somático el hombre está
constitutivamente abierto a la realidad. Su posición erecta y la estructura de su mano son,
en composición con su carácter de animal simbólico, cualidades que permiten al hombre
contemplar, crear, habitar y disponer de un mundo que reconoce y construye como suyo,
en el que puede integrarse y al que puede adaptarse creativamente (y no simplemente,
como en el caso del animal, de un entorno en el que interviene pero por el que está
determinado).
Como hemos apuntado, es sobre todo por la inteligencia y la voluntad —potencias
propias de su condición personal— por lo que el hombre está abierto al ser de las cosas
(e incluso a lo irreal) de un modo virtualmente infinito, y puede trascenderse a sí mismo
—dar continuidad a su naturaleza— en un sentido superior. Lo hacen posible, por una
parte, el hecho de que la realidad sea, en cuanto tal, susceptible de ser conocida y querida
(se deja conocer y querer, es inteligible y apetecible, es decir, verdadera y buena en
sentido ontológico), así como la capacidad que la persona tiene de entender y de querer
en mayor o menor medida y siempre de un modo perfectible; y por otra, la capacidad
creativa propia del ser humano en cuanto que animal cultural.
Podemos conocer y querer más cosas, y de un modo más completo y mejor.
Estamos capacitados para inventar símbolos, lenguajes y teorías. Nuestras posibilidades
de conocimiento, creación, decisión y acción son cuasi-ilimitadas o, en todo caso, tan
amplias como la apertura de nuestro ser, aunque nuestras efectivas operaciones —
intelecciones, voliciones o acciones— sean siempre finitas43. En esto consiste
básicamente la libertad trascendental, que constituye en cada ser humano una de las notas
definitorias de su persona. Y de ahí que, en rigor, no pueda ser eliminada más que si se
elimina al mismo hombre, ni pueda ser violentada si uno no quiere.
43
Se ha dicho, de forma sugerente y muy probablemente veraz, que esta reflexividad e infinitud de la
voluntad y del intelecto que caracterizan este tipo de libertad “se pone de manifiesto en la definición que
Nietzsche da del hombre: «el hombre es el animal que puede prometer». Pues prometer es, por supuesto,
poseerse en el origen, pero también poseerse en el futuro, proyectarse por encima del tiempo y en él,
determinarse en un sentido concreto, garantizar que a través de cualesquiera vicisitudes, uno mismo será
siempre uno mismo y estará siempre allí para alguien o para algo, de esta o aquella manera” (Vicente
Arregui y Choza 2002: 393-394).
100
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
2.2.
Plano psicológico (libertad de elección o libre albedrío)
Si la libertad trascendental está presente, en grados diversos, en todos los niveles
propios del orden de la naturaleza, la llamada libertad de elección, en cambio, es una
libertad exclusiva de los seres racionales, dada y no puede crecer pues se nos presenta
como dote y no como objeto de conquista. Negativamente, puede ser caracterizada como
ausencia de determinación o necesidad en nuestras decisiones y acciones. Positivamente,
supone autodeterminación o, cuanto menos, codeterminación respecto del propio querer
y obrar, es decir, “capacidad de obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace” (Gevaert
1995: 206).
Se trata aquí de una libertad muy particular: aunque resulta posible por la apertura
del ser del hombre (por su libertad trascendental, que le permite estar abierto a todo), sólo
se hace efectiva en el plano psicológico y a partir de la experiencia humana de la actividad
de decidir. Por eso, el núcleo de la cuestión no está tanto en la existencia de alternativas
y en su posibilidad de elección cuanto en la capacidad de autoposesión y el dominio sobre
los propios actos.
Desde esta perspectiva, la filosofía clásica distinguió en la libertad de elección un
doble aspecto. Podemos, en efecto, “querer o no querer”: esa sería la capacidad que otorga
al hombre la llamada “libertad de ejercicio” o “libertad de los contradictorios”. Pero
también cabe “querer una cosa u otra”, lo que constituiría la “libertad de especificación”
(o libertad de los contrarios, si los objetos se excluyen mutuamente). La primera se refiere
a una autodeterminación sobre el acto mismo de la voluntad, la segunda —en cambio—
a los objetos elegibles como posibilidad concreta. Ambos momentos constituyen la
esencia del libre albedrío y hacen posible que la libertad pertenezca al plano existencial.
En efecto, cuando decido algo, me decido. Si esa decisión es racional, se basará en algún
motivo. Y lo que decido, cuando me determino a realizarlo, asume la forma de proyecto
que —al menos provisionalmente— deja en fuera de juego el resto de las posibilidades.
De modo que, como ha dicho muy elocuentemente Llano, “la solución lo llega a ser,
cabalmente, en virtud de una resolución” (1985: 78).
De aquí y de la importancia que en esta caracterización de la libertad se ha de dar
tanto al objeto de la acción como al motivo que la induce y la intención del que decide,
podemos concluir que la libertad de elección no tiene su fin en sí misma, que es sólo una
libertad inicial y dependiente o —si se quiere— un puro medio. Esa “dependencia” se
refiere, en primer lugar, al ser de lo que elegimos, y por eso es justo decir que “la libertad
101
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
se avalora por lo que mediante ella se obtiene, es decir, lo que se elige” (Barrio Maestre
1999: 30). Pero también tiene que ver con el ser de quien elige, tanto específica como
individualmente considerado, y en este sentido el libre albedrío humano tiene siempre un
carácter finito, limitado, condicionado externa e internamente. Trataremos de este asunto
más detenidamente cuando hablemos de la existencia del libre albedrío humano y del
determinismo.
Una ulterior distinción, complementaria, nos ayudará a entender mejor lo que
queremos decir. Conviene diferenciar, en efecto, la “libertad de” o libertad negativa (los
clásicos la llamaban libertas a coactione), de la “libertad para” o libertad positiva. La
primera es condición necesaria de la segunda, de eso no hay duda, pero está
necesariamente ordenada a ella en el proceso de autorrealización humana. Por tanto, para
que el hombre progrese en cuanto que ser personal no basta con una cierta independencia
respecto de las cosas y de los otros, sino que son precisos una proyección y un
compromiso con y para algo o alguien. Frente a la tendencia actual (surgida a partir de la
filosofía moderna) que consiste en identificar libertad y autonomía absoluta, o al menos
en contemplar las relaciones entre libertad y norma, mi libertad y la de los demás, libertad
humana y libertad divina etc., como relaciones inviables, y a sus términos como
inconciliables, vemos así que compromiso y libertad no sólo no son incompatibles sino
que se reclaman mutuamente. Desarrollaremos algo más este punto donde corresponde,
al tratar de las libertades moral y política, que son —en este sentido— libertades
“terminales”.
La libertad de elección podría ser considerada, además y en principio, como la
más propia y genuina de las acepciones posibles de la libertad humana. Por un lado, en
nosotros es tan necesaria e importante como los instintos lo son para los animales: parece
evidente que, en la concreción de nuestra conducta, nos vemos obligados constantemente
a decidir, y es esa autodeterminación la que orienta nuestra vida en un sentido u otro. Por
el otro, el libre albedrío es también fundamento último de carácter subjetivo de la vida
moral y política del hombre, pues sólo si soy libre en mis decisiones pueden estar éstas
cargadas de responsabilidad y ser susceptibles de valoración moral, jurídica etc., es decir,
ser verdaderamente mías.
Pero, ¿existe realmente el libre albedrío? ¿Es el hombre libre en este sentido?
¿Tiene verdadera libertad de elección? La existencia del libre albedrío ha sido a menudo
objeto de polémica y la verdad es que no resulta fácil hacerse cargo de este larguísimo
debate de un modo preciso. A título general, en este asunto, podríamos distinguir —con
102
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
las debidas matizaciones— tres posibles respuestas: no hay libertad de elección
(determinismos), la hay y es absoluta (existencialismos) y la hay pero limitada.
a) Determinismos
La primera respuesta afirmaría que en el hombre no hay verdadera libertad de
elección. El hombre se cree libre pero realmente la libertad —en este sentido— no es más
que una ilusión. Sólo en apariencia se puede decir que gozamos de libre albedrío. Lo que
ocurre de hecho es que siempre estamos determinados en nuestras elecciones de un modo
u otro. Es la llamada posición determinista y puede adoptar las siguientes perspectivas.
a.1 Determinismos científicos (biológico, físico, sociológico, psicológico)
— Biológico: De acuerdo con esta visión, el hombre estaría determinado por
factores de orden orgánico desarrollados en el curso de la evolución y relacionados con
el código genético, el sistema nervioso, los instintos, etc. Habría pues un conjunto de
leyes biológicas —de la especie humana y de la herencia individual— que el hombre
seguiría irremisiblemente en su conducta y que harían ilusoria la libertad de elección.
Un ejemplo típico de esta forma de determinismo es el representado por la
Sociobiología. Edward O. Wilson publicó en 1975 un polémico libro titulado
Sociobiología: la nueva síntesis. Defiende allí que hasta las formas más complejas del
comportamiento humano (el altruismo entre ellas) están, casi con toda seguridad,
controladas por los genes, y que sólo es cuestión de tiempo que seamos capaces de
localizar y modificar esos genes específicos explicativos de nuestro modo de obrar.
A pesar de que Wilson se ha intentado explicar después con algo más de sutileza,
parece difícil desde esa perspectiva escapar a la acusación de reduccionismo. Da la
impresión de que, aunque por ahora sólo de forma promisoria, se cree poder dar razón de
cualquier hecho humano atendiendo únicamente a la biología y, en particular, a la
genética. Haciendo tanto hincapié en la condición natural del hombre parece olvidarse
aquí su condición cultural, reduciendo ésta a aquélla. Pero, como ha objetado
acertadamente Mariano Artigas, “¿no es la cultura algo mucho más rico, que se encuentra
en otro orden de cosas, aunque los hombres actuemos sin duda sobre una base
biológica?”. Y, parafraseando a Richard Lewontin —un conocido evolucionista
especializado en Genética de poblaciones y famoso opositor a Wilson— añade:
103
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
el fenotipo, que abarca los rasgos que presenta un organismo a lo largo de su vida, no se
hereda: se desarrolla, en parte por acción del genotipo heredado, pero en una compleja
interacción con el ambiente, y contando con el «ruido de desarrollo» debido a los diversos
acontecimientos aleatorios que ocurren durante el desarrollo y que no están
predeterminados. Además, en el caso del hombre, «sobreimpuesto al gen y al ambiente
se halla la conciencia del yo, que actúa como vehículo de las interacciones sociales que
influyen sobre el desarrollo» (Artigas 1992: 83, 85).
Es obvio que la libertad humana es siempre una “libertad en situación” y que entre
estas situaciones se halla también nuestra corporeidad. Por ser corpóreo, el hombre es
sujeto de dinamismos inconscientes, involuntarios y de una complejísima vida afectiva
irreductible muchas veces a la voluntad consciente. Pero no parece haber en el ser humano
verdaderos instintos que determinen nuestro comportamiento. Además, las formas en que
respondemos a los distintos dinamismos que nos “recorren” son diversas según las
culturas. En realidad, como ha dicho Gevaert,
la penetración cultural es tan profunda, tanto en el modo de satisfacer las necesidades
como en la especificación misma de esas necesidades y de los dinamismos, que nunca es
posible determinar exactamente lo que es dinamismo involuntario y lo que es
encuadramiento cultural; siempre están presentes contemporáneamente ambas cosas
(1995: 221).
Por eso cabe integrar y asumir esos dinamismos de forma que contribuyan a un
desarrollo equilibrado de nuestra personalidad o fracasar en ese intento de síntesis dando
lugar a todo tipo de patologías psíquicas.
Otra versión de este determinismo biologicista también hoy muy extendida es la
que hace depender nuestras decisiones del sistema nervioso y, en última instancia, del
cerebro. El libre albedrío no sería así más que una “ficción cerebral”. Aunque desde el
punto de vista subjetivo todos nos sentimos libres, al decir de autores como Francisco J.
Rubia esa impresión sería pura y simplemente falsa.
Los experimentos realizados primero por Benjamin Libet en California y posteriormente
replicados en Inglaterra y en Alemania —arguye este autor— indican que cuando un
sujeto libremente intenta realizar un movimiento, la actividad cerebral inconsciente
precede a la sensación subjetiva de ese movimiento y al movimiento mismo. Con otras
palabras: la impresión subjetiva del movimiento no es la causa de éste, sino que esa causa
procede de una previa actividad inconsciente. El yo consciente se atribuye funciones,
como la decisión de mover una extremidad, que no controla [...]. Hoy por hoy —
104
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
concluye—, los datos apuntan a que la libertad, tal y como la entendemos, es decir, de
acción y de decisión, parece ser una ficción (2011: 8-9).
¿Tiene razón el profesor Rubia? Las nuevas técnicas de exploración cerebral han
permitido sin duda, obtener resultados valiosísimos para el avance de las neurociencias.
Sin embargo, son técnicas que llevan consigo problemas muy serios para la adecuada
interpretación de dichos resultados, sobre todo de cara a asociar la experiencia subjetiva
con las imágenes que proporcionan. En primer lugar, hay que tener en cuenta que
los estudios de neuroimagen sólo ilustran un aspecto parcial de los procesos biológicos
que están sucediendo. Vemos de modo estadístico, por ejemplo, qué zonas cerebrales
reciben más flujo sanguíneo cuando se da cierto fenómeno, pero no sabemos si ese
aumento es la causa directa del fenómeno explorado o, por el contrario, su efecto. En
segundo lugar, la interpretación adecuada de los resultados depende mucho del diseño
experimental que se adopte y de cuál sea el esquema seguido en la exploración [...] Y,
por último, no hay que olvidar que, en general, las actividades de la vida diaria son
complejas y no son fáciles de explorar sin someterlas a simplificaciones que pueden
desnaturalizarlas; de hecho, los paradigmas exploratorios habituales en este tipo de
experimentos carecen del componente «global» que se da, por ejemplo, en las
interacciones sociales (Giménez Amaya y Sánchez-Migallón 2010: 112-113).
Por tanto, es muy discutible que los experimentos a los que se refiere Rubia tengan
que ser necesariamente interpretados en el sentido en que él lo hace. Que a una decisión
libre suela acompañar una impresión subjetiva no significa que ésta sea causa de aquélla,
ni que los tiempos de la conciencia y del sistema nervioso se puedan medir con el mismo
canon. Debería haber aquí, para empezar, un estudio profundo de la relación entre
temporalidad, conciencia y causalidad que se echa de menos en los neurocientíficos que
abogan por una interpretación determinista y consideran la libertad como una pura ficción
cerebral44. Por otra parte, el propio Libet, como consecuencia de sus investigaciones,
rechaza que el hombre sea autor último de sus decisiones pero sí admite un cierto poder
de veto consistente en la capacidad que, según él, la conciencia tiene para abortar o
bloquear una acción iniciada por el cerebro (Libet 2004)45.
Roger Penrose ha llegado a sugerir, por ejemplo, que “es probable que estemos equivocados al aplicar
las reglas físicas usuales para el tiempo cuando consideramos la conciencia. Existe, efectivamente, algo
muy singular en el modo en que entra el tiempo en nuestras percepciones conscientes en cualquier caso, y
pienso que es posible que sea necesaria una concepción muy diferente cuando tratamos de colocar las
percepciones conscientes en un marco convencional de ordenación temporal” (1995: 550).
45
Recomendamos, no obstante, la consulta del trabajo de Batthyany (2009). Se encontrará allí un análisis
pormenorizado de las diversas interpretaciones reduccionistas y no reduccionistas de los citados
experimentos. Su conclusión personal es que no hay objeción a la admisión de una causación consciente al
menos en determinados casos y circunstancias. También resultará muy útil Murillo y Giménez-Amaya
44
105
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
Ocurre en realidad que el problema del movimiento voluntario y de la toma de
decisiones es extremadamente complejo y no parece que pueda haber una explicación
neurofisiológica convincente y completa. Como ha advertido el profesor Thomas Fuchs,
eminente neurocientífico y filósofo, aunque las actuales técnicas de neuroimagen son muy
útiles para explorar el sistema nervioso no nos pueden proporcionar una imagen unitaria
del cerebro y de su actividad funcional.
En los experimentos citados, podríamos añadir, se presupone la asignación de la
libertad a un estado o a una cadena de estados mentales determinados de forma causal y
directa por procesos neuronales, mientras que nuestro conocimiento y vivencia de los
actos de libre albedrío atribuye éstos a la persona en su totalidad (Fuchs 2006).
La perspectiva neurocientífica, por sí sola, resulta pues insuficiente para explicar
cuestiones fundamentales relativas a la naturaleza y la acción humana. Quizás fuera esto
lo que llevó a John Eccles hace algunos años a concluir que —tratándose de dichas
cuestiones— el cerebro no se basta a sí mismo y requiere de una mente autoconsciente
unida a los mecanismos neuronales de un modo tal que actúa sobre ellos (Popper y Eccles
1982: 310ss)46. Sin necesidad de adherirse a esta especie de dualismo incipiente, lo que
quiero mostrar con ello es la relatividad de los “datos” científicos —que exigen ser
interpretados desde una perspectiva reflexiva e interdisciplinar en el ámbito interno de las
ciencias experimentales pero también en conexión con conocimientos de otra índole—
cuando lo que pretendemos es afrontar asuntos decisivos para la concepción del propio
hombre y de su vida47.
Lo que sí puede concluirse con certeza de estos y otros experimentos es que el
proceso decisorio del ser humano tiene un correlato físico y que, en ese proceso, las causas
probables de la acción y la impresión subjetiva de libertad no tienen por qué coincidir en
el tiempo (en realidad, como Rubia recuerda, tampoco lo hacen siempre espacialmente
dado que a veces se “localizan” en regiones diferentes del cerebro). Pero
eso no implica que sea un proceso determinista el que controle de hecho nuestras
decisiones humanas, a manera de resultado inevitable de fenómenos neurobiológicos de
nivel inferior. El sistema nervioso humano es sumamente complejo y dinámico, y permite
(2008a, 2008b). Todo el cuaderno en el que este último artículo se inserta es un monográfico sobre
neurociencia y libertad.
46
El propio Eccles admite que “puede darse una discrepancia temporal entre los acontecimientos nerviosos
y las experiencias de la mente autoconsciente” (Popper y Eccles 1982: 406) y formula una hipótesis
explicativa muy personal y sugerente, bien distinta de las hipótesis materialistas al uso (Popper y Eccles
1982: 408-410, 422-423).
47
Es lo que intentan justificar precisamente Murillo y Giménez-Amaya (2009).
106
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
que las personas (en cuanto que seres completos) generen elecciones reales y dispongan
de una cierta forma de libertad (Jeeves y Brown 2010: 132).
Además, parece claro que las deliberaciones que forman parte del proceso
decisorio afectan de una manera u otra a nuestro futuro o al de los otros y que, en cuanto
tales, en lo esencial dependen de nosotros (considerados a título de “razonadores
prácticos”). Es verdad que incluso en el ámbito de lo voluntario no siempre somos
conscientes en el momento mismo de la decisión de sus causas eficiente y final, y por
tanto no todas nuestras voliciones son estrictamente libres (es lo que ocurre con los actos
voluntarios espontáneos, fruto de hábitos y modos de pensar), pero tratándose de actos de
voluntad deliberados no creo que pueda ponerse en duda su carácter libre.
La responsabilidad personal ante los dilemas morales —en especial los que
implican alguna forma de interacción social— quizás sea una muestra de lo que decimos.
Los experimentos de Joshua D. Green que investigan la actividad cerebral de las personas
cuando se ven sometidas a la necesidad de decidir sobre situaciones límite (de vida o
muerte) no sólo sugieren que la decisión depende sobre todo de nuestra inteligencia
emocional y, en menor medida, de la cognitiva, sino que muestran que los individuos
emplean para decidir un tiempo distinto según el tipo de motivación que tomen en
consideración (Shenhay y Green 2010). Aunque Green es determinista, ¿no podrían ser
interpretados estos datos como la expresión de que tenemos un cierto control en la
deliberación y aún en la decisión?
Que así es en efecto, que tenemos —hablando en términos generales— capacidad
de dirección sobre nuestro sistema neuronal se comprueba, por ejemplo, en la terapia
cognitiva. Cuando los psicoterapeutas proporcionan al paciente consejos y herramientas
para que pueda orientar sus pensamientos de forma saludable, cuando —dicho un modo
más técnico— le dotan de “entradas simbólicas al sistema” para que el enfermo pueda
dirigirlo y conducirlo de manera que las antiguas “entradas del sistema neuronal de
tratamiento de la información no se conviertan automáticamente en impulsos para el
sistema neuromotor”, le están ayudando a recuperar las riendas sobre su vida y a
modificar el mundo en el que vive de acuerdo con sus ideas, proyectos y formas de pensar,
es decir, a ser más libre.
Algo parecido se puede afirmar en relación con los procesos educativos, que
tienden precisamente a incrementar nuestra autonomía promoviendo un cierto control
sobre nuestro sistema neuronal de modo que desarrolle ciertas capacidades en un grado y
manera que antes no tenía.
107
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
En definitiva, como ha dicho Tirso de Andrés,
un animal actúa movido directa e inmediatamente por los objetos que elabora su sistema
de tratamiento de la información en función de las entradas externas del sistema y de su
estado interior. El hombre tiene, por el contrario, la capacidad de sustraerse a ese
comportamiento «espontáneo» de su sistema nervioso: puede prescindir de las entradas
del sistema —de la semántica— y «reflexionar», tanto sobre las entradas como sobre la
forma de tratar esa información [...].
De esta manera, no está atado a las formalizaciones ya existentes, ni se limita a elegir
entre ellas, sino que puede elaborar formalizaciones nuevas, o establecer determinaciones
que no estaban dadas por las ya existentes. El hombre resulta así un animal capaz de
pensar y de hacer proyectos, sin estar atado al presente que determinan las entradas del
sistema, sino considerando nuevas posibilidades [...]. Ni estoy determinado ni floto en la
indeterminación, sino que me dirijo según las determinaciones que elaboro (Andrés 2002:
201-202).
— Físico: Aunque el determinismo biológico responde al problema de la libertad
desde un análisis concreto referido a la especie humana y a sus particulares “conquistas”
evolutivas, considera al hombre en clave materialista y en su pura condición de animal.
Lo que hacen los defensores del determinismo físico es continuar esta línea de un modo
aún más radicalizado, reduciendo toda actividad animal (del mismo modo que toda
actividad natural) a procesos de carácter físico-químico
El universo se convierte así en un inmenso mecanismo regido por estrictas causas
eficientes de orden físico, que son además absolutamente previsibles. En el siglo XIX,
Laplace formuló el determinismo que aquí se presenta de un modo que ha resultado ser
paradigmático:
debemos ver el estado presente del universo —decía él— como el efecto de su estado
anterior y como la causa del que le seguirá. Una inteligencia que, para un instante dado,
conociera todas las fuerzas de las que está animada la naturaleza y la situación respectiva
de los seres que la componen, conocería en la misma fórmula los movimientos de los más
grandes cuerpos del universo así como los del más ligero átomo; nada sería desconocido
para ella, y tanto el futuro como el pasado estarían presentes a sus ojos (Laplace 1812).
¿Qué podemos decir acerca de este “determinismo universal” en la medida en que
afecta al ser humano? En primer lugar, parece obvio que, en cuanto que ser corpóreo, el
hombre está enmarcado necesariamente en las estructuras materiales del mundo físico.
Resulta lógico pensar, por tanto, que al ejercer su libertad ésta se verá limitada por esas
108
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
condiciones e incluso que deberá contar con ellas para expresarse de modo realista. Pero,
independientemente de si la ciencia precisa para su sostén de una naturaleza rígidamente
determinista o de si —como todo parece apuntar hoy— puede y debe dejar un campo al
azar y la indeterminación, lo cierto es que no puede pretender dar razón exhaustiva de
toda realidad a partir de un método que —por su propia naturaleza— hace abstracción de
todo aquello que no sea susceptible de reducción a los hechos u objetos empíricos.
Ni todos los acontecimientos son previsibles en función de relaciones causales
entre sucesos físicos, ni todos son reductibles a ellos. A este último respecto hay que
afirmar que, aunque el método científico deje razonablemente a un lado la subjetividad,
los valores o las causas finales para centrarse en los aspectos objetivos, falsables o
verificables —en todo caso regularizables en forma de leyes—, lo que no puede hacer sin
caer en cientificismo es rechazar la existencia de todo aquello que no quepa dentro de
estos cánones.
Pero, además, hay causas accidentales (de carácter azaroso) y causas obradas por
agentes conscientes que obran por un fin, que hacen prácticamente imprevisible nuestro
acontecer. Así, —el ejemplo es de Arregui y Choza— que el juego del billar obedece en
última instancia a las leyes propias de la mecánica resulta tan claro que sólo la existencia
de éstas hace factible desarrollar de hecho ese juego. Pero eso no significa en modo
alguno que la siguiente jugada sea previsible. Y no sólo por el hecho de que el jugador
puede ser inexperto —lo que no afectaría a la cuestión que aquí tratamos— sino porque,
dado el caso, un experto jugador, conocedor de la jugada correcta, puede optar por una
decisión diferente —fallida— para permitir que gane su chica.
Lo que esto nos enseña es que “el ser humano es capaz de usar en su propio
beneficio y según sus propios propósitos las leyes naturales” (Vicente Arregui y Choza
2002: 405), de modo que la existencia de éstas en modo alguno implica el determinismo
de sus decisiones y acciones. Más aún, como ha notado Gevaert, “mirando las cosas más
de cerca, es preciso decir que la libertad es una condición sine qua non para que pueda
hablarse de procesos causales y de leyes físicas. Precisamente porque el hombre toma
distancias frente a las cosas es por lo que le es posible comprobar procesos causales,
vinculaciones determinadas (1995: 219)” e incluso actuar sobre el mundo natural
organizándolo de una manera nueva, creando nuevas formas e introduciendo en él nuevos
significados de orden superior. Dicho de otro modo, puesto que el hombre es capaz de
conocer las leyes que rigen el dinamismo natural y, al mismo tiempo, puede adoptar una
cierta distancia respecto de ellas utilizándolas y orientándolas hacia fines de carácter
109
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
humano (es decir, es libre), cabe decir —una vez más— que el hombre no es sólo un ser
natural sino cultural.
A lo mencionado hay que añadir, por otra parte, que el determinismo físico —en
tanto que determinismo universal— puede refutarse por reducción al absurdo. Es éste un
procedimiento del que ya se sirvió Epicuro en la antigüedad clásica: “quien diga que todas
las cosas ocurren por necesidad —aseguró— no puede criticar al que diga que no todas
las cosas ocurren por necesidad, ya que ha de admitir que la afirmación también sucede
por necesidad” (fragmento XL).
Eccles ha glosado el argumento de un modo que parece conectar con las
afirmaciones de Gevaert antes citadas: “Si el determinismo físico es cierto, ese es el fin
de toda discusión o argumento; todo ha terminado. No hay filosofía (ni ciencia). Todas
las personas humanas han quedado atrapadas en esta inexorable red de circunstancias que
no pueden romper”. Y, en un sentido algo diferente, añade:
Lo que creemos estar haciendo no es más que una ilusión. ¿Quién va a vivir de acuerdo
con esto? Incluso ocurre que las leyes de la física y toda nuestra comprensión de la física
es el resultado de la misma inexorable red de circunstancias. Ya no es cuestión de luchar
por la verdad a fin de comprender qué es este mundo natural, cómo se produjo y cuáles
son las fuentes de su modo de operar. Todo ello no es más que ilusión. Si estamos
dispuestos a tener este mundo físico puramente determinista, habremos de permanecer en
silencio. Alternativamente, si creemos en un mundo abierto, entonces tendremos todo un
mundo de aventuras, usando nuestras mentes, nuestro entendimiento, a fin de desarrollar
ideas progresivamente más sutiles y creadoras (Popper y Eccles 1982: 614).
Un mundo de aventuras, sí, pero también de responsabilidad, donde cabe el
progreso pero también la regresión, el sentido lo mismo que el sinsentido, la búsqueda de
la plenitud de la vida humana tanto como su empobrecimiento o abandono.
— Sociológico: Si en los dos tipos de determinismo antes considerados lo que se
hace es enfatizar la dimensión “natural” del hombre hasta el punto de disolver
prácticamente su condición socio-cultural, el determinismo sociológico apunta
justamente en sentido contrario: se hace un hincapié casi exclusivo en la dimensión
cultural del ser humano en menoscabo de su carácter natural. Desde este punto de vista,
se dirá que el hombre está determinado en sus elecciones y acciones por la presión social,
el ambiente, la educación...
110
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Quizás el defensor más representativo de esta forma peculiar de determinismo
haya sido el psicólogo conductista Burrhus Frederic Skinner. Concebida como organismo
biológico en interacción con un ambiente social, la persona es —para Skinner— un
sistema de conducta coextensivo e interdependiente con ese ambiente. Lo que somos se
manifiesta en nuestro comportamiento, y es el conjunto de contingencias (y de las
relaciones entre ellas) que han ido conformando paulatinamente pero especialmente en la
infancia nuestros repertorios de conducta, lo que nos ha otorgado la identidad en que nos
reconocemos.
Entre esas contingencias, las hay de carácter antecedente —como los factores
biológicos, históricos o los estímulos actuales—, pero son sobre todo las variables
relacionadas con los efectos que un comportamiento provoca las que contribuyen en
mayor medida a consolidar, restringir o eliminar una determinada forma de conducta.
Cuando una conducta acarrea consecuencias valiosas o agradables para el sujeto, o le
evita situaciones desagradables por las que siente aversión, se habrán dado contingencias
de refuerzo (positivo en el primer caso, negativo en el segundo) y aumentará la
probabilidad de ocurrencia de dicho comportamiento.
Skinner pretende que esta concepción del hombre tiene un carácter rigurosamente
científico y que sirve no sólo para explicar lo que uno es y cómo se comporta, lo que en
el fondo vienen a ser lo mismo, sino para dar razón de las culturas y de los grupos sociales.
En los dos ámbitos es la llamada “selección por consecuencias” la que sirve de pauta
explicativa. Ciertamente, dados la complejidad y el número de las variables
intervinientes, la explicación que así se alcanza no se presenta en términos de verdad
absoluta, pero sí proporciona —según su autor— una certeza altamente probable48.
Desde estos presupuestos, en obras como Walden dos (1948) o Más allá de la
libertad y la dignidad (1971), Skinner ha propuesto toda una pedagogía basada en
sistemas de control no aversivo y dirigida a la modificación de la conducta mediante
procedimientos de “refuerzo positivo”:
si está en nuestras manos crear cualquier situación que sea agradable a una
persona, o eliminar cualquier situación que le desagrade, podemos controlar su
conducta. Si queremos que una persona se comporte de una forma determinada,
nos bastará con crear una situación que le agrade, o eliminar una situación que le
desagrade. Como resultado, aumentará la probabilidad de que se comporte de la
48
Sea como fuere, dicha explicación se apoya en una visión determinista del comportamiento humano,
predecible a partir de un análisis funcional de la relación entre conducta y ambiente.
111
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
misma forma en el futuro. Y esto es precisamente lo que queremos. Técnicamente
se llama «refuerzo positivo» (Skinner 1974 [1948]: 289).
Dicho llanamente: puesto que la libertad no es más que una ilusión, una palabra
que empleamos porque no sabemos hasta qué punto nuestra conducta está determinada;
o, en el mejor de los casos, un mero sentimiento, lo que hemos de intentar es evitar que
esa determinación sea negativa, desagradable, perjudicial para el individuo y para la
sociedad. La educación, sobre todo en sus primeras etapas que son las decisivas, ha de
establecer sistemas de condicionamiento y refuerzo capaces de hacer que el niño se sienta
a gusto, libre, y que en ese ambiente aprenda lo que es bueno para sí y para los otros de
modo que actúe siempre, no por miedo, sino por la gratificación del refuerzo. Sólo así
tendremos ciertas garantías de que acabará haciendo suya esa conducta y de que, en el
futuro, aprendiendo a conocerse a sí mismo sea apto para establecer por sí solo repertorios
conductuales que sirvan de control de otros repertorios hasta abarcar, si fuera posible, su
entero comportamiento.
No se puede negar que de esta especie de “ingeniería de la conducta” quepa extraer
ciertos aspectos positivos —como poco— desde el punto de vista de la educación del
propio carácter. En este sentido, no podemos dejar de reconocer la importancia de los
hábitos y tampoco podemos pasar por alto la influencia que sobre nuestra personalidad
tiene nuestro comportamiento. Aunque lo razonable y saludable desde el punto de vista
psicológico es que el modo de obrar siga al modo de ser, pensar y sentir, es una ley básica
de la psicología del sentido común, verificable en cada momento de nuestra experiencia,
que cuando uno no actúa como piensa acaba pensando como actúa. Hasta tal punto es
importante en el hombre una cierta unidad y equilibrio interior que cuando la coherencia
no se alcanza consciente y voluntariamente, se busca inconscientemente y por otros
medios. Nada hay que oponer, por tanto, al reconocimiento de que hay que atender a la
conducta para un correcto desarrollo de nuestra personalidad. Lo que nos parece objetable
del planteamiento skinneriano, desde el principio, es el poso de mecanicismo que esta
propuesta deja entrever en su fondo.
Desde este punto de vista, es perfectamente lógico que Skinner se plantee como
fin último de sus ideas crear culturas que favorezcan que las personas se comporten de
manera ética sin esperar a que la “razón” les convenza de adoptar tales prácticas, e incluso
que arguya a su favor con el hecho de que podamos reconocer que nos portamos mal y,
sin embargo, sigamos haciéndolo. Pero me parece que una consideración realista de lo
humano no implica necesariamente desembocar en la suerte de pesimismo antropológico
112
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
que Skinner parece adoptar y en el que los sujetos —fracturados y divididos consigo
mismos— sólo pueden aspirar a “sentirse libres”. ¿De qué serviría establecer un programa
perfectamente diseñado —se supone que por los psicólogos más capaces, avezados y
honestos— para el logro de una humanidad feliz, si no son las personas las que se plantean
conscientemente ese objetivo y se comprometen activamente con él?
Por otra parte, que pueda hablarse —en un sentido amplio y flexible— de “leyes
psicológicas y sociales”, no significa que esas leyes determinen inevitablemente nuestras
decisiones y conductas. De modo análogo a como decíamos que el hombre puede usar de
las leyes de la mecánica, también puede hacerlo con este otro tipo de leyes. Nuestro
margen de maniobra será, de hecho, mayor o menor según los casos, pero siempre cabe
la posibilidad, cuanto menos, de relativizar la influencia de esos factores supuestamente
determinantes. Y con eso basta para afirmar nuestro libre albedrío.
— Psicológico: La especie de determinismo más radical y de mayor complejidad
es el determinismo psicológico. Se podría incluir en esta categoría al psicoanálisis
freudiano, que deja al individuo prácticamente inerme ante la fuerza de los dinamismos
involuntarios (“las pasiones instintivas —llegará a decir Freud (1988 [1930]: 3046)— son
más poderosas que los intereses racionales”), pero normalmente se entiende como forma
más representativa de este tipo de determinismo la posición defendida por el filósofo
alemán Gottfried W. Leibniz.
De acuerdo con este autor, la voluntad humana sigue siempre y necesariamente en
sus decisiones al motivo más fuerte. Si no fuera así, si no estuviera también regida por el
principio de razón suficiente y determinada por aquello que le aparece como lo más
conveniente, quedaría indecisa. No cabe hablar por tanto en el ser humano, al menos de
un modo propio, de libre albedrío:
aunque obremos con espontaneidad, en la medida en que el principio de acción está en
nosotros, [...] y que no es necesario que nos muevan como si fuéramos marionetas, y
aunque nuestra espontaneidad viene unida a conocimiento y deliberación o elección, lo
cual determina que nuestros actos sean voluntarios, no obstante, hay que admitir que
siempre estamos predeterminados (Leibniz 1948: 480; ver también 2012 [1710], I, 50).
En cierto modo, este tipo de determinismo —que a título crítico coloca a la
voluntad humana en una situación que recuerda a la del famoso asno de Buridán, muerto
por inanición ante la imposibilidad de decidir entre dos montones de heno absolutamente
iguales— recoge parcialmente lo que los otros dicen (que estamos obligados por nuestra
113
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
condición biológica, física o social), pero da un paso más al asegurar que todos esos
factores determinan lo que nos parece bueno y no nos dejan espacio para una verdadera
elección. Desde esta perspectiva, incluso, el libre albedrío aparecería como algo irracional
y contradictorio, pues ¿cómo podríamos no elegir lo que se nos presenta como más
conveniente? La conciencia de libertad que acompaña al ser humano en sus decisiones no
sería otra cosa que la experiencia de que elegimos, sin violencia, a favor de ese motivo
eminente y potentísimo.
Se trata, como puede verse, de una posición llena de sutileza y difícil de abordar
desde una perspectiva crítica pues es cierto que toda decisión se apoya sobre motivos y,
a la postre, el que triunfa de algún modo parece demostrar con ello ser el más fuerte. Sin
embargo, creo que hay un modo de salir de este atolladero que pasa por distinguir entre
motivos impuestos y motivos propuestos. En efecto, si los motivos se presentan a mi
voluntad como algo externo y determinante sin duda que aquélla se verá coaccionada y
no podremos hablar de verdadera elección. Pero si son, en cambio, motivos que de alguna
manera nos proponemos o que al menos conocemos y acogemos, y que sometemos a
ponderación en el proceso de deliberación, lejos de rechazar la realidad del libre albedrío
lo que habremos hecho es caracterizarlo adecuadamente y como es debido.
En este último caso, la elección habrá de ser explicada como un ejercicio de
autodeterminación fruto de la posesión y dominio que –en mayor o menor medida—
podemos tener sobre nosotros mismos. “Para decidir, —se ha dicho muy
expresivamente— es preciso decidirse a decidir. Pero si el proceso deliberativo es
interrumpido por un acto voluntario, cuál sea el peso específico de las razones a favor y
en contra depende de la propia voluntad” (Vicente Arregui y Choza 2002: 398).
Alejandro Llano ha analizado y desarrollado esta fenomenología de la decisión de
un modo que creo que da cumplida respuesta tanto al psicoanálisis freudiano como al
determinismo de Leibniz:
Los verdaderos motivos —advierte en primer lugar— no se dan en el nivel de las
tendencias, sino de las «pre-tensiones». [...] Y el valor de cada una de estas «pretensiones» no depende de la fuerza con que las sentimos, sino del término objetivo de la
tendencia. Las pulsiones que en el hombre —en cuanto tal— acontecen, no son
«compulsiones». Cabe retrasar —e incluso omitir— su satisfacción, hasta el punto de
dejarse morir. Son tendencias que exigen un suplemento, que ha de ser aportado por la
decisión libre. El hombre ha de secundar sus tendencias, ser cómplice de ellas, decidirse
a satisfacerlas. Y, además, no se nos da hecha la manera de cumplirlas [...].
114
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Pero —por otra parte— esta determinación de sí mismo por sí mismo, debe ser tal que se
articule, en el proceso de deliberación, con el curso de la motivación, que en ella termina
por resolverse. Al decidir algo, yo me decido, pero, si mi decisión es racional, lo hago
porque tengo motivos para ello. [...] Por un lado, los motivos influyen indudablemente en
la decisión; mas, por otro y sobre todo, el curso de la motivación, en el proceso
deliberativo, no se resuelve más que cuando yo decido, es decir, corto el proceso con mi
elección (Llano 1985: 75-78).
En general, si los determinismos científicos pueden sostenerse de algún modo es
porque separan el concepto de libertad (sometido a análisis crítico desde diversos puntos
de vista) del ejercicio de la misma. Obrando así, sin embargo, se exponen a todo tipo de
paradojas vitales entre el reduccionismo científico y la vida diaria —regida por el sentido
común—, demuestran desconocer lo que significa realmente la libertad y no otorgan la
consideración debida a la forma inmediata en que se nos presenta aquélla como un dato
de la conciencia que no puede obviarse. Volveremos sobre este punto cuando presentemos
los argumentos a favor de la existencia del libre albedrío.
Pero es que además, esas diversas formas de determinismo, al hacernos conscientes de
los factores que influyen en nuestras decisiones, pueden ayudarnos indirectamente a
debilitar su fuerza supuestamente determinante y transformarla en meramente
condicionante. Paradójicamente, se podría decir así que —como cualquier otra forma de
saber del que soy consciente— los determinismos nos ayudan a ser más libres.
a.2 Determinismos religiosos
Aparte de los determinismos que hemos llamado científicos, hay una segunda
perspectiva o categoría que podríamos calificar de religiosa (o teológica) y que incluiría
tanto las diversas formas de panteísmo como el teísmo.
Carentes del concepto de creación, los panteísmos suelen considerar el universo y
todo lo que forma parte de él como emanación o manifestación —concebida en forma
diversa según los casos— de lo divino. En particular, el ser humano sería una parte quizás
especialmente significativa de ese despliegue pero, aún así, estaría incluido dentro de un
todo regido por fuerzas que no controla. En ese contexto, es entendible que la libertad
individual no quede muy bien parada y se vea sometida —como toda realidad— a un
determinismo de carácter metafísico-místico.
115
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
Un ejemplo clásico de esta forma de determinismo lo encontramos en el
estoicismo. Para los estoicos, un Logos o Alma del mundo “rige” el universo de acuerdo
con una ley inmutable. Todo está determinado por esta ley y aunque se reconoce una
cierta providencia en ese gobierno, se trata de un proceder que atiende a los “intereses”
del todo y no de una parte concreta como puedan ser los individuos. Para éstos, por tanto,
sólo queda el integrarse en ese orden natural y con-formarse con un devenir que está de
una manera u otra escrito y ha de suceder sin remisión.
A este respecto, la situación del teísmo (consideraremos en particular el cristiano)
es bastante distinta pero también difícil. Por una parte, se aboga por la distinción real
entre Dios y sus criaturas, y se reconoce un gobierno razonable del Logos divino sobre el
mundo y una atención amorosa y particular sobre el hombre, creado por Dios con un ser
personal, a su imagen y semejanza, y cuya libertad respeta escrupulosamente. Pero, a la
vez, se afirma la existencia de un plan sobre el mundo que el propio Dios establece y que
por tanto conoce y quiere, un plan que, en consonancia con la infalibilidad de la ciencia
divina y la eficacia de su voluntad, se ha de cumplir, y —puesto que Dios interviene como
Causa primera en todas las acciones de sus criaturas— no precisamente sin su concurso.
La pregunta surge entonces de modo obvio: ¿cómo conciliar ambas tesis?
La problemática es compleja y tiene una larga historia que no podemos considerar
ahora con detalle: nos llevaría demasiado lejos y no viene al caso de lo que aquí
pretendemos. Además, es una polémica propia de contextos racionalistas y tendentes al
antropomorfismo desde los que, precisamente, la cuestión se torna irresoluble. No
obstante, no me resisto a reproducir aquí una propuesta que me parece sugerente, más que
nada en relación con la primera parte de la cuestión.
Citando a P. T. Geach, Arregui y Choza precisan que
la ciencia divina «no quita ni la libertad ni la contingencia ni la posibilidad de
alternativas: las establece. El conocimiento de Dios no obliga a la historia del
mundo a seguir un rumbo fijo; abraza todas las alternativas y es igual para toda
ellas». Quizá la dificultad en articular la ciencia divina y la libertad humana se
deba a la utilización de un paradigma mecanicista, a una utilización indebida de
la «imagen» de Dios como Arquitecto del mundo, o como Constructor de los
perfectos engranajes del mecanismo del mundo. Si el paradigma mecanicista de
Dios como relojero, es sustituido por otro extraído de la teoría de juegos, y le
consideramos como un perfecto jugador, la cuestión de la articulación entre
libertad y presciencia divina cambia bastante. Si Dios es un jugador, entonces le
116
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
gusta tener a alguien con quien jugar de verdad, de manera que cada uno juega
por sí mismo. Dios no predetermina las jugadas de los seres humanos de modo
que no sean libres, ni hace trampas, sino que sabe jugar mejor de tal manera que
puede enderezar una partida a favor de los seres humanos por desastrosas que
hayan sido las jugadas libremente realizadas por éstos. El perfecto jugador no
necesita anular la libertad de los restantes jugadores ni hacer trampas saltándose
las reglas del juego que él mismo ha inventado, sino todo lo contrario: necesita
que los demás participantes jueguen por sí mismos y que se mantengan las reglas
porque sólo así puede aparecer como el jugador más perfecto y serlo (2002: 403404).
La compatibilidad entre el concurso divino y la existencia de la voluntad libre en
el hombre —dentro del plan de Dios— es aún más difícil de afrontar y de poco sirven
todas las distinciones y sutilezas que el pensamiento escolástico multiplicó casi hasta el
infinito. Quizás sea Jacques Maritain el pensador contemporáneo que más ha hecho por
iluminar algo esta oscura cuestión49. Sin embargo, aunque no todos los intentos son
superfluos y sin valor, me parece que lo más razonable es conformarse modestamente con
el reconocimiento de nuestra incapacidad para entender el modo en que Dios conoce y
quiere, así como la manera en que su obrar se relaciona con el nuestro.
Sea como fuere, para mostrar que nuestra libertad es compatible con su
Inteligencia y su Voluntad siempre nos quedará, al menos, un argumento de carácter
negativo: si no gozáramos efectivamente de libre albedrío ante Dios no podríamos obrar
mal y estaríamos determinados a la salvación. Que somos capaces de obrar mal es obvio.
Pero eso mismo “prueba” que somos libres y que, por tanto, estamos llamados a la
salvación pero no predeterminados a ella.
Terminemos ya este extenso apartado. Se podría pensar que entre determinismo y
libertad no hay término medio posible sino manifiesta incompatibilidad. Esta es la
posición que defienden los autores llamados incompatibilistas. También así lo hemos
considerado nosotros50. Si el determinismo fuera cierto, en efecto, significaría que sólo
existe un curso posible de acontecimientos que sería independiente de nuestra voluntad.
49
Se puede encontrar una presentación detallada y en algunos aspectos crítica de su posición en mi Álvarez
Álvarez (2004: 356-373).
50
A los que defienden la existencia del libre albedrío y consideran éste incompatible con toda forma de
determinismo se les suele aplicar la etiqueta de libertaristas. No es un término éste que me convenza en
absoluto ni creo que perfile adecuadamente el estatuto de la libertad de elección que aquí defenderemos.
Yo lo reservaría para calificar la posición sartreana que examinaremos a continuación.
117
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
Pero en tal caso, resulta imposible seguir manteniendo que somos libres pues lo libre —
como vendría a decir Aristóteles— es aquello cuyo principio depende de nosotros. Gozar
de libre albedrío no implica, obviamente, absoluta impredecibilidad sobre nuestras
decisiones (o, dicho de otro modo, un completo indeterminismo que se “resuelva” por
azar) sino más bien la posibilidad de que mis acciones sean predichas a partir de causas
que entren —al menos parcialmente— dentro de mi dominio, es decir, a partir del
conocimiento acerca de causas racionales sobre las que cabe instaurar una especie de
certeza moral (basada en mis promesas, mis proyectos, mi temperamento, mis costumbres
o hábitos, etc.)51.
Pese a que este punto parece claro, no es inusual sin embargo encontrar posiciones
que pretenden hacer compatibles el determinismo y la libertad. Son los llamados
compatibilistas. Aunque de distintos modos y desde posiciones diversas, autores como
Hobbes, Locke, Hume y Stuart Mill en la Edad Moderna, o Ayer, Dennett, Wegner y
otros muchos en nuestro tiempo, han defendido y defienden que aunque estamos
determinados por las leyes de la naturaleza somos libres. El problema para todos estos
autores es el de hacer compatibles el determinismo con la necesidad de un cierto control
consciente de sus decisiones y acciones por parte del sujeto para que pueda decirse que
es verdaderamente libre. El que, aun estando determinados, se pretenda que somos libres
pues siempre cabe la posibilidad de hacer lo contrario de lo que se hace no es un
argumento concluyente si no se explica por qué y cómo se elige una de esas alternativas
de modo voluntario y consciente. Hemos de dar la razón en este punto al profesor Rubia:
“cierto es que tenemos un gran abanico de posibilidades, pero eso no significa que la
decisión que tomamos cuando elegimos una de esas posibilidades sea libre” (2011:11)52.
b) Libertarismo
51
Esta observación puede arrojar luz sobre otra cuestión teológica: la indefectibilidad de los
bienaventurados no menoscaba —antes al contrario, exalta y manifiesta— su libertad. Como se ha dicho
muy acertadamente, “la libertad es mayor cuanto mayor sea la autodeterminación. En el límite, eso supone
que una voluntad máximamente libre es aquella que no puede decaer de sus determinaciones. Por tanto, la
indefectibilidad es consecuencia de la plenitud de la libertad. Que la conducta de una voluntad así
determinada sea predecible, tampoco se opone a la libertad puesto que es una predicción hecha con base en
la autodeterminación” (Vicente Arregui y Choza 2002: 403 n35).
52
Este artículo contiene una síntesis crítica de los más importantes argumentos compatibilistas Quien quiera
tener una idea más detallada de la polémica acerca de la compatibilidad entre libertad y determinismo,
concretamente en el ámbito de la filosofía analítica, puede consultar —además de otros innumerables
textos— la colección de artículos a favor y en contra recopilados por Watson (1982).
118
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
En segundo lugar, cabe afirmar también que el hombre es libre, y que lo es además
de forma absoluta. Es la posición de Jean Paul Sartre, que a veces ha sido caracterizada
como indeterminista e incondicionada y que yo denominaría libertarista. “El hombre –
dirá Sartre— es libre, el hombre es libertad” (1989 [1946]: 25)53.
Al contrario de lo que ocurre en el determinismo, se trata en este caso de un error
por exceso que confunde la libertad de elección con la libertad trascendental,
identificando existencia y libertad humanas. En el fondo, esa confusión quizás proceda
del hecho de que tanto uno como otro tipo de libertad sean, como vimos, innatas. Pues —
como ha advertido con gran rigor Millán-Puelles— no basta con caracterizarlas así si no
se precisa qué se entiende por dicho innatismo, es decir, si “esa libertad es innata en el
hombre por consistir en ella la esencia metafísica (entera o parcial) de éste, o bien por
derivar de esa esencia (globalmente tomada, o sólo en parte)”. Ahora bien, que ninguna
libertad propia del hombre puede ser innata en el sentido del primero de esos modos
parece claro “porque ni la esencia metafísica del hombre es libertad, ni lo es tampoco
ningún componente de esa esencia” (Millán-Puelles 1995: 44). La diferencia radica, por
tanto, en que mientras que la libertad trascendental es innata en cuanto que deriva de la
esencia humana globalmente tomada, la libertad de elección lo es en la medida en que
deriva de ella considerada sólo en una de sus partes (en este caso, la facultad volitiva,
que, en cuanto que potencia operativa, pertenece a la categoría metafísica de los
accidentes).
No está de más advertir, por otra parte, que la indeterminación interior con la que
en última instancia identifica Sartre a la libertad humana, lejos de suponer un camino de
plenitud y autorrealización personal, acaba siendo para él una auténtica fuente de
esclavitud, una carga inasumible y aterradora:
Esta forma de “indeterminismo” nada tiene que ver con el uso que del término se hace en el debate sobre
la existencia del libre albedrío tal como suele plantearse hoy. En efecto, desde un punto de vista científico
a veces se intenta salvar la libertad apoyándose en una determinada interpretación de la mecánica cuántica
según la cual toda acción humana sería una acción indeterminada e impredecible. Es obvio que tal vía no
puede ser adecuada: sin duda, considerar toda acción como indeterminada y azarosa se opone al
determinismo pero no puede sostener la libertad tal como aquí se ha concebido, es decir, como
conocimiento y responsabilidad —en mayor o menor medida— de los actos premeditados e intencionados.
Lo que propone Sartre y aquí es objeto de reflexión crítica es la idea de que, de algún modo, el hombre es
el dueño absoluto de su existencia y, por ende, de su ser.
Como defendemos en el cuerpo del texto, el asunto no puede ser agotado y respondido si uno se mantiene
en el plano estrictamente científico-experimental. Eso no significa que los datos de la ciencia carezcan de
interés. Lo que significa es que han de ser objeto de reflexión filosófica e interpretados a través de una
metodología interdisciplinar. Por lo demás, esta vía pretendidamente científica en la defensa del libre
albedrío tampoco parece que rinda los resultados esperados ni tan siquiera desde esa perspectiva unilateral
(Patarroyo Gutiérrez 2008).
53
119
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
Para la realidad humana, ser es escoger, elegir [...]. El hombre queda totalmente
abandonado, sin socorro de ninguna clase, aguantando el peso insoportable de tener que
fabricarse hasta el último detalle. Por eso, la libertad no es un ser; es más bien el ser del
hombre, es decir, la negación de su ser (Sartre 1993 [1943]: 467).
En definitiva, frente a lo que Sartre pretende, lo cierto es que ni el hombre es
libertad ni es ilimitadamente libre, sino que la libertad es una rasgo propio de su ser (plano
ontológico) que hace posible la realidad de determinadas acciones voluntarias libres
(plano psicológico).
c) Libertad relativa
Por último, es posible afirmar que somos libres, ciertamente, pero que la libertad
de elección que poseemos es —como nuestro ser mismo— una libertad finita, limitada y
condicionada por multitud de factores (precisamente todos los que hemos analizado al
tratar de los diversos tipos de determinismos científicos), una libertad relativa,
dependiente o, si se quiere, “filiada”.
Hay, en primer lugar, condicionamientos y limitaciones de orden externo. Es
obvio, por ejemplo, que no somos independientes del mundo, de la historia, de la cultura
en la que hemos sido educados o de la sociedad a la que pertenecemos y en la que vivimos:
son nuestros cotidianos marcos de referencia y existencia, y ni los hemos elegido ni —
una vez que pasan a constituir nuestra “circunstancia”— podemos considerarnos un todo
ab-soluto (separado) respecto de ellos.
También tiene mi libre albedrío límites que proceden de mí mismo y de la
condición libre que en cuanto que individuo concreto de la especie humana me
corresponde. Desde un punto de vista específico, no somos libres, por ejemplo, de ser
corpóreos o sexuados, o de pertenecer a una determinada raza —por más que este
concepto esté cada vez más difuminado—: tenemos un modo humano de ser, una
naturaleza que nos “define”. Estamos condicionados igualmente por nuestro propio ser
individual: nuestro temperamento y nuestro carácter, nuestro patrimonio genético y
aquellas experiencias tempranas de nuestro desarrollo sobre las que no tuvimos control,
nuestras pasiones y nuestros hábitos.
Incluso podemos decir que nuestra libertad es, en sí misma, una libertad limitada
a priori y con independencia de mis circunstancias, en el orden fáctico. Barrio se ha
referido, en este último sentido, al hecho palmario de que “ninguno de nosotros ha elegido
120
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
libremente ser libre” y, sin embargo, estamos obligados a serlo y a serlo en el modo finito
en que lo somos. Ciertamente, “elegimos desde nuestra libertad pero no elegimos sobre
ella” (Barrio Maestre 1999: 19)54.
Resulta asimismo obvio, a este respecto, que en nuestra libertad de elección hay
también límites de hecho consistentes en la imposibilidad de elegirlo todo (forma parte
de nuestra experiencia el hecho de que a menudo las opciones que se nos ofrecen son
alternativas y ejerciendo nuestro libre albedrío, lo queramos o no, eliminamos
posibilidades de elección). Y límites relacionados con el carácter temporal de nuestras
decisiones (en cuanto que realizadas, uno no puede “dar marcha atrás” ni hacer como si
no hubiesen ocurrido).
Por fin, también resulta inevitable, por la propia naturaleza de nuestra libertad,
que sólo podamos elegir aquello que nuestra inteligencia nos presenta como bueno en
algún sentido (honesto, útil, placentero…). Cabe que el ser humano elija mal, pero no
cabe que elija el mal como tal. De manera similar, podemos concluir que aunque
“elegimos bienes limitados no los elegimos en tanto que limitados sino en tanto que
bienes” (Barrio Maestre 1999: 24).
Todo esto es cierto y, sin embargo, no significa que carezcamos de libre albedrío:
significa que nuestra libertad es inseparable de nuestra contingencia, de lo que somos y
de cómo somos. Precisamente por ello, para los defensores de esta posición —entre los
que me incluyo—, el análisis del libre albedrío no puede disociarse de la vivencia acerca
de su ejercicio, pues de otro modo no nos estaríamos enfrentando con la verdadera libertad
sino con una mala copia, con una pura abstracción.
Considerada así, la libertad aparece como un dato de la conciencia. Aunque no
seamos capaces de explicar con absoluto rigor en qué consiste, cada uno de nosotros sabe
muy bien —sobre todo en la vida práctica— que posee libre albedrío. Es imposible dudar
de su existencia cuando tenemos que decidir sobre un asunto de importancia, cuando se
me reclama responsabilidad o cuando soy yo el que exijo esa responsabilidad a los otros,
cuando soy objeto de alabanza o censura o cuando me corresponde a mí actuar de juez.
Además, como ya hemos apuntado, toda decisión comporta una cierta angustia ante el
54
Desde Kierkegaard, el existencialismo se ha referido a este carácter propio de la libertad (identificada
ésta con nuestro ser-existencia), con el término angustia. Se intenta así ilustrar el estado que nuestra
condición libre y necesariamente falible nos impone. Creemos que hay que considerar tal caracterización
como un tanto excesiva y, desde luego, caben muy diversas interpretaciones de dicho término. Sobre esta
cuestión puede consultarse la interesantísima obra de Von Balthasar (1998).
121
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
riesgo de errar, que no puede ser irreal, como tampoco puede ser ilusoria o errónea la
experiencia del decidir.
Millán Puelles lo ha explicado muy bien:
la vivencia de nuestro libre arbitrio no se deja tomar como una simple ilusión (…) Al no
remitirnos a algo distinto de ella, no puede contener ningún error. Cada vez que nos
decidimos, ejecutamos una actividad formalmente inmanente, tanto como al dudar. Así,
pues, sostener que podemos engañarnos al vivir como libre un acto de decisión, es tan
absurdo como pensar que puede ser errónea la conciencia de hallarnos en una duda. Y de
ello, a su vez, se sigue, enlazando los términos de la comparación, que cuando nos
decidimos no dudamos de estar haciéndolo de una manera libre. La duda puede aparecer
después, mas nunca como fundada en la vivencia del acto de decidir, aunque en su
momento éste se diera bajo una fuerte presión (1974: 162-163).
Si nos adentramos en el orden ético, también se nos hace patente de forma
inmediata la fuerza de la responsabilidad que acompaña a nuestra experiencia moral, de
igual modo que nuestro libre albedrío, pues aquélla implica una posición consciente que
alguien adopta frente a sí mismo y frente al deber que reconoce ha de seguir. Incluso
arguyendo indirectamente, podemos llegar a la misma conclusión, pues
los conceptos de justo e injusto, virtud y vicio, mérito y culpa, alabanza y reproche,
remordimiento y satisfacción, exigen y suponen la responsabilidad de los propios actos,
es decir, la libertad del querer humano. Si el hombre no fuese libre, ¿para qué tantas leyes
y prescripciones, consejos, exhortaciones y súplicas, recompensas y castigos? (Lucas
Lucas 1993: 177).
Por último, cabe también mostrar la existencia del libre albedrío desde un punto
de vista metafísico. Más arriba hemos apuntado el modo. Puesto que el objeto de la
voluntad humana es un bien conocido siempre en la práctica como finito y contingente,
es decir, como no determinante, no puede impedir que en última instancia sea mi decisión
la que acabe inclinando la balanza electiva en un sentido u otro. Rodríguez Luño lo ha
expresado así:
El horizonte universal de la inteligencia —virtualmente infinito— posibilita que el juicio
de la razón práctica acerca de la bondad de los singulares sea libre, y que quede siempre
un margen real para la autodeterminación de la voluntad, cuyo horizonte —la razón de
bien en general— participa de la infinitud virtual de la inteligencia: ningún bien finito (o
infinito, pero finitamente conocido) se conmensura perfectamente con la inteligencia y la
voluntad como para originar un juicio y un asentimiento necesario (1991: 162).
122
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Concluyamos. Aunque nuestra libertad sea limitada y se vea condicionada por
multitud de factores, podemos ser libres y —de hecho— lo somos y ejercemos como tal
de forma constante. No hay oposición entre naturaleza y libertad: “somos naturaleza y
estamos llamados a ser sus continuadores y perfeccionadores. Éste es el sentido y el
ámbito de nuestra libertad” (Andrés 2002: 220). Y para ello, no hay que buscar vivir
ajenos a toda forma de obligación o compromiso, o huir de las reglas que ordenan desde
muy diversos puntos de vista nuestra vida cotidiana. De lo que se trata es de conocer los
condicionamientos y hasta las determinaciones por los que nos vemos afectados, para —
sobre ellos y no contra ellos, como en el juego— edificar nuestra libertad y
perfeccionarnos como personas a partir de las múltiples posibilidades que nuestra propia
naturaleza nos ofrece.
De esta forma de concebir la libertad,
se desprende esta descripción: el hombre es un sistema abierto; no un sistema en
equilibrio, sino un sistema que en el tiempo no alcanza nunca su equilibrio [...]. Es
intrínsecamente perfectible y el único equilibrio que le conviene es dinámico, tendencial,
no estático. El carácter abierto, perfectivo, del sistema humano permite que nos
embarquemos en la tarea de hacer reales diversos proyectos de nosotros mismos [...].
También esbozamos aspiraciones que encandilan a muchos y se convierten en esfuerzos
colectivos [...]. Son ámbitos de posibilidades que abre nuestra libertad (Andrés 2002: 290291).
Posibilidades que exigen que demos un paso más en nuestra caracterización.
2.3 Planos ético y político (libertad moral y política)
A diferencia de las dos anteriores, estas formas de libertad que podemos agrupar
bajo la denominación de “libertad de independencia”, no son innatas sino adquiridas y
terminales. Así pues, no se pueden considerar como dote de la naturaleza humana sino —
al menos parcialmente— como fruto de una conquista personal (libertad moral o
espiritual) y comunitaria (libertad social o política), que nunca estará plenamente
concluida en el orden natural. Eso implica que pueden crecer o decrecer. Y por eso
podemos decir que, en estos campos, mis decisiones y acciones no son sólo libres o
esclavas sino liberadoras o esclavizadoras, es decir, generadoras de huellas o improntas
sobre el sujeto que acaban cristalizando en hábitos conformadores de una especie de
“segunda naturaleza humana”. De ahí que estas libertades se perfeccionen con las
virtudes: contribuyen a enriquecer y dignificar al hombre cuando así ocurre o a
empobrecerlo y envilecerlo cuando se alejan de éstas (tal es el caso de la libertad moral).
123
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
Y manifiestan el reconocimiento de su dignidad, o su ausencia, como ocurre en el caso
de la libertad política55.
Constatamos por esta vía, de nuevo, que la verdadera libertad no puede
interpretarse restrictivamente en sentido negativo, no es mera ausencia de determinación
o necesidad, ni tan siquiera una pura capacidad de autodeterminación: ésta tiene su
criterio y medida en la verdad (como fin último de la inteligencia) y en el bien
(especialmente y de modo particular en el bonum honestum, que es el bien propio y
adecuado a la naturaleza humana, el único que tiene siempre razón de fin y el que
constituye a la voluntad como “buena” desde el punto de vista moral cuando es objeto de
su querer). La plenitud de la libertad, por tanto, “no depende de la ausencia de vínculos,
sino justamente de la relevancia y de la proyección de unos compromisos (consciente y
voluntariamente) asumidos” (Llano 1985: 84).
Ser libre se ha presentado al hombre durante la Edad Moderna como el gran
anhelo, la gran aspiración. De hecho, toda la dialéctica del humanismo moderno giraba
en torno al deseo de emancipación del individuo frente al mundo, frente a la sociedad y
frente a Dios. Era la gran esperanza “secularizada”, reducida a pura inmanencia: una
concepción de la libertad interpretada como autonomía total del sujeto, una libertad
propuesta como fin absoluto de sí misma, una libertad-de, no una libertad-para; una
libertad, en definitiva, capaz de crear los valores y de definir por sí sola los criterios de
elección.
Enfocada de este modo, hoy en día la libertad sigue siendo el valor más defendido
y promovido. Sin embargo, esa esperanza se ve constantemente amenazada y ha sido no
pocas veces defraudada. Nos hemos encontrado con que las grandes utopías y
expectativas humanas no se han visto cumplidas, o, si se han cumplido, no han satisfecho
tanto como se esperaba. El hombre actual, el hombre del pensamiento débil, del bienestar
55
Millán-Puelles ha mostrado muy justamente que el criterio de división esencial dentro de las libertades
“adquiridas” no tiene que ver primariamente con el carácter activo o pasivo de su adquisición sino, más
bien, con su relación con la dignidad del ser humano. La libertad moral (o espiritual) es íntegramente
constitutiva de la dignidad moral del hombre (e incluso se puede identificar con ella), pues aquél la adquiere
en virtud del uso éticamente correcto de su libre albedrío. En cambio, la libertad política (o social) no
constituye ni íntegra ni parcialmente la dignidad moral del ser humano, pues es perfectamente posible que
un esclavo alcance las cotas más altas de dignidad moral, pero tiene la índole de algo en cierto modo exigido
(de iure, no de facto) por la dignidad personal (ontológica o metafísica) del hombre y consecutivo a ella.
También el libre albedrío puede relacionarse con esta dignidad ontológica —no con su dignidad moral,
pues tal libertad no es objeto de adquisición sino que es innata—. Pero de forma similar a como la libertad
de elección no forma parte constitutiva de la esencia metafísica del hombre sino que —aunque
necesariamente— sólo es consecutiva a ella, así, tampoco será constitutiva de nuestra dignidad metafísica
sino consecutiva a ella (Millán-Puelles 1955: 54-60).
124
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
hedonista y del consumo acelerado, el hombre del a-moralismo permisivista o de la moral
de consenso, el hombre liberado de las ataduras de la disciplina, de la autoridad y de la
heteronomía opresora, no se siente, al fin, ni tan libre ni tan feliz como debería.
Y es que ni la libertad de por sí libera, ni basta con querer ser libre para serlo de
manera efectiva. La libertad es una dote natural de la que el hombre disfruta, pero —en
este otro sentido al que ahora nos referimos— también es resultado de una conquista
insertada en la dinámica reversible del don (dar sin buscar nada a cambio y, sin embargo,
estar abierto a recibir), que exige dedicación, esfuerzo, coraje y, sobre todo, lucidez para
identificar a los verdaderos enemigos. Por otra parte, el dominio de sí no garantiza que la
libertad se oriente a un buen fin y tenga un contenido valioso. La libertad no es
autosuficiente, no tiene su razón de ser en sí misma, de otro modo su reducción a pura
espontaneidad y energía autodeterminante bastaría, daría igual obrar en un sentido o en
otro pues el puro ejercicio de esa libertad formal dotaría de valor a lo elegido.
No es así. La libertad debe hacer referencia a la verdad y al ser, y es inseparable
del bien y del amor56. Sólo una libertad que sea capaz de pedir al hombre en todos los
órdenes lo mejor de sí mismo y que esté abierta al bien y la verdad (en toda la amplitud
de estos valores analógicos) puede superar el fracaso de nuestro concepto moderno de
libertad y llevar a aquél a la plenitud a la que aspira y es llamado. Pues “la libertad no es
la capacidad de cualquier cosa siempre diferente, sino la facultad de decisión para lo
definitivo” (Rahner 1979: 373)57. Y lo definitivo, en el caso de una naturaleza abierta
como la humana, apunta hacia un orden trascendente y sólo puede esperar tener completo
cumplimiento en él.
El carácter “filiado” de la libertad —que acabamos de reconocer— no impide que
ésta sea, sin duda, un instrumento imprescindible en toda acción humana, pero un
instrumento orientado al descubrimiento de la verdad y al seguimiento de sus exigencias
auténticas tanto en el ámbito especulativo como en el práctico. Por eso, frente a los
56
Tanto en el orden de la inteligencia como en el de la voluntad, la conquista de la libertad (y, por ende, la
búsqueda de la felicidad) son directamente proporcionales al valor de lo conocido y de lo amado, así como
a la intensidad y excelencia de mis relaciones con lo que conozco y amo. Remito al capítulo II de este libro
(puntos 2.2 y 2.3) para una explicación más detallada de este particular.
57
Por paradójico que en principio pueda parecer, la psicología evolutiva ha podido confirmar la idea clásica
de que aprendemos a ser libres obedeciendo. En efecto, la libertad no es sinónima de pura espontaneidad y
menos aún de veleidad o capricho: “no consiste tanto en hacer «lo que me da la gana» como en hacer lo
que debo «porque me da la gana», entendiendo que las dificultades principales para llevarlo a la práctica
residen en mí mismo, concretamente en la ausencia de «ganas» para encarar lo arduo, lo que vale la pena”
(Barrio Maestre 1999: 55).
125
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
planteamientos de índole moral o política que tienden a presentar la relación entre verdad
y libertad en forma de tensión irresoluble, lo correcto es decir que
si la verdad es fundamento y fuente de la libertad del hombre, la libertad es el camino
para llegar a la verdad, para descubrir su fundamentalidad y fontalidad. Cada una en su
orden, estas dos afirmaciones son verdaderas y necesarias: «La verdad os hará libres»;
«la libertad os hará verdaderos». Contraponerlas o elevar una a supremacía negadora de
la otra es desconocer la condición humana (González de Cardedal 2004: 283).
Ahora podemos precisar y concretar un poco más. Aunque en su momento dijimos
que el sentido más propio de la libertad humana es la libertad de elección, lo que más
interesa al hombre en su vivir cotidiano es la libertad que se nos ha manifestado —como
fruto maduro del libre albedrío— en términos de “liberación e independencia personal”.
Ciertamente, es gracias al libre albedrío por lo que los seres de naturaleza espiritual son
capaces de desarrollar activamente y por sí mismos lo que han recibido como embrión y
constituye su estructura metafísica en este sentido: su ser personal. Pero en cuanto que
libertad inicial, en el hombre la libertad de elección está ordenada a la conquista de la
libertad de independencia (libertad terminal) según las exigencias postuladas por su
condición de persona humana. En esto consiste lo que –siguiendo a Jacques Maritain—
podríamos llamar el dinamismo de la libertad.
En resumen, la libertad moral (o espiritual) implica un progreso en mi capacidad
de autodeterminación por el bien, que revierte —no sólo, pero sí fundamentalmente—
sobre mi persona. No cualquier uso de mi libre albedrío genera en mí libertad moral ni
me hace más libre desde el punto de vista espiritual. El logro de esta libertad “interior”
supone luchar contra nuestras pasiones y nuestras propias “cadenas”, que son las que más
nos atenazan: el ansia cada vez más intensa de poder, propiedad y consumo, la
concupiscencia y la vanidad, tristezas y miedos. No resulta fácil. No es una liberación que
surja espontáneamente, requiere del ejercicio de la renuncia, de la ascesis —y también,
en otro sentido, de la gracia— para que yo pueda autoposeerme verdaderamente. Y exige
también apostar decididamente —tanto en el plano especulativo como en el práctico—
por aquello que entiendo que es objetivamente verdadero y bueno, es decir, por aquello
que responde a mis aspiraciones y deseos más profundos. Sólo en ese caso se tratará de
una verdadera libertad de autonomía y exultación: libertad “de” mis pasiones “para”
llegar a ser lo que —como persona humana— quiero y debo ser.
Por su parte, la libertad política o social, que viene conformada ya desde el
principio por una dilatación mayor de la acción humana y por el compromiso con tareas
126
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
que no me afectan sólo a mí, implica sin duda un progreso en la lucha del hombre contra
las cadenas exteriores (una mejora en la capacidad de autodeterminación del ciudadano,
o del pueblo como entidad de carácter político), pero requiere también de una cierta
ascesis y de sacrificios relevantes desde el punto de vista histórico. Todo hombre aspira
a conformar e integrar una sociedad libre y al logro de avances reales en lo que suele
denominarse “régimen de libertades”, pero no podemos hablar de verdadera libertad
política y social si al menos una buena parte de los ciudadanos no son libres desde el
punto de vista moral. Es, por tanto, una libertad que supone ausencia “de” coacción
externa pero también el fomento de la participación ciudadana en la vida social y política
“en” y “por” el bien común.
3.
La autorrealización personal y los compromisos socio-profesional, ético y
religioso
Como hemos visto, verdad, compromiso con el bien y libertad se reclaman
mutuamente en el proceso de autorrealización humana. Ahora resulta necesario añadir
que ese proceso se desarrolla fundamentalmente por tres vías que nos son connaturales:
socio-profesional, ética y religiosa, vías que —además— el hombre espera que le
conduzcan a su fin último: la felicidad. La vida humana tiene efectivamente una triple
teleología y todo proyecto vital se desarrolla al menos en esos tres niveles: no puede ser
casual el hecho de que “en todas las civilizaciones, por regla general, el hombre aspira a
constituir una familia y a desempeñar una profesión, asume unos principios morales y
tiene unas expectativas respecto de la eternidad” (Vicente Arregui y Choza 2002: 475).
3.1 Planos social y profesional
El hombre —lo hemos apuntado en repetidas ocasiones— no es sólo un ser de
naturaleza: es también un ser de encuentro y de cultura. Dicho de un modo más preciso:
el ser humano, por su propia condición, se constituye, se reconoce y se perfecciona como
un ser abierto a la realidad y a los otros, y capaz de invención. Pues bien, estos dos últimos
planos corresponden, respectivamente, a la sociabilidad natural del hombre y a su
vertiente ideadora y creadora, generadoras ambas de actividades e instituciones que
resultan esenciales para nuestra existencia: la familia y la sociedad, por una parte; por
otra, el trabajo, el arte y, en su sentido más amplio, la cultura. De éstas decimos (en
127
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
especial de la familia y de la profesión) que, en condiciones normales, son factores que
nos humanizan y nos ayudan a ser felices. Reflexionemos algo acerca de ellos58.
a) Hombre y familia
La familia es una realidad natural porque responde a la condición natural del
hombre como ser de encuentro. Y es también una realidad universal que, “fundada en la
unión, siempre socialmente aprobada, de hombre y mujer, que forman un hogar, que
procrean y crían hijos, está presente en todas las sociedades” (Castells 1997: 48). No es
de extrañar, por tanto, que en el cumplimiento de sus funciones sea insustituible.
La institución familiar cumple, en primer lugar, una función económica. Puesto
que el ser humano no es sólo espíritu, sino también cuerpo, la familia ha de ocuparse de
todo lo relativo al mantenimiento de éste, proveyendo de lo necesario para la subsistencia
material de sus miembros.
En segundo lugar, además de sobrevivir necesitamos ser acogidos, enseñados,
socializados y, sobre todo, queridos. Suele decirse con razón —a este respecto— que sólo
“en la familia el ser humano es absolutamente aceptado por sí mismo, y no únicamente a
condición de que sea inteligente, o simpático, etc.” (Alvira 1998: 23). No es exagerado,
por tanto, afirmar que la familia nos hace ser, pues ser es ser ante otro, ser amado. En la
familia me descubro como persona; en ella se me da un nombre propio, por lo que
conozco y experimento mi individualidad e irrepetibilidad a la vez que aprendo que no
soy uno más entre millones de individuos, todos idénticos e intercambiables; en la familia,
en fin, encuentro, reconozco y valoro mi dignidad como ser humano; en ella se crea un
ambiente de confianza donde cada uno se atreve a exteriorizarse tal cual es y entonces se
encuentra a sí mismo. Por todo ello, podemos asegurar sin temor a equivocarnos lo que
no sólo los psicólogos sino cualquier persona sabe: a saber, que la familia “es el más
importante factor en la configuración de la identidad personal” (Polaino-Lorente 2010a:
33) y que de la dinámica y estructuración familiar depende en gran medida un equilibrado
proceso de construcción de dicha identidad.
Por último, como el ser humano carece de instintos —esas guías seguras que
indican a los animales cómo han de vivir–, debe aprender a ser lo que es, debe
“humanizarse” para vivir en sociedad. Este aprendizaje se realiza fundamentalmente en
el seno de la familia que, por tanto, no sólo me desvela mi dignidad de persona, sino que
58
Como marco para estas reflexiones, remito al parágrafo 2.1 del capítulo II de este libro.
128
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
me enseña a vivir a la altura de esa dignidad junto a los otros. En la convivencia familiar,
en efecto, se realiza un proceso educativo continuo, en el que todos, a través del ejemplo
o el modelo, aprenden de todos. Y lo que unos y otros aprenden es, sobre todo, a querer
y respetarse mutuamente, a velar cada uno por la promoción del patrimonio familiar con
el cumplimiento responsable de las propias obligaciones, a adquirir un espíritu de
iniciativa y servicio. En definitiva, se aprende, experimentándolo, que hay más alegría en
dar que en recibir. Es decir, se aprende la dinámica del don que tan esencial es para una
armónica convivencia humana.
b) Hombre y trabajo
A diferencia del resto de los animales, el hombre trabaja, o lo que es lo mismo, se
esfuerza en actividades que ponen en juego sus capacidades y a través de las cuales
obtiene algo como fruto de ese ejercicio creador. En realidad todo lo que llamamos cultura
en sentido amplio no es otra cosa que el resultado de ese esfuerzo creativo que es
consustancial al ser humano y en el que, a la postre, el propio hombre se educa y forja su
personalidad.
El trabajo, por tanto, lejos de ser un castigo, debiéramos considerarlo como algo
propio y específico de la condición humana y de su naturaleza espiritual, como uno de
los factores básicos del desarrollo humano, como uno de los mejores medios, en
definitiva, de humanización. Y eso explica que los que trabajan suelan encontrar una
íntima satisfacción personal en el ejercicio de su profesión, y también que los que no
pueden trabajar o lo hagan en condiciones penosas se sientan rebajados o minusvalorados
en su dignidad.
Pero analicemos con un poco más de profundidad esta cuestión. Ya los griegos
distinguieron en el trabajo los dos aspectos que lo conforman: su aspecto objetivo y su
aspecto subjetivo. Por el primero se entiende, sencillamente, el fruto o resultado del
trabajo, su producto, eso que el hombre consigue crear con su esfuerzo. En cambio, el
aspecto subjetivo hace referencia a la huella que el trabajo deja en el propio ser humano,
al fruto que respecto de uno mismo el trabajador obtiene en términos de lo que podríamos
llamar su “realización personal”. Aunque no debiera ser así, no cabe duda de que, como
cualquier otra actividad que el hombre lleva a cabo en el ejercicio de su libertad, si no se
realiza como es debido o en las condiciones mínimamente exigibles, el trabajo también
puede contribuir a la deshumanización de la persona. Nos perfeccionamos, en cambio,
cuando hacemos las cosas bien, cuando cultivamos nuestras capacidades y nos vemos
129
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
reconocidos en el fruto de nuestro esfuerzo. Y esto es perfectamente posible cualquiera
que sea el trabajo que uno desempeña.
De la distinción entre el aspecto objetivo y el aspecto subjetivo del trabajo, y de
lo que de ella se sigue, podemos extraer importantes consecuencias. En primer lugar, la
necesidad de que todo hombre pueda tener acceso al mercado laboral y pueda desempeñar
un trabajo digno. Además, si la persona es el sujeto del trabajo y este es un bien humano,
se deduce con facilidad que no se puede tratar el trabajo como si de una simple mercancía
se tratara: no puede ser objeto de compra-venta ni se puede enfocar como si fuera algo
meramente objetivo. El capitalismo salvaje del siglo XIX incurría en este grave
malentendido y aún hoy no estamos exentos de este peligro siempre que damos prioridad,
por ejemplo, al capital sobre el trabajo. Por último, aunque no menos importante, las
condiciones laborales (el medio en el que se trabaja, el modo en que se trabaja y el salario
que se percibe por ello) deben ser dignas, es decir, no pueden poner al trabajador en
situación de amenaza a su integridad física o espiritual.
Por lo que llevamos dicho, creo que resulta evidente, además, que hay en el trabajo
un componente ético esencial no sólo por lo que toca a la defensa del trabajador y de sus
condiciones laborales sino también por lo que se refiere a los derechos de aquel para el
que se trabaja. Y siempre tiene, por fin, una importantísima dimensión de servicio social:
por su propia naturaleza, exige ser considerado como un servicio útil de alguna manera
—por pequeña que sea— a la comunidad humana y al bien común. Precisamente una de
las circunstancias más habituales de despersonalización en el trabajo consiste en la
ausencia de sentido y de utilidad en lo que uno hace. Cuando uno encuentra absurdo e
inútil su trabajo, cuando se ve incapaz de reconocer su valor para sí y para los demás,
difícilmente va a poder interpretar la tarea como un desempeño creador y a invertir
esfuerzo alguno en ella59.
3.2 Plano ético
Que la dimensión ética es connatural al hombre y crucial para la fecundidad de su
existencia es obvio. Pero quizás no lo sea tanto, o al menos no suela insistirse
suficientemente en ello, que si la vida ética es un canal fundamental de autorrealización
59
Desde la perspectiva cristiana, en particular, esta concepción puede ser completada con otra nota que
permite, además, escapar a cualquier peligro de utilitarismo. Pues para ella el trabajo del hombre no es sólo
un servicio al prójimo y al bien común que empieza recalando en los que uno tiene más próximos (la familia,
tu país...), sino que se interpreta además como una cooperación en el plan Creador de un Dios que nos ha
entregado el dominio sobre el orden material con el encargo de desarrollar este en su plenitud y de contribuir
así también al progreso humano.
130
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
humana es porque “es una vida normada de acuerdo con el ser más, no con el ser ya”
(Polo 1993: 123) o con el mero hacer-no hacer. Lo que quiero decir con ello es que,
aunque de la ética sólo se haya tenido en cuenta muchas veces la actitud normativa, y aun
esta sólo en sus aspectos prohibitivos, en realidad, lejos de poder reducirse a un mero
código restrictivo de conducta tiene un carácter esencialmente proactivo y positivo que
se manifiesta claramente en el concepto de virtud y en la importancia que ésta tiene para
la fecundidad de la vida humana. Incluso lo normativo, si se asume libremente como algo
propio, tiene una dimensión creativa profundamente enriquecedora.
Por otra parte, tampoco está de más recordar que del mismo modo que no hay
oposición entre naturaleza y libertad, tampoco la hay entre una norma ética emanada de
mi naturaleza (y tendente a mi plena realización) y mi condición libre. Conviene no
olvidar aquí que el libre albedrío es libertad “inicial” y que la libertad plena que el hombre
ansía lo es “terminal”. Por eso, no existe una libertad lograda y completa —ni una vida
con tales rasgos— que no se vea revestida de una dimensión ética. Como ha dicho Barrio,
de forma muy ilustrativa:
pretender que la moral (la ética) anula la libertad [...] es análogo a pensar que un taxi es
muy libre porque lleva un cartel en que se lee «libre», es decir, porque puede ir a cualquier
sitio. La supuesta libertad del taxi estriba precisamente en que está vacío. Una vida
puramente veleidosa ordinariamente acaba «llena de vacío», y si se piensa a sí misma
como no condicionada se equivoca, pues lo que en el fondo significa el poder conducirse
de cualquier manera es el no ir de hecho a ninguna parte (Barrio Maestre 1999: 55).
Oí en una ocasión al profesor Alfonso López Quintás contar dos anécdotas que
ilustran muy bien lo que hemos dicho hasta el momento. En relación con el primer punto,
recordaba este gran maestro cómo, cuando era niño, su madre le decía: “Toma este
bocadillo y dáselo al pobre que llamó a la puerta”. Él se resistía porque era un señor de
barba larga y le daba miedo. Pero su madre insistía: “No es un delincuente; es un
necesitado. Vete y dáselo”. Su madre quería que se adentrara en el campo de irradiación
del valor de la piedad. Y, ciertamente, ese valor le venía sugerido (casi impuesto, pero
con profundas razones) desde fuera. No obstante, reaccionó positivamente ante esta
sugerencia y fue asumiendo poco a poco la riqueza de ese valor hasta que se convirtió en
una voz interior. Entonces, ese valor dejó de estar fuera de él para convertirse en un
impulso interno de su conducta reconocido, querido y propiciado de manera que pasó a
ser un elemento más de autoformación.
131
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
La segunda anécdota se refiere a la relación entre libertad y norma. Siendo ya
profesor universitario, un día, una alumna le espetó en clase lo siguiente: “En la vida hay
que escoger: o somos libres o aceptamos normas; o actuamos conforme a lo que nos sale
de dentro o conforme a lo que nos viene impuesto de fuera. Como yo quiero ser libre,
dejo de lado las normas”. La joven había entendido el esquema libertad-norma en forma
dilemática (o una cosa o la otra, pero no ambas) e interpretaba que si quería ser libre no
tenía más remedio que rechazar toda norma: ser auténticamente ella y gozar de plena
libertad, según su forma de ver las cosas, le exigía prescindir de todo cuanto le decían sus
padres, profesores, gobernantes o cualquier otra autoridad externa. Pero, ¿tenía razón esta
chica? Sólo en el caso de que frente a una propuesta ajena uno adopte una actitud
meramente pasiva. Recordemos la primera anécdota: uno puede obedecer a sus padres
única y exclusivamente por coacción, forzado por las circunstancias y sin asumir esa
decisión como propia. Si así lo hace, efectivamente su libertad habrá sido violentada y la
decisión no será propiamente suya. Pero, ¿no puede darse el caso de que el hijo vislumbre
las razones de los padres, las asuma como buenas para sí mismo y obre en consecuencia
adoptando por sí mismo esa decisión? Eso es justamente lo que pasó cuando López
Quintás era niño. Y, si este es el caso, ¿se puede decir que la libertad ha sido violentada
y la persona rebajada en dignidad? Sin dudarlo, no.
Así pues, la libertad y la vida humanas —consideradas en el plano ético— no
pueden concebirse sin relación a mi naturaleza y las normas que emanan de ella. Con ello
no se incurre en la llamada falacia naturalista pues —José María Barrio lo ha explicado
muy bien—, “dicha falacia no consiste, como alguna vez se dice, en deducir los deberes
a partir de la naturaleza humana y sus inclinaciones espontáneas, sino en identificar el
deber con la necesidad natural”. De modo que, si concebimos la libertad como algo
natural en el hombre, como una dimensión necesaria pero no constitutiva sino consecutiva
de su naturaleza, y a ésta, es decir, a su “esencia —dinámicamente considerada— como
principio de operaciones y pasiones específicas del ser humano”, no hay razón para
rechazar que esa naturaleza sea para el hombre “una instancia moral de apelación, de
suerte que el deber-ser aparezca como la asíntota del ser humano, como aquello a lo que
este tiende, si bien no necesaria sino libremente”. Pues esas normas me son “apropiadas”
—se orientan hacia mi plenitud y corresponden a lo que Maritain llamó de forma un tanto
impropia pero muy ilustrativa mi normalidad de funcionamiento— y en mi adhesión a
ellas las “hago mías”, me las “apropio”, ahora de un modo consciente y libre.
132
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Desde esta perspectiva, se extrae la ética de la antropología (a la que está
indisociablemente unida), en un sentido eminentemente proactivo y de acuerdo con una
fundamentación última de carácter metafísico que justifica y desarrolla el axioma
consistente en que el modo de obrar se siga —en el ser humano de un modo razonable y
libre— del modo de ser: “las inclinaciones naturales –concluye Barrio— apuntan hacia
la plenitud humana, y la moral, en consecuencia, se puede inducir partiendo de su
orientación espontánea, a la cual debe unirse, ciertamente, la orientación del logos”
(Barrio Maestre 1999: 42-43), no para eliminar las pasiones o erradicar las inclinaciones
hacia lo útil y lo placentero, sino para reordenar nuestra conducta en el caso de que esos
bienes se sobrepongan al bien honesto, el único que tiene siempre razón de fin y es amable
por sí mismo.
De lo dicho se pueden deducir algunas conclusiones interesantes en clave
psicológica. La primera, que el sistema de valores morales tiene una importancia
fundamental para la vida del individuo y, por tanto, para la asistencia psicoterapéutica
que pudiera precisar. No sólo una heteronomía radical puede ser fuente de trastornos de
índole mental, también la anomía (la ausencia de normas o incluso el relativismo de los
valores) puede ser origen de situaciones problemáticas desde este punto de vista, que
dejan al sujeto en un estado de postración o abandono. Tan perjudicial resulta imponer o
avasallar con los valores propios como negar su trascendencia dentro del desarrollo
personal. Como hemos visto en los ejemplos propuestos por López Quintás, una adecuada
asunción de los valores morales supone apertura de miras y rechazo de prejuicios,
valoración discriminada de las propuestas, reconocimiento de los criterios que
contribuyen a la propia plenitud y rechazo de aquellos que obstaculizan ese camino,
voluntad bien dispuesta ordenada a vivir en coherencia con los criterios elegidos, realismo
para integrar esos criterios en el día a día; en definitiva, la suficiente humildad como para
admitir propuestas que no tienen por qué surgir de mí así como para aceptar las faltas en
su aplicación, una recta razón para dilucidar la validez de esas propuestas y una voluntad
intelectual y cordialmente resuelta a vivir de acuerdo con aquellas que hayan sido
libremente elegidas.
A esta primera vertiente hay que añadir, además, que la libertad y la vida humanas
tampoco son concebibles sin relación a los otros y las normas que rigen mi conducta
respecto de ellos (para su bien). No sólo tienen la libertad y la vida humanas una
dimensión personal sino también interpersonal (y social). Y el amor es la única fuerza
133
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
capaz de resolver los posibles dilemas en ambos campos60 amén de —trataremos de ello
en su momento— la savia de la felicidad.
En efecto, es el amor lo que en los órdenes moral y espiritual disuelve el conflicto
entre la ley y la libertad. Pero también es el alma de la justicia, el único impulso capaz de
guiar a todos los hombres en pos del bien común finalizando la obra en que consiste la
vida social. Ya los antiguos habían adivinado la importancia que para la ciudad tiene lo
que Aristóteles denominaba “amistad cívica”: la colaboración precisa para llevar a cabo
armoniosamente las actividades temporales por parte de individuos y grupos de caracteres
diferentes depende fundamentalmente de esa amistad. “Sólo el amor —ha dicho
Maritain— es causa propia y proporcionada de pacificación y unión entre los hombres”
(1989 [1944]: 288).
Este amor es, en primer lugar, el amor natural que se dirige a los seres de nuestra
misma especie: se basa en la igualdad de naturaleza y es expresión de esa unidad que es
propia del género humano. Pero si tuviéramos que contentarnos con este amor,
difícilmente podríamos superar, por ejemplo, el pesimismo maquiaveliano. Además de
esta unidad natural hay entre los hombres múltiples desigualdades que pueden ser, a la
vez que fuente de riquezas, causa de divisiones muy profundas.
Por eso, añadirá Maritain,
es necesario un amor de origen más alto e inmediatamente divino, y que la teología
católica llama sobrenatural, un amor en Dios y por Dios, que, por una parte, fortifica en
su dominio propio las diversas dilecciones de orden natural, y, por otra, las trasciende al
infinito. Muy diferente de la simple benevolencia humana, ya muy noble en sí misma,
pero en definitiva ineficaz, predicada por los filósofos, sólo la caridad... puede agrandar
nuestro corazón en el amor a todos los hombres, porque, procediendo de Dios quien nos
ama primero, quiere para todos el mismo bien divino, la misma vida eterna que para
nosotros mismos, y ve, en todos los llamados de Dios, chorreando, por decirlo así, los
misterios de su misericordia y los cumplimientos de su bondad (1989 [1944]: 289)61.
Este amor de caridad no anula el amor natural sino que lo lleva a plenitud: nada
hay más humano y más evangélico al mismo tiempo. No es fruto de una “piedad
desesperada” ni se puede confundir con un “desprecio caritativo”. Es el amor que, al
estimular en nosotros la pregunta: ¿quién es el prójimo?, nos muestra, paradójicamente,
la verdadera dignidad de cada hombre y de todos los hombres. Es el amor que Cristo
60
Sobre la relación interpersonal como marco privilegiado de la experiencia ética, véase el parágrafo 2.3
(“Amor y relación interpersonal”) del capítulo II en este libro.
61
Sobre la relación entre las virtudes naturales y la caridad, véase Maritain (1984 [1935]: 152-167).
134
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
expresó como mandato de caridad fraterna y es piedra angular de un humanismo heroico.
En realidad, la primera de las leyes humanas y la que las resume a todas.
3.3 Plano religioso
Por último, la religión responde a la dimensión trascendente del hombre, también
patente en todas las culturas y civilizaciones:
el hombre, de una u otra manera, se plantea, y se ha planteado desde sus orígenes, la
relación o religación con un Ser Absoluto, lo que ni se ha dado ni puede darse entre los
animales. Los etnólogos se han quedado sorprendidos con frecuencia al encontrar
planteamientos religiosos análogos entre pueblos de toda la superficie de la Tierra y en
las condiciones sociales y culturales más diversas. Los símbolos son distintos, pero la
actividad simbólica con que los hombres han buscado una trascendencia es la misma
(Valverde, 1995: 131).
Como han mostrado la filosofía y la historia de las religiones, el hombre y sólo el
hombre es naturalmente religioso. La “religión” significa necesariamente algo para todos
los hombres y culturas. Pertenece a nuestra experiencia individual, social, histórica. Y
además es un hecho humano específico: únicamente los hombres poseen religión y son
religiosos. Porque sólo el hombre puede trascenderse y buscar relacionarse con el misterio
y porque, de hecho, sólo el hombre ha evolucionado en su conciencia y en su experiencia
religiosas al hilo de su propia “humanización”62.
En el verdadero fenómeno religioso no se ha de ver, sin embargo, —aunque a
menudo se haya hecho así por parte de biólogos, filósofos o psicólogos reduccionistas y,
por tanto, no demasiado respetuosos con la integridad del hecho y la vivencia religiosos—
un mero ámbito ilusorio de refugio frente al temor que acompaña al ser humano a lo largo
de su vida o una simple respuesta ad hoc —que circunstancialmente puede ser útil desde
el punto de vista de la salud psíquica— para sus preguntas y problemas más acuciantes.
Desde el punto de vista de las neurociencias ocurre con los planos de
autorrealización humana que ahora estamos considerando algo parecido a lo que vimos
que sucedía en relación con la libertad: los descubrimientos impresionan pero —por las
mismas razones que entonces argüíamos— hay que tener extremo cuidado con las
interpretaciones que de ellos se hacen.
Entiendo por “proceso de humanización” la historia evolutiva de los hombres, biológica pero sobre todo
cultural, hasta alcanzar nuestra forma actual. La “hominización”, en cambio, haría referencia al proceso de
evolución biológica que dio lugar al surgimiento de la especie hombre.
62
135
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
Es interesante, por ejemplo, que la neurociencia social investigue las relaciones
interpersonales (entre ellas, también las que corresponden al ámbito familiar) y
compruebe que las sensaciones de familiaridad son disociables del reconocimiento visual
del pariente (es lo que ocurre con el llamado síndrome de Capgras, causado por una
disfunción de los lóbulos temporales del cerebro).
Puede ser útil, igualmente, que la neuroética sugiera —como en la teoría del
marcador somático de Antonio Damasio— que el comportamiento moral está relacionado
tanto con los sentimientos referidos a los demás como con los que surgen ante
determinadas situaciones objetivas (de justicia o injusticia, fidelidad o infidelidad,
reciprocidad en el trato o ausencia de ella...); incluso que llegue a identificar las partes
del cerebro que se “activan” en esas circunstancias.
También la rama conocida como neuroteología puede investigar desde una
perspectiva neurocientífica la experiencia religiosa o los estados místicos, y verificar que
el cerebro está implicado en este tipo de vivencias humanas. Pero una exigencia de rigor
y justicia impone en todos los casos ser muy prudente con las conclusiones que de los
distintos experimentos se extraen. Entre otras cosas, porque ni las interpretaciones de los
mismos son siempre idénticas, ni los múltiples experimentos que sobre estos asuntos se
vienen realizando parecen apuntar en todos los casos en igual sentido63.
De forma similar, también la genética se ha visto tentada por este tipo de
investigaciones y —en muchos casos— por la extrapolación de conclusiones filosóficas
a partir de experimentos científicos64.
En el ámbito de la neuroética, por ejemplo, hay autores —la mayoría— que leen esos experimentos desde
posiciones filosóficas radicalmente materialistas (como Patricia S. Churchland, Michael Gazzaniga o
Jonathan Moreno, entre otros muchos), pero también los hay que abordan estas cuestiones desde un punto
de vista más amplio y con una metodología interdisciplinar que parece de todo punto más apropiada
(Thomas Fuchs es el caso quizás más representativo). Lo mismo ocurre con la religión: algunos
investigadores aseguran estar en el buen camino para lograr determinar un “módulo o punto de Dios” dentro
del cerebro, que daría completa razón de la creencia y experiencia religiosas o acerca de lo trascendente (la
lista es muy amplia y no siempre coinciden en su localización: Carol Albright y James Ashbrook, Osamu
Muramoto, Michael Persinger, Andrew B. Newberg y Eugen d’Aquili, Vilayanur Ramachandran, etc.).
Otros, en cambio, se muestran mucho más cautos e incluso desconfían de las posibilidades de las
neurociencias para abordar por sí solas un fenómeno tan complejo como el religioso (Mario Beauregard,
William Scott, Anne Runehov, etc.). Para obtener una visión panorámica de la historia de la Neuroética y
de los trabajos de investigación más importantes en ese campo, véase Giménez-Amaya y Sánchez-Migallón
(2010). En lo relativo a la Neuroteología, puede consultarse la obra de Muntané, Moro y Moros (2008).
64
Richard Dawkins, por ejemplo, ha creído descubrir en el genoma humano (el “gen egoísta”) la
explicación última de nuestra conducta (incluidas las acciones morales). Y desde esa perspectiva, los hay
que se han atrevido incluso a establecer pautas para una planificación familiar (Vero C. Wynne-Edwards,
entre ellos). Por su parte, Dean H. Hamer ha visto en la creencia religiosa la manifestación de un instinto
humano universal radicado también en el genoma (el “gen de Dios”). Otros, como Lindon Eaves, prefieren
únicamente sugerir que nuestros genes influyen en las tendencias religiosas de las personas.
63
136
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
La tendencia a enfocar la religión desde perspectivas unilaterales y, por tanto,
estrechas, se da asimismo entre los filósofos. No hace falta que nos remontemos
demasiado en el tiempo para configurar una pequeña muestra de aquellos pensadores que
analizan la problemática religiosa desde el punto de vista de lo que Malcon Jeeves y
Warren S. Brown han llamado el nadamasqueísmo (“la religión no es nada más que...”):
desde una concepción sociologista e historicista, para Agusto Comte, por ejemplo, la
religión no es más que un estadio necesario pero superado en la historia de la humanidad;
Feuerbach ve a Dios como una objetivación alienante de la esencia humana y reduce la
religión a antropología; Marx la concibe como un factor superestructural de carácter
ideológico e ilusorio, fruto de las condiciones socio-económicas, que la clase capitalista
usa para legitimar el status quo que le conviene; Nietzsche ve en la religión un obstáculo
para el advenimiento del superhombre y explica su origen como resultado de una anemia
de la voluntad y del deseo de certeza y seguridad propio del hombre; para Russell, la
religión es consecuencia de la ignorancia y del miedo, y causa de conflictos, regresión
humana y esclavitud de la inteligencia.
Por último, en el ámbito de la psicología hay igualmente conocidos representantes
de la “metáfora del conflicto” entre ciencia y religión65. Es bien sabido que para Freud la
práctica religiosa no era más que una neurosis colectiva de la que la humanidad tendría
que liberarse; Skinner creía firmemente que la vivencia y la conducta religiosas se podían
reducir y explicar desde el punto de vista psicológico a partir de los principios de
recompensa y castigo, hábilmente manejados y “traducidos” en un lenguaje apropiado
(bueno y malo, piadoso y pecaminoso); en el entorno de la neuropsicología y la psicología
evolutiva actual, Dawkins considera a Dios como un simple espejismo y reduce la
religión a la categoría de accidente evolutivo inútil, cuando no peligroso.
Los hay también que han tenido una visión más abierta y positiva, pero con
reservas. Roger Sperry, por ejemplo, contemplaba la religión como una posible aliada de
la psicología, eso sí, siempre que no pretenda apoyarse en creencias de carácter
sobrenatural. Es obvio, pues, que lo que Sperry estaría dispuesto a aceptar tiene poco que
ver con lo que la mayoría de los creyentes llamaría religión.
Entre los que sí que mantienen una actitud claramente favorable respecto de lo
religioso, citaremos por fin a Carl Jung y Viktor Frankl. Cada uno a su modo,
consideraron la religión como una actividad humana hasta tal punto esencial que no sería
65
Si se quiere conocer una breve historia de la relación entre psicología y religión, puede echarse un vistazo
a la obra de Jeeves y Brown (2010).
137
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
su existencia sino su ausencia o su vivencia defectuosa la fuente de trastornos
psicológicos en las personas adultas66. Si estos dos eminentes psicólogos nos resultan
especialmente interesantes no es tanto, sin embargo, por su valoración del hecho religioso
cuanto por la forma en la que se aproximaron a él, lo investigaron e incluso le dieron
alguna cabida en su práctica terapéutica. Para no extendernos en demasía, nos
centraremos en el caso de Frankl.
Según este autor, la esencia del existir humano es la trascendencia: “el hombre
está siempre orientado y ordenado a algo que no es él mismo [...] El hecho de ser hombre
apunta siempre más allá de uno mismo” (Frankl 1990b: 11) y exige del descubrimiento
de una razón para vivir. En efecto, desde el punto de vista psicológico, lo que en última
instancia mueve al hombre —según Frankl— no es la voluntad de placer o la voluntad de
poder, sino lo que llama “voluntad de sentido”. El ser humano necesita una razón de ser
y de existir que sustente su vida y le anime en todos sus quehaceres. Y cuando carece de
este fundamento para ser feliz, de este sentido, enferma. Es la frustración de la voluntad
de sentido lo que propicia la difusión de la enfermedad más típica de nuestro tiempo, que
es la angustia vital.
A este respecto, la religión puede tener una importante influencia muy positiva,
incluso desde el punto de vista psicoterapéutico, con la condición de que el creyente se
comprometa con su fe libremente y adopte frente a ella una verdadera actitud existencial.
Ahora bien, la sinceridad y espontaneidad de la creencia que son requisito
fundamental para que lo religioso pueda desempeñarse como “suprasentido” de la
existencia afectan también al psiquiatra, que si se toma la libertad de ejercer su ministerio
médico reemplazando de alguna manera la función del sacerdote, lo ha de hacer en tanto
que persona religiosa más que como psiquiatra. De este modo, dirá Frankl,
un psiquiatra no creyente no tiene ningún derecho a manipular los sentimientos religiosos
de un paciente tratando de utilizar la religión como una herramienta más a tener en cuenta
en psicoterapia, como las pastillas, inyecciones o electro-shocks. Eso sería como
desprestigiar y degradar la religión devaluándola al papel de un simple mecanismo para
mejorar la salud mental.
Y añade:
“Nos sentimos tentados de darle la vuelta a la afirmación de Freud y atrevernos a decir que la neurosis
compulsiva puede muy bien provenir de una religiosidad trastornada. [...] O, para quitarle la connotación
clínica, se podría decir que cuando se reprime el ángel que hay en nosotros, éste se convierte en un demonio.
Existe un paralelismo a nivel sociocultural, ya que no dejamos de observar de qué forma la religión
reprimida acaba degenerando en superstición” (Frankl 1999: 92).
66
138
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
La religión no es una póliza de seguros para conseguir una vida tranquila, o para vivir con
el máximo de libertad los conflictos, o cualquier otro objetivo higiénico. La religión
proporciona al hombre mucho más de lo que podría ofrecer la psicoterapia, pero también
exige más de él. Cualquier tipo de confusión entre lo que puede ofrecer la religión y lo
que ofrece la psicoterapia puede llevar a confusión. No hay que olvidar que las
intenciones de ambas disciplinas son diferentes, aunque en un momento dado ambos
efectos puedan solaparse (Frankl 1999: 99)67.
Más allá de esta diversidad de actitudes y opiniones, si se nos pidiera una
caracterización en su origen del fenómeno religioso diríamos que el modo en que
naturalmente surge (y esto no es incompatible con que sea objeto de educación o incluso
de catequesis) consiste básicamente en una proyección del atractivo por la realidad que
el hombre siente y la conciencia esperanzada de sus promesas de un futuro perenne. Como
afirmó Giussani:
es bastante superficial repetir que la religión ha nacido del miedo. El miedo no es el primer
sentimiento que experimenta el hombre. El primero es el atractivo; el miedo aparece en
un segundo momento, como reflejo del peligro que se percibe de que la atracción no
permanezca. Lo primero de todo es la adhesión al ser, a la vida, el estupor frente a lo
evidente; con posterioridad a ello, es posible que se tema que esa evidencia desaparezca,
que ese ser de las cosas deje de ser tuyo, que no ejerza ya atracción en ti. Tú no tienes
miedo de que desaparezcan cosas que no te interesan, tienes miedo de que desparezcan
las cosas que te interesan. La religiosidad es ante todo la afirmación y el desarrollo del
atractivo que tienen las cosas (Giussani 1998: 147).
El hombre es ante todo una pregunta y un deseo. ¿Quién soy? ¿Qué quiero llegar
a ser y qué me cabe esperar? Nadie puede vivir en plenitud sin plantearse y responder a
estas preguntas y al deseo del que emergen. Deseo saberme a mí mismo, como ser que
piensa, decide, ama y vive, y que sin embargo no puede dejar de desear saber, querer,
amar y vivir más y mejor. Nos constituye un deseo que aspira a una verdad que sacie
nuestra inteligencia, a un bien —justicia, libertad— que responda plenamente a nuestra
voluntad, a una belleza que satisfaga nuestra capacidad de fruición, a un amor que colme
nuestro corazón, a un sentido que ilumine nuestra vida, la anime en su quehacer y nos
ayude a afrontar todas sus vicisitudes.
67
Puesto que toda religión implica una cosmovisión orientada a condicionar por completo la vida del
creyente, es lógico que tenga influencia sobre su salud mental. Sin embargo, —Frankl no ha tratado que yo
sepa de esta cuestión— dicha influencia será distinta de acuerdo con la forma en que se conciba y desarrolle
la relación entre el creyente y su Dios. En concreto, la fe católica cuenta con dos elementos que favorecen
enormemente la estabilidad y el equilibrio mental y que, por tanto, contribuyen positivamente en este
ámbito: el amor y la esperanza (Melián y Cabanyes 2010: 122-123; Torelló 2008).
139
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
Hay en nosotros una cierta desproporción de la que todos los seres humanos han
sido conscientes en mayor o menor medida. Los griegos decían, refiriéndose a ello, que
el hombre es un ser fronterizo entre los animales y los dioses. Somos seres paradójicos
por lo limitado que poseemos y lo ilimitado a lo que aspiramos. ¿Quién no ha vivido la
experiencia de esta desproporción? ¿Quién no ha sentido la frustración de este querer y
no poder, o de un poder que ha acabado manifestándose —incluso en el mejor de los
casos y con la mejor de las intenciones— como respuesta insatisfecha a nuestras
expectativas y deseos más profundos, a nuestro deseo de felicidad, que no son
precisamente ni un deseo ni una felicidad cualesquiera?
El hombre no puede dar la espalda a estas preguntas y al deseo que las arraiga en
nosotros. Incluso si pudiéramos, intuimos que no debemos hacerlo si es verdad que nos
aceptamos como somos, si queremos ser fieles a nosotros mismos. Porque nos constituyen
en nuestro ser y nos impulsan a lo que esperamos llegar a ser. Son la inspiración de la
vida humana y el motor de nuestro desarrollo personal. Es todo el hombre el que aspira,
por tanto, a la eternidad como fruto de un deseo natural que se manifiesta en sus más
genuinas acciones y la religión aparece como respuesta a este anhelo. Es la inadecuación
del hombre a este mundo la que lo lleva a postular-desear-intuir-vislumbrar la necesidad
de trascenderse en busca de un Algo o un Alguien que pueda dar razón de su propia
existencia y llenar el anhelo de absoluto que lo atraviesa. Así, nuestra contingencia y
nuestra “nostalgia de eternidad” nos hacen intuir a “Dios” como dimensión última y
salvadora que puede explicar el ser y que puede saciar nuestro deseo de felicidad, una
realidad suprema, sagrada, el misterio que gobierna el mundo y lo dirige —aunque, según
las tradiciones, varíen los modos en los que esto se concibe.
4
En busca de la felicidad: la plenitud de sentido de una vida lograda
La religión se presenta, pues, como respuesta a la pregunta por el sentido último
de la vida y conforma de manera radical al creyente en su modo de pensar, de querer, de
sentir y de vivir68. De hecho, se suele decir que dicha pregunta es de naturaleza religiosa:
“La religión se revela como la realización de lo que llamamos «el deseo de llegar a un significado último».
Por cierto, mi definición de religión es igual a la que ofreció Albert Einstein (1950), y que dice lo siguiente:
«Ser religioso consiste en haber encontrado una respuesta a la pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida?». Y
hay todavía otra definición, propuesta por Ludwig Wittgenstein (1960), que dice lo siguiente: «Creer en
Dios es comprobar que la vida tiene un sentido». Como ven, Einstein, el físico, Wittgenstein, el filósofo, y
yo, como psiquiatra, hemos propuesto definiciones de religión que se solapan unas a otras” (Frankl 1993:
203-204).
68
140
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
tiene un carácter totalizante (abarca todas las dimensiones de la vida), apunta en una
dirección que me supera y resulta inseparable de la aspiración humana a ser feliz que
conecta con la eternidad. Pero intentemos plantear el asunto desde el principio.
Que el hombre se pregunte por el sentido de su vida significa que puede
cuestionarse y trascenderse a sí mismo, que es capaz de enfrentarse a ella, de tomar
distancia para evaluarla, hacer balance o proyectarla; en definitiva, que puede
“considerarla como una totalidad con la que el sujeto no se identifica absolutamente”
(Vicente Arregui y Choza 2002: 459).
Probablemente desde el convencimiento de su carácter religioso, muchos autores
han pretendido quitar valor a esta cuestión, relativizando o negando su sentido. Desde
este punto de vista, la pregunta por el sentido sería un sinsentido. “El ser no tiene sentido
y el sentido no tiene ser”, así tituló Mario Bunge un famoso artículo hace algunos años
(Bunge 1976).
Sin llegar a esos extremos, para Wittgenstein la pregunta por el sentido es un buen
ejemplo de lo que no puede decirse y, en realidad, no constituye un verdadero problema.
Si lo fuera, podría ser resuelta por la ciencia, que trata de hechos y busca una explicación
de los mismos. Pero no es así:
Sentimos que, incluso si todas las posibles preguntas científicas pudieran responderse, el
problema de nuestra vida ni siquiera habría sido tocado. Desde luego, entonces ya no
queda pregunta alguna; y esta es precisamente la respuesta. La solución del problema de
la vida está en la desaparición de este problema (Wittgenstein 2003 [1921]: 275).
Ocurre, sin embargo, que —como ha mostrado la psicología de corte existencial—
la cuestión del sentido de la vida es básica para el ser humano: ni es disoluble ni basta
con que se considere una pseudocuestión para que su aguijón deje de punzar. Ciertamente,
no se trata de una temática puramente teórica, funcional o económica, que pueda
resolverse con una fórmula. Es, más bien, una exigencia práctica. Pero eso no significa
que no pueda ser objeto de reflexión y aun de meditación. Sólo si soy capaz de
comprender mi vida en alguna medida, y de proyectarla y vivirla a partir de esa
comprensión, puedo esperar la plenitud de una vida lograda a la que no puedo dejar de
aspirar, que llamamos felicidad: “el sentido de la vida —han dicho Yepes y Aranguren
(2001: 164)— no se identifica con la felicidad, pero es condición de ella”69.
De hecho —el diagnóstico es de Julián Marías—, “la ausencia de sentido puede tener dos desenlaces o
salidas: una posibilidad es la atomización de la vida, la equivalencia, siempre fraudulenta, de los placeres
o los éxitos con la felicidad; y esto conduce a la inautenticidad, a la vida en hueco [...] indicio de infelicidad.
La otra posibilidad es el reconocimiento de ésta, […] y puede llevar a la desesperación” (1987: 334).
69
141
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
Pero, ¿cómo determinar si la vida tiene o no sentido? ¿Hay algún criterio que nos
pueda iluminar en su búsqueda? Aquí las ciencias biológicas o incluso la psiquiatría (tal
como suele ser hoy concebida) se encuentran atrapadas en un dualismo imposible de
evitar: por una parte, sus descripciones del funcionamiento del cerebro, del genoma
humano y las determinaciones de nuestra conducta producto de ellos; por otra, la
necesidad de comprender el sentido y propósito de esos comportamientos y de
fundamentar toda nuestra vida sobre un sentido último, total, radical y objetivo.
Desde nuestro punto de vista, que pretende escapar de toda forma de
reduccionismo, habría que distinguir dos aspectos o planos en relación con esta pregunta:
el del porqué y el del para qué.
El primero se refiere a la verdad de la vida humana, a su carácter inteligible o, si
se quiere, a su esencia, a lo que de suyo es. Implica, obviamente, penetrar en el misterio
del hombre y ser capaces de iluminarlo de algún modo. Julián Marías ha advertido a este
respecto que el mayor obstáculo para responder a la pregunta de si la vida “tiene” sentido
—y por tanto, para encontrar la felicidad— son “las falsas nociones sobre lo que es la
vida”. Tanto la interpretación materialista como la espiritualista de la vida la “cosifican”
reduciéndola a lo que no es (o a lo que sólo es en parte y bajo un aspecto: material,
orgánica, económica, psíquica, espiritual…).
Pero la vida humana —precisa— no es cosa alguna, de ninguna índole; es una realidad
elusiva, que hay que apresar con conceptos adecuados: personal, proyectiva, dramática,
argumental,
circunstancial,
corpórea,
temporal,
con
memoria
pero
futuriza,
intrínsecamente menesterosa, amorosa, con absoluta necesidad de perduración. Si esto no
se tiene en cuenta, si no se dispone de conceptos capaces de pensar esa estructura, no es
probable que se descubra el sentido de la vida. Y si no se está en él, o no se puede seguir
estando, desaparece la felicidad (Marías 1987: 339).
El segundo plano, el de la causa final, tiene que ver con la existencia concreta y
con el carácter proyectivo y libre de esa vida personal. Soy yo (junto a los otros y en
medio de mis circunstancias) el que configuro mi vida de un modo responsable, el que le
doy sentido conformando su argumento, constituyendo su trama y marcando sus
objetivos. No lo hago a partir de la nada, sino apoyándome en el ser del hombre que soy
y en las aspiraciones a él inherentes: por tanto, no creo ese sentido «ex nihilo», me lo doy
«ex novo». Y lo plasmo a través de un proceso de autorrealización que tiende a que este
hombre llegue a ser lo que es y que tiene como cauces más importantes las vías
mencionadas en el epígrafe anterior: la vertiente socio-profesional, la ética y la religión.
142
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Aunque los dos planos referidos estén inseparablemente unidos, “tener sentido es, pues,
ontológicamente anterior al dar sentido, porque funda las condiciones necesarias para que
el hombre pueda comprometerse responsablemente, es decir, con una libertad fundada en
la verdad” (Lucas Lucas 2008: 77).
Desde un punto de vista general, podríamos aventurar que la vida tiene sentido si
las aspiraciones humanas más profundas e importantes pueden verse algún día satisfechas
para todos los hombres. En cuanto al sentido que me doy, sólo será verdaderamente
fecundo si mis pretensiones e ideales, y el modo en que tiendo a ellos, ayudan a que mi
yo se realice y pueda “contemplarse gozosamente en la plenitud alcanzada” (Vicente
Arregui y Choza 2002: 467). Lo problemático es que todo parece indicar que nada de esto
es posible aquí y ahora, en nuestra condición actual, mortal. Por eso el nihilismo o el
relativismo aparecerán siempre como posibles amenazas, particularmente en épocas
como la nuestra en las que ya la pregunta misma por el sentido se ve postergada y
despreciada.
La mejor forma de escapar a esos riesgos y seguir creyendo en ese “imposible
necesario” que es la felicidad pasa por reconocer que caminamos hacia una meta que no
podemos no desear alcanzar; y que sólo puede saberse, vivirse y sentirse una vida con
sentido y orientada hacia su plenitud en la esperanza cierta de un “ya” en formación que
es también, por tanto, un “aún no”. De este modo, la esperanza se manifiesta como el
motor radical de la existencia humana al mismo tiempo que como ingrediente definitorio
de la felicidad70, pero para que pueda resultar verdaderamente eficaz ha de admitirse en
ella un carácter teleológico y dinámico que apunta hacia un orden trascendente al que de
algún modo anticipa: sólo el que muere esperanzado vive hasta el final.
Eso no quiere decir, obviamente, que en su existencia concreta el ser humano no
tenga necesidad de sentidos de carácter intramundano (la familia, el trabajo, los amigos,
etc.). Significa, más bien, que también precisa de un sentido último que responda a su
experiencia elemental —el deseo de felicidad—. Pues aunque es cierto que podemos
narcotizar la intensidad de ese deseo o buscarle sustitutivos de un orden distinto, en el
fondo esa felicidad a la que no podemos dejar de aspirar no es sino una felicidad plena
(algo más allá de lo cual nada puede ser deseado), referida tanto a mi persona como a la
de los otros (en el caso de los seres amados, como realidad efectiva; en el del resto, como
posibilidad real). Por tanto, nos sitúa en un camino de trascendencia.
“La expectación, la ilusión, son rasgos definitorios de lo felicitario. Uno es feliz cuando disfruta con lo
que tiene, y con lo que aún no tiene, pero espera” (Yepes y Aranguren 2001: 161; Marías 1985).
70
143
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
La filosofía clásica reflexionó muy profundamente acerca de los elementos
integrantes de la vida feliz y llegó a ricas conclusiones que, en mi opinión, hoy siguen
siendo válidas. El primero de esos elementos consiste en un cierto bienestar material
expresado en forma de salud física y psíquica, y en la satisfacción de las necesidades
básicas del hombre (lo que hoy en día se suele llamar “calidad de vida”).
Pero además de estos bienes útiles, los pensadores clásicos incluyeron también
entre los bienes capaces de hacernos felices —e incluso les otorgaron una mayor
importancia— aquellos que son valiosos por sí mismos: el saber, la virtud y la belleza.
Aunque responden a deseos de orden natural, se expresan y satisfacen en el plano de la
cultura y de la creatividad humanas.
Por último, puesto que ser persona implica ser con los demás, la forma de vida
más elevada, de la que el hombre no puede prescindir y a la que está llamado, es el amor.
No nos basta con existir, necesitamos ser amados, es decir, justificados y aprobados en
nuestra existencia, sobre todo cuando ésta se nos muestra fallida o fracasada en alguna o
en toda su medida (¿y qué hombre se atreverá a afirmar que ya ha alcanzado una vida
plena y sin tacha?).
Nuestra experiencia nos dice que la verdad más profunda del hombre es, de hecho,
su vocación al amor. Todos nosotros tenemos la experiencia cierta de que es lo
relacionado con el amor —en sus diversas manifestaciones: amor fraterno, filial,
conyugal, de amistad, amor a la propia vocación, amor a la patria, etc.— lo que llena más
al ser humano. Como Goethe afirmó: “la verdadera felicidad sólo puede consistir en la
participación comunicativa” (1981 [1814]), especialmente en la comunicación propia del
amor interpersonal.
Es el amor el acto que realiza de modo más completo la existencia de la persona:
el amor a la verdad nos mueve a conocer y, especialmente respecto de los seres más
nobles, el amor se erige en fuente última de conocimiento; el amor es la forma sublime
del bien y la expresión suprema de la libertad; es el amor la modalidad más alta de belleza
y lo que corresponde más justamente a los deseos de nuestro corazón. Sólo por la
configuración en el amor consigue el ser humano existir del todo, sentirse en el mundo
arropado dentro de su verdad. Sólo el amor puede servir de vínculo profundo de unidad
y respeto con el orden natural y de comunión con el resto de los hombres; sólo el amor
puede fundar una convivencia armónica y enriquecedora, cohesionar una sociedad
verdaderamente humana; sólo él —ya lo dijimos— puede salvar el dilema entre ley y
libertad, y animar —pacífica y apasionadamente a la vez— la lucha por la justicia.
144
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
(Hablamos aquí, obviamente, del amor verdadero. Del mismo modo que sabemos del
poder elevador del verdadero amor, también sabemos del poder envilecedor y
empobrecedor de sus sucedáneos).
Gran parte de su valor radica en que la vivencia del amor es una vivencia
totalizante, es decir, que engloba todas las dimensiones de nuestro ser: interpela nuestra
inteligencia, compromete nuestra voluntad libre, estimula nuestro corazón. Implica
además la conciencia de mí mismo y una relación estrecha con el otro al que amo, la
tendencia a la unión afectiva con él. Esta relación, de un modo mucho más radical que el
conocimiento, me hace identificarme con el amado hasta el punto de que también él me
acaba constituyendo en lo que soy.
Además, en cualquiera de sus formas o analogados, el verdadero amor es pasión
oblativa (u oblación apasionada), eros y agapé. Nos hace salir del estrecho entorno del
yo, nos impulsa a trascender, dota de alegría desbordante y contagia de esa dicha nuestra
manera de hablar, de pensar y de obrar. Cuando amamos, incluso parece que la realidad
se nos presenta con una cara más amable y gozosa. Y, sin embargo, enseguida cae en la
cuenta el enamorado de que, si quiere perseverar en ese estado, más aún, si quiere
progresar y madurar en él, esa pasión propia del verdadero amante tendrá que integrarse
con el sacrificio, libremente elegido y ofrecido. Quien ama de verdad ha de querer bien y
querer el bien para el que ama. Y eso exige de una actitud y de un compromiso que no
surgen siempre espontáneamente ni pueden mantenerse por inercia.
La enriquecedora experiencia de saberse y sentirse elegido y amado es profunda
y genuinamente humana. La encontramos palpablemente en el caso común en el que los
enamorados —quizás de forma poética pero muy profunda— se dan las “gracias por
existir”, y cuando al amar y sentirse amados se ven sobreelevados y florece lo mejor de
sí mismos (hasta el punto de que el mundo y los demás se ven, entonces, desde una
perspectiva diferente que hace brillar ante sus ojos la bondad y amabilidad de todos los
seres humanos y aún de todas las cosas).
En este sentido, la experiencia sobrenatural de “amistad” con Dios no es muy
distinta. Incluso diría que hay un cierto paralelismo o, mejor, una cierta apertura del amor
humano a la trascendencia, que se echa de ver en la voluntad de eternidad de todo
verdadero amor. Y es que, en realidad, el verdadero amor que deseamos y necesitamos
no está al alcance del hombre si este cuenta única y exclusivamente con sus fuerzas: la
experiencia del amor humano es siempre más imperfecta de lo que en principio promete.
145
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
La vocación humana al amor conlleva una exigencia de eternidad y trascendencia71 que,
si no se cumple o al menos se vive como convicción esperanzada, conduce a los que aman
a la resignación o a la desolación.
El ateo lo intuye muy adecuadamente cuando se rebela contra Dios por la muerte
o el sufrimiento del que ama. Hay en esa rebelión, objetivamente, una actitud algo absurda
si se dice no creer en Dios, pero también un sentido que no me parece desdeñable y sí
muy significativo. También lo es que cuando ama y puede alegrarse en la existencia y
dicha del amado exulte su ser y quiera dar gracias a la vida. Hay aquí igualmente un
equívoco y un absurdo (como si la vida tuviera conciencia y poder para dar y quitar) que,
sin embargo, tienen cierto sentido. Chesterton dijo —parafraseando a Rossetti— que los
momentos más desconcertantes para un ateo no son aquellos en los que sufre y toca fondo
sino, más bien, aquellos en los que quisiera agradecer su felicidad y no sabe a quién
dirigirse.
La consecuencia es clara: quien ama y se sabe amado por Dios con un amor
apasionado y oblativo es quien está en mejor disposición para alcanzar la plenitud del
amor y la plenitud de su humanidad, la felicidad. Si para una persona el que otra la mire
y le diga, a la vez que lo siente y lo “vive”:
«es bueno, es maravilloso que tú estés en el mundo», implica que de alguna manera se
sienta justificada y aprobada, incluso exaltada en su ser, de modo que al saberse y sentirse
querida parece que esa persona alcanza entonces la plenitud y empieza para ella —
digámoslo así— una nueva vida, uno se pone a pensar que no debe ser tan poco importante
para el hombre que arrastra su existencia sobre el mundo el que tenga la posibilidad de
sentirse «aprobado», consentido y confirmado de una forma absoluta” (Pieper 1997: 449).
Una confirmación como la que supone el amor de Dios. Lo que ocurre es que —
el ejemplo es también de Pieper— lo mismo que el amor de los padres por sus hijos no
les serviría de nada a éstos, por muy dentro del corazón que saliese, si ellos no lo supieran,
si de alguna forma no les afectase, la afirmación creadora de Dios tampoco tocaría ni
transformaría la vida de los hombres si ellos no la “realizasen” por la fe, es decir, si no
quisieran aceptarla, única manera de que esa verdad se convierta en una parte de su tesoro
vital.
“La apariencia de eternidad —ha dicho Julián Marías— no es una mera exageración efusiva de los
amantes, es precisamente la condición intrínseca del amor. Esa pretensión de eternidad, de vinculación
entera de la persona, con todo su pasado y un futuro ilimitado, interminable, es el carácter interno del amor”
(1987: 349).
71
146
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
No hay mejor forma de que el hombre sienta pisar terreno firme, aun en las misteriosas
estancias de su conciencia, que vivir esa convicción. Y cuando se da esta radical confianza
[...], el fondo donde esa actitud se enraíza no es otro que la seguridad de ser amado de
una forma tan insuperablemente eficaz y verdadera (Pieper 1997: 451).
Así entendida, la caridad, lejos de anular lo que por sus propias fuerzas hay en el
hombre como posible y presente en capacidad de amor y bondad, comprende en sí misma
todas las configuraciones del amor humano. Además, si la caridad es la savia de la vida
humana y sustancia de la vida divina, de alguna manera se puede decir también que será
el “ingrediente” esencial de la vida eterna. La eternidad, —podemos atrevernos a
afirmarlo—, será el Amor alcanzado, conocido y gozado, el cumplimiento de nuestra
vocación humana. Y, por eso, será también Libertad plena, Justicia, Verdad, Belleza y
Bondad, perfecciones todas ellas convertibles con el Ser, que es Amor.
El que piensa y acepta esto no se sorprenderá de que toda la concepción de la
caridad tenga como manifestación un signo estelar que la marca siempre: felicidad. Pues
si, como antes dijimos, la felicidad más plena es la felicidad del amor, el fruto de la
versión más sublime que existe del amor tiene que ser también lo más grande que pueda
haber en felicidad de cuanto los hombres han podido imaginar para aplicar ese nombre.
Conviene, no obstante, advertir contra una interpretación —¿cómo decir?—
demasiado “espiritualista” y abstracta de la beatitud, que ha propiciado todo tipo de
confusiones y caricaturas. Ni la vida eterna es aburrida, ni Dios es un anciano empalagoso
al que nos dedicaremos a contemplar amorosamente de forma pasiva e interminable.
Como diría San Agustín, “Dios es más joven que todos” (De Genesi, VII, 26, 48). Su
Vida es el reino de la novedad, el Misterio insondable e inagotable del que participaremos
activa, intelectual y fruitivamente, con todo nuestro ser. En él se recogerán y
perfeccionarán sin fin todos los valores positivos de la vida humana, tendrán satisfacción
todas nuestras aspiraciones más profundas sin sombra alguna de dolor ni de mal.
Me parece que tiene razón Julián Marías cuando afirma que
hay que entender la otra vida desde esta, como su plenitud. La visión inconexa la deja
empobrecida, exangüe, sea lo que sea lo prometido, no por deficiencia de esto, sino del
quién a quien se promete [...]. La teología —prosigue— ha puesto el acento, como es
justo, en la visión de Dios; acaso no ha insistido tanto en el sujeto a quien se promete esa
visión [...].
Al insistir en la resurrección de Cristo y de todos los hombres, ha reclamado y consagrado
las perfecciones del cuerpo, de la carne. Pero ni siquiera todo esto es suficiente. Es
menester la afirmación de la vida en lo que tiene de humano, argumental, dramático,
147
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
proyectivo; en suma, mío. Mi vida es mía, la de cada cual; no hay nada que pueda llamarse
«vida en general». La «otra vida» tiene que ser mi otra vida. (Marías 1987: 357-358)72
La otra vida sería, así, otro acto del mismo drama que es mi vida. La vida eterna
ya ha comenzado.
La amistad divina, en definitiva, perfecciona al hombre a partir de su propia
naturaleza: es la total y libre realización del hombre, que alcanza así un equilibrio humano
y una riqueza que ningún otro amor humano puede producir pero que, lejos de apartarnos
de la amistad con los hombres, nos lleva necesariamente a ella de un modo cada vez más
profundo y abierto, a la vez que anima en el hombre la esperanza cierta de una vida
perdurable en la que todos las aspiraciones de su naturaleza se vean cumplidas.
5
El hombre como ser doliente y mortal: sentido y psicología del sufrimiento
humano
Todo proyecto humano apunta más allá de sí mismo, pero acaba enfrentándose,
antes o después, con la realidad del mal y de la muerte. Al mismo tiempo que el hombre
experimenta en su propio ser aspiraciones que lo incitan a superarse sin fin, e incluso en
medio de una búsqueda esperanzada de esos anhelos, también tiene la experiencia siempre
desgarradora de sus límites. Por eso, una antropología que quiera intentar responder en
su integridad al misterio del hombre y servir de fundamento firme para una psicología
humanista debe dar también una respuesta a los aspectos dramáticos de la vida humana.
La realidad del mal amenaza permanentemente la vida humana, se cierne como
una sombra sobre nuestro proyecto vital, puede incluso llegar a velar u oscurecer nuestra
visión acerca del sentido de la existencia poniendo seriamente en cuestión toda esperanza
de felicidad.
Quien no sabe qué hacer con el dolor —ha dicho Llano— llevará necesariamente una
vida desgraciada o de penosa superficialidad [...] Si no se es capaz de integrar la muerte
en el curso de la existencia y vislumbrar su sentido, nunca se alcanzará una vida
auténticamente lograda (2002: 80-81).
De hecho, el mal se presenta siempre ante el hombre como una cuestión compleja,
doliente y hasta escandalosa, en todo caso difícil de afrontar incluso en su terminología73.
En el capítulo XXIX de esta misma obra se atreve Marías a esbozar una “empresa imposible”: la
“imaginación de la vida perdurable”. No le vamos a seguir hasta ese punto, aunque sus reflexiones sean
enormemente sugerentes.
73
No queremos entrar en un análisis detenido de la cuestión terminológica, además bastante compleja y
variable según los autores. Nos limitaremos a precisar que —desde la perspectiva que aquí adoptamos—
72
148
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
¿Es posible atisbar en él y en la muerte algún sentido razonable que nos permitan vivir y
aun hacerlo de modo esperanzado?
Lo que se ha de tener claro de antemano, si se quiere plantear bien el asunto y, por
tanto, vislumbrar alguna vía de respuesta, es que se trata de un misterio, no de un
problema. La diferencia entre problema y misterio ha sido propuesta por la filosofía
personalista del siglo XX. Un problema —ha venido a decir por ejemplo Gabriel
Marcel— es una cuestión que tiene solución y que me lleva a otras soluciones o a otros
problemas, una temática acerca de la cual es posible, por tanto, un progreso lineal y
acumulativo en su conocimiento, una fórmula cuya incógnita puede ser despejada
siguiendo un método determinado; en definitiva, algo respecto de lo cual podemos
alcanzar una certeza universal y objetiva. En cambio, el misterio no es ininteligible pero
sí inagotable pues no tiene límites definidos ante la razón humana, no es una cuestión que
nos sobrepasa sino más bien algo que nos comprehende, en lo que estamos inmersos y
frente a lo cual no podemos adoptar una actitud neutral y contemplarlo desde fuera con
la suficiente distancia de perspectiva, algo en lo que a fin de cuentas estamos
comprometidos y que se sitúa sobre todo en el plano de la experiencia vivencial.
Si esto es un misterio (y todo apunta a que el mal lo es), es comprensible que
siempre nos inquiete y desconcierte, y que carezca de una solución matemática. Eso no
significa que no se pueda atisbar una respuesta o que todas las hipótesis valgan lo mismo,
que carezca de interés reflexionar acerca de él y que la investigación no pueda arrojarnos
algo de luz; significa, ni más ni menos, que esa luz no ilumina por entero la cuestión, que
deja siempre aspectos en la penumbra y que, en última instancia, el misterio interpela a
nuestra libertad y no sólo a nuestra razón.
Por otra parte, en cuanto que misterio particular, el mal se me presenta a la
conciencia desde la experiencia doliente, ya sea de orden físico o moral. No es el
escándalo del mal algo que se suscite primeramente en el plano de la razón sino en el
orden de la experiencia. Y eso tiene también consecuencias de largo alcance.
Aclarado esto, ahora sí podemos intentar delimitar su realidad de algún modo
intentando buscar una respuesta a nuestra pregunta. En sentido clásico, el mal se ha
definido como “la privación de un bien debido a una naturaleza en el orden físico y/o
consideramos el “dolor” como una mera sensación biológica, distinta por tanto de la “experiencia dolorosa”
cuyo contenido es el “sufrimiento” y cuya causa es el “mal”. Lo que nos interesa es, obviamente, esa
misteriosa vivencia sufriente que hace del hombre un ser “doliente” y que —unida a la realidad de su ser
mortal— implica y amenaza toda su existencia.
149
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
moral”. Lo que esto significa, en primer lugar, es que no tiene un carácter sustantivo sino
privativo, pero es real en lo que de suyo es bueno. Pueden extraerse de aquí implicaciones
teológicas de gran importancia, pero lo que nos importa ahora es caer en la cuenta de que,
además, así se explica que sea ambivalente en sus efectos, lo que permite que podamos
afrontarlo en su aspecto vivencial desde una determinada convicción y experiencia
personales.
La actitud y disposición son, en este sentido, muy importantes. Como dice Monge,
“el sufrimiento es un experiencia mala en la que se puede vivir algo positivo. El
sufrimiento se me ofrece como posibilidad. Soy yo quien ha de decidir qué voy a ser, qué
voy a vivir en el interior de esa experiencia dolorosa” (2010: 144). Contra el mal hay que
luchar. De hecho este debe ser uno de los objetivos hacia el que se han de dirigir los
esfuerzos de la humanidad. Hay mucho por hacer en esta dirección y todos podemos
participar de un modo u otro en esta empresa. Sabemos, no obstante, que el progreso en
este orden genera paradójicamente nuevas causas de sufrimiento y que esa lucha no tendrá
fin pues el sufrimiento y la enfermedad forman parte de la condición de un ser corpóreo
como lo es el hombre y de las limitaciones inherentes a su naturaleza creada, contingente.
Por eso, ante esta situación no hay más que dos salidas: la huida, que es imposible;
o la aceptación y la superación. Podemos aprender de él: el sufrimiento, físico o moral,
tiene un dimensión pedagógica que no podemos olvidar. En este sentido, Viktor Frankl
mostró con claridad hasta qué punto el sufrimiento sirve a la acción humana, al
crecimiento y maduración personal, incluso al enriquecimiento espiritual propio y ajeno
(1990b: 249-266)74.
La experiencia dolorosa nunca nos deja indiferentes y siempre nos marca de algún
modo. En algunas personas deja huellas de humanidad, comprensión, entereza y valentía.
En otros, de amargura, rencor y rebelión. Todos tenemos ejemplos conocidos de los
posibles efectos humanizadores del sufrimiento (de carácter personal y social). A menudo
esos mismos ejemplos muestran también que se puede ser feliz en medio del sufrimiento.
Y es que ni el sufrimiento es sinónimo de infelicidad ni su ausencia supone de por sí la
felicidad.
Podemos ilustrar lo que queremos decir con un ejemplo tomado de la vida del
propio Frankl durante su estancia como prisionero en el campo de concentración de
Auschwitz. Ante el dolor, viene a decir este autor, el hombre puede elegir entre dejarse
Laín Entralgo, refiriéndose en este caso a la enfermedad, dirá que es al mismo tiempo “instancia”
motivadora y “recurso” utilizable tanto por parte del enfermo como del médico (1985: 336-337).
74
150
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
vencer por él entregándose dócilmente a las circunstancias adversas o, con su libertad,
dar un sentido a ese sufrimiento atroz e inevitable, y afrontarlo con valentía. ¿Qué motivos
encontró Frankl para no lanzarse de modo suicida, como hacían otros compañeros suyos,
contra la alambrada eléctrica que rodeaba el campo?
Una mañana donde todo era gris (su rostro, sus ropas, sus pensamientos) comenzó
a pensar en su esposa mientras cavaba una zanja y un vigilante no cesaba de insultarle.
Meditó en ello mientras el frío penetraba como el filo de una espada por todo su cuerpo.
La “contempló” durante horas y no dejó que en su mente entrase otra imagen más que el
rostro de su amada hasta que
comprendí cómo el hombre desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la
felicidad —aunque sólo sea momentáneamente— si contempla al ser querido. Cuando el
hombre se encuentra en una situación de total desolación, sin poder expresarse por medio
de una acción positiva, cuando su único objetivo es limitarse a soportar los sufrimientos
correctamente, con dignidad, ese hombre puede, en fin, realizarse en la amorosa
contemplación de la imagen del ser querido (Frankl 1993: 46).
Sus razones para seguir viviendo en medio del sufrimiento fueron, por tanto, el
amor que sentía por su esposa y también la esperanza de volver a encontrarla algún día.
No son malas razones. El amor, el acto más libre de la voluntad humana en cuanto que
por él somos capaces de dar prioridad a quien amamos por encima de nosotros mismos,
puede vencer al dolor. Hace que nos olvidemos de nosotros mismos para pensar en los
demás, rompe nuestras fronteras —muchas veces egoístas— para abrirnos al otro y
centrarnos en él y en sus necesidades.
Frankl mismo, después de muchas vicisitudes, decidió presentarse voluntario
como médico para encargarse del pabellón destinado en el campo de concentración a los
enfermos de tifus. Y fue esta actividad, además del recuerdo de su esposa, la que lo
mantuvo fuera y despreocupado de sí. Contemplar su trabajo como un servicio a los
demás le hizo ver que su vida, a pesar de lo ardua y difícil que se presentaba, tenía un
sentido muy profundo. Y el pensar que un día las tropas aliadas les liberarían y quizás
podría volver a ver a sus seres queridos, también contribuía a mantenerle vivo en su
cuerpo y en su ánimo.
El psiquiatra vienés descubrió a través de esa durísima experiencia lo que más
tarde escribiría: “Para asumir el sufrimiento, para poder aceptarlo, yo debo afrontarlo [...]
Mas, para poder afrontarlo, debo trascenderlo. Con otras palabras: yo sólo puedo afrontar
el sufrimiento, si sufro por un algo o un alguien” (Frankl 1990b: 257-258). El ser humano
151
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
puede sobrellevar el sufrimiento con dignidad, por tanto, cuando encuentra motivos o
razones para hacerlo. Más aún, esos mismos motivos, de algún modo, pueden acabar por
aminorar ese dolor. ¿No tenemos todos la experiencia de que los sufrimientos más
difíciles de aceptar son los que se nos presentan como algo absurdo y sin sentido? En
cambio, los sufrimientos que uno considera que son de cierto valor y utilidad, se enfocan
de una manera completamente diferente hasta el punto de que prácticamente dejan de
serlo.
Y, por otra parte,
en ese juego incesante de la aceptación de lo dado —el dolor también nos ha sido dado—
y de la permanente disponibilidad al darse —que es tanto como el hecho de aceptarlo—
es en donde emerge la experiencia de la libertad. Este juego es el que en verdad
autorrealiza al hombre que, en tanto que aceptante/donante de sí mismo —y de los
sufrimientos que acompañan el iter que es su vida—, está siempre y prontamente
dispuesto a la solidaridad, sin caer en la seducción ni en la fascinación de tomarse lo dado
a sí mismo como algo propio que le perteneciera (Polaino-Lorente 1997: 472).
Además del descubrimiento de sus virtualidades ocultas, la manera en la que el
sufrimiento se acepta y supera tiene mucho que ver con los recursos y valores personales
interiores del sujeto: su sentido del realismo, su capacidad de autoaceptación, el equilibrio
y dominio de sí, el valor y la fuerza de voluntad, motivaciones positivas como la vocación
profesional o el amor, o incluso las convicciones de carácter religioso.
Lo que parece claro es que una actitud optimista y positiva no puede ser nunca
fruto de una opción gratuita, de un puro voluntarismo: ¿de que serviría en última instancia
decidir que voy a afrontar una determinada situación si no tengo motivos para hacerlo,
razones que sustenten esa decisión y me proporcionen al menos un rayo de esperanza?
Hay una estrechísima relación entre sufrimiento y sentido de la vida. Si el sufrimiento, en
primer lugar, acrisola y pone a prueba nuestra “opción fundamental”, e incluso —en el
plano del darse sentido— ofrece al hombre “oportunidades [...] para añadir a su vida un
sentido más profundo” (Frankl 1993: 71), también es cierto que son las respuestas a las
preguntas referidas a si nuestra existencia tiene o no sentido, y cuál sea éste, las que han
de iluminar y animar el modo en que afrontamos el sufrimiento: “el sentido del dolor —
ha concluido Polaino-Lorente (1997: 472)— remite y se resuelve en el sentido de la vida”.
Esta última reflexión nos permite conectar con el segundo de los aspectos que
quisiéramos considerar: “el sufrimiento no posee sólo una dignidad ética; posee además
una relevancia metafísica. El sufrimiento hace al ser humano lúcido y al mundo diáfano.
152
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
El ser se vuelve transparente, dejando asomar una dimensionalidad metafísica” (1990b:
255). En los momentos de sufrimiento, en la cercanía de la muerte o en la vivencia de la
muerte de un ser querido, en efecto, el ser humano toma conciencia plena de la realidad
contingente y de la limitación radical de su ser, al mismo tiempo que el mundo se nos
revela y se transforma la percepción que de él tenemos.
Cabría decir —observa Laín en un análisis de la enfermedad que es perfectamente
aplicable en nuestro caso— que ésta es un suspiro de la creatureidad del homo sapiens —
alteración perturbadora de su estructura, sí, mas también iluminadora de su destino— en
su pretensión cósmica y personal de autoposeerse en plenitud. Por tanto, uno de los modos
de «probación» del hombre, una de las vías por las cuales el hombre «prueba» si su
realidad es como él se la había figurado y «es probado» respecto de su personal instalación
en la realidad.
Pero la enfermedad —añade— es siempre aflictiva; hasta cuando el enfermo se ha
refugiado subconscientemente en ella. Entonces, ¿por qué la criatura se ve obligada a
suspirar, no sólo a causa de su deficiencia, también a causa de su dolor? ¿Por qué ha de
probar doloridamente, y dolorosamente ser probada? Mirada desde el punto de vista de
su sentido en el todo de la realidad, la enfermedad nos abre la mente a un nuevo problema:
el hondo, último problema de saber si la realidad intramundana puede o no puede ser
entendida sin de algún modo trascenderla (Laín Entralgo 1985: 337).
La respuesta que a este último interrogante hay que dar es, en nuestra opinión,
negativa. Ya hemos desarrollado este asunto en el epígrafe anterior, pero ahora podemos
perfilarlo y profundizarlo aún más al compás de nuestro análisis del sufrimiento y de la
muerte. Ciertamente, hay un modo meramente humano —si se quiere decir así— de
afrontar la experiencia del dolor, de la muerte y del mal: hemos visto su valor pedagógico
y podríamos añadir multitud de argumentos para sacar brillo a su “utilidad” tanto en el
orden individual como en el de la especie, o para afrontar el momento final de la vida con
realismo y hasta con una cierta gallardía y elegancia.
Sin embargo, es evidente que del mismo modo que hay sufrimientos útiles y aun
necesarios, también hay sufrimientos que se nos aparecen como absolutamente
innecesarios o cuya “utilidad” produce naturalmente escándalo por la instrumentalización
que en ese caso habríamos de hacer de la persona doliente para proseguir esta línea de
reflexión (por ejemplo, el sufrimiento de un recién nacido). Y respecto de la muerte, que
trasciende el ámbito biológico quebrando dramáticamente nuestros proyectos y nuestro
mundo de relaciones, sólo se puede decir que siempre “llega a destiempo”.
153
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
Si el mal ha aparecido ante el hombre en todas las épocas como una realidad
paradójica y difícil de aceptar, el llamado “sufrimiento y muerte de los inocentes” viene
a ser una especie de extremo que solemos percibir como algo especialmente absurdo. El
mal se nos presenta, entonces, como una realidad insufrible e insoportable, de todo punto
inexplicable e inasumible. Este es el planteamiento, por ejemplo, que llevó a Albert
Camus a rechazar la soberanía de Dios sobre el mundo sustituyéndolo por el hombre y a
considerar la vida como un sinsentido.
Sin embargo, lo cierto es que mientras que frente al “tribunal” del mal, del
sufrimiento y de la muerte, los no creyentes siempre salen, en mayor o menor medida,
malparados, los creyentes al menos atisban una luz de inteligibilidad y esperanza en
medio del misterio. Ya Voltaire advertía que “el sistema que admite la existencia de un
Dios tropieza con dificultades que tiene que resolver. Pero todos los demás sistemas se
encuentran con absurdos que tienen que devorar” (Elementos de la filosofía de Newton, I,
I).
El mal sólo se puede “entender” y abrazar por la existencia de Dios y del más allá,
y —desde la perspectiva cristiana— por la cercanía de un Dios personal que, haciéndose
un hombre como nosotros, ha participado y compartido nuestro propio sufrimiento para
mostrarnos que si es objeto de su permisión es porque respeta y valora hasta el fin nuestra
condición de criatura libre y porque también el sufrimiento es una realidad fructífera con
tal de que el hombre sepa afrontarla, en el ejercicio de su libertad, como Él y con Él. De
forma paralela, como ya apuntamos al tratar de la vida eterna75, aún siendo la muerte
natural al hombre “está claro que no es posible sostener que la vida tiene un sentido sin
la afirmación de la inmortalidad personal como estructura intrínseca de la existencia
humana, no menos constitutiva que la misma muerte” (Lucas Lucas 2008: 79).
¿Quiere eso decir que los cristianos, a diferencia del resto de los hombres, son
capaces de descifrar el jeroglífico del mal y pueden vivir y morir con la serenidad de aquél
que tiene sus problemas resueltos? No. Del mismo modo que el hombre rebelde de
Camus, aunque en otro sentido, también el creyente tiene preguntas y rebelión. Se
pregunta por el misterio de la vida humana, llena de sufrimientos y destinada en el orden
natural a la muerte, y no vive de seguridades materiales sino de fe, de una fe que no le
exime de sufrir y de morir. También él
75
Sobre los argumentos a favor de la espiritualidad e inmortalidad del alma, ver el parágrafo 3.2 del capítulo
I en este libro.
154
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
se rebela, porque su mente quiere entender y no se resigna a la oscuridad del misterio,
porque no se rinde al sufrimiento, porque no es indiferente a la injusticia; pero [...] actúa
con decisión para mitigar todo tormento físico y moral conociendo bien, sin embargo, los
propios límites y los del mundo creado. Él sabe ser administrador de la vida y no su amo;
administrará, por tanto, el don recibido sin constituirse en amo ni erigirse en juez absoluto
(Lucas Lucas 2008: 109).
Lo que desde el punto de vista intelectual todo ello significa, a fin de cuentas, es
que el misterio no resulta accesible a la pura razón e —incluso con la ayuda de la fe—
podemos arrojar luz pero no “resolverlo”. Al escándalo del mal sólo se puede responder
desde la fe, por el testimonio vital de Cristo (el “Inocente por excelencia”) y por la
experiencia del Amor Pascual que nos une vitalmente a Aquél que no ha querido evitarnos
ni el sufrimiento ni la muerte sino llenarlos de sentido. El mensaje cristiano, encarnado
en la figura de Jesús de Nazaret, no sólo nos enseña el valor pedagógico del sufrimiento
(y, en su caso, del martirio) sino su carácter salvífico —siempre que se halle unido al
amor—. Lo que ya desde el punto de vista puramente natural podemos comprender, que
el sacrificio voluntario y por amor transforma el sufrimiento personal en un tesoro y dota
de sentido al morir, adquiere así en Cristo y en los que a Él se adhieran una plenitud de
sentido, sobrenatural y cósmico.
En estas coordenadas cristianas, dice Polaino-Lorente,
el sufrimiento deviene en una nueva realidad transformante, por la que el hombre se
agiganta y madura más allá de lo que siempre soñó. Y lo mismo acontece con la muerte,
que a pesar de no confundirse con el sufrimiento es, en cierto sentido, la plenitud del
sufrimiento –en tanto que ruptura y máxima disociación del hombre—, pero también la
condición ineluctable que abre la puerta de la felicidad eterna al hombre (1997: 477).
En la fe, incluso puede uno atreverse entonces a decir que “los inocentes que
sufren son los primerísimos testigos de Dios, los que reciben las gracias más grandes,
porque salvan en mayor medida que los otros a sus hermanos los hombres, por estar más
unidos a Jesucristo agonizante y resucitado” (Moeller, 1966: 117).
6
Conclusiones
Aunque todo hombre posee una naturaleza y se enmarca dentro de una cultura
determinada que le condicionan muy seriamente, su vida tiene un argumento y un guión
que en buena medida él mismo escoge y diseña libremente en forma de un proyecto
personal que busca responder a sus necesidades, inquietudes, deseos y aspiraciones.
155
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
La libertad que está en la base de todo auténtico proyecto vital es multiforme y
tiene –en consonancia con la finitud de nuestro ser- una eficacia limitada, pero –pese a
todas las formas de determinismo que pretenden negarla- es real. Sólo porque el hombre
es libre (libertad trascendental) podemos afirmar que la libertad es una característica de
su voluntad o, más concretamente, de determinados actos voluntarios en los que se
autodetermina a decidir y/u obrar (libre albedrío) con una proyección ética y política que
acaba enriqueciéndolo o envileciéndolo, perfeccionándolo o deteriorándolo —de forma
personal y comunitaria— (libertad de independencia).
De acuerdo con estas distinciones, se puede decir que la libertad es una dote
natural de la que el hombre disfruta pero también –en otro sentido- el resultado de una
conquista en los órdenes moral y político que es la que más nos concierne, pues acaba
constituyéndonos en lo que somos y haciendo de nuestro proyecto vital algo logrado o
fallido.
El proceso de autorrealización humana (que corre paralelo con la maduración de
nuestra personalidad) se desarrolla fundamentalmente en tres planos que nos son
connaturales (socio-profesional, ético y religioso) y requiere para su culminación del
compromiso de nuestra libertad con la verdad y el bien. Son éstos los que hacen del
ejercicio de la libertad algo verdaderamente liberador para el ser humano, de manera que
podamos aspirar a la consecución de nuestro fin último: ser felices. Dicha finalidad,
entendida como plenitud de sentido en una vida lograda, implica no sólo descubrir que la
vida tiene sentido sino configurar mi vida de un modo maduro y responsable dándole el
sentido más acorde con el ser del hombre que soy y las aspiraciones a él inherentes. El
amor es, a este respecto, esencial para nuestra realización personal.
No se puede esperar alcanzar una vida plena, feliz, si no se es capaz de integrar el
sufrimiento y aún la muerte en el curso de nuestra existencia, e incluso llegar a vislumbrar
en ellos un sentido. A este respecto, aunque la actitud y la disposición personales son muy
importantes a la hora de afrontar el dolor y el sufrimiento, difícilmente podrá darse esa
integración desde un punto de vista exclusivamente racional. El mal es un misterio para
el que sólo se puede atisbar un cierto sentido desde la fe.
Lecturas recomendadas
156
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
BARRIO MAESTRE, J. M. (1999), Los límites de la libertad. Su compromiso con la
realidad, Madrid, Rialp.
CABANYES, J. y MONGE, M. A. (eds.) (2010), La salud mental y sus cuidados, Pamplona,
Eunsa.
FRANKL, V. (1990), El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia,
Barcelona, Herder.
MARÍAS, J. (1987), La felicidad humana, Madrid, Alianza.
MILLÁN-PUELLES, A. (1995), El valor de la libertad, Madrid, Rialp.
POLAINO-LORENTE, A. (1997), “Más allá del dolor y el sufrimiento: la cuestión acerca del
sentido”. En: Manual de Bioética General, Madrid, Rialp.
VICENTE ARREGUI, J. y CHOZA, J. (2002), Filosofía del hombre. Una antropología de la
intimidad, Madrid, Rialp.
157
La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor
158
IV. PSICOLOGÍA DE LA PERSONA
Xosé Manuel Domínguez Prieto
Psicología de la persona
Hasta este punto, en la presente obra se han analizado las dimensiones humanas
que tienen que ver con el conocimiento (cap. I), la sociabilidad (cap. II) y la libertad (cap.
III). Y se ha llevado a cabo desde una perspectiva filosófica que se basa tanto en la
tradición realista clásica (Aristóteles, Tomás de Aquino) como de determinadas
aportaciones del personalismo y el pensamiento dialógico contemporáneo. En definitiva,
se ha dibujado una imagen concreta de quién y cómo es el ser humano, y para qué está
hecho.
Este análisis previo es imprescindible porque, por su objeto de estudio, la
psicología debe basarse en una idea de ser humano, en una antropología. Toda psicología
es deudora de determinada visión del ser humano. Cuando más realista y abarcante sea
esta descripción, cuanto más fiel a la verdad, más capacidad explicativa tendrá la
psicología.
En el presente capítulo
se pretende concretar qué psicología nace de la
antropología esbozada en el resto del libro. Para ello, nos fijaremos tanto en ciertas
aportaciones de la psicología experimental más acreditada como en los planteamientos
fundamentales de la mejor psicología humanista.
1.
Psicología y psicoterapia
1.1 Qué es psicología
La psicología es una ciencia. Tomamos el término ciencia en el sentido amplio de
la episteme griega, esto es, un saber universal, ordenado, metódico, demostrable y
enseñable. Se trata, por tanto, de un conocimiento cierto por causas. Para que esto sea
posible, debe precisar cuál es su objeto material y su objeto formal de estudio y,
posteriormente, y de modo adecuado a este objeto, mostrar cuáles son sus métodos
propios.
El objeto material de la psicología es el ser humano. Pero dado que el ser humano
es, unitariamente, un ser corporal, psíquico y espiritual, hay que precisar que la psicología
como ciencia no puede reducirse sólo al estudio de los procesos empíricos, mensurables
y cuantificables que se dan en el ser humano (lo cual es aplicable sólo a su dimensión
corporal y a su actuación exterior), sino que también estudia los fenómenos, procesos,
acontecimientos y estructuras interiores (psíquicas) y siempre en relación con su
fundamento antropológico. Se distingue, por tanto, tanto de la biología y de la
antropología física como de la antropología filosófica. En todo caso, estudiará los
160
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
fenómenos psíquicos como fenómenos-de-un-ser-humano y, más precisamente,
fenómenos-de-una-persona76. Por eso, como veremos, toda psicología ha de estar
fundamentada en una antropología. Significa esto que la psicología es una ciencia
experimental, por cuanto debe observar y registrar fenómenos del sujeto. Pero significa
también que la psicología desborda con mucho lo experimental: es una ciencia humana.
Por tanto, aunque emplee el método experimental, no es el único que ha de emplear,
habida cuenta de que los fenómenos observables de la persona tienen un significado más
allá de lo observado. La psicología, como ciencia, debe atender a fenómenos cuantitativos
y cualitativos, si quiere comprender a su objeto material.
El objeto formal de la psicología es el alma en tanto que principio de vida íntima,
de vida psíquica, de actividad interior (que puede ser intelectiva, afectiva y volitiva o
tendencial)77. En este sentido, estudia el comportamiento humano, pero no sólo sus
manifestaciones externas, sino su comportamiento íntimo78. Estudia, por tanto, la
actividad íntima de la persona (y, por extensión, su posible manifestación exterior).
El ámbito de lo interior, de lo psíquico o de la intimidad, es lo que en filosofía se
ha llamado siempre el ámbito del alma. Estamos convencidos de que sigue siendo muy
iluminador recurrir a la primera definición histórica de psicología: la psicología como
ciencia de la psijé o ciencia del alma. Lo corporal y lo personal interesan a la psicología
en cuanto que intrínsecamente unidos a lo psíquico.
En nuestros días, más a causa de prejuicios cientificistas que por tener argumentos
en contra, se desprecia esta definición por obsoleta, por no “científica”, prefiriéndose
otras más acordes con la mentalidad dominante (y, por supuesto, más reductivas) como
“ciencia de la conducta” o “ciencia de la mente”. Ciertamente, la psicología como ciencia
del alma encierra dificultades: “La ciencia que trata del alma es ciertísima en el sentido
de que cada uno experimenta en sí mismo que tiene alma y que los actos del alma le son
interiores; pero conocer qué es el alma resulta dificilísimo” (Tomás de Aquino, De
76
Sobre la distinción entre persona e individuo, y la importancia de la categoría de persona, ver el epígrafe
1.1 del cap. II en este mismo libro.
77
Remitimos, para la explicación de estas dimensiones, al epígrafe 5 del cap. I en este mismo libro. Ha de
tenerse en cuenta que en el De anima de Aristóteles se define la psicología como ciencia del alma, siendo
el alma el fundamento o principio vital de un cuerpo natural organizado. La psicología trataba, pues, de los
seres vivos, tanto vegetales, animales como seres humanos. Pero, en sentido estricto, tomaremos por
psicología sólo el estudio de la vida propiamente humana, de la vida íntima del ser humano, sin desdeñar
dos dimensiones del alma que también están en el ser humano, la vegetativa y la sensitiva, pero que no son
lo que constituyen su forma propia, su esencia en tanto que humano. Teniendo en cuenta, eso sí, que sería
un reduccionismo no conforme a la realidad reducir la vida íntima a la conciencia.
78
Utilizamos el término ‘comportamiento’ y no ‘conducta’ para distinguir nuestra actividad psíquica,
intencional, libre, consciente, de la actividad animal.
161
Psicología de la persona
veritate 10, 8, ad. 8). Sin embargo, alma (psijé en griego) es el término más adecuado
para hacer referencia a esa dimensión de la persona en el que la persona toma conciencia
de sí y se experimenta a sí misma y a la realidad. En todo caso, estrictamente, la psicología
como ciencia del alma es propia de la llamada psicología racional, que pertenece
epistemológicamente al ámbito de la filosofía. Sin embargo, la psicología científica en
sentido moderno, que se trata de una psicología experimental, ha de tenerla en cuenta si
no quiere caer en reduccionismos.
a) Psique y cerebro
La psicología como ciencia en el sentido moderno necesita conceptos operativos.
Por eso no habla del alma sino de la psique y de procesos psíquicos. De esta manera, el
objeto formal de la psicología experimental ha de ocuparse de las siguientes cuestiones:
- Las funciones psíquicas, como la percepción, la atención, la memoria, la
imaginación, el pensamiento y el lenguaje.
- Las facultades humanas, como la inteligencia, la afectividad y la voluntad.
- El aprendizaje y sus modos.
- La personalidad, entendida como interacción entre un temperamento innato y
un carácter adquirido.
- El desarrollo y maduración humana, es decir, las formas de pensar, sentir y
actuar en función del crecimiento de la persona.
- Las anomalías en el comportamiento humano.
Por otra parte, dado que la persona es una unidad psicosomática, la psicología
necesita conocer —si no quiere caer en un psicologismo desencarnado— las aportaciones
de las neurociencias. Sin duda, los fenómenos psíquicos están mediados y son correlativos
a fenómenos neurológicos y bioquímicos. La actividad, excesos o carencias de la
norepinefrina, la serotonina, la dopamina o la GABA y otros neurotransmisores, así como
sus agonistas, antagonistas y agonistas inversos son factores neuroquímicos que se han
de tener en cuenta para la explicación y tratamiento sintomático de fenómenos de
ansiedad, depresión, la inestabilidad emocional, la impulsividad, los trastornos de la
conducta alimenticia o patologías como la esquizofrenia. Del mismo modo, dado que los
trastornos psicológicos manifiestan síntomas emocionales, cognitivos y de conducta, es
posible encontrar, en algunos casos, lesiones cerebrales causantes (con lo cual estaríamos
ya en el terreno de la neurología) y en otros casos las diversas partes del cerebro
162
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
implicadas. Así, es conocido el papel regulador del tálamo y el hipotálamo en los procesos
conductuales y afectivos, o del cortex prefrontal en los procesos cognitivos y lingüísticos.
Sin embargo, el neurocentrismo o cerebrocentrismo en el abordaje del psiquismo
humano resulta reductivo79. Resulta ya demostrado que es de una simpleza científica
inaceptable afirmar que hay una relación causal absoluta y unívoca entre las alteraciones
de los neurotransmisores y las patologías psíquicas. Sin duda, son un factor presente en
las mismas, pero no el único ni, en la mayor parte de los casos, el más determinante.
Asimismo, es sabido que la actividad del cerebro es un hecho correlativo con las
experiencias psíquicas, pero no su causa. Ya Nauta, en los años 70 del siglo pasado, tras
descubrir la relación del cortex prefrontal con el sistema límbico, mostró que la persona,
desde la conciencia, y de modo voluntario, puede influir y modificar los estados afectivos,
de modo que sería un factor libre y extracerebral que puede controlar la actividad del
sistema límbico (Nauta 1971). Asimismo, en su conocido El yo y su cerebro80, Eccles
muestra que la conciencia, de modo libre y voluntario, y como fenómeno distinto a los
cerebrales, puede modificar procesos neuronales, de modo que el cerebro es, en parte,
“producto” del yo. También Mario Bunge había hablado en su momento de la plasticidad
del cerebro y la capacidad del yo consciente de modificar circuitos sinápticos en función
de los intereses, deseos y decisiones del sujeto consciente (Bunge 1985). Las sinapsis no
están determinada genéticamente, por lo que pueden ser realizadas y modificadas por
factores epigenéticos como la experiencia o la voluntad del sujeto (Kandell 2001). Para
ambos neurólogos, el pensamiento consciente, en tanto que vivencia psíquica, tiene la
capacidad de cambiar los patrones operativos del propio cerebro y modificar procesos
bioquímicos. Y así, por ejemplo, como un trauma afectivo en la infancia produce un
decremento de la norepinefrina, lo cual da lugar a su vez a hiperactividad, a pesadillas y
a reacciones violentas, también una “sanación personal o espiritual” de dicho trauma
modifica al alza los niveles de norepinefrina como resultado. Incluso se ha mostrado la
influencia de la sociedad en la configuración del cerebro (Eisenberg 1995). Y, del mismo
modo, los pathways neuronales pueden ser interrumpidos y restaurados por la plasticidad
neuronal.
79
Recordemos, a este respecto, las críticas a aquellos autores que, desde la neurociencia, pretenden reducir
la libertad a un fenómeno del cerebro en el epígrafe 2.2 del capítulo III en este mismo libro.
80
Repárese en que el título del libro no reza “El yo y el cerebro” sino “El yo y su cerebro”, pues muestra
Eccles que el cerebro es instrumento y no causa del psiquismo humano, a diferencia de lo que pretenden
los emergentismos materialistas (Popper y Eccles 1982).
163
Psicología de la persona
b) Lo psicofísico y lo espiritual
A todo lo anterior tenemos que hacer ahora una nueva aquilatación. En psicología
ha sido lugar común afirmar que el ser humano es una unidad psicosomática, pues se
entiende que todos los procesos psíquicos están radicalmente unidos a los corporales.
Pero esta concepción, de origen griego, si no se hacen ulteriores aclaraciones, resulta
reductivista. En primer lugar, porque si bien es cierto que la persona es unidad
psicosomática, también lo son, por ejemplo, los animales. Y, en segundo lugar, porque
esta unidad psicosomática está redimensionada por lo espiritual, por lo personal: se trata
de un psiquismo-de-una-persona y del cuerpo-de-una-persona. Quizás ilumine más la
realidad del psiquismo humano considerarlo, en la línea de la tradición bíblica, un todo
tridimensional (en hebreo, estos tres momentos se denominan ruah, nefesh, basar), en el
que la psique (nefesh) no se refiere sólo a una dimensión desgajable de las otras sino a
todo el hombre como ser concreto viviente, como sentiente, como afectante, como
volente, como inteligente. No es algo que la persona “tiene” sino algo que “es”.
Por tanto, el psiquismo no es una estructura “independiente”, una entidad
autónoma: no es nada fuera de la persona. Lo aclara Zubiri diciendo que la persona es un
sistema completo, una sustantividad, de modo que es psico-orgánica en cada uno de sus
actos (Zubiri 1986: 482)81.
Por supuesto, dado que el ser humano es una unidad psicosomática, esta vida
íntima o psíquica está vinculada a procesos corporales-cerebrales (percepción, atención,
memoria, lenguaje…). Pero, por ser persona, sus procesos psíquicos están
redimensionados: son fenómenos personales. Lo psíquico está, así, inextricablemente
unido a lo corporal, pero también a lo espiritual, sin confundirse con estas dimensiones
personales. “Por eso suele decirse que el alma humana es como el horizonte y confín entre
lo corpóreo y lo incorpóreo, en cuanto es substancia incorpórea, pero forma de un cuerpo”
(Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, II, 68)82. Por ello, no son aceptables ni los
naturalismos biologicistas, que señalan a la psique como epifenómeno emergente de lo
corporal, reduciendo la psique a cerebro, ni espiritualismos que afirman la independencia
del alma respecto del cuerpo (reduciendo lo psíquico a lo racional, como los
racionalistas). La psique es el gozne en el que la persona se abre al mundo, a sí misma, a
las demás personas y a Dios. Es una encrucijada entre lo corporal y lo espiritual.
81
Sobre la persona como un todo completo, véase el parágrafo 1.1 del capítulo II en este mismo libro.
Sobre la solución tomista a la espiritualidad del alma humana, véase el parágrafo 3.2 del capítulo I en
este mismo libro.
82
164
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Así, no se trata de que la facultad de la inteligencia piense, la capacidad afectiva
se ve afectada por lo que se le hace presente o que la voluntad opta a partir de tendencias.
Se trata de que una persona piensa, siente y quiere. Además, estos elementos no son
separables, sino que forman un sistema unitario, un proceso unitario de comportamiento
y de ser. La persona, en este sentido, no tiene cuerpo ni tiene psiquismo sino que es corpórea
y es psíquica. Y el psiquismo y el cuerpo, a su vez, son personales. Por su parte, la
corporeidad lo es de un psiquismo y viceversa. La persona es más que su cuerpo y su psique,
aunque no sería sin ellas.
No es que lo psíquico actúe “sobre” lo corporal y lo “corporal” sobre lo psíquico,
sino que son una unidad actuante. Lo psíquico actúa en lo orgánico y lo orgánico en lo
psíquico. Por ello, una alteración orgánica (química, por ejemplo) producirá una alteración
psíquica, y una alteración psíquica, producirá una modificación orgánica. Así, en las crisis
de ansiedad se sabe que se produce una alteración de ciertos neurotransmisores como la
serotonina y la GABA y algunos neuropéptidos como el factor liberador de la corticotropina
o la colescistoquinina (lo cual no quiere decir que la ansiedad se deba a la alteración de estos
complejos moleculares: se trata de fenómenos correlativos, pero que no permiten establecer
una causalidad directa83).
Lo psíquico no es captable directamente sino a través de vivencias, de sus
manifestaciones. Pero aunque su captación siempre tiene lugar de modo consciente, lo
psíquico no sólo abarca lo consciente. Podemos distinguir dos ámbitos en lo psíquico: el
consciente y el extraconsciente84. No todo lo psíquico es consciente (Zubiri 1986: 47-48).
Lo consciente puede ser la ratio cognoscendi de lo psíquico, pero nunca la ratio essendi.
No se trata de estratos o niveles de realidad interior. No estamos describiendo lugares
sino modos cualitativamente distintos de darse lo psíquico. En el nivel consciente se da
la separación entre el yo y el objeto que se le hace presente. Por eso también se da la
autorreflexión. Pero no así en lo extraconsciente donde no se da la separación entre el yo
y su objeto. No se podría entender la conciencia sin un trasfondo extraconsciente que no
es directamente accesible, pero que explica de diversas maneras lo que se produce en la
conciencia. No estamos refiriéndonos a elementos no conscientes (por falta de atención o
83
Asimismo, se alteran en casos de depresión y en otras alteraciones emocionales en las que también se
detectan alteraciones funcionales en la amígdala, el hipocampo o el tálamo, lo cual es natural dada su
implicación en todos los procesos emocionales. Del mismo modo, que estas zonas del sistema límbico estén
activadas en los procesos emocionales no significan que sean la causa de las emociones y los sentimientos.
84
Adoptamos aquí la aquilatada terminología fenomenológica de Jaspers (1993 [1913]: 16-19).
165
Psicología de la persona
de advertencia, pero que se pueden hacer conscientes) sino de un ámbito de realidad
psíquica que no es nítidamente perceptible y que de modo habitual no se puede percibir.
1.2.
Dimensiones de lo psíquico
Lo psíquico, en fin, abarca tres niveles: lo vegetativo, lo sensitivo y lo racional
(intelectivo, afectivo y volitivo). Los dos primeros son extraconscientes y el tercero
consciente (aunque no permanentemente y en todo caso).
En el nivel vegetativo (Zubiri 1986: 494ss), lo psíquico está encarnado en lo
corporal y orgánico y la psique no tiene conciencia, pero está presente impregnando lo
corporal en modo de animación o vivificación. No sólo está ligado al cerebro sino al todo
personal. Es, siempre, psique-de. Por tanto, es instrínsecamente orgánica desde sí misma
y es un momento constitutivo del todo humano que podríamos denominar anima en el
sentido griego de animación, de vivificación, de vitalización. Mediante la psique en esta
dimensión vegetativa, el cuerpo está vivo y, además, es, pues actualiza e informa la
corporeidad haciéndola posible (Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q.76, a. 1). De este
modo, la psique supone dotar de unidad y de individualidad a un cuerpo organizado. La
individualidad de la psique no procede del cuerpo sino que es correlativa a él.
En el nivel sensitivo (Zubiri 1986: 498ss) lo psíquico permite el sentir. No el sentir
una cualidad u otra, una sensación u otra —que dependerá de la existencia y funcionalidad
del órgano sensitivo correspondiente— sino de la capacidad de sentir en sí. El sistema
nervioso no crea ni constituye la capacidad de sentir, sino que la desgaja y posibilita. En
este sentido, la psique sensitiva permite la animalidad y sus funciones, esto es, la
capacidad de recibir estímulos, ser afectado por estímulos y responder a los estímulos.
El nivel psíquico racional o intelectivo-afectivo-volitivo es aquel en que aquello
ante lo que se está no es mero estímulo sino realidad, en la que el sujeto, mediante su
psiquismo, se da cuenta de que está ante lo real, en el que es afectado por lo real y es
capaz de responder a lo real. También para las operaciones intelectivas, afectivas o
volitivas, la psique necesita al cuerpo.
Expliquemos esto con algo más de detalle. En cuanto animal, el hombre está entre
cosas que modifican su equilibrio dinámico (suscitación), le modifican el tono vital
(afección) y le impelen a dar una respuesta (respuesta). Este esquema de suscitación,
afección y respuesta es lo que constituye la acción animal y, como hemos visto, corresponde
a un psiquismo animal, sensitivo. Pero en el hombre, este esquema suscitación-respuesta
descansa en la manera en que tiene de enfrentarse con las cosas, en el modo que tiene de
166
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
habérselas con las cosas: en el hombre, lo que le suscita, afecta y le impele a responder no
es aprehendido como mero estímulo como en el animal, sino como realidad. Así, la
aprehensión será intelección sentiente, la afección sentimiento afectante y la tendencia a la
respuesta voluntad tendente85. Al igual que suscitación, afección y respuesta no eran tres
acciones sino tres momentos de una misma acción, intelección, sentimiento y voluntad son
tres momentos de la misma acción en la que el hombre se enfrenta con la realidad con vistas
a su autoposesión (Zubiri 1986: 17).
Por su psiquismo superior, la persona no sólo intelige lo real. También tiene
sentimientos de lo real y quiere lo real. Por ello, la realidad se le presenta también como
fruible y como deseable. La realidad no sólo es el ámbito de lo aprehensible como real
sino también el ámbito de lo determinable y el ámbito de lo fruible o satisfaciente. La
persona está abierta a la verdad, a la belleza y al bien.
1.3. De qué se ocupa la psicología
Aclarado esto, podemos afirmar que la psicología estudia la psique-de-la-persona.
Esto, ciertamente, implica ocuparse de la psique vegetativa —principio vivificante,
unitivo e individuante— íntimamente ligada al cuerpo… pero no como objeto propio. De
lo que sí ha de ocuparse propiamente es de los procesos psíquicos del sentir. Y, en
segundo lugar, la psicología estudia, como campo propio, el ámbito de las vivencias —
intencionales o no—, las relaciones entre ellas y las totalidades en las que se insertan, esto
es, la propia vida personal, consciente, con una determinada trama biográfica, en relación
con otras personas.
Desde Brentano se afirma que la nota que caracteriza a los actos psíquicos (se
refiere a los superiores o racionales) es la intencionalidad, en tanto que están orientados
hacia un objeto distinto del sujeto pero que se da interiormente. La persona es un ser
abierto al mundo, consciente, despierto. Tiene conciencia de sí mismo y conciencia de lo
que está ante él. A diferencia de los animales, nos damos cuenta de que existimos y nos
damos cuenta de que lo que está ante nosotros existe como algo independiente de nosotros
mismos. Pero en la esfera de la vida consciente no todas las vivencias son del mismo nivel
85
Estos tres elementos del comportamiento humano se basan en la intelección. Entendemos por inteligir
aprehender lo real como real. La intelección humana es propiamente mero hacerse presente lo real en la
inteligencia, estar algo físicamente presente. La intelección no consiste primariamente en el acto de una
facultad ni de una conciencia, sino que es en sí misma un acto de captación o aprehensión. Y la aprehensión
consiste en un hecho muy elemental: el hecho de que me estoy dando cuenta de que algo me está presente.
167
Psicología de la persona
o tipo. Unas son vivencias intencionales y otras no lo son86, siendo las primeras de rango
superior a las segundas, pues son las propiamente personales. Distinguiremos así entre
vivencias de la persona (las no intencionales) y vivencias personales (las intencionales).
El término “intencional” se refiere a una característica de algunas vivencias
psíquicas que consisten en estar referidas de modo consciente y significativo a un objeto.
Por tanto, son vivencias en las que se tiene conciencia de algo. Así, la duda lo es de algo.
No se puede dudar si no es de algo. Cuando amo, amo a alguien.Y no puedo amar
realmente si no amo a alguien en concreto. No se ama “en general”. Sin embargo, no
ocurre así con el sentimiento de relajación o con el de aburrimiento, que pueden ser por
algo, pero no de algo. Las vivencias intencionales son las propiamente personales pues
implican la conciencia y la inteligencia, fenómenos propia y exclusivamente personales.
Las vivencias no intencionales pueden ser de dos tipos: meros estados
(aburrimiento, mal humor, contento), que son estáticos y siempre conscientes; y las
tendencias teleológicas, que son impulsos y deseos propios de la espontaneidad animal,
que son dinámicos y pueden ser no conscientes. Así, el deseo de conservación, o el
instinto de succión en el niño recién nacido.
Las vivencias intencionales son actos que implican la referencia consciente a una
cosa exterior a la persona. Se dividen en actos cognoscitivos y respuestas. Los primeros
incluyen la conciencia de un objeto, pero el sujeto no pone nada ante el objeto. Así, por
ejemplo, la atracción física que se siente ante alguien concreto o el conocimiento de las
características personales de alguien que está ante nosotros. Las respuestas, por su parte,
suponen siempre un conocimiento previo pero son un acto del sujeto, vivencias llenas de
sujeto. Así, por ejemplo, la alegría de encontrarme con alguien que quiero. La alegría es
una expansión de mi propio ser como respuesta a la presencia del otro o, del mismo modo,
la gratitud es la respuesta de agradecimiento por lo bueno que se ha recibido de otro.
Ambas vivencias exigen la presencia de alguien ante nosotros.
Existen tres tipos de respuestas:
I.
Las teóricas, como sucede con la duda respecto de algo que conozco, la
convicción de que algo que conozco es verdadero o la certeza respecto de una verdad.
II.
Las prácticas, que se refieren a los estados de cosas que no son pero que
podrían llegar a ser como, por ejemplo, querer realizar una acción de justicia con alguien
86
Seguimos la descripción de las vivencias conscientes llevadas a cabo por Dietrich von Hildebrand en sus
obras Ética (1997 [1953]) y El corazón (1996 [1977]).
168
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
maltratado o reparar el daño hecho a una persona o querer estudiar algo para remediar mi
ignorancia.
III.
Las afectivas, que son voces del corazón que revelan la importancia del
objeto. Así, la admiración es una respuesta afectiva ante la grandeza y trascendencia de
una persona o una acción valiosa. Junto a estas últimas, aparecen otro tipo de vivencias
intencionales que son “el ser afectado”, en las que la intención va del objeto al sujeto: el
objeto afecta, se padece. Así, por ejemplo, la reacción interior que sentimos cuando
alguien nos insulta o nos difama.
El ámbito de lo psíquico, en este nivel, engloba lo intelectivo, lo afectivo y lo
volitivo. Desde estos tres ámbitos, que forman un subsistema (esto es, que no se trata de
facultades independientes sino de tres dimensiones del actuar psíquico), la persona
articula una idea de sí (el yo que quiere ser), descubre una idea de sí (el yo que cree que
es), descubre una llamada o vocación (el yo que está llamado a ser) y ejerce su libertad
optando entre posibilidades para construir su vida conforme a la idea de sí mismo, de su
yo real, yo ideal y yo vocado o llamado.
También la intimidad consciente es el ámbito del descubrimiento de las creencias,
las esperanzas y del amor. Este es el ámbito de lo psíquico que se abre a la dimensión más
profunda del ser humano, la dimensión espiritual. Pero lo pístico, lo elpídico y lo fílico
(esto es, aquello en lo que creo, en lo que espero y a lo que amo) sin duda son los grandes
motores del psiquismo humano, más allá de los impulsos y las motivaciones. Muestra
esto que el psiquismo humano es un psiquismo personal, espiritual, abierto a lo valioso.
Así como no se puede entender lo psíquico al margen de lo orgánico, tampoco al margen
de lo espiritual. Lo primero sería caer en el psicologicismo y lo segundo en el
mecanicismo.
1.4.
Qué es psicoterapia
La psicología es ciencia teórica y práctica. En cuanto teórica, trata de conocer y
comprender todos aquellos fenómenos en los que se manifiesta la persona, tanto en su
intimidad como en su comportamiento. En tanto que ciencia práctica, la psicología tiene
una dimensión terapéutica por cuanto los conocimientos teóricos se traducen en procesos
de acompañamiento reglado de las personas que solicitan ayuda87. Esta dimensión es
87
El término “terapia” procede del griego therapeutikos que significa aquel que cuida de otro.
169
Psicología de la persona
esencial a la psicología si quiere ser no sólo conocimiento del ser humano sino
instrumento para su plenitud.
En general, se podría mostrar para cada área de la psicología (experimental,
evolutiva, fisiológica, social, educativa, clínica, etc.) que el concepto de persona
constituye su fundamento y la clave que permite su desarrollo más integral. Así, por
ejemplo, creemos que el estudio de las funciones psíquicas debe ser considerado desde el
marco de funciones-de-la-persona. Igual ocurre con las teorías del aprendizaje, con la
psicología evolutiva o de la personalidad. Por razones pedagógicas, vamos a centrarnos
en la psicología clínica y en la psicoterapia en tanto que dimensión práctica de la
psicología, para mostrar cómo se articula esta propuesta de una psicología desde y para
la persona.
Podemos definir la psicoterapia como un modo de encuentro, parcialmente
planificado, entre una persona que ejerce su capacidad de acompañamiento (en general,
socialmente reconocida y reglada) y una persona que sufre. El terapeuta puede tratar, en
el fruto de este encuentro, de aliviar el malestar o ayudar a que la persona afronte su
problema e, incluso, a que lo acepte y soporte como parte de su crecimiento y como
oportunidad para su vida. Por ello, algunos psicoterapeutas prefieren el término de
counseling en tanto que consideran que, sensu stricto, no sanan sino que acompañan a la
persona en su crecimiento y realización.
Queda claro que estos tratamientos son siempre basados en el encuentro entre
acompañado y terapeuta, en la comunicación que establecen y, por ello, son radicalmente
distintos de los basados en medios farmacológicos o quirúrgicos (aunque, evidentemente,
no los excluyen si hicieren falta).
1.5.
Elementos comunes de la psicoterapia
En toda psicoterapia es posible apreciar varios elementos comunes (Frank 1961):
- Una persona que acompaña a quien sufre. No decimos que “cure” porque el
terapeuta tiene una función distinta: de acompañar a quien sufre y promover un
contexto en el que pueda sanar, lo que no significa que sea él quien ejecute la
sanación o que dimane de él una vis curativa. Aunque no son los únicos con la
capacidad de ejercer terapia real, nos referimos específicamente a personas
socialmente autorizadas y capacitadas mediante estudios adecuados.
- Una persona que sufre y busca alivio mediante la ayuda de un terapeuta.
170
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
- Un conjunto de encuentros estructurados más o menos orientados a facilitar
cambios en las actitudes, emociones o conducta de quien sufre. En estos
encuentros se produce una experiencia cognitiva (por un lado el insight sobre
su situación y, por otro, un nuevo marco conceptual desde el que abordar su
problema), una nueva experiencia afectiva (dado el afrontamiento de la propia
realidad por parte del acompañado), una nueva experiencia conductual,
resultado de las anteriores, incluyendo nuevas formas de relación (Karasu
1992).
- Un procedimiento, orientado al favorecimiento de dicho cambio y alivio del
sufrimiento.
Lo que es común en las diversas definiciones y aproximaciones a la psicoterapia
es que pretende un cambio en el acompañado: afectivo, cognitivo, volitivo, relacional, en
su comportamiento. Y el cambio viene propiciado por unos afectos, situaciones o
síntomas que el acompañado juzga problemáticos y que le hacen sufrir. El terapeuta es el
contexto que permite esas experiencias.
Pero psicólogos como Mahoney han mostrado otros aspectos clave que precisan
qué es la psicoterapia: la importancia de que el psicólogo cuente con una teoría adecuada
y contrastada que sea sustento de su acción terapéutica, especialmente respecto de la
naturaleza humana y su desarrollo, y cómo el trabajo entre terapeuta y acompañado ha de
basarse en un tipo de alianza afectuosa en la que el acompañado se sienta seguro y pueda
descubrir y experimentar otras formas alternativas de afrontar su vida y sus problemas,
de experimentarse a sí, a su mundo y a sus relaciones (Mahoney 1991).
1.6.
Objetivos personalizantes de la psicoterapia
El psicoterapeuta, con su relación personal y profesional, crea el contexto para
que:
- La persona recupere o haga más pleno su contacto con la realidad (y, por ende,
con la verdad): con la propia realidad, con la realidad circundante, con la
realidad axiológica, con los otros y con el Otro. Que se abra a lo real supone
aprender a discriminar entre lo real y sus interpretaciones erróneas de lo real.
La apertura a lo real significa también abrirse a todos sus factores y
dimensiones: material, psíquica, axiológica, espiritual, comunitaria, social…
Y, una vez visto cómo son las cosas, es necesario que la persona acepte que las
cosas son como son, que vive con aquellos con los que vive, que son como son
171
Psicología de la persona
y que él mismo es como es. Si no se ve y se acepta la realidad de las cosas, no
hay modo de empezar un proceso de cambio realista.
- El acompañado pueda comprender mejor su propia situación, ayudándole a un
ejercicio de autotrascendencia, esto es, de ser capaz en cierto modo de ponerse
fuera de su propio problema, de percibir que él es más grande que su problema
y que puede manejarlo. Esta toma de distancia respecto de sí es lo que le
permite al acompañado ver los problemas de otro modo, realizar
adecuadamente el insight con otra perspectiva, bajo otras categorías.
- El acompañado pueda establecer nuevas y más sanas experiencias afectivas,
gracias al clima de empatía, aceptación incondicional y calidez que se da en la
relación terapéutica, como ha explicado con detalle Rogers (1957).
- El acompañado, afrontando sus afectos negativos, pueda estar en disposición
de abordar sus conflictos, necesidades y situaciones no resueltos y, de modo
global, de afrontar su propia vida.
- El acompañado pueda adquirir nuevas competencias, esto es, hábitos de
comportamiento constructivos88. Este tipo de comportamientos les servirá para
afrontar justo aquellos problemas que tenían, buscando nuevas soluciones
prácticas. De este modo, la terapia puede convertirse en un fortalecedor o reconstructor del carácter de la persona. De este modo, al mejorar sus
competencias, la persona se hace más dueña de sí, dispone más de sí, logra más
autocontrol y eficacia. Si la persona toma las riendas de su vida, madura.
- El acompañado se ponga en disposición de restaurar o establecer relaciones
comunitarias saneadas y personalizantes.
- El acompañado descubra o recupere su sentido existencial y su horizonte de
valores objetivos y sea capaz de orientar su vida desde ellos.
Lo que la psicología denomina “adquisición de competencias” es lo que tradicionalmente la filosofía
aristotélica ha denominado adquisición de virtudes o de hábitos positivos. El conjunto de virtudes constituía
el carácter moral. Esta vuelta a la caracterología, como conjunto de fortalezas de la persona, se está
recuperando por parte de la psicología positiva (Seligman). Desde la filosofía personalista ha sido una
constante, como en la Ética de von Hildebrand (1997 [1953]), en el Tratado del carácter de Mounier (1993
[1946]) o en la Ética de Romano Guardini (1999). En el desarrollo terapéutico, como muestra la psicología
positiva, es fundamental la adquisición de estas virtudes que den fortaleza a la persona. En este sentido,
preferimos las aportaciones de Hildebrand, las de Guardini o las del mismo Aristóteles a las de Seligman,
porque a diferencia de este último, las anteriores se fundamentan en una bien elaborada antropología,
mientras que la de Seligman y otros psicólogos de esta escuela carece de este soporte y tiende en algún caso
a cierto pragmatismo, hedonismo o sentimentalismo.
88
172
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
2.
La psicología necesita una fundamentación antropológica
2.1.
¿Por qué una fundamentación antropológica?
Toda escuela psicológica supone y contiene, de modo implícito, una antropología.
Ahí, y no en otro lugar, radica la pluralidad y oposición entre paradigmas psicológicos:
en realidad, toda teoría sobre la acción humana, y la psicología lo es de modo eminente,
es expresión de algún tipo de antropología. Estas antropologías descansan, a su vez, en
núcleos teóricos fiducialmente admitidos. En la contraposición entre esos núcleos
fiduciales y, por tanto, entre las diversas antropologías que en ellos se fundamenta es
donde encontramos las contraposiciones entre paradigmas teóricos en las diversas
ciencias humanas y, por tanto, en psicología89.
Es tarea urgente, por tanto, acceder a una antropología lo más integral y abarcante
posible, lo más transparente posible en sus fundamentos písticos90, para poder acceder a
un fundamento adecuado para la psicología. Este es el caso de la antropología cristiana
centrada en el concepto de persona, pues es la que tiene la mayor potencia explicativa,
heurística y la más abarcante (Burgos 2012, Díaz 2002a y 2002b, Domingo Moratalla
1985, Mounier 1990 [1949]).
a) La psicología como sistema teórico
Un encuentro constructivo entre paradigmas psicológicos distintos nunca se puede
hacer desde el mismo nivel epistemológico en que se sitúan los propios paradigmas, esto
es, desde la misma psicología, sino desde un nivel epistemológico superior, desde un nivel
metapsicológico. Expliquemos con tiento los fundamentos de esta aseveración porque en
ella radica la cerna y núcleo de nuestro razonamiento.
Desde los descubrimientos metalógicos de Gödel, quedó claro que la pretensión
racionalista y positivista de responder a los fundamentos de la ciencia empírica desde la
ciencia misma resulta imposible. Los fundamentos de una ciencia proceden siempre de
otra de nivel epistemológico superior. De esta manera, cada ámbito de fenómenos
psíquicos es susceptible de ser comprendidos y explicados desde la propia construcción
teórica de la psicología pero también vistos como fenómenos-de-la-persona, siendo
entonces la antropología filosófica la que debe dar cuenta de ellos.
89
90
Esta es la tesis, pulcra e inconcusamente argumentada, de Rafael Rubio de Urquía (2007).
Con el término “pístico” nos referimos a las creencias o contenidos fiduciales.
173
Psicología de la persona
Dado que el ámbito de los fenómenos antropológicos es más amplio que el de los
fenómenos psicológicos, cabe hablar de comprensión de fenómenos psicológicos desde
dentro de la psicología o desde el ámbito epistemológicamente superior de la
antropología.
Lo que proponemos es que la comprensión más cabal y completa de lo psicológico
sólo se puede dar desde el ámbito de la antropología. De esta manera, por ejemplo, todo
comportamiento analizado desde la psicología será siempre ya el comportamiento-deesta-persona. Como “la garantía de la determinación de los valores veritativos en los
subsistemas vienen dados por los sistemas más abarcantes” (Domínguez Prieto 1999: 48),
la verdad de un fenómeno psicológico sólo se podrá encontrar y comprender desde el
ámbito más abarcante epistemológicamente, esto es, desde la antropología. Cuanto más
abarcante, integral y cercana a la realidad sea la antropología, más poder heurístico,
explicativo y hermenéutico tendrá respecto de la psicología.
b) Lectura antropológica de fenómenos psicológicos
Dicho esto, hay que hacer notar que si bien todo fenómeno psíquico que es
explicable o comprensible desde la psicología lo es también desde la antropología, no
todo fenómeno antropológico es comprensible desde la psicología (aunque sí sea
descriptible). Así, por ejemplo, la bulimia puede ser descrita y explicada desde una
perspectiva psicológica como crisis impulsiva de apetito sin control, de atracción
incontrolable por la comida, pero también desde una perspectiva antropológica, a partir
de la cual se muestra que la bulimia es una reacción compensatoria que simboliza un
deseo profundo de plenitud o también puede tratarse de una forma de huída ante una
realidad dolorosa o frustrante (el comer emocional). Del mismo modo, se puede entender
la ansiedad, desde una perspectiva psicológica, como la activación de síntomas del
sistema simpático. Así se entiende el cómo y el por qué. Pero sólo desde la antropología
se comprenderá el “para qué” de dicha ansiedad: ser el signo y símbolo que manifiesta y
da la señal de alarma de que el ritmo de vida que se lleva es excesivo y agitado o que las
responsabilidades adquiridas son superiores a la capacidad de afrontamiento, o que se
carece de los recursos personales para afrontar los problemas (reales o construidos por la
distorsión cognitiva que nos hace ver como problemático lo que no es más que un temor
o una interpretación de una situación).
Pretender interpretar fenómenos ajenos al objeto formal de la psicología desde
esta ciencia es un error epistemológico grave que da lugar al psicologismo y a la
174
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
psicologización de la antropología, lo cual supone una forma de reduccionismo. Así, un
acontecimiento personal —propio de la dimensión antropológica—, como el compromiso
permanente y fiel que una persona hace con otra por amor no puede ser comprendido ni
explicado desde una perspectiva psicológica, excepto que se produzca un reductivismo
clamoroso y se pretenda, por ejemplo, como sostiene la sociobiología, que este
compromiso no es más que una treta de los genes de ambos para perpetuarse. Asimismo,
fenómenos personales de orden antropológico como la codicia, la amistad, el amor, la
culpa, la alienación o la experiencia religiosa son incomprensibles en sus fundamentos
por la psicología, lo que no quiere decir que no sea capaz de describir los fenómenos
psicológicos en los que se manifiesta e, incluso, detectar las formas correctas y erróneas
de vivir este tipo de experiencias.
2.2.
La antropología como fundamento
Como ya señalamos, el profesor Rubio de Urquía ha mostrado que toda ciencia
humana descansa en una antropovisión determinada y es expresión objetiva de la misma
(2005, 2010). La racionalidad interna de la ciencia humana dependerá de dicha
antropología, pues es la que determina las condiciones de posibilidad de dicha ciencia, de
modo que “algo de la acción humana no susceptible de ser enteramente descrito en
términos de una antropología no puede ser explicado mediante ninguna construcción M
expresiva de esta antropología” (Rubio de Urquía 2010: 207-208). La fragmentación
teórica que muestran las ciencias humanas no tiene su origen en una pretendida inmadurez
de las mismas (en comparación con las naturales), ni en su identificación con ideologías
que no se comparecen con la realidad. Al revés, la fragmentación, pluralidad e
incompatibilidad de núcleos teóricos de ciencias humanas se debe a la incompatibilidad
de las antropologías que las sustentan. A su vez, estas antropologías descansan en
contenidos fiducialmente admitidos a los que se adhiere cada pensador. En general, toda
cosmovisión parte de determinadas posiciones previas de carácter pístico, esto es, de unas
creencias que son el suelo sobre el que se concibe el mundo (y, a fortiori, el ser humano).
Toda contradicción entre psicologías hunde sus raíces en la oposición de sus
antropologías.
Por otra parte, no toda antropología tiene el mismo contenido de realidad, es decir,
no toda construcción teórica sobre el hombre es igualmente abarcante y fiel a la realidad
de lo que es el ser humano. Por ello, no todas tienen la misma capacidad explicativa. La
capacidad explicativa de una ciencia humana, y en nuestro caso de la psicología, depende
175
Psicología de la persona
de la capacidad explicativa de la antropología que le sirve de fundamento. De ahí que no
todos los psicólogos ven lo mismo cuando acceden al estudio de los fenómenos psíquicos.
La antropología más abarcante e integral, que será la más explicativa, la que tenga
más capacidad de aprehensión racional y la que sea capaz de mostrar con mayor nitidez
sus fundamentos písticos o fiduciales, es la que permitirá servir de fundamento y criterio
de diversas formulaciones teóricas psicológicas. Sin duda, toda psicoterapia tiene a su
base una cierta imagen del ser humano, pero sólo desde una antropología consistente se
puede fundamentar y dar consistencia y potencia heurística a una psicoterapia.
La antropología propuesta en los capítulos precedentes, centrada en la persona
como ser digno, libre, dotado de inteligencia, voluntad y afectividad, capaz de amar, una
antropología bien arraigada en una metafísica realista, pretende ser fiel a la realidad y
fundante. Por ello pensamos que podría ser soporte catalizador de una integración de
paradigmas en psicología clínica. Esto no significa que exista ya construida una
antropología definitiva y cerrada. Al revés, cada antropología es formulable en número
infinito de construcciones teóricas, pudiendo enriquecerse progresivamente en el sentido
de dar cuenta de modo más fiel e integralmente de la realidad de la persona.
2.3.
La psicología no es una mera ciencia empírica
Vinculado a lo anterior se ha de tener en cuenta, además, las peculiaridades de la
psicología como ciencia, no asimilable a una mera ciencia natural más. Utiliza métodos
y conocimientos de las ciencias naturales, cierto, pero se trata también de una ciencia
humana, con métodos y objetos propios (Jaspers (1993 [1913]: 847ss)91. Dado que su
objeto de estudio (en sentido epistemológico) es un ser limítrofe, esto es, corporal,
psíquico y espiritual, no basta su abordaje desde la mera ciencia empírica. Los métodos
de las ciencias empíricas sólo comprenden lo cuantitativo del ser humano, pero no lo
cualitativo (aunque son innegables los fundamentos no empíricos de los métodos de las
ciencias empíricas (Polaino-Lorente 2010b: 41-61))92. Pero es que, además, la
psicología, como toda ciencia necesita, para lograr completud, saltar a un nivel
91
Jaspers advierte que no se puede identificar la ciencia con las ciencias naturales. Fruto de este error
positivista es el empeño de ciertas escuelas psicológicas de presentar la psicología como ciencia natural,
con sus mismos métodos. Sin embargo, si bien es posible respecto del ser humano cierta explicación,
expresable en términos cuantitativos, también es necesaria la comprensión, expresable cualitativamente.
Por eso las ciencias humanas necesitan métodos adecuados a su objeto: la persona.
92
Como muestra Polaino-Lorente, tanto la elección de un objeto de investigación, como la selección de lo
que se va a observar, están sometidos a procesos de abstracción selectivos que no se explican desde las
ciencias naturales.
176
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
epistemológico superior: “Que en toda ciencia viva la filosofía es eficaz. La ciencia sin
filosofía no es fecunda, no es verídica, sólo puede ser exacta” (Jaspers (1993 [1913]: 848).
Por eso, la psicología se puede y se debe abrir a fundamentos no empíricos que
den cuenta de lo empírico. Porque en psicología —y en las diversas terapias— no se
puede dejar de atender como variables explicativas factores como la libertad, los valores,
la existencia personal, la llamada, la trascendencia… que ya no son conocimientos del
ámbito natural empírico sino filosófico. La misma relación terapéutica no se esclarece
sino por recurso a la antropología filosófica. Por tanto,
la psicopatología tiene que defenderse [...] contra el querer hacer pasar métodos
particulares de investigación por los únicos válidos, objetividades singulares por el
verdadero ser; así, tiene que tomar partido por la comprensión genética sin caer en
biologicismo ni mecanicismo (Jaspers (1993 [1913]: 849).
Si la psicología quiere no sólo explicar sino también comprender, ha de trascender
el mero dato fenoménico e interpretarlo desde totalidades: la conciencia, la persona, el
complejo sistemático o unidad nosológica, la totalidad biográfica.
La psicología y la psicoterapia necesitan, al cabo, contar con el horizonte de las
totalidades que no se ofrecen empíricamente: la persona, el mundo y Dios. En primer
lugar, porque toda observación se hace desde alguna teoría previa, desde alguna
cosmovisión, antropovisión, axiovisión y teovisión. El puro conocimiento empírico no
existe (Polaino-Lorente 2010b: 72-87). Pero, además, porque sólo desde el horizonte de
lo real es desde donde cobra sentido el dato empírico. Así, mostraremos que las
psicopatologías y la infirmitas hunden una de sus más hondas raíces en la falta de contacto
con lo real (Rosenzweig 1994 [1921]).
2.4.
Los límites de la psicología
No hay enfoque psicológico que pueda agotar la verdad sobre el ser humano93. La
pretensión de verdad absoluta de alguno de ellos se debe más a un dogmatismo
autodefensivo que al alcance real de sus fundamentos y antropovisión. Pero no sólo es
que no haya un enfoque totalizante y definitivamente verdadero, sino que,
necesariamente, todo enfoque psicológico sobre la realidad de la persona, dado que se
sitúa en tanto que ciencia particular bajo una determinada perspectiva, jamás puede agotar
quién es el ser humano. Deberá la psicología, por tanto, no sólo acudir a otras ciencias
93
Por ello mismo, no hay ninguna psicoterapia que sea patentemente más efectiva, en conjunto, que las
demás (Luborsky, Singer y Luborsky 1975; Smith, Glass y Miller 1980).
177
Psicología de la persona
complementarias (neurobiología, bioquímica, sociología…) y estar en permanente
franquía a las nuevas aportaciones clínicas propias y de otras escuelas (Goldfried 1996:
143), sino también a un fundamento de orden epistemológico superior. Esto es lo que
permite el análisis crítico de todas las diversas escuelas y orientaciones que, por
definición, siempre serán limitadas. Además, en cuanto ciencias humanas, se ven
lastradas por dos situaciones: ruptura con la filosofía (y, por ende, con la antropología) y
haber adoptado el método científico-positivo (Polaino-Lorente 2010: 9-39).
Dado que la ciencia pretende la sistematicidad y la totalidad en su explicación
sobre lo real, es necesario abordar el nivel filosófico para dar pleno sentido a los saberes
parciales que se alcanzan empíricamente (Jaspers (1993 [1913]: 826). Es el lugar donde
cobra pleno sentido la psicología y la terapia, tomando en consideración todas las
dimensiones de la persona, desde las que iluminar y a las que referir la tarea terapéutica.
Si se carece de dicha antropología, será inevitable la fragmentación actual del panorama
terapéutico.
No hay, por tanto, interpretación cabal de lo empírico sin referencia a un
fundamento, sabiendo que este fundamento siempre tendrá carácter de esbozo revisable
y ampliable, habida cuenta de lo inabarcable, inobjetivable y misterioso de la realidad
personal.
La totalidad personal a la que referir todo proceso psicoterapéutico y al que referir
toda psicología, es crisol de totalidades: la conciencia como totalidad, la unión cuerpoalma, el carácter, el bios como totalidad de la biografía personal, la totalidad de las
dimensiones en que vive la persona (individual, social, comunitaria, institucional,
espiritual) (Jaspers (1993 [1913]: 828). En cualquier caso, todo acercamiento a la persona
siempre es esbozo provisional que nos permite mayor comprensión, pero no es nunca
agotable. De ahí la importancia de la continua investigación en antropología, tarea no sólo
para filósofos, sino también, inexcusablemente, para psicólogos, psiquiatras y terapeutas.
2.5.
Psicología y psicoterapia: promocionantes de la persona
En las secciones precedentes del presente trabajo colectivo ya se han presentado
las principales coordenadas de una antropología que se presente como fundamento de la
psicología. Pretendemos, a continuación, tomar en consideración algunos rasgos
antropológicos complementarios de especial relevancia para la psicología y la
psicoterapia.
178
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
En general, hemos de tener en cuenta que, históricamente, uno de los principales
obstáculos para establecer una psicología de la persona es la propensión de ciertas
concepciones psicológicas y psicoterapéuticas a hacer de la persona una cosa, susceptible
de ser tratado como cosa estropeada o de ser estudiada de modo meramente cuantitativo.
Pero desde la experiencia más cotidiana se descubre que la persona es indefinible, porque
sólo son definibles las cosas, y la persona es precisamente aquello que no es una cosa: es
la antítesis de una cosa (Mounier 1990 [1949]: 452). Pero que no sea definible, esto es,
agotable en una definición, no significa que no pueda describirse ni que no sea susceptible
de un acercamiento progresivo a lo que sea su esencia.
Que la persona sea un modo de existencia opuesto al de una cosa, significa, en primer
lugar, que la persona es aquella realidad que no puede ser tratada como objeto. Por tanto, la
persona nunca puede ser utilizada, ni etiquetada, ni reducida a una categoría.
Por otra parte, las cosas siempre son de una persona, siempre son de otro. Pero la
persona es aquel ser que se pertenece a sí misma, es suya (Zubiri 1986: 110-113, 1988: 4850). Esto implica que la persona nunca puede ser un medio sino un fin en sí, esto es, que la
persona es valiosa por sí misma: que la persona tiene una dignidad. Que todo tratamiento
psicológico se construya desde este principio como su fundamento y tienda a esta
constatación como a su fin, es innegociable si queremos construir una psicología
personalizante, esto es, al servicio de la persona. Por otro lado, en el acontecimiento
terapéutico del encuentro, la persona con desórdenes psíquicos re-descubre su dignidad
radical, esto es, que vale más como persona que todos los daños que sufra o que haya sufrido.
Cuando la persona toma conciencia de su dignidad personal se pone en vías de sanación.
Que la persona sea justo lo que no es cosa implica además que, frente a lo ya acabado
o construido, la persona es un ser inacabado. Tiene que construir su propia vida, optando
entre las posibilidades que se le ofrecen. No nos referimos, como proponía el
existencialismo de Sartre, a construir su esencia o su consistencia metafísica, como si no la
tuviera94. La persona tiene una naturaleza que le viene dada. Pero es la persona la que ha de
optar por adquirir una figura u otra porque es la autora de su vida, de su decurso biográfico.
Por ello, una de las tareas terapéuticas radica en la necesidad de que la persona (del
acompañado) se haga responsable de sí, de su construcción personal. Pero, en todo caso, esta
realización no es absoluta: La persona tiene que hacer su vida pero apoyada en la realidad,
94
Sobre la libertad como auto-creación, ver el parágrafo 1.1 del capítulo II.
179
Psicología de la persona
esto es, en las cosas y, sobre todo, en las otras personas. Recuperar el contacto con lo real,
como veremos, es una prioridad terapéutica.
Frente a las cosas que son realidades cerradas en sí, es la persona una realidad
abierta. Y no sólo abierta, sino orientada intencionalmente a las otras personas. Frente a la
filosofía existencialista que decía que ser persona es ser-con, descubrimos que la persona es
siempre ser-desde otras personas y ser-para otras personas. Todo fracaso o daño en esta
íntima vinculación comunitaria de la persona redunda en la patologización de su biografía,
en su in-firmitas (Domínguez Prieto 2011: 271-349). Y, además, esto nos abre a la
comprensión de otro hecho antropológico aun más radical: si la persona está abierta y
orientada a las personas, a fortiori estará abierta a la Persona. No comprenderemos bien
quién es la persona si prescindimos del hecho fundante de que se es persona desde la
Persona, hacia la Persona y para la Persona. El corazón del ser humano está hecho para la
plenitud. Pero ninguna cosa le satisface y llena plenamente. Sólo las personas. Pero, al cabo,
ninguna persona termina por llenar salvo que esa relación se inserte en otra relación más
fundamental: la del encuentro con la Persona, esto es, con un Dios-Persona.
Todo esto nos conduce a unas conclusiones que resultan esenciales como
fundamento de la psicología:
- La persona se descubre ante sí con una cierta consistencia, como un cierto
sistema de notas características, una estructura de dones. Esta dote, este
conjunto de capacidades, está estructurada formando un sistema, una
estructura, de modo que cada capacidad y característica afecta a todas las
demás. Cada elemento en la persona, está vinculado a todo el sistema y le
afecta. La psique lo es de este cuerpo y el cuerpo lo es de esta psique (Zubiri
1986: 48).
- La persona descubre (o puede llegar a descubrir) que
su vida tiene un
determinado para qué, un sentido vital que está llamada a realizar. La vocación
o llamada es la forma en que se concreta para cada uno la tendencia a ser en
plenitud, que es lo que desde la psicología humanista se ha llamado
actualización (Rogers) o autorrealización (Maslow, Bühler, Perls), conceptos
que ha elevado a categorías antropológicas la antropología personalista de
Wojtyla (2011 [1979]: 223-249). Por eso, la vocación personal es fuente de
sentido, orientadora de la biografía personal, pues por ella la persona se
descubre a sí misma como alguien que está llamado a mucho más que
simplemente mantenerse en la existencia: se descubre llamada a actualizar y
180
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
perfeccionar todo lo que es. Es la llamada a ser alguien concreto (Chrétien
1997: 25, Balthasar 1993: 143).
- La realidad es inteligible. La vida de cada persona es inteligible (se puede
entender, porque tiene sentido). Por ello, ha de descubrirse el orden de las cosas
y el orden axiológico que gobierna lo humano. La persona puede vivir, por
tanto, de dos maneras: reconociendo el orden de lo real en su inteligencia y el
orden axiológico en su conciencia (vivir desde la verdad) o vivir desde sí, desde
lo que desea, quiere o imagina, al margen de lo real. Esta última postura supone
vivir fuera de la verdad y es fuente de psicopatología. Frankl o Rollo May han
estudiado cómo la ausencia de sentido existencial da lugar a diversas
manifestaciones neuróticas como la ansiedad, y a una degradación de la vida
personal (May 1974: 15-75, Frankl 1964: 150-168).
- Para hacer su vida la persona necesita apoyarse en la realidad y, sobre todo, en
otros. Y esto es posible para la persona porque la persona está abierta a otros
y orientada hacia ellos. La persona, por su conciencia, está abierta a la realidad:
a sí misma, a la realidad física, a los otros y a Dios. Para realizar su existencia
no es autosuficiente, sino que ha de apoyarse en la realidad, sobre todo de los
otros. Por todo ello, cada yo lo es siempre respecto de un tú. Este hecho es el
que funda el acontecimiento central de la vida de toda persona: el encuentro
con otra persona, esto es, la relación. La persona se constituye como tal desde
la relación. Es el ser capaz de relación95. Cuando falta la relación o cuando se
sustituye, la persona se encapsula en sí, se curva sobre sí y se pierde a sí. Este
aislamiento y egotismo está a la base de muchas psicopatologías. De modo
especial, cuando sustituye al otro, y sobre todo al Otro, por un ídolo, por una
realidad absolutizada (objetos, negocios, prestigio, éxito, dinero, diversión),
deja la persona de vivir en el ámbito de lo personal, en el mundo de las
personas, para vivir en el ámbito de lo impersonal, de las cosas, convirtiéndose
en esclavo de su finitud (Juan Pablo II 1990: 8)96. Esta es una importante causa
de neurotización. En todo caso, el tratamiento terapéutico de la persona nunca
puede realizarse como ente aislado sino desde y con su contexto comunitario,
95
La relación fontanal es la relación con Dios. De hecho, la realidad de la persona humana lo es en relación
a Dios. No es solamente un accidente, el pros ti, algo sobrevenido, sino la relación constitutiva. La persona
es por ser amada por Dios, por ser llamada y pensada y querida por Dios.
96
Sobre lo impersonal y la inautenticidad del vivir personal, Heidegger (1951 [1927]: §35-38).
181
Psicología de la persona
bien para reconstruirlo o bien para que actúe como apoyo. La persona, por otra
parte, nunca es simplemente un ser-con (por lo cual sería meramente sociable),
sino un ser-desde-otros y un ser-para-otros. Y este ser-desde y ser-para se
realiza en el encuentro, que afecta a lo profundo de la persona (Buber 1992
[1923]: 9-12)97.
- Al cabo, la existencia personal se desarrolla en tres momentos: el hombre se
centra sobre sí tomando conciencia de su identidad y realizándola (centración),
se descentra sobre el otro (descentración) y se sobrecentra en uno mayor que él
(trascendencia). Es decir, primero ser, luego amar y finalmente adorar (lo cual,
a su vez, sólo es posible porque se ha sido amado). Al cabo, esta tercera
tendencia, la sobrecentración o trascendencia, es el rasgo más definitorio del
ser humano: su tendencia a Dios, su ser para y hacia Dios. Es lo que
denominamos capacidad de trascenderse: La persona es aquel ser capaz de salir
de sí, ponerse frente a sí y vivir-para algo más grande que ella misma. De que
esto se realice depende su salud psíquica y personal. Por eso, la apertura y
compromiso con lo valioso, con las personas y con la Persona es clave
terapéutica98. Hay que ofrecer claves axiológicas y teológicas desde las que
orientar y dar solidez a la vida personal. Sólo desde ellas resulta posible el
autodistanciamiento.
- En todo caso, la persona puede ir más allá de sí y vivir desde un horizonte más
amplio que ella misma, esto es, vivir desde la verdad. En primer lugar, como
muestra Frankl (1990b: 181ss), en la persona se produce un antagonismo noopsíquico, esto es, la persona es capaz de enfrentarse, desde su dimensión
espiritual o propiamente personal, a los impulsos y motivos de su dimensión
psicofísica. Por su conciencia, la persona puede tomar distancia de sí, de su
situación, de su sufrimiento. Por eso, puede tomar una actitud ante su propia
vida, sabiéndose más grande que sus patologías y llamada a algo más grande
que a mantenerse homeostáticamente en su existencia. Según Frankl, será tarea
de la psicoterapia la de ayudar a la persona a que tome esa distancia. Entonces
podrá orientar su vida desde el horizonte de lo valioso, de la verdad, desde su
propia llamada, siendo esto lo que le permitirá madurar. En este sentido, la
97
Sobre el encuentro también son capitales los textos de Lévinas (1993: 44-45, 1997: 58-60).
Una psicología bien fundada y una terapia bien ordenada ha de tener en cuenta las tres dimensiones
(Rosenzweig 1994 [1921]).
98
182
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
persona siempre es responsable de su vida (y, por ende, de su sanación) (Frankl
1990b: 188-190). Tomar distancia de sí es una clave de afrontamiento
terapéutico insustituible.
- Al cabo, el ser persona se manifiesta en acción. Y la acción que responde
propiamente a la economía del ser personal es la donatividad. La capacidad de
compromiso donativo muestra la madurez personal, pues se trata del rasgo más
genuino del vivir como persona. El don de sí, dice K. Wojtyła, “da inicio a la
relación y en cierto modo la crea, precisamente porque está dirigido hacia otra
persona o personas” (2000: 238), de modo que funda la dimensión comunitaria
de la persona.
En efecto, la persona sólo puede ser en vías de plenitud, sólo
puede crecer y encontrarse plenamente mediante el don de sí misma99. Este don
tiene que ser don de lo que se es (y no sólo de lo que se tiene) y don gratuito.
Por eso, afirma Wojtyła que “si sirviese a algún «interés» por una parte o por
otra no sería ya un don; sería tal vez un favor o incluso una ganancia, pero no
sería don” (2000: 237). Este ser don para el otro, lejos de disminuir a la persona,
lejos de limitarla o encadenarla, es lo que permite su crecimiento. Sólo hay
crecimiento personal desde el don de uno mismo.
3.
El acompañado, como persona dañada
Quien es acompañado100 en un proceso clínico, es ante todo, una persona. Es una
persona que ha de realizar su vida, pero que encuentra especiales obstáculos en este
proceso y le hacen sufrir.
En el acompañado se manifiesta una paradoja: la situación y condición de la
persona que explica que, a pesar de estar ordenada a la plenitud, sufra diversos desórdenes
y desarmonías, entre otros ámbitos, en su psique.
Señala Karol Wojtyła que este mismo hecho es el que fundamenta la familia y, a su vez, la familia es la
que de un modo más inmediato supone la realización de este dinamismo personal. La antropología del
Concilio Vaticano II también establece este aspecto como básico: “El hombre [...] no puede encontrarse
plenamente sino a través de un sincero don de sí” (Gaudium et Spes: 24).
100
El término “cliente”, que sustituye en la literatura clínica al de “paciente”, no hace justicia a la cualidad
esencial de quien es acompañado por un terapeuta. Si terapeuta es quien acompaña a la persona, cuidándola,
sirviéndola, haciéndose cargo de ella, la persona con la que se encuentra para auxiliarla es, propiamente, el
acompañado. El término habitual, “cliente”, resulta reductivo pues hace referencia únicamente al hecho de
que quien acude a él lo hace en el contexto de un servicio reglado por el que paga. Tampoco utilizaremos
el término ‘usuario’, que reduce semánticamente la persona a ser alguien que utiliza un servicio. La terapia
es mucho más que algo por lo que se cobra, mucho más que un servicio. Es un acontecimiento de encuentro
entre alguien que acompaña y alguien que quiere y necesita ser acompañado en el camino de su vida. Por
eso preferimos utilizar el término “acompañado”.
99
183
Psicología de la persona
Constatamos en nosotros mismos y en cualquier persona que, de una forma u otra,
por un camino u otro, existe un deseo de plenitud, de dar-de-sí, aspiración a existir en
plenitud. Y no sólo constatamos el deseo sino que sentimos el impulso y realizamos las
acciones conducentes hacia esa plenitud. Este deseo es un deseo que va más allá de todos
sus deseos particulares, de los deseos naturales y los promovidos socialmente. Es una
querencia de ir más allá de sí misma y sobrepasarse. No siempre se tiene conciencia de
él, pero siempre se quiere ir a más en la propia vida. La satisfacción de los deseos
particulares nunca calma la querencia de plenitud. Incluso, descubrimos hondas
frustraciones cuando se ha tomado por fuente de plenitud algo que no lo era (éxito
profesional, incremento económico, poder, tener, carrera profesional). También está
condenada al fracaso la búsqueda de equilibrio (hoy tan en boga en psicologías y ámbitos
orientalistas), pues la plenitud supone un continuo desequilibrio hacia lo que va más allá
de uno mismo: es tendencia a sobrepasarse. Pero es que, más allá de los deseos concretos
de la persona, la persona es querencia que nunca se sacia ni satisface. Esta querencia de
plenitud es la que le lleva a poner en juego todas las dimensiones antropológicas a las que
han hecho referencia los apartados anteriores de este trabajo: inteligencia, voluntad libre,
capacidad de desarrollar un proyecto de vida en función de un sentido existencial, su
capacidad de encuentro, de amor, de amistad…101
101
Todas estas dimensiones corresponden, en el orden de la antropología teológica, al proyecto original del
hombre en la creación. Pero esta naturaleza humana, a causa de la rebelión del hombre contra Dios, se ha
visto dañada. El pecado ha introducido diversos desórdenes en la misma. Interesa reseñar ambos aspectos:
cómo es el hombre y el daño que ha sufrido su naturaleza por el pecado (que, en última instancia, es la
clave última de las psicopatologías). De Lubac en El misterio de lo sobrenatural (1991: 67-96), nuestra
como lo sobrenatural (la llamada a vivir el hombre en plenitud en comunión con Dios e invitación a la
filiación divina) no se puede separar de su naturaleza (que viene dada por ser criatura imago Dei). No se
puede separar en nuestra condición de hombres nuestra creaturalidad y la llamada a la comunión con Dios.
Ambos son constitutivos de la naturaleza humana. Por tanto para el teólogo no tiene sentido hablar de
“naturaleza pura” al margen de Dios. Sin embargo, la naturaleza del hombre que tratamos de describir en
la presente obra colectiva es la naturaleza real, tal y como estaba en el plan de Dios, pero modulada por
este desorden posterior. Según aquel plan original, el hombre estaba llamado a trabajar por su perfección
mediante el trabajo, la creatividad y su obrar. El hombre estaba en situación de excelencia (santidad) y
justicia (ajustamiento al plan de Dios) para acometer dicha tarea de perfeccionamiento. Pero este plan quedó
oscurecido —aunque no aniquilado— por el pecado. Por su inteligencia y libertad el hombre pudo —y lo
hizo— rechazar la llamada de Dios a su plena realización en amistad con él, dando lugar a su malogro. Sin
embargo, la redención de Cristo pone de nuevo al hombre en disposición de realizar esta plenitud originaria.
Lo que estaba propuesto al principio, los dones naturales y sobrenaturales, siguen estando presentes, aunque
oscurecidos. Sólo los dones preternaturales desaparecieron (Ladaira 2007: 43ss.). Esto supuso la posibilidad
de desorden de la concupiscencia y la debilitación de todos las capacidades naturales: debilitamiento de la
libertad (Ladaira 2007: 34, 49), oscurecimiento de la inteligencia y dificultad para descubrir la verdad,
corporeidad desintegrada de lo espiritual, desavenencias en la relación con los demás… Como hemos
señalado, en estas faltas de armonía se encuentra la raíz de las psicopatologías. Por lo mismo, la sanación
integral de la persona, como veremos, ha de ser también espiritual: la redención de Cristo sana la naturaleza
caída, fortalece lo natural y recupera lo sobrenatural, esto es, la amistad con Dios.
184
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Pero aunque la persona está hecha para su plenitud, descubrimos la grave paradoja
de que su vida queda truncada por la muerte, de que junto a su capacidad de crecer en
plenitud, frecuentemente sufre reversiones en este proceso, que su cuerpo enferma, que
su psique sufre diversos desórdenes, que es capaz de obrar el mal y obrar con malicia.
Hay vidas que se van logrando y otras que se van malogrando. Y aun las que se van
logrando o madurando, sufren debilidades físicas, psíquicas y morales, son limitadas, son
objeto de injusticias o las cometen ellos, cooperan o realizan el mal que no quieren, llevan
a cabo o los sufren, actos de egoísmo, no puede evitar los diversos tipos de daño y
dolor102… Está llamado a plenitud y no tiene en sí las fuerzas suficientes para lograrlo.
Desea la felicidad y no puede alcanzarla, anhela su perfección y no está en sus manos
lograrla definitivamente (Blondel 1996 [1893]).
Las visiones racionalistas, naturalistas, ilustradas, materialistas y positivistas del
ser humano ignoran o son ciegas para este hecho paradójico. Por eso, al no comprender
que la persona está dañada interiormente, íntimamente desordenada, son incapaces no
sólo de comprender el mal y los desórdenes que sufren los humanos (incluidos las
psicopatologías y los desórdenes morales) sino también de ponerles un remedio adecuado.
No entendiendo que el ser humano está dañado en su estructura más íntima (aunque no
corrompido)103, no acertarán jamás a entender el sentido de la sanación (ni comprenderán,
en el ámbito teológico, el sentido de la salvación). Junto con la pérdida histórica del
sentido del pecado se ha dado la pérdida de la necesidad de salvación.
Para entender mejor esta paradoja desde el nivel epistemológico de la
antropología, hay que retomar la categoría aristótélica de pathein o pasión y darse cuenta
de que es constitutiva de la persona y no meramente un accidente (Aristóteles, Metafísica,
1068 a 9-11). Sin duda la acción, como lo ha mostrado Wojtyla (2011 [1979]), se
convierte en una manifestación esencial de la persona. Sin embargo, creemos que toda la
102
Desde la antropología teológica cristiana se explica dicha tendencia al desorden, aun estando orientados
naturalmente al orden y la plenitud, a causa del pecado original, hecho que sólo se puede esclarecer a la luz
de la Revelación (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), aunque podemos suponer su existencia a partir
de las consecuencias paradójicas en el ser humano, especialmente a través del sufrimiento y la muerte. En
cuanto el hombre se aparta de Dios, se produce un interno desorden que se hace escandalosamente patente:
las fuerzas corporales se oponen a las espirituales en el hombre, se desintegran las diversas facultades
humanas y surge el desorden con las otras personas (Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, 52).
En todo caso, este daño y desorden afecta a cada hombre y a la humanidad: “los desequilibrios que fatigan
el mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el
corazón humano” (Gaudium et spes: 10).
103
Como dejó establecido con claridad el Concilio de Trento, en su Decreto sobre el pecado original
(1546), aquí radicaría la principal diferencia entre católicos y luteranos o calvinistas. Para los primeros, el
ser humano está dañado por el pecado original, pero no radicalmente corrompido e incapaz de ningún bien,
como proponen los segundos.
185
Psicología de la persona
actividad de la persona debe ser entendida desde una pasividad y receptividad previa: la
persona es amada, es creada, es llamada. Antes que actividad la persona es, receptividad,
sujeto primigenio de donación, deudor.
La principal dificultad para reparar en esta perspectiva, tan cercana sin embargo a
la experiencia personal, es el lastre de la historia de la filosofía y la hybris inherente al
ser humano, que —a pesar de los claros indicios en sentido contrario— se resiste a dejar
de considerarse plenamente autónomo y señor absoluto de su existencia104. En efecto, a
lo largo de la historia de la filosofía occidental, la mayor parte de los pensadores han
supuesto que lo definitorio del ser humano era su actividad, el ejercicio de su función
propia: su actividad racional, o su capacidad para actuar, su voluntad de poder o su
voluntad de placer. Siempre se ha presentado al ser humano como agente, actor o autor
de su vida. Y lo es. ¿Pero, acaso, de modo absoluto? ¿Acaso de modo primigenio? ¿Es
esta su verdad más honda?
En efecto, el pensamiento occidental, ya desde los griegos, ha solido acentuar el
hecho del dinamismo interno como dato originario a la hora de explicar al ser humano.
Así, desde Aristóteles, el hombre fue concebido como energeia, como conjunto de
capacidades en actividad, que le posibilita conocer la verdad, amar el bien y disfrutar de
la belleza. El ser humano era, para los griegos, considerado como un caso más del
dinamismo cosmológico. Cierto es que la filosofía cristiana rompió esta concepción
mostrando la dignidad del ser personal e introduciendo otros dos actores en el drama: el
Tú divino (creador de la persona) y al otro humano (prójimo con el que me encuentro).
Gran parte de la historia de la filosofía ha entendido la vida de la persona como
acción: percibir, querer, pensar… Así, de modo especial desde el Renacimiento, se piensa
en el ser humano como ser activo y, así, protagonista de su vida. Y con ser esto cierto, lo
que pretendemos destacar es que no es ésta toda la verdad ni la más profunda. Porque el
ser humano, antes de ser constructor de sí y del mundo, antes del poiein, el prattein y del
agere, el ser humano es receptividad, pathetikós, pasividad, necesidad, carencia,
menesterosidad. Previo al actuar, a poner en juego lo que hay en su propia vida para
realizarse, la persona es amada, llamada, nombrada, enviada y se le pide que su vida sea
104
Sigue en el fondo la tentación más primitiva: la de querer ser Dios. Por ello, como muestra Boudrillard
en El crimen perfecto (1996) pero, sobre todo, en su obra póstuma El pacto de lucidez o la inteligencia del
mal (2008), esta hybris ha traído las siguientes consecuencias, en tres momentos: primero, la muerte de
Dios (Nietzsche, Marx, Feuerbach, Freud); en segundo lugar, la muerte del hombre (estructuralismo: Lacan,
Levi-Strauss, Derrida); en tercer lugar, la muerte de lo real.
186
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
respuesta a este amor del que es objeto, a esta llamada, a este nombramiento y misión. La
persona no tiene la última palabra sobre su vida sino la penúltima.
Ahora bien, para reconocer este hecho quizás haga falta desenmascarar un
prejuicio ilustrado al que nos ha llevado toda nuestra cultura occidental: concebir a los
humanos como seres autónomos, omnipotentes, dueños y señores de su propia vida, de
su destino y del destino del mundo. Pues hay momentos en la vida de toda persona que
nos muestran que nuestra vida tal vez no esté tan en nuestras manos como imaginábamos:
unos, dolorosos (una grave enfermedad, un desorden psíquico, la muerte de un amigo, la
pérdida o ruptura con un ser dilecto, un fracaso profesional o personal); y otros,
inesperados (un encuentro decisivo, un enamoramiento, una propuesta profesional que
parecía imposible, un golpe de fortuna). Se produce, por tanto, un choque entre nuestras
ideas de suficiencia y nuestras experiencias radicales. Pero, por falta de fidelidad a la
realidad o por comodidad preferimos asirnos a la ilusión de la omnipotencia y la radical
autonomía, pretendiendo ser lo que no somos: dioses.
El dolor, el fracaso, la muerte y todas las llamadas por Jaspers “experiencias
límite”, nos muestran claramente y nos hacen asumir que no somos los protagonistas
absolutos de nuestra vida. La destrucción de “lo nuestro”, de nuestras perspectivas, de
nuestras ambiciones, nos sustrae a nosotros y nos muestra que no somos los protagonistas
absolutos de nuestra vida. Nos hace más libres porque nos descentra (o, mejor, excentra).
Cuando llega la enfermedad, el desorden psíquico, la muerte, la pérdida, la limitación,
perdemos pie en nosotros mismos, nos vemos obligados a vaciarnos, sucede aquello con
lo que no contábamos y se nos abre a la realidad tal cual es.
Esto tiene una repercusión clara en el ámbito psíquico, pues se abre la posibilidad
(y la realidad) del desorden y la desintegración personal, y con ello, de todas las
psicopatologías. ¿En dónde radica el desorden y la desintegración personal? En la pérdida
de armonía consigo mismo, con el mundo, con los demás y con Dios105.
105
Dichas pérdidas de armonía son las que la antropología teológica denomina las rupturas producidas por
el pecado: el alma ya no gobierna sobre el cuerpo, se rompe la armonía entre hombre y mujer, se rompe la
armonía con la creación y con Dios. Se rompe el ordo amoris y la tranquilitas ordinis en el interior del
hombre (Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 95, a. 1). Tras el pecado, la naturaleza queda sibi relicta,
y por tanto, en desorden. Aquí encontramos la raíz última de la infirmidad (Lorda 2009: cap. 14). Todo
desorden, desde la antropología teológica, revela una misma causa profunda: el hecho de que la persona
pretende alcanzar su plenitud, su fin, su felicidad, al margen de Dios. Se trata de que el hombre se quiere
divinizar pero sin Dios (al margen de Dios o, incluso, contra Dios). Este alejamiento de Dios, este pretender
la excelencia sin Dios es la raíz del pecado y de todo daño personal. Orgullo y concupiscencia son las
maneras en las que el hombre procura la salvación por sí mismo, ignorando a Dios. Pero necesariamente
termina degradándose y descubriendo que no puede darse la plenitud anhelada. El hombre está hecho para
su plenitud. La plenitud no puede proceder de su relación con las cosas, sino de su relación con personas.
187
Psicología de la persona
Así, ocurre en primer lugar, una falta de armonía consigo mismo. Esta falta de
armonía se manifiesta, entre otras maneras, en que la persona cultiva sólo alguna de sus
dimensiones (física, intelectual, afectiva) o las cultiva sin armonía con las demás
(actividad sólo intelectual sin compromiso práctico, desarrollo de las capacidades físicas
sin cultivo intelectual, cultivo afectivo sin desarrollo de la inteligencia, etc). Esta forma
inadecuada de relacionarse consigo misma se manifiesta en diversos trastornos afectivos
(como la depresión), de conducta alimentaria (bulimia, anorexia), así como en diversas
formas de obsesiones y compulsiones. Por otra parte, esta falta de armonía dimana
también de vivir sin sentido personal profundo, sin un horizonte axiológico,
substituyéndolo por otro exterior. Esto supone substitución y negación de la vocación
personal y, por tanto, vivir desde proyectos inadecuados, distorsionando desde ellos su
relación consigo, con el mundo y con los demás. Las llamadas por Frankl neurosis
noógenas tienen este origen (Frankl 1964). También, la deficiencia en la capacidad para
afrontar la propia realidad da lugar a la ansiedad, a las fobias y trastornos afectivos como
la distimia o la depresión.
En segundo lugar, se ha producido una pérdida del tú, una pérdida de la dimensión
comunitaria, viviendo en mundos institucionalizados, entre objetos, normas,
asociaciones, pero no en un mundo de personas. Se hace imposible el encuentro. Esta
pérdida comunitaria se vive, empíricamente, como carencia afectiva. Es la falta de amor
de otros lo que propicia la falta de amor por uno mismo, siendo esta causa de múltiples
patologías y disfunciones comportamentales, especialmente de huída y de trastornos de
personalidad. Un cor in se incurvatus termina por cerrarse a todo encuentro, a las demás
personas. Y esto incluye la ruptura respecto de todo Tú trascendente, de la relación con
Dios.
Pero ninguna persona finita colma su corazón. Sólo una persona infinita puede colmar el anhelo de plenitud
y santidad del corazón humano. Cuando el hombre se aparta de quien es la fuente única de su plenitud,
cuando se prefiere a sí antes que a Dios, necesariamente se produce el desorden personal, en cualquiera de
sus niveles. Así, el pecado supone, dicho en términos agustinianos, una aversio a Deo et conversio ad
creaturas: “El pecado del hombre es un desorden y una perversión; es apartarse de lo más valioso, que es
el Creador, y volverse hacia lo inferior” (Agustín de Hipona, Sobre diversas cuestiones a Simpliciano, I, 2,
18.). El pecado supone siempre daño para la persona y, por tanto, necesidad de restauración. Así lo capta
Jeremías con una bella metáfora: “Doble mal ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, manantial de aguas
vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua” (Jr 2, 5-13). Y en este sentido
habla Santo Tomás de los vulnera peccati o heridas producidas por el pecado: oscurecimiento de la
inteligencia, malicia en la voluntad, debilidad de ánimo y desorden de la concupiscencia (Tomás de Aquino,
Suma Teológica, I-II, q. 85, a. 3, c). En conclusión, el pecado, como ofensa a Dios (en tanto que
desobediencia al orden y finalidades por Él establecidos y queridos, justamente a favor del hombre), supone
también un desorden y daño en la persona que exige sanación y salvación (pues, dicho en términos paulinos,
queda el hombre bajo el dominio de la muerte).
188
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
En tercer lugar, se produce una ruptura con el mundo. Esta pérdida de armonía
revista varias formas:
- Ruptura del contacto con lo real por enmascaramiento de la propia identidad
(no se relaciona la persona desde quien es sino desde su persona), por
dispersión (en lo hedónico, en la superficie de sí) y repliegue (en su interioridad
hipertrofiada y cerrada a la verdad). Otras veces esta ruptura se produce por
substitución de lo real por lo imaginado, por ideologización, por
adoctrinamiento.
- Huída de la finitud, que se traduce en incapacidad para aguantar el dolor físico
o espiritual, de aceptar la propia creaturalidad, la propia limitación y caducidad.
- Relación con el mundo o bien con relación de dominio destructivo, o de
exclusivo disfrute hedónico o de sumisión pasiva.
Todos estos casos se pueden manifestar psicopatológicamente, por ejemplo, en
falta de control de los impulsos, en adicciones, en formas patológicas de anestesia.
A todos estos desórdenes psicológicos, que son estudiados por la psicología
clínica, habría que añadir los que tienen fundamento primordialmente biológico106 y que
estudia la ciencia médica de la psiquiatría: la esquizofrenia, las psicosis delirantes o
paranoides, las demencias, los trastornos de personalidad y todas las patologías que
pueden ser clasificadas como enfermedad más que como desorden.
4.
El terapeuta
4.1.
Quién es el terapeuta como persona
Terapeuta es, en sentido lato, aquella persona que acompaña a otra en su
crecimiento personal o en sus sufrimientos, estableciendo con ella una relación de ayuda
por demanda del acompañado.
Dado que el terapeuta es una persona única y aquel a quien acompaña también,
cada situación de encuentro terapéutico es única y original, por lo que las indicaciones de
la tarea terapéutica, en la medida en que sean concretas, son imprecisas. En gran medida,
no valen recetas. El proceso terapéutico es función de cómo es y actúa la persona del
106
Lo que no significa que los desórdenes psicológicos, como la depresión, la ansiedad o las fobias no
tengan su correlato biológico y que lo neuroquímico no sea condición para las mismas. Pero no pueden
considerarse, por sí mismas, ‘enfermedades’ puesto que su origen no es fundamentalmente biológico. Por
ello, los tratamientos farmacológicos, en estos casos, pueden paliar síntomas pero no intervenir eficaz y
duraderamente en el problema, tarea que se encomienda a las terapias que desarrolla la psicología clínica.
189
Psicología de la persona
terapeuta y de cómo es y actúa la persona del acompañado. Sólo podemos tener cierto
control del primer factor, de modo que lo que ocurre en cada encuentro terapéutico es
siempre original e imprevisible. Podemos, eso sí, tratar de definir cómo debe ser el
terapeuta y su actividad.
El terapeuta ha de ser el contexto en el que la persona afectada pueda recuperar su
vida, tomar sus riendas y madurar o sanar. Será el encuentro personal con el terapeuta,
facilitado por sus competencias naturales y adquiridas las que harán posible la terapia,
siendo lo más importante las características personales del terapeuta y calidez de la
relación con el acompañado (Luborsky et al. 1982).
La relación terapéutica siempre supone, por tanto, un encuentro de libertad a
libertad, de comunicación personal, de destino compartido. “Terapeuta y enfermo son
ambos seres humanos y como tales son compañeros de destino. El médico no sólo es
técnico ni sólo autoridad, sino existencia para existencia, esencia humana perecedera con
los otros” (Jaspers 1993 [1913]: 879). De ahí la importancia de la calidad personal, del
equilibrio y de las competencias del terapeuta y de la calidad del encuentro personal.
4.2.
Habilidades, actitudes y competencias del terapeuta
La tarea terapéutica exige, por parte del terapeuta, contar con ciertas disposiciones,
y competencias:
- Las disposiciones consisten en capacidades naturales para desarrollar alguna
función específica, para realizar algún tipo de actividad, para poner en juego
alguna habilidad o capacidad.
- Las competencias consisten en hábitos adquiridos que facilitan la ejecución de
un determinado tipo de acciones.
Disposiciones y competencias son mucho más importantes que las técnicas
empleadas. Así son comunes afirmaciones como las de Luborsky quien afirma que “el
principal agente de una psicoterapia eficaz es la personalidad del terapeuta, especialmente
su habilidad para establecer una relación cálida de apoyo” (Luborsky et al. 1985).
a) Las disposiciones del terapeuta
En primer lugar, el terapeuta, ha de tener ciertas disposiciones naturales que le
faciliten la labor terapéutica. Sin duda, ha de sentirse naturalmente inclinado a cuidar,
curar, proteger, atender, educar, enseñar, acompañar, escuchar, ayudar. Dicho en términos
más llanos, ha de sentirse llamado a la tarea terapéutica y, luego, ser consciente de la
190
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
misma, para tener claro desde dónde vive su tarea. De lo contrario, quizás sea un buen
técnico, pero nunca un buen terapeuta.
Por otro lado, ha de contar con las disposiciones que Carl Rogers (Rogers 2000:
40-45, Rogers 1962) precisó como imprescindibles en un terapeuta. Todas se pueden
mejorar en la práctica, pero necesitan una base innata, que la persona ya tenga la tendencia
natural a ser así.
I.
Autenticidad o congruencia. Consiste en que haya una coherencia o
congruencia entre lo que piensan y siente el terapeuta, por un lado, y su expresión o
manifestación al acompañado. Por tanto, debe ser capaz de que sus palabras y
comportamiento, su lenguaje verbal y no verbal estén en consonancia. Por ello, el
terapeuta debe actuar espontáneamente, no necesitan desempeñar el papel de terapeuta ni
estar preocupado de cómo actuar. De este modo, está cercano al acompañado, abierto a
él, sin barreras ni temores. Para esto el terapeuta ha de ser maduro, teniendo plena
congruencia entre la idea de sí y su experiencia. El terapeuta ha de ser una buena “caja de
resonancia” de la presencia del acompañado, siendo capaz también de compartir con el
acompañado, en confianza, sus propias impresiones sobre su propio encuentro terapéutico
(Cormier y Cormier 1994).
II.
Empatía. Consiste en saber ponerse en el punto de vista del acompañado,
en una sensibilidad especial hacia sus sentimientos y pensamientos, pero sin fundirse en
él. El empático hace contacto con la perspectiva cognitiva y afectiva del acompañado
pero mantiene una cierta distancia que es la que permite abrirle una nueva perspectiva al
acompañado. Mediante la empatía el terapeuta deja claro al acompañado el mensaje de
que “no está solo”, de que “comprende lo que le sucede”. Quien es empático se da cuenta
de qué siente el acompañado, comunica con su comportamiento que se hace cargo de eso
que siente y piensa, que le comprende y que es sensible ante dicho sentimiento y
pensamiento, apoyándole incondicionalmente. La empatía es, por tanto, cognitiva y
afectiva simultáneamente. La empatía es la capacidad de transmitir al acompañado que el
terapeuta está cerca, está de su lado y le comprende. Por tanto, la empatía supone ser
capaz de compartir el mundo subjetivo del acompañado. Procura captar la forma de
pensar y ver el mundo del acompañado, y también de captar el estado afectivo del
acompañado y, en cierto modo, sentirlo con él (siendo capaz de tomar cierta distancia
para no perder objetividad y capacidad de maniobra como terapeuta: no es adecuado una
191
Psicología de la persona
implicación afectiva intensa y sin control con el acompañado porque no se podría ejercer
como terapeuta).
III.
Aceptación positiva incondicional. Consiste en sentir y manifestar el
terapeuta que “está de parte” del acompañado y que lo valora como persona y como
siendo “esta persona concreta”. Es aceptar al otro sin juzgarle, acompañándole para
buscar juntos nuevas formas de pensar, sentir y actuar. Se reconoce su dignidad personal
y se lo hace ver, más allá de su comportamiento concreto o de sus reacciones hacia el
terapeuta. Pero esta aceptación también la ha de aplicar el terapeuta a sí mismo, lo cual
no quiere decir aprobar todo lo que hace y creerse ya perfecto, sino aceptar que es como
es, como punto de partida de su propio proceso de cambio. El conocimiento y el respeto
de uno mismo son condiciones del conocimiento y respeto a los otros.
Todo esto redunda en su autoestima, en su filautía, elemento clave en toda
recuperación y maduración personal (Polaino-Lorente 2003). Afirmando a la persona del
acompañado, recupera éste su firmeza y sube un primer peldaño en la superación de su
situación. Siendo reconocido como persona y afirmado como persona concreta por parte
del terapeuta, el acompañado encuentra el lugar para su autoafirmación y autoaceptación.
b) Las competencias adquiridas del terapeuta
No nos referiremos en este apartado a las competencias adquiridas de carácter
técnico o formativo (grado en psicología o afines, máster, formación en dinámica de
grupos, capacitación para la entrevista, para la relación de ayuda, conocimientos
específicos sobre drogodependencias, informática, conocimiento de terapias de conducta
o sobre farmacología), sino a aquellas competencias de carácter personal que son
importantes para una labor terapéutica eficaz y personalizante.
Competencias del terapeuta respecto de sí mismo:
I.
Madurez personal. El terapeuta debe contar con una madurez personal que
le proporciona estabilidad, lo que implica que se conoce, se acepta, vive conscientemente
desde su propio sentido existencial y no desde sus roles o personajes, está abierto a la
realidad y a los otros. Asimismo, la madurez supone que actúa de modo reflexivo y libre,
libertad que ejerce en mediante compromisos y asumiendo responsabilidades.
II.
Estabilidad afectiva. La madurez implica estabilidad emocional, pues
quien es maduro es capaz de afrontar las propias perturbaciones en el encuentro con el
acompañado, dominando las emociones y sentimientos para que no paralicen o perturben
la tarea terapéutica. Asimismo, implica capacidad para conocer los propios sentimientos,
192
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
nombrarlos, controlarlos, ser capaz de encajar las frustraciones (por ejemplo, de que la
terapia o el proceso o el protocolo aplicado no ha dado resultado en el plazo previsto o no
ha dado resultado en absoluto), ser capaz de afrontar y resolver los conflictos.
III.
Autoconocimiento. El terapeuta también tendrá que iluminar su propia
existencia y confrontarse con su propia vida, caminar desde su verdad. El terapeuta debe
ser él mismo transformado, analizado y lograr un buen conocimiento de sí para poder
estar en disposición de acompañar un proceso semejante en el acompañado. De este
autoconocimiento se deriva el reconocimiento sereno de los propios límites y carencias,
sabiendo lo que se puede cambiar y lo que no se puede cambiar.
IV.
Experiencia comunitaria. El terapeuta necesita la experiencia de vivir en
convivencia con otros y no en simple coexistencia, en un contexto comunitario. Las
actitudes básicas que se desarrollan en dicho contexto comunitario son las de aceptación
y la de donación personal de modo recíproco. Por tanto, es capaz de vivir desde el
nosotros, abierto a la cooperación, pues el trabajo terapéutico es siempre cooperativo y
no individual.
V.
Competencias comunicativas. De la experiencia comunitaria se deriva la
capacidad de escucha, de abrirse al otro atentamente y disfrutar oyéndole; habilidades
verbales para comunicarse con asertividad y eficacia, siendo capaz de conversaciones
fluidas.
VI.
Silencio. La acción terapéutica es la densidad del silencio desde el que vive
el terapeuta. Sólo haciendo silencio es capaz de vivir desde sí, desde su centro, desde su
llamada, tomando conciencia del sentido profundo de la tarea terapéutica a la que está
llamada. Sin silencio, la acción o deviene en activismo o en síndrome del burn out.
Competencias del terapeuta respecto del acompañado:
I.
Confianza en el acompañado. Esto implica que siempre se espera en él, se
confía en su capacidad de cambio, sin tener pretensiones sobre él y su propio proceso.
II.
Asertividad. La asertividad consiste en saber expresar sin agresividad y
con claridad lo que se piensa y siente, así como las propias necesidades.
III.
Respeto a la persona del acompañado, a su integridad, a su propia vida, a
sus propias decisiones. Respetar a otro es renunciar a tomar posesión de él, a suplantarle,
a manipularlo o a dominarle (evitando así toda forma de paternalismo terapéutico).
Respetar es reconocer la dignidad y libertad del otro, creando la distancia que permita al
otro ser otro.
IV.
Tolerancia, que permita al acompañado mostrarse tal como es.
193
Psicología de la persona
V.
Responsabilidad. El terapeuta ha de responder a la presencia menesterosa
del acompañado con su propio trabajo, su propia dedicación, su propia competencia.
VI.
Capacidad de establecer un encuentro personal con el acompañado, lo que
significa ser capaz de hacer contacto y de tomar distancia. Supone mostrar comprensión,
responder activamente al acompañado (verbal y no verbalmente) y hacerlo de modo
congruente (Kleinke 1998: 78-108).
VII.
Sentido del humor, que consiste en la flexibilidad ante el discurrir de la
propia vida, en una toma de distancia respecto de la propia circunstancia, lo cual permite
flexibilidad creativa ante lo inesperado De esta manera se relativiza lo relativo y no se es
susceptible a las dificultades y asperezas del trato o la terapia. El humor, exige madurez,
dominio de sí. Por eso, el humor no se enfrenta a la seriedad (porque el que tiene humor
se hace cargo de su propia realidad y en esto consiste la seriedad) sino a la severidad, a la
rigidez. Además, este hacerse cargo de la realidad es benévolo, sin resentimientos,
constructivo: por eso, la burla, la ironía, ridiculizar, son antitéticos del verdadero humor.
El humor sólo es posible en el ámbito de la alegría, que no es el simple “estar contento”
—fruto de satisfacer alguna necesidad o de poseer algo anhelado—, ni se identifica con
la felicidad —vivencia de la plenitud del propio ser—.
4.3.
Ética del terapeuta
Aristóteles llamaba a la ética “la filosofía de las cosas humanas” (Ética a
Nicómaco, 1181 b 14-15). Cuando hablamos de ética, pues, no hablamos de deontología,
de moralina, de prescripción de normas prácticas, de protocolos de actuación
convenientes. No se trata de un recetario de lo bueno y lo malo ni de un adoctrinamiento
de lo que alguien ha determinado como correcto. Se trata, en este contexto, de la reflexión
sobre los modos en que las personas se van haciendo plenas, sobre los modos de vivir
como persona y sobre cómo la persona va constituyendo su carácter moral (êthos).
La persona, por otra parte, es un ser moral. Y lo es porque no tiene más remedio
que elegir quién quiere ser, cómo realizar las posibilidades que se le ofrecen: su actuación
no está prefijada. Por ello, su acción puede orientarse en diversos modos, logrando una
plenitud cada vez mayor o malográndola. De ahí la importancia, aplicada a la labor
terapéutica, de una reflexión ética: porque está en juego la plenitud personal del
acompañado y la del terapeuta.
Por ello, para dar respuesta adecuada a los problemas que surgen en el decurso de
la terapia, del encuentro entre terapeuta y acompañado, es necesario hacer una reflexión
194
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
ética. No bastan las respuestas técnicas, las habilidades propias de quien maneja un
repertorio de respuestas aprendidas a diversos problemas o síntomas. Toda técnica ha de
tener un para qué, un sentido, un contexto teleológico en el que cobre sentido: es necesario
saber a dónde se va en el proceso terapéutico. Este es la cuestión sobre la que reflexiona
la ética del terapeuta.
Dado que la ética es la “filosofía de las cosas humanas”, el objeto inmediato de su
reflexión será, en efecto, la plenitud de la persona humana. Si la terapia no tiene este
objetivo se convertirá en habilitación, en técnica de arreglo de lo estropeado,
entrenamiento, pero nunca acompañamiento personal orientado a la plenitud personal.
Esta plenitud consiste en el desarrollo integral de la persona, lo cual, lejos de poder
estar acabado alguna vez, es siempre un proyecto. Es el proyecto al que toda persona se
ve necesariamente lanzado. Sólo algunas psicopatologías parecen frenar este dinamismo
(aunque en realidad son formas de enquistamiento provisional mientras no se puede
superar la situación de bloqueo). Otras situaciones, como las adicciones, son, en realidad,
falsos caminos que prometen una cierta plenitud, cuando, en realidad, la destruyen. Esta
plenitud supone, en fin, la puesta en marcha de todas las capacidades personales: las
cognoscitivas (tanto el conocimiento como el autoconocimiento), las afectivas, las
volitivas y las comunitarias o interpersonales. La terapia está llamada, por tanto, a abrir a
la persona a la realidad total: a sí misma, al mundo, a los otros y al Otro. Sólo en y desde
la realización experiencial de esta cuádruple apertura cabe la plenitud.
Por otra parte, para realizar este proyecto biográfico, tiene la persona que ir
haciéndose más suya, dominar sobre sí. Es éste, justamente, uno de los rasgos que la
distinguen de las cosas, pues mientras que las cosas pertenecen a otro, las personas se
poseen a sí. Pero esta posesión no es un hecho sino una meta: esta autoposesión debe ser
actualizada, aumentada, lograda. Para poder realizarse, para elegir y elegir cada vez con
más libertad, la persona tiene que estar cada vez más sobre sí, ser más dueña y señora de
sí misma. En esto consiste el autodominio. Y esto, como veremos, se realiza de una
manera bien concreta: mediante la adquisición de virtudes o competencias. La formación
del carácter se muestra así como un camino terapéutico esencial.
Por último, esta plenitud sólo se va actualizando en la medida en que la persona
descubra un sentido, un para qué en su vida. También es tarea terapéutica el
acompañamiento en la búsqueda de sentido y del horizonte axiológico en el que se
encarna.
195
Psicología de la persona
Así las cosas, parece que el profesional bueno y el buen profesional lo son no sólo
en función de su eficacia, sino de los fines que dan sentido a su actividad. En el caso del
terapeuta, estos fines propios son básicamente dos:
- El crecimiento de la persona del acompañado
- El crecimiento personal del propio terapeuta
La ética del terapeuta debe, por tanto, analizar estos fines y los medios para su
consecución. Pero se trata de hacerlo desde unas condiciones de racionalidad: basados en
la dignidad del ser humano y procurando la universalidad, frente a la tentación de hacer
una reflexión corporativista o de escuela.
a) Ética del terapeuta como promoción de la plenitud del acompañado
I.
Apoyo, posibilitación e impulso del terapeuta
La persona, que está llamada a realizar su vida, que descubre como tarea propia e
indelegable la de habérselas con las riendas de su propia biografía, descubre y
experimenta que no es autosuficiente. Ha de apoyarse en la realidad y, sobre todo, en
otras personas. Y experimenta que en el logro de su vida (o en su malogro) intervienen
otros, están otros implicados, en cuanto que son soporte, le posibilitan y le impulsan en
su logro (o malogro) personal. En este sentido, el terapeuta tiene una tarea de especial
relevancia, pues aunque no es el agente de su sanación, recuperación o personalización,
si es fundamento de la misma. Veamos en qué sentido.
En efecto, el terapeuta, para el acompañado, es apoyo y soporte, pues le
proporciona recursos psicológicos —caminos para el autoconocimiento, modos
alternativos para contemplar la situación, nuevas perspectivas sobre sí mismo y sobre las
circunstancias, otros modos de utilizar la afectividad—, recursos sociales —como los
modelos de comportamiento, formas alternativas de afrontar la relación con otros,
propuesta de nuevas actitudes—, recursos personales —como el acompañamiento en el
descubrimiento de lo importante, del sentido existencial, acompañamiento en el trabajo
de adquirir de los hábitos de comportamiento o competencias personalizantes. En este
sentido, el terapeuta es apoyo al ejercer su tarea de proporcionar el contexto para que la
persona recupere el camino de su plenitud, para que se desbloquee en su crecimiento
personal, para que aprenda a afrontar su realidad de modo positivo y constructivo.
En segundo lugar, el terapeuta ofrece posibilidades a sus acompañados para su
crecimiento. El mismo encuentro terapéutico es ya una importante fuente de vida
personal, un contexto necesario para el crecimiento. De ahí la importancia de que el
196
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
terapeuta tenga una personalidad consistente, equilibrada, madura y bien formada, pues
cuanto más consistente sea la madurez personal del terapeuta, más “potencia”
posibilitadora tendrá respecto del acompañado. La mejor terapia es el terapeuta. De ahí,
insisto, la necesidad de la madurez personal del terapeuta107
En tercer lugar, el terapeuta impulsa a los acompañados a realizar las posibilidades
que tiene ante sí, animándole y permitiendo a cada uno ser quien está llamado a ser. Por
eso, alabar, alentar y animar es tarea esencial. El buen terapeuta muestra alegría por el
buen trabajo por parte del acompañado, enfatiza ante el acompañado los pequeños
avances en la forja del carácter o en las tareas propuestas para afrontar los bloqueos.
Repara siempre en lo positivo: no debiera tener mucho tiempo para la corrección y
ninguno para quejarse. La queja esteriliza.
En conclusión, la práctica terapeuta es una actividad personalizante. Y en esto
consiste el hacer bien al otro: contribuir a que sea más plenamente persona. Por tanto, es
buena práctica terapeuta la que mejor plenifica a las personas, no la que elimina afronta
síntomas las domestica o somete a las necesidades del sistema imperante.
II.
Terapia personalizante frente a terapia mecánica
Si no se tiene claro cuál es el objetivo último de la terapia, si esta se reduce a la
reducción o eliminación de síntomas y si todo lo que se proponen son técnicas o
protocolos de actuación, se corre el peligro de mecanizar la terapia. En una terapia
mecanizada, la persona termina siendo frecuentemente mero receptáculo pasivo y lugar
de perpetuación de modos de entender la psicología que dejan al margen su propia
existencia. La terapia mecánica:
- Niega la creatividad y responsabilidad de la persona del acompañado, quien se
limitará a reproducir un estado de cosas que se percibe como absoluto
(induciendo, incluso, los síntomas que se “deben” tener).
- Domestica la conciencia y el comportamiento desde las propias categorías
psicológicas.
- Instaura el paternalismo porque no admite alternativas a los modelos
propuestos. Impone el silencio al acompañado, y, así, la heteronomía.
- Promociona la docilidad acrítica, el gregarismo, la masificación, la pasividad.
107
No son pocos los que se acercan a estudiar psicología para tratar de resolver sus propios problemas, en
vez de con la intención de atender a los de los demás. Sin embargo, la falta de objetividad de los primeros
impedirá su propio proceso de maduración, por lo que también algunos necesiten a su vez un terapeuta o
un coach, mentor o counselor y un proceso de coaching o de acompañamiento. En todo caso la psicología
tiene la virtualidad de confrontar a cada terapeuta con su propio proceso de maduración
197
Psicología de la persona
- Ignora la persona del acompañado, reduciéndolo a ser “un caso”.
Pero si no quiere ser opresiva, sino liberadora, personalizante, promocionante, la
terapia ha de promover la creatividad, la responsabilidad y la autonomía del acompañado.
Limitar la actuación terapeuta a la aplicación de protocolos supone cercenar —o
ignorar— las capacidades personales del acompañado… ¡y del terapeuta! Y olvida,
además, el sentido de la terapia en cuanto dirigida a que las personas se hagan
responsables de su vida y alcancen las mayores cotas de compromiso y desarrollo
personal, desarrollen su capacidad de diálogo, de expresión, de descubrimiento de lo
valioso. Para ello, el terapeuta ha de saber que el principal experto en la situación del
acompañado es el propio acompañado, por lo que, una terapia personalizante implica que
el terapeuta:
- Dialoga con el acompañado. Da la palabra al acompañado e impulsa que sea
palabra crítica. Permite que el acompañado recupere su capacidad para el
encuentro con otras personas.
- Promueve la creatividad y la positividad a la hora de analizar los problemas
reales como desafíos a resolver.
- Estimula el autoaprendizaje reflexivo: los problemas por los que se pasan son
siempre ocasiones para el crecimiento personal. Siempre cabe una lectura
positiva de los síntomas, de lo que aflige al acompañado. El síntoma no es el
“enemigo”, sino el “texto” que hay que leer para conocer qué nos ocurre.
- Promueve el autoconocimiento del acompañado, para que conociendo sus
potencialidades las pueda llegar a poner en acción.
- Hace el acompañado propuestas ideales y transformadoras, nuevas visiones
sobre su realidad y sobre su circunstancia. Le pone en disposición de encontrar
su propio sentido existencial, su propia llamada.
- Promueve que el acompañado se haga cargo de su realidad
- Estimula y favorece la inserción del acompañado en sus contextos
comunitarios.
III.
Recuperar y restaurar a la persona
Una primera tarea ética que le compete al terapeuta bien podría ser la de colaborar
para restaurar el sentido de la persona:
- Frente a la cosificación, pues la persona nunca debe ser tratada como una cosa,
nunca puede ser etiquetada, utilizada, empleada como instrumento. Y en
nuestros días no sólo es esto frecuente, sino también que la persona se conciba
198
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
a sí misma como instrumento en función de una empresa, un sistema
económico, etc.
- Frente a la reducción de la persona a alguno de sus papeles o personajes: a
mero consumidor, a ciudadano, a burgués de vida acomodada, tranquila y
vacía.
- Frente a los falsos ideales que alienan a la persona que se traducen en
necesidades y, al cabo, en frustraciones (ideales de éxito, de triunfo
profesional, de eterna juventud, de vida sin problemas y en equilibrio.
- Frente a las formas degradadas de comunidad, sobre todo a su masificación,
pues la masa es el reino de lo impersonal, del “se”, del interés.
Puesta en camino de recuperación, la persona sólo podrá emerger plenamente y
desarrollar todas sus capacidades en función de algún horizonte axiológico. Y ese
horizonte lo descubre en sí (aunque no es él mismo ni lo construye él). La tarea del
terapeuta es ayudar a su dilucidación. En concreto, recuperarse a uno mismo supone, ante
todo, tomar conciencia y actuar en función de la propia llamada. No hablamos aquí de la
“vocación profesional”, sino de la identidad más profunda, de lo que realmente es y a lo
que está llamada a ser cada persona, a su puesto único en el cosmos (Domínguez Prieto,
2007)108. Se trata de una identidad a la que estamos llamados. Es la fuente de toda la
creatividad personal, de la propia orientación, del sentido existencial personal. Por ello,
estamos persuadidos de que su descubrimiento y elaboración mediante un proyecto de
vida resultan esenciales en el proceso terapéutico.
b) La ética terapeuta como promoción de la plenitud del terapeuta
La vocación terapéutica es la llamada a poner la propia persona al servicio de la
promoción integral de la de otra persona que sufre por no poder vivir en plenitud como
persona. Esta llamada a ocuparse de la promoción de la persona es la que dota de identidad
al terapeuta, pues su ser se hace responsable de la promoción del otro. No, por supuesto,
suplantando su libertad e identidad sino, antes bien, poniéndose a su servicio para
promocionarla.
Por supuesto, este servicio al acompañado no supone una alienación o un olvido
de sí. Paradójicamente, dedicar la vida al acompañamiento de otros trae consigo el propio
crecimiento. Es más, es vía necesaria para el propio crecimiento, porque sólo se tiene lo
108
En este trabajo, desarrollamos teórica y prácticamente la cuestión de la llamada como elemento
definitorio de la identidad personal en el contexto de la psicoterapia.
199
Psicología de la persona
que uno ha dado… aunque para dar, antes hay que ser. La madurez, calidad y calidez del
terapeuta son la mejor garantía terapéutica. La mejor terapia es el terapeuta.
Por ello, también el terapeuta está llamado a la excelencia como persona a través
de su ejercicio terapéutico que, así, es tomado como vocación, como modo de vida. Solo
en la medida en que viva desde su ser personal, desde su vocación, desde su “sí mismo”,
podrá promover gozosa y eficazmente la persona de los acompañados.
4.4.
La relación terapéutica
El acontecimiento terapéutico fontanal es el encuentro entre terapeuta y
acompañado. Si no existe tal encuentro, si simplemente un profesional que ejerce un rol
terapéutico se aplica con sus conocimientos, protocolos y procedimientos a “arreglar” un
problema comportamental o disfunción en un acompañado, entonces no podrá percibir
factores clave que dan cuenta de la situación de su acompañado: su carácter, su sistema
axiológico, su forma de vivir y plantear la vida, sus fortalezas y debilidades, sus
potencialidades. Todo esto queda eliminado y reducido a ser un caso habitualmente
tipificado en los sistemas nosológicos. Se puede aplicar una terapia, un training, una
determinada técnica sin saber nada de los problemas y textura de la persona de los
acompañados. “En el polo opuesto el logoterapeuta se encentra en la tragedia del rol del
psicoterapeuta que no se resigna a ser sólo un técnico (o mejor, a “hacer” de técnico) para
permanecer hombre y un hombre capaz, finalmente, de prestar una ayuda de hombre a
hombre” (Giorda 1981: 34).
a) El encuentro terapéutico
Para entender mejor la esencia del encuentro terapéutico hemos de acudir al
concepto buberiano de “encuentro” (begegnung) que tanta importancia e impronta tuvo
en el pensamiento de Frankl y otros terapeutas humanistas. En realidad, como aclara
Buber, sólo mediante el encuentro comprendo al otro en su totalidad, unidad y
exclusividad.
En Elementos de lo interhumano (1997) describe Buber cómo lo que ocurre en el
encuentro depende de que cada uno experimente al otro como alguien determinado y se
cuide de él como compañero de acontecimiento vital, no tratándole nunca como objeto.
Para que sea posible este encuentro, ninguno de los dos se puede presentar desde sus
personajes, desde lo que quieren aparentar ser. Así, ni el acompañado puede presentarse
bajo el ropaje o máscara de “enfermo” ni el terapeuta como “profesional de la sanación”.
200
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
El ámbito de lo interhumano sólo es posible si cada uno se presenta desde lo que es y no
desde lo que quiere parecer (lo cual no es fácil porque a veces la apariencia a la que uno
u otro se agarran se ha solidificado).
Para que haya encuentro el terapeuta ha de comprender al acompañado del modo
más integral, aceptarle en su diferencia, dirigirle la palabra y la atención y confiar en él.
Sólo mediante la mutua presencia se puede comprender al acompañado en su totalidad,
unidad y exclusividad, lo que se escapará de la percepción del terapeuta si somete al
acompañado a una mirada analítica, reductiva, si elimina su misterio. Al contrario, la
mirada del terapeuta debe captar al acompañado en su posible plenitud, en su
inabarcabilidad y misterio (Buber 1997: 81-82). Reconoce que está llamado a ser una
persona única y exclusiva, portadora de una determinada misión. Por tanto, al igual que
más tarde dirá Rogers, la misión del terapeuta es acompañarlo en su proceso de
actualización y crecimiento, despertando o potenciando sus fuerzas actualizantes,
dejándole en disposición de que recorra sus propio camino. Confirmado por el terapeuta,
el acompañado alcanza “el maná de ser sí mismo” (Buber 1997: 107).
b) El tú hace ser al yo
Inspirado directamente o indirectamente en Buber, autores como Yalom han
afirmado que “es la relación lo que cura” (Yalom 1980). La relación yo-tú es el
acontecimiento fontanal de la misma persona. La persona es un ser abierto y orientado
hacia otros. La clausura en sí, la opción por vivir como individuo aislado, es una opción
ulterior, pero no es la situación originaria. Y es que
las otras personas no limitan a la persona, la hacen ser y desarrollarse. Ella no existe sino
hacia los otros, no se conoce sino por los otros, no se encuentra sino en los otros. La
experiencia primitiva de la persona es la experiencia de la segunda persona. El tú y, en él,
el nosotros, preceden al yo (Mounier 1990 [1949]: 475).
c) Relación profesional
Las relaciones terapéuticas son también de carácter profesional, por lo que
necesitan un encuadre y pueden ser retribuidas. Se denomina encuadre a la estructuración
de la propia relación, que viene dada a priori por el terapeuta, y pactada con el
acompañado (mediante lo que se llama “alianza terapéutica”), en forma de reglas que
hagan posibles los procedimientos terapéuticos: duración y frecuencia de las sesiones, rol
de cada uno, lugar de las sesiones, objetivos que se procuran, tareas que conlleva la
201
Psicología de la persona
terapia, etc. Esto le da a la relación cierta formalidad. Y también ciertos límites (en sus
objetivos y el tiempo). Una exigencia básica de la relación terapéutica en su vertiente
profesional es la confidencialidad: lo que se habla entre terapeuta y acompañado queda
protegido por el secreto profesional.
Este tipo de relación no debe confundirse con ningún otro tipo de relación de
carácter personal (por lo que se aconseja nunca ser terapeuta de personas con las que
existen vínculos de sangre o amistad), lo que no quiere decir que, en el trato del otro como
persona, no sean necesarios ciertos ingredientes de amabilidad, calidez, empatía o
cercanía que hagan personales y personalizantes dichas relaciones. Esta calidez y calidad
en el trato son necesarias para llevar a cabo lo que proponen ciertos autores conductistas:
el terapeuta como objeto para el modelado y como reforzador de conductas. También son
necesarios para que el terapeuta pueda ser orientador, como propone el cognitivismo.
En todo caso, diversos psicoterapeutas coinciden en que la calidad de la relación
terapéutica está más directamente relacionada con la mejoría del paciente que la mayor
parte de las técnicas empleadas (Orlinsky y Howard 1986).
5.
La sanación de la persona
5.1.
Los modos inadecuados de vivir como persona
La dimensión antropológica o personal no es un factor más a tener en cuenta a la
hora de analizar una psicopatología sino la dimensión real profunda en la que resuena
cualquier patología y cualquier disfunción. Si el modo de vivir no es adecuado al ser
personal, se puede manifestar en forma de psicopatologías o incluso de somatizaciones.
En todo caso, la dimensión personal se hace siempre presente en toda psicopatología. En
algunos casos, es un factor condicionante de dichas patologías y, en otros, determinante.
No es indiferente el estilo de vida, el bios, por el que se opta.
Podemos utilizar el neologismo “infirmidad” (Domínguez Prieto 2011) para
referirnos a los modos inadecuados de vivir como persona, esto es, a las formas de no
vivir con firmeza en tanto que persona. La infirmidad se identifica con los falsos caminos
de crecimiento y maduración, con las formas de no caminar hacia plenitud. Consiste en
las formas despersonalizantes, empobrecedoras y desestructuradoras de vivir. Se trata de
una desorganización de la vida personal.
Es, por tanto, conveniente distinguir entre el enfermar físico, el desorden psíquico
y el infirmar personal, siendo esto último el resultado de una vida impersonal o no
202
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
orientada desde valores y actitudes personales. Esta falta de armonía personal
frecuentemente se manifiesta en desórdenes físicos y psíquicos, esto es, en patologías
físicas o psíquicas.
Tres dinamismos son esenciales en la persona: la puesta en juego de las propias
capacidades para lograr la plenitud, la actuación desde un sentido y, en tercer lugar, la
experiencia de apertura y de relación en un contexto comunitario. Si la persona
no realiza sus posibilidades, se enferma, del mismo modo que las piernas se atrofiarían si
no camináramos nunca [...] Esta es la esencia de la neurosis: las posibilidades sin utilizar,
bloqueadas por las condiciones adversas del medio y por los propios conflictos interiores
(May1974: 87).
Del mismo modo, sólo es posible el desarrollo personal con otros, y no de cualquier forma
sino en forma de experiencia comunitaria. Por último, sería imposible cualquier actividad
sin un sentido por el cual llevar a cabo esta actividad. Para todo ello, hay un requisito
previo: la apertura y el contacto con lo real.
La infirmidad procede de elegir falsos caminos para hacerse persona o no vivir los
adecuados. Se trata por tanto de no vivir como corresponde a su ser personal, de su
introducción del desorden en el mundo, en sus relaciones y en su propio vivir personal.
La infirmidad consiste en que el hombre, que está llamado a ser pleno, elige falsas formas
de plenitud o rechaza dicha plenitud y elige vivir para ídolos. La infirmidad consiste en
que el hombre, que está llamado a elevar su voluntad hacia lo trascendente, la inclina
sobre sí. La infirmidad consiste en que el hombre, que está llamada a ser señor de su vida,
sucumbe ante sus sentimientos, impulsos irracionales, debilidades. La infirmidad consiste
en que se oscurece su inteligencia y no ve claro su fin, se ofusca su afectividad y no
descubre lo que es realmente importante, se debilita la voluntad y no quiere lo bueno109.
La psicología más naturalista o cientifista obvia este dato fundamental de la naturaleza
humana (Burgos 2007), por lo que impide el afrontamiento integral de la raíz de sus
patologías y sufrimientos, de sus culpas y frustraciones.
5.2.
La sanación personal
109
Como señalamos en una nota anterior, Santo Tomás hablaba de los vulnera peccati, o heridas del
pecado, que —visto desde la antropología teológica— son las causas profundas de toda infirmación por
cuanto, por apartarse de Dios, traen como consecuencia la afección de la persona y sus diversas capacidades.
El apartamiento de Dios trajo consigo la ruptura de la justicia original, quedando las diversas capacidades
del ser humano destituidas de su orden (Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II q. 85, a. 3, c; Lorda 2009:
335-351).
203
Psicología de la persona
Si la persona, tal como la describe la logoterapia y la antropología personalista, es
un todo unitario que integra lo corporal y lo psíquico, cualquier curación ha de ir más allá
de lo biológico y lo psíquico. En concreto, la sanación ha de operarse armónicamente en
tres ámbitos: el espiritual o personal (el núcleo profundo de la persona), el psíquico y el
físico o somático. Y ha de ser así porque estas tres dimensiones, y sus notas constitutivas,
forman un sistema, una estructura. Consiste la persona en una estructura unitaria de notas
(o componentes) pertenecientes a alguna de estas tres dimensiones. Dadas estas premisas,
si la antropología sobre la que se construye una terapia sólo atiende a la dimensión
psíquica o la física, está reduciendo a la persona y se incapacita para comprender en su
auténtica dimensión su realidad y manifestaciones.
Así, en una adicción, tratar sólo la dimensión física (p. e. tratar con metadona) o
la psíquica (hacer terapias de grupo, terapias conductistas de modificación de hábitos)
estaría dejando fuera de consideración el aspecto más radicalmente personal, que es el
más desestructurado en todo proceso adictivo.
Lo que confiere su sentido más profundo y su unidad a los fenómenos humanos
es la dimensión personal. A fortiori, todo proceso de patologización ha de ser entendido,
en última instancia, desde esta profundidad de lo personal. Por ello, para sanar a la
persona no son suficientes las meras técnicas, pues la techné es el arte que se aplica a
objetos o a procesos para configurarlos o, en su caso, para recomponerlos. Por tanto,
tratando de personas, parece totalmente inadecuado el término “técnica” pues su propia
esencia supone una concepción cosificante. La sanación provendría más bien de
acontecimientos personalizantes. Por supuesto, no negamos la utilidad y eficacia de las
llamadas “técnicas” terapéuticas. Lo que afirmamos es que no son suficientes. Con esto
queremos decir que la sanación a la que nos referimos no es la que se deriva de una
intervención extrínseca, como una acción técnica sobre un cuerpo o un mecanismo de
comportamiento disfuncional. Entendemos más bien la puesta en marcha de dinamismos
personales que permitan a la persona seguir creciendo en esa nueva circunstancia, que
despierte en la persona nuevos recursos de crecimiento y apertura, lo cual puede
eventualmente traer consigo la reducción o eliminación de algunas alteraciones bio-psicosocio-patológicas.
En todo caso, el punto en el que nos situamos al hablar de sanación no es en el
reductivo biológico o psicológico, sino en el personal, en el ámbito de la libertad, la
creatividad, responsabilidad, la autoconciencia, la identidad personal, de la propia
204
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
llamada, etc. Si bien hay que intervenir en el ámbito biológico o en el psíquico para la
sanación, a fortiori habrá que atender a la dimensión personal.
5.3.
La terapia como acontecimiento, no como techné
En una terapia orientada en clave antropológica personalista, la persona es tratada
y valorada como persona, con su dignidad, con gratuidad. Al ser valorada y querida por
sí misma puede recuperar su autovaloración y la conciencia de su dignidad personal. Es
ahí donde tiene que redescubrir que es persona y no cosa. Este es el comienzo del cambio:
descubrir y experimentar que es amada. De este modo puede quien sufre una patología
percibir que su vida es recuperable, de manera que este descubrimiento actúe como
motivación para seguir el proceso. Todo esto ocurre gracias al encuentro con otras
personas significativas en quienes descubre que es escuchado, apoyado para resolver sus
conflictos. Con ellos comenzará a dar los primeros pasos en una reestructuración
biográfica que comienza por lo más elemental: volver a tomar conciencia de sí, el
conocimiento personal. Esto le facilitará el (re)descubrimiento de su sentido personal, de
sus capacidades y de la orientación de las mismas, comenzando a recuperar una imagen
positiva de sí.
En segundo lugar, volver a descubrir su dignidad le hace superar su ceguera
axiológica y le permite volver a percibir nuevos valores para los que antes era ciego. Estos
valores, si son percibidos adecuadamente, supondrán una invitación a su realización
habitual, de modo que la persona se va haciendo dueña de sí misma, vuelve a vivir desde
sí y desde lo que descubre como realmente valioso. También quizás descubra que los
valores que movían su vida anterior eran, en realidad, antivalores. Es entonces cuando la
persona comprueba que es posible un nuevo estilo de vida, una nueva gestión biográfica
en la que, además de atender a sí mismo, caben también los otros. Se opera así la apertura
al otro, la posibilidad de encuentros interpersonales de más calidad y hondura.
En este momento la persona está en disposición de volver a retomar su crecimiento
personal y su dimensión comunitaria de modo autónomo, a través de la puesta en práctica
del nuevo proyecto de vida elaborado a partir del descubrimiento del sentido existencial
y de los nuevos valores que ha descubierto, experimentado y adquirido en forma de
virtudes.
Dado que la persona no es objeto, no es técnica lo que se le ha de aplicar
básicamente para solventar sus problemas. El saber sobre la persona no es técnico sino
prudencial.
205
Psicología de la persona
El camino de la terapia personalizante no son las técnicas por sí mismas sino los
acontecimientos personalizantes. ¿Qué es un acontecimiento? Es un evento fundante,
sorpresivo, inesperado, máximamente significativo, de fuerte impacto afectivo, que tiene
capacidad de ofrecer un sentido y que es, por tanto, orientador de la acción y
transformador de la vida de la persona. La terapia es la actividad en el que tiene lugar el
acontecimiento terapéutico. Los acontecimientos terapéuticos son la toma de conciencia
de la propia identidad y de los propios dones, la toma de conciencia y puesta en juego de
estos dones desde la vocación y sentido existencial y, por último, aunque
cronológicamente es el primero y fundante, la experiencia comunitaria. El acontecimiento
es la experiencia que me abre a la novedad.
Esto no significa que propongamos actuar sin método. Pero el método no puede
ser únicamente el de las ciencias naturales. Nuestro método será el que muestre la forma
en que se articulan los acontecimientos personalizantes. Se trata, por tanto, de la
descripción de dichos acontecimientos (fenomenología) y su lectura o interpretación
como acontecimientos personales (hermeneusis personalista) (Sichera 2002: 25ss). El
método lo impone el objeto de estudio. Y la persona no es un objeto que sea entendible y
agotable desde las ciencias naturales. Se escapa al mundo de los objetos. Por eso, el
método ha de ser distinto. También el tratamiento terapéutico de lo personal no se puede
asemejar en nada al arreglo de las cosas.
Que la terapia es, ante todo, un acontecimiento, significa que es el camino de
vuelta a casa, el camino esperanzado que se recorre para encontrar la verdad sobre uno
allí donde estaba. Es un método personalizante: es el camino personal por el que la
persona va recuperando su propia existencia.
5.4.
Los acontecimientos terapéuticos
Desde una perspectiva antropológica personalista, el proceso de sanar es el
proceso en el que ocurren los acontecimientos personalizadores y terapéuticos. ¿Cuáles
son esos acontecimientos?
I.
Toma de conciencia de la propia dignidad personal. La persona en proceso
de sanación ha de tomar conciencia de que es persona y no cosa, es decir, de que tiene un
valor por sí mismo y no se trata de un mero objeto dañado e “inservible”. Este es el primer
acontecimiento terapéutico. Sólo cuando (re)descubre que vale de modo absoluto e
incondicional, vuelve a quererse a sí, lo cual es condición para cualquier recuperación
personal.
206
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
II.
Recuperación y actualización de las capacidades o potencialidades de la
persona. La persona ha de redescubrir y recuperar sus capacidades, sus cualidades y
características, y ponerlas en juego de modo integrado. Cuando la persona es capaz de
reconocer la riqueza que es, será capaz de abrirse paso en el proceso de recuperación. Y
esto ocurrirá, en primer lugar, acompañando a la persona a tomar conciencia de sus
capacidades intelectuales, afectivas, volitivas y corporales. Sin embargo, esto no basta.
Hace falta la puesta en juego de esos dones o capacidades. En tercer lugar, estas
capacidades han de crecer integradas. La superación del intelectualismo, el voluntarismo,
el sentimentalismo o el hedonismo corporal son condiciones esenciales para una sanación
integral. La sanación supone, por tanto, conocer en que me he convertido para poder así
tomar mis propias riendas. La sanación es un proceso que permite un mayor
autoconocimiento y un mayor conocimiento de la realidad y, en tercer lugar, un libre fluir
de las propias capacidades y la propia energeia. Es el no aferrarse a la propia vida, el no
querer asegurarla sino el dejarla fluir.
III.
Recuperación y existencia según el sentido existencial. Que la persona
llegue a vivir desde un sentido existencial constituye una reivindicación de muchas
psicoterapias existenciales: desde Frankl a Rollo May y Binswanger. Pero se trata de
precisar dónde experimentar el acontecimiento del sentido. Y este sentido se descubre,
ante todo, con otros. Son otros con los que vivo comunitariamente los que me ofrecen un
protosentido, un contexto de sentido que tamiza y comunica el que hay en mi propia
cultura. Profundizar en este sentido es vía necesaria. Pero es que, sobre todo, la propia
relación con los otros es fuente de sentido, es iluminadora, sanadora, enriquecedora. En
segundo lugar, las capacidades o potencialidades que soy no están en mí estáticamente
sino que me llaman a una puesta en juego. Y me llaman de una manera determinada. Es
la orientación personal a la acción. El descubrimiento de la propia llamada es
acontecimiento esencial en una terapia personalista. Se trata de descubrir la propia cifra,
el para qué personal. Pero, en tercer lugar, el sentido se encuentra en lo que nos sucede.
No todo está en mí ni todo es previsible. La persona tiene que ir respondiendo a las
circunstancias que se van presentando y sobre las que a veces tiene control y sobre las
que otras veces no lo tiene. Entonces, el descubrimiento de lo realmente valioso, lo cual
suele tener lugar en los momentos de dolor, de culpa, de muerte, de enfermedad, aunque
también en los de alegría, es lo que orienta ante lo que sucede. Ser capaz de una axiostesis
o percepción de los valores es otro acontecimiento terapéutico esencial.
207
Psicología de la persona
La realidad no se hace presente de modo neutro, indiferente a nuestro corazón,
sino teniendo un determinado relieve de importancia. Por “importancia” entendemos “el
carácter que permite que un objeto llegue a ser fuente de una respuesta afectiva o motive
nuestra voluntad” (Hildebrand 1997 [1953]: 34). Todo lo que nos hace crecer, lo que nos
ayuda a ir a más, lo que se nos presenta como recurso, apoyo, impulso o posibilitante de
nuestro crecimiento se nos presenta como importante. Más importante cuanto más nos
ayude en este crecimiento. Y todo aquello que nos obstaculice se nos presenta también
como importante en sentido negativo: es importante rechazarlo, evitarlo, combatirlo. Por
eso muchas cosas, personas, opciones, acciones, etc. se nos presentan como teniendo un
sentido. Y por ello, nos llaman. Lo importante, es decir, lo valioso, orienta la vida, ofrece
un sentido y llama.
Pero, llegados aquí, es muy importante señalar que los valores son ciegos si no se
encarnan en hábitos valiosos de comportamiento, en competencias adquiridas. Una
adecuada promoción de la persona exige no sólo conocer los valores, sino realizarlos. No
basta con proponer posibilidades ideales: hay que experimentarlas. Los valores, como
tales, son horizonte. Pero deben ser encarnados, experimentados. Estos hábitos
adquiridos, corporales, intelectuales, afectivos o volitivos, son los que configuran la
personalidad. Se trata de lo que desde la ética aristotélica se ha denominado areté o virtud.
En la Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que toda acción humana tiende a un
bien. Y dicho bien es el fin de la acción. “Si existe algún fin de nuestros actos que
queramos por él mismo y los demás por él [...] será lo bueno y lo mejor” (1094 a 20).
Este fin es la felicidad, entendida por Aristóteles como plenitud. Pero no consiste en
conseguir algo sino en un cierto modo de vida, en un cierto bios (1095 a 15-20) que se
orienta a la plena realización de la función propia del hombre, de su ergón (1097 b 25).
Esta función propia ha de realizarse según la virtud (areté) adecuada. De este modo, “el
bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud (1098 a 15-20). Siendo las
virtudes hábitos de comportamiento que conforman una segunda naturaleza, la
construcción biográfica pasará por la adquisición de virtudes.
Por tanto, la experiencia biográfica se concreta en la realización de trayectorias
vitales que configuran hábitos. Todo sentido y todo valor sólo es operante si se concreta
en virtudes. En general, definiremos la virtud o competencia adquirida como hábito
positivo de comportamiento o hábito operativo referidos a alguna capacidad humana, de
modo que suponga una perfección en su funcionamiento, una capacitación. Se trata, por
tanto, de una disposición estable a obrar de un modo plenificante que se adquiere libre y
208
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
voluntariamente. Como hemos dicho, el conjunto de estas competencias adquiridas o
virtudes (y de sus contrarios), forman una segunda naturaleza o carácter moral (êthos).
La areteología (o estudio de las virtudes) será complemento necesario de la axiología (o
estudio de los valores) y camino para la formación (o recuperación) del carácter. La
adquisición metódica de hábitos personalizantes (virtudes) es un notable instrumento
terapéutico. Bien ha entendido la psicología positiva —en concreto, Martin Seligman y
Christofer Peterson (2004)— la importancia de la terapia mediante la adquisición de
virtudes y potenciar las propias “fortalezas”, afortunada aplicación terapéutica de la más
clásica y tradicional ética aristotélica y tomista a la psicoterapia (¡lástima que aquellos
psicólogos carezcan de la profundidad antropológica de estos filósofos!).
IV.
Recuperando el encuentro. El acontecimiento del encuentro es el más
decisivo terapéuticamente. Es un acontecimiento no de simpatía ni empatía, sino de
inclusión mutua, de estar dos en mutua presencia fecundante. Y esto ocurre en un doble
plano: el de la acogida y en el de la donación al otro. Y esto de modo recíproco. Para ello,
es necesario el descubrimiento del otro como persona, lo cual sólo ocurre cuando uno
mismo es tratado como tal, y no como socio o como cosa.
V.
Recuperación de la apertura a lo real. Volver a tomar contacto con la
realidad supone, en primer lugar, tomar conciencia de las propias cualidades y situaciones
personales. Es la apertura a lo que uno mismo es como realidad. Pero, en segundo lugar,
esta apertura lo es a las condiciones de lo real, a cómo están las cosas, a lo que realmente
sucede (en vez de a lo que pienso o imagino o temo o quiero que sean las cosas).
Asimismo, se trata de volver a tomar contacto con los otros y con el Otro.
VI.
Aceptación del dolor. Sanación es apertura confiada a la crisis, al dolor.
La aceptación del dolor permite hablar al dolor y mostrarnos quiénes somos; nadie se
conoce hasta que no ha sufrido. Y al conocer lo que somos, el dolor nos enseña a ser más
misericordiosos y a mirar a los otros de otra manera más acogedora. Además, acoger el
dolor es ser capaz de encontrar un sentido en el dolor, poniendo en marcha nuestros
mejores recursos.
VII.
La sanación supone promocionar que la persona sea capaz de ejercer su
libertad capaz de compromisos. La vocación del hombre supone ser una persona en
situación de comprometerse libre y responsablemente. Pero, también, supone
responsabilizarse y afrontar sus miedos, sus ansiedades, sus tristezas.
209
Psicología de la persona
VIII.
La salud, por tanto, no se reduce ni identifica con la eliminación del dolor,
el malestar, la tensión, la culpa, la tristeza, sino la capacidad para afrontarlos y vivirlos
positivamente, creativamente, fecundamente.
6.
Conclusión
A modo de resumen, tanto de este capítulo como en general del proyecto al que
pretende contribuir este libro, querríamos señalar las siguientes conclusiones.
El objeto material de la psicología es el ser humano. Pero dado que el ser humano
es, unitariamente, un ser corporal, psíquico y espiritual, hay que precisar que la psicología
como ciencia no puede reducirse sólo al estudio de los procesos empíricos, mensurables
y cuantificables que se dan en el ser humano, sino que también estudia los fenómenos,
procesos, acontecimientos y estructuras interiores y siempre en relación con su
fundamento antropológico.
El objeto formal de la psicología es el alma en tanto que principio de vida íntima,
de vida psíquica, de actividad interior (que puede ser intelectiva, afectiva y volitiva o
tendencial). En este sentido, estudia el comportamiento humano, pero no sólo sus
manifestaciones externas, sino su comportamiento íntimo. Estudia, por tanto, la actividad
íntima de la persona y, por extensión, su posible manifestación exterior.
La psicología es ciencia teórica y práctica. En cuanto teórica, trata de conocer y
comprender todos aquellos fenómenos en los que se manifiesta la persona, tanto en su
intimidad como en su comportamiento. En tanto que ciencia práctica, la psicología tiene
una dimensión terapéutica por cuanto los conocimientos teóricos se traducen en procesos
de acompañamiento reglado de las personas que solicitan ayuda. Esta dimensión es
esencial a la psicología si quiere ser no sólo conocimiento del ser humano sino
instrumento para su plenitud. La psicoterapia es un modo de encuentro, parcialmente
planificado, entre una persona que ejerce su capacidad de acompañamiento (en general,
socialmente reconocida y reglada) y una persona que sufre. Su objetivo es que la persona
tome contacto de modo pleno con la realidad y con su realidad, que sea capaz de
comprenderse y comprender su situación, desarrollar nuevas formas de comportamiento
y de afrontamiento de su situación y desarrolle modos de crecimiento en su madurez
personal.
210
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
Toda psicología está construida sobre una antropología. Cuando más realista,
integral y abarcante sea esta mayor y más verdadero será el desarrollo de la psicología.
Dado que la persona no es sólo un ser cuantificable, la psicología es una ciencia limítrofe
que puede y debe abrirse a fundamentos no empíricos que den cuenta de lo empírico. La
psicología es ciencia natural y ciencia humana, y deberá utilizar métodos de ambos tipos
de ciencias.
La antropología descubre que el dolor, el fracaso, la muerte y la culpa nos
muestran claramente y nos hacen asumir que no somos los protagonistas absolutos de
nuestra vida, que nuestra vida se puede lograr o malograr. De ahí la posibilidad del
desorden, falta de armonía y desintegración personal que están en la base de la
psicopatología. A una persona así dañada necesita un terapeuta como acompañante, como
contexto que permita que la persona se recupere. El terapeuta ha de ser el contexto en el
que la persona afectada pueda recuperar su vida, tomar sus riendas y madurar o sanar.
Será el encuentro personal con el terapeuta, facilitado por sus competencias naturales y
adquiridas las que harán posible la terapia. Los fines de la terapia serán, así, el crecimiento
de la persona del acompañado y el crecimiento personal del propio terapeuta.
La ética del terapeuta ha de partir siempre de la dignidad del acompañado, de
modo que su actividad se constituya en apoyo, posibilitación y fuente de posibilidades
para su crecimiento y maduración. Esta terapia nunca podrá ser un procedimiento
mecánico que trate al acompañado como si fuese una cosa dañada, sino un encuentro
personal. También en este proceso terapéutico crece como persona el terapeuta.
Por último, se afirma que junto a las enfermedades físicas y los desórdenes
psíquicos, existen las infirmidades personales, que son las formas inadecuadas de vivir
como persona. Son estas infirmidades un factor explicativo y presente en las
psicopatologías. Para superar la infirmidad y lograr la salud personal es necesario que la
persona ponga en juego sus propias capacidades para lograr la plenitud, viva desde un
sentido y desarrolle la experiencia de apertura y de relación en un contexto comunitario.
Si la persona es un todo unitario que integra lo corporal y lo psíquico, cualquier curación
ha de ir más allá de lo biológico y lo psíquico. En concreto, la sanación ha de operarse
armónicamente en tres ámbitos: el espiritual (el núcleo profundo de la persona), el
psíquico y el físico o somático.
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222
Lecciones de Antropología para la psicología clínica
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223
Página de autores
Página de autores
Ángel Sánchez-Palencia Martí es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de
Madrid, Miembro extraordinario del Instituto de Estudios Económicos y Sociales
Francisco de Vitoria y profesor titular de Antropología fundamental en la Facultad de
Ciencias Biosanitarias de la Universidad Francisco de Vitoria (Madrid).
Francisca Tomar Romero es licenciada y doctora en Filosofía por la Universidad de
Barcelona, Máster en Acción Política y participación ciudadana en el Estado de Derecho.
Profesora Titular de Filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid), su actividad
docente e investigadora se ha centrado fundamentalmente en el ámbito de la antropología,
ética y metafísica. Algunos de sus títulos publicados son: El lugar del hombre y la
antropología en la bioética (2013), Filosofía fundamental (2012), Responsabilidad social
y filosofía (2007), Desde el amor: caridad y solidaridad (2007), La antropología y sus
retos ante la globalización (2004), El amor humano (2004), Amor y comportamiento
intersubjetivo (2003), ¿Ética hoy? (2002), Entre la utopía y la realidad (2002), Hacia
una nueva antropología (1999), Amore e relazione interpersonale (1999), Persona y
amor. El personalismo de Jaime Bofill (1993).
Juan Jesús Álvarez Álvarez es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de
Madrid, Miembro extraordinario del Instituto de Estudios Económicos y Sociales
Francisco de Vitoria y profesor titular de Filosofía Fundamental del departamento de
Formación Humanística de la Universidad Francisco de Vitoria (Madrid). Ha sido
profesor visitante en la University of Saint Thomas (Minnesota.- USA) y en Assumption
College (Massachussets.- USA). Es autor de varios libros y de decenas de artículos
publicados en revistas nacionales e internacionales.
Xosé Manuel Domínguez Prieto es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense
de Madrid. Profesor de filosofía en Enseñanza Media y profesor de Psicología en el IT
San Fulgencio (Universidad de Salamanca). Profesor asociado de la UNED y formador
de antropología en Proyecto Hombre (Madrid). Ha sido colaborador del IEES de la
Universidad Francisco de Vitoria. De sus cincuenta libros publicados destacan Llamada
224
Elementos de Antropología para la psicología clínica
y proyecto de vida (2007), Antropología de la familia (2007), Psicología de la persona
(2011) e Introducción a la psicología personalista (2013).
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Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales Francisco de Vitoria
Edificio H. Campus de la Universidad Francisco de Vitoria
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