INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES FRANCISCO DE VITORIA # 18 Apuntes de antropología para la psicología clínica Ángel Sánchez-Palencia, Francisca Tomar, Juan J. Álvarez, Xosé Manuel Domínguez AVANCES DE INVESTIGACIÓN Crta. M-515, Km. 1,800. Pozuelo de Alarcón, 28223 (Madrid) ESPAÑA Teléfs. (0034) 91 709 14 00 (Exts. 1654 y 1680) Fax: (0034) 91 709 15 58 E-Mail: iies@ufv.es / www.iiesfv.es INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ECONOMICAS Y SOCIALES FRANCISCO DE VITORIA Apuntes de antropología para la psicología clínica Ángel Sánchez-Palencia Martí Francisca Tomar Romero Juan J. Álvarez Álvarez Xosé Manuel Domínguez Prieto 2 Lecciones de Antropología para la psicología clínica ÍNDICE PRESENTACIÓN ...........................................................................................................7 I. EL PUESTO DEL HOMBRE EN EL COSMOS. BREVE INTRODUCCIÓN GNOSEOLÓGICA-EPISTEMOLÓGICA .................................................................. 7 Ángel Sánchez-Palencia Martí ........................................................................................9 1. La verdad y el conocimiento de lo real 11 1.1. Verdad hombre e historia 11 1.2. ¿Qué es la verdad? 13 a) Verdad ontológica 14 b) Verdad lógica 15 c) Verdad moral 16 1.3. Êthos de la verdad 17 1.4. Los estados de la mente respecto a la verdad 20 1.5. Saber y saberes científicos 22 2. El ser del hombre entre los seres vivos 24 2.1. La aventura del saber actitudes y método 24 2.2. El misterio de la vida 25 2.3. Filosofía de la vida: mecanicismo y vitalismo 27 3. El alma y el cuerpo animado 28 3.1. El tratado Acerca del alma de Aristóteles 28 3.2. El problema de la espiritualidad del alma humana 32 4. El puesto del hombre en el cosmos 36 4.1. Planteamiento histórico-epistemológico de la cuestión 36 4.2. Las aportaciones de la antropología biológica 37 4.3. La belleza del hombre en su corporeidad 40 4.4. El hombre y el animal 42 4.5. El hombre es un ser naturalmente cultural 44 5. La persona en sus dimensiones cognitiva, volitiva y afectiva 46 5.1. El conocimiento humano 47 5.2. Las tendencias humanas 48 5.3. La afectividad humana 49 6. Conclusión………………………………………………………………49 Lecturas recomendadas………………………………………………...50 II. LA PERSONA HUMANA .......................................................................................51 Francisca Tomar Romero ..............................................................................................51 1. El hombre como persona 52 3 1.1. El concepto de “persona” 52 1.2. Valor y dignidad de la persona: la persona como fin 57 2. La persona como ser social 59 2.1. La sociabilidad humana 59 2.2. El amor humano 64 a) El amor y sus significados 65 b) Las causas del amor 69 c) El amor de dominio (o de cosa) y el amor de amistad (o de persona) 72 d) La amistad 76 3. La persona como ser de encuentro…………………………………… 80 3.1. Amor y relación interpersonal 80 3.2. La sexualidad humana 90 4. Conclusión………………………………………………………………91 Lecturas recomendadas………………………………………………...92 III. LA LIBERTAD HUMANA: BIOGRAFÍA Y SENTIDO. EL PROBLEMA DEL DOLOR ......................................................................................................................... 92 Juan Jesús Álvarez Álvarez............................................................................................92 1. El proyecto vital y la biografía personal 94 2. Realización, crecimiento y límites de la libertad humana……………99 2.1. Plano ontológico (libertad trascendental) 100 2.2. Plano psicológico (libertad de elección o libre albedrío) 102 a) Determinismos……………………………………104 b) Libertarismo………………………………………120 c) Libertad relativa…………………………………..121 2.3. Planos ético y político (libertad de independencia) 125 3. La autorrealización personal y los compromisos socio-profesional, ético y religioso 128 3.1. Planos social y profesional 129 a) Hombre y familia 129 b) Hombre y trabajo 130 3.2. Plano ético 132 3.3. Plano religioso 136 4. En busca de la felicidad: la plenitud de sentido de una vida lograda 142 5. El hombre como ser doliente y mortal: sentido y psicología del sufrimiento humano 150 6. Conclusión……………………………………………………………...157 Lecturas recomendadas………………………………………………..158 IV. PSICOLOGÍA DE LA PERSONA ......................................................................159 Xosé Manuel Domínguez Prieto ..................................................................................159 4 Lecciones de Antropología para la psicología clínica 1. Psicología y psicoterapia 162 1.1. Qué es psicología 162 a) Psique y cerebro 164 b) Lo psicofísico y lo espiritual 166 1.2. Dimensiones de lo psíquico 168 1.3. De qué se ocupa la psicología 169 1.4. Qué es psicoterapia 171 1.5. Elementos comunes de la psicoterapia 172 1.6. Objetivos personalizantes de la psicoterapia 173 2. La psicología necesita una fundamentación antropológica 175 2.1. ¿Por qué una fundamentación antropológica? 175 a) La psicología como sistema teórico 175 b) Lectura antropológica de fenómenos psicológicos 176 2.2. La antropología personalista como fundamento 177 2.3. La psicología no es una mera ciencia empírica 178 2.4. Los límites de la psicología 179 2.5. Psicología y psicoterapia: promocionantes de la persona 181 3. El acompañado, como persona dañada 186 4. El Terapeuta 192 4.1. Quién es el terapeuta como persona 192 4.2. Habilidades, actitudes y competencias del terapeuta 192 a) Las disposiciones del terapeuta 193 b) Las competencias adquiridas del terapeuta 194 4.3. Ética del terapeuta 197 a) Ética del terapeuta como promoción de la plenitud del acompañado 198 b) La ética terapeuta como promoción de la plenitud del terapeuta 202 4.4. La relación terapéutica 202 a) El encuentro terapéutico 203 b) El tú hace ser al yo 204 c) Relación profesional 204 5. La sanación de la persona 205 5.1. Los modos inadecuados de vivir como persona 205 5.2. La sanación personal 206 5.3. La terapia como acontecimiento, no como techné 207 5.4. Los acontecimientos terapéuticos 209 6. Conclusión………………………………………………………………212 Lecturas recomendadas……………………………………………….214 BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………217 5 6 PRESENTACIÓN El texto El presente texto tiene su origen en un proyecto de investigación (“Hacia una antropología integral: fundamentos ontológicos y epistemológicos para un sillabus comprehensivo de antropología”) desarrollado por los autores en el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales Francisco de Vitoria, cuyos avances y conclusiones han sido con posterioridad contrastados en la joven Facultad de Psicología de la Universidad Francisco de Vitoria, tanto en la docencia como en el diálogo con los colegas de psicología. Dicho proyecto se enmarca en el reto de ampliar los horizontes de la racionalidad en la praxis formativa, investigadora y docente de la Universidad, a través del diálogo interdisciplinar entre los saberes de la totalidad, filosofía del hombre y antropología teológica, con las antropologías que estudian al hombre desde distintos puntos de vista particulares. En concreto, la presente obra es fruto del diálogo con la psicología y trata de ofrecer, como enuncia su título, algunos elementos de antropología filosófica para la praxis clínica de la psicología, que apuntan hacia la uni-totalidad de persona humana, de cada paciente. En los cuatro capítulos que componen estas Lecciones, el lector encontrará desgranada una idea del hombre como un ser especial, radicalmente abierto al universo, que para él no es medio sino mundo, cuya vida no está del todo hecha ni predeterminada, que necesita una orientación fundamental para bracear en medio del proceloso océano de la existencia y conservar una cierta salud mental; y que halla su realización en las distintas formas de encuentro creativo con la realidad entorno y, singularmente, en las relaciones interpersonales de amor. Tal es, a lo que se nos alcanza, el especial modo de ser del hombre, de cada cual, del psicoterapeuta y del paciente al que atiende y acompaña. Agradecemos al Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales Francisco de Vitoria de la Universidad Francisco de Vitoria el apoyo institucional que ha prestado al proyecto, y a sus Miembros Ordinarios, los profesores Aquilino Polaino-Lorente, Rafael Rubio de Urquía y José Manuel García Ramos, su sabiduría, consejo, ayuda y paciente acompañamiento, que ha sido para los autores un estímulo constante. Difusión del presente texto Decidimos difundir estas Lecciones o Apuntes de Antropología con anterioridad a su publicación como libro con un doble fin: de una parte, poner a disposición de los Presentación estudiantes de psicología un texto cuyo estudio y meditación permita un diálogo fecundo entre los procesos psicológicos que estudian en las distintas disciplinas que componen el currículo del Grado en Psicología y sus fundamentos de carácter antropológico; de otra, darlo a conocer a la comunidad científica tanto en el ámbito de la psicología como en el de la filosofía, con el fin de afinar y, en su caso, modificar contenidos y enfoque de los mismos, hasta que llegue a convertirse en un instrumento eficaz de diálogo interdisciplinar que redunde en beneficio de la praxis de la psicología clínica. A tal fin, agradecemos que sus potenciales lectores nos hagan llegar sus comentarios a las direcciones de correo electrónico que figuran abajo, en la breve noticia curricular de los autores. Los autores Ángel Sánchez-Palencia Martí, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, Universidad Complutense de Madrid, 1995. Profesor Titular, Facultad de Ciencias Biosanitarias, Universidad Francisco de Vitoria (Madrid): a.s.palencia@ufv.es Francisca Tomar Romero, doctora en Filosofía, Universidad de Barcelona, 1994. Profesora Titular, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Rey Juan Carlos (Madrid): francisca.tomar@urjc.es Juan Jesús Álvarez Álvarez, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, Universidad Complutense de Madrid, 1992. Profesor Titular, Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas, Universidad Francisco de Vitoria (Madrid): j.alvarez.prof@ufv.es Xosé-Manuel Domínguez Prieto, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, Universidad Complutense de Madrid, 2003. Profesor de Enseñanza Media (Orense): xsemdprieto@edu.xunta.es 8 I. EL PUESTO DEL HOMBRE EN EL COSMOS. BREVE INTRODUCCIÓN GNOSEOLÓGICA-EPISTEMOLÓGICA Ángel Sánchez-Palencia Martí El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica ¿Qué es el hombre? ¿Qué puesto ocupa en el cosmos? ¿Por qué la psicología y la praxis terapéutica han de plantearse estas preguntas con el rigor propio del saber científico? En el presente capítulo y en los sucesivos que componen la presente obra, se ofrece un intento de plantear en todo su alcance y rigor estas preguntas fundamentales en sentido estricto; es decir, que están en el fundamento de todas las ciencias y actividades humanas, incluida la psicología y su praxis clínica. Como se intentará mostrar a lo largo del libro, en la base de toda disciplina y de todo hombre que se dedica a ella hay una comprensión más o menos consciente sobre quién es el ser humano. Este manual se aventura a ofrecer y desgranar un modo de comprender la persona humana que, aunque entendemos que no encierra ni clausura toda la verdad sobre qué y quién es el hombre, responde de un modo adecuado y fecundo a algunos de los interrogantes más urgentes sobre nuestra condición. Sin ser la prueba definitiva sobre su verdad —aunque, desde luego, es un argumento a favor de su plausibilidad—, la raigambre en la historia multisecular del pensamiento occidental de la antropología que aquí se expone, junto con la larga tradición de autores que han contribuido a ella, nos llevan a proponerla como sólida y fecunda fundamentación para el quehacer del psicólogo. Pero, más allá de la razonable visión del hombre que ofrece la antropología clásica, ¿hay algo más específico que pueda interesar al psicólogo? Pensamos que sí, y ese es el motivo de este primer capítulo. El epicentro de la antropología clásica, justamente, se encuentra en la consideración de la racionalidad humana. No es casual que así sea, pues en cierto modo el pensamiento da a conocer lo propio del ser humano, que es su irreductibilidad a la materia y, por ello, su radical apertura al mundo, a los otros hombres y al fundamento último de la realidad. Los desórdenes mentales, las neurosis, depresiones, trastornos y enfermedades que estudian y tratan los psicólogos se suelen manifestar en el modo infrecuente de relación con los demás que establece el paciente cuando se aleja de su condición de ser de encuentro, objeto del capítulo II. Esto puede derivar en estados prolongados de insatisfacción e infelicidad y de falta de orientación y sentido, como señalan los capítulos III y IV. Indudablemente, dada la fuerte unidad entre todas las dimensiones del ser humano, hay en todos estos casos fuertes deficiencias cognoscitivas (no tener claro quién soy, qué me pasa, para qué vivo, qué debo esperar de los demás, etc.). En todo caso, al psicólogo le interesa la dimensión racional humana no sólo por los trastornos en el conocimiento que pueda ayudar a mejorar sino, insistimos, por lo que esta dimensión devela sobre quiénes somos y, en consecuencia, sobre cómo debemos ser tratados en general. Veámoslo con más detalle. 10 Lecciones de Antropología para la psicología clínica 1. La verdad y el conocimiento de lo real 1.1. Verdad, hombre e historia Desde antiguo el hombre ha sido definido como una esencia vidente que parece limitar el ámbito de su existencia a lo que es capaz de ver y comprender. El animal racional de Aristóteles se distingue de lo inanimado por «vivir», lo que hace referencia a múltiples operaciones (nutrición, desarrollo, reproducción, etc.); y, de entre los vivientes, porque le corresponde además la facultad discursiva y el intelecto: “tal es el caso de los hombres y de cualquier otro ser semejante o más excelso, suponiendo que lo haya” (Acerca del alma, II, 3, 414 b). Esta capacidad de ver y comprender, que normalmente llamamos conocer, es una perfección específica de la naturaleza humana por la cual, como afirma el propio Aristóteles en el comienzo mismo de la Metafísica, “todos los hombres desean por naturaleza saber” (I, 1, 980a). El afán de saber, por lo tanto, no es una rara inclinación de algunos entre los hombres, sino que todo hombre tiende a conocer las cosas en derredor en relación con las cuales desarrolla su existencia. La vida cotidiana, el sentir común de los hombres, que es seguro punto de partida de la reflexión filosófica, surte de abundantes ejemplos que muestran la estrecha relación entre conocimiento y existencia humanos. Antes que hacer algo, cada hombre ha de decidir lo que va a hacer. Estas decisiones, ordinarias y extraordinarias, requieren poseer convicciones acerca de lo que es el mundo, los otros hombres, él mismo. Nuestras convicciones, nuestros conocimientos, orientan nuestra libertad. Por eso, aunque verdad y libertad son categorías distintas, se encuentran íntimamente relacionadas. La cuestión por la verdad y el conocimiento se sitúa así en el territorio de la antropología filosófica. No podemos decir nada sobre la esencia de la verdad y del conocimiento sin afirmar algo sobre la esencia del hombre y, consecuentemente, sobre su destino. Lo que supone que la pregunta «¿qué es la verdad?» me envuelve cuando la formulo. Es decir, que quien pregunta por la verdad queda, de algún modo, incluido en los términos de la interrogación. No se trata de una pregunta que no me tiene en cuenta, como por ejemplo la pregunta por el movimiento de los astros, la estructura química de la vida o la resistencia de los materiales de construcción —preguntas que son, como diría Albert Camus, profundamente indiferentes, cuestiones baladíes (1996 [1942]: 214)—. Se trata de una pregunta íntima, en cuya respuesta me juego, en buena medida, la suerte de mi existencia personal. 11 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica Dado que la historicidad constituye un elemento fundamental del hombre1, la pregunta por la verdad y el conocimiento —que, como hemos visto, nos sitúa en el territorio de la antropología— tiene un alcance histórico. El hombre sólo es hombre en la trama de la historia, en un contexto temporal que, a través de la sociedad, las costumbres, el lenguaje, la cultura, etc., penetra la comprensión fundamental de lo humano y, consiguientemente, su autorrealización. En otras palabras: mi biografía es deudora de mi tiempo, somos hijos de nuestro tiempo, de la mentalidad de nuestro tiempo, desde la cual formulamos las preguntas acerca de la verdad, el hombre, la libertad, etc. Y sucede que la pregunta por la verdad resulta hoy indiferente, y conviene subrayar el adverbio de tiempo «hoy». No podemos tratar todos los pormenores acerca de la mentalidad actual. Bastarán algunas claves para comprender la génesis histórica del escepticismo posmoderno2. El llamado «giro antropológico», un signo de los tiempos modernos que ha llevado al hombre a ocuparse sobre todo de sí mismo, corre el peligro de dejar al hombre cautivo de la propia inmanencia. Así, la razón, vuelta sobre ella misma, ha centrado su luz en el conocimiento humano, dejando de investigar el ser. Pero, más que investigar la humana capacidad de conocer, el hombre moderno ha centrado su atención en sus límites. Ello ha derivado en diversas formas de agnosticismo y escepticismo3. La legítima pluralidad de posiciones que devela no sólo la libertad en el pensamiento sino, sobre todo, cómo el hombre avanza a tientas en el conocimiento de la verdad, ha dado hoy lugar a un pluralismo indiferenciado que afirma que todas las posiciones son igualmente válidas o, lo que es igual, que ninguna vale nada. El hombre contemporáneo desconfía de la capacidad cognoscitiva del ser humano. A esta actitud de indiferencia frente a la verdad se corresponde una apatía vital que preludia la agonía del espíritu humano. ¿Podemos salir del escepticismo general de nuestro tiempo en busca de la verdad sobre la verdad y el conocimiento? Rotundamente, sí. A favor de nuestra terminante afirmación, obsérvese que las citadas posturas agnósticas y escépticas del hombre posmoderno no rigen a la hora de dar credibilidad a la ciencia o de vivir la vida cotidiana... Únicamente se aducen en aquellas cuestiones que envuelven la existencia humana y, por tanto, la comprometen (y, aún así, lo hacen de manera incoherente). Con razón afirma 1 Sobre la historicidad puede verse Lucas Lucas (1993: cap. VII). Sobre la Posmodernidad y su génesis histórica puede verse Lipovetsky (1986) y Valverde (1996). 3 El agnosticismo consiste en negar que las cosas tengan verdad, inteligibilidad y sentido; el escepticismo es la actitud que afirma que nada se puede afirmar con certeza. 2 12 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Albert Camus: “La única actitud coherente fundada en la no-significación sería el silencio, si el silencio, a su vez, no significase también. La absurdidad perfecta trata de ser muda. Si habla es porque se complace o [...] porque se considera provisional” (1996 [1951]: 23). 1.2. ¿Qué es la verdad? (Gnoseología) “A buen seguro, no existe una única verdad ni una verdad absoluta, pero a pesar de las advertencias de los posmodernos, se percibe un movimiento estimulante: un avance bastante continuo hacia otros conceptos más sólidos y más ampliamente aceptados de verdad” (Gardner 2011: 61). Esta contradictoria afirmación, que puede leerse en una obra de reciente publicación de un reputado intelectual, muestra nuestra relación actual con la verdad y el conocimiento. La rotunda negación de la verdad, reflejo de la mentalidad contemporánea, no resulta de un concienzudo estudio de la cuestión en toda su amplitud y complejidad, sino de una opinión generalizada (o, mejor aún, una idea no razonada) que queda más allá o más acá de la ciencia. En la cuestión de la verdad, como sucede en toda cuestión humana, se dan cita diversidad de planos: histórico, ontológico, gnoseológico, psicológico, epistemológico, ético... Ninguno de ellos por separado arroja luz suficiente para disipar las sombras que envuelven la cuestión de la verdad. Es menester, no sólo considerarlos todos, sino hacerlo a la vez. Ello requiere un tipo de pensamiento en suspensión y una capacidad intelectual de convivir con cierta ambigüedad —que va mucho más allá de las soluciones simples y superficiales que satisfacen el afán de seguridad humano a costa de impedir una auténtica comprensión del problema—. Sólo un auténtico interés personal por la pregunta «¿qué es la verdad?» puede alcanzar la verdad de la verdad. La verdad se predica de distintas maneras. Vamos a considerar tres: verdad ontológica, verdad lógica y verdad moral. Previamente, veamos el modo más general en que se predica la verdad y que subyace a diferentes respuestas aparentemente muy diversas acerca de esta cuestión. Verdad se dice de la adecuación entre el entendimiento y la realidad4. En la conformidad o adecuación de la realidad y el entendimiento se actualiza lo que la verdad es en su propia esencia. No obstante la sencillez de la definición, 4 Se trata de una antiquísima definición cuyo origen parece estar en el tratado De definitionibus (c.900) de Isaac Israelí, filósofo judío. A él remite Santo Tomás como autor de la definición (Suma Teológica, I, q. 16, a. 2.2) quien, probablemente, la encontró en Avicena. 13 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica su correcta intelección precisa comprender los diversos sentidos que tiene el término «verdad». a) Verdad ontológica La verdad ontológica refiere un atributo trascendental del ser respectivo a la persona. Tratemos de desgranar esta afirmación. En lenguaje metafísico, cuya precisión es admirable, se denomina atributo a aquello que necesariamente conviene a un sujeto (en este caso, el ente, lo que es en general) y que, en virtud de dicha conveniencia necesaria, es intercambiable con él. En otras palabras, los atributos en cuanto tales se deducen del concepto de ente, y no añaden nada que no sea ente, sino que lo contenido en el ente se despliega en los atributos. Tradicionalmente se distinguen cuatro atributos del ser (unum, verum, bonum, pulchrum, esto es, uno, verdadero, bueno y bello) más conocidos como trascendentales, porque nombran aquellas notas necesarias que pertenecen a la esencia del ser en cuanto ser y que no están restringidas a un determinado sector de entes, sino que los trascienden todos. Los atributos se distinguen de las propiedades en que éstas no están en la esencia como una nota constitutiva, sino consecutiva. Así, por ejemplo, el lenguaje es una propiedad de la naturaleza humana, un accidente o inherencia en ella; en cambio la verdad no es un accidente sino que pertenece a la esencia misma del ser en cuanto ser. Cuando afirmamos que todo ser es necesariamente verdadero (verdad ontológica) decimos que es inteligible. De ahí, la respectividad del atributo verum a la persona en tanto que inteligente, lo que significa que la verdad hace necesaria referencia a la persona y provoca en ella una reacción de atracción: todos los hombres desean por naturaleza saber… porque la realidad es entendible, podríamos añadir en este sentido. La facultad intelectiva, por su parte, mediante el acto de conocimiento, alcanza su perfección propia, que es lo verdadero o realidad del ser en cuanto conocido5. La citada definición general de verdad 5 También podemos distinguir la verdad según los dos tipos de inteligencia humana, lo cual es conveniente para no caer en errores de bulto, por otra parte, harto frecuentes. Distinguimos, pues, entre la inteligencia práctica y especulativa. La inteligencia del artífice (inteligencia práctica) es causa del hacerse de los entes artificiales y por tanto es la medida de su verdad, pero sólo en cuanto artefactos, no en cuanto entes. Así, por ejemplo, la mente humana es causa ejemplar de un barco en tanto que barco, no en tanto que ser. La invención y construcción de una nave no es, propiamente, una creación, sino una transformación (trans-, más allá de la forma-, originaria) operada en los entes naturales preexistentes (madera, metales, etc.). La verdad del barco en tanto que barco es medida por la inteligencia humana. Por su parte, la inteligencia especulativa o teórica recibe su conocimiento de las cosas, contempla las cosas como son y, por lo tanto, ellas son la medida de la verdad. Tal es el sentido estricto del theorein, del speculari, mirar las cosas de forma puramente receptiva, sin intención alguna de modificarlas sino, al contrario, estando dispuesto a modificar la voluntad en función del conocimiento esencial de las cosas. 14 Lecciones de Antropología para la psicología clínica (adecuación entre el entendimiento y la realidad) significa, de una parte, la verdad lógica, según veremos a continuación; de otra, la apertura del entendimiento humano a la verdad ontológica, la verdad depositada en el ser de las cosas (verum). Dicha apertura muestra la relación entre dos realidades diversas —entendimiento y realidad— hecha la una para la otra. De lo contrario, ¿qué sentido tendría la inteligencia si no fuese la realidad el objeto inteligible hacia el que tiende? b) Verdad lógica La verdad lógica se dice de la adecuación entre el entendimiento y la realidad en cuanto que está en el entendimiento o, dicho de otra manera, de la presencia intencional6 de lo real en la mente del hombre. La verdad lógica, por tanto, se predica cuando la mente presenta de manera adecuada, aunque no exhaustiva, lo que es real. Así, existen verdades parciales sobre una realidad que, por el hecho de no agotar dicha realidad, no dejan de ser verdad. Por ejemplo, si afirmamos que el hombre es un bípedo implume, dicha afirmación, aunque a todas luces insuficiente, dice una verdad universal acerca del ser humano. Puesto que el hombre no es una cosa pensante —es decir, que el sujeto del conocimiento no es el intelecto desarraigado sino la persona a través de la facultad intelectiva— la verdad lógica es un logro de la persona en su uni-totalidad, en la cual confluyen distintas facultades (inteligencia, voluntad, afectividad, etc.), dimensiones y circunstancias. Por eso, el conocimiento de la verdad es una tarea ardua que pone en juego no sólo la capacidad intelectual (virtudes intelectuales)7, sino también la volitiva (virtudes El desarrollo moderno y contemporáneo de la técnica científica, que ha puesto en manos de la humanidad un inmenso poder, es olvidadizo de esta distinción. Así, algunas ideologías muy extendidas reducen la verdad al sentido de la inteligencia práctica, absolutizando el valor de la praxis: la verdad es lo que el hombre hace. En un proceso intelectual históricamente muy complejo, la verdad se desplaza del ser al hacer, tanto lo hecho (Vico) como lo factible (Marx). La verdad pasa de este modo a ser rendimiento, eficacia, éxito (pragmatismo); y el hombre, su causa, lo cual explica cabalmente el relativismo subjetivo tan característico de la mentalidad actual. 6 Se dice de los hechos psíquicos que son intencionales, lo cual significa que el sujeto humano conoce un objeto (facultad cognoscitiva) o se orienta hacia él (facultad tendencial). La intencionalidad de la vida psíquica consiste en la referencia al objeto como algo distinto del sujeto. Más sobre este asunto en cap. IV, 1.3. 7 Las virtudes intelectuales son aquellas que regulan el buen funcionamiento del conocimiento humano, a saber, sabiduría, ciencia y entendimiento. A diferencia del conocimiento vulgar, la ciencia es el conocimiento cierto por causas. El entendimiento busca las causas últimas que inauguran la sabiduría propiamente dicha. El hombre adornado por tales virtudes “es aquel que efectivamente cultiva su mente para “entender” y para adquirir la “ciencia” a la luz de los primeros principios, cuyo conocimiento es la “sabiduría” [...]. Las virtudes especulativas confieren a nuestros intelectos la aptitud de “considerar la verdad” que “es el buen trabajo del intelecto”” (Gilson 1976: 50; Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 57, a.1). 15 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica morales). En efecto, el conocimiento y la afirmación de la verdad es un acto libre —y, por ende, moral, responsable— que requiere una disposición de apertura humilde a la realidad, liberada de prejuicios e intereses espurios. Para obtener la verdad lógica es preciso que la realidad guíe y mida la inteligencia. La persona ha de estar disponible para aceptar y asumir la realidad, sea la que sea. Existe, pues, una auténtica moralidad en el conocimiento que comienza, según aconsejaba el viejo Heráclito, por prestar oído atento a la realidad. Tal es la postura del realismo que escucha a la realidad, la obedece y la enuncia. Se trata de una postura filosófica que coincide con el sentir común cotidiano de los hombres, válida tanto en la mesa de estudio, como en el aula, como en la vida personalsocial. Ídolos8, temores, afectos, circunstancias, torcimiento de la voluntad, vicios, ignorancia supina y un largo etcétera que se une a los límites propios del humano comprender, dan cumplida razón de los errores en que caemos. Pero la capacidad reflexiva y crítica es capaz de disipar la sombra del error que acompaña la luz de la verdad. Así ha sucedido a lo largo de la historia y podemos esperar que siga sucediendo, de modo que la humanidad siga su camino hacia mayores cotas de verdad y de bien. De donde no se sigue progreso alguno es de las posturas agnóstica y escéptica, necesariamente abocadas a la esterilidad cultural. Por otra parte, conviene ser muy consciente de que más allá del alcance de la luz del humano comprender, se abre, como un océano bajo nuestros pies, la profundidad insondable del misterio que es para el hombre el conocimiento del ser —sustrato último de toda inteligibilidad— en cuyas procelosas aguas todos somos náufragos que braceamos en busca de verdad y sentido. c) Verdad moral Por último, la verdad en sentido moral se sitúa en el plano de la filosofía práctica. Hace referencia al acto humano voluntario libre que inaugura esa segunda naturaleza o biografía que los griegos denominaron êthos. Dicha verdad moral se dice de la adecuación 8 El filósofo Francis Bacon (1561-1626) caracteriza de forma plástica los tipos de prejuicios que dificultan la posesión de la verdad lógica. Los denomina ídolos, a los que con frecuencia se rinde culto, y distingue cuatro tipos: los idola theatri, idola fori, idola specus, idola tribus. Los ídolos del teatro refieren las ideas que se mantienen simplemente porque son costumbre o tradición. Los ídolos de la plaza nombran la tendencia a creer lo que se oye en vez de pensar por sí mismo, a repetir lo que se piensa, y que es un no pensamiento. Los ídolos de la caverna son las ideas personales favoritas en las que solemos permanecer y juzgar toda la realidad a su través. Los ídolos de la tribu son en cambio aquellos prejuicios genéricos por los cuales se subjetiviza lo objetivo. 16 Lecciones de Antropología para la psicología clínica entre lo que se dice y lo que se piensa. En esta transparencia consiste la virtud de la sinceridad. Resulta una condición, entre otras, del encuentro intersubjetivo9. A ella se opone la mentira, que se define como locución contra lo que se piensa. 1.3. Êthos de la verdad Más arriba, hemos considerado cómo el conocimiento y la afirmación de la verdad es un acto libre y, por tanto, responsable, moral. Veamos a continuación algunos obstáculos (vicios) que el hombre ha de vencer si quiere conocer la verdad, como son la ceguera intelectual, la soberbia, la sensualidad y la curiosidad. En primer lugar encontramos la ceguera intelectual. Tal posibilidad comienza con el ejercicio de la razón. La necesidad de razonar deriva de la imperfección del entendimiento humano al que no le es dado la intuición directa de la verdad (lo que los medievales llamaban intellectus) y ha de proceder mediante discurso (ratio)10. Puede suceder, y de hecho sucede, que el sujeto exalte la función menor —la razón o conocimiento discursivo— sobre la más alta —el entendimiento o conocimiento contemplativo— y pretender de este modo demostrar lo evidente (que, de suyo, no es susceptible de demostración). Ante tal imposibilidad rechaza la evidencia como fuente de verdad y, con ella, la validez de los primeros principios, llegando a afirmar la contradicción y, por ende, a negar la verdad y el fundamento evidente de todo ejercicio racional. Se produce así una ceguera intelectual que dificulta hasta incapacitar al sujeto que, en el fondo, no quiere afirmar la verdad. Pero un no a la verdad, aunque se trate de una verdad insignificante, supone apagar una luz en la conciencia que impide encender luces ulteriores. De este modo, el hombre puede ir poco a poco haciendo oscuridad en su conciencia hasta amar esta misma oscuridad. La ceguera intelectual no aparece de repente, sino a fuerza de apagar pequeñas y grandes luminarias hasta traspasar un límite más allá del cual la conciencia desconecta totalmente de la realidad (subjetivismo) y se sume en el sueño inmanente. Llegamos entonces al reino de «tu verdad», «mi verdad», «depende», etc. Pero el despertar de ese sueño es trágico, pues la realidad es tozuda y las cosas son como son. 9 Sobre el encuentro como modo eminente de fundación de ámbitos de acción con sentido, véase López Quintás (1998, 2002). 10 La inteligencia recurre a lo que Santo Tomás denomina “una suerte de movimiento y operación intelectual discursiva”. Esta suerte de movimiento del intelecto cuya luz se desplaza de alguna manera como el rayo de un proyector (que, siendo simple e inmutable en sí mismo, esclarece sucesivamente múltiples objetos) es la razón. La inteligencia humana debe actuar como razón a fin de conocer. De ahí que los hombres no tendrían necesidad de ser razonables si fueran más inteligentes (Gilson 1961: 79). 17 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica «La pasión borra el conocimiento», afirma la sabiduría popular. Que las pasiones interfieren en nuestros juicios es algo que todos hemos comprobado en primera persona. En efecto, la conciencia o, por mejor decir, la persona padece las pasiones del apetito que distorsionan a veces nuestro conocimiento de la verdad. Por tanto, cuanto más libre está el hombre de las pasiones que lo agitan, cuanto más purificado de los afectos desordenados, tanto más asciende en la contemplación de la verdad. La soberbia es el mayor enemigo de la verdad. Omnis error ex superbia causatur, todo error tiene por causa la soberbia. Ahora bien, ¿qué es la soberbia? Es el apetito desordenado de la propia excelencia, el amor desordenado a sí mismo. Hay una parte “divina” en el hombre, la que piensa, que reclama para sí la alabanza propia de la divinidad: eso es la soberbia intelectual. El hombre soberbio se sitúa por encima de todo, pretende señorear sobre el universo y siente repugnancia por todo aquello que supone límite y subordinación. Lógicamente el soberbio rechaza, en primer lugar, el límite del propio entendimiento, el que impone la realidad y el que propone la norma moral. La soberbia se cree autosuficiente y por ello desprecia tanto la tradición como el magisterio, no quiere ser enseñada por nadie. Al hombre dominado por la pasión de la soberbia incluso las verdades más patentes e inmediatas le enervan, porque muestran que la verdad ontológica (verum) está ahí, independiente de él, imponiendo sus exigencias intelectuales y morales. Son manifestaciones frecuentes de soberbia el agnosticismo, el erigirse el sujeto en medida de todas las cosas, la cerrazón al misterio y una notable dificultad de aceptar cualquier verdad por fe, ya se trate de fe natural o sobrenatural; de ahí que el soberbio rechace el argumento de autoridad. Se trata del hábito que afecta de manera más directa al conocimiento especulativo y, singularmente, al sapiencial. Por eso no es extraño que el soberbio conceda a las ciencias positivas la posibilidad de un conocimiento verdadero mientras se la niega a las ciencias especulativas. Las consecuencias de la actitud soberbia son: la estupidez, torpeza notable en comprender las cosas; y la estulticia o necedad, que pretende saber sin estudio y declara cómo son las cosas sin haberlas indagado debidamente. También lo es pensar más allá de la ciencia que se posee hasta caer en el intrusismo o propensión a declarar cómo son las cosas sin disponer de la competencia científica adecuada. Y la autosuficiencia suicida que prescinde de toda guía y ayuda en la aventura del conocimiento. Por último, existe una sutil forma de soberbia en la verdad. “Los soberbios — afirma San Gregorio— perciben con su entendimiento algunos misterios, pero sin poder 18 Lecciones de Antropología para la psicología clínica experimentar su dulcedumbre; y si llegan a conocer cómo son, ignoran su sabor” (Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 162, a. 3, ad 1). En otros términos, la soberbia, si no impide siempre conocer la verdad, dificulta enormemente saborearla. La verdad es siempre una invitación a participar de la alegría del ser; es celebrar la existencia y el orden de la realidad. Pero esta fiesta puede quedar sepultada por abundante erudición que ignora a qué saben las cosas que conoce. Se trata de un mero conocer, de una fría e impersonal información sobre la realidad y su funcionamiento. En el ámbito universitario esta enfermedad del espíritu se manifiesta, precisamente, en la valoración de lo inferior —la erudición— por encima de lo superior —la sabiduría— y en la limitación de la enseñanza a la transmisión de conocimientos. También se manifiesta en una actitud científica mutilada que se encierra en los límites del objeto formal (método) de la propia ciencia. La sensualidad es la propensión excesiva a los placeres de los sentidos. Es causa de otros hábitos que interfieren indirectamente en el conocimiento a través del ofuscamiento de la libertad, creando disposiciones estables de la voluntad hacia los bienes inferiores y apartándola de los bienes superiores —entre ellos, singularmente, del bien propio del intelecto: la verdad—. El hombre que vive entregado a los apetitos sensibles llega a confundir el fin de su existencia. Por eso a cada uno le parece el fin según como es él mismo, y el sabio difiere del vulgo en que aquél conoce la sabiduría como fin de su naturaleza racional, mientras que, entre éste, los hay que les parece el fin el placer, las riquezas o los honores. Es lógico que aquel que se somete y aplica sobre todo su atención a las gratificaciones inmediatas de la realidad material, debilita las facultades superiores y aparta del horizonte de su vida cada vez más los bienes honestos hasta aproximarse a los brutos. No es de extrañar, pues, que en la sociedad del bienestar volcada hacia la riqueza y el placer, el buscador de verdades sea rara avis y la indiferencia ante la verdad campe a sus anchas. Como no es de extrañar la visión exclusiva o fundamentalmente profesional de la Universidad, orientada a la mera capacitación profesional por amor de un lucrativo ejercicio profesional. También el afán desmedido de saber (curiosidad) puede apartar al hombre de la verdad dispersando la necesaria aplicación del entendimiento en el conocimiento de las verdades parciales que son puertas hacia verdades ulteriores. Se trata de una especie de volubilidad del alma que va en pos de cualquier cosa que se cruza en su camino impidiendo concentrarse en ninguna de ellas. No hay que confundir la curiosidad con el asombro, que es el origen de la vida intelectual del sujeto. Aquélla es causa de lecturas indiscriminadas y desordenadas que, lejos de formar el entendimiento, terminan por 19 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica convertirlo en un caos que todo lo mezcla e incapacita para una comprensión ajustada de la realidad. Quien ama el fin, ama los medios que se ordenan a él. Por eso es que puede decirse que la verdad tiene un êthos o, mejor aún, que reclama un êthos o carácter moral muy concreto por parte de quien la ama. El que busca la verdad en serio, practica la rectitud de la voluntad, la serenidad de ánimo, la humildad, la estudiosidad, la templanza, trabaja con orden y selecciona sus lecturas a la luz del magisterio; es firme en sus convicciones; está dispuesto al heroísmo y difunde la verdad conocida. Esto supuesto, ¿nos extrañaremos que sólo unos pocos piensen la verdad depositada en el ser de las cosas? Aquí, además, se ve muy claramente como una cuestión gnoseológica conduce a un asunto antropológico y moral con consecuencias claras para una Psicología que quiera tener en cuenta que, más allá de los trastornos y patologías, puede haber determinados vicios que impidan al paciente comprender, conocer y conocerse. 1.4. Los estados de la mente respecto de la verdad (Psicología) Hasta ahora hemos visto como el conocimiento es un elemento fundamental y constitutivo del ser humano. A continuación, hemos distinguido los modos en que puede hablarse de verdad. Pero hay más. La capacidad del hombre para conocer la realidad es progresiva y puede tener avances y retrocesos. Igualmente, el convencimiento que una persona posee sobre la verdad de sus conocimientos también admite grados. Pasemos a considerar brevemente los estados subjetivos de la persona en relación a la verdad. Para ello distinguimos entre el acto de conocimiento y el asentimiento a aquello conocido. Esto último (la afirmación de lo conocido) presenta diferente fuerza asertiva, lo que, a su vez, permite ordenar diversas formas de toma de posición ante la verdad: la duda, la opinión, el saber y la fe. En primer lugar, encontramos las formas positivas de toma de posición afirmativa, que son la opinión, el saber y la fe. Las tres pueden clasificarse en cuanto a lo condicionado o incondicionado de la aserción: el saber y la fe asienten sin limitaciones (en ambos casos la afirmación no está sujeta a ninguna condición). En la opinión, la aserción no es firme, sino que se da una inclinación del entendimiento hacia una determinada posición frente a su contraria. En segundo lugar encontramos la duda, en la que no hay aserción propiamente dicha: el que duda oscila entre la afirmación y la negación de una determinada proposición y suspende el juicio. 20 Lecciones de Antropología para la psicología clínica De todos ellos, nos interesan especialmente el saber y la fe, aquellos estados de la mente en los que se da la certeza, una adhesión firme a una verdad sin temor a equivocarse. La certeza no es lo mismo que la verdad. Mientras que ésta es la conformidad del entendimiento y la realidad, aquélla es un estado de la mente que procede del saber o de la fe. Ciertamente, cabe la posibilidad de que estemos convencidos de juicios que son falsos, pero esta persuasión no se denomina propiamente certeza, pues carece de un fundamento objetivo (se trataría, en todo caso, de una certeza meramente subjetiva). ¿Cómo podemos estar ciertos de la verdad de nuestros juicios? Excepto en el caso de la fe, que veremos a continuación, el único fundamento suficiente de la certeza es la evidencia. En feliz expresión de Husserl, la certeza es la “vivencia de la evidencia” (Llano 1983: 52). A su vez, la evidencia es la patencia de la realidad dada al sujeto cognoscente. La evidencia se identifica materialmente con el atributo verum o la verdad de las cosas, aunque formalmente refiere su relación a la inteligencia que es capaz de conocerlas. Tiene, pues, un fundamento objetivo que brota inmediatamente de la presencia de las cosas. Esta certeza inmediata se da en el caso de los primeros principios y de la experiencia, cuando captamos con los sentidos un hecho que, por lo tanto, también es conocido inmediatamente por la inteligencia. En otros casos, el asentimiento es requerido por un objeto que no es conocido inmediatamente, sino por medio de razonamiento. Tal es el caso de las conclusiones de la ciencia (entendida en sentido amplio, como saber), en las cuales la certeza se produce en virtud de un razonamiento válido a partir de unas premisas ya conocidas. Como hemos dicho más arriba, desde el punto de vista de su firmeza, la fe constituye un tipo de certeza. Sin embargo, a diferencia de la ciencia (o saber), en el caso de la fe, la certeza no procede de la evidencia objetiva sino del testimonio y la autoridad de otro. Así sucede tanto en la fe natural como en la fe sobrenatural. En ambos casos la estructura del acto es común: alguien afirma algo no en razón de un conocimiento directo de lo afirmado, sino en virtud de la autoridad de un testigo que merece credibilidad. La diferencia estriba en que el objeto del conocimiento de la fe teologal es inaccesible a la razón humana, mientras que en el caso de la fe natural la proposición afirmada es susceptible de ser conocida por evidencia inmediata o mediata (ciencia). Si consideramos bien las cosas, reconocemos que la mayor parte de nuestras certezas proceden de actos de fe natural. Así, por ejemplo, cuando asentimos a las verdades de la ciencia como, por ejemplo, la del teorema de Pitágoras, cuya verdad nadie niega aunque sean pocos quienes pueden demostrarla. Lo cual, a la vez que muestra el carácter social del humano conocer, 21 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica hace posible el avance científico y denota un recto sentido común. No es viable dudar de todo. 1.5. Saber y saberes científicos (Espistemología) A diferencia del conocimiento espontáneo o vulgar, la ciencia aporta al humano conocer sistematicidad y método en el conocimiento de las cosas y sus propiedades a través de las causas. En su acepción más amplia, la palabra ciencia significa conocimiento cierto por causas. Así, por ejemplo, un marinero conoce las mareas y, sin embargo, puede que no sepa que la causa de las mismas es la fuerza de atracción que ejerce la Luna sobre la masa del agua marina en su movimiento de traslación alrededor de la Tierra. Este último es un conocimiento cierto de un fenómeno natural por sus causas; es decir, un conocimiento científico. Newton descubre que la fuerza de atracción de los graves es directamente proporcional al producto de las masas e indirectamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa. Aunque el uso habitual del término ciencia se restringe a las ciencias naturales (aquellas que estudian las propiedades y relaciones de los entes sensibles o físicos, por sus causas próximas y cuantificables), el estudio de la realidad por sus causas últimas proporciona un conocimiento igualmente cierto de la realidad. Tal es el caso de la filosofía, que no pregunta por este o aquel movimiento particular, sino por el movimiento en sí, por el hecho del constante cambio a que está sometido el universo, tratando de indagar en las causas más remotas del devenir. Atendiendo a su finalidad, distinguimos entre ciencias teóricas o «puras» cuando su objetivo es meramente especulativo, es decir, con el único afán de conocer; y ciencias «aplicadas», cuando su objetivo es principalmente práctico, con el deseo de satisfacer las necesidades de la vida y de desarrollar técnicas. Dada la amplia diversidad de cuanto existe, las limitaciones del conocimiento humano y la pluralidad de intereses, existen diversidad de ciencias. Las ciencias particulares estudian partes de la realidad desde puntos de vista singulares. El objeto, pues, define a cada ciencia confiriéndole unidad y delimitando su diferencia específica. La distinción entre objeto material y objeto formal de una ciencia permite identificarla y ordenar el árbol de las ciencias. Objeto material es aquello sobre lo que trata una ciencia. Objeto formal es, en cambio, el punto de vista desde el que una ciencia estudia su objeto. Así, las diversas antropologías comparten el mismo objeto material, el hombre, pero difieren en las perspectivas desde las cuales lo estudian. La biología estudia al hombre como parte de la zoología; la psicología tiene por objeto la conducta humana en su 22 Lecciones de Antropología para la psicología clínica perspectiva psico-somática, sea en sujetos normales o patológicos; la etnografía y la etnología —más conocidas, por influencia anglosajona, como antropología cultural— estudian las culturas humanas, sus formas de vida y organización social, sus creencias religiosas y sus instituciones, sus modos de trabajo y medios de producción, etc. La paleontología humana indaga en el origen natural de la especie humana; por su parte, del estudio comparado de las razas humanas trata la antropología física. Todas ellas estudian aspectos parciales y empíricos, biológicos, psicológicos, culturales, étnicos... La antropología filosófica estudia al hombre como totalidad, como persona y en cuanto persona. Por último, existe una antropología teológica que estudia lo que Dios ha revelado al hombre sobre el hombre. El objeto formal, decíamos, determina el modo, la fuente y el método de conocimiento científico. Y, aunque parece evidente que es el método el que debe adaptarse al objeto, un gravísimo y muy difundido error que podemos denominar naturalismo epistemológico o cientificismo pretende que el único modo de conocimiento científico válido es el de las ciencias naturales, aquellas que tienen como objeto lo experimentable por los sentidos y lo cuantificable, llegando a confundir el ser con lo material y cuantificable (naturalismo ontológico). La diferencia fundamental entre filosofía y ciencias naturales consiste en que mientras que las ciencias naturales tienen como objeto material un sector particular de la realidad, la filosofía estudia toda la realidad. Su objeto material coincide, pues, con el de la Enciclopedia o conjunto de todas las ciencias, pero su objeto formal difiere por ocuparse de las últimas causas y primeros principios y propiedades, es decir, aquellos que abarcan a todos los seres. Es por ello que la filosofía, en sentido genérico, se identifica con la metafísica, ya que las estructuras últimas de la realidad no son experimentables por los sentidos ni cuantificables, aunque son reales, y porque son reales son inteligibles. Justamente por su carácter metafísico, la filosofía es un saber de los llamados arquitectónicos, es decir, un saber que permite integrar los saberes particulares en un sistema de superior generalidad y abstracción en el que éstos encuentran mayor amplitud de significado y de sentido. En efecto, la filosofía es una ciencia sapiencial que hace posible ordenar todas las esferas de la vida y de la actividad a su fin propio. La carencia de esta visión de la totalidad es causa de la fragmentación de los saberes y de visiones parciales de la realidad que incurriendo —consciente o inconscientemente, explicita o latentemente— en la falacia de la pars pro toto, la parte por el todo, pretenden reducir el todo a aquellos aspectos de la realidad que contemplan los diversos métodos particulares. 23 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica Cuando semejante extrapolación injustificada e injustificable se produce, la ciencia —o, por mejor decir, el científico— convierte su saber en ideología. Por último, la filosofía difiere de la teología. La filosofía estudia su objeto a la luz de la razón natural. La teología, que también es un saber de la totalidad arquitectónico, lo hace a la luz de la revelación divina, siendo así ciencia de la fe sobrenatural. En sus últimas preguntas y fronteras el filósofo se ve interpelado por la revelación en su busca de la verdad última acerca de la naturaleza, el hombre y Dios. 2. El ser del hombre entre los seres vivos 2.1. La aventura del saber. Actitudes y método. Nuestro interés se dirige ahora hacia el hombre11. Se trata de un interés científico que, según hemos visto, persigue un conocimiento cierto de la realidad por sus causas. La aventura del saber (ciencia) comienza con una pregunta que surge en nuestra conciencia por la admiración que suscitan las maravillas de la realidad. “Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre” (Sófocles, Antígona, 334). No obstante, apenas formulada la pregunta ¿qué es el hombre? encontramos algunos escollos con los que hay que contar si no queremos naufragar en nuestro intento. El primero consiste en la humana propensión a acostumbrarse a lo maravilloso que sepulta el interés personal por la pregunta. El segundo, citado más arriba, resulta del carácter particularmente íntimo de la pregunta. Yo que pregunto por el hombre, soy hombre. Lo preguntado coincide con el que pregunta. Esto implica, de una parte, una falta de diferenciación entre sujeto y objeto; y que el sujeto (su circunstancia, experiencia, comprensión del mundo y de sí mismo, etc.) influye en la inquisición del objeto. De otra, que la respuesta revierte sobre el sujeto, comprometiéndole. Con todo, precomprensión y compromisión influyen mas no determinan la investigación del objeto de estudio. La capacidad reflexiva ha permitido, de hecho, a la humanidad avanzar en el conocimiento verdadero de sí misma. En cuanto al método de estudio, partiremos de la observación del objeto —el hombre— y de la inquisición del lenguaje, pues sin la conexión entre el lenguaje realmente hablado y el pensamiento, éste corre el riesgo de perder pie y alejarse de la 11 Utilizamos el término «hombre» bajo el alcance significativo de la primera acepción del término en el Diccionario de la Lengua Española, que comprende todo el género humano y, por lo tanto, la dualidad sexual de la especie humana: varón, mujer. 24 Lecciones de Antropología para la psicología clínica realidad. Es preciso considerar las conclusiones de las ciencias naturales sobre el hombre —especialmente de la biología humana, dado que el hombre se cuenta entre los seres vivos—, y transitar por la reflexión filosófica en busca de las últimas causas explicativas del fenómeno humano; aquellas desde las cuales podemos contemplar al hombre todo y tomar la norma de orden y gobierno de la vida humana de su mismo fin. Y es que una cosa se dice que está perfectamente ordenada, cuando lo está respecto a su fin; y el fin de cada cosa es su propio bien. 2.2. El misterio de la vida La palabra «vida» es una de esas palabras fundamentales cuyo significado es casi imposible agotar y circunscribir de modo preciso. Ante tales palabras, bueno es desconfiar de definiciones sospechosamente exactas y sencillas. La amplitud de significado del término la observamos en el lenguaje hablado. En efecto, hablamos de vida para referirnos a ciertos entes que pueblan el universo, muy diversos entre sí: desde organismos microscópicos unicelulares, la innumerable variedad de las plantas y de los animales... hasta el hombre. Aproximadamente diez millones de especies viven hoy en el planeta Tierra. También se habla de vida para referir la duración de estos seres y de las cosas en general. Y ya en el ámbito de la acción humana, se habla de vida para nombrar la profesión (modo de vida), la conducta moral, la relación de las acciones notables de una persona (biografía), etc. También oímos hablar de vida académica, cultural, amorosa, social, artística, política, económica, etc. Resulta sorprendente que el lenguaje ordinario utilice el mismo término para referir cosas tan distintas entre sí como un infusorio o la actividad del poeta. ¿Por qué atribuimos una misma palabra para significar cosas diversas entre sí? ¿Qué piensan los hombres cuando dicen «vida»? La primera pregunta obliga a reconocer que el término «vida» no es unívoco; es decir, que no se predica de varios individuos con la misma significación, sino de realidades muy dispares, hasta un punto en que lo único que tienen en común es algo metafórico. Tal predicación se denomina análoga, es decir, que las realidades a que se refieren los distintos conceptos que se expresan con la palabra «vida» tienen algo parecido pero son diferentes. Importa mucho advertir este matiz, pues el concepto abstracto vida significa una serie de actos u operaciones que realizan determinados seres llamados vivos o vivientes. Lo que hay en la realidad no es la vida, sino los seres vivos, en los cuales existen actos u operaciones vitales específica y cualitativamente distintos que proceden de naturalezas también distintas; así, por ejemplo, 25 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica la nutrición, el tacto y el pensamiento son todas ellas operaciones vitales, aunque manifiestan naturalezas vivas cualitativamente diversas como la vegetal, la animal y la humana. No tener en cuenta esta matización es causa de equívocos o confusiones que pueden alterar nuestra cabal comprensión del concepto vida. Cualquiera en su sano juicio sabe qué es la vida cuando distingue entre un ser vivo y otro que no lo es —por ejemplo, un gato de una piedra— y así lo expresa en su habla. Sabe, por lo tanto, que no es lo mismo existir que vivir: todo lo que vive existe mas no todo lo que existe vive. Sabemos, pues, distinguir los seres vivos de los que no lo son, lo cual indica que tenemos una idea del fenómeno de la vida que nos permite juzgar con atino la diversidad de la realidad. Igualmente, entre todos los vivos o, al menos, entre los que encontramos habitualmente, distinguimos entre un plátano de Indias que nos ofrece su sombra cuando el sol abrasa en el estío, un perro de su amo que pasean por la calle... y así lo expresamos con palabras que manifiestan nuestro conocimiento; y si el perro no va atado y nos ataca, no se nos ocurre pedir responsabilidades al animal, sino a su dueño. Distinguimos, pues, también, tipos de vida: plantas, animales, hombres. La vida y sus grados son de esta manera algo dado a la experiencia inmediata común. No obstante, si nos preguntasen a quemarropa “¿qué es la vida?” o “¿qué diferencia existe entre la vida animal y la vegetal?”, seguramente, nos pondrían en un aprieto. Es importante notar que el conocimiento científico parte del conocimiento espontáneo y revierte sobre él. Aunque, según ya hemos considerado, se distingue del conocimiento vulgar por indagar en las causas de los fenómenos que estudia, el campo de su objeto material —en este caso, la vida— viene demarcado por ese conocimiento inmediato común. Las diversas ciencias que se ocupan de la vida fijan su atención en distintos aspectos, y por ello atienden a determinadas causas y no a otras. El conjunto armónico de las ciencias biológicas —comúnmente denominadas biología— estudian la forma (morfología), la estructura (citología, histología, anatomía) y función (fisiología) y la composición (bioquímica) de los vivos. Por su parte, la psicología empírica, discrimina de entre los vivos aquellos que por sus actos cognitivos, tendenciales y afectivos, manifiestan vida psíquica y, de este modo, se ocupa de los animales y del hombre12. 12 Respecto de la vida fisiológica, la vida psíquica se caracteriza por la conciencia y la intencionalidad. La conciencia supone que el sujeto se da cuenta de algún modo —y de modos diversos— de la propia actividad y de cuanto la conciencia le presenta en forma de objeto distinto del sujeto (intencionalidad). No obstante estas características comunes a toda vida psíquica, los hechos psíquicos se dividen en dos niveles irreductibles que podemos denominar inferior (actos cognoscitivos, apetitivos y afectivo-orgánicos) y superior, cuando esos mismos actos son intrínsecamente independientes del organismo, cual es el caso de 26 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Ambas ciencias, biología y psicología, parten de lo dado a la común experiencia sin ulterior indagación sobre qué es la vida. Explican ciertas propiedades y operaciones de los vivos, pero no responden a la pregunta “¿qué es la vida?” Corresponde a la filosofía plantear y responder tal cuestión. Obviamente, las conclusiones de las ciencias particulares de la vida, aunque insuficientes, son punto de partida de la reflexión filosófica. La filosofía no puede, sin incurrir en error, contradecir las conclusiones ciertas de las ciencias naturales, sino incluirlas en un marco explicativo más amplio. Así, por ejemplo, es obvio que, en lo que respecta a la causa material, no hay diferencia entre los seres vivos y los inertes, pues ambos están compuestos de los mismos elementos que figuran en la tabla periódica de los elementos químicos. Cabría así afirmar que, dado que los elementos que componen vivos e inertes son los mismos, la vida es lo que resulta de la conjunción de dichos elementos, y nada más. Este «y nada más» no da razón suficiente de las propiedades nuevas de la materia que aparecen en los vivientes, que la noción espontánea común de vida sabe distinguir perfectamente. La afirmación “la vida no es más que una determinada conjunción de elementos químicos” es, en realidad, una afirmación a-científica que, sin embargo, goza de enorme extensión entre numerosos miembros de la comunidad científica. Cabe preguntar a quien tal afirmación sostiene: ¿cuál es la causa de ese determinado orden de los elementos que conforman a los vivos? Esta pregunta apunta a otro tipo de causa realmente distinta de la causa material. Apunta a lo que, desde Aristóteles se conoce como causa formal, que es objeto de estudio de la filosofía. 2.3. Filosofía de la vida: mecanicismo y vitalismo De manera muy sintética podemos afirmar que la filosofía en su historia ofrece dos posturas opuestas al planteamiento y resolución del problema de la vida: el mecanicismo y el vitalismo. Ciñéndonos al primero, el mecanicismo puede ser definido como la teoría que afirma que no existen cualidades de los cuerpos que pertenezcan realmente a ellos —las cualidades sensibles son sólo afecciones del sujeto que las percibe—, mientras que todos los comportamientos derivan de sus figuras geométricas y de su movimiento local. No existen, por tanto, formas substanciales ni accidentales. La materia es definida únicamente en función de su característica los actos psíquicos humanos, según veremos más adelante. Justamente por ello, las conclusiones de la psicología experimental animal no son, sin más, extrapolables a los humanos. 27 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica constitutiva, la extensión, y, en cuanto al movimiento, no hay otro que el movimiento según la cantidad de espacio recorrido (Petit Sullá y Prevosti 1992: 161). Esta teoría niega la diferencia específica entre ser vivo y ser inerte. El ser vivo no sería otra cosa que una máquina más perfecta. Entre los seres orgánicos e inorgánicos no existirían diferencias esenciales o cualitativas, sino accidentales o de cantidad. Por su parte, el vitalismo sostiene que en el ámbito de los seres naturales los hay vivos y no vivos, y entre ellos existe una diferencia radical, una barrera ontológica infranqueable. Ha de haber, por lo tanto, algo que constituya la causa de aquellas operaciones que son exclusivas de los seres vivos como, por ejemplo, la nutrición, el crecimiento y la reproducción. El primer gran tratado de filosofía dedicado a esta cuestión es el De anima (Acerca del alma) de Aristóteles. Tanto desde el punto de vista histórico, por tratarse de una fuente imprescindible, como sistemático, por lo ajustado de sus reflexiones, merece la pena que nos asomemos a él. 3. El alma y el cuerpo animado 3.1. El tratado Acerca del alma de Aristóteles El primer ejercicio racional que precisa una comprensión adecuada del pensamiento de Aristóteles sobre la vida, consiste en prescindir de las connotaciones religiosas del término alma13. En relación al fenómeno de la vida, Aristóteles busca una referencia adecuada a un término (psijé) preexistente en la tradición de la que se nutre. De esta manera, Aristóteles no separa la biología de la psicología. El tratado Acerca del alma no es sino un tratado acerca de los seres naturales dotados de vida; y el alma, el principio vital del que manan aquellas actividades exclusivas de los vivientes, y que ofrece razón suficiente de la diferencia radical existente en el universo de los seres naturales entre vivientes y no-vivientes. Aristóteles se enfrenta al problema de la vida pertrechado de sus potentes esquemas conceptuales de sustancia-accidentes, materia13 El arrastre religioso del término (del latín, anima) en la tradición occidental data de la Antigüedad. Baste recordar el pitagorismo y el platonismo, que ofrecían una solución antropológica muy elegante al cristianismo al afirmar la inmortalidad del alma. Es conocida la influencia de esta doctrina dualista en San Agustín —que escribe: “el hombre es un alma razonable que se sirve de un cuerpo terrestre y mortal” (De moribus ecclesiae, I, 27, 52. Patr. Lat., vol. 32, col. 1332. Citado por Gilson 1991 [1932]: 182)— y en la larga tradición agustiniana en el pensamiento cristiano. A pesar de que tal dualismo representa un escollo respecto de la verdad revelada acerca de la resurrección de los cuerpos, que invita más bien a una idea del hombre basada en la unidad cuerpo-alma, no exenta de dificultades filosóficas habida cuenta de la afirmación cristiana de la inmortalidad del alma. 28 Lecciones de Antropología para la psicología clínica forma, potencia-acto. El resultado es una teoría vigorosa que inaugura una fecunda corriente de pensamiento antropológico que ha subrayado la unidad bio-psíquica del hombre. La estructura formal del tratado constituye un monumento ejemplar al saber, que —en palabras del autor— es una de las cosas más valiosas y dignas de estima. Comienza con la formulación minuciosa de las preguntas fundamentales acerca del objeto de investigación (el alma). A continuación, recoge y valora críticamente las opiniones de cuantos predecesores afirmaron algo acerca de ella. Para dar paso finalmente a la respuesta novedosa y razonada de la pregunta fundamental: ¿qué es el alma y a qué género pertenece? El pensamiento de Aristóteles se opone al sentido habitual que hoy damos a la noción alma, que refiere el ámbito de la intimidad personal y se opone a la de cuerpo. Un sentido, pues, restringido a la vida humana y grávida de cierto dualismo antropológico implícito. La noción aristotélica es fundamentalmente biológica y nombra la estructura o forma específica (eîdos) de los seres vivos. Respecto de los entes naturales inertes, el vivo se caracteriza por una serie de operaciones (operaciones vitales) que, de manera abstracta, denominamos vida. En una primera aproximación podemos definir la vida como una acción inmanente autoperfeccionante. El sentido no es nominal sino verbal: más que vida debemos entender vivir, y esa acción en que vivir consiste no es transitiva (no se dirige hacia algo fuera de ella) sino inmanente (la acción ejecutada termina en el sujeto agente) y, por ello, se trata de una acción que perfecciona o enriquece al mismo sujeto agente. Así, por ejemplo, en la nutrición, que consiste en un admirable trueque por el cual el vivo asimila materia del entorno y la transforma en materia de su propio organismo y energía necesaria para el desarrollo de sus funciones vitales como puede ser, por ejemplo, la automoción. Dicha acción en que el alma consiste, ni es exclusivamente humana, ni se opone al cuerpo, ya que existen vivos no humanos y el vivo es un ser corpóreo. El ser vivo — sea una planta, un animal o un hombre— no es un cuerpo más un alma (dualismo), sino un cuerpo animado, y el alma no es más que la “causa y el primer principio del cuerpo vivo” (Aristóteles, Acerca del alma, II, 4, 415b). Por ello, no procede preguntar dónde está el alma, ya que no se trata de ningún elemento extenso y por lo tanto localizable, como tampoco se trata de un componente inmaterial del vivo, sino del principio que unifica todos los elementos y componentes del vivo y los dispone de una determinada forma o estructura orgánica. Aunque resulta extraño al uso habitual del lenguaje, todos 29 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica los vivos, hombres o no, poseen alma o, por mejor decir, son animados. De hecho, en filosofía se habla de alma vegetativa, sensitiva e intelectiva para referir, respectivamente, la forma específica (eîdos) de plantas, animales y personas humanas. Comprenderemos mejor la noción de alma si analizamos la definición que el propio Aristóteles propone en su tratado: “el alma es la entelequia (acto) primera de un cuerpo natural que en potencia tiene vida” (Acerca del alma, II, 1, 412 a). Entre los cuerpos naturales existen los que viven y los que no viven. Todo cuerpo natural es entidad en el sentido de entidad compuesta; es decir, individuo compuesto de materia y forma. La composición hilemórfica de la entidad primera (el individuo) resulta de preguntar por qué estos elementos materiales están organizados de modo tal que constituyen tal cosa —por ejemplo, un hombre. La respuesta se halla a través del conjunto de funciones para las cuales sirve tal organización material. Lo que se pregunta es la causa por la cual la materia es algo determinado, y esta causa es la forma específica. El alma es la forma específica de un cuerpo natural vivo. Y la forma específica es el conjunto de funciones o actividades vitales de tal vivo que lo definen. En tanto que contenido de la definición, se dice esencia, y en tanto que causa formal inmanente el alma es entidad. El eîdos o forma específica no es solamente la esencia y la causa inmanente de la entidad natural (de tal vivo), sino también su causa final o fin (telos). De esta manera se llega a la tesis aristotélica de la finalidad en la naturaleza, que ilumina la explicación biológica con la luminaria de la causalidad final —de la cual prescinde, por imperativo metodológico, la biología científica—. Además, porque la forma específica es fin, implica actualización de dichas funciones vitales; de ahí que la forma específica (eîdos) que, a su vez, es la entidad, sea también entelequia o acto primero del vivo. El alma es, por lo tanto, acto primero del vivo. Para comprender mejor, es preciso aquí distinguir entre el alma y las funciones vitales que habitualmente llamamos vida. La vida es actividad, acto, y el alma, que no se identifica sin más con la vida, es también acto. Pero todo acto lo es respecto de una potencia, de ahí que las funciones vitales (vida) impliquen la existencia de potencias correspondientes a los actos u operaciones de dichas funciones. Esas potencias son las facultades del alma. Así, por ejemplo, la vida se distingue de este modo realmente de la facultad de ver, del órgano de la visión (el ojo) y del acto de ver, como lo demuestra el simple hecho de la existencia de seres vivos que no poseen esa perfección visual o de individuos que, poseyéndola específicamente, están ciegos por cualquiera circunstancia. Las facultades se distinguen así realmente tanto de las operaciones como del alma. El alma es el principio último de las operaciones, mientras 30 Lecciones de Antropología para la psicología clínica que las facultades son sus principios próximos. Operaciones y facultades son accidentes, mientras que el alma constituye al ser vivo como sustancia. Esta distinción, que puede parecer demasiado sutil y artificiosa, queda justificada por el sencillo hecho de que un ser vivo no está siempre ejerciendo en acto sus operaciones —por ejemplo, un perro no está siempre andando, aunque posee la facultad motora para hacerlo. Además, se trata de una distinción decisiva desde el punto de vista bioético, ya que no todas las categorías vitales se encuentran en el mismo nivel: unas son accidentales y otras se sitúan en el nivel sustancial. Por la misma razón por la cual el perro de nuestro anterior ejemplo no deja de ser perro por la pérdida traumática de sus órganos motores, el hombre no deja de ser hombre por la pérdida traumática o patológica de su facultad racional. Como tampoco deja de serlo por el hecho de la prioridad temporal del desarrollo orgánico respecto de la prioridad ontológica de la facultad o facultades que de él se sirven, como sucede en el estado embrionario. Hemos visto que según la definición de Aristóteles el alma es acto primero de un cuerpo natural que posee la vida en potencia. ¿Qué significa que el cuerpo posee la vida en potencia? El cuerpo es la causalidad material del vivo, lo cual quiere decir que el cuerpo existe según la potencia o que tiene potencialmente vida. Aunque el lenguaje vulgar al referirse a un ser vivo suele utilizar el término «cuerpo» como sinónimo de organismo constituido, propiamente el cuerpo no es tal organismo vivo, sino el conjunto de órganos que lo constituyen. El cuerpo es posibilidad, mientras que el alma es actualidad. Supuesta la distinción real entre el alma y sus facultades que hemos considerado, a la hora de explicar el alma, Aristóteles procede a través de la explicación de sus facultades. Puesto que ser vivo o animado es poseer ciertas capacidades, el estudio del alma consiste en explorar esas facultades. La psicología se entiende así como una teoría de las facultades, cuyo correlato en el ámbito de la biología científica es la anatomía y fisiología de órganos y sistemas14. Una adecuada concepción filosófica acerca de la vida resulta imprescindible para establecer un diálogo fecundo entre las diversas ciencias que se ocupan de la vida y de sus fenómenos, capaz de alcanzar un saber sintético que supere por elevación las extrapolaciones de sus conclusiones parciales y, en consecuencia, sus derivaciones prácticas. 14 Más sobre este particular en cap. IV, 1.1-1.3. 31 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica Considerando lo que hemos visto y sus consecuencias antropológicas, la teoría aristotélica del vivo asienta sólidas bases para una adecuada comprensión de los seres vivos —y singularmente del hombre— que se aleja tanto del dualismo como del monismo materialista. El dualismo, como ya hemos notado más arriba, postula una escisión entre los fenómenos fisiológicos y los acontecimientos psicológicos; separación que procede de la evidencia de que las acciones humanas no son entendibles en términos exclusivamente fisiológicos. Por su parte, el monismo materialista pretende que todos los fenómenos psicológicos son identificables o reductibles a fenómenos neurofisiológicos. La teoría sintética que propone Aristóteles, reconsiderada posteriormente por Santo Tomás de Aquino, permite comprender ajustadamente los descubrimientos de las neurociencias, de enorme importancia en el desarrollo de la psicología. 3.2. El problema de la espiritualidad del alma humana Desde el punto de vista de la existencia, el problema de la espiritualidad del alma humana se plantea en relación a las preguntas de fondo que han caracterizado, desde siempre y en todo lugar, la existencia del hombre sobre la Tierra: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿qué hay tras la sombría muerte? Tales preguntas tienen su origen en la necesidad de sentido que inquieta el corazón humano y las encontramos en diversas tradiciones culturales. En la tradición cristiana se plantean a partir de la revelación acerca de la vida del mundo futuro, dando origen a una fecunda vía de exploración filosófica. Para abordar el problema de la espiritualidad del alma humana es preciso, en primer lugar, advertir la distinción entre inmaterial y espiritual. La inmaterialidad es un concepto negativo que significa «no-material». El concepto positivo «material» significa, primera y propiamente, la causalidad material del ente material. Dicha causa material es indeterminada y, por ello, aunque es cognoscible es inimaginable. Aristóteles la denominó materia prima. La materia prima es lo absolutamente indeterminado o lo que es pura potencia. Nosotros conocemos directamente la materia formalizada —es decir, madera, hierro, carne, etc., lo que se denomina materia segunda— y la conocemos, precisamente, por su forma específica. De ahí que la noción de materia prima —sustrato universal de todo ente material que nos permite afirmar que tanto la madera, como el hierro y la carne son entes materiales, aún siendo diversamente determinados— sea difícil de comprender. Cuando afirmamos de una realidad que es inmaterial (no-material) significamos, por oposición a la realidad material, que es simple, incorpórea e inextensa. El alma del 32 Lecciones de Antropología para la psicología clínica vivo es una realidad inmaterial, como ha quedado dicho, lo cual no quiere decir que sea un elemento inmaterial. Comprenderla equivocadamente como un elemento lleva a preguntas impropias como: «¿qué une el alma con el cuerpo?». Por el contrario, el alma inmaterial del vivo, como hemos dicho más arriba, es principio unificador, acto, verbo de la materia por ella formalizada: vivir. Tal es el alma del vivo en la teoría aristotélica sobre los seres vivos: “el ser es para los vivientes el vivir y el alma es su causa y principio” (Acerca del alma, II, 4, 415 b). Tal es el alma, entendida como principio vital del vegetal, del animal y del hombre, que es un determinado tipo de animal. Por su parte, espiritual significa inorgánico y refiere una realidad que existe en sí, actúa por sí, y no se genera ni corrompe en sí misma; una realidad, por tanto, inmortal. El problema de la espiritualidad del alma humana se plantea al considerar que ciertas operaciones vitales características del hombre son de carácter inorgánico, intrínsecamente independientes de la materia, como es el pensar, según veremos más adelante. Aristóteles ve claramente el problema: El inteligir parece algo particularmente exclusivo de ella [alma] [...]. Por tanto, si hay algún acto o afección del alma que sea exclusivo de ella, ella podría a su vez existir separada; pero si ninguno le pertenece con exclusividad, tampoco ella podrá estar separada (Acerca del alma, I, 1, 403 a). Y en otro lugar, al afirmar que el alma es principio de todas las facultades del vivo y se define por ellas, pensando en el intelecto, escribe: “Pero por lo que hace al intelecto y a la potencia especulativa no está nada claro el asunto si bien parece tratarse de un género distinto de alma y que solamente él puede darse separado como lo eterno de lo corruptible” (Acerca del alma, II, 2, 413 b). Aristóteles contempla de este modo la sustancialidad del principio intelectivo. La solución aristotélica, en el límite del alcance de la razón natural, distingue entre un principio intelectual (no orgánico, incorruptible, divino) y un principio vital que es el alma; es decir, que el pensamiento no es para Aristóteles una facultad del alma humana. Lo cual equivale a afirmar que el principio por el cual Sócrates piensa es distinto del principio por el cual Sócrates es hombre; es decir, un cuerpo humano vivo. La insustancialidad del alma humana (principio vital) y la consecuente corruptibilidad de la misma constituye una de las características que subtienden el mundo griego y antiguo. Pensemos que el animal político del propio Aristóteles encuentra su fin inmanente en la polis. O recordemos a Homero, el gran educador de Grecia, y a su héroe Aquiles, prototipo de héroe de la época arcaica, que es símbolo del ideal de humanidad de la 33 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica antigüedad: el anthropos que se eleva sobre sí mismo y busca la inmortalidad que ansía a través de guerreras hazañas que dejen indeleble huella de su gloria en la memoria de las generaciones venideras. En este sentido, el pensamiento antropológico de Aristóteles es deudor de la cosmovisión griega profundamente pesimista, previa a la irrupción de la esperanza cristiana en el mundo antiguo. Es en el diálogo entre razón y fe que fundamenta la civilización occidental donde lentamente va fraguándose la solución metafísica del problema. La antropología teológica o ciencia de la fe acerca del hombre, basada en la revelación divina, aporta dos datos antropológicos cruciales sobre la cuestión de la espiritualidad del alma humana: la resurrección de la carne y la inmortalidad del alma. Los cristianos de los primeros siglos, cuyos interlocutores fueron los filósofos y no los sacerdotes paganos, se debaten entre dos soluciones enfrentadas: de una parte, el platonismo y el neoplatonismo afirman la inmortalidad del alma a expensas de la unidad del hombre15; de otra, Aristóteles afirma la unidad del hombre a expensas de la inmortalidad del alma. Lógicamente la balanza fue inclinándose lentamente del lado de Aristóteles, no sólo por las teológicas razones citadas, sino por la experiencia de la propia humanidad, que no puede comprenderse cabalmente a sí misma sino como corpórea en la unidad personal del singular concreto (Sócrates, tú, yo) que es el mismo que vive y piensa16. Tal es la solución de Santo Tomás de Aquino. La pregunta de Santo Tomás acerca del problema que nos ocupa es la siguiente: ¿cómo una sustancia intelectual (principio intelectual de Aristóteles) puede ser forma (principio vital de Aristóteles) de un cuerpo vivo? El planteamiento de la cuestión en todo su alcance y la solución dada transita por intrincados caminos metafísicos abiertos por la concepción tomista del acto de ser. En toda sustancia material el acto de ser viene a la sustancia por la forma (entidad o causa formal inmanente) que actualiza cierta cantidad de materia en un cuerpo concreto cuya existencia pertenece a la sustancia (entidad primera). En el singular acto existencial del ser humano, el alma tiene el ser de una sustancia y el cuerpo recibe su ser del alma subsistiendo en el ser del alma. La afirmación de que la forma sustancial (entidad —ousìa—) comunica la sustancialidad al hombre, permite así mantener la unidad del hombre (cuerpo y alma no son dos sustancias) y la 15 Acerca del dualismo antropológico de Platón, puede leerse con provecho el diálogo Alcibíades. En esta fuente primaria encontramos el razonamiento y conclusión dualista de Platón que caracteriza su pensamiento antropológico. Se trata de una obra muy difundida en el bajo Imperio que tuvo una enorme influencia en los primeros siglos del cristianismo. Sobre esta fuente primaria y otros textos medulares de la tradición griega respecto a la concepción del hombre en la antigüedad, puede verse Festugière (1986). 16 Acerca de la evolución histórica de la antropología cristiana véase Gilson (1991 [1932]). 34 Lecciones de Antropología para la psicología clínica inmortalidad del alma (el ser pertenece primeramente al alma intelectual). La inmortalidad del alma espiritual no es lo mismo que la inmortalidad del hombre. El hombre es un ser mortal en cuya muerte subsiste el alma que, aunque es personal (individual), no es persona. El hombre singular concreto muere, su alma sobrevive, mas como es propio de la esencia del alma animar un cuerpo, la expectativa de la resurrección de la carne —indemostrable filosóficamente— aparece, desde esta perspectiva, muy conveniente. La tesis tomista del alma individual subsistente se complementa con algunas reflexiones que no proceden de un estudio metafísico-objetivo, sino de una aproximación a la cuestión de la espiritualidad y trascendencia del alma humana desde un punto de vista fenomenológico existencial, según hemos visto en el inicio de este epígrafe. Es decir, desde el estudio de las «preguntas de fondo»: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y adónde voy? ¿porqué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? (Juan Pablo II 1998: n.1)... que manifiestan la religiosidad constitutiva de la persona humana y muestran el hecho del hombre como buscador de sentido. La célebre afirmación de Pascal que “l’homme passe infiniment l’homme” (1897 [1670]: 434), el hombre supera infinitamente al hombre, sintetiza la experiencia humana, demasiado humana, de la trascendencia: el hombre es un ser que tiende a su no ser, cuando su ser representa, en primer lugar, el presupuesto de su aspiración (Allers) (Frankl 1990a). Esta tendencia al infinito desde lo finito que confiere un carácter dramático —cuando no trágico— al humano vivir, la encontramos en todas las esferas de la vida y de la actividad humanas. Su presencia manifiesta la espiritualidad humana, la sutil tendencia al infinito, la sed de sentido último, que es constante en todo tiempo y lugar, como lo muestran tanto la etnografía y la etnología17, como la historia y fenomenología de las religiones, que estudian las religiones positivas, las cuales, en definitiva, reflejan la diversidad de respuestas al fenómeno universal de la religiosidad constitutiva de la persona humana, cuyo fundamento antropológico es la espiritualidad del alma humana. Respuestas generadoras de cosmovisiones, civilizaciones y culturas; y también, por descontado, de modos personales de afrontar la vida, la salud, la enfermedad y la muerte. La bibliografía alemana distingue entre etnografía —ciencia descriptiva de los pueblos— y etnología — ciencia que trata de las culturas humanas y procede comparando los datos proporcionados por la etnografía y formulando teorías y doctrinas explicativas. La etnografía o descripción de la cultura de un grupo humano (o de alguno de sus aspectos) se constituye así en fuente y método de la etnología. En los países anglosajones suele denominarse esta ciencia antropología cultural. 17 35 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica 4. El puesto del hombre en el cosmos 4.1. Planteamiento histórico-epistemológico de la cuestión Como enseña la metafísica, el universo no es homogéneo. Está constituido por multiplicidad y diversidad de seres en una participación gradual en el ser y en sus perfecciones, que se despliega en la diversidad específica de los entes naturales. En el vértice la cadena toca la plenitud de ser que se da sólo en Dios, y en la base los últimos eslabones de la materia se hunden en la tabla de los elementos y las partículas atómicas y subatómicas que rozan la materia prima. El hombre ocupa un punto medio, es como un anillo que enlaza espíritu y materia. Ya desde antiguo fue designado por Demócrito como un microcosmos (Diels y Kranz 1952: Frag. B. 34) en que se dan cita todos los grados del ser. Por ello se puede tener acceso a él por la vía ascendente y la vía descendente. La primera, parte de las conclusiones de las ciencias de la naturaleza y humanas para adentrarse en la filosofía (metafísica) a través de la cosmología (en el caso de las ciencias de la naturaleza) hacia la antropología. La segunda, más propia del teólogo, comprende al hombre desde el plan de Dios, quien lo ha creado y lo conduce amorosamente hacia la plenitud de la vida en unión con Él. Justamente la singularidad y rareza de esta posición intermedia del hombre en la escala de los seres, explica las tentaciones intelectuales dualistas y monistas que han estado presentes a lo largo de toda la historia y que cualquiera que haya reflexionado seriamente sobre la cuestión bien conoce. Superar ambas visiones parciales y reductivas del hombre, requiere transitar simultáneamente por las dos vías de acceso al misterio del ser humano. Afirma W. Pannenberg que “una concepción que se interese por lo que vengo llamando el puesto señero del hombre (la posición única y destacada del hombre en la naturaleza), ya no puede defenderse hoy con los argumentos de la antigua metafísica del alma” (1993: 36). La filosofía antigua y medieval —filosofía perenne— se ha ocupado ampliamente del hombre y ha desarrollado diferentes tesis antropológicas que contienen grandes verdades acerca del origen, naturaleza y destino del ser humano. Pero después de la crisis del saber (fragmentación de los saberes, crítica de los saberes arquitectónicos —metafísica y teología— y la consiguiente ocultación de la totalidad-finalidad del campo visual del hombre contemporáneo) resulta necesario un crecimiento filosófico que asimile críticamente los resultados de las ciencias experimentales sobre el hombre (antropologías particulares) y de las ciencias humanas (aquellas que resultan de la acción humana). 36 Lecciones de Antropología para la psicología clínica La célebre obra de Max Scheler El puesto del hombre en el cosmos (1927) —de la que hemos tomado el título para el presente epígrafe— es considerada por muchos como el inicio de la antropología filosófica actual que, frente a la clásica psicología racional que hemos tratado en el epígrafe anterior, ha volcado su interés hacia el estudio de lo específico humano respecto del animal. La cuestión no es baladí pues, como afirma el propio Scheler en otro lugar, “al cabo de unos diez mil años de «historia» es nuestra época la primera en que el hombre se ha hecho plena, íntegramente «problemático»; ya no sabe lo que es, pero sabe que no lo sabe” (1974 [1924]: 10). 4.2. Las aportaciones de la antropología biológica Junto a los reduccionismos materialistas de enorme influencia en nuestro tiempo, no sólo en la opinión pública, sino en la comunidad científica que —desde el punto de vista epistemológico— circunscriben la antropología en la zoología y, consecuentemente, la ética en la etología; encontramos en el siglo XX una serie de autores procedentes del ámbito germánico que han abierto con sus obras una nueva orientación al estudio filosófico del hombre. Dicha orientación consiste en tomar como punto de partida de la reflexión filosófica sobre el hombre el cuerpo humano, para constatar inmediatamente de la mano de la biología científica que el hombre en su corporeidad presenta una serie de características empíricas —físicas— que resultan inexplicables para la propia zoología. Estas características, por su parte, constituyen claros indicios de otras realidades explicativas —metafísicas—, proporcionando los datos necesarios para una ulterior reflexión filosófica que concluye que el cuerpo humano es el correlato orgánico del alma de un ser racional. La idea central de las antropologías biológicas es que “el hombre es un ser en cuyo cuerpo, y no sólo en su inteligencia y voluntad, se hace patente la presencia de la racionalidad (o del espíritu)” (Prieto 2008: xxi)18. Veintitantos siglos después del tratado sobre el alma de Aristóteles, las antropologías biológicas apuntan a la unidad — que no confusión— psicobiológica como explicación más ajustada del ser humano. De manera sintética, podemos resumir la aportación de las antropologías biológicas en las nociones de insuficiencia morfológica y funcional, que determinan la especial posición biológica del animal humano. Desde el punto de vista morfológico (es decir, relativo a la forma de los seres orgánicos), la principal característica del ser humano 18 La obra de Leopoldo Prieto (2008), de obligada lectura y cuyo punto de partida aborda la situación cultural actual acerca de la cuestión hombre-animal, contiene una amplia y rigurosa exposición bien documentada en las fuentes sobre las aportaciones de la biología teórica y la antropología filosófica inspirada por la perspectiva biológica. 37 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica es la inespecialización que hace del hombre un animal inadaptado al ambiente natural. A diferencia de las demás especies animales, que están perfecta y admirablemente adaptadas al ambiente específico en que viven, el hombre presenta en su corporeidad un distanciamiento del medio que es condición de posibilidad para afrontar con éxito cualquier tipo de ambiente. De hecho, el hombre habita exitosamente todas las latitudes del planeta, claro que a condición de adaptar el medio a sus necesidades gracias a su saber técnico. La insuficiencia morfológica lleva de este modo a la acción: el hombre compensa sus carencias específicas con la acción, la existencia humana se muestra así como una tarea. Esta precariedad biológica solventada por la acción inteligente ha cautivado la atención de los sabios desde la antigüedad. En el diálogo Protágoras, narra Platón el mito del nacimiento de los mortales (vivos), según el cual los dioses ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que los aprestaran y les distribuyeran las capacidades de forma conveniente. Habiendo convencido a Prometeo, Epimeteo se encarga de la distribución dotando a unos de fuerza sin rapidez, y a los débiles de velocidad. A unos los armaba, a otros les proporcionaba una fuga alada, etc. de manera que ninguna especie fuera aniquilada. Después, preparó una protección contra las inclemencias del tiempo, revistiéndolos de pieles; calzó unos con garras, otros con callosidades. Les facilitó distintos medios de alimentación y a algunos concedió que su alimento fuera devorar a otros animales, ofreciéndole una exigua descendencia; mientras a los que eran consumidos los hizo prolíficos... resultando que gastó todas las capacidades en los animales quedando sin dotar la especie humana. Llegado el día en que los mortales habían de salir a la luz, Prometeo se acerca a inspeccionar el reparto y ve al hombre desnudo y descalzo y sin coberturas ni armas. Fue entonces cuando apurado por la carencia de recursos, tratando de encontrar una protección para él, roba a Hefesto y a Atenea su sabiduría profesional junto con el fuego entregándolo como regalo al hombre... Puesto que el hombre tuvo participación en el dominio divino a causa de su parentesco con la divinidad, fue, en primer lugar, el único de los animales en creer en los dioses, e intentaba construirle altares y esculpir sus estatuas. Después, articuló rápidamente, con conocimiento, la voz y los nombres, e inventó sus casas, vestidos, calzados, coberturas, y alimentos del campo (Platón, Protágoras, 320 c – 322 d). El hermoso mito prometeico presenta de algún modo la inteligencia como el don precioso y preciso que suple la orfandad biológica humana. 38 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Desde el punto de vista funcional, el hombre posee un aparato instintivo débil por comparación al animal. Como veremos más adelante, el instinto es una tendencia (inclinación —atracción o rechazo— hacia algo que presenta el conocimiento) innata perteneciente a la especie. Realidades que son relevantes para ciertas especies no lo son para otras, así, por ejemplo, el grano de trigo que atrae a los pájaros no atrae a los perros. El comportamiento animal obedece a reacciones instintivas a ciertos estímulos relevantes específicamente que se ordenan a la supervivencia del individuo y de la especie. La teoría del mundo circundante elaborada por Jakob von Uexküll pivota sobre este hecho19. La tesis central del pensamiento de von Uexküll es que a cada especie animal corresponde un medio biológico propio al que denomina mundo circundante. El mundo circundante es el conjunto de cosas y animales significativas biológicamente por referencia a una especie animal. Cada especie posee así su mundo circundante específico fuera del cual el resto de la realidad no es significativa. De este modo el animal es un ser definible anatómica y fisiológicamente a partir del medio en que vive. Por contraste —como afirma Arnold Gehlen—, para el hombre también existen las lejanas montañas y las estrellas, cosas que desde el punto de vista biológico, son absolutamente superfluas. En efecto, el principio del exclusivo interés biológico del animal contrasta con el hombre, animal de realidades (Zubiri), que trasciende el nivel meramente biológico para alcanzar un nuevo plano de la realidad; a saber, el plano del ser y de la esencia de las cosas que abre la puerta a la verdad, el bien y la belleza; al mundo de los bienes honestos (bonum honestum) que se proyecta más allá de los bienes útiles (bonum utile), por encima de su relevancia biológica. La rigidez instintiva del animal, enclaustrado en su mundo circundante, asegura su éxito biológico. En cambio, el hombre, que no carece de instintos, se encuentra, en cierto modo, desvalido. El comportamiento humano muestra la superación tanto del fondo como de la forma del instinto. El fondo o contenido del instinto es el fin al que tiende; así, por ejemplo, el instinto de las aves de nidificar. La forma es el modo particular de alcanzar ese fin: los diversos modos de hacer el nido que varían según las diversas especies de aves. En todos los animales, excepto en el hombre, tanto el fondo como la forma del instinto son innatas. En el hombre es innato el contenido del instinto pero no la forma, que se realiza libre y culturalmente. Incluso el fondo innato del instinto puede en el hombre ser reprimido por la intervención de la inteligencia y la voluntad. Sin embargo, 19 Una exposición de la teoría del mundo circundante de los animales de Jacob von Uexkúll puede verse en Prieto (2008: 119 ss.). 39 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica la insuficiencia funcional del hombre, esta carencia o debilidad instintiva, aún tratándose de cierta desventaja biológica, no lo lleva a perecer; antes bien, lo convierte en la especie de mayor éxito de la biosfera. A la luz de estos hechos biológicos inexplicables zoológicamente bien podemos preguntarnos si es el hombre objeto propio de estudio de la biología. 4.3. La belleza del hombre en su corporeidad Una digresión estética nos permitirá hacernos cargo por otra vía de las cuestiones más arriba explicitadas. La estética es aquella parte de la filosofía que estudia la belleza natural (estética física) y artificial (teoría del arte). Desde antiguo el arte ha sido considerado como imitación (mímesis) de la realidad; si bien, la imitación artística no es una mera copia prosaica de la figura de los cuerpos naturales, sino de la realidad en sus más profundos estratos que, aún siendo los más cognoscibles en sí, no lo son para nosotros, los hombres20. El valor del arte va más allá del frío placer que resulta de reconocer el modelo en la obra merced a la habilidad del artífice, hacia horizontes en los que la realidad se devela al contemplador a través de la personalidad del artista en su circunstancia temporal estilística. Entre la realidad y nosotros se interpone un velo que al artista le es dado remover haciendo patente la esencia de la realidad imitada. Por eso Aristóteles afirmaba en la Metafísica que el filósofo es amigo de los mitos y Santo Tomás, comentando el pasaje, escribe que “el motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es que los dos tienen que habérselas con lo maravilloso” (Comentario a la Metafísica de Aristóteles, I, 3). En efecto, mientras que la filosofía representa un acceso discursivo científico al ser y sus determinaciones, el arte lo hace por vía sensible contemplativa: ambos constituyen accesos complementarios a lo maravilloso. Consideremos la estatuaria antigua de época clásica y helenística, grávida de profundas intuiciones que las moderna antropología biológica ha puesto de manifiesto. La serena belleza de las estatuas patentiza una verdad acerca de la naturaleza humana descubierta por los griegos; a saber, que el hombre se eleva sobre la naturaleza y, sin embargo, pertenece a ella. La escultura plasma la especificidad humana, anillo entre dos regiones de la realidad; una verdad demasiado olvidada desde que con Descartes y el mecanicismo, res cogitans y res extensa se consideraron radicalmente heterogéneas e inconexas entre sí. Conviene volver la mirada a la imagen con que el mundo antiguo y el Como escribe Aristóteles, “el estado de los ojos de los murciélagos ante la luz del día es también el del entendimiento de nuestra alma frente a las cosas más claras por naturaleza” (Metafísica, 993 a 10). 20 40 Lecciones de Antropología para la psicología clínica cristianismo habían caracterizado al hombre. Olvidada, hemos vuelto los ojos hacia la materia y, al mirarnos a nosotros mismos, nos abajamos hasta vernos como uno más entre los brutos. La estatuaria antigua en general, imita la belleza inefable del cuerpo humano, no sólo la hermosura que surge de la integración armónica y proporcionada de los diversos miembros y partes del cuerpo entre sí, y de éstos respecto al todo, que podemos encontrar en éste o en aquel individuo; sino, por así decirlo, la belleza en sí misma de la corporeidad humana, la que posee cualquier cuerpo humano más allá de la justeza o no de sus proporciones, más allá de la lozanía de la juventud. Una belleza de razón profunda que hunde sus raíces en la más íntima verdad de la naturaleza humana que, de este modo considerada, se muestra como un acontecimiento ontológico: el encuentro entre el cielo (espíritu) y la tierra (materia) que tiene lugar en cada ser humano. La profusión de la imagen fotográfica (publicidad, cine o televisión) que anega el contexto de nuestras vidas hoy, inclina hacia el error de considerar la belleza accidental como la belleza sin más. Mas no sólo la irreflexiva cultura de la imagen, tampoco el sesudo naturalismo (materialismo) puede llegar más allá de la belleza como ordenación de la materia en justedad de proporción; un plano donde ciertamente habita la hermosura, mas de manera caprichosa y fugaz como corresponde a lo inevitable de todo fatum. ¿Por qué los antiguos imitaron con tanta audacia el cuerpo humano en sus creaciones artísticas? Tal vez porque fueron capaces de admirar la belleza que brota en la indeterminada plasticidad biológica del cuerpo humano. En efecto, la congruencia entre alma y cuerpo explica bien el hecho de que así como el intelecto humano está abierto a la totalidad de lo real (anima homini est quodam modo omnia, el alma del hombre es, de alguna manera, todas las cosas), también el cuerpo participa de esa apertura. El correlato orgánico de la apertura al infinito propia del espíritu es la plasticidad del cuerpo humano, indeterminado en su adaptación al medio. 4.4. El hombre y el animal Desde un punto de vista ontológico, la diferencia entre el hombre y el animal es una diferencia formal específica que, como tal, se manifiesta en cualquier aspecto que consideremos. Dada la confusión que existe en esta materia a causa del evolucionismo darwinista y el supuesto metódico de la continuidad de la vida, que pretende que el vivo puede explicarse sólo a través de leyes naturales, conviene reparar en algunas diferencias esenciales que ayuden a clarificar la diferencia cualitativa entre el hombre y el animal. Fijaremos nuestra atención en tres aspectos: el conocimiento, el lenguaje y la conducta. 41 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica Para comprender el salto ontológico que existe entre el hombre y el animal, es menester matizar con mucha finura la definición aristotélica del hombre como animal racional. Ciertamente el hombre es un ser vivo que se distingue del resto de los animales por su inteligencia; no obstante, el uso análogo de la palabra inteligencia en el lenguaje vulgar puede llevar a graves confusiones y a conclusiones erróneas de carácter naturalista, que niegan la diferencia cualitativa entre el reino animal y el humano. Las consecuencias jurídicas, sociales y personales de tal negación tienen largo alcance: la dignidad de la persona humana, el Proyecto Gran Simio (Great Ape Proyect)21, la vida lograda —incluso la vida misma— de innumerables personas, etc. penden de esta crucial cuestión. Hoy se utiliza el término inteligencia para nombrar desde el entendimiento humano, el conocimiento animal, hasta ciertas realizaciones técnicas; así se habla de máquinas inteligentes (inteligencia artificial), de edificios inteligentes, etc. Mayoritariamente se entiende por inteligencia la capacidad de resolver problemas y adaptarse a circunstancias cambiantes; capacidad que, así enunciada y sin mayor matización, comparten hombres y animales. Propiamente, sin embargo, la inteligencia, o si queremos el entendimiento humano, no es capacidad de resolver problemas ni de realizar conductas complejas; sino capacidad de conocer lo que las cosas son y la subyacente experiencia ontológica del ser. El animal percibe pero no comprende, conoce el singular concreto (este árbol) y sólo, como hemos visto más arriba a propósito de la teoría del mundo circundante (Uexküll), en la medida en que es biológicamente relevante a una determinada especie. El hombre, en cambio, penetra con la luz de su inteligencia la esencia (lo que las cosas son) de las realidades todas que pueblan el universo —tanto las que tienen relevancia biológica (el alimento), como las que no la tienen (El nacimiento de Venus de Boticelli)—, conoce lo que las cosas son más allá de su utilidad en orden a la supervivencia individual y específica. Además, en cualquier conocimiento intelectual, presente siempre en una percepción sensible, el hombre tiene experiencia del ser en cuanto ser (experiencia ontológica del ser). El ente (lo que es) es lo primero que se conoce y aquello en que se conoce cualquier conocimiento intelectual abstracto (árbol en sí, más allá de cualquier determinación específica: roble, álamo, olivo, etc.), que es siempre conocimiento de algo que es. Este primum cognitum (Millán Puelles) se muestra a la reflexión intelectual que es genuina capacidad de la naturaleza humana abierta al absoluto, al ser sin restricción 21 Sobre Peter Singer y el Proyecto Gran Simio, véase Prieto (2008: 41 ss.). 42 Lecciones de Antropología para la psicología clínica categorial (de los modos de ser). En esta apertura al absoluto estriba, precisamente, la vertiente espiritual del ser humano. De modo muy logrado describe el espíritu MillánPuelles como “el ente que vive de algún modo la infinitud del ser” (Ferrer Arellano 2011: 215). El hombre aparece de este modo en su inteligencia como una realidad espiritual irreductible. Tal conocimiento intelectual abstracto capaz de abstraer, de formar conceptos (árbol), de formular juicios y de hacer razonamientos, es la condición de posibilidad del lenguaje humano. El sencillo hecho de que los hombres seamos capaces de entendernos de manera unívoca más allá de la diversidad lingüística muestra la verdad de la anterior afirmación. Las palabras o términos «hombre», «homme», «man», «Mann»... refieren un solo concepto que encontramos definido de modo unívoco en cualquier diccionario castellano, francés, inglés o alemán. El lenguaje, aunque los hombres nos comuniquemos con él, no es propiamente comunicación, como la comunicación no es lenguaje. El lenguaje es expresión de lo que se conoce. Es menester distinguir entre la comunicación sensitiva afectiva que se da entre los animales y la comunicación significativa que es propia del hombre. Por eso se dice que el lenguaje es conceptual. Los animales se comunican por medio de signos, siendo estos fijos e inmutables: todos los perros ladran y todos los gatos maúllan; ni éstos ladran, ni aquéllos maúllan, y cada especie lo hace de manera constante en todo tiempo y lugar. No así el lenguaje humano, cuyos signos y sonidos son convencionales y, por lo tanto, mutables en el tiempo y en el espacio. Y esto es así porque el lenguaje humano no pertenece a la naturaleza instintiva, sino a la capacidad intelectual que inaugura la distancia respecto de la realidad y, con ella, la pluralidad. El lenguaje humano es simbólico y fruto de aprendizaje. En el signo se da una relación natural entre el signo y su significado: por el humo se sabe dónde está el fuego. En el símbolo, en cambio, la relación es convencional y fruto de invención, experiencia y convención. Así, por ejemplo, no existe ninguna relación natural entre el búho de Minerva y la sabiduría, ni entre el rojo y gualda de la bandera y España. Por no tratarse de un instinto, como es en el reino animal, el lenguaje humano ha de ser aprendido. Por último, consideraremos la conducta. Ya hemos dicho, al hablar de la insuficiencia funcional del hombre por comparación al animal, que el hombre no está determinado en su conducta por sus tendencias instintivas. Este hecho es de gran importancia antropológica, porque la indeterminación instintiva constituye el fundamento biológico de la libertad. El animal no puede elegir, no sólo porque carece de 43 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica conocimiento racional, sino también porque la necesidad de sus instintos hace necesarias sus mismas tendencias. La libertad o capacidad de hacer algo con voluntad deliberada, caracteriza la conducta humana y fundamenta la conducta moral. Todos tenemos experiencia inmediata de nuestra condición libre. Ciertamente, el hombre no es ilimitadamente libre, sino que la humana libertad está condicionada por la propia naturaleza humana. La libertad no consiste en una indeterminación absoluta, sino en una autodeterminación del hombre. A diferencia de lo que ocurre en la naturaleza, donde reina la necesidad, la existencia humana es contingente y la libertad humana inaugura ese ámbito de actos libres, esa segunda naturaleza que los griegos denominaron êthos. El comportamiento humano está referido al orden moral, que se caracteriza por la obligación y la responsabilidad. El bien moral no se impone, se propone, y frente a él experimento la libertad de hacerlo o no hacerlo, a la vez que me reconozco principio y autor del acto que lo acoge o rechaza. A pesar de las diferencias que existen acerca de lo que es bueno y lo que no lo es, la distinción entre el bien y el mal, entre acciones que se deben hacer y acciones que se deben evitar, es universal, como lo es el principio moral de obrar el bien y evitar el mal, sean cualesquiera los contenidos subjetivos de bien y mal. 4.5. El hombre es un ser naturalmente cultural La seguridad en la ejecución de los actos animales —propiamente, un animal no se equivoca nunca— contrasta con la perplejidad de la deliberación y la condición dramática de la existencia humana. El famoso monólogo de Hamlet: “ser o no ser...” constituye un bellísimo ejemplo literario de la irresolución y el drama de la vida humana. El Príncipe de Dinamarca de Shakespeare muestra, tal vez como ningún otro héroe literario, la duda ante las variadas posibilidades de acción frente a la circunstancia en que se desenvuelve la vida humana. El conocimiento humano, que rompe la frontera biológica del mundo circundante (Uexküll), tiene por objeto el universo entero: el alma del hombre es, de alguna manera, todas las cosas. Esta apertura universal tiene como contrapartida una gran inseguridad en el modo de dirigir sus acciones, dada la carencia de orientación unívoca que caracteriza la conducta instintiva. En este principio encuentran su razón de ser tanto la libertad como la cultura y la educación, que fijan un cauce estable que libera al hombre del excesivo peso de tener que conducir en soledad su existencia en el vasto horizonte de una realidad universal. En sentido estricto, según definición de Santo Tomás, cultura refiere las ciencias y las artes que contribuyen a la perfección del hombre, que es su felicidad 44 Lecciones de Antropología para la psicología clínica (Comentario a la Metafísica de Aristóteles, proemio). Dicha perfección procede del libre sometimiento al orden de la realidad. Por lo tanto, a pesar del se piensa políticamente correcto, podemos afirmar que una civilización es propiamente cultura si, y sólo en la medida que sí, está fundada sobre la verdad del hombre, del mundo y de Dios. En sentido amplio, la cultura refiere tradiciones e instituciones, usos y costumbres, etc. que constituyen, verdaderamente, el hábitat de la existencia humana. Es importante reparar que la noción de cultura entendida como necesario correlato de la insuficiencia funcional del hombre, no se opone a la noción de naturaleza; por eso hemos adelantado en el título del presente epígrafe que el hombre es un ser naturalmente cultural. En efecto, según se desprende de la investigación biológica, el hombre manifiesta en su bios su naturaleza cultural. Así, por ejemplo, si reparamos en el arco total del tiempo de crecimiento de algunos primates respecto del hombre. En el caso del chimpancé, que es el que emplea más tiempo en su maduración, el arco de crecimiento dura hasta los diez años y se caracteriza por seguir un ritmo constante. En el hombre el tiempo de crecimiento es mucho mayor, alcanzando entre los veinte y veinticinco años, según las razas. Además, el ritmo de crecimiento es discontinuo, observándose un primer segmento de crecimiento muy veloz en el primer año, un segundo segmento entre el primer año y la pubertad más lento y un tercer segmento entre la pubertad y la madurez fisiológica del adulto muy veloz. ¿Cuál es la causa de la discontinuidad en el ritmo de crecimiento humano? Según Portmann, no parece ser otra que la peculiar forma existencial humana cuya apertura al universo requiere de un largo período de aprendizaje para poder hacer frente al drama de la existencia humana. También esta razón puede explicar la temprana y anómala extinción de fecundidad reproductiva de la mujer a mitad de su vida; dada la prolongada incapacidad de los hijos de valerse por sí mismos resulta conveniente que la progenitora pueda disponer del tiempo y la fuerza física que requieren la crianza y educación de la prole. Así, el hombre aparece biológicamente como un ser destinado a aprender y hablar. La constitución biológica humana no es un factor meramente biológico, sino que está ordenada al desarrollo o actualización de sus capacidades espirituales. 5. La persona en sus dimensiones cognitiva, volitiva y afectiva Presentamos a continuación un análisis esquemático de las tres principales dimensiones de la persona, realizado desde el objeto formal propio de la filosofía, con el propósito de sistematizar algunas cuestiones que se abordan el ulteriores capítulos y 45 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica disponer de un esquema claro que sirva como marco teórico de diálogo con la psicología en su objeto formal y consiguiente método. En el momento de abordar las principales dimensiones que confluyen en la persona humana, conviene no perder nunca de vista que se trata de un acercamiento analítico; es decir, un artificio de método que divide el todo (la persona) en sus partes (conocimiento, tendencias, voluntad, afectos) para analizarlas separadamente. Se trata de dividir para comprender, no para separar ya que, en rigor, quien conoce no es la inteligencia, ni es la voluntad quien quiere, sino que es el hombre a través de su facultad intelectiva quien conoce; es más, también «el hombre» es una abstracción. Propiamente, quien conoce y quiere es Sócrates, el singular concreto que es lo realmente real. Comprender esto es decisivo tanto teórica como prácticamente. En efecto, el hombre conoce el ser en tanto que verdadero; es decir, por respecto a su facultad intelectual; y tiende a él en tanto que bueno; es decir, por respecto a su facultad tendencial; pero verdad y bondad son intercambiables (atributos del ente) en la cosa y se diferencian por su respecto a las facultades cognitiva y volitiva humanas, según habíamos visto al tratar la cuestión de la verdad ontológica (trascendentales del ser). La Edad Media acabó por separar el entendimiento y la voluntad como dos facultades distintas. Si olvidamos la unidad de la persona, se corre el riesgo de derivar en visiones intelectualistas o voluntaristas, que afirman la prioridad del conocer sobre el amar o viceversa. De hecho, así sucedió en el desarrollo posterior de la filosofía. Semejantes escisiones propician elaboraciones ideológicas en el sentido peyorativo de esta expresión; es decir, en cuanto olvidan el ser y se convierten en construcciones ideales al servicio de intereses de cualquier tipo. La unidad de la persona en sus facultades encuentra su fundamento en algo que ya señaló Aristóteles; a saber, en la unidad bio-psíquica más arriba comentada y en la unidad del alma —principio vital— humana. En efecto, en el hombre no hay tres almas: una vegetativa responsable de la vida fisiológica, otra sensitiva, responsable de la conciencia sensible y una tercera racional, responsable del conocimiento intelectual y de la libre voluntad, sino que el alma humana es principio único y último del complejo entramado de todas las operaciones vitales humanas, las que compartimos con los vegetales, con los animales y las específicamente humanas. 5.1. 46 El conocimiento humano Lecciones de Antropología para la psicología clínica Conocer es un acto por el que un sujeto (hombre o animal) se relaciona con la realidad representándola en su subjetividad mediante una sensación, imagen o concepto. El conocimiento humano presenta dos dimensiones o niveles: sensible e intelectual. El conocimiento sensible es el que procede de las facultades sensibles externas (vista, oído, olfato, gusto, tacto) a través de los órganos sensibles externos (ojo, oreja, nariz, lengua, piel) merced al impacto de fuerzas exteriores de tipo físico, químico o mecánico (estímulos) y de las facultades sensibles internas que son responsables del proceso cognoscitivo que presenta sensiblemente los objetos en forma unitaria y estructurada espacio-temporalmente. El ojo no ve éste lápiz que tengo frente a mí, sólo tiene sensaciones luminosas que, a través del proceso perceptivo, me presentan ese objeto como un todo. El conocimiento sensible humano está ordenado a la conservación de la vida y al conocimiento intelectual. El conocimiento intelectual, por su parte, se define por la capacidad de abstracción; es decir, de captar lo inmaterial, universal y abstracto. Gracias la facultad intelectiva, el hombre no sólo conoce este o aquel caballo concreto, sino la idea de caballo en sí, que no depende de las condiciones materiales (espacio-temporales) de este caballo concreto (inmaterial); se aplica no sólo a éste, sino a todos los caballos (universal), y prescinde de los caracteres singulares (capa, figura, tamaño, etc.) del individuo particular (abstracto). Por él conocemos la esencia de las cosas, que se corresponde con la definición de caballo que encontramos en el diccionario. El conocimiento intelectual es inmaterial-espiritual, lo cual significa que el acto propio del conocimiento intelectual (abstracción) es en sí mismo, independiente de la materia. El conocimiento humano es una unidad formada por dos dimensiones. No hay en el hombre un conocimiento sensible idéntico al conocimiento sensible animal, como no hay un conocimiento intelectual independiente del cuerpo. Entre el conocimiento sensible y el intelectual hay distinción, pero no separación, hay unidad, pero no identificación. 5.2. Las tendencias humanas La tendencia o apetitito es una facultad (también refiere el acto que nace de la capacidad) a través de la cual el hombre y el animal se dirigen hacia la realidad conocida para apropiarse de ella. No sólo conozco el alimento, sino que tiendo hacia él y lo ingiero; el mero conocer no sacia el hambre. En el hombre, como en los animales, existe una tendencia sensible que sigue al conocimiento sensible que llamamos instinto. El instinto es una tendencia compleja, innata y específica. Es compleja porque en él, además de las tendencias sensibles, participan la emotividad y el conocimiento. Es innata porque surge 47 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica espontáneamente y no ha sido aprendida por el individuo. Por el contrario, la tendencia adquirida es aquella que procede de adiestramiento o educación. Es específico porque de él participan todos los individuos de una especie. Los instintos fundamentales son el instinto de conservación, el instinto de reproducción y el instinto gregario. Es fácil observar cómo el hombre los satisface de modo plural mediado por la cultura. Esta diversidad manifiesta el señorío de la libertad respecto de la forma de satisfacción del instinto. Todos los hombres comen, mas la cultura culinaria varía en el tiempo y en el espacio. Hemos visto más arriba cómo, a diferencia del animal, el hombre señorea sobre el fondo y fin del instinto y es libre respecto de la forma de satisfacerlo. De la libertad humana nace la pluralidad cultural y personal. Puesto que en el hombre encontramos dos dimensiones cognitivas (sensible e intelectual) también hay en él dos dimensiones apetitivas: una sensible, que sigue al conocimiento sensible, y otra inmaterial-espiritual, que refiere la inclinación a lo conocido intelectualmente. Se llama voluntad a la facultad de tender hacia un bien conocido por la inteligencia. De este modo, los animales no poseen voluntad. La voluntad no sólo tiende al bien presentado por la inteligencia, sino que además lo puede hacer libremente. La libertad es la capacidad de hacer algo con voluntad deliberada. Existen actos voluntarios no libres como, por ejemplo, cuando realizo con mi voluntad un acto obligado por otro. Para evitar confusiones, conviene distinguir entre dos tipos fundamentales de libertad: la libertad de maniobra o libertad exterior, que refiere la falta de coacción ya sea física o civil; y la libertad interior que es la capacidad de elegir una cosa u otra, de hacer o no hacer una acción... y se llama libre albedrío. El libre albedrío que significa la libertad como capacidad se distingue a su vez de la libertad como virtud, que es la opción por la verdad presentada por la inteligencia; por eso se afirma que la verdad hace al hombre libre; es decir, lo libera de todos aquello que lo aleja de su fin, que es su bien. 5.3. La afectividad humana El mundo complejo de los sentimientos refiere el ámbito puramente subjetivo de la vida psíquica, acompaña los actos cognitivos y apetitivos y consiste en una impresión de agrado o desagrado que se produce en la persona que conoce o apetece. A diferencia de los actos cognitivos y tendenciales, el sentimiento no transmite contenidos objetivos, es meramente subjetivo. Sentimientos y emociones se distinguen por la intensidad y por los efectos que producen. Así, mientras que el sentimiento es una reacción tranquila, 48 Lecciones de Antropología para la psicología clínica constante, la emoción es un sentimiento intenso que lleva consigo alteraciones somáticas, como, por ejemplo, cuando se nos pone el vello de punta o se altera el ritmo cardiaco por un susto. De manera semejante a como hemos visto en las tendencias humanas, existen sentimientos inferiores que acompañan el conocimiento y las tendencias sensibles y sentimientos superiores, ligados al conocimiento intelectual y a la tendencia volitiva. Así, según consideramos el objeto de conocimiento como verdadero, bueno o bello, clasificamos los sentimientos superiores como intelectuales, morales o estéticos. Respecto a la tendencia volitiva, dependiendo si se dirige a uno mismo o a otro, los clasificamos como sentimientos egocéntricos o altruistas. Conviene considerar que el amor, que trataremos en el bloque temático siguiente, en contra del habla común, no es propiamente un sentimiento, sino un acto voluntario y libre que, aunque va acompañado de sentimientos, emociones y pasiones, no se resuelve en ellos. 6. Conclusión Antes de terminar el presente capítulo, podemos destacar cuatro conclusiones: En primer lugar, que el conocimiento humano se presenta como un lugar antropológico eminente; es decir, una vía de acceso a la pregunta por el hombre, que es un misterio en el sentido preciso de la palabra (G. Marcel); es decir, una realidad envolvente. En segundo lugar, el conocimiento humano devela un elemento espiritual cuya consideración en orden a una cabal explicación del ser humano -que responda tanto a su ser (naturaleza) como a su vivir (existencia) en busca de sentido- resulta imprescindible. En tercer lugar, dicho elemento espiritual, alma racional o principio vital humano, es el responsable del especial puesto del hombre en el universo entre dos órdenes de ser: materia y espíritu. En cuarto lugar, el alma espiritual humana hace del Homo sapiens un ser abierto que trasciende en sus dimensiones (cognitiva, volitiva y afectiva) la Naturaleza a la que pertenece; un ser que hambrea infinitud en todas las esferas en las que desarrolla su existencia. 49 El puesto del hombre en el cosmos. Breve introducción gnoseológica-epistemológica Lecturas recomendadas ARISTÓTELES (1978), Acerca del alma, trad. T. Calvo, Madrid, Gredos. PRIETO LÓPEZ, L. (2008), El hombre y el animal. Nuevas fronteras de la antropología, Madrid, BAC. 50 II. LA PERSONA HUMANA Francisca Tomar Romero La persona humana Si bien se define esencialmente al hombre como “animal racional”, ya que la racionalidad es una nota distintiva y específica del ser humano, no es menos cierto que el hombre es un ser social por naturaleza. Y, más concretamente, la persona también puede definirse como el único ser capaz de amar y ser amado con amor de amistad. En este capítulo empezaremos abordando la consideración metafísica del ser humano, lo que nos llevará a analizar el concepto de “persona” y las razones de su valor objetivo y dignidad. En un segundo momento examinaremos la dimensión relacional o naturaleza social del hombre y comprobaremos cómo el amor constituye su fundamento. Nuestra reflexión nos llevará a concluir que el amor de amistad es el que propiamente corresponde a la dignidad esencial de la persona. En tercer lugar, desde una consideración más fenomenológica, abordaremos la relación interpersonal para comprobar que el amor es la fuente y origen de toda auténtica relación interpersonal, constatando cómo la intercomunicación, la confianza, la fidelidad y la confidencia son algunas de las notas distintivas o manifestaciones del verdadero amor. Finalmente se incluye un apunte sobre la sexualidad humana. 1. El hombre como persona 1.1. El concepto de “persona” En el lenguaje ordinario utilizamos la palabra persona como sinónima o equivalente a la de hombre. Este uso del término es correcto, porque la persona humana es el hombre mismo22. Sin embargo, con el término persona designamos algo más que con el de hombre, pues se significa no solamente al hombre, sino a éste en cuanto es portador de una cierta dignidad de la que carecen todos los demás seres de la naturaleza (los inertes, los vegetales y los animales) (Forment 1996). Este valor representativo del término persona pone también de relieve al examinar su etimología. Los filólogos, al buscar las raíces de esta palabra han dado tres versiones distintas de su origen. Según la primera, derivaría del vocablo griego prosopon, que significaba "cara", "semblante", "rostro"; de ahí que la emplearan para nombrar las caretas o máscaras que utilizaban los actores en las representaciones teatrales para remarcar las Desde una consideración estrictamente antropológica, los términos “hombre”, “persona” y “persona humana” son términos equivalentes: todo hombre es persona y persona es sinónimo de ser humano. No obstante, desde una consideración metafísica se distingue entre “persona humana” y “persona divina”. De ahí que sea legítimo y no redundante referirse al hombre como persona humana. 22 52 Lecciones de Antropología para la psicología clínica características de los personajes y ser vistos desde lejos. Y de designar estas caras también pasó a significar los personajes que las llevaban. Otra etimología explica que provendría del verbo latino personare, que significa "resonar" o "sonar mucho". La voz persona se habría utilizado para nombrar las máscaras de los actores, porque al declamar con ellas su voz adquiriría una mayor resonancia. Desde este significado se explicaría también el sentido de personaje de una tragedia o comedia, que igualmente tuvo el término persona para los latinos. Por último, en la actualidad, se ha creído hallar su raíz en la palabra etrusca phersu, que significaba las máscaras teatrales y, por consiguiente, también a los tipos dramáticos o personajes genéricos. Constatamos, pues, que estos tres sentidos etimológicos de persona guardan una cierta relación entre sí, ya que todos aluden al personaje teatral. Tomás de Aquino que, gracias a Boecio, conoció los dos primeros, infirió que, debido a que los personajes representados en el teatro eran famosos o valiosos (dioses, semidioses, héroes, reyes, generales...), la palabra persona sirvió también para designar a los hombres que tenían una cierta dignidad (Suma Teológica, I, q. 29, a. 3, ad 2) 23. De ahí que aún hoy en día se diga del hombre que es importante que es un personaje. En síntesis, podemos advertir que, tanto si se atiende al sentido usual de persona como al sentido etimológico, siempre se pone de relieve que significa al hombre, pero poseyendo un rango peculiar, un valor diferencial que le distingue de los otros seres. A pesar del remoto origen de la palabra, en la antigüedad no se descubrió que todo hombre es persona y, por consiguiente, no se planteó el esclarecimiento de su esencia, ni el fundamento de su dignidad. No obstante, la filosofía antigua no permaneció ajena al estudio del hombre y, a pesar de no considerarlo persona, vislumbró algo de su dignidad. Así, entre sus antropologías más representativas se encuentran doctrinas muy profundas sobre la esencia humana, sus constitutivos, características, acciones y finalidad, pero que silencian su dimensión personal. En la concepción platónica, se considera que el hombre es propiamente un alma y que el cuerpo es algo sobrevenido o accidental. Precisamente, una de las grandes aportaciones de Platón fue el enfrentar a este cuerpo material, el alma que es un espíritu y, consiguientemente, inmortal. Además, al concebir los griegos a los dioses como seres vivos inmortales, Platón afirmó que el alma humana era un dios y, por tanto, que los hombres tenían un carácter divino. De su divinidad se infería que su comportamiento 23 Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3, ad 2. 53 La persona humana debía consistir básicamente en la contemplación de lo espiritual. Por tanto, para Platón la dignidad del hombre consistía en esta naturaleza divina de su alma y en una conducta adecuada a la misma. Para Aristóteles el hombre también estaba dotado de alma, pero ésta ya no es un dios inmortal, como el alma platónica, sino la forma de un cuerpo material y mortal24. Como el cuerpo es mortal, su alma o forma también es perecedera con él. Pero el alma del hombre supera a las de los otros seres vivientes por su entendimiento y, por ello, la racionalidad o intelectualidad es lo que caracterizaba al hombre. Por consiguiente, en la antropología aristotélica el hombre tiene un valor, una dignidad, por su carácter racional. Este criterio encierra graves inconvenientes ya que, al poner en la inteligencia el fundamento de la dignidad humana, en una lectura literal de Aristóteles se desprende que los niños, los muy ancianos, los enfermos mentales o cualquier hombre que carezca de ella no es persona, no tiene valor. Además, según este mismo criterio, como existen grados y diferencias en la racionalidad de los hombres, se seguiría que habría categorías de personas. Con motivo de la revelación cristiana, la filosofía intentó establecer cuál era la esencia de la persona, o su constitutivo formal, así como sus propiedades esenciales. El problema de la persona se presentó con todo su rigor a partir de dos verdades reveladas: el misterio de la Encarnación y de la Santísima Trinidad, centrados ambos, en su formulación, sobre lo que es la persona. De este modo, por motivos estrictamente teológicos, dedicaron sus esfuerzos al tema de la persona la mayoría de los pensadores cristianos medievales (Agustín de Hipona, Boecio, San Bernardo de Claraval, Ricardo de San Víctor, San Buenaventura, Tomás de Aquino y Duns Escoto), así como los continuadores de la escolástica (Capreolo, Cayetano, Bañez, Suárez...) (Forment 1983, 1984). Sin embargo, en este rápido esbozo de la presencia del tema de la persona en la historia del pensamiento debemos señalar que, a partir del Renacimiento y durante toda la edad moderna y parte de la contemporánea, se produjo un cierto retroceso, en cuanto que los filósofos ya no trataron de la persona sino del hombre. No obstante, en la primera 24 Para entender mejor en qué sentido el cuerpo es materia prima, recordemos, como se decía en el capítulo anterior (parágrafo 3.1) que, aunque ordinariamente hablamos del «cuerpo» del ser vivo como sinónimo de organismo constituido, propiamente el cuerpo no es tal organismo vivo, sino el conjunto de órganos que lo constituyen. El cuerpo es posibilidad, mientras que el alma es actualidad. Igualmente, recordemos que, en Aristóteles, el alma explica qué es el ser vivo, le hace ser lo que es (le da entidad) e indica para qué está, su finalidad. 54 Lecciones de Antropología para la psicología clínica mitad del siglo XX apareció un cierto personalismo que, al considerar la dimensión personal del hombre y exaltar su valor, quiso entroncar con la tradición cristiana. En general, podemos decir que todas las corrientes personalistas contemporáneas tienen como denominador común la afirmación de la preeminencia de la persona sobre todo lo demás25. Sin embargo, el personalismo expresado por Mounier posee una peculiar concepción sobre qué es la persona que conviene analizar críticamente (Díaz y Maceiras 1975, Forment 1985a, Forment 1985b, Forment 1990). Para dicho personalismo, ser persona no consiste en poseer unas características esenciales propias, que permitan al hombre actuar libremente, de un modo personal, sino que significa obrar de tal manera que el individuo mediante sus actos devenga persona. Así pues, ser persona es algo que hay que conquistar por sí mismo, una autocreación propia: la persona no es un principio o constitutivo metafísico intrínseco, raíz de todas las propiedades personales y fundamento de su máxima dignidad, sino que este personalismo concibe la persona no como el origen de un proceso, sino como el fin de una actividad constituyente, totalmente voluntaria y libre. Por consiguiente, el constitutivo formal de la persona será la libertad de elección y la actividad autocreadora que le sigue: el hombre por naturaleza o de modo esencial no es persona, pero mediante su libertad puede hacerse persona y conseguir así una máxima dignidad. De esta manera, el personalismo de Mounier distingue entre individuo y persona: el hombre en cuanto tal es un individuo, una mera parte de la especie humana, desprovisto de originalidad y autenticidad. Pero este individuo puede salir de la vulgaridad si opta por hacerse persona. Esta opción personalizadora implica la libre adhesión a una jerarquía de valores, y su realización concreta en la propia vida humana. De este modo, el hombre estará comprometido, poseerá una vocación encarnada, y vivirá en comunión con los demás; es decir, conseguirá alcanzar las tres dimensiones fundamentales de la persona que Mounier describe en varias de sus obras (1990 [1932-1935]: 203). Este proceso por el que el hombre pasa de ser mero individuo a convertirse en persona requiere no sólo un gran esfuerzo, sino una vigilancia continua ya que, además de conquistarse el ser personal, éste debe ser mantenido. Por consiguiente, según esta concepción personalista, el hombre debe elegir entre varias opciones: puede continuar 25 Mounier, el personalista más conocido y que logró un notable auge para esta nueva tendencia, definió el personalismo en los siguientes términos: "Llamamos personalismo a toda doctrina y a toda civilización que afirma el primado de la persona humana sobre las necesidades materiales y sobre los mecanismos colectivos que sustentan su desarrollo" (1976 [1936]: 72). 55 La persona humana siendo un individuo, un hombre, tal como es por naturaleza; o puede llegar a constituirse en persona. Pero, aun dentro de esta segunda opción, el hombre puede ser persona en mayor o menor grado, según la intensidad de su encarnación, de su comunicación hacia los demás, de su vocación o conversión íntima y de su compromiso en la acción; y también puede dejar de ser persona si no es fiel a su proyecto abierto. De la anterior caracterización se desprende que, según esta doctrina personalista, existirían diferentes categorías de personas porque no se daría el mismo nivel en las acciones personalizadoras, que podrían ser clasificadas en distintos grados. Además, si la persona no es, sino que se hace, no sólo podría desprenderse que en muchos momentos de su desarrollo vital el ser humano no es persona, sino que también se deduce que no todos los hombres son o serán personas. En realidad, estos personalistas lo que hacen es considerar a la persona desde una perspectiva ética que toman como metafísica; confunden los planos metafísico (u ontológico) y ético. Así, cuando afirman que hay que llegar a ser personas, lo que de hecho quieren decir es que hay que ser buenas personas. Pero, con ello, no dicen lo que es la persona, no dan una noción metafísica de la misma. La definición clásica de persona, según la cual “la persona es la substancia individual o primera de naturaleza racional” fue formulada por Boecio en el Liber de persona et duabus naturis contra Eutychen et Nestorium (1847 [512]). Tomás de Aquino aceptó esta definición de Boecio aunque amplió el significado de sus términos, con lo que modificó la concepción de Boecio sin advertirlo explícitamente. Este hecho ha dado lugar a varias confusiones e interpretaciones erróneas de la doctrina tomista de la persona. Así, muchos han considerado que para Santo Tomás la substancia primera, hipóstasis o supuesto sería un género, la persona una de sus especies y la racionalidad la diferencia específica. Sin embargo, esta interpretación de la persona como algo esencial que se diferencia del supuesto por una determinación de la esencia, a saber, la racionalidad, no expresa la verdadera concepción de la persona del Aquinate. Para Tomás de Aquino, "persona significa lo que es más perfecto de toda la naturaleza; a saber, lo subsistente en la naturaleza racional" (Suma Teológica, I, q. 29, a. 3). Así pues, persona es el nombre que se da a los individuos de naturaleza racional o, de acuerdo con su terminología metafísica, a los subsistentes, o seres singulares, racionales: la persona es un todo completo, es decir, no es ni un accidente, ni un universal, ni una parte substancial, ni una substancia incompleta, ni tampoco una substancia singular común. La persona es un ente concreto y singular, un individuo; lo que metafísicamente se expresa con los términos substancia primera, hipóstasis y supuesto. Por tanto, la 56 Lecciones de Antropología para la psicología clínica persona es un ente substancial o substancia primera; pero, advierte también que: "el nombre persona no es impuesto para significar al individuo por parte de su naturaleza, sino para significar una realidad subsistente en tal naturaleza" (Suma Teológica, I, q. 30, a. 4). Por consiguiente, la persona no sólo es completa en el orden esencial sino también en el entitativo, pues con la expresión de substancia individual, o su equivalente de supuesto, que aparece en la definición de Boecio, Tomás de Aquino no entiende la mera esencia substancial individual, sino ésta y el subsistir, que es el existir por sí mismo y en sí mismo (per se et in se) o de modo autónomo e independiente26. 1.2. Valor y dignidad de la persona: la persona como fin Antes nos referimos a cómo el término “persona” no sólo significa al hombre, sino al hombre en cuanto portador de una cierta dignidad. En términos generales, entendemos por “valor” aquello que es captado como importante y mueve nuestra acción. El valor es un aspecto del bien. En ese sentido, el bien puede considerarse en su cualidad de bien, es decir, bajo el aspecto de la perfección, de la plenitud de ser: es el bien como valor. Pero el bien también puede ser considerado como la finalidad de mi actividad, como el objeto de una tendencia, como lo que hay que realizar o alcanzar: es el bien como fin. Un bien es fin para una acción en la medida que es digno, por el motivo que sea, de ser amado. Del mismo modo, un bien sólo es valor si es susceptible de despertar el movimiento de la tendencia que le corresponde. Una cosa tiene siempre un valor adjetivo. Ello no significa que no pueda valer por sí misma, esto es, decir razón de fin; sino que no puede valer para sí. La palabra valor, como la de verdad, conviene a las cosas no en sí mismas, sino en tanto que objeto para alguien que las ama o conoce. Pero la relación objetiva que da a las cosas su valor o su verdad no es la misma. Mientras las cosas son verdaderas en tanto que capaces de informarnos de su razón de ser, son valiosas, en cambio, en tanto que capaces de entregar al hombre no su razón de ser sino su ser mismo y, por lo tanto, capaces de perfeccionarlo ontológicamente. Así pues, 26 Si la persona es aquel ente que, en su individualidad de substancia primera, subsiste de tal manera que posee conocimiento intelectual, voluntad libre y una suprema dignidad, es, precisamente, por su modo de poseer el ser. Por consiguiente, la perfección y dignidad de la persona, así como todas sus propiedades, tendrán su origen y fundamento en el ser (esse) propio que posee, que será, por tanto, lo que constituye a la persona como tal, es decir, su constitutivo formal. De esta manera, la persona es más perfecta que el mero supuesto porque es una más plena participación del esse, en las criaturas, y es el mismo esse en Dios. De aquí que se afirme que la persona es lo más perfecto que hay en toda la naturaleza: id quod est perfectissimum in tota natura (Suma Teológica, I, q. 29, a. 3) (Tomar 1993a). En otras palabras, la persona comparte el ser con Dios, lo que en la metafísica tomista de la persona explica que sea lo más perfecto que hay en toda la naturaleza. 57 La persona humana las cosas adquieren sentido en su subordinación a la persona. Por tanto, mientras que las cosas no tienen más que un valor particular y parcial, la persona, en cambio, tiene un valor universal. Sólo la persona dice razón de todo, porque tan sólo ella posee la facultad de encerrar dentro de sí, de reducir a su propio modo, la creación entera (Tomar 1993b). La persona humana, al igual que el resto de las criaturas, posee una finitud entitativa que la hace acreedora de una perfectio imperfecta al participar de un modo limitado del ser. Pero, incluso no siendo el ser, sino una participación del ser, la persona creada es un individuo más perfecto que todos los restantes individuos, porque es una más plena participación del ser que el resto de las criaturas, que la hace poseedora de conocimiento intelectual y voluntad. El hombre, por el hecho de ser persona, posee una dignidad que viene reclamada por su propia naturaleza. Esta suprema dignidad de la persona humana constituye un principio metafísico fundamental que implica que la persona no pueda ni deba ser tratada como un objeto, como una cosa, sino que exige que sea siempre considerada como alguien, como un sujeto. Sólo el ser humano, de entre todos los seres de la tierra, es persona y por ello es lo más valioso, lo más digno. Mientras todos los demás seres tienen una naturaleza particular, parcial, y dicen razón de parte; la persona, en cambio, emerge entre ellos dotada de los caracteres de un todo. Entre todas las criaturas, únicamente la persona es buscada por sí misma y es un fin, mientras que los otros seres son medios para la persona. Por consiguiente, sólo la persona se nos presenta como siendo propia y plenamente un bien, ya que sólo ella dice razón de fin y no simplemente de medio. De ahí que, si estableciésemos una escala de los seres según su mayor o menor perfección, comprobaríamos que en los niveles inferiores a la persona humana existe una primacía o superioridad de la especie sobre el individuo, ya que este último está al servicio de la especie. Únicamente en el grado personal de la escala se da una primacía de lo singular, una primacía del individuo concreto y singular, y no una subordinación a la especie. Esta suprema dignidad de la persona humana constituye un principio metafísico fundamental que implica que no pueda ni deba ser tratada como un objeto, como una cosa, sino que exige que sea siempre considerada como alguien. Y esto es así porque cada una de las personas es única e irrepetible, y goza de un valor absoluto por sí misma. No existen dos personas exactamente iguales. Las personas somos únicas e irrepetibles y, por tanto, irremplazables. Esta perfección de la persona humana no se encuentra reproducida en un único tipo de seres, sino que está realizada de dos modos diversos: como persona masculina y 58 Lecciones de Antropología para la psicología clínica como persona femenina. Hombre y mujer son iguales en cuanto personas. Consecuentemente, hombre y mujer también son iguales en cuanto a dignidad. Así pues, ser hombre o mujer no comporta ninguna limitación respecto a la persona y su dignidad; ambos poseen idéntica dignidad personal. Sin embargo, también es cierto que esta igualdad fundamental no anula la diversidad en cuanto a su peculiar modo de realización de la persona humana. No se puede explicar ni entender adecuadamente lo que es el ser personal, lo que es la persona, sin referirse a la masculinidad y a la feminidad como diferentes valores particulares de la persona humana que son entre sí complementarios. Masculinidad y feminidad no son entre sí ni superiores ni inferiores; no se puede establecer una primacía o jerarquía entre ellos, sino que son iguales en el sentido de que pertenecen al mismo valor personal y se perfeccionan o complementan mutuamente27. 2. La persona como ser social 2.1. La sociabilidad humana La sociabilidad humana es un hecho de experiencia común. Lo social aparece como una característica de la vida humana que implica pluralidad, unión y convivencia (Rodríguez Luño 1982: 147). El hombre histórico se concreta en comunidades y asociaciones. La familia, la nación y el Estado constituyen algunas de esas entidades sociales. La evidencia del hecho de que el hombre vive y convive en sociedad se impone por sí misma. Ahora bien, ¿cuál es la causa eficiente o que está en el origen de esa sociabilidad humana? Básicamente nos encontramos con tres tipos de respuesta (Rodríguez Luño 1982: 148-152): la teoría contractualista, la conocida como teoría naturalista y la teoría de la naturaleza social del hombre (o teoría del derecho natural). La teoría del pacto o contrato social afirma que la sociedad humana tiene su origen y fundamento en un pacto o libre acuerdo entre los individuos. Esta teoría, que está en la base del liberalismo clásico, ha sido defendida por autores como Hobbes, Locke y Rousseau. Así, Hobbes considera que la naturaleza humana es esencialmente egoísta y 27 No obstante, debe reconocerse que, a lo largo de la historia y lamentablemente también hoy en día, muchas veces no se ha respetado la dignidad personal de la mujer, y a menudo tampoco se han valorado, ni apreciado, todas sus aportaciones desde sus originales matices femeninos, tan necesarios y complementarios como los masculinos. Las relaciones interpersonales recíprocas entre el hombre y la mujer no han sido a menudo justas. Se han dado y se dan situaciones discriminatorias y de explotación respecto a la mujer en diferentes ámbitos de la sociedad. También es cierto que cuando el hombre coloca a la mujer en una situación de desventaja o discriminación, además de no tratarla de acuerdo con su dignidad personal, tampoco se comporta él mismo según su propia dignidad de persona. Por tanto, en ambos queda despreciada la dignidad de la persona humana. 59 La persona humana antisocial. En esa situación de inseguridad y temor en la que el hombre es un lobo para el hombre, los hombres renuncian al interés personal y a su derecho absoluto sobre los bienes materiales mediante un pacto en el que se constituye el Leviatán: un poder fuerte, absoluto, pero más amable que el poder del hombre, capaz de formar las voluntades, y que surge del pacto de cada uno con todos los demás (Hobbes, Leviathan, II, cap. 17). Por su parte, Rousseau supone que el estado primitivo del hombre era asocial y que, en aras de un mayor perfeccionamiento, la sociedad se constituye gracias a un contrato social por el que los individuos ceden sus derechos en favor de la comunidad y del poder civil que representará la voluntad general28. En lo que se refiere a la teoría naturalista, que tiene en Hegel a uno de sus máximos exponentes, considera la sociedad como un todo orgánico que se constituye como la última fase conocida de un proceso evolutivo de la realidad (materia o espíritu), que se rige por las rígidas e inflexibles leyes del determinismo universal. Esta tesis está en el substrato de los planteamientos políticos totalitarios. Por último, la tercera respuesta —sostenida por Aristóteles y Tomás de Aquino, entre otros— afirma que el hombre es social por naturaleza; es decir, que el origen, causa eficiente o fundamento de la sociedad radica en la propia naturaleza humana que tiene en la sociabilidad una de sus características esenciales. Existe, pues, una inclinación natural del hombre a vivir en sociedad. Ya a los griegos les resultaba imposible concebir al hombre en estado de aislamiento. Aristóteles señaló que el hombre es por naturaleza politikón zôion, animal social y político (Política, I, 1252 b; Ética a Nicómaco, IX, 9, 1169 b). El ser humano nace ubicado en una familia y en una sociedad civil determinada por necesidad natural. Los hombres necesitan de los demás para alcanzar sus propias perfecciones individuales. Esta perfección, desde el punto de vista finalista, no puede lograrse en la soledad, puesto que el hombre aislado no puede bastarse a sí mismo. La comunidad es el espacio donde puede sobrevivir el hombre en cuanto hombre. De ahí que el Estagirita insista en la idea de que un hombre que fuera incapaz de formar parte de una comunidad política sería o 28 "Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo [...]. Lo que pierde el hombre con el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le apetece y puede conseguir; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee" (Rousseau, Contrato social, 1, c. 8). 60 Lecciones de Antropología para la psicología clínica un animal inferior o bien un dios29. Tomás de Aquino apunta algunas razones por las cuales se constata que el hombre tiende naturalmente a vivir en sociedad: el hombre no se basta a sí mismo para atender a las necesidades de la vida; precisa de la ayuda de los otros para conocer lo que necesita para su subsistencia y procurárselo; es esencialmente comunicativo, como lo demuestra el hecho del lenguaje. La natural dependencia recíproca de los hombres en la consecución de sus finalidades específicas, así como la existencia en todos los individuos de una fuerte tendencia a la unión con sus semejantes, prueban el carácter social de la naturaleza humana. De hecho, los hombres ya nacen en el seno de la sociedad; al principio de su vida la necesitan ineludiblemente, y cuando llegan a la edad adulta no se pueden separar de ella totalmente, sino con grave perjuicio para su bienestar físico y espiritual30. La constitución corporal y anímica del hombre condiciona su propia supervivencia a la ayuda de los demás durante un tiempo comparablemente más largo que en los demás animales. Incluso el despertar y el desarrollo de sus facultades espirituales dependen estrechamente de la ayuda y enseñanza de sus congéneres. En este sentido, la madurez psicológica del entendimiento y de la voluntad está condicionada por la ayuda de los demás, por lo que sería muy difícil distinguir de un irracional al individuo humano que hubiese crecido en soledad, en un estado de total aislamiento. Gracias al lenguaje podemos heredar los conocimientos, técnicas y valores que la humanidad ha ido perfeccionando durante siglos y que ningún individuo podría alcanzar partiendo en solitario de cero. Pero este instrumento natural que es el lenguaje únicamente se actualiza como tal, como lenguaje humano, en el marco de la sociedad. Por consiguiente, más allá de la propia supervivencia, la existencia humana en cuanto tal, implica la satisfacción de una serie de necesidades materiales y espirituales (morales y culturales) que exigen naturalmente la sociabilidad. El origen de la sociedad es, pues, natural. Además, el hombre no sólo necesita recibir de los demás, sino también dar, comunicar, compartir. La propia condición del ser humano hace de él un ser naturalmente social y nacido para la convivencia. La persona es un ser que siente la necesidad de relacionarse con los otros hombres, de mantener con ellos relaciones interpersonales. De este modo, la sociedad es una exigencia de la persona no sólo 29 "De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre" (Aristóteles, Política, I, 1253 a). 30 Más sobre este particular en el parágrafo 3.2 del capítulo III. 61 La persona humana en razón de sus necesidades materiales y espirituales, que no podría satisfacer en soledad, sino, más profundamente, en razón de su propia perfección y plenitud, que se comunica y expande en la mutua comprensión y amistad. El ser humano no está hecho para la soledad, ni tampoco para únicamente coexistir con los demás o ser-con-otro. Si la situación humana es la de ser-con-otro, entonces la persona únicamente "coexiste" con sus prójimos, que siente muy lejanos, como mera "contigüidad física". La sociabilidad humana implica la convivencia, el ser-para-otro. Siendo ésta la realidad del ser humano en cuanto tal, y no habiendo nadie probado (sino simplemente supuesto) ni la existencia de un determinismo universal, ni el carácter egoísta, antisocial o asocial de la naturaleza humana, no parece que el nacimiento de la sociedad se deba a un pacto más o menos explícito, ni al mutuo consentimiento entre los hombres, sino más bien a una imperiosa inclinación de la naturaleza y a una necesidad ineludible para la inmensa mayoría de los hombres. Ahora bien, no existe oposición entre el carácter natural de la sociedad y el papel de la libertad en su formación. La sociedad humana en general es una institución natural, fundamentada en la naturaleza humana. Pero, libremente y por mutuo acuerdo o convención, los hombres fundan o establecen sociedades concretas y particulares que tienen elementos esenciales, geográficos, culturales o históricos específicos. Por consiguiente, el fundamento natural de la sociedad humana permite comprender lo que la sociedad tiene de libre y de necesario, es decir, aquellos elementos que dependen de la libertad humana y los que se fundamentan en la propia naturaleza del hombre. Podríamos definir la sociedad como la unión de varios hombres que cooperan de una manera estable para la consecución de un bien común. La diversidad de los bienes y fines necesarios para la vida explica la variedad de agrupaciones o sociedades existentes: la familia, el Estado, sociedades culturales, recreativas, comerciales... No obstante, atendiendo a diferentes criterios, las sociedades humanas se pueden clasificar como: simples o compuestas, según estén constituidas por simples individuos (como, por ejemplo, la familia) o por otras sociedades de rango inferior (como la nación), respectivamente; necesarias, cuando se constituyen por necesidad natural (la familia y la sociedad civil), o libres si se forman por elección voluntaria de sus miembros (asociación cultural); civiles o religiosas; también pueden ser perfectas o completas, si poseen por sí todos los medios suficientes para lograr el bien humano y no dependen directamente de otras, o bien imperfectas o incompletas, en el caso contrario. El objeto de nuestro interés implica que el análisis deba centrarse en la sociedad civil que, de acuerdo con los 62 Lecciones de Antropología para la psicología clínica anteriores criterios de distinción, podemos calificar como una sociedad compuesta, necesaria, civil y perfecta o completa31. Frente a las teorías individualistas (contractualistas o liberales) que niegan que la sociedad civil tenga una entidad propia (pues depende totalmente de la voluntad de sus miembros) y las doctrinas colectivistas y naturalistas que le asignan una entidad substancial a la que deben subordinarse los individuos, debemos señalar que la sociedad civil tiene una entidad accidental, ya que sólo las personas son individuos subsistentes. Pero esa entidad accidental de la sociedad civil, además de ser propia y específica, es necesaria. Actualmente la sociedad civil suele constituirse bajo la forma de Estado o sociedad política, si bien ha adoptado diferentes modos de organización a lo largo de la historia: tribus, pueblos, ciudades-estado, imperios, etc. Ya hemos examinado el carácter natural del origen, causa eficiente o fundamento de la sociedad civil. Aunque en dicho análisis ya se señalaba o apuntaba implícitamente su finalidad, ahora nos corresponde determinar la causa final o fin de la sociedad civil de un modo más preciso. Se ha comentado anteriormente que la teoría contractualista está en la base del liberalismo: a través del contrato social el individuo pierde su libertad natural y el derecho ilimitado a cuanto provoca su apetito y está a su alcance, pero gana a cambio la libertad civil y la propiedad de cuanto posee. Por consiguiente, al no reconocer la naturaleza social del hombre y ver en él ante todo un ser esencialmente libre, el liberalismo afirma en consecuencia que el fin propio de la sociedad civil (o bien común que los hombres buscan en la misma) consiste únicamente en la defensa de los derechos y libertades individuales, estableciendo para ello un orden jurídico que armonice dichos derechos y libertades y los componga entre sí. La armonización y composición de las libertades es el fin de la sociedad y el objeto del orden jurídico. Así pues, el establecimiento del bien común es función de la autoridad a través de la ley, y consiste en determinar los límites de los derechos y libertades individuales en el marco de la máxima libertad posible para todos. Por su parte, el totalitarismo, que fundamenta el origen de la sociedad en teorías naturalistas o en un evolucionismo ya sea material o dialéctico, considera que el Estado es un fin en sí mismo, al que se subordinan todos los derechos y libertades de los 31 Puede definirse la sociedad civil como "la agrupación de personas y familias que pueden alcanzar suficientemente los bienes que el hombre necesita, y cuyas autoridades supremas no dependen de otras (independencia o soberanía jurídica). Es la comunidad más perfecta en el orden natural, porque se ordena al bien común natural del hombre, en toda su extensión; y a la vez tiene todos los medios para lograrlo, a diferencia de las familias" (Rodríguez Luño 1982: 156). 63 La persona humana individuos. Por consiguiente, para el totalitarismo el fin de la sociedad civil es el bien del Estado. El estado totalitario no tiene otro fin que él mismo; no es una entidad al servicio de la persona sino que, por el contrario, todo es por y para el Estado, incluidos los individuos. Finalmente, desde la teoría que afirma la naturaleza social del hombre (o teoría del derecho natural) —y que constituye el referente conceptual de este análisis que pretende centrarse en la propia realidad de lo humano y de lo social— se considera que el fin intrínseco o bien común de la sociedad civil es aquello por lo que los hombres han conformado la sociedad civil. Así, el fin o bien común de la sociedad política comprende aquel conjunto de condiciones de la vida social con las que los hombres puedan conseguir con más plenitud y facilidad su propia perfección. En este sentido, los hombres buscan en la sociedad civil aquel conjunto de bienes útiles que no pueden obtener por sí solos o en familia y que necesitan para poder realizarse íntegramente como personas, tanto a nivel físico, como intelectual y moral. Por consiguiente, esos bienes que son fin de la sociedad civil no sólo comprenden la defensa de los derechos y libertades individuales, familiares y profesionales; sino también la suficiencia de medios y condiciones de acción que ayuden a los individuos a un mejor cumplimiento de sus fines humanos que se concretan en la realización integral de la persona humana en sus dimensiones física, moral e intelectual. En definitiva, la noción de bien común (Tomar 2007b) asume la realidad del bien personal y la realidad del proyecto social en la medida en que las dos realidades forman una unidad de convergencia: la sociedad civil o comunidad. El bien común es el bien de la comunidad. El bien común no sólo se concentra en los bienes materiales como muchos suponen, sino que también engloba otras riquezas de corte cultural, intelectual, moral y espiritual. Estos bienes no son siempre adquiridos por la gestión gubernamental del Estado; sino que éste debe garantizar, agilizar y facilitar su crecimiento, procurando ser una institución de servicios y no de imposiciones, aunque en ciertos casos debe intervenir directamente por causa del derecho que le confiere la ley. 2.2. El amor humano Después de abordar la cuestión sobre el origen de la sociabilidad humana y constatar su carácter natural, comprobaremos cómo la sociabilidad natural del hombre tiene en el amor de amistad o de persona su fundamento. Por el contrario, el amor de dominio, el egoísmo e incluso el odio están en la base del individualismo, de la 64 Lecciones de Antropología para la psicología clínica indiferencia y de la violencia que son evidentes obstáculos de dicha sociabilidad y destructores de la sociedad. a) El amor y sus significados En tanto que ser espiritual subsistente, la persona es un ser que se posee a sí mismo y es dueño de sus actos. Ser persona quiere decir ser libre y consciente de sí, saber de sí y disponer de sí. En realidad todas esas características están relacionadas, ya que para disponer de sí es preciso ser libre y la libertad presupone el conocimiento y conduce al autoconocimiento32. También se ha definido a la persona como un ser dotado de intimidad, incomunicable (en cuanto que es él y no otro) y como un ser abierto, hecho para la comunicación. En este último sentido se ha puesto de manifiesto que el "yo" solamente se constituye en relación con el "tú". Pero, quizás, la característica que engloba todas las demás es la capacidad de amar y de ser amado (Tomar 1993c). Así, numerosos autores han caracterizado o definido a la persona como el único ser que puede amar y ser amado. El amor es una exigencia ontológica y ética de la persona. Ahora bien, llegados a este punto se nos plantea la ineludible tarea de responder a la pregunta ¿qué es el amor? En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española encontramos la siguiente definición del amor: "Sentimiento que mueve a desear que la realidad amada, otra persona, un grupo humano o alguna cosa, alcance lo que se juzga su bien, a procurar que ese deseo se cumpla y a gozar como bien propio el hecho de saberlo cumplido". Aunque esta definición se corresponde con un tipo de amor (el de amistad), adolece de un error de partida, pues identifica el amor con un sentimiento, cuando, como veremos, el amor es propiamente la forma o acto de una facultad apetitiva o tendencial. Si nos centramos simplemente en el uso del término y sus significados, comprobamos que se usa el término "amor" para designar actividades, o el efecto de actividades, muy diversas33. Así, el amor es visto, según los casos, como una inclinación, como un afecto, un apetito, una pasión o aspiración; y también como una cualidad, propiedad o relación. Por tanto, según su definición usual, el amor es una actividad 32 Para abundar en este particular, véase cap. I, parágrafo 1.2, punto b. Se habla de muy diversas formas del amor: amor físico, o sexual; amor maternal, amor como amistad; amor al mundo; amor a Dios... También abundan los intentos de clasificar y ordenar jerárquicamente las diversas clases de amor. Así, por ejemplo, C. S. Lewis en su obra titulada Los cuatro amores (1991 [1960]) habla del "amor hacia lo subhumano" (como el amor a la Naturaleza, al paisaje, a la patria, etc.) que no es propiamente un amor sino un "gusto por". Según este autor los amores son el afecto (que incluye el amor o la afección por ciertos animales), la amistad, el eros y la caridad. Muchas de las distinciones propuestas recomiendan el uso de varios términos ("agrado", "gusto", "afecto", "atracción", "deseo", "amistad", "pasión", "caridad", etc.) pero persisten en agrupar sus significados bajo el concepto común de "amor". 33 65 La persona humana multiforme que puede provenir de múltiples sujetos (que aman o tienen amor), y que puede referirse a múltiples objetos (que son amados o a los que se tiene amor): Dios se ama a sí mismo y ama a todas las criaturas; el hombre se ama a sí mismo, y ama a los seres superiores, a los iguales y a los inferiores a él; los animales irracionales aman a sus congéneres, sus crías, sus alimentos, etc.; las plantas aman la luz y el agua... Centrándonos en el caso de la persona, el amor vendría a ser la fuerza primordial de su espíritu dotado de actividad volitiva: el amor sería una actitud de la voluntad, una fuerza afirmadora y creadora de valores. Propiamente, el amor es una tendencia que mueve a desear el bien de la realidad amada (otra persona, un grupo humano o alguna cosa), así como su posesión o identificación con ella. Esta multitud de significados complica extraordinariamente el intento de una comprensión unitaria del término "amor", si bien, por otra parte, hace comprensibles hasta cierto punto las diversas acepciones que se han dado acerca del amor, ya en su ámbito metafísico y cósmico-metafísico, ya en el contexto de una relación personal. Así, Empédocles, por ejemplo, fue el primer filósofo que utilizó la idea del amor en sentido cósmico-metafísico, al considerar el amor, junto con la lucha o conflicto, como principios de unión y separación, respectivamente, de los elementos que constituyen el universo. Platón, por su parte, dedicó especial atención al tema del amor en sus diálogos El banquete y Fedro, mezclando motivos metafísicos con otros humanos y personales34. En casi todos los filósofos griegos hay referencias al tema del amor, ya sea como principio de unión de los elementos naturales, ya como principio de relación entre seres humanos. Pero, después de Platón, sólo en los pensadores platónicos y neoplatónicos es considerado el amor como un concepto fundamental35. Como síntesis de la concepción griega del amor, podríamos caracterizar esta visión como un movimiento del amante (supuestamente imperfecto) hacia lo amado (supuesta perfección, o belleza y bondad sumas). El amor sería, pues, aspiración a la perfección. Sin embargo, tal y como comprobaremos más adelante, esta concepción 34 Para Platón, el amor en tanto que amor sensible (eros) puede transformarse en amor a la sabiduría, con lo que se pasa de una forma terrenal de amor a otra divina. El amor culmina necesariamente en el deseo del bien, pues el amor a lo particular y humano refleja una participación en la Idea de Belleza. Así, el amor a las diversas bellezas mundanas (y el amor es inclinación a lo bello) conduce a la obtención del supremo o puro conocimiento, y contemplación, de la Idea eterna de Belleza. Si el amor es inclinación a lo bello, los amores a las cosas y seres humanos particulares no pueden ser sino reflejos o participaciones del amor a la belleza absoluta, que es la Idea de lo Bello en sí. Por consiguiente, bajo la influencia del verdadero y puro amor, el alma asciende hacia la contemplación de lo ideal y eterno, hacia el conocimiento puro y desinteresado de la esencia de la Belleza. 35 Esta concepción del amor se reproduce en pensadores como Plutarco, Plotino y Porfirio, si bien en estos dos últimos adquiere especial relevancia una concepción metafísico-religiosa del mismo. 66 Lecciones de Antropología para la psicología clínica griega del amor supone una visión parcial o incompleta, ya que el amor no es sólo una apetencia del bien o aspiración a la perfección, sino también una comunicación de la propia perfección o bondad. Hoy en día, dentro de nuestro contexto cultural posmoderno, donde el pensamiento está debilitado y la voluntad inhibida, en la mayoría de las ocasiones se reduce el amor a un mero sentimiento. Conviene aclarar esta cuestión y comprobar que, si bien existe un estado afectivo que acompaña al amor, éste no se reduce a un sentimiento o emoción sino que, propiamente, el amor se inscribe en la vertiente tendencial de la persona. Como ya se adelantó al final del primer capítulo, en la persona existen tres vertientes o dimensiones fundamentales: la cognoscitiva, la tendencial y la afectiva36. Emociones, sentimientos y pasiones constituyen el conjunto de fenómenos afectivos37. En los últimos años, sobre todo a partir de la publicación en 1995 de la obra de Daniel Goleman Inteligencia emocional, el conocimiento y desarrollo de la vertiente afectiva ha cobrado un gran interés y difusión. Se considera que el desarrollo integral del ser humano, su consiguiente éxito personal y profesional, así como su adaptación social, dependen en gran medida de un adecuado desarrollo, cuidado y fortalecimiento de los sentimientos y emociones. Si bien ello es cierto, no debemos confundir o identificar entre sí las distintas vertientes humanas. Como veremos, en su realidad y sentido propio, el amor es una tendencia que mueve a desear el bien de la realidad amada (otra persona, un grupo humano o alguna cosa), así como su posesión o identificación con ella. Evidentemente, siendo el sentimiento la vivencia subjetiva que acompaña a todo acto de conocimiento y 36 Conocimiento, tendencias y afectividad confluyen en el obrar o comportamiento humano. Todas nuestras acciones, incluidas las relaciones personales o intersubjetivas, se inscriben en el marco, armónico o no, configurado por estas tres vertientes o dimensiones fundamentales de la persona. Evidentemente, por carácter o temperamento, algunas personas tienden a ser más racionalistas y priorizan el elemento cognoscitivo; otras se caracterizan por una gran fuerza de voluntad; y otras son más pasionales o afectivas y se dejan llevar más por sus sentimientos o emociones. A pesar de ello, lo ideal es encontrar un adecuado y justo equilibrio entre ambos aspectos: ni racionalismo frío y calculador, ni afectividad ciega o pasión arrolladora. 37 Podemos definir el sentimiento como el aspecto puramente subjetivo de la vida psíquica, que consiste en la impresión agradable o desagradable que produce en el sujeto que conoce o apetece, sin que por sí mismo tenga relación con un objeto. El sentimiento se distingue del conocer y del apetecer, ya que estos se refieren directamente al objeto y transmiten contenidos objetivos; en cambio el sentimiento indica solamente el estado del sujeto. Una emoción sería un sentimiento intenso que provoca una reacción fisiológica u orgánica; un fenómeno afectivo que desarticula las funciones de control e inhibición, provocando una cierta conmoción en el psiquismo. En lo que se refiere al término pasión, designa en la psicología filosófica antigua, medieval y moderna, cualquier tipo de emoción o sentimiento; mientras que en el lenguaje ordinario y en la psicología contemporánea significa tendencia o impulso de gran intensidad que altera el equilibrio de la vida psíquica. Así pues, junto con el tradicional carácter pasivo de la pasión como algo que se sufre o se padece, también debemos destacar su carácter activo como motor que impulsa a la acción. 67 La persona humana de tendencia, el amor también va acompañado de una vivencia subjetiva o sentimiento amoroso. Comprobaremos que existen diferentes tipos de amor que suscitan diversos sentimientos (positivos o negativos) y que al mismo tiempo se traducen en distintos tipos de comportamiento o relación interpersonal. Por tanto, la distinción señalada no tiene como objeto establecer una escisión o compartimentos estancos en el psiquismo humano, sino que dicha distinción, si bien rechaza la identificación de los distintos niveles, se orienta a una adecuada comprensión y justificación de su unidad. Si nos centramos en la consideración metafísica del amor, en su propia realidad o entidad, independientemente de nuestro conocimiento, comprobamos que, en sentido propio, el amor es forma o acto de una facultad apetitiva o tendencial. Como distinguimos tres tipos de apetito (natural, sensitivo e intelectivo), ello implica que también podamos diferenciar tres clases de amor: el amor natural, el amor sensible o sensitivo y el amor racional (también denominado volitivo o intelectivo) (Tomar 1993c: 287-340). El apetito, propiamente dicho, debe implicar movimiento hacia algún objeto, pues ad petere significa moverse hacia algún término. Pero el apetito natural no implica movimiento alguno, sino que es algo estático y permanente, pues sólo supone una entidad ordenada naturalmente hacia otra. De ahí que el apetito natural o innato sea un apetito impropiamente dicho. Y, como el amor natural o innato se identifica con el apetito innato, se sigue que este amor natural, que se da en todas las cosas como inclinación o gravitación hacia lo que les conviene, es un amor impropio o metafórico, un amor impropiamente dicho. En los seres cognoscentes a este amor innato se añade el amor elícito (o consiguiente al conocimiento), que es el movimiento hacia los objetos conocidos como buenos o apetecibles. Así, en sentido estricto, el amor es un acto del apetito elícito, que se refiere al bien presente o ausente simplemente considerado. Pero este amor, que es un acto propio del apetito cognoscitivo, al igual que dicho apetito, se divide en sensitivo (amor sensible) y en intelectivo o racional (amor volitivo): el amor sensitivo es un acto del apetito sensitivo y constituye el amor propia y unívocamente dicho; el amor-volición o amor volitivo, por su parte, es un acto del apetito intelectivo o de la voluntad y es amor en sentido propio y analógico. Por consiguiente, el amor en su definición real incluye dos significados: en sentido propio, el amor es una pasión del apetito sensitivo, un acto que sigue a la forma del bien aprehendida por los sentidos, y por el que se tiende a un bien concreto. Este amor sensitivo es el amor en su significado propio y primario. Ahora bien, el amor no se limita al orden 68 Lecciones de Antropología para la psicología clínica sensible, y por eso hay que distinguir también un amor racional. Este amor racional o volitivo es el amor propia y extensivamente dicho, y con él designamos una tendencia que sigue a la forma de bien aprehendida por la razón. No obstante, tampoco debemos olvidar que este amor racional o volitivo se divide en dos tipos que son análogos con analogía de atribución: el amor de dominio (o de concupiscencia, o de cosa) y el amor de amistad (o de comunión, o de persona). b) Las causas del amor Siendo el amor una tendencia, debe tener un origen y un término, por lo que se le puede atribuir una causa por ambos extremos. Así, la causa por parte de su término es el bien, mientras que la causa por parte de su origen es la semejanza. A esto hay que añadir el conocimiento como la condición necesariamente requerida para que el bien ejerza su causalidad propia. De esta manera, comprobamos que son tres las causas que pueden asignarse al amor: el bien, el conocimiento y la semejanza (Manzanedo 1985). El amor se refiere siempre al bien, pues la causa propia o adecuada del amor es el bien en sí mismo, ya que éste es su objeto propio o adecuado. Pero, aunque el objeto propio del amor sea el bien simplemente considerado o prescindiendo de sus diversos aspectos (presencia, ausencia, etc.), el bien sólo es objeto del apetito sensitivo o intelectivo en cuanto conocido. El amor exige siempre algún conocimiento (directo o indirecto, perfecto o imperfecto) del bien amado. En definitiva, el bien es la causa objetiva del amor en su acepción más amplia, pues actúa como causa final: el amor siempre se dirige a un bien, ya que el bien es el objeto per se del amor38. Por eso el objeto propio del amor es lo bueno considerado como tal: presente o ausente, real o sólo aparente en nuestra aprehensión. Así, si todo agente obra por algún fin y para cada cosa el fin es el bien deseado y amado, entonces resulta que todos los agentes obran siempre por amor a algún bien. Y debemos entender dicho amor universalmente, de modo que incluya el amor racional, el sensitivo y el natural. Además, el bien puede ser fin para un agente y, por consiguiente, objeto de amor de dos maneras: en cuanto tiende a adquirirlo, y en este sentido dice Aristóteles, al principio de su Ética a Nicómaco, que bueno es lo que a todos apetece (I, 38 Si amar es querer algún bien para alguien, entonces es propio del acto de amar el tener dos términos: el bien amado y el sujeto para el que se quiere ese bien. Como después analizaremos, lo que queremos para otro lo queremos únicamente como término medio ("per accidens") y lo amamos con amor de dominio, mientras que el sujeto para el que queremos el bien es amado como término final y por sí mismo ("per se") con amor de amistad o de benevolencia. 69 La persona humana 1, 1094a); y también en cuanto tiende a comunicarlo, y éste es el sentido de: el bien es de suyo difusivo. En consecuencia, el bien y la perfección son el motivo y objeto del amor, pero no sólo en el sentido de que todo ser tiene la inclinación natural a adquirir o conservar el propio bien, sino que la bondad o perfección de un sujeto puede ser también para él su razón de amar en cuanto que la persona tiende a difundir su propio bien o perfección. Por otra parte, el amor puede definirse como una relación unitiva: el amor es una unión; y está precedido, constituido y seguido por una unión o presencia de lo amado en el amante. Lo precede porque el amor se funda en la unión, ya sea sustancial (en el amor de sí mismo), o bien de semejanza (en el amor de otro). Lo constituye, porque el amor es precisamente una unión afectiva, una sintonía de afectos. Y finalmente, lo sigue, porque el amor lleva a la unión real del amante y lo amado. De este modo, la unión implica respecto del amor una triple relación: La unión de semejanza como causa de amor. El primer tipo de unión requerido por el amor, y que es causa (eficiente) del mismo, es unión substancial o numérica en el amor que uno se tiene a sí mismo; y es tan sólo específica, genérica o incluso analógica en el amor que uno tiene a otro al que dice alguna semejanza. Tradicionalmente se han distinguido tres causas del amor: el bien, el conocimiento del bien y la semejanza del mismo. Como hemos visto, el bien actúa como causa final y el conocimiento como condición sine qua non de esta causa. La semejanza en el bien es una causa eficiente del amor: es causa del amor atendiendo a su origen. Ahora bien, existen dos clases de semejanza: una perfecta o en acto (que se da cuando dos sujetos convienen en acto en la misma forma), y otra imperfecta o en potencia (que se establece entre un ser en potencia y un ser en acto; es decir, la que se da cuando un sujeto tiene una forma y el otro no la tiene, pero aspira a tenerla y está capacitado para recibirla). Estos dos tipos de semejanza entre los seres dan lugar a dos clases de amor. Así, como veremos más adelante, la semejanza que se establece entre dos seres que tienen en acto una misma perfección causa amor de amistad; mientras que la semejanza existente entre un ser que tiene en potencia y según cierta inclinación lo que el otro tiene en acto da lugar a un amor de dominio o de concupiscencia (o por lo menos a una amistad utilitaria o de placer). De este modo, pues, se dan dos clases de amor: el que se 70 Lecciones de Antropología para la psicología clínica funda en el acto, es decir, el que une a dos seres perfectos en su orden; y el amor basado en la indigencia o imperfección. La unión afectiva, constitutiva del amor. Si, como hemos analizado, la unión por semejanza es causa del amor, la unión afectiva, intencional, es constitutiva del amor, pues formalmente es el mismo amor. Por esta unión, que constituye esencialmente el amor y que es la unión según la coaptación afectiva, el amante está en el amado y éste en aquel, pues el amor hace que el amante sea, por el afecto, la cosa misma amada. Si antes el objeto y el sujeto se habían hecho uno en el acto de conocimiento, ahora, por el amor, el amante y lo amado se hacen uno de un nuevo modo. Sin embargo, esta relación por la que el amado está presente intencionalmente en el sujeto como razón de obrar, como forma de su actividad, provoca en éste un movimiento que no concluirá ya hasta cerrarse el círculo, hasta que descanse en la unión real con él en su ser físico. La unión real, efecto del amor. Por consiguiente, a la unión meramente afectiva, que se identifica formalmente con el amor y constituye su esencia, le sigue una tercera clase de unión: la unión efectiva o real, en la que lo amado se hace presente o es poseído por el amante. Esta unión real o unión actual que ha de tener el amante con lo amado es la única que aquieta definitivamente el apetito y es según la conveniencia del amor: convivir, conversar, conocerse íntimamente, unirse con el amigo en comunión de vida. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que la unión real a que el amante aspira con el objeto de su amor es diversa, según que este amor sea de dominio o de amistad: por el primero busca gozar de la plena posesión o dominio de su bien; por el segundo busca unirse con su amigo en una comunión de vida, en una participación de la vida personal. En todo caso, propiamente hablando, esta tercera unión es un efecto del amor y, por tanto, una realidad consecuente y no constitutiva del mismo. c) El amor de dominio (o de cosa) y el amor de amistad (o de persona) El amor de dominio (o de cosa o de concupiscencia) y el amor de amistad (o de persona o de benevolencia) son las dos especies del amor humano. Ambas pertenecen al amor racional, por ser las dos formas con que éste se presenta (Tomar 1993c: 305-314; Tomar 2004b). No obstante, debemos aclarar que, aunque también se designe con el término "concupiscencia" al amor de dominio, éste no pertenece al apetito concupiscible, 71 La persona humana no es una pasión, sino un acto de la voluntad. Por otra parte, el vocablo "concupiscencia", ni referido al amor ni al apetito, tiene el sentido moral de desorden producido por no estar sujeto a la racionalidad, sino que se le da este nombre para indicar su impulso hacia las cosas o bienes no personales, pues la misma palabra tiene su origen en la latina cupiditas, que significa deseo39. El amor de amistad o de benevolencia es aquel al que se refiere la definición de Aristóteles de su Retórica: "amar es querer para alguien aquello que se cree bueno, pero no por sí mismo, sino por ese otro" (II, 4, 1380 b 35). Tomás de Aquino, que asume dicha definición, afirma que se da amor de benevolencia o de amistad "cuando de tal manera amamos a alguien que queremos para él un bien". Por el contrario, se da amor de dominio o de concupiscencia: "Si para lo amado no queremos su bien, sino que apetecemos su bien en orden a nosotros, como decimos que nos gusta el vino o el caballo" (Suma Teológica, II-II, q. 23, a. 1). Anteriormente ya habíamos aludido a estos dos tipos de amor (amor de dominio y amor de amistad). Así, al tratar la unión de semejanza como causa de amor y establecer dos clases de semejanza, perfecta e imperfecta, advertimos que la primera es causa del amor de amistad o de persona, y la segunda, del amor de dominio o de cosa. El amor de amistad se funda en la semejanza que se da entre dos seres en acto, ninguno de los cuales busca adquirir algo por medio del amor. El amor de dominio, en cambio, se funda en la semejanza que se da entre un ser en potencia y un ser en acto. También hemos advertido que la unión afectiva o constitutiva del amor, y la unión real o actual que es efecto del mismo, se dan de diverso modo según se trate del amor de dominio o del amor de amistad. En el amor de amistad, el amante desea y se goza en el bien del amado, no por algún provecho o deleite que espere conseguir de esta amistad, sino por la afectuosa complacencia que siente interiormente por su amigo, y que le hace considerar sus bienes, sus males y su voluntad como propios. En cambio, en la unión afectiva que se da en el amor de dominio, el amante busca y se goza en la posesión de la cosa amada, posesión que pretende sea lo más completa posible. Por otra parte, también 39 El término latino concupiscere significa desear, pero en el lenguaje posterior adquirió una connotación de desorden. Sin embargo, "concupiscencia" de suyo designa el deseo de cosas para uno. En sí mismo el nombre no implica desorden, sino unas exigencias de un ente, que es finito, pero que está aspirando a plenitudes en todos los órdenes. Después, el mismo nombre significó algo que sugiere inmediatamente desorden y egoísmo, el no querer más que para uno, quererlo al margen de la perfección moral y anteponiendo el propio deleite, etc. Pero no es con este último sentido con el que aquí lo hemos utilizado. No obstante, a fin de evitar confusiones, en nuestra exposición utilizaremos los nombres de amor de dominio y amor de amistad. 72 Lecciones de Antropología para la psicología clínica es diferente la unión real a la que el amante aspira con el objeto de su amor, según que este amor sea de dominio o de amistad. Por el primero, busca gozar de la plena posesión o dominio de su bien; mientras que por el segundo, busca unirse con su amigo en comunión de vida. Además, si amar es querer algún bien para alguien (Aristóteles, Retórica, II, 4; Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 26, a. 4), entonces el movimiento del amor tiende a un doble término: el bien que se quiere para alguien, o sea, el bien que es fin (finis qui amatur), y la persona para la cual se quiere este bien (finis cui amatur). Lo que queremos para otro lo queremos únicamente como término medio (per accidens), mientras que el sujeto para el que queremos el bien es amado como término final y por sí mismo (per se). Al primero se le ama con amor de dominio que es un amor en el que lo amado no lo es directamente, sino por otro (amor secundum quid); mientras que al segundo le corresponde un amor de amistad que es el amor propiamente dicho, ya que en él el objeto de amor lo es por sí mismo. El amor de dominio y el amor de amistad no son dos especies de un mismo género lógico, sino que existe entre ellos un orden de prioridad y posterioridad en virtud de su analogía (de atribución). El amor propiamente dicho es el amor de comunión, el amor de amistad, que busca al amigo no por el propio provecho o interés egoísta, sino por sí mismo, por su propia dignidad y virtud. El amor de dominio, en cambio, no es amor en sentido propio y primario, sino sólo secundariamente y en cierto sentido. De esta diferencia esencial entre estas dos clases de amor se desprende que el amor de amistad es superior al amor de dominio. Por consiguiente, el amor de dominio es el menos perfecto: se ama una cosa, no en sí misma (per se), sino impropiamente y por relación a otra cosa. El amor de amistad es el más perfecto, ya que con él se ama verdadera y propiamente un bien por sí mismo o como término último, sin referirlo a otra cosa. Por otra parte, si el amor de dominio es el amor que posee un ser que tiene un valor adjetivo, y el amor de amistad es el amor que merece un ser que posee un valor substantivo, resulta que sólo la persona merece ser amada de por sí con este amor propiamente dicho que es amor de amistad, ya que sólo la persona posee un valor substantivo, es un fin para sí y, por consiguiente, sólo ella puede y debe ser amada por sí misma. De aquí se sigue que el amor tiene un orden o norma objetivos: a las personas se las ama por sí mismas (como se ama por sí mismo el fin objetivo), y a las cosas se las ama en orden a las personas (como se ama a los medios por el fin, y al fin subjetivo por 73 La persona humana el fin objetivo). Así, la división del bien en fin y medios sirve de fundamento para esta división del amor en amor de amistad o de persona y amor de dominio o de cosa. Por tanto, la diferencia radical de nuestra relación con las personas respecto de nuestra relación con las cosas se puede expresar también diciendo que nuestro amor a las personas es esencialmente diferente de nuestro amor a las cosas. Las cosas en realidad, en sentido propio, no las amamos, sino que las apreciamos en la medida en que nos sirven. Cuando decimos que amamos una cosa, significamos que participa en nuestro ánimo del amor que tenemos a una persona o que nos tenemos a nosotros mismos. Esto nos confirma en la idea de que el amor propiamente dicho sólo es posible con respecto a las personas y que únicamente se refiere a las cosas en la medida en que éstas son consideradas en su relación con las personas. También la manifestación práctica de nuestro amor por las personas es esencial y existencialmente diversa de la expresión concreta del aprecio que sentimos por las cosas. Las cosas nos ocupan. Las personas nos preocupan. Las cosas las estudiamos, las conservamos en buen estado, las reparamos, las perfeccionamos. A las personas las escuchamos, las acompañamos en sus penas y alegrías, las animamos, las ayudamos con nuestro consejo o nuestra colaboración, nos sacrificamos por ellas, buscamos, en definitiva, su felicidad. Así pues, se ama a las personas por sí mismas, por el valor que tienen en sí, y éste es el amor de amistad o de persona. Pero a las cosas se las ama en orden a alguna persona (que puede ser el mismo sujeto que ama u otra persona), y éste es el amor de dominio. Es obvio que el amor de persona es amor en sentido más pleno y perfecto que el amor de dominio o de cosa, pues el primero se dirige a un término más noble y elevado que es valorado por sí mismo; mientras que el segundo se orienta a un término menos noble que no es estimado por sí mismo, sino en orden a otro. Además, desde otro punto de vista, el amor de persona o de amistad es también más perfecto porque procede de una fuente más perfecta: la inclinación a comunicar nuestros bienes; mientras que el amor de cosa tiene su origen en la inclinación a adquirir lo que nos falta. De esta manera, el amor de dominio no desordenado, si bien no es ilícito, e incluso puede decirse que es algo exigido por la persona, no es perfeccionante del sujeto. Esta intrínseca y profunda aspiración de la persona a la perfección y a la felicidad, por la que se quiere lo bueno para sí mismo, debe transcenderse, para no ser desordenada, con el querer lo bueno para los demás. Es decir, este amor de dominio o de cosa debe transcenderse en amor de persona o de amistad ya que, además de que solo es infructuoso 74 Lecciones de Antropología para la psicología clínica o estéril, si se permanece en él se convierte en concupiscencia desordenada. Si sólo se tiene amor de dominio y no se posee además el amor de benevolencia o de amistad, entonces no se sigue el orden que reclama la persona, es decir, no se vive el modo de amor que es propio del ente personal. La persona, por su propia naturaleza, requiere, además del amor de dominio, el amor de amistad, el querer un bien para otro: ese amor de entrega y desprendimiento, completamente desinteresado, en el que sólo se busca el bien de lo amado. En este sentido, el amor es el don por excelencia, algo que se da sin buscar retribución alguna. El amor de amistad es un amor personal, es el amor que merecen las personas por sí mismas. No se trata de un amor interesado, ya que en él únicamente se busca el bien de lo amado. Éste no es considerado como un medio, sino que aparece como un fin del mismo sujeto, que es buscado por su propio valor. Y precisamente por este desprendimiento de sí mismo, el sujeto de este amor se perfecciona y encuentra la felicidad, aunque paradójicamente no haya buscado ni la propia perfección ni ser feliz. Este buscar el bien del otro, que es el constitutivo esencial del amor de persona o de amistad, significa el enriquecimiento de una persona por lo que hay de más valioso en el mundo, y que no es sino otra persona. No obstante, también es posible tener amor de dominio a las personas, a pesar de que éstas únicamente deben ser objeto de amor de amistad. Sin embargo, entonces se deforma la realidad, ya que se considera a la persona como una cosa y se la equipara al resto de los seres. Es importante destacar que el amor de dominio y el amor de amistad son fuente o causa de muy diferentes comportamientos intersubjetivos. Además, mientras que el amor de amistad va acompañado de sentimientos positivos que conducen a una auténtica convivencia o relación interpersonal; el amor de dominio aplicado a lo humano va acompañado de sentimientos egoístas en el marco de un comportamiento social esencialmente utilitarista. d) La amistad La amistad es un amor de amistad o de benevolencia, en el que además se da una unión afectiva y una reciprocidad: la amistad es amor mutuo. La benevolencia, que literalmente significa "querer bien" es el principio de la amistad; y por eso "el amor de amistad" se llama también "amor de benevolencia". Pero no es lo mismo "amor de benevolencia" que "benevolencia". Puede darse benevolencia sin amor, porque éste comporta una cierta unión de afecto del amante al amado, por cuanto el amante estima al 75 La persona humana amado en cierta manera como unido a sí; mientras que la mera benevolencia es un sencillo acto de la voluntad por el cual queremos bien a alguien, aun sin presuponer tal unión de afecto hacia él. La amistad tiene para el hombre un atractivo innato y una dulzura connatural, ya que es exigida por la misma condición del ser humano que es naturalmente social y nacido para la convivencia (Aristóteles, Ética a Eudemo, I, 5 y IX, 9; Magna Moralia, II, 11; Política, II, 1-2). Entre las propiedades de la amistad, la mayoría de los autores han destacado su necesidad, su connaturalidad y su gran valor (Tomar 1996a). Así, la amistad es una exigencia de nuestra propia naturaleza humana. La persona es un ser que siente la necesidad de relacionarse con los otros hombres, de mantener con ellos relaciones interpersonales. De este modo, la sociedad es una exigencia de la persona no sólo en razón de sus necesidades materiales y espirituales, que no podría satisfacer en soledad, sino, más profundamente, en razón de su propia perfección y plenitud, que se comunica y expande en la mutua comprensión y amistad. El ser humano no está hecho para la soledad, ni tampoco para únicamente convivir con los demás o ser-con-otro, sino para ser-paraotro, para ser amigo de los demás. Si la situación humana es la de ser-con-otro, entonces la persona únicamente "coexiste" con sus prójimos, que siente muy lejanos, como mera "contigüidad física", y no hay verdadera comunicación. Sin amistad no hay verdadera comunicación; no hay convivencia porque no hay relación auténtica entre el "yo" y el "tú". Debemos distinguir específicamente entre el amor de amistad (es decir, el amor que aspira a la amistad) y la amistad misma que este amor aspira a conseguir, y que constituye una segunda fase o momento del amor. Para la verdadera amistad no basta un amor cualquiera, sino el amor que es con benevolencia, es decir, el amor de amistad. No todo amor dice razón de amistad, sino el amor que es con benevolencia: cuando amamos a otro de tal modo que le queremos bien. El querer un bien para otra persona forma parte de la esencia de la amistad, pero no la constituye totalmente. Además, la amistad supone la correspondencia del amor40. Podemos definir la amistad como el amor recíproco entre dos personas, el amor interpersonal. El amor de amistad para convertirse en amistad, propiamente dicha, tiene 40 El carácter recíproco de la amistad se encuentra ya en la filosofía griega. Así, la philía implica siempre y esencialmente amor recíproco: amar y ser amado. De ahí que el Sócrates del Lisis de Platón concluya su indagación afirmando que sólo podemos ser amigos de quienes nos devuelven el amor e insista en la necesidad de que el verdadero amante sea correspondido por el amado, naciendo así un afecto espiritual entre ambos. 76 Lecciones de Antropología para la psicología clínica que ser bilateral, porque la amistad es esencialmente amor mutuo. La amistad no solamente implica el amor de benevolencia en sentido único, sino que requiere, además, su reciprocidad, que las dos personas se quieran entre sí. No basta que sólo ame una de ellas, ni que la otra se contente con dejarse querer. Siempre se precisa la correspondencia, aunque el grado de amor entre ambas personas no sea exactamente el mismo. En definitiva, la amistad, estrictamente considerada, es un hábito o una disposición habitual a amar a otra persona y a sentirse amada por ella. Además de las propiedades de benevolencia y reciprocidad, para que el amor racional sea de amistad debe poseer una tercera cualidad esencial: la unión afectuosa. La benevolencia recíproca no basta para la amistad, se requiere también una unión o comunión afectiva (implícita o ya contenida en el amor de amistad). Es necesario distinguir esta unión afectiva, que es la tercera condición de la amistad, de las otras dos uniones que, tal y como ya hemos constatado, también se dan en el amor de amistad, como su causa y como uno de sus efectos, y que en algunas ocasiones se han confundido con ella. En la amistad además de la unión que la origina, se da también una unión afectuosa, una "unión por coaptación de afectos", que "es esencialmente el mismo amor", es decir, que es constitutiva del amor. Si el amigo, por querer el bien del otro como propio, motivado por la primera unión, es "sentido" como "otro yo", entonces está unido afectivamente con él. Puede decirse, por consiguiente, que el sujeto de la amistad no se ordena al objeto como a otro distinto de sí, sino como a sí mismo totalmente. Afectivamente la persona se transforma en el amigo, aunque real y efectivamente continúa conservando su propio ser. La amistad supone una profunda unidad e identificación en la que el amigo llega a ser un alter ego, "otro yo". Sobre este aspecto de la amistad —que también se encuentra descrito, casi con idénticas palabras, en Aristóteles y en Cicerón (Diálogo sobre la amistad, XXI, 81; XXV, 92)—, insistió muchas veces San Agustín. En sus Confesiones considera que en la amistad el propio yo es otro él, pues al referir la muerte de un amigo de la infancia, escribe: "... más me maravillaba aún de que habiendo muerto él, viviera yo que era otro él" (IV, 6, 11: PL. 32, col. 69). Añade, citando a Horacio, que "bien dijo uno de su amigo que era la mitad de su alma" (Odas, 1, 3, vv. 5-8). También, aludiendo a Ovidio, declara: "... yo sentí que mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos" (Tristes, IV, 4, 72). Refiriéndose a sus amigos de Cartago dice que "... de muchas almas se hacía una sola" (Confesiones, IV, 8, 13: PL. 32, col. 698). Igualmente en una carta al obispo Severo 77 La persona humana escribe: "A mí cuando me alaba un sincero y grande amigo de mi alma, me parece como si me alabara yo a mí mismo. Y siendo tú como otra alma mía, o mejor, siendo una tu alma y la mía..." (Cartas, epist. CX, 4: PL. 33, col. 420). En otra carta a San Jerónimo, hablando de su amigo Alipio, comenta: "Quien nos conozca a ambos diría que somos dos, más que por el alma, por sólo el cuerpo, tales son nuestra concordia y fiel amistad" (Cartas, epist. XXVIII, 1: PL. 33, col. 111-112). Y parecidas expresiones se encuentran en otros muchos textos. Este carácter marcadamente desinteresado del amor implica que sea el don por excelencia: un don es algo que se da sin buscar retribución alguna, pues el concepto de don entraña la gratuidad de la entrega. Pero, como la razón de toda gratuidad es el amor, resulta que es manifiesto que el amor dice razón de primer don. En consecuencia, la amistad, como don recíproco y libre, no es posesión sino donación. Además, la amistad afecta a lo más nuclear e íntimo del ser personal de los amigos; por ello hay que situarla en el orden del ser y no en el del tener. De ahí que propiamente no "se tiene un amigo", sino que "se es amigo", ya que tan sólo en el dar se justifica el poseer. Además de la unión afectiva que acabamos de analizar, en la amistad se da una tercera unión que es de un orden distinto al de la unión afectuosa, concomitante a la misma por constituirla, y también al de la unión fundante, que le precede. Esta tercera unidad es un efecto de la amistad, y, por tanto, una realidad consecuente y no constitutiva de la misma. Esta unión efectiva y real, manifestación y expresión de la amistad, no es como la primera, una comunicación, en el sentido de semejanza, sino una comunicación que es una participación o una donación al otro de lo más espontáneo e íntimo: la vida. El amor pide la convivencia y esta convivencia es, ante todo, lo más propio de la amistad. Es propio de los amigos convivir. La amistad propiamente dicha se funda en la comunión de vida, y esta vida que quieren comunicar los amigos no es otra que la vida personal de cada uno. La amistad busca el diálogo, la convivencia, la compenetración con el amigo en aquello que constituye la razón de ser de su vida. La comunicación de vida es un poner la vida en un común vivir, en una vida común. Esta convivencia no es la compartición de la vida sensible o animal: Aristóteles explicaba que la comunión de vida humana "no tiene analogía con la de los animales, la cual no consiste más que en compartir los mismos pastos" (Ética a Nicómaco, IX, 1170 b 12); tampoco es la simple comunidad en la vida humana, universalmente entendida. La vida que se comunica en la amistad es la vida personal, la propiamente humana. Por ello, en la donación recíproca amistosa los amigos se intercambian sus pensamientos, 78 Lecciones de Antropología para la psicología clínica voluntades y afectos, que pertenecen a la propia intimidad personal y son sus mejores bienes. En la amistad, sin embargo, no es necesaria esta comunicación real, lo que se requiere es la tendencia a esta comunicación actual, efectiva con el amigo, sin que sea preciso que se alcance el fin. Por tanto, por no ser un constitutivo de la amistad, sino sólo uno de sus efectos, la comunicación de la vida personal entre los amigos no siempre se da realmente. No obstante, aunque esta comunicación interamistosa sea efecto de la amistad, contribuye eficazmente a la consolidación de la misma e incluso con su ejercicio se ve incrementada, porque permite el descubrimiento de nuevos valores que aporta cada amigo. En definitiva, la amistad admite grados y, por ello, no siempre esta convivencia alcanza la perfección y se consigue la compenetración con el amigo. Sin embargo, esta comunicación de vida se desea y se busca. Es imposible la amistad sin que de ella aparezca el deseo de la comunicación. Amigos que no tuviesen ninguna necesidad de saber uno del otro, de hablarse nunca, de escribirse, de verse, etc., no serían auténticamente amigos. Para que exista amistad tienen que estar las dos vidas de los que se aman unificadas afectivamente y tendiendo a unificarse entitativamente en la proximidad, en el coloquio, o en la convivencia personal. En la amistad es necesaria esta comunicación, o por lo menos la tendencia a la misma. Por ello afirma Aristóteles que muchas amistades las disuelve la falta de trato, es decir, el no frecuentarse con el amigo o no conversar con él (Ética a Nicómaco, VIII, 5, 1157 b 13). Con la amistad las alegrías son mayores y las desgracias menores o más llevaderas. La sabiduría de la tradición clásica, como se ha podido ver, contiene grandes enseñanzas sobre la amistad. Necesitamos de los amigos en la prosperidad para compartir juntos las alegrías y favorecerlos, pues la misma posesión del bien no es agradable sin ningún amigo copartícipe (Séneca, Epístolas morales a Lucilio, 6, 4; 9, 5-16; y 19). En las desgracias nos son necesarios para la ayuda y el consuelo. Además de desinteresada, la amistad es fiel y permanente, pues se conserva en todas las circunstancias, ya sean favorables o adversas. El amigo acogerá favorablemente nuestros secretos, compartiendo nuestras alegrías y nuestros pesares. Sus palabras nos ayudarán en nuestras decisiones, y nos animarán en nuestras acciones. Su mera presencia nos reconfortará. En la amistad hay verdadera sinceridad; todo es veraz y voluntario, nada falso ni forzado. 79 La persona humana Siendo esta convivencia o comunicación de vida lo más característico y expresivo de la verdadera amistad, normalmente el número de los amigos debe ser pequeño, pues no debe superar el número de las personas con las que podemos convivir habitualmente. Por ello podemos tener muchos conocidos, pero pocos verdaderos amigos, pues, como muy acertadamente afirmó Aristóteles: "Quien tiene muchos amigos en realidad no tiene ninguno" (Ética a Eudemo, VII, 12, 1245 b; ver también Ética a Nicómaco, IX, 10 y Magna Moralia, II, 16; de Cicerón, Diálogo sobre la amistad, VI, 20; de Séneca, De beneficiis, VI, 25 y 45 y Epístolas morales a Lucilio, 9, 9 y 20, 7). 3. La persona como ser de encuentro 3.1. Amor y relación interpersonal Hemos comprobado cómo la radical imperfección de la persona humana, en virtud de la cual no se basta a sí misma ni en el orden substancial, ni en el orden operativo, ni en el orden final, exige que el hombre no pueda permanecer encerrado en sí mismo, sino que está constitutivamente abierto a otros seres: a cosas que utiliza, a personas con las que convive y que ama. La perfección del hombre, de la persona, no tan sólo depende del uso de las cosas sino del trato con otras personas, porque no es tan sólo un sujeto correlativo de un objeto, sino un yo correlativo de un tú. Así pues, las relaciones interpersonales son fundamentales para el hombre. Pero, dentro de estas relaciones interpersonales, el amor y la amistad tienen una importancia extraordinaria no sólo para lograr esta propia promoción y perfección de la persona, sino también para difundir la que posee. Se advierte así que la misma naturaleza humana reclama la amistad, o, con otras palabras, que los seres no están hechos para la soledad. Por consiguiente, por la propia perfección de su ser, la persona necesita expansionarse o comunicarse en el más alto grado posible para ella, y puede hacerlo en el amor de amistad entre dos personas. Además, con la comunicación personal que sigue a la amistad se ve incrementado el descubrimiento o conocimiento de sí mismo. En la superación de la soledad por la amistad, aparece otra ventaja de carácter social consistente en el descubrimiento de las otras personas en cuanto tales, de unos sujetos diferentes al propio yo, pero que experimentan nuestros mismos afanes y sienten parecidos ideales. No sólo se nos manifiesta la persona, sino también su valor, porque se advierte que sólo la persona merece por este valor ser amada con amor de amistad. Se nos 80 Lecciones de Antropología para la psicología clínica muestra que la persona vale tanto, que es digna de que otra persona se le una con unión afectiva, y en virtud de la cual la mire y trate como a sí y quiera bienes para ella como los querría para sí. Igualmente, a partir del hecho de que toda persona, por su propia condición personal, merezca ser amada únicamente con este amor, se patentiza la diferencia esencial entre la persona, racional y libre, y los otros seres, irracionales y sin libertad. Todas las personas son así, de modo que el no realizarse en ellas o el que no alcancen a tener realmente convivencia personal, supone una carencia de perfección moral, la falta de un modo de obrar, que debe seguir al ser del ente personal. A menudo se concibe el amor como una aspiración a ser comprendido, apreciado, acogido y, por tanto, a ser amado. Sin embargo, la tendencia al amor también implica necesariamente la difusión, el derramarse, el dar. Tan necesario es para la persona el recibir el amor como comunicarlo. Incluso puede afirmarse que la vertiente de donación del amor es generalmente previa a la de recibir. A partir de todo lo ya anteriormente explicitado podemos entender que, en sentido propio o estricto, una relación interpersonal auténtica es aquella que se establece como recíproca donación, y siempre tiene en el amor su causa y fundamento. El amor es fuente y origen de la relación interpersonal, su constitutivo primero y más radical (Tomar 1996b). Veamos esto con más detalle. En primer lugar, la relación interpersonal auténtica se presenta como el marco privilegiado de la experiencia ética y metafísica. Por una parte, la relación interpersonal se nos manifiesta como el lugar privilegiado en que se constituye nuestro horizonte de sentido y nuestra jerarquía de valores, que luego orientarán toda nuestra relación con las cosas. El valor relativo de las cosas depende precisamente de su referencia a las personas y su verdadero sentido lo adquieren cuando participan de la existencia interpersonal. El mundo de las cosas alcanzará sólo su verdadera realidad al ser asumido en la relación interpersonal. Además, en la relación interpersonal se nos abre, junto con el horizonte de sentido y el mundo de los valores, el campo de lo ético: Nuestra relación con las personas tiene un carácter ético que no tiene nuestra relación con las cosas. La bondad o malicia en sentido moral suponen una relación a las personas. Con las cosas, en cuanto tales, no podemos ser ni buenos ni malos en sentido propio, pues nuestra relación respecto a ellas no es ética sino utilitaria o pragmática. En cambio, en la auténtica relación interpersonal, a la experiencia de la cosa 81 La persona humana corresponde el mutuo reconocimiento y afirmación y la intercomunicación amorosa; y a su uso, la realización de una existencia común, es decir, la vida en comunión. Por otra parte, la relación interpersonal también es un ámbito privilegiado de la experiencia metafísica: en la metafísica de la persona tomista la relación no es constitutiva de la persona, sino que ésta es su fundamento. En ninguna relación se da la constitución del ser personal. Por el contrario, las relaciones interpersonales se dan precisamente porque sus sujetos son seres personales, que se reconocen como tales y, por tanto, con la aptitud para entrar en comunicación. Y es en este sentido en el que cabe entender la afirmación de que el contexto ontológico del hombre es primordialmente interpersonal. Una segunda característica fundamental es que la relación interpersonal es una experiencia de reciprocidad. En el encuentro todo lo que nosotros aportamos (amor, fidelidad, confianza, respeto, ayuda, etc.), lo esperamos también del otro. Hasta tal punto es esencial la reciprocidad que, si uno de los miembros de la relación no aporta nada al encuentro, la relación no llega a ser real, es decir, no existe como relación inter-personal. La reciprocidad debe darse en lo esencial, por lo que es posible una gran diversidad en el modo como uno y otro realizan el encuentro, es decir, en la cualidad y en la intensidad de lo que cada uno aporta. En tercer lugar, la persona no puede ser concebida como un simple objeto de conocimiento práctico o científico al que se accede por la mera inteligencia, sino que el auténtico conocimiento de la persona sólo se alcanza satisfactoriamente en el marco de la unión interpersonal. En la relación interpersonal conocemos en la medida en que amamos, pues no es un encuentro en el nivel de las facultades, sino que se trata de una relación de ser a ser, es decir, de un encuentro que sólo puede realizarse en aquel nivel en que conocer al otro significa también reconocerlo, abrirse a él, tomar posición frente a él; y en que amar al otro no es un acto secundario, no es un apetecer el bien previamente conocido por el entendimiento, sino que es el aspecto volitivo de la misma apertura originaria de nuestro ser al ser del otro. Así pues, sólo una apertura personal que sea conocimiento y amor al mismo tiempo (y que, por tanto, no contraponga, sino que una) puede conocer al tú en la comunión, al mismo tiempo que se le revela al yo la realidad más profunda de sí mismo. En la relación interpersonal toda verdadera manifestación es también realización, realización de uno mismo y realización del otro, o mejor, realización de cada uno de ellos en el otro. 82 Lecciones de Antropología para la psicología clínica En la comunión compruebo también que a mayor presencia del otro a mí y mía al otro corresponde mayor presencia auténtica de cada uno de los dos con respecto a sí mismo. Cuanto más se abre el yo al tú, cuanto más lo acoge y más se entrega a él, tanto más se hace accesible a sí mismo y más descubre el sentido de la profundidad ontológica. Interioridad y exterioridad, conocimiento de sí mismo y conocimiento del otro, poseerse y darse, son sólo tres aspectos de una única realidad: la relación interpersonal, que es una intercomunicación que es al mismo tiempo amor. Por consiguiente, todo lo anteriormente expuesto nos lleva a considerar el amor como fuente y origen de la relación interpersonal, como su constitutivo primero y más radical. Si la convivencia es auténticamente interpersonal, si incluye el respeto de la libertad del otro, procede del amor. El amor es necesario por ambas partes. Bajo el impulso del amor, la relación interpersonal se nos presenta como tarea que debemos realizar en común. Pero es tarea que presupone la donación. No tiene la frialdad del deber que ha de ser cumplido como obediencia a unos principios abstractos, sino el gozo del amor que ha de ser realizado en la libertad de la comunión o unión interpersonal. Quien ama no da a la persona amada algo que él tiene o algo que él hace, sino que le da lo que él es, se da a sí mismo en persona. Esta consideración inicial nos preserva de caer en una concepción sentimentalista del amor y, por otra parte, nos aclara que el verdadero amor no se da en el nivel del tener o del hacer, sino en el nivel del ser. No es cuestión de dar, sino de darse. Es la donación mutua del yo al tú y del tú al yo, cada uno de ellos en su realidad personal. La entrega personal a la persona del otro es el don total de sí en orden a la perfección propia y del otro como persona: es la entrega de persona a persona. Porque el amor es entrega mutua, por esto precisamente es intercomunicación. La capacidad misma de amar es tan esencial al hombre que, según hemos comentado, incluso puede definirse al hombre como el único ser capaz de amar y ser amado con amor de amistad. Sin embargo, sólo aceptamos de veras el amor del tú cuando renunciamos a nuestro egoísmo, cuando nos abrimos al tú rompiendo la cerrazón de nuestro yo sobre sí mismo. En el amor interpersonal perdemos nuestro yo superficial y centrado sobre sí, para reencontrarlo como yo profundo abierto al tú y, en el tú, abierto a todo el ser. Y es el amor del tú el que nos hace capaces de esa renuncia y de esa apertura. El amor nos descubre lo que sin amor quedaría oculto, sobre el otro, sobre nosotros mismos y sobre el mundo. El verdadero amor, el amor al otro como persona no sólo trasciende sus cualidades sino también su condición y su función. El verdadero amor es absolutamente inmotivado 83 La persona humana y esencialmente difusivo. Todo amor motivado incluye alguna forma de egoísmo, mientras que el amor inmotivado, el amor de amistad, quiere al otro por sí mismo, de una manera absolutamente desinteresada. En el análisis del amor hallamos una serie de notas características que son constitutivas y manifestativas de su esencia. Así, cuando afirmamos que la relación interpersonal es simpatía, respeto, intercomunicación, confianza, fidelidad, confidencia, testimonio, esperanza en un proyecto común, etc., estamos afirmando que todo ello queda incluido en el amor, es decir, que son notas o manifestaciones del verdadero amor: a) La fidelidad es una de las características esenciales de la verdadera relación interpersonal. La verdadera fidelidad no es el cumplimiento de normas o preceptos, sino un acto de amor siempre renovado. La fidelidad al otro es la única verdadera fidelidad a sí mismo. Toda fidelidad aspira a la incondicionalidad. Una promesa de fidelidad que pusiera condiciones o que señalara tiempos (como si la fidelidad se pudiera alternar preconcebidamente con la infidelidad sin destruirla) perdería todo su sentido. La ignorancia del futuro no hace imposible la promesa de fidelidad sino que, por el contrario, es lo que la hace posible y lo que le da su valor y su peso propios. La promesa de algo perfectamente previsible y constatable no implicaría fidelidad, ni merecería confianza, en el sentido propio de estas palabras. El verdadero amor es fiel, constante e incondicional. b) La confianza de uno engendra la fidelidad del otro. Pues la confianza es la forma del amor del uno que se corresponde con la fidelidad como forma del amor del otro. Por lo que se puede decir también que la fidelidad del uno engendra la confianza del otro. Y ambas afirmaciones tienen una clara comprobación en la realidad de la relación interpersonal. Pocas formas de amor son de una fuerza transformadora tan grande como la confianza sincera, verdaderamente inmotivada, en la persona del otro, en quien quizás hasta ese momento nadie ha confiado de veras, porque sus cualidades, consideradas objetivamente, no daban suficiente "garantía". Al comprender que se confía en él, a pesar de sus defectos, se siente por primera vez tratado como persona y ve que se abre a su existencia un horizonte absolutamente nuevo. Pero en una auténtica relación interpersonal la persona no acepta realmente la 84 Lecciones de Antropología para la psicología clínica confianza del otro si no es siendo de hecho fiel. Como no se acepta realmente el amor del otro más que abriéndose al amor41. La confianza no es una previsión basada en las prestaciones anteriores o actuales del tú; no se basa en un cálculo de probabilidades. La verdadera confianza trasciende todo lo dado inmediatamente y todo lo previsible a partir de los datos presentes, de sus cualidades y posibilidades. La confianza en el otro no es confianza en sus cualidades, sino sólo confianza en su fidelidad. Confianza de uno y fidelidad del otro se dan simultáneamente, correspondiendo la prioridad ontológica a la confianza. Por esto se puede decir que la confianza es verdaderamente inmotivada. En forma análoga a lo dicho de la fidelidad, también aquí podemos afirmar que la confianza engendra confianza. El que cree que "todo hombre tiene un precio", no puede tener confianza en los demás, ni puede tampoco merecerla. Como no merece que se confíe en él un hombre que tiene el placer o el amor a sí mismo como criterio o motivo básico de sus acciones. Pero este hombre tampoco será capaz de confiar en los demás. Sin embargo, cuando se confía de veras en quien no lo merece (y ya hemos constatado que la confianza inmotivada es la única verdadera confianza), se engendra en él no sólo la fidelidad sino también la capacidad de confiar. El amor que damos y que recibimos nos hace simultáneamente confiar en el otro y "merecer" su confianza con nuestra fidelidad. c) Por otra parte, en la confidencia se revela y se encuentra el hombre a sí mismo: nadie puede verse a sí mismo sin reflejarse en alguien, sin darse a alguien, de ahí el papel de la confidencia, que más que un contar, es un expansionarse, explicarse, desenvolverse, abrirse, que hace que nos sinceremos, no sólo a los demás sino a nosotros mismos frente a los demás. En la confidencia se revela nuestra intimidad, nuestra vida personal e íntima, y quedan satisfechas tanto nuestras aspiraciones a ser comprendidos, apreciados y amados, como las de derramar en otros la plenitud de nuestro amor. La confidencia sólo es posible ante la presencia de un tú que sepa escuchar y responder no sólo a una palabra, sino en ocasiones a un gesto o a una mirada. Así, 41 Debemos insistir en que ello sólo es así en el seno de una auténtica relación interpersonal, en la que se dé un amor benevolente mutuo, recíproco y una unión afectiva o real. Cuando la relación no es interpersonal, cuando no existe una auténtica reciprocidad, entonces es cuando podemos hablar de una confianza defraudada, de una fidelidad traicionada, o de un amor no sólo no correspondido sino utilizado por el amado en su propio provecho o interés egoísta. 85 La persona humana la confidencia no es un mero saberse conocido, sino un pleno sentirse comprendido que, a su vez, me permite conocerme a mí mismo. Precisamente nos percatamos de que una persona nos comprende porque, a su lado, nos entendemos mejor a nosotros mismos. Sin amor por ambas partes no hay confidencia posible, y el primer presupuesto que nos abre a la confidencia es este salir de nosotros mismos que el verdadero amor trae consigo, y este olvido propio que no sólo nos hace ser más nosotros mismos, sino que nos permite formar parte del otro participando de una comunión o unión superior. En relación con el tema que nos ocupa, parece adecuado recordar las reflexiones de Gabriel Marcel sobre el amor. De acuerdo con su talante asistemático, lo cierto es que Marcel no dedica directamente a este tema ninguna obra, ensayo o conferencia; pero, implícitamente, esta experiencia de plenitud que constituye el amor se halla presente en toda su obra ya desde el propio Diario Metafísico, en el que las referencias al amor son numerosas. Marcel piensa que el amor únicamente puede plantearse en una dialéctica de la participación. Por eso el amor no es ni un estado de ánimo del sujeto ni la imagen mental que me formo del otro, ya que una postura así falsearía la realidad misma del amor, pues sería tratar al otro como a un él, objetivándolo y caracterizándolo. Por el contrario, el amor es creativo: crea al amante y al amado porque es un nosotros. No te amo por lo que tienes —dice el amante— sino porque eres tú. En definitiva, la relación amorosa es un misterio, de modo que cuanto más la vivimos, menos nos preguntamos sobre ella. Pero lo que es propiamente misterioso, según Marcel, no es el objeto del amor, sino la relación, la comunicación amorosa. El amor está por encima de todo juicio, más allá de las categorías lógicas y de cualquier posibilidad de verificación. El amor está muy distante de cualquier construcción intelectual, porque no versa sobre la idea del ser, sino sobre el ser. De ahí que Marcel afirme que "si mi amor puede ejercer una acción sobre el ser amado, es sólo en cuanto que ese amor no es un deseo", pues en el deseo tendemos, consciente o inconscientemente, a subordinar al ser amado a nuestros propios fines, lo convertimos en un objeto. Pero, "si yo participo de ese amor, ya no intentaré hacerlo entrar en mis casilleros lógicos: todo lo contrario, yo mismo entero me refundiré para penetrar en él: no lo subordino a mí, sino que me subordino a él. Amamos participando" (Marcel 1956: 220). Amar, pues, no es conocer adecuadamente, sino que el amor surge como invocación, como llamamiento del "yo" al "tú". Esta participación subyacente a toda relación amorosa implica el reconocimiento de cierta permanencia supratemporal 86 Lecciones de Antropología para la psicología clínica del ser amado. "El amor quiere siempre la eternidad de su objeto", dice en el Diario, y una de sus frases más célebre o conocida es la que afirma: "Amar a un ser es decir: tú no morirás [...]. Puesto que te amo, puesto que te afirmo como ser, hay algo en ti que me permite franquear el abismo de eso que llamo indistintamente la muerte" (Marcel 1951: 62). Es decir, puesto que te amo, te afirmo como persona, y la persona alcanza una dimensión supratemporal. El "tú no morirás" no es simple deseo de eternizar el instante, sino el vértice en el que confluyen la fe, la fidelidad y el amor, pues existe una promesa de eternidad incluida en el amor. El valor trascendente de la experiencia amorosa, como las experiencias concretas de la fidelidad y de la esperanza, es fruto de un autorreconocimiento, de que el sujeto haga consciente la búsqueda de infinito (exigencia de trascendencia), que implica siempre una actitud de participación. Si amar a una persona es decirle "tú no morirás", ello significa que en las raíces de todo amor queda implicado un Absoluto que, además de sustentarlo, es convergencia última de todo amor. De ahí que, en la filosofía de Marcel, el amor y la fe, la esperanza y la fidelidad constituyen una cierta manera de alcanzar la realidad que nos trasciende (Blázquez 1995: 54-56; Tomar 1994). En síntesis, el amor es esencial, intrínseco a la naturaleza humana. Es una exigencia ontológica, en cuanto que la necesidad y capacidad de amar y ser amado están inscritas en nuestra naturaleza o esencia; y también es una exigencia ética, en la medida en que el amor es fuente y origen de la relación interpersonal, ya sea en el marco amplio de la sociedad o en el más reducido de la amistad. Sin embargo, el materialismo y pragmatismo contemporáneos han motivado una pérdida del valor del amor y de la amistad, que son concebidos como algo romántico, casi utópico y no rentable. Esta disolución gradual de la amistad y de la relación interpersonal, en general, ha provocado la pérdida de un valor que da sentido a la vida, y ha abierto la puerta a la soledad. Así pues, la soledad del hombre actual no consiste en el conflicto con los demás —tal y como pensaban los existencialistas—, sino que tiene su origen en la mutua indiferencia. Llegados a este punto no podemos evitar plantearnos (ahora ya explícitamente) qué actitud, tendencia o sentimiento imposibilita el desarrollo de una auténtica relación interpersonal o genera comportamientos negativos en el orden intersubjetivo al anular el amor. En este sentido, podríamos pensar que el odio es el enemigo del amor, aquello que lo destruye. Sin embargo, no es así: el odio es el sentimiento opuesto radicalmente o contradictorio al amor. Si amar es querer el bien para alguien, odiar supone desear el mal a otro. Indudablemente, el odio es uno de los sentimientos más destructivos, no sólo para 87 La persona humana aquel hacia el que se dirige sino, fundamentalmente, para quienes lo experimentan afectiva y tendencialmente. Entre el amor y el odio situamos la indiferencia que, lejos de ser un virtuoso justo término medio, genera el individualismo destructor del entramado social y de las denominadas virtudes públicas42. Ambos, odio e indiferencia, tienen una misma raíz y denominador común: el egoísmo. Indudablemente, el egoísmo no conduce necesariamente al odio, pero sí que podemos afirmar que el egoísmo es el enemigo del amor, en cuanto es la causa de su destrucción e imposibilita su surgimiento. Por consiguiente, el egoísmo y los sentimientos que lo acompañan, constituyen la mayor dificultad en aras de la convivencia y de la relación interpersonal. No debemos confundir el egoísmo con el amor de sí. Propiamente hablando, no hay amistad para con uno mismo, sino algo que es superior a la amistad. La amistad, en efecto, supone la unión; pero, de uno consigo mismo lo que hay es unidad, que es superior a la unión con otro. Con respecto a sí mismo no se tiene amistad, sino amor de sí. Este amor con que uno se ama a sí mismo es forma y raíz de la amistad, pues tenemos amistad con los demás en cuanto que con ellos nos comportamos como con nosotros mismos. El amor de sí es bueno y obligatorio, siempre que no esté desordenado, porque es entonces cuando se convierte en mal. El amor para consigo mismo está relacionado con el llamado instinto de conservación del individuo, y no debe ser confundido con el egoísmo, que es el obstáculo más grave que impide la comunicación interpersonal, la mutua donación de la vida personal, en definitiva, la amistad. El egoísta no sólo quiere conservar la vida, sino además tener una buena vida, mucho mejor que la de los otros. El egoísmo es un amor desordenado de sí mismo, un amor a sí con prioridad o exclusión de todos los demás. Por tanto, el amor de sí es legítimo, pero si está desordenado se convierte en egoísmo, que es el cerrarse a todo otro amor, el no respetar ninguna jerarquía en el orden natural del amor y, en definitiva, el convertirse a sí mismo en el fin absoluto de la propia vida. Así, puede hablarse del amor ordenado de sí mismo, natural e incluso obligatorio, y de la "egolatría", o amor de sí desordenado e ilegítimo. Esta incapacidad para la amistad y el amor, en general, que engendra el egoísmo, aparece frente al prójimo como una falta de bondad, simpatía y amor, de consideración y de comprensión. En lugar de estas tendencias se encuentran en la actitud del ególatra hacia su prójimo, la de utilizarlo incluso sin escrúpulos, el no respetar su dignidad 42 Ya Tocqueville (1985 [1840]: 88-92) advirtió acerca de los peligros del individualismo, al tiempo que expuso un sugerente análisis y distinción entre éste y el egoísmo (Tomar 2004a). 88 Lecciones de Antropología para la psicología clínica tratándolo como si fuera una cosa, la frialdad, la dureza y la indiferencia en el trato en distintos grados y matices. En definitiva, el egoísta pretende la concentración en sí del afecto y servicio de los demás hombres, pero ello no implica ni su correspondencia ni su gratitud hacia los mismos. Ahora bien, no es menos cierto tal y como ya señaló Pascal en sus Pensamientos, que el hombre que no ama a nadie más que a sí mismo, nada odia más que quedarse a solas consigo. Quizás sea así porque todo hombre, lo reconozca o no, sabe intuitiva y afectivamente que el amor que damos desinteresadamente nos llena a la vez que nos dignifica, mientras que el que se recibe sin ser merecedor de ello, por ser aceptado utilitariamente o sin intención de correspondencia, nos empobrece. Muy probablemente ese sea el gran misterio del don del amor: no tiene medida pero, cuanto más se da más se posee. En síntesis, los diferentes tipos de amor, así como el odio, el egoísmo y la indiferencia se traducen en distintos tipos de comportamiento o relación interpersonal (Tomar 2003 y 2007a). 3.2. La sexualidad humana La condición corpórea del hombre —de la que se trató en el capítulo anterior— nos introduce en la sexualidad humana como modo de ser inherente a la estructura esencial de la persona. El hombre no existe en abstracto. Ser sexuado es un dato original para el varón y la mujer. Más allá de una realidad de orden genital, la sexualidad humana significa una dimensión fundamental del ser humano, una potencialidad de amor que envuelve todo su ser espiritual-corpóreo. En este sentido, la sexualidad humana no puede reducirse a una función, sino que implica y significa la conformación estructural de la persona (Choza 1991). Persona masculina y persona femenina son los dos modos de realización del ser personal. La distinción sexual que aparece como determinación del ser humano es diversidad, pero en igualdad de naturaleza y dignidad. Los sexos son complementarios: semejantes y distintos al mismo tiempo; no idénticos, pero iguales en la dignidad de la persona. La dualidad sexual que representa la masculinidad y la feminidad es el modo específico de vivir la persona en el mundo y de relacionarse con los demás. La influencia de la sexualidad en el mundo personal repercute en todas las manifestaciones de la vida personal y social. Desde una perspectiva estrictamente biológica, la pertenencia al sexo masculino o femenino está determinada por factores genéticos, gonádicos, hormonales y morfológicos. Ahora bien, la diferencia sexual entre varón y mujer no es un simple dato 89 La persona humana biológico, sino que también implica la dimensión psíquica y expresa la apertura de toda la persona hacia el otro. La persona es una unidad, en la que confluye la dimensión biológica y la psicológica. No se tiene un cuerpo sexuado, sino que la persona humana es sexuada (Lucas Lucas 2008: 363-428). Ser hombre o mujer pertenece al ser constitutivo de la persona. Por tanto, la sexualidad no es una condición añadida a la persona, sino que es una determinación fundamental y central del ser humano. La identidad humana se determina por el conjunto de los componentes biológicos, psicológicos y espirituales. Por esta unidad-identidad psico-física, la sexualidad impregna toda la persona. La sexualidad es uno de los elementos fundamentales de la propia identidad. Es un componente esencial de la persona, un modo de ser, de manifestarse, de relacionarse con los demás, de sentir, de expresarse, y de vivir el amor humano. La sexualidad es una realidad que invade a toda persona en la profundidad de su ser, allí donde se encuentra el “yo” como núcleo personal. Es una dimensión constitutiva que emana de la esencia misma de la persona. La persona humana, por su íntima naturaleza, exige una relación de alteridad, que implica reciprocidad de amor. Ya hemos analizado que la persona es un ser esencialmente interpersonal, constitutivamente relacional. En su constitución esencial la persona lleva ya en su sexo, en el hecho de ser varón o mujer, la referencia al otro. No se puede comprender realmente la integridad de la persona sin tener en cuenta esta apertura estructural hacia otro que, precisamente porque es diverso, lo cualifica en su identidad. El yo se constituye solamente en relación con el tú, y la sexualidad es la realidad que manifiesta esta comunión del nosotros. La esencia de la sexualidad humana está precisamente en esta relación de un yo hacia un tú diverso en sus componentes biológicos, psicológicos y espirituales, que encuentra su fundamento en la constitución relacional de la persona. 4. Conclusiones Para terminar este capítulo, a modo de resumen, cabría destacar cuatro ideas. En primer lugar, que la noción de persona es clave en antropología: nos dice lo que el hombre es y nos dice para qué está hecho. En segundo lugar, el elemento fundamental que la noción de persona refiere es la relación, lo que tradicionalmente se ha denominado la naturaleza social del ser humano. 90 Lecciones de Antropología para la psicología clínica En tercer lugar, que hay distintos tipos de relación en función de cada uno de los términos de dicha relación: quién se relaciona con qué o con quién. Por último, el amor es esencial, intrínseco a la naturaleza humana. Es una exigencia ontológica, en cuanto que la necesidad y capacidad de amar y ser amado están inscritas en nuestra naturaleza o esencia; y también es una exigencia ética, en la medida en que el amor es fuente y origen de la relación interpersonal, ya sea en el marco amplio de la sociedad o en el más reducido de la amistad. Lecturas recomendadas AQUINO, T. de (1988-1994 [1266-1273]), Suma teológica, Madrid, BAC, 5 vols. Especialmente, I, qq. 29-30; y I-II, qq. 23-26. ARISTÓTELES (1949), Ética a Nicómaco, trad. J. Marías y M. Araujo, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. CHOZA, J. (1991), Antropología de la sexualidad, Madrid, Rialp. TOMAR, F. (1993c), Persona y amor, Barcelona, PPU. ——— (2003), “Amor y comportamiento intersubjetivo”, en J. Choza (ed.) Sentimientos y comportamiento, Murcia, Publicaciones de la Universidad de San Antonio, 103128. 91 III. LA LIBERTAD HUMANA: BIOGRAFÍA Y SENTIDO. EL PROBLEMA DEL DOLOR Juan Jesús Álvarez Álvarez Lecciones de Antropología para la psicología clínica Como se ha visto en el capítulo anterior, la vida humana no acontece de forma genérica o abstracta sino que se da siempre en un yo, en una persona, en alguien capaz de autoposesión y, sin embargo, llamado a la trascendencia y el encuentro con los otros para llegar a ser lo que es. No es el hombre un ser realizado ya desde el principio o que sólo requiera del mero curso del tiempo para alcanzar su pleno cumplimiento. Como diría Ortega y Gasset, aunque la vida nos ha sido dada, no nos ha sido dada hecha; aunque nuestra condición no haya sido elegida tenemos una responsabilidad en lo que somos. En el presente capítulo veremos que para llegar a ser quienes somos los hombres necesitamos dar sentido a nuestra vida. Y, a la vez, que ese sentido es algo que se descubre en el marco de un proyecto biográfico que, si quiere ser auténtico, sólo puede construirse desde la verdadera libertad. Es esta libertad la que, desplegándose en diversos planos, puede contribuir a nuestra realización personal en los distintos órdenes en los que nuestra persona participa y encauzar la búsqueda de nuestro fin último (la felicidad) afrontando todas las vicisitudes y circunstancias que acompañan nuestra existencia, incluido el sufrimiento. 1. El proyecto vital y la biografía personal Todo ser humano nace con una cierta “instalación” que le viene otorgada por naturaleza o cultura: no podemos no ser corpóreos, sexuados o seres sociales, y tampoco podemos alterar el lugar donde hemos nacido, el tiempo en que se nos ha engendrado, la cosmovisión en la que hemos sido de hecho educados o las tradiciones que nos han sido transmitidas y que han acabado también por conformarnos. Pero el mapa de nuestro mundo personal no se reduce a esas circunstancias fruto de la necesidad o del azar, que son simultáneamente marco e ingrediente eficiente de nuestro ser como existentes humanos. Nuestra vida tiene un argumento y un guión que nosotros escogemos en buena medida: un haz de trayectorias posibles —más o menos explícitas— se presenta en cada momento y situación ante nosotros en cuanto que seres inteligentes y libres, y no podemos esquivar la toma de una decisión por incómodo y comprometedor que ello pueda resultar. No decidir, de forma aplazada o definitiva, es, de algún modo, haber decidido ya. Es cada persona la que, abierta constitutivamente a la realidad, ha de descubrir, diseñar e interpretar la trama de su vida en modo vectorial: desde su pasado, en el presente y de cara al futuro. El tiempo que teje la vida humana incluye, en efecto, estas tres dimensiones. Por una parte, lo histórico (en su vertiente personal, mi historia, y en su lado 93 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor social, nuestra historia) “sobrevive” en cada uno de nosotros: desde luego en lo que ha sido (esa es la función de la memoria), pero de algún modo también en lo que “pudo ser” y no fue. Como ha mostrado Julián Marías, la instalación del hombre en el tiempo va cambiando con el propio transcurrir de éste y la imaginación no es únicamente una facultad creadora de formas ficticias sin incidencia alguna en mi vida: rescata del pasado y transforma en fuerza vital del presente la virtualidad de lo que no llegó a ser, y anticipa proyectivamente el futuro de un modo igualmente eficaz en el aquí y en el ahora. Así pues, el hombre —desde su peculiar condición— se enfrenta siempre a un horizonte de posibilidades que corresponde a nuestra persona actualizar por las vías de la rememoración, la recreación, la rectificación o el ensayo. Vivir en primera persona supone, por tanto, asumir la inevitabilidad de una multiforme libertad que –al mismo tiempo que nos abre al mundo y se realiza y crece en medio de las limitaciones inherentes a nuestro ser-, “hace presente” el tiempo de una vida que, en cuanto que humana, adopta la estructura de una narración autobiográfica siempre dramática e inacabada. Alejandro Llano lo ha expresado bellamente al decir que la vida humana no se puede describir, hay que narrarla. Y tal narrativa no será una historia ejemplar, sino que registrará incoherencias, atascos, desalientos, rectificaciones, nuevos comienzos. Porque el tiempo habita al hombre por dentro de un modo mucho más íntimo que a cualquier otro ser. Las personas están amasadas de tiempo. Son como melodías cuya unidad viene dada por un transcurrir más o menos armónico (2002: 28). Esa unidad a la que Llano se refiere y que podríamos identificar desde el punto de vista psicológico como el rasgo más propio de una personalidad madura, no es por tanto la unidad propia de lo estático. “El hombre es un sistema abierto; no un sistema en equilibrio, sino un sistema que en el tiempo no alcanza nunca su equilibrio” (Polo 1993: 115). Sólo puede lograrse a partir de la integración dinámica y tendencial de los diversos aspectos (personales, sociales, ambientales…), que me constituyen en lo que ahora soy y que apuntan a lo que quiero ser. Como ha dicho Javier Cabanyes, la personalidad queda definida por la compleja y sorprendente integración de tres aspectos inseparables del modo de ser de cada individuo: el sustrato neurobiológico, los procesos psicológicos adquiridos y la atmósfera existencial. Estos tres aspectos de la persona son innegables e interactúan de forma sublime, unificada y unificadora, definiendo el modo de ser de cada cual. El sustrato neurobiológico configura, preferentemente, el temperamento. Los procesos psicológicos adquiridos lo hacen con el carácter. La atmósfera existencial constituye, en cierto modo, la espiritualidad del ser humano y representa el sentido que se da a la vida a 94 Lecciones de Antropología para la psicología clínica partir de la idea que cada cual ha ido elaborando sobre el hombre, el mundo y uno mismo (Cabanyes 2010: 86-87). Pero la búsqueda de esa integración sucede en el tiempo y ha de contar también con éste como un factor clave. De hecho, la forma en que acogemos nuestro pasado — incluso en las posibilidades que no acabaron concretándose— y anticipamos nuestro futuro como proyecto también nos conforma en lo que hoy somos. La necesidad de un proyecto de vida sensato —articulador de esos aspectos y tiempos— se advierte con toda claridad y de modo especial en lo que Marías ha llamado el carácter futurizo de la vida humana. Vivir es, de hecho, ejercer nuestra capacidad de proyectar y llevar a cabo lo proyectado. A partir de nuestra naturaleza y en unas circunstancias concretas, la vida apunta como promesa y esperanza a un futuro perennemente renovado, es “intrínsecamente proyectiva”. Y el proyecto no es otra cosa que “un modelo de vida que uno elige para sí y que decide encarnar en sus acciones” (Yepes y Aranguren 2001: 130), un programa que acompaña y anima nuestra existencia de forma estable y —así lo esperamos— satisfactoria. Un proyecto vital es algo necesariamente personal. Y lo es en un triple sentido. En primer lugar, soy yo quien he de diseñarlo, decidiendo y comprometiendo mi libertad en una secuencia de elecciones que, en cada uno de los instantes y vicisitudes de mi vida, pueden confirmar y consolidar dicho proyecto, o contrariarlo y modificarlo. Además, también soy yo quien lo he de interpretar. Aunque no soy el único que interviene en esa narración, mi persona es la que tiene el papel protagonista en el drama tejido por mí a golpe de libertad. Por último, se trata de un programa que afecta a la totalidad de mi persona y de mi vida, tanto en sus aspectos materiales como en los espirituales, en la esfera individual y en el orden social. Ya desde su diseño, el proyecto vital busca responder a mis necesidades, inquietudes, deseos y aspiraciones. Y en su realización, de algún modo arriesgo todo mi ser, mi cuerpo y mi alma, mi inteligencia, mi libertad y mi corazón. Ha de ser, eso sí, un riesgo medido: acorde con mis posibilidades y mis circunstancias. Eso implica tener en cuenta también las posibles ayudas con las que pueda contar para su realización, así como definir qué me corresponde a mí y qué habrá que hacer gracias al auxilio de otros. Sólo un proyecto de vida realista, factible, puede ser fuente de equilibrio y plenitud. Por otra parte, un proyecto vital ha de ser asumido necesaria y razonablemente en forma de actitud esforzada. Efectivamente, cualquier compromiso que uno adopte conlleva este carácter de empeño orientado, alejado del capricho o de la pura 95 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor espontaneidad. Elegir es renunciar, y tanto lo uno como lo otro se deben realizar con tenacidad, por un motivo y con vistas a un objetivo: busco mi bien, un bien a menudo arduo y que incluye igualmente el bien de las personas a las que amo. Desde esta perspectiva, vivir es “autorrealizarse”, autoperfeccionarse en la línea de lo específico de mi naturaleza y lo particular de mi persona, a través de un compromiso consigo mismo y con los otros. Los canales en los que ese proceso de autorrealización se desarrollan están demarcados por los cauces de nuestra condición natural, como lo está el fin al que tiende y que no es otro que la felicidad (se sea o no consciente de ello), pero su caudal se conforma merced a actos de libre elección que se expresan en el orden de lo social y lo profesional, de lo ético y de lo religioso, y que —en su realización— acaban siendo generadores de cultura. De este modo el hombre puede potenciarse a sí mismo con sus decisiones y sus acciones, se enriquece, troquela su personalidad de forma armónica y equilibrada a la vez que contribuye al bien de la sociedad. Si así lo hace podemos decir que su vida es una vida lograda, creativa, fecunda, con sentido, inteligible tanto en sí —para quienes la contemplen desde fuera y participen en ella y de ella— como para sí; en definitiva, feliz. Pero también puede suceder lo contrario, que el ser humano malogre su vida, que haga de su existencia una existencia herida y sin rumbo, fragmentaria y fragmentadora, estéril o dañina; en una palabra, infeliz. Por ser proyectiva, por su condición vectorial, la vida humana tiene necesariamente un carácter teleológico. Todo ser humano busca la felicidad, todo proyecto vital apunta tendencialmente a una vida plena, pero para que pueda albergar la esperanza de alcanzarla o, cuanto menos, para poder gozar de un saludable estado psíquico, cada persona tiene que descubrir en su vida un “porqué” que haga a ésta inteligible y dotarla de un “para qué” que la impregne de un valor especial y oriente acerca del “cómo”. El ser humano no se conforma con el mero vivir, con la supervivencia en el tiempo, ni siquiera le basta una alta calidad de vida entendida como simple bienestar. Como ha mostrado Víctor Frankl, necesita una razón para vivir, para sufrir, para dar lo mejor de sí mismo, incluso para morir. Por eso este autor ha creído descubrir en el hombre, como dimensión cuasi-ontológica fundamental, lo que llama “voluntad de sentido”. Cuando esta se ve frustrada, se tiene campo abonado para todo género de trastornos psíquicos. 96 Lecciones de Antropología para la psicología clínica “Tener sentido” y “dar sentido”, como aspectos inseparablemente unidos, son precisamente las dos dimensiones que dan a la vida de un ser consciente y libre como el hombre su carácter sustantivo, pleno y diferenciador. Podríamos decir que la vida humana sólo es completa si aúna en sí dos ingredientes básicos: el uno de orden metafísico, el otro artístico. Que la vida tiene sentido significa que es verdadera, es decir, que tal como me ha sido dada es susceptible ser conocida en lo que es; que se le pueda dar sentido implica que me corresponde a mí en cuanto que agente libre configurar su contenido concreto, la trama que la constituye y el objetivo que la orienta. Lo primero apunta a mi condición racional, frente a la cual mi vida y yo mismo se me muestran como inteligibles. Aquí se trata de responder a una pregunta radical respecto de mi propia identidad: ¿quién soy? Lo segundo apunta a mi libertad y hace de mí el autor y responsable último de lo que pueda llegar a ser. La pregunta que entonces emerge tiene que ver con mi obrar: ¿qué he de hacer de mi vida? Y ambas cuestiones confluyen en otra referida a mi destino: ¿qué me cabe esperar? Obviamente, responder a estas cuestiones de forma adecuada a nuestra naturaleza, condición personal, estado o situación; no responder; hacerlo de forma inadecuada, ambigua, inestable o incoherente; o incluso plasmar en el orden práctico de forma habitual conductas que no se correspondan con dichas respuestas, no puede no tener consecuencias —diversas, pero en todo caso importantes— desde el punto de vista de nuestra salud mental. Aunque, ciertamente, disponer de un sólido y equilibrado proyecto vital no garantiza un saludable estado psíquico (que depende, en realidad, de muchos factores), lo que sí se puede decir es que sin un proyecto existencial, al menos implícito, la vida del ser humano o bien se asoma a la nada o bien se mete en una dinámica de activismo no pensante que, en cualquier caso, son un riesgo para la salud psíquica al cerrar las puertas al futuro y albergar la desesperanza o la ansiedad. Algo parecido pasaría cuando la meta no se termina de definir, se desdibuja o se pierde. En menor grado, también podría ocurrir cuando no se identifican bien los pasos que hay que dar, o son pasos muy cambiantes o poco constantes. La pérdida del sentido de la vida tiene, en bastantes ocasiones, una base médica en forma de agotamiento psicofísico o de verdadero estado ansioso-depresivo. En estos casos, la primera medida es médica. Pero en otros casos es consecuencia de no haber fundamentado bien el proyecto vital (punto de partida poco sólido o poco claro), haberlo llevado a cabo de forma inadecuada (centrado en las formas y no en el fondo, o con mero 97 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor voluntarismo) o haber extraviado o desdibujado la meta (influencias ambientales o escasa profundización en ella) (Melián y Cabanyes 2010: 124). Por otra parte, en la búsqueda de una respuesta a esas decisivas preguntas que sirven de motivos últimos por los que labro de un modo y no de otro un determinado proyecto vital, el hombre no puede por menos que experimentar lo paradójico de su condición: sus grandes limitaciones y sus enormes posibilidades, sus fracasos y sus triunfos, sus tristezas, sus sufrimientos y sus alegrías, sus frustraciones y sus logros, su deseo de pervivencia y la certeza de que ha de morir. El hombre es un ser doliente y mortal, sin duda, pero —si la hay— la respuesta al misterio del sufrimiento, de la muerte y del mal ha de ser capaz de integrar esa experiencia y el escándalo que a menudo le sigue en la totalidad con sentido de una vida plena, al menos atisbada bajo la forma de una esperanza cierta que resulte ya fecunda aquí y ahora. Convicciones que iluminan y motivan; ilusión renovada a cada momento; vocación que se descubre, asume y desarrolla; compañía que ayuda a reconocerse a sí mismo, afrontar las dificultades y aceptar las contingencias, limitaciones y sufrimientos; esperanza de plenitud, son, pues, los elementos que conforman la vida humana como tarea y proyecto. Por eso cabe concluir que un buen proyecto vital y una vida bien planteada son aquellos que se articulan desde convicciones que conforman la conducta a largo plazo, con vistas al fin que se pretende, y que orientan la dirección de la vida dándole sentido [...] La realización de los proyectos asume la forma de un trabajo que hay que realizar, la tarea de alcanzar la felicidad. Y tiene la estructura de la esperanza, pues esta se funda en la expectativa de alcanzar en el futuro el bien amado arduo (Yepes y Aranguren, 2001: 162). 2. Realización, crecimiento y límites de la libertad humana Hemos hablado de la libertad y de su decisiva importancia para la vida humana. Ahora bien, este apunte quedaría incompleto sin un estudio serio sobre lo que la libertad es, uno de los asuntos antropológicos ineludibles desde el pensamiento moderno y del que aquí presentaremos una exposición más pormenorizada. Dar una definición de la libertad no resulta en absoluto sencillo pues hay diversos modos de concebirla y, sobre todo, diversos tipos de libertad y planos en los que se manifiesta. Algunos ejemplos de expresiones en las que dicho término aparece desde perspectivas y con significados diferentes pueden mostrar su complejidad: “El hombre es un ser libre por naturaleza”, “el hombre tiene una voluntad libre”, “el hombre es capaz de 98 Lecciones de Antropología para la psicología clínica tomar decisiones libres”, “el hombre lucha por ser libre de sus pasiones”, “el hombre siempre ha luchado por la libertad”, “soy libre porque hago lo que me da la gana”, “soy libre porque quiero lo que debo hacer”, “mi libertad termina donde comienza la del otro”, “la verdad os hará libres”, “la libertad es lo que nos hace verdaderos”, “soy libre de hacer lo que quiera”, “soy libre para hacer lo que quiera”. “el cristiano es el hombre libre” etc., La multitud de acepciones que en estos ejemplos se vislumbra nos pone en la pista de una importante observación: en realidad, el término “libertad” no es unívoco (no se aplica a una pluralidad de seres o en diversidad de casos con idéntico significado), tampoco es equívoco (no se les aplica en cada caso con significados absolutamente distintos), es análogo: se aplica a seres diversos y en situaciones diferentes con un significado en parte distinto y en parte semejante. En general, cuando hablamos de libertad estamos queriendo indicar “ausencia de determinación u obligación”, pero como hay varios sentidos en los que ésta puede ser considerada también habrá diversos tipos de libertad (la libertad trascendental, la libertad de elección y la libertad de independencia) arraigadas —respectivamente— en los planos ontológico, psicológico y moral o político de la condición humana. 2.1. Plano ontológico (libertad trascendental) El plano más profundo, el que sustenta a los otros dos, es el plano ontológico. En él se da la llamada “libertad trascendental, constitutiva o fundamental”, que —por su condición radical— es fundamento y condición de posibilidad tanto de la libertad de elección como de la libertad de independencia. En efecto, sólo porque el hombre es libre podemos afirmar que la libertad es una característica de su voluntad o, más concretamente, de determinados actos voluntarios en los que se autodetermina a decidir y/u obrar con una proyección ética y política que acaba enriqueciéndolo o envileciéndolo, perfeccionándolo o deteriorándolo —de forma personal y comunitaria-. “Por eso la libertad fundamental se continúa en el libre albedrío, en la libertad moral y en la libertad política; el querer se realiza en el elegir y en el poder y los implica, y a su vez el poder implica el elegir y el querer” (Vicente Arregui y Choza 2002: 395). En este primer sentido, ontológico, cabe afirmar que todos los seres son libres de acuerdo con su naturaleza. Decimos, así, que “el electrón gira libremente alrededor del núcleo del átomo”, que “la planta crece libre en la selva”, que “el animal vive en libertad en su medio natural”, que el “hombre es un ser libre” o que “Dios es infinitamente libre”. Se trata en todos los casos de una libertad dada (innata), que no puede propiamente crecer 99 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor y que está limitada por la propia condición del ser que la posee pero con el que —salvo quizás en Dios— no se identifica. En el caso del hombre, afirmamos que es libre ontológicamente por la apertura total de su ser a la realidad (incluido el propio yo). Como ha mostrado la antropobiología (así lo veíamos en el primer capítulo, punto 4.2), dada su inespecialización y su carencia de instintos, incluso desde el punto de vista morfológico-somático el hombre está constitutivamente abierto a la realidad. Su posición erecta y la estructura de su mano son, en composición con su carácter de animal simbólico, cualidades que permiten al hombre contemplar, crear, habitar y disponer de un mundo que reconoce y construye como suyo, en el que puede integrarse y al que puede adaptarse creativamente (y no simplemente, como en el caso del animal, de un entorno en el que interviene pero por el que está determinado). Como hemos apuntado, es sobre todo por la inteligencia y la voluntad —potencias propias de su condición personal— por lo que el hombre está abierto al ser de las cosas (e incluso a lo irreal) de un modo virtualmente infinito, y puede trascenderse a sí mismo —dar continuidad a su naturaleza— en un sentido superior. Lo hacen posible, por una parte, el hecho de que la realidad sea, en cuanto tal, susceptible de ser conocida y querida (se deja conocer y querer, es inteligible y apetecible, es decir, verdadera y buena en sentido ontológico), así como la capacidad que la persona tiene de entender y de querer en mayor o menor medida y siempre de un modo perfectible; y por otra, la capacidad creativa propia del ser humano en cuanto que animal cultural. Podemos conocer y querer más cosas, y de un modo más completo y mejor. Estamos capacitados para inventar símbolos, lenguajes y teorías. Nuestras posibilidades de conocimiento, creación, decisión y acción son cuasi-ilimitadas o, en todo caso, tan amplias como la apertura de nuestro ser, aunque nuestras efectivas operaciones — intelecciones, voliciones o acciones— sean siempre finitas43. En esto consiste básicamente la libertad trascendental, que constituye en cada ser humano una de las notas definitorias de su persona. Y de ahí que, en rigor, no pueda ser eliminada más que si se elimina al mismo hombre, ni pueda ser violentada si uno no quiere. 43 Se ha dicho, de forma sugerente y muy probablemente veraz, que esta reflexividad e infinitud de la voluntad y del intelecto que caracterizan este tipo de libertad “se pone de manifiesto en la definición que Nietzsche da del hombre: «el hombre es el animal que puede prometer». Pues prometer es, por supuesto, poseerse en el origen, pero también poseerse en el futuro, proyectarse por encima del tiempo y en él, determinarse en un sentido concreto, garantizar que a través de cualesquiera vicisitudes, uno mismo será siempre uno mismo y estará siempre allí para alguien o para algo, de esta o aquella manera” (Vicente Arregui y Choza 2002: 393-394). 100 Lecciones de Antropología para la psicología clínica 2.2. Plano psicológico (libertad de elección o libre albedrío) Si la libertad trascendental está presente, en grados diversos, en todos los niveles propios del orden de la naturaleza, la llamada libertad de elección, en cambio, es una libertad exclusiva de los seres racionales, dada y no puede crecer pues se nos presenta como dote y no como objeto de conquista. Negativamente, puede ser caracterizada como ausencia de determinación o necesidad en nuestras decisiones y acciones. Positivamente, supone autodeterminación o, cuanto menos, codeterminación respecto del propio querer y obrar, es decir, “capacidad de obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace” (Gevaert 1995: 206). Se trata aquí de una libertad muy particular: aunque resulta posible por la apertura del ser del hombre (por su libertad trascendental, que le permite estar abierto a todo), sólo se hace efectiva en el plano psicológico y a partir de la experiencia humana de la actividad de decidir. Por eso, el núcleo de la cuestión no está tanto en la existencia de alternativas y en su posibilidad de elección cuanto en la capacidad de autoposesión y el dominio sobre los propios actos. Desde esta perspectiva, la filosofía clásica distinguió en la libertad de elección un doble aspecto. Podemos, en efecto, “querer o no querer”: esa sería la capacidad que otorga al hombre la llamada “libertad de ejercicio” o “libertad de los contradictorios”. Pero también cabe “querer una cosa u otra”, lo que constituiría la “libertad de especificación” (o libertad de los contrarios, si los objetos se excluyen mutuamente). La primera se refiere a una autodeterminación sobre el acto mismo de la voluntad, la segunda —en cambio— a los objetos elegibles como posibilidad concreta. Ambos momentos constituyen la esencia del libre albedrío y hacen posible que la libertad pertenezca al plano existencial. En efecto, cuando decido algo, me decido. Si esa decisión es racional, se basará en algún motivo. Y lo que decido, cuando me determino a realizarlo, asume la forma de proyecto que —al menos provisionalmente— deja en fuera de juego el resto de las posibilidades. De modo que, como ha dicho muy elocuentemente Llano, “la solución lo llega a ser, cabalmente, en virtud de una resolución” (1985: 78). De aquí y de la importancia que en esta caracterización de la libertad se ha de dar tanto al objeto de la acción como al motivo que la induce y la intención del que decide, podemos concluir que la libertad de elección no tiene su fin en sí misma, que es sólo una libertad inicial y dependiente o —si se quiere— un puro medio. Esa “dependencia” se refiere, en primer lugar, al ser de lo que elegimos, y por eso es justo decir que “la libertad 101 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor se avalora por lo que mediante ella se obtiene, es decir, lo que se elige” (Barrio Maestre 1999: 30). Pero también tiene que ver con el ser de quien elige, tanto específica como individualmente considerado, y en este sentido el libre albedrío humano tiene siempre un carácter finito, limitado, condicionado externa e internamente. Trataremos de este asunto más detenidamente cuando hablemos de la existencia del libre albedrío humano y del determinismo. Una ulterior distinción, complementaria, nos ayudará a entender mejor lo que queremos decir. Conviene diferenciar, en efecto, la “libertad de” o libertad negativa (los clásicos la llamaban libertas a coactione), de la “libertad para” o libertad positiva. La primera es condición necesaria de la segunda, de eso no hay duda, pero está necesariamente ordenada a ella en el proceso de autorrealización humana. Por tanto, para que el hombre progrese en cuanto que ser personal no basta con una cierta independencia respecto de las cosas y de los otros, sino que son precisos una proyección y un compromiso con y para algo o alguien. Frente a la tendencia actual (surgida a partir de la filosofía moderna) que consiste en identificar libertad y autonomía absoluta, o al menos en contemplar las relaciones entre libertad y norma, mi libertad y la de los demás, libertad humana y libertad divina etc., como relaciones inviables, y a sus términos como inconciliables, vemos así que compromiso y libertad no sólo no son incompatibles sino que se reclaman mutuamente. Desarrollaremos algo más este punto donde corresponde, al tratar de las libertades moral y política, que son —en este sentido— libertades “terminales”. La libertad de elección podría ser considerada, además y en principio, como la más propia y genuina de las acepciones posibles de la libertad humana. Por un lado, en nosotros es tan necesaria e importante como los instintos lo son para los animales: parece evidente que, en la concreción de nuestra conducta, nos vemos obligados constantemente a decidir, y es esa autodeterminación la que orienta nuestra vida en un sentido u otro. Por el otro, el libre albedrío es también fundamento último de carácter subjetivo de la vida moral y política del hombre, pues sólo si soy libre en mis decisiones pueden estar éstas cargadas de responsabilidad y ser susceptibles de valoración moral, jurídica etc., es decir, ser verdaderamente mías. Pero, ¿existe realmente el libre albedrío? ¿Es el hombre libre en este sentido? ¿Tiene verdadera libertad de elección? La existencia del libre albedrío ha sido a menudo objeto de polémica y la verdad es que no resulta fácil hacerse cargo de este larguísimo debate de un modo preciso. A título general, en este asunto, podríamos distinguir —con 102 Lecciones de Antropología para la psicología clínica las debidas matizaciones— tres posibles respuestas: no hay libertad de elección (determinismos), la hay y es absoluta (existencialismos) y la hay pero limitada. a) Determinismos La primera respuesta afirmaría que en el hombre no hay verdadera libertad de elección. El hombre se cree libre pero realmente la libertad —en este sentido— no es más que una ilusión. Sólo en apariencia se puede decir que gozamos de libre albedrío. Lo que ocurre de hecho es que siempre estamos determinados en nuestras elecciones de un modo u otro. Es la llamada posición determinista y puede adoptar las siguientes perspectivas. a.1 Determinismos científicos (biológico, físico, sociológico, psicológico) — Biológico: De acuerdo con esta visión, el hombre estaría determinado por factores de orden orgánico desarrollados en el curso de la evolución y relacionados con el código genético, el sistema nervioso, los instintos, etc. Habría pues un conjunto de leyes biológicas —de la especie humana y de la herencia individual— que el hombre seguiría irremisiblemente en su conducta y que harían ilusoria la libertad de elección. Un ejemplo típico de esta forma de determinismo es el representado por la Sociobiología. Edward O. Wilson publicó en 1975 un polémico libro titulado Sociobiología: la nueva síntesis. Defiende allí que hasta las formas más complejas del comportamiento humano (el altruismo entre ellas) están, casi con toda seguridad, controladas por los genes, y que sólo es cuestión de tiempo que seamos capaces de localizar y modificar esos genes específicos explicativos de nuestro modo de obrar. A pesar de que Wilson se ha intentado explicar después con algo más de sutileza, parece difícil desde esa perspectiva escapar a la acusación de reduccionismo. Da la impresión de que, aunque por ahora sólo de forma promisoria, se cree poder dar razón de cualquier hecho humano atendiendo únicamente a la biología y, en particular, a la genética. Haciendo tanto hincapié en la condición natural del hombre parece olvidarse aquí su condición cultural, reduciendo ésta a aquélla. Pero, como ha objetado acertadamente Mariano Artigas, “¿no es la cultura algo mucho más rico, que se encuentra en otro orden de cosas, aunque los hombres actuemos sin duda sobre una base biológica?”. Y, parafraseando a Richard Lewontin —un conocido evolucionista especializado en Genética de poblaciones y famoso opositor a Wilson— añade: 103 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor el fenotipo, que abarca los rasgos que presenta un organismo a lo largo de su vida, no se hereda: se desarrolla, en parte por acción del genotipo heredado, pero en una compleja interacción con el ambiente, y contando con el «ruido de desarrollo» debido a los diversos acontecimientos aleatorios que ocurren durante el desarrollo y que no están predeterminados. Además, en el caso del hombre, «sobreimpuesto al gen y al ambiente se halla la conciencia del yo, que actúa como vehículo de las interacciones sociales que influyen sobre el desarrollo» (Artigas 1992: 83, 85). Es obvio que la libertad humana es siempre una “libertad en situación” y que entre estas situaciones se halla también nuestra corporeidad. Por ser corpóreo, el hombre es sujeto de dinamismos inconscientes, involuntarios y de una complejísima vida afectiva irreductible muchas veces a la voluntad consciente. Pero no parece haber en el ser humano verdaderos instintos que determinen nuestro comportamiento. Además, las formas en que respondemos a los distintos dinamismos que nos “recorren” son diversas según las culturas. En realidad, como ha dicho Gevaert, la penetración cultural es tan profunda, tanto en el modo de satisfacer las necesidades como en la especificación misma de esas necesidades y de los dinamismos, que nunca es posible determinar exactamente lo que es dinamismo involuntario y lo que es encuadramiento cultural; siempre están presentes contemporáneamente ambas cosas (1995: 221). Por eso cabe integrar y asumir esos dinamismos de forma que contribuyan a un desarrollo equilibrado de nuestra personalidad o fracasar en ese intento de síntesis dando lugar a todo tipo de patologías psíquicas. Otra versión de este determinismo biologicista también hoy muy extendida es la que hace depender nuestras decisiones del sistema nervioso y, en última instancia, del cerebro. El libre albedrío no sería así más que una “ficción cerebral”. Aunque desde el punto de vista subjetivo todos nos sentimos libres, al decir de autores como Francisco J. Rubia esa impresión sería pura y simplemente falsa. Los experimentos realizados primero por Benjamin Libet en California y posteriormente replicados en Inglaterra y en Alemania —arguye este autor— indican que cuando un sujeto libremente intenta realizar un movimiento, la actividad cerebral inconsciente precede a la sensación subjetiva de ese movimiento y al movimiento mismo. Con otras palabras: la impresión subjetiva del movimiento no es la causa de éste, sino que esa causa procede de una previa actividad inconsciente. El yo consciente se atribuye funciones, como la decisión de mover una extremidad, que no controla [...]. Hoy por hoy — 104 Lecciones de Antropología para la psicología clínica concluye—, los datos apuntan a que la libertad, tal y como la entendemos, es decir, de acción y de decisión, parece ser una ficción (2011: 8-9). ¿Tiene razón el profesor Rubia? Las nuevas técnicas de exploración cerebral han permitido sin duda, obtener resultados valiosísimos para el avance de las neurociencias. Sin embargo, son técnicas que llevan consigo problemas muy serios para la adecuada interpretación de dichos resultados, sobre todo de cara a asociar la experiencia subjetiva con las imágenes que proporcionan. En primer lugar, hay que tener en cuenta que los estudios de neuroimagen sólo ilustran un aspecto parcial de los procesos biológicos que están sucediendo. Vemos de modo estadístico, por ejemplo, qué zonas cerebrales reciben más flujo sanguíneo cuando se da cierto fenómeno, pero no sabemos si ese aumento es la causa directa del fenómeno explorado o, por el contrario, su efecto. En segundo lugar, la interpretación adecuada de los resultados depende mucho del diseño experimental que se adopte y de cuál sea el esquema seguido en la exploración [...] Y, por último, no hay que olvidar que, en general, las actividades de la vida diaria son complejas y no son fáciles de explorar sin someterlas a simplificaciones que pueden desnaturalizarlas; de hecho, los paradigmas exploratorios habituales en este tipo de experimentos carecen del componente «global» que se da, por ejemplo, en las interacciones sociales (Giménez Amaya y Sánchez-Migallón 2010: 112-113). Por tanto, es muy discutible que los experimentos a los que se refiere Rubia tengan que ser necesariamente interpretados en el sentido en que él lo hace. Que a una decisión libre suela acompañar una impresión subjetiva no significa que ésta sea causa de aquélla, ni que los tiempos de la conciencia y del sistema nervioso se puedan medir con el mismo canon. Debería haber aquí, para empezar, un estudio profundo de la relación entre temporalidad, conciencia y causalidad que se echa de menos en los neurocientíficos que abogan por una interpretación determinista y consideran la libertad como una pura ficción cerebral44. Por otra parte, el propio Libet, como consecuencia de sus investigaciones, rechaza que el hombre sea autor último de sus decisiones pero sí admite un cierto poder de veto consistente en la capacidad que, según él, la conciencia tiene para abortar o bloquear una acción iniciada por el cerebro (Libet 2004)45. Roger Penrose ha llegado a sugerir, por ejemplo, que “es probable que estemos equivocados al aplicar las reglas físicas usuales para el tiempo cuando consideramos la conciencia. Existe, efectivamente, algo muy singular en el modo en que entra el tiempo en nuestras percepciones conscientes en cualquier caso, y pienso que es posible que sea necesaria una concepción muy diferente cuando tratamos de colocar las percepciones conscientes en un marco convencional de ordenación temporal” (1995: 550). 45 Recomendamos, no obstante, la consulta del trabajo de Batthyany (2009). Se encontrará allí un análisis pormenorizado de las diversas interpretaciones reduccionistas y no reduccionistas de los citados experimentos. Su conclusión personal es que no hay objeción a la admisión de una causación consciente al menos en determinados casos y circunstancias. También resultará muy útil Murillo y Giménez-Amaya 44 105 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor Ocurre en realidad que el problema del movimiento voluntario y de la toma de decisiones es extremadamente complejo y no parece que pueda haber una explicación neurofisiológica convincente y completa. Como ha advertido el profesor Thomas Fuchs, eminente neurocientífico y filósofo, aunque las actuales técnicas de neuroimagen son muy útiles para explorar el sistema nervioso no nos pueden proporcionar una imagen unitaria del cerebro y de su actividad funcional. En los experimentos citados, podríamos añadir, se presupone la asignación de la libertad a un estado o a una cadena de estados mentales determinados de forma causal y directa por procesos neuronales, mientras que nuestro conocimiento y vivencia de los actos de libre albedrío atribuye éstos a la persona en su totalidad (Fuchs 2006). La perspectiva neurocientífica, por sí sola, resulta pues insuficiente para explicar cuestiones fundamentales relativas a la naturaleza y la acción humana. Quizás fuera esto lo que llevó a John Eccles hace algunos años a concluir que —tratándose de dichas cuestiones— el cerebro no se basta a sí mismo y requiere de una mente autoconsciente unida a los mecanismos neuronales de un modo tal que actúa sobre ellos (Popper y Eccles 1982: 310ss)46. Sin necesidad de adherirse a esta especie de dualismo incipiente, lo que quiero mostrar con ello es la relatividad de los “datos” científicos —que exigen ser interpretados desde una perspectiva reflexiva e interdisciplinar en el ámbito interno de las ciencias experimentales pero también en conexión con conocimientos de otra índole— cuando lo que pretendemos es afrontar asuntos decisivos para la concepción del propio hombre y de su vida47. Lo que sí puede concluirse con certeza de estos y otros experimentos es que el proceso decisorio del ser humano tiene un correlato físico y que, en ese proceso, las causas probables de la acción y la impresión subjetiva de libertad no tienen por qué coincidir en el tiempo (en realidad, como Rubia recuerda, tampoco lo hacen siempre espacialmente dado que a veces se “localizan” en regiones diferentes del cerebro). Pero eso no implica que sea un proceso determinista el que controle de hecho nuestras decisiones humanas, a manera de resultado inevitable de fenómenos neurobiológicos de nivel inferior. El sistema nervioso humano es sumamente complejo y dinámico, y permite (2008a, 2008b). Todo el cuaderno en el que este último artículo se inserta es un monográfico sobre neurociencia y libertad. 46 El propio Eccles admite que “puede darse una discrepancia temporal entre los acontecimientos nerviosos y las experiencias de la mente autoconsciente” (Popper y Eccles 1982: 406) y formula una hipótesis explicativa muy personal y sugerente, bien distinta de las hipótesis materialistas al uso (Popper y Eccles 1982: 408-410, 422-423). 47 Es lo que intentan justificar precisamente Murillo y Giménez-Amaya (2009). 106 Lecciones de Antropología para la psicología clínica que las personas (en cuanto que seres completos) generen elecciones reales y dispongan de una cierta forma de libertad (Jeeves y Brown 2010: 132). Además, parece claro que las deliberaciones que forman parte del proceso decisorio afectan de una manera u otra a nuestro futuro o al de los otros y que, en cuanto tales, en lo esencial dependen de nosotros (considerados a título de “razonadores prácticos”). Es verdad que incluso en el ámbito de lo voluntario no siempre somos conscientes en el momento mismo de la decisión de sus causas eficiente y final, y por tanto no todas nuestras voliciones son estrictamente libres (es lo que ocurre con los actos voluntarios espontáneos, fruto de hábitos y modos de pensar), pero tratándose de actos de voluntad deliberados no creo que pueda ponerse en duda su carácter libre. La responsabilidad personal ante los dilemas morales —en especial los que implican alguna forma de interacción social— quizás sea una muestra de lo que decimos. Los experimentos de Joshua D. Green que investigan la actividad cerebral de las personas cuando se ven sometidas a la necesidad de decidir sobre situaciones límite (de vida o muerte) no sólo sugieren que la decisión depende sobre todo de nuestra inteligencia emocional y, en menor medida, de la cognitiva, sino que muestran que los individuos emplean para decidir un tiempo distinto según el tipo de motivación que tomen en consideración (Shenhay y Green 2010). Aunque Green es determinista, ¿no podrían ser interpretados estos datos como la expresión de que tenemos un cierto control en la deliberación y aún en la decisión? Que así es en efecto, que tenemos —hablando en términos generales— capacidad de dirección sobre nuestro sistema neuronal se comprueba, por ejemplo, en la terapia cognitiva. Cuando los psicoterapeutas proporcionan al paciente consejos y herramientas para que pueda orientar sus pensamientos de forma saludable, cuando —dicho un modo más técnico— le dotan de “entradas simbólicas al sistema” para que el enfermo pueda dirigirlo y conducirlo de manera que las antiguas “entradas del sistema neuronal de tratamiento de la información no se conviertan automáticamente en impulsos para el sistema neuromotor”, le están ayudando a recuperar las riendas sobre su vida y a modificar el mundo en el que vive de acuerdo con sus ideas, proyectos y formas de pensar, es decir, a ser más libre. Algo parecido se puede afirmar en relación con los procesos educativos, que tienden precisamente a incrementar nuestra autonomía promoviendo un cierto control sobre nuestro sistema neuronal de modo que desarrolle ciertas capacidades en un grado y manera que antes no tenía. 107 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor En definitiva, como ha dicho Tirso de Andrés, un animal actúa movido directa e inmediatamente por los objetos que elabora su sistema de tratamiento de la información en función de las entradas externas del sistema y de su estado interior. El hombre tiene, por el contrario, la capacidad de sustraerse a ese comportamiento «espontáneo» de su sistema nervioso: puede prescindir de las entradas del sistema —de la semántica— y «reflexionar», tanto sobre las entradas como sobre la forma de tratar esa información [...]. De esta manera, no está atado a las formalizaciones ya existentes, ni se limita a elegir entre ellas, sino que puede elaborar formalizaciones nuevas, o establecer determinaciones que no estaban dadas por las ya existentes. El hombre resulta así un animal capaz de pensar y de hacer proyectos, sin estar atado al presente que determinan las entradas del sistema, sino considerando nuevas posibilidades [...]. Ni estoy determinado ni floto en la indeterminación, sino que me dirijo según las determinaciones que elaboro (Andrés 2002: 201-202). — Físico: Aunque el determinismo biológico responde al problema de la libertad desde un análisis concreto referido a la especie humana y a sus particulares “conquistas” evolutivas, considera al hombre en clave materialista y en su pura condición de animal. Lo que hacen los defensores del determinismo físico es continuar esta línea de un modo aún más radicalizado, reduciendo toda actividad animal (del mismo modo que toda actividad natural) a procesos de carácter físico-químico El universo se convierte así en un inmenso mecanismo regido por estrictas causas eficientes de orden físico, que son además absolutamente previsibles. En el siglo XIX, Laplace formuló el determinismo que aquí se presenta de un modo que ha resultado ser paradigmático: debemos ver el estado presente del universo —decía él— como el efecto de su estado anterior y como la causa del que le seguirá. Una inteligencia que, para un instante dado, conociera todas las fuerzas de las que está animada la naturaleza y la situación respectiva de los seres que la componen, conocería en la misma fórmula los movimientos de los más grandes cuerpos del universo así como los del más ligero átomo; nada sería desconocido para ella, y tanto el futuro como el pasado estarían presentes a sus ojos (Laplace 1812). ¿Qué podemos decir acerca de este “determinismo universal” en la medida en que afecta al ser humano? En primer lugar, parece obvio que, en cuanto que ser corpóreo, el hombre está enmarcado necesariamente en las estructuras materiales del mundo físico. Resulta lógico pensar, por tanto, que al ejercer su libertad ésta se verá limitada por esas 108 Lecciones de Antropología para la psicología clínica condiciones e incluso que deberá contar con ellas para expresarse de modo realista. Pero, independientemente de si la ciencia precisa para su sostén de una naturaleza rígidamente determinista o de si —como todo parece apuntar hoy— puede y debe dejar un campo al azar y la indeterminación, lo cierto es que no puede pretender dar razón exhaustiva de toda realidad a partir de un método que —por su propia naturaleza— hace abstracción de todo aquello que no sea susceptible de reducción a los hechos u objetos empíricos. Ni todos los acontecimientos son previsibles en función de relaciones causales entre sucesos físicos, ni todos son reductibles a ellos. A este último respecto hay que afirmar que, aunque el método científico deje razonablemente a un lado la subjetividad, los valores o las causas finales para centrarse en los aspectos objetivos, falsables o verificables —en todo caso regularizables en forma de leyes—, lo que no puede hacer sin caer en cientificismo es rechazar la existencia de todo aquello que no quepa dentro de estos cánones. Pero, además, hay causas accidentales (de carácter azaroso) y causas obradas por agentes conscientes que obran por un fin, que hacen prácticamente imprevisible nuestro acontecer. Así, —el ejemplo es de Arregui y Choza— que el juego del billar obedece en última instancia a las leyes propias de la mecánica resulta tan claro que sólo la existencia de éstas hace factible desarrollar de hecho ese juego. Pero eso no significa en modo alguno que la siguiente jugada sea previsible. Y no sólo por el hecho de que el jugador puede ser inexperto —lo que no afectaría a la cuestión que aquí tratamos— sino porque, dado el caso, un experto jugador, conocedor de la jugada correcta, puede optar por una decisión diferente —fallida— para permitir que gane su chica. Lo que esto nos enseña es que “el ser humano es capaz de usar en su propio beneficio y según sus propios propósitos las leyes naturales” (Vicente Arregui y Choza 2002: 405), de modo que la existencia de éstas en modo alguno implica el determinismo de sus decisiones y acciones. Más aún, como ha notado Gevaert, “mirando las cosas más de cerca, es preciso decir que la libertad es una condición sine qua non para que pueda hablarse de procesos causales y de leyes físicas. Precisamente porque el hombre toma distancias frente a las cosas es por lo que le es posible comprobar procesos causales, vinculaciones determinadas (1995: 219)” e incluso actuar sobre el mundo natural organizándolo de una manera nueva, creando nuevas formas e introduciendo en él nuevos significados de orden superior. Dicho de otro modo, puesto que el hombre es capaz de conocer las leyes que rigen el dinamismo natural y, al mismo tiempo, puede adoptar una cierta distancia respecto de ellas utilizándolas y orientándolas hacia fines de carácter 109 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor humano (es decir, es libre), cabe decir —una vez más— que el hombre no es sólo un ser natural sino cultural. A lo mencionado hay que añadir, por otra parte, que el determinismo físico —en tanto que determinismo universal— puede refutarse por reducción al absurdo. Es éste un procedimiento del que ya se sirvió Epicuro en la antigüedad clásica: “quien diga que todas las cosas ocurren por necesidad —aseguró— no puede criticar al que diga que no todas las cosas ocurren por necesidad, ya que ha de admitir que la afirmación también sucede por necesidad” (fragmento XL). Eccles ha glosado el argumento de un modo que parece conectar con las afirmaciones de Gevaert antes citadas: “Si el determinismo físico es cierto, ese es el fin de toda discusión o argumento; todo ha terminado. No hay filosofía (ni ciencia). Todas las personas humanas han quedado atrapadas en esta inexorable red de circunstancias que no pueden romper”. Y, en un sentido algo diferente, añade: Lo que creemos estar haciendo no es más que una ilusión. ¿Quién va a vivir de acuerdo con esto? Incluso ocurre que las leyes de la física y toda nuestra comprensión de la física es el resultado de la misma inexorable red de circunstancias. Ya no es cuestión de luchar por la verdad a fin de comprender qué es este mundo natural, cómo se produjo y cuáles son las fuentes de su modo de operar. Todo ello no es más que ilusión. Si estamos dispuestos a tener este mundo físico puramente determinista, habremos de permanecer en silencio. Alternativamente, si creemos en un mundo abierto, entonces tendremos todo un mundo de aventuras, usando nuestras mentes, nuestro entendimiento, a fin de desarrollar ideas progresivamente más sutiles y creadoras (Popper y Eccles 1982: 614). Un mundo de aventuras, sí, pero también de responsabilidad, donde cabe el progreso pero también la regresión, el sentido lo mismo que el sinsentido, la búsqueda de la plenitud de la vida humana tanto como su empobrecimiento o abandono. — Sociológico: Si en los dos tipos de determinismo antes considerados lo que se hace es enfatizar la dimensión “natural” del hombre hasta el punto de disolver prácticamente su condición socio-cultural, el determinismo sociológico apunta justamente en sentido contrario: se hace un hincapié casi exclusivo en la dimensión cultural del ser humano en menoscabo de su carácter natural. Desde este punto de vista, se dirá que el hombre está determinado en sus elecciones y acciones por la presión social, el ambiente, la educación... 110 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Quizás el defensor más representativo de esta forma peculiar de determinismo haya sido el psicólogo conductista Burrhus Frederic Skinner. Concebida como organismo biológico en interacción con un ambiente social, la persona es —para Skinner— un sistema de conducta coextensivo e interdependiente con ese ambiente. Lo que somos se manifiesta en nuestro comportamiento, y es el conjunto de contingencias (y de las relaciones entre ellas) que han ido conformando paulatinamente pero especialmente en la infancia nuestros repertorios de conducta, lo que nos ha otorgado la identidad en que nos reconocemos. Entre esas contingencias, las hay de carácter antecedente —como los factores biológicos, históricos o los estímulos actuales—, pero son sobre todo las variables relacionadas con los efectos que un comportamiento provoca las que contribuyen en mayor medida a consolidar, restringir o eliminar una determinada forma de conducta. Cuando una conducta acarrea consecuencias valiosas o agradables para el sujeto, o le evita situaciones desagradables por las que siente aversión, se habrán dado contingencias de refuerzo (positivo en el primer caso, negativo en el segundo) y aumentará la probabilidad de ocurrencia de dicho comportamiento. Skinner pretende que esta concepción del hombre tiene un carácter rigurosamente científico y que sirve no sólo para explicar lo que uno es y cómo se comporta, lo que en el fondo vienen a ser lo mismo, sino para dar razón de las culturas y de los grupos sociales. En los dos ámbitos es la llamada “selección por consecuencias” la que sirve de pauta explicativa. Ciertamente, dados la complejidad y el número de las variables intervinientes, la explicación que así se alcanza no se presenta en términos de verdad absoluta, pero sí proporciona —según su autor— una certeza altamente probable48. Desde estos presupuestos, en obras como Walden dos (1948) o Más allá de la libertad y la dignidad (1971), Skinner ha propuesto toda una pedagogía basada en sistemas de control no aversivo y dirigida a la modificación de la conducta mediante procedimientos de “refuerzo positivo”: si está en nuestras manos crear cualquier situación que sea agradable a una persona, o eliminar cualquier situación que le desagrade, podemos controlar su conducta. Si queremos que una persona se comporte de una forma determinada, nos bastará con crear una situación que le agrade, o eliminar una situación que le desagrade. Como resultado, aumentará la probabilidad de que se comporte de la 48 Sea como fuere, dicha explicación se apoya en una visión determinista del comportamiento humano, predecible a partir de un análisis funcional de la relación entre conducta y ambiente. 111 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor misma forma en el futuro. Y esto es precisamente lo que queremos. Técnicamente se llama «refuerzo positivo» (Skinner 1974 [1948]: 289). Dicho llanamente: puesto que la libertad no es más que una ilusión, una palabra que empleamos porque no sabemos hasta qué punto nuestra conducta está determinada; o, en el mejor de los casos, un mero sentimiento, lo que hemos de intentar es evitar que esa determinación sea negativa, desagradable, perjudicial para el individuo y para la sociedad. La educación, sobre todo en sus primeras etapas que son las decisivas, ha de establecer sistemas de condicionamiento y refuerzo capaces de hacer que el niño se sienta a gusto, libre, y que en ese ambiente aprenda lo que es bueno para sí y para los otros de modo que actúe siempre, no por miedo, sino por la gratificación del refuerzo. Sólo así tendremos ciertas garantías de que acabará haciendo suya esa conducta y de que, en el futuro, aprendiendo a conocerse a sí mismo sea apto para establecer por sí solo repertorios conductuales que sirvan de control de otros repertorios hasta abarcar, si fuera posible, su entero comportamiento. No se puede negar que de esta especie de “ingeniería de la conducta” quepa extraer ciertos aspectos positivos —como poco— desde el punto de vista de la educación del propio carácter. En este sentido, no podemos dejar de reconocer la importancia de los hábitos y tampoco podemos pasar por alto la influencia que sobre nuestra personalidad tiene nuestro comportamiento. Aunque lo razonable y saludable desde el punto de vista psicológico es que el modo de obrar siga al modo de ser, pensar y sentir, es una ley básica de la psicología del sentido común, verificable en cada momento de nuestra experiencia, que cuando uno no actúa como piensa acaba pensando como actúa. Hasta tal punto es importante en el hombre una cierta unidad y equilibrio interior que cuando la coherencia no se alcanza consciente y voluntariamente, se busca inconscientemente y por otros medios. Nada hay que oponer, por tanto, al reconocimiento de que hay que atender a la conducta para un correcto desarrollo de nuestra personalidad. Lo que nos parece objetable del planteamiento skinneriano, desde el principio, es el poso de mecanicismo que esta propuesta deja entrever en su fondo. Desde este punto de vista, es perfectamente lógico que Skinner se plantee como fin último de sus ideas crear culturas que favorezcan que las personas se comporten de manera ética sin esperar a que la “razón” les convenza de adoptar tales prácticas, e incluso que arguya a su favor con el hecho de que podamos reconocer que nos portamos mal y, sin embargo, sigamos haciéndolo. Pero me parece que una consideración realista de lo humano no implica necesariamente desembocar en la suerte de pesimismo antropológico 112 Lecciones de Antropología para la psicología clínica que Skinner parece adoptar y en el que los sujetos —fracturados y divididos consigo mismos— sólo pueden aspirar a “sentirse libres”. ¿De qué serviría establecer un programa perfectamente diseñado —se supone que por los psicólogos más capaces, avezados y honestos— para el logro de una humanidad feliz, si no son las personas las que se plantean conscientemente ese objetivo y se comprometen activamente con él? Por otra parte, que pueda hablarse —en un sentido amplio y flexible— de “leyes psicológicas y sociales”, no significa que esas leyes determinen inevitablemente nuestras decisiones y conductas. De modo análogo a como decíamos que el hombre puede usar de las leyes de la mecánica, también puede hacerlo con este otro tipo de leyes. Nuestro margen de maniobra será, de hecho, mayor o menor según los casos, pero siempre cabe la posibilidad, cuanto menos, de relativizar la influencia de esos factores supuestamente determinantes. Y con eso basta para afirmar nuestro libre albedrío. — Psicológico: La especie de determinismo más radical y de mayor complejidad es el determinismo psicológico. Se podría incluir en esta categoría al psicoanálisis freudiano, que deja al individuo prácticamente inerme ante la fuerza de los dinamismos involuntarios (“las pasiones instintivas —llegará a decir Freud (1988 [1930]: 3046)— son más poderosas que los intereses racionales”), pero normalmente se entiende como forma más representativa de este tipo de determinismo la posición defendida por el filósofo alemán Gottfried W. Leibniz. De acuerdo con este autor, la voluntad humana sigue siempre y necesariamente en sus decisiones al motivo más fuerte. Si no fuera así, si no estuviera también regida por el principio de razón suficiente y determinada por aquello que le aparece como lo más conveniente, quedaría indecisa. No cabe hablar por tanto en el ser humano, al menos de un modo propio, de libre albedrío: aunque obremos con espontaneidad, en la medida en que el principio de acción está en nosotros, [...] y que no es necesario que nos muevan como si fuéramos marionetas, y aunque nuestra espontaneidad viene unida a conocimiento y deliberación o elección, lo cual determina que nuestros actos sean voluntarios, no obstante, hay que admitir que siempre estamos predeterminados (Leibniz 1948: 480; ver también 2012 [1710], I, 50). En cierto modo, este tipo de determinismo —que a título crítico coloca a la voluntad humana en una situación que recuerda a la del famoso asno de Buridán, muerto por inanición ante la imposibilidad de decidir entre dos montones de heno absolutamente iguales— recoge parcialmente lo que los otros dicen (que estamos obligados por nuestra 113 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor condición biológica, física o social), pero da un paso más al asegurar que todos esos factores determinan lo que nos parece bueno y no nos dejan espacio para una verdadera elección. Desde esta perspectiva, incluso, el libre albedrío aparecería como algo irracional y contradictorio, pues ¿cómo podríamos no elegir lo que se nos presenta como más conveniente? La conciencia de libertad que acompaña al ser humano en sus decisiones no sería otra cosa que la experiencia de que elegimos, sin violencia, a favor de ese motivo eminente y potentísimo. Se trata, como puede verse, de una posición llena de sutileza y difícil de abordar desde una perspectiva crítica pues es cierto que toda decisión se apoya sobre motivos y, a la postre, el que triunfa de algún modo parece demostrar con ello ser el más fuerte. Sin embargo, creo que hay un modo de salir de este atolladero que pasa por distinguir entre motivos impuestos y motivos propuestos. En efecto, si los motivos se presentan a mi voluntad como algo externo y determinante sin duda que aquélla se verá coaccionada y no podremos hablar de verdadera elección. Pero si son, en cambio, motivos que de alguna manera nos proponemos o que al menos conocemos y acogemos, y que sometemos a ponderación en el proceso de deliberación, lejos de rechazar la realidad del libre albedrío lo que habremos hecho es caracterizarlo adecuadamente y como es debido. En este último caso, la elección habrá de ser explicada como un ejercicio de autodeterminación fruto de la posesión y dominio que –en mayor o menor medida— podemos tener sobre nosotros mismos. “Para decidir, —se ha dicho muy expresivamente— es preciso decidirse a decidir. Pero si el proceso deliberativo es interrumpido por un acto voluntario, cuál sea el peso específico de las razones a favor y en contra depende de la propia voluntad” (Vicente Arregui y Choza 2002: 398). Alejandro Llano ha analizado y desarrollado esta fenomenología de la decisión de un modo que creo que da cumplida respuesta tanto al psicoanálisis freudiano como al determinismo de Leibniz: Los verdaderos motivos —advierte en primer lugar— no se dan en el nivel de las tendencias, sino de las «pre-tensiones». [...] Y el valor de cada una de estas «pretensiones» no depende de la fuerza con que las sentimos, sino del término objetivo de la tendencia. Las pulsiones que en el hombre —en cuanto tal— acontecen, no son «compulsiones». Cabe retrasar —e incluso omitir— su satisfacción, hasta el punto de dejarse morir. Son tendencias que exigen un suplemento, que ha de ser aportado por la decisión libre. El hombre ha de secundar sus tendencias, ser cómplice de ellas, decidirse a satisfacerlas. Y, además, no se nos da hecha la manera de cumplirlas [...]. 114 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Pero —por otra parte— esta determinación de sí mismo por sí mismo, debe ser tal que se articule, en el proceso de deliberación, con el curso de la motivación, que en ella termina por resolverse. Al decidir algo, yo me decido, pero, si mi decisión es racional, lo hago porque tengo motivos para ello. [...] Por un lado, los motivos influyen indudablemente en la decisión; mas, por otro y sobre todo, el curso de la motivación, en el proceso deliberativo, no se resuelve más que cuando yo decido, es decir, corto el proceso con mi elección (Llano 1985: 75-78). En general, si los determinismos científicos pueden sostenerse de algún modo es porque separan el concepto de libertad (sometido a análisis crítico desde diversos puntos de vista) del ejercicio de la misma. Obrando así, sin embargo, se exponen a todo tipo de paradojas vitales entre el reduccionismo científico y la vida diaria —regida por el sentido común—, demuestran desconocer lo que significa realmente la libertad y no otorgan la consideración debida a la forma inmediata en que se nos presenta aquélla como un dato de la conciencia que no puede obviarse. Volveremos sobre este punto cuando presentemos los argumentos a favor de la existencia del libre albedrío. Pero es que además, esas diversas formas de determinismo, al hacernos conscientes de los factores que influyen en nuestras decisiones, pueden ayudarnos indirectamente a debilitar su fuerza supuestamente determinante y transformarla en meramente condicionante. Paradójicamente, se podría decir así que —como cualquier otra forma de saber del que soy consciente— los determinismos nos ayudan a ser más libres. a.2 Determinismos religiosos Aparte de los determinismos que hemos llamado científicos, hay una segunda perspectiva o categoría que podríamos calificar de religiosa (o teológica) y que incluiría tanto las diversas formas de panteísmo como el teísmo. Carentes del concepto de creación, los panteísmos suelen considerar el universo y todo lo que forma parte de él como emanación o manifestación —concebida en forma diversa según los casos— de lo divino. En particular, el ser humano sería una parte quizás especialmente significativa de ese despliegue pero, aún así, estaría incluido dentro de un todo regido por fuerzas que no controla. En ese contexto, es entendible que la libertad individual no quede muy bien parada y se vea sometida —como toda realidad— a un determinismo de carácter metafísico-místico. 115 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor Un ejemplo clásico de esta forma de determinismo lo encontramos en el estoicismo. Para los estoicos, un Logos o Alma del mundo “rige” el universo de acuerdo con una ley inmutable. Todo está determinado por esta ley y aunque se reconoce una cierta providencia en ese gobierno, se trata de un proceder que atiende a los “intereses” del todo y no de una parte concreta como puedan ser los individuos. Para éstos, por tanto, sólo queda el integrarse en ese orden natural y con-formarse con un devenir que está de una manera u otra escrito y ha de suceder sin remisión. A este respecto, la situación del teísmo (consideraremos en particular el cristiano) es bastante distinta pero también difícil. Por una parte, se aboga por la distinción real entre Dios y sus criaturas, y se reconoce un gobierno razonable del Logos divino sobre el mundo y una atención amorosa y particular sobre el hombre, creado por Dios con un ser personal, a su imagen y semejanza, y cuya libertad respeta escrupulosamente. Pero, a la vez, se afirma la existencia de un plan sobre el mundo que el propio Dios establece y que por tanto conoce y quiere, un plan que, en consonancia con la infalibilidad de la ciencia divina y la eficacia de su voluntad, se ha de cumplir, y —puesto que Dios interviene como Causa primera en todas las acciones de sus criaturas— no precisamente sin su concurso. La pregunta surge entonces de modo obvio: ¿cómo conciliar ambas tesis? La problemática es compleja y tiene una larga historia que no podemos considerar ahora con detalle: nos llevaría demasiado lejos y no viene al caso de lo que aquí pretendemos. Además, es una polémica propia de contextos racionalistas y tendentes al antropomorfismo desde los que, precisamente, la cuestión se torna irresoluble. No obstante, no me resisto a reproducir aquí una propuesta que me parece sugerente, más que nada en relación con la primera parte de la cuestión. Citando a P. T. Geach, Arregui y Choza precisan que la ciencia divina «no quita ni la libertad ni la contingencia ni la posibilidad de alternativas: las establece. El conocimiento de Dios no obliga a la historia del mundo a seguir un rumbo fijo; abraza todas las alternativas y es igual para toda ellas». Quizá la dificultad en articular la ciencia divina y la libertad humana se deba a la utilización de un paradigma mecanicista, a una utilización indebida de la «imagen» de Dios como Arquitecto del mundo, o como Constructor de los perfectos engranajes del mecanismo del mundo. Si el paradigma mecanicista de Dios como relojero, es sustituido por otro extraído de la teoría de juegos, y le consideramos como un perfecto jugador, la cuestión de la articulación entre libertad y presciencia divina cambia bastante. Si Dios es un jugador, entonces le 116 Lecciones de Antropología para la psicología clínica gusta tener a alguien con quien jugar de verdad, de manera que cada uno juega por sí mismo. Dios no predetermina las jugadas de los seres humanos de modo que no sean libres, ni hace trampas, sino que sabe jugar mejor de tal manera que puede enderezar una partida a favor de los seres humanos por desastrosas que hayan sido las jugadas libremente realizadas por éstos. El perfecto jugador no necesita anular la libertad de los restantes jugadores ni hacer trampas saltándose las reglas del juego que él mismo ha inventado, sino todo lo contrario: necesita que los demás participantes jueguen por sí mismos y que se mantengan las reglas porque sólo así puede aparecer como el jugador más perfecto y serlo (2002: 403404). La compatibilidad entre el concurso divino y la existencia de la voluntad libre en el hombre —dentro del plan de Dios— es aún más difícil de afrontar y de poco sirven todas las distinciones y sutilezas que el pensamiento escolástico multiplicó casi hasta el infinito. Quizás sea Jacques Maritain el pensador contemporáneo que más ha hecho por iluminar algo esta oscura cuestión49. Sin embargo, aunque no todos los intentos son superfluos y sin valor, me parece que lo más razonable es conformarse modestamente con el reconocimiento de nuestra incapacidad para entender el modo en que Dios conoce y quiere, así como la manera en que su obrar se relaciona con el nuestro. Sea como fuere, para mostrar que nuestra libertad es compatible con su Inteligencia y su Voluntad siempre nos quedará, al menos, un argumento de carácter negativo: si no gozáramos efectivamente de libre albedrío ante Dios no podríamos obrar mal y estaríamos determinados a la salvación. Que somos capaces de obrar mal es obvio. Pero eso mismo “prueba” que somos libres y que, por tanto, estamos llamados a la salvación pero no predeterminados a ella. Terminemos ya este extenso apartado. Se podría pensar que entre determinismo y libertad no hay término medio posible sino manifiesta incompatibilidad. Esta es la posición que defienden los autores llamados incompatibilistas. También así lo hemos considerado nosotros50. Si el determinismo fuera cierto, en efecto, significaría que sólo existe un curso posible de acontecimientos que sería independiente de nuestra voluntad. 49 Se puede encontrar una presentación detallada y en algunos aspectos crítica de su posición en mi Álvarez Álvarez (2004: 356-373). 50 A los que defienden la existencia del libre albedrío y consideran éste incompatible con toda forma de determinismo se les suele aplicar la etiqueta de libertaristas. No es un término éste que me convenza en absoluto ni creo que perfile adecuadamente el estatuto de la libertad de elección que aquí defenderemos. Yo lo reservaría para calificar la posición sartreana que examinaremos a continuación. 117 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor Pero en tal caso, resulta imposible seguir manteniendo que somos libres pues lo libre — como vendría a decir Aristóteles— es aquello cuyo principio depende de nosotros. Gozar de libre albedrío no implica, obviamente, absoluta impredecibilidad sobre nuestras decisiones (o, dicho de otro modo, un completo indeterminismo que se “resuelva” por azar) sino más bien la posibilidad de que mis acciones sean predichas a partir de causas que entren —al menos parcialmente— dentro de mi dominio, es decir, a partir del conocimiento acerca de causas racionales sobre las que cabe instaurar una especie de certeza moral (basada en mis promesas, mis proyectos, mi temperamento, mis costumbres o hábitos, etc.)51. Pese a que este punto parece claro, no es inusual sin embargo encontrar posiciones que pretenden hacer compatibles el determinismo y la libertad. Son los llamados compatibilistas. Aunque de distintos modos y desde posiciones diversas, autores como Hobbes, Locke, Hume y Stuart Mill en la Edad Moderna, o Ayer, Dennett, Wegner y otros muchos en nuestro tiempo, han defendido y defienden que aunque estamos determinados por las leyes de la naturaleza somos libres. El problema para todos estos autores es el de hacer compatibles el determinismo con la necesidad de un cierto control consciente de sus decisiones y acciones por parte del sujeto para que pueda decirse que es verdaderamente libre. El que, aun estando determinados, se pretenda que somos libres pues siempre cabe la posibilidad de hacer lo contrario de lo que se hace no es un argumento concluyente si no se explica por qué y cómo se elige una de esas alternativas de modo voluntario y consciente. Hemos de dar la razón en este punto al profesor Rubia: “cierto es que tenemos un gran abanico de posibilidades, pero eso no significa que la decisión que tomamos cuando elegimos una de esas posibilidades sea libre” (2011:11)52. b) Libertarismo 51 Esta observación puede arrojar luz sobre otra cuestión teológica: la indefectibilidad de los bienaventurados no menoscaba —antes al contrario, exalta y manifiesta— su libertad. Como se ha dicho muy acertadamente, “la libertad es mayor cuanto mayor sea la autodeterminación. En el límite, eso supone que una voluntad máximamente libre es aquella que no puede decaer de sus determinaciones. Por tanto, la indefectibilidad es consecuencia de la plenitud de la libertad. Que la conducta de una voluntad así determinada sea predecible, tampoco se opone a la libertad puesto que es una predicción hecha con base en la autodeterminación” (Vicente Arregui y Choza 2002: 403 n35). 52 Este artículo contiene una síntesis crítica de los más importantes argumentos compatibilistas Quien quiera tener una idea más detallada de la polémica acerca de la compatibilidad entre libertad y determinismo, concretamente en el ámbito de la filosofía analítica, puede consultar —además de otros innumerables textos— la colección de artículos a favor y en contra recopilados por Watson (1982). 118 Lecciones de Antropología para la psicología clínica En segundo lugar, cabe afirmar también que el hombre es libre, y que lo es además de forma absoluta. Es la posición de Jean Paul Sartre, que a veces ha sido caracterizada como indeterminista e incondicionada y que yo denominaría libertarista. “El hombre – dirá Sartre— es libre, el hombre es libertad” (1989 [1946]: 25)53. Al contrario de lo que ocurre en el determinismo, se trata en este caso de un error por exceso que confunde la libertad de elección con la libertad trascendental, identificando existencia y libertad humanas. En el fondo, esa confusión quizás proceda del hecho de que tanto uno como otro tipo de libertad sean, como vimos, innatas. Pues — como ha advertido con gran rigor Millán-Puelles— no basta con caracterizarlas así si no se precisa qué se entiende por dicho innatismo, es decir, si “esa libertad es innata en el hombre por consistir en ella la esencia metafísica (entera o parcial) de éste, o bien por derivar de esa esencia (globalmente tomada, o sólo en parte)”. Ahora bien, que ninguna libertad propia del hombre puede ser innata en el sentido del primero de esos modos parece claro “porque ni la esencia metafísica del hombre es libertad, ni lo es tampoco ningún componente de esa esencia” (Millán-Puelles 1995: 44). La diferencia radica, por tanto, en que mientras que la libertad trascendental es innata en cuanto que deriva de la esencia humana globalmente tomada, la libertad de elección lo es en la medida en que deriva de ella considerada sólo en una de sus partes (en este caso, la facultad volitiva, que, en cuanto que potencia operativa, pertenece a la categoría metafísica de los accidentes). No está de más advertir, por otra parte, que la indeterminación interior con la que en última instancia identifica Sartre a la libertad humana, lejos de suponer un camino de plenitud y autorrealización personal, acaba siendo para él una auténtica fuente de esclavitud, una carga inasumible y aterradora: Esta forma de “indeterminismo” nada tiene que ver con el uso que del término se hace en el debate sobre la existencia del libre albedrío tal como suele plantearse hoy. En efecto, desde un punto de vista científico a veces se intenta salvar la libertad apoyándose en una determinada interpretación de la mecánica cuántica según la cual toda acción humana sería una acción indeterminada e impredecible. Es obvio que tal vía no puede ser adecuada: sin duda, considerar toda acción como indeterminada y azarosa se opone al determinismo pero no puede sostener la libertad tal como aquí se ha concebido, es decir, como conocimiento y responsabilidad —en mayor o menor medida— de los actos premeditados e intencionados. Lo que propone Sartre y aquí es objeto de reflexión crítica es la idea de que, de algún modo, el hombre es el dueño absoluto de su existencia y, por ende, de su ser. Como defendemos en el cuerpo del texto, el asunto no puede ser agotado y respondido si uno se mantiene en el plano estrictamente científico-experimental. Eso no significa que los datos de la ciencia carezcan de interés. Lo que significa es que han de ser objeto de reflexión filosófica e interpretados a través de una metodología interdisciplinar. Por lo demás, esta vía pretendidamente científica en la defensa del libre albedrío tampoco parece que rinda los resultados esperados ni tan siquiera desde esa perspectiva unilateral (Patarroyo Gutiérrez 2008). 53 119 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor Para la realidad humana, ser es escoger, elegir [...]. El hombre queda totalmente abandonado, sin socorro de ninguna clase, aguantando el peso insoportable de tener que fabricarse hasta el último detalle. Por eso, la libertad no es un ser; es más bien el ser del hombre, es decir, la negación de su ser (Sartre 1993 [1943]: 467). En definitiva, frente a lo que Sartre pretende, lo cierto es que ni el hombre es libertad ni es ilimitadamente libre, sino que la libertad es una rasgo propio de su ser (plano ontológico) que hace posible la realidad de determinadas acciones voluntarias libres (plano psicológico). c) Libertad relativa Por último, es posible afirmar que somos libres, ciertamente, pero que la libertad de elección que poseemos es —como nuestro ser mismo— una libertad finita, limitada y condicionada por multitud de factores (precisamente todos los que hemos analizado al tratar de los diversos tipos de determinismos científicos), una libertad relativa, dependiente o, si se quiere, “filiada”. Hay, en primer lugar, condicionamientos y limitaciones de orden externo. Es obvio, por ejemplo, que no somos independientes del mundo, de la historia, de la cultura en la que hemos sido educados o de la sociedad a la que pertenecemos y en la que vivimos: son nuestros cotidianos marcos de referencia y existencia, y ni los hemos elegido ni — una vez que pasan a constituir nuestra “circunstancia”— podemos considerarnos un todo ab-soluto (separado) respecto de ellos. También tiene mi libre albedrío límites que proceden de mí mismo y de la condición libre que en cuanto que individuo concreto de la especie humana me corresponde. Desde un punto de vista específico, no somos libres, por ejemplo, de ser corpóreos o sexuados, o de pertenecer a una determinada raza —por más que este concepto esté cada vez más difuminado—: tenemos un modo humano de ser, una naturaleza que nos “define”. Estamos condicionados igualmente por nuestro propio ser individual: nuestro temperamento y nuestro carácter, nuestro patrimonio genético y aquellas experiencias tempranas de nuestro desarrollo sobre las que no tuvimos control, nuestras pasiones y nuestros hábitos. Incluso podemos decir que nuestra libertad es, en sí misma, una libertad limitada a priori y con independencia de mis circunstancias, en el orden fáctico. Barrio se ha referido, en este último sentido, al hecho palmario de que “ninguno de nosotros ha elegido 120 Lecciones de Antropología para la psicología clínica libremente ser libre” y, sin embargo, estamos obligados a serlo y a serlo en el modo finito en que lo somos. Ciertamente, “elegimos desde nuestra libertad pero no elegimos sobre ella” (Barrio Maestre 1999: 19)54. Resulta asimismo obvio, a este respecto, que en nuestra libertad de elección hay también límites de hecho consistentes en la imposibilidad de elegirlo todo (forma parte de nuestra experiencia el hecho de que a menudo las opciones que se nos ofrecen son alternativas y ejerciendo nuestro libre albedrío, lo queramos o no, eliminamos posibilidades de elección). Y límites relacionados con el carácter temporal de nuestras decisiones (en cuanto que realizadas, uno no puede “dar marcha atrás” ni hacer como si no hubiesen ocurrido). Por fin, también resulta inevitable, por la propia naturaleza de nuestra libertad, que sólo podamos elegir aquello que nuestra inteligencia nos presenta como bueno en algún sentido (honesto, útil, placentero…). Cabe que el ser humano elija mal, pero no cabe que elija el mal como tal. De manera similar, podemos concluir que aunque “elegimos bienes limitados no los elegimos en tanto que limitados sino en tanto que bienes” (Barrio Maestre 1999: 24). Todo esto es cierto y, sin embargo, no significa que carezcamos de libre albedrío: significa que nuestra libertad es inseparable de nuestra contingencia, de lo que somos y de cómo somos. Precisamente por ello, para los defensores de esta posición —entre los que me incluyo—, el análisis del libre albedrío no puede disociarse de la vivencia acerca de su ejercicio, pues de otro modo no nos estaríamos enfrentando con la verdadera libertad sino con una mala copia, con una pura abstracción. Considerada así, la libertad aparece como un dato de la conciencia. Aunque no seamos capaces de explicar con absoluto rigor en qué consiste, cada uno de nosotros sabe muy bien —sobre todo en la vida práctica— que posee libre albedrío. Es imposible dudar de su existencia cuando tenemos que decidir sobre un asunto de importancia, cuando se me reclama responsabilidad o cuando soy yo el que exijo esa responsabilidad a los otros, cuando soy objeto de alabanza o censura o cuando me corresponde a mí actuar de juez. Además, como ya hemos apuntado, toda decisión comporta una cierta angustia ante el 54 Desde Kierkegaard, el existencialismo se ha referido a este carácter propio de la libertad (identificada ésta con nuestro ser-existencia), con el término angustia. Se intenta así ilustrar el estado que nuestra condición libre y necesariamente falible nos impone. Creemos que hay que considerar tal caracterización como un tanto excesiva y, desde luego, caben muy diversas interpretaciones de dicho término. Sobre esta cuestión puede consultarse la interesantísima obra de Von Balthasar (1998). 121 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor riesgo de errar, que no puede ser irreal, como tampoco puede ser ilusoria o errónea la experiencia del decidir. Millán Puelles lo ha explicado muy bien: la vivencia de nuestro libre arbitrio no se deja tomar como una simple ilusión (…) Al no remitirnos a algo distinto de ella, no puede contener ningún error. Cada vez que nos decidimos, ejecutamos una actividad formalmente inmanente, tanto como al dudar. Así, pues, sostener que podemos engañarnos al vivir como libre un acto de decisión, es tan absurdo como pensar que puede ser errónea la conciencia de hallarnos en una duda. Y de ello, a su vez, se sigue, enlazando los términos de la comparación, que cuando nos decidimos no dudamos de estar haciéndolo de una manera libre. La duda puede aparecer después, mas nunca como fundada en la vivencia del acto de decidir, aunque en su momento éste se diera bajo una fuerte presión (1974: 162-163). Si nos adentramos en el orden ético, también se nos hace patente de forma inmediata la fuerza de la responsabilidad que acompaña a nuestra experiencia moral, de igual modo que nuestro libre albedrío, pues aquélla implica una posición consciente que alguien adopta frente a sí mismo y frente al deber que reconoce ha de seguir. Incluso arguyendo indirectamente, podemos llegar a la misma conclusión, pues los conceptos de justo e injusto, virtud y vicio, mérito y culpa, alabanza y reproche, remordimiento y satisfacción, exigen y suponen la responsabilidad de los propios actos, es decir, la libertad del querer humano. Si el hombre no fuese libre, ¿para qué tantas leyes y prescripciones, consejos, exhortaciones y súplicas, recompensas y castigos? (Lucas Lucas 1993: 177). Por último, cabe también mostrar la existencia del libre albedrío desde un punto de vista metafísico. Más arriba hemos apuntado el modo. Puesto que el objeto de la voluntad humana es un bien conocido siempre en la práctica como finito y contingente, es decir, como no determinante, no puede impedir que en última instancia sea mi decisión la que acabe inclinando la balanza electiva en un sentido u otro. Rodríguez Luño lo ha expresado así: El horizonte universal de la inteligencia —virtualmente infinito— posibilita que el juicio de la razón práctica acerca de la bondad de los singulares sea libre, y que quede siempre un margen real para la autodeterminación de la voluntad, cuyo horizonte —la razón de bien en general— participa de la infinitud virtual de la inteligencia: ningún bien finito (o infinito, pero finitamente conocido) se conmensura perfectamente con la inteligencia y la voluntad como para originar un juicio y un asentimiento necesario (1991: 162). 122 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Concluyamos. Aunque nuestra libertad sea limitada y se vea condicionada por multitud de factores, podemos ser libres y —de hecho— lo somos y ejercemos como tal de forma constante. No hay oposición entre naturaleza y libertad: “somos naturaleza y estamos llamados a ser sus continuadores y perfeccionadores. Éste es el sentido y el ámbito de nuestra libertad” (Andrés 2002: 220). Y para ello, no hay que buscar vivir ajenos a toda forma de obligación o compromiso, o huir de las reglas que ordenan desde muy diversos puntos de vista nuestra vida cotidiana. De lo que se trata es de conocer los condicionamientos y hasta las determinaciones por los que nos vemos afectados, para — sobre ellos y no contra ellos, como en el juego— edificar nuestra libertad y perfeccionarnos como personas a partir de las múltiples posibilidades que nuestra propia naturaleza nos ofrece. De esta forma de concebir la libertad, se desprende esta descripción: el hombre es un sistema abierto; no un sistema en equilibrio, sino un sistema que en el tiempo no alcanza nunca su equilibrio [...]. Es intrínsecamente perfectible y el único equilibrio que le conviene es dinámico, tendencial, no estático. El carácter abierto, perfectivo, del sistema humano permite que nos embarquemos en la tarea de hacer reales diversos proyectos de nosotros mismos [...]. También esbozamos aspiraciones que encandilan a muchos y se convierten en esfuerzos colectivos [...]. Son ámbitos de posibilidades que abre nuestra libertad (Andrés 2002: 290291). Posibilidades que exigen que demos un paso más en nuestra caracterización. 2.3 Planos ético y político (libertad moral y política) A diferencia de las dos anteriores, estas formas de libertad que podemos agrupar bajo la denominación de “libertad de independencia”, no son innatas sino adquiridas y terminales. Así pues, no se pueden considerar como dote de la naturaleza humana sino — al menos parcialmente— como fruto de una conquista personal (libertad moral o espiritual) y comunitaria (libertad social o política), que nunca estará plenamente concluida en el orden natural. Eso implica que pueden crecer o decrecer. Y por eso podemos decir que, en estos campos, mis decisiones y acciones no son sólo libres o esclavas sino liberadoras o esclavizadoras, es decir, generadoras de huellas o improntas sobre el sujeto que acaban cristalizando en hábitos conformadores de una especie de “segunda naturaleza humana”. De ahí que estas libertades se perfeccionen con las virtudes: contribuyen a enriquecer y dignificar al hombre cuando así ocurre o a empobrecerlo y envilecerlo cuando se alejan de éstas (tal es el caso de la libertad moral). 123 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor Y manifiestan el reconocimiento de su dignidad, o su ausencia, como ocurre en el caso de la libertad política55. Constatamos por esta vía, de nuevo, que la verdadera libertad no puede interpretarse restrictivamente en sentido negativo, no es mera ausencia de determinación o necesidad, ni tan siquiera una pura capacidad de autodeterminación: ésta tiene su criterio y medida en la verdad (como fin último de la inteligencia) y en el bien (especialmente y de modo particular en el bonum honestum, que es el bien propio y adecuado a la naturaleza humana, el único que tiene siempre razón de fin y el que constituye a la voluntad como “buena” desde el punto de vista moral cuando es objeto de su querer). La plenitud de la libertad, por tanto, “no depende de la ausencia de vínculos, sino justamente de la relevancia y de la proyección de unos compromisos (consciente y voluntariamente) asumidos” (Llano 1985: 84). Ser libre se ha presentado al hombre durante la Edad Moderna como el gran anhelo, la gran aspiración. De hecho, toda la dialéctica del humanismo moderno giraba en torno al deseo de emancipación del individuo frente al mundo, frente a la sociedad y frente a Dios. Era la gran esperanza “secularizada”, reducida a pura inmanencia: una concepción de la libertad interpretada como autonomía total del sujeto, una libertad propuesta como fin absoluto de sí misma, una libertad-de, no una libertad-para; una libertad, en definitiva, capaz de crear los valores y de definir por sí sola los criterios de elección. Enfocada de este modo, hoy en día la libertad sigue siendo el valor más defendido y promovido. Sin embargo, esa esperanza se ve constantemente amenazada y ha sido no pocas veces defraudada. Nos hemos encontrado con que las grandes utopías y expectativas humanas no se han visto cumplidas, o, si se han cumplido, no han satisfecho tanto como se esperaba. El hombre actual, el hombre del pensamiento débil, del bienestar 55 Millán-Puelles ha mostrado muy justamente que el criterio de división esencial dentro de las libertades “adquiridas” no tiene que ver primariamente con el carácter activo o pasivo de su adquisición sino, más bien, con su relación con la dignidad del ser humano. La libertad moral (o espiritual) es íntegramente constitutiva de la dignidad moral del hombre (e incluso se puede identificar con ella), pues aquél la adquiere en virtud del uso éticamente correcto de su libre albedrío. En cambio, la libertad política (o social) no constituye ni íntegra ni parcialmente la dignidad moral del ser humano, pues es perfectamente posible que un esclavo alcance las cotas más altas de dignidad moral, pero tiene la índole de algo en cierto modo exigido (de iure, no de facto) por la dignidad personal (ontológica o metafísica) del hombre y consecutivo a ella. También el libre albedrío puede relacionarse con esta dignidad ontológica —no con su dignidad moral, pues tal libertad no es objeto de adquisición sino que es innata—. Pero de forma similar a como la libertad de elección no forma parte constitutiva de la esencia metafísica del hombre sino que —aunque necesariamente— sólo es consecutiva a ella, así, tampoco será constitutiva de nuestra dignidad metafísica sino consecutiva a ella (Millán-Puelles 1955: 54-60). 124 Lecciones de Antropología para la psicología clínica hedonista y del consumo acelerado, el hombre del a-moralismo permisivista o de la moral de consenso, el hombre liberado de las ataduras de la disciplina, de la autoridad y de la heteronomía opresora, no se siente, al fin, ni tan libre ni tan feliz como debería. Y es que ni la libertad de por sí libera, ni basta con querer ser libre para serlo de manera efectiva. La libertad es una dote natural de la que el hombre disfruta, pero —en este otro sentido al que ahora nos referimos— también es resultado de una conquista insertada en la dinámica reversible del don (dar sin buscar nada a cambio y, sin embargo, estar abierto a recibir), que exige dedicación, esfuerzo, coraje y, sobre todo, lucidez para identificar a los verdaderos enemigos. Por otra parte, el dominio de sí no garantiza que la libertad se oriente a un buen fin y tenga un contenido valioso. La libertad no es autosuficiente, no tiene su razón de ser en sí misma, de otro modo su reducción a pura espontaneidad y energía autodeterminante bastaría, daría igual obrar en un sentido o en otro pues el puro ejercicio de esa libertad formal dotaría de valor a lo elegido. No es así. La libertad debe hacer referencia a la verdad y al ser, y es inseparable del bien y del amor56. Sólo una libertad que sea capaz de pedir al hombre en todos los órdenes lo mejor de sí mismo y que esté abierta al bien y la verdad (en toda la amplitud de estos valores analógicos) puede superar el fracaso de nuestro concepto moderno de libertad y llevar a aquél a la plenitud a la que aspira y es llamado. Pues “la libertad no es la capacidad de cualquier cosa siempre diferente, sino la facultad de decisión para lo definitivo” (Rahner 1979: 373)57. Y lo definitivo, en el caso de una naturaleza abierta como la humana, apunta hacia un orden trascendente y sólo puede esperar tener completo cumplimiento en él. El carácter “filiado” de la libertad —que acabamos de reconocer— no impide que ésta sea, sin duda, un instrumento imprescindible en toda acción humana, pero un instrumento orientado al descubrimiento de la verdad y al seguimiento de sus exigencias auténticas tanto en el ámbito especulativo como en el práctico. Por eso, frente a los 56 Tanto en el orden de la inteligencia como en el de la voluntad, la conquista de la libertad (y, por ende, la búsqueda de la felicidad) son directamente proporcionales al valor de lo conocido y de lo amado, así como a la intensidad y excelencia de mis relaciones con lo que conozco y amo. Remito al capítulo II de este libro (puntos 2.2 y 2.3) para una explicación más detallada de este particular. 57 Por paradójico que en principio pueda parecer, la psicología evolutiva ha podido confirmar la idea clásica de que aprendemos a ser libres obedeciendo. En efecto, la libertad no es sinónima de pura espontaneidad y menos aún de veleidad o capricho: “no consiste tanto en hacer «lo que me da la gana» como en hacer lo que debo «porque me da la gana», entendiendo que las dificultades principales para llevarlo a la práctica residen en mí mismo, concretamente en la ausencia de «ganas» para encarar lo arduo, lo que vale la pena” (Barrio Maestre 1999: 55). 125 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor planteamientos de índole moral o política que tienden a presentar la relación entre verdad y libertad en forma de tensión irresoluble, lo correcto es decir que si la verdad es fundamento y fuente de la libertad del hombre, la libertad es el camino para llegar a la verdad, para descubrir su fundamentalidad y fontalidad. Cada una en su orden, estas dos afirmaciones son verdaderas y necesarias: «La verdad os hará libres»; «la libertad os hará verdaderos». Contraponerlas o elevar una a supremacía negadora de la otra es desconocer la condición humana (González de Cardedal 2004: 283). Ahora podemos precisar y concretar un poco más. Aunque en su momento dijimos que el sentido más propio de la libertad humana es la libertad de elección, lo que más interesa al hombre en su vivir cotidiano es la libertad que se nos ha manifestado —como fruto maduro del libre albedrío— en términos de “liberación e independencia personal”. Ciertamente, es gracias al libre albedrío por lo que los seres de naturaleza espiritual son capaces de desarrollar activamente y por sí mismos lo que han recibido como embrión y constituye su estructura metafísica en este sentido: su ser personal. Pero en cuanto que libertad inicial, en el hombre la libertad de elección está ordenada a la conquista de la libertad de independencia (libertad terminal) según las exigencias postuladas por su condición de persona humana. En esto consiste lo que –siguiendo a Jacques Maritain— podríamos llamar el dinamismo de la libertad. En resumen, la libertad moral (o espiritual) implica un progreso en mi capacidad de autodeterminación por el bien, que revierte —no sólo, pero sí fundamentalmente— sobre mi persona. No cualquier uso de mi libre albedrío genera en mí libertad moral ni me hace más libre desde el punto de vista espiritual. El logro de esta libertad “interior” supone luchar contra nuestras pasiones y nuestras propias “cadenas”, que son las que más nos atenazan: el ansia cada vez más intensa de poder, propiedad y consumo, la concupiscencia y la vanidad, tristezas y miedos. No resulta fácil. No es una liberación que surja espontáneamente, requiere del ejercicio de la renuncia, de la ascesis —y también, en otro sentido, de la gracia— para que yo pueda autoposeerme verdaderamente. Y exige también apostar decididamente —tanto en el plano especulativo como en el práctico— por aquello que entiendo que es objetivamente verdadero y bueno, es decir, por aquello que responde a mis aspiraciones y deseos más profundos. Sólo en ese caso se tratará de una verdadera libertad de autonomía y exultación: libertad “de” mis pasiones “para” llegar a ser lo que —como persona humana— quiero y debo ser. Por su parte, la libertad política o social, que viene conformada ya desde el principio por una dilatación mayor de la acción humana y por el compromiso con tareas 126 Lecciones de Antropología para la psicología clínica que no me afectan sólo a mí, implica sin duda un progreso en la lucha del hombre contra las cadenas exteriores (una mejora en la capacidad de autodeterminación del ciudadano, o del pueblo como entidad de carácter político), pero requiere también de una cierta ascesis y de sacrificios relevantes desde el punto de vista histórico. Todo hombre aspira a conformar e integrar una sociedad libre y al logro de avances reales en lo que suele denominarse “régimen de libertades”, pero no podemos hablar de verdadera libertad política y social si al menos una buena parte de los ciudadanos no son libres desde el punto de vista moral. Es, por tanto, una libertad que supone ausencia “de” coacción externa pero también el fomento de la participación ciudadana en la vida social y política “en” y “por” el bien común. 3. La autorrealización personal y los compromisos socio-profesional, ético y religioso Como hemos visto, verdad, compromiso con el bien y libertad se reclaman mutuamente en el proceso de autorrealización humana. Ahora resulta necesario añadir que ese proceso se desarrolla fundamentalmente por tres vías que nos son connaturales: socio-profesional, ética y religiosa, vías que —además— el hombre espera que le conduzcan a su fin último: la felicidad. La vida humana tiene efectivamente una triple teleología y todo proyecto vital se desarrolla al menos en esos tres niveles: no puede ser casual el hecho de que “en todas las civilizaciones, por regla general, el hombre aspira a constituir una familia y a desempeñar una profesión, asume unos principios morales y tiene unas expectativas respecto de la eternidad” (Vicente Arregui y Choza 2002: 475). 3.1 Planos social y profesional El hombre —lo hemos apuntado en repetidas ocasiones— no es sólo un ser de naturaleza: es también un ser de encuentro y de cultura. Dicho de un modo más preciso: el ser humano, por su propia condición, se constituye, se reconoce y se perfecciona como un ser abierto a la realidad y a los otros, y capaz de invención. Pues bien, estos dos últimos planos corresponden, respectivamente, a la sociabilidad natural del hombre y a su vertiente ideadora y creadora, generadoras ambas de actividades e instituciones que resultan esenciales para nuestra existencia: la familia y la sociedad, por una parte; por otra, el trabajo, el arte y, en su sentido más amplio, la cultura. De éstas decimos (en 127 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor especial de la familia y de la profesión) que, en condiciones normales, son factores que nos humanizan y nos ayudan a ser felices. Reflexionemos algo acerca de ellos58. a) Hombre y familia La familia es una realidad natural porque responde a la condición natural del hombre como ser de encuentro. Y es también una realidad universal que, “fundada en la unión, siempre socialmente aprobada, de hombre y mujer, que forman un hogar, que procrean y crían hijos, está presente en todas las sociedades” (Castells 1997: 48). No es de extrañar, por tanto, que en el cumplimiento de sus funciones sea insustituible. La institución familiar cumple, en primer lugar, una función económica. Puesto que el ser humano no es sólo espíritu, sino también cuerpo, la familia ha de ocuparse de todo lo relativo al mantenimiento de éste, proveyendo de lo necesario para la subsistencia material de sus miembros. En segundo lugar, además de sobrevivir necesitamos ser acogidos, enseñados, socializados y, sobre todo, queridos. Suele decirse con razón —a este respecto— que sólo “en la familia el ser humano es absolutamente aceptado por sí mismo, y no únicamente a condición de que sea inteligente, o simpático, etc.” (Alvira 1998: 23). No es exagerado, por tanto, afirmar que la familia nos hace ser, pues ser es ser ante otro, ser amado. En la familia me descubro como persona; en ella se me da un nombre propio, por lo que conozco y experimento mi individualidad e irrepetibilidad a la vez que aprendo que no soy uno más entre millones de individuos, todos idénticos e intercambiables; en la familia, en fin, encuentro, reconozco y valoro mi dignidad como ser humano; en ella se crea un ambiente de confianza donde cada uno se atreve a exteriorizarse tal cual es y entonces se encuentra a sí mismo. Por todo ello, podemos asegurar sin temor a equivocarnos lo que no sólo los psicólogos sino cualquier persona sabe: a saber, que la familia “es el más importante factor en la configuración de la identidad personal” (Polaino-Lorente 2010a: 33) y que de la dinámica y estructuración familiar depende en gran medida un equilibrado proceso de construcción de dicha identidad. Por último, como el ser humano carece de instintos —esas guías seguras que indican a los animales cómo han de vivir–, debe aprender a ser lo que es, debe “humanizarse” para vivir en sociedad. Este aprendizaje se realiza fundamentalmente en el seno de la familia que, por tanto, no sólo me desvela mi dignidad de persona, sino que 58 Como marco para estas reflexiones, remito al parágrafo 2.1 del capítulo II de este libro. 128 Lecciones de Antropología para la psicología clínica me enseña a vivir a la altura de esa dignidad junto a los otros. En la convivencia familiar, en efecto, se realiza un proceso educativo continuo, en el que todos, a través del ejemplo o el modelo, aprenden de todos. Y lo que unos y otros aprenden es, sobre todo, a querer y respetarse mutuamente, a velar cada uno por la promoción del patrimonio familiar con el cumplimiento responsable de las propias obligaciones, a adquirir un espíritu de iniciativa y servicio. En definitiva, se aprende, experimentándolo, que hay más alegría en dar que en recibir. Es decir, se aprende la dinámica del don que tan esencial es para una armónica convivencia humana. b) Hombre y trabajo A diferencia del resto de los animales, el hombre trabaja, o lo que es lo mismo, se esfuerza en actividades que ponen en juego sus capacidades y a través de las cuales obtiene algo como fruto de ese ejercicio creador. En realidad todo lo que llamamos cultura en sentido amplio no es otra cosa que el resultado de ese esfuerzo creativo que es consustancial al ser humano y en el que, a la postre, el propio hombre se educa y forja su personalidad. El trabajo, por tanto, lejos de ser un castigo, debiéramos considerarlo como algo propio y específico de la condición humana y de su naturaleza espiritual, como uno de los factores básicos del desarrollo humano, como uno de los mejores medios, en definitiva, de humanización. Y eso explica que los que trabajan suelan encontrar una íntima satisfacción personal en el ejercicio de su profesión, y también que los que no pueden trabajar o lo hagan en condiciones penosas se sientan rebajados o minusvalorados en su dignidad. Pero analicemos con un poco más de profundidad esta cuestión. Ya los griegos distinguieron en el trabajo los dos aspectos que lo conforman: su aspecto objetivo y su aspecto subjetivo. Por el primero se entiende, sencillamente, el fruto o resultado del trabajo, su producto, eso que el hombre consigue crear con su esfuerzo. En cambio, el aspecto subjetivo hace referencia a la huella que el trabajo deja en el propio ser humano, al fruto que respecto de uno mismo el trabajador obtiene en términos de lo que podríamos llamar su “realización personal”. Aunque no debiera ser así, no cabe duda de que, como cualquier otra actividad que el hombre lleva a cabo en el ejercicio de su libertad, si no se realiza como es debido o en las condiciones mínimamente exigibles, el trabajo también puede contribuir a la deshumanización de la persona. Nos perfeccionamos, en cambio, cuando hacemos las cosas bien, cuando cultivamos nuestras capacidades y nos vemos 129 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor reconocidos en el fruto de nuestro esfuerzo. Y esto es perfectamente posible cualquiera que sea el trabajo que uno desempeña. De la distinción entre el aspecto objetivo y el aspecto subjetivo del trabajo, y de lo que de ella se sigue, podemos extraer importantes consecuencias. En primer lugar, la necesidad de que todo hombre pueda tener acceso al mercado laboral y pueda desempeñar un trabajo digno. Además, si la persona es el sujeto del trabajo y este es un bien humano, se deduce con facilidad que no se puede tratar el trabajo como si de una simple mercancía se tratara: no puede ser objeto de compra-venta ni se puede enfocar como si fuera algo meramente objetivo. El capitalismo salvaje del siglo XIX incurría en este grave malentendido y aún hoy no estamos exentos de este peligro siempre que damos prioridad, por ejemplo, al capital sobre el trabajo. Por último, aunque no menos importante, las condiciones laborales (el medio en el que se trabaja, el modo en que se trabaja y el salario que se percibe por ello) deben ser dignas, es decir, no pueden poner al trabajador en situación de amenaza a su integridad física o espiritual. Por lo que llevamos dicho, creo que resulta evidente, además, que hay en el trabajo un componente ético esencial no sólo por lo que toca a la defensa del trabajador y de sus condiciones laborales sino también por lo que se refiere a los derechos de aquel para el que se trabaja. Y siempre tiene, por fin, una importantísima dimensión de servicio social: por su propia naturaleza, exige ser considerado como un servicio útil de alguna manera —por pequeña que sea— a la comunidad humana y al bien común. Precisamente una de las circunstancias más habituales de despersonalización en el trabajo consiste en la ausencia de sentido y de utilidad en lo que uno hace. Cuando uno encuentra absurdo e inútil su trabajo, cuando se ve incapaz de reconocer su valor para sí y para los demás, difícilmente va a poder interpretar la tarea como un desempeño creador y a invertir esfuerzo alguno en ella59. 3.2 Plano ético Que la dimensión ética es connatural al hombre y crucial para la fecundidad de su existencia es obvio. Pero quizás no lo sea tanto, o al menos no suela insistirse suficientemente en ello, que si la vida ética es un canal fundamental de autorrealización 59 Desde la perspectiva cristiana, en particular, esta concepción puede ser completada con otra nota que permite, además, escapar a cualquier peligro de utilitarismo. Pues para ella el trabajo del hombre no es sólo un servicio al prójimo y al bien común que empieza recalando en los que uno tiene más próximos (la familia, tu país...), sino que se interpreta además como una cooperación en el plan Creador de un Dios que nos ha entregado el dominio sobre el orden material con el encargo de desarrollar este en su plenitud y de contribuir así también al progreso humano. 130 Lecciones de Antropología para la psicología clínica humana es porque “es una vida normada de acuerdo con el ser más, no con el ser ya” (Polo 1993: 123) o con el mero hacer-no hacer. Lo que quiero decir con ello es que, aunque de la ética sólo se haya tenido en cuenta muchas veces la actitud normativa, y aun esta sólo en sus aspectos prohibitivos, en realidad, lejos de poder reducirse a un mero código restrictivo de conducta tiene un carácter esencialmente proactivo y positivo que se manifiesta claramente en el concepto de virtud y en la importancia que ésta tiene para la fecundidad de la vida humana. Incluso lo normativo, si se asume libremente como algo propio, tiene una dimensión creativa profundamente enriquecedora. Por otra parte, tampoco está de más recordar que del mismo modo que no hay oposición entre naturaleza y libertad, tampoco la hay entre una norma ética emanada de mi naturaleza (y tendente a mi plena realización) y mi condición libre. Conviene no olvidar aquí que el libre albedrío es libertad “inicial” y que la libertad plena que el hombre ansía lo es “terminal”. Por eso, no existe una libertad lograda y completa —ni una vida con tales rasgos— que no se vea revestida de una dimensión ética. Como ha dicho Barrio, de forma muy ilustrativa: pretender que la moral (la ética) anula la libertad [...] es análogo a pensar que un taxi es muy libre porque lleva un cartel en que se lee «libre», es decir, porque puede ir a cualquier sitio. La supuesta libertad del taxi estriba precisamente en que está vacío. Una vida puramente veleidosa ordinariamente acaba «llena de vacío», y si se piensa a sí misma como no condicionada se equivoca, pues lo que en el fondo significa el poder conducirse de cualquier manera es el no ir de hecho a ninguna parte (Barrio Maestre 1999: 55). Oí en una ocasión al profesor Alfonso López Quintás contar dos anécdotas que ilustran muy bien lo que hemos dicho hasta el momento. En relación con el primer punto, recordaba este gran maestro cómo, cuando era niño, su madre le decía: “Toma este bocadillo y dáselo al pobre que llamó a la puerta”. Él se resistía porque era un señor de barba larga y le daba miedo. Pero su madre insistía: “No es un delincuente; es un necesitado. Vete y dáselo”. Su madre quería que se adentrara en el campo de irradiación del valor de la piedad. Y, ciertamente, ese valor le venía sugerido (casi impuesto, pero con profundas razones) desde fuera. No obstante, reaccionó positivamente ante esta sugerencia y fue asumiendo poco a poco la riqueza de ese valor hasta que se convirtió en una voz interior. Entonces, ese valor dejó de estar fuera de él para convertirse en un impulso interno de su conducta reconocido, querido y propiciado de manera que pasó a ser un elemento más de autoformación. 131 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor La segunda anécdota se refiere a la relación entre libertad y norma. Siendo ya profesor universitario, un día, una alumna le espetó en clase lo siguiente: “En la vida hay que escoger: o somos libres o aceptamos normas; o actuamos conforme a lo que nos sale de dentro o conforme a lo que nos viene impuesto de fuera. Como yo quiero ser libre, dejo de lado las normas”. La joven había entendido el esquema libertad-norma en forma dilemática (o una cosa o la otra, pero no ambas) e interpretaba que si quería ser libre no tenía más remedio que rechazar toda norma: ser auténticamente ella y gozar de plena libertad, según su forma de ver las cosas, le exigía prescindir de todo cuanto le decían sus padres, profesores, gobernantes o cualquier otra autoridad externa. Pero, ¿tenía razón esta chica? Sólo en el caso de que frente a una propuesta ajena uno adopte una actitud meramente pasiva. Recordemos la primera anécdota: uno puede obedecer a sus padres única y exclusivamente por coacción, forzado por las circunstancias y sin asumir esa decisión como propia. Si así lo hace, efectivamente su libertad habrá sido violentada y la decisión no será propiamente suya. Pero, ¿no puede darse el caso de que el hijo vislumbre las razones de los padres, las asuma como buenas para sí mismo y obre en consecuencia adoptando por sí mismo esa decisión? Eso es justamente lo que pasó cuando López Quintás era niño. Y, si este es el caso, ¿se puede decir que la libertad ha sido violentada y la persona rebajada en dignidad? Sin dudarlo, no. Así pues, la libertad y la vida humanas —consideradas en el plano ético— no pueden concebirse sin relación a mi naturaleza y las normas que emanan de ella. Con ello no se incurre en la llamada falacia naturalista pues —José María Barrio lo ha explicado muy bien—, “dicha falacia no consiste, como alguna vez se dice, en deducir los deberes a partir de la naturaleza humana y sus inclinaciones espontáneas, sino en identificar el deber con la necesidad natural”. De modo que, si concebimos la libertad como algo natural en el hombre, como una dimensión necesaria pero no constitutiva sino consecutiva de su naturaleza, y a ésta, es decir, a su “esencia —dinámicamente considerada— como principio de operaciones y pasiones específicas del ser humano”, no hay razón para rechazar que esa naturaleza sea para el hombre “una instancia moral de apelación, de suerte que el deber-ser aparezca como la asíntota del ser humano, como aquello a lo que este tiende, si bien no necesaria sino libremente”. Pues esas normas me son “apropiadas” —se orientan hacia mi plenitud y corresponden a lo que Maritain llamó de forma un tanto impropia pero muy ilustrativa mi normalidad de funcionamiento— y en mi adhesión a ellas las “hago mías”, me las “apropio”, ahora de un modo consciente y libre. 132 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Desde esta perspectiva, se extrae la ética de la antropología (a la que está indisociablemente unida), en un sentido eminentemente proactivo y de acuerdo con una fundamentación última de carácter metafísico que justifica y desarrolla el axioma consistente en que el modo de obrar se siga —en el ser humano de un modo razonable y libre— del modo de ser: “las inclinaciones naturales –concluye Barrio— apuntan hacia la plenitud humana, y la moral, en consecuencia, se puede inducir partiendo de su orientación espontánea, a la cual debe unirse, ciertamente, la orientación del logos” (Barrio Maestre 1999: 42-43), no para eliminar las pasiones o erradicar las inclinaciones hacia lo útil y lo placentero, sino para reordenar nuestra conducta en el caso de que esos bienes se sobrepongan al bien honesto, el único que tiene siempre razón de fin y es amable por sí mismo. De lo dicho se pueden deducir algunas conclusiones interesantes en clave psicológica. La primera, que el sistema de valores morales tiene una importancia fundamental para la vida del individuo y, por tanto, para la asistencia psicoterapéutica que pudiera precisar. No sólo una heteronomía radical puede ser fuente de trastornos de índole mental, también la anomía (la ausencia de normas o incluso el relativismo de los valores) puede ser origen de situaciones problemáticas desde este punto de vista, que dejan al sujeto en un estado de postración o abandono. Tan perjudicial resulta imponer o avasallar con los valores propios como negar su trascendencia dentro del desarrollo personal. Como hemos visto en los ejemplos propuestos por López Quintás, una adecuada asunción de los valores morales supone apertura de miras y rechazo de prejuicios, valoración discriminada de las propuestas, reconocimiento de los criterios que contribuyen a la propia plenitud y rechazo de aquellos que obstaculizan ese camino, voluntad bien dispuesta ordenada a vivir en coherencia con los criterios elegidos, realismo para integrar esos criterios en el día a día; en definitiva, la suficiente humildad como para admitir propuestas que no tienen por qué surgir de mí así como para aceptar las faltas en su aplicación, una recta razón para dilucidar la validez de esas propuestas y una voluntad intelectual y cordialmente resuelta a vivir de acuerdo con aquellas que hayan sido libremente elegidas. A esta primera vertiente hay que añadir, además, que la libertad y la vida humanas tampoco son concebibles sin relación a los otros y las normas que rigen mi conducta respecto de ellos (para su bien). No sólo tienen la libertad y la vida humanas una dimensión personal sino también interpersonal (y social). Y el amor es la única fuerza 133 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor capaz de resolver los posibles dilemas en ambos campos60 amén de —trataremos de ello en su momento— la savia de la felicidad. En efecto, es el amor lo que en los órdenes moral y espiritual disuelve el conflicto entre la ley y la libertad. Pero también es el alma de la justicia, el único impulso capaz de guiar a todos los hombres en pos del bien común finalizando la obra en que consiste la vida social. Ya los antiguos habían adivinado la importancia que para la ciudad tiene lo que Aristóteles denominaba “amistad cívica”: la colaboración precisa para llevar a cabo armoniosamente las actividades temporales por parte de individuos y grupos de caracteres diferentes depende fundamentalmente de esa amistad. “Sólo el amor —ha dicho Maritain— es causa propia y proporcionada de pacificación y unión entre los hombres” (1989 [1944]: 288). Este amor es, en primer lugar, el amor natural que se dirige a los seres de nuestra misma especie: se basa en la igualdad de naturaleza y es expresión de esa unidad que es propia del género humano. Pero si tuviéramos que contentarnos con este amor, difícilmente podríamos superar, por ejemplo, el pesimismo maquiaveliano. Además de esta unidad natural hay entre los hombres múltiples desigualdades que pueden ser, a la vez que fuente de riquezas, causa de divisiones muy profundas. Por eso, añadirá Maritain, es necesario un amor de origen más alto e inmediatamente divino, y que la teología católica llama sobrenatural, un amor en Dios y por Dios, que, por una parte, fortifica en su dominio propio las diversas dilecciones de orden natural, y, por otra, las trasciende al infinito. Muy diferente de la simple benevolencia humana, ya muy noble en sí misma, pero en definitiva ineficaz, predicada por los filósofos, sólo la caridad... puede agrandar nuestro corazón en el amor a todos los hombres, porque, procediendo de Dios quien nos ama primero, quiere para todos el mismo bien divino, la misma vida eterna que para nosotros mismos, y ve, en todos los llamados de Dios, chorreando, por decirlo así, los misterios de su misericordia y los cumplimientos de su bondad (1989 [1944]: 289)61. Este amor de caridad no anula el amor natural sino que lo lleva a plenitud: nada hay más humano y más evangélico al mismo tiempo. No es fruto de una “piedad desesperada” ni se puede confundir con un “desprecio caritativo”. Es el amor que, al estimular en nosotros la pregunta: ¿quién es el prójimo?, nos muestra, paradójicamente, la verdadera dignidad de cada hombre y de todos los hombres. Es el amor que Cristo 60 Sobre la relación interpersonal como marco privilegiado de la experiencia ética, véase el parágrafo 2.3 (“Amor y relación interpersonal”) del capítulo II en este libro. 61 Sobre la relación entre las virtudes naturales y la caridad, véase Maritain (1984 [1935]: 152-167). 134 Lecciones de Antropología para la psicología clínica expresó como mandato de caridad fraterna y es piedra angular de un humanismo heroico. En realidad, la primera de las leyes humanas y la que las resume a todas. 3.3 Plano religioso Por último, la religión responde a la dimensión trascendente del hombre, también patente en todas las culturas y civilizaciones: el hombre, de una u otra manera, se plantea, y se ha planteado desde sus orígenes, la relación o religación con un Ser Absoluto, lo que ni se ha dado ni puede darse entre los animales. Los etnólogos se han quedado sorprendidos con frecuencia al encontrar planteamientos religiosos análogos entre pueblos de toda la superficie de la Tierra y en las condiciones sociales y culturales más diversas. Los símbolos son distintos, pero la actividad simbólica con que los hombres han buscado una trascendencia es la misma (Valverde, 1995: 131). Como han mostrado la filosofía y la historia de las religiones, el hombre y sólo el hombre es naturalmente religioso. La “religión” significa necesariamente algo para todos los hombres y culturas. Pertenece a nuestra experiencia individual, social, histórica. Y además es un hecho humano específico: únicamente los hombres poseen religión y son religiosos. Porque sólo el hombre puede trascenderse y buscar relacionarse con el misterio y porque, de hecho, sólo el hombre ha evolucionado en su conciencia y en su experiencia religiosas al hilo de su propia “humanización”62. En el verdadero fenómeno religioso no se ha de ver, sin embargo, —aunque a menudo se haya hecho así por parte de biólogos, filósofos o psicólogos reduccionistas y, por tanto, no demasiado respetuosos con la integridad del hecho y la vivencia religiosos— un mero ámbito ilusorio de refugio frente al temor que acompaña al ser humano a lo largo de su vida o una simple respuesta ad hoc —que circunstancialmente puede ser útil desde el punto de vista de la salud psíquica— para sus preguntas y problemas más acuciantes. Desde el punto de vista de las neurociencias ocurre con los planos de autorrealización humana que ahora estamos considerando algo parecido a lo que vimos que sucedía en relación con la libertad: los descubrimientos impresionan pero —por las mismas razones que entonces argüíamos— hay que tener extremo cuidado con las interpretaciones que de ellos se hacen. Entiendo por “proceso de humanización” la historia evolutiva de los hombres, biológica pero sobre todo cultural, hasta alcanzar nuestra forma actual. La “hominización”, en cambio, haría referencia al proceso de evolución biológica que dio lugar al surgimiento de la especie hombre. 62 135 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor Es interesante, por ejemplo, que la neurociencia social investigue las relaciones interpersonales (entre ellas, también las que corresponden al ámbito familiar) y compruebe que las sensaciones de familiaridad son disociables del reconocimiento visual del pariente (es lo que ocurre con el llamado síndrome de Capgras, causado por una disfunción de los lóbulos temporales del cerebro). Puede ser útil, igualmente, que la neuroética sugiera —como en la teoría del marcador somático de Antonio Damasio— que el comportamiento moral está relacionado tanto con los sentimientos referidos a los demás como con los que surgen ante determinadas situaciones objetivas (de justicia o injusticia, fidelidad o infidelidad, reciprocidad en el trato o ausencia de ella...); incluso que llegue a identificar las partes del cerebro que se “activan” en esas circunstancias. También la rama conocida como neuroteología puede investigar desde una perspectiva neurocientífica la experiencia religiosa o los estados místicos, y verificar que el cerebro está implicado en este tipo de vivencias humanas. Pero una exigencia de rigor y justicia impone en todos los casos ser muy prudente con las conclusiones que de los distintos experimentos se extraen. Entre otras cosas, porque ni las interpretaciones de los mismos son siempre idénticas, ni los múltiples experimentos que sobre estos asuntos se vienen realizando parecen apuntar en todos los casos en igual sentido63. De forma similar, también la genética se ha visto tentada por este tipo de investigaciones y —en muchos casos— por la extrapolación de conclusiones filosóficas a partir de experimentos científicos64. En el ámbito de la neuroética, por ejemplo, hay autores —la mayoría— que leen esos experimentos desde posiciones filosóficas radicalmente materialistas (como Patricia S. Churchland, Michael Gazzaniga o Jonathan Moreno, entre otros muchos), pero también los hay que abordan estas cuestiones desde un punto de vista más amplio y con una metodología interdisciplinar que parece de todo punto más apropiada (Thomas Fuchs es el caso quizás más representativo). Lo mismo ocurre con la religión: algunos investigadores aseguran estar en el buen camino para lograr determinar un “módulo o punto de Dios” dentro del cerebro, que daría completa razón de la creencia y experiencia religiosas o acerca de lo trascendente (la lista es muy amplia y no siempre coinciden en su localización: Carol Albright y James Ashbrook, Osamu Muramoto, Michael Persinger, Andrew B. Newberg y Eugen d’Aquili, Vilayanur Ramachandran, etc.). Otros, en cambio, se muestran mucho más cautos e incluso desconfían de las posibilidades de las neurociencias para abordar por sí solas un fenómeno tan complejo como el religioso (Mario Beauregard, William Scott, Anne Runehov, etc.). Para obtener una visión panorámica de la historia de la Neuroética y de los trabajos de investigación más importantes en ese campo, véase Giménez-Amaya y Sánchez-Migallón (2010). En lo relativo a la Neuroteología, puede consultarse la obra de Muntané, Moro y Moros (2008). 64 Richard Dawkins, por ejemplo, ha creído descubrir en el genoma humano (el “gen egoísta”) la explicación última de nuestra conducta (incluidas las acciones morales). Y desde esa perspectiva, los hay que se han atrevido incluso a establecer pautas para una planificación familiar (Vero C. Wynne-Edwards, entre ellos). Por su parte, Dean H. Hamer ha visto en la creencia religiosa la manifestación de un instinto humano universal radicado también en el genoma (el “gen de Dios”). Otros, como Lindon Eaves, prefieren únicamente sugerir que nuestros genes influyen en las tendencias religiosas de las personas. 63 136 Lecciones de Antropología para la psicología clínica La tendencia a enfocar la religión desde perspectivas unilaterales y, por tanto, estrechas, se da asimismo entre los filósofos. No hace falta que nos remontemos demasiado en el tiempo para configurar una pequeña muestra de aquellos pensadores que analizan la problemática religiosa desde el punto de vista de lo que Malcon Jeeves y Warren S. Brown han llamado el nadamasqueísmo (“la religión no es nada más que...”): desde una concepción sociologista e historicista, para Agusto Comte, por ejemplo, la religión no es más que un estadio necesario pero superado en la historia de la humanidad; Feuerbach ve a Dios como una objetivación alienante de la esencia humana y reduce la religión a antropología; Marx la concibe como un factor superestructural de carácter ideológico e ilusorio, fruto de las condiciones socio-económicas, que la clase capitalista usa para legitimar el status quo que le conviene; Nietzsche ve en la religión un obstáculo para el advenimiento del superhombre y explica su origen como resultado de una anemia de la voluntad y del deseo de certeza y seguridad propio del hombre; para Russell, la religión es consecuencia de la ignorancia y del miedo, y causa de conflictos, regresión humana y esclavitud de la inteligencia. Por último, en el ámbito de la psicología hay igualmente conocidos representantes de la “metáfora del conflicto” entre ciencia y religión65. Es bien sabido que para Freud la práctica religiosa no era más que una neurosis colectiva de la que la humanidad tendría que liberarse; Skinner creía firmemente que la vivencia y la conducta religiosas se podían reducir y explicar desde el punto de vista psicológico a partir de los principios de recompensa y castigo, hábilmente manejados y “traducidos” en un lenguaje apropiado (bueno y malo, piadoso y pecaminoso); en el entorno de la neuropsicología y la psicología evolutiva actual, Dawkins considera a Dios como un simple espejismo y reduce la religión a la categoría de accidente evolutivo inútil, cuando no peligroso. Los hay también que han tenido una visión más abierta y positiva, pero con reservas. Roger Sperry, por ejemplo, contemplaba la religión como una posible aliada de la psicología, eso sí, siempre que no pretenda apoyarse en creencias de carácter sobrenatural. Es obvio, pues, que lo que Sperry estaría dispuesto a aceptar tiene poco que ver con lo que la mayoría de los creyentes llamaría religión. Entre los que sí que mantienen una actitud claramente favorable respecto de lo religioso, citaremos por fin a Carl Jung y Viktor Frankl. Cada uno a su modo, consideraron la religión como una actividad humana hasta tal punto esencial que no sería 65 Si se quiere conocer una breve historia de la relación entre psicología y religión, puede echarse un vistazo a la obra de Jeeves y Brown (2010). 137 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor su existencia sino su ausencia o su vivencia defectuosa la fuente de trastornos psicológicos en las personas adultas66. Si estos dos eminentes psicólogos nos resultan especialmente interesantes no es tanto, sin embargo, por su valoración del hecho religioso cuanto por la forma en la que se aproximaron a él, lo investigaron e incluso le dieron alguna cabida en su práctica terapéutica. Para no extendernos en demasía, nos centraremos en el caso de Frankl. Según este autor, la esencia del existir humano es la trascendencia: “el hombre está siempre orientado y ordenado a algo que no es él mismo [...] El hecho de ser hombre apunta siempre más allá de uno mismo” (Frankl 1990b: 11) y exige del descubrimiento de una razón para vivir. En efecto, desde el punto de vista psicológico, lo que en última instancia mueve al hombre —según Frankl— no es la voluntad de placer o la voluntad de poder, sino lo que llama “voluntad de sentido”. El ser humano necesita una razón de ser y de existir que sustente su vida y le anime en todos sus quehaceres. Y cuando carece de este fundamento para ser feliz, de este sentido, enferma. Es la frustración de la voluntad de sentido lo que propicia la difusión de la enfermedad más típica de nuestro tiempo, que es la angustia vital. A este respecto, la religión puede tener una importante influencia muy positiva, incluso desde el punto de vista psicoterapéutico, con la condición de que el creyente se comprometa con su fe libremente y adopte frente a ella una verdadera actitud existencial. Ahora bien, la sinceridad y espontaneidad de la creencia que son requisito fundamental para que lo religioso pueda desempeñarse como “suprasentido” de la existencia afectan también al psiquiatra, que si se toma la libertad de ejercer su ministerio médico reemplazando de alguna manera la función del sacerdote, lo ha de hacer en tanto que persona religiosa más que como psiquiatra. De este modo, dirá Frankl, un psiquiatra no creyente no tiene ningún derecho a manipular los sentimientos religiosos de un paciente tratando de utilizar la religión como una herramienta más a tener en cuenta en psicoterapia, como las pastillas, inyecciones o electro-shocks. Eso sería como desprestigiar y degradar la religión devaluándola al papel de un simple mecanismo para mejorar la salud mental. Y añade: “Nos sentimos tentados de darle la vuelta a la afirmación de Freud y atrevernos a decir que la neurosis compulsiva puede muy bien provenir de una religiosidad trastornada. [...] O, para quitarle la connotación clínica, se podría decir que cuando se reprime el ángel que hay en nosotros, éste se convierte en un demonio. Existe un paralelismo a nivel sociocultural, ya que no dejamos de observar de qué forma la religión reprimida acaba degenerando en superstición” (Frankl 1999: 92). 66 138 Lecciones de Antropología para la psicología clínica La religión no es una póliza de seguros para conseguir una vida tranquila, o para vivir con el máximo de libertad los conflictos, o cualquier otro objetivo higiénico. La religión proporciona al hombre mucho más de lo que podría ofrecer la psicoterapia, pero también exige más de él. Cualquier tipo de confusión entre lo que puede ofrecer la religión y lo que ofrece la psicoterapia puede llevar a confusión. No hay que olvidar que las intenciones de ambas disciplinas son diferentes, aunque en un momento dado ambos efectos puedan solaparse (Frankl 1999: 99)67. Más allá de esta diversidad de actitudes y opiniones, si se nos pidiera una caracterización en su origen del fenómeno religioso diríamos que el modo en que naturalmente surge (y esto no es incompatible con que sea objeto de educación o incluso de catequesis) consiste básicamente en una proyección del atractivo por la realidad que el hombre siente y la conciencia esperanzada de sus promesas de un futuro perenne. Como afirmó Giussani: es bastante superficial repetir que la religión ha nacido del miedo. El miedo no es el primer sentimiento que experimenta el hombre. El primero es el atractivo; el miedo aparece en un segundo momento, como reflejo del peligro que se percibe de que la atracción no permanezca. Lo primero de todo es la adhesión al ser, a la vida, el estupor frente a lo evidente; con posterioridad a ello, es posible que se tema que esa evidencia desaparezca, que ese ser de las cosas deje de ser tuyo, que no ejerza ya atracción en ti. Tú no tienes miedo de que desaparezcan cosas que no te interesan, tienes miedo de que desparezcan las cosas que te interesan. La religiosidad es ante todo la afirmación y el desarrollo del atractivo que tienen las cosas (Giussani 1998: 147). El hombre es ante todo una pregunta y un deseo. ¿Quién soy? ¿Qué quiero llegar a ser y qué me cabe esperar? Nadie puede vivir en plenitud sin plantearse y responder a estas preguntas y al deseo del que emergen. Deseo saberme a mí mismo, como ser que piensa, decide, ama y vive, y que sin embargo no puede dejar de desear saber, querer, amar y vivir más y mejor. Nos constituye un deseo que aspira a una verdad que sacie nuestra inteligencia, a un bien —justicia, libertad— que responda plenamente a nuestra voluntad, a una belleza que satisfaga nuestra capacidad de fruición, a un amor que colme nuestro corazón, a un sentido que ilumine nuestra vida, la anime en su quehacer y nos ayude a afrontar todas sus vicisitudes. 67 Puesto que toda religión implica una cosmovisión orientada a condicionar por completo la vida del creyente, es lógico que tenga influencia sobre su salud mental. Sin embargo, —Frankl no ha tratado que yo sepa de esta cuestión— dicha influencia será distinta de acuerdo con la forma en que se conciba y desarrolle la relación entre el creyente y su Dios. En concreto, la fe católica cuenta con dos elementos que favorecen enormemente la estabilidad y el equilibrio mental y que, por tanto, contribuyen positivamente en este ámbito: el amor y la esperanza (Melián y Cabanyes 2010: 122-123; Torelló 2008). 139 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor Hay en nosotros una cierta desproporción de la que todos los seres humanos han sido conscientes en mayor o menor medida. Los griegos decían, refiriéndose a ello, que el hombre es un ser fronterizo entre los animales y los dioses. Somos seres paradójicos por lo limitado que poseemos y lo ilimitado a lo que aspiramos. ¿Quién no ha vivido la experiencia de esta desproporción? ¿Quién no ha sentido la frustración de este querer y no poder, o de un poder que ha acabado manifestándose —incluso en el mejor de los casos y con la mejor de las intenciones— como respuesta insatisfecha a nuestras expectativas y deseos más profundos, a nuestro deseo de felicidad, que no son precisamente ni un deseo ni una felicidad cualesquiera? El hombre no puede dar la espalda a estas preguntas y al deseo que las arraiga en nosotros. Incluso si pudiéramos, intuimos que no debemos hacerlo si es verdad que nos aceptamos como somos, si queremos ser fieles a nosotros mismos. Porque nos constituyen en nuestro ser y nos impulsan a lo que esperamos llegar a ser. Son la inspiración de la vida humana y el motor de nuestro desarrollo personal. Es todo el hombre el que aspira, por tanto, a la eternidad como fruto de un deseo natural que se manifiesta en sus más genuinas acciones y la religión aparece como respuesta a este anhelo. Es la inadecuación del hombre a este mundo la que lo lleva a postular-desear-intuir-vislumbrar la necesidad de trascenderse en busca de un Algo o un Alguien que pueda dar razón de su propia existencia y llenar el anhelo de absoluto que lo atraviesa. Así, nuestra contingencia y nuestra “nostalgia de eternidad” nos hacen intuir a “Dios” como dimensión última y salvadora que puede explicar el ser y que puede saciar nuestro deseo de felicidad, una realidad suprema, sagrada, el misterio que gobierna el mundo y lo dirige —aunque, según las tradiciones, varíen los modos en los que esto se concibe. 4 En busca de la felicidad: la plenitud de sentido de una vida lograda La religión se presenta, pues, como respuesta a la pregunta por el sentido último de la vida y conforma de manera radical al creyente en su modo de pensar, de querer, de sentir y de vivir68. De hecho, se suele decir que dicha pregunta es de naturaleza religiosa: “La religión se revela como la realización de lo que llamamos «el deseo de llegar a un significado último». Por cierto, mi definición de religión es igual a la que ofreció Albert Einstein (1950), y que dice lo siguiente: «Ser religioso consiste en haber encontrado una respuesta a la pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida?». Y hay todavía otra definición, propuesta por Ludwig Wittgenstein (1960), que dice lo siguiente: «Creer en Dios es comprobar que la vida tiene un sentido». Como ven, Einstein, el físico, Wittgenstein, el filósofo, y yo, como psiquiatra, hemos propuesto definiciones de religión que se solapan unas a otras” (Frankl 1993: 203-204). 68 140 Lecciones de Antropología para la psicología clínica tiene un carácter totalizante (abarca todas las dimensiones de la vida), apunta en una dirección que me supera y resulta inseparable de la aspiración humana a ser feliz que conecta con la eternidad. Pero intentemos plantear el asunto desde el principio. Que el hombre se pregunte por el sentido de su vida significa que puede cuestionarse y trascenderse a sí mismo, que es capaz de enfrentarse a ella, de tomar distancia para evaluarla, hacer balance o proyectarla; en definitiva, que puede “considerarla como una totalidad con la que el sujeto no se identifica absolutamente” (Vicente Arregui y Choza 2002: 459). Probablemente desde el convencimiento de su carácter religioso, muchos autores han pretendido quitar valor a esta cuestión, relativizando o negando su sentido. Desde este punto de vista, la pregunta por el sentido sería un sinsentido. “El ser no tiene sentido y el sentido no tiene ser”, así tituló Mario Bunge un famoso artículo hace algunos años (Bunge 1976). Sin llegar a esos extremos, para Wittgenstein la pregunta por el sentido es un buen ejemplo de lo que no puede decirse y, en realidad, no constituye un verdadero problema. Si lo fuera, podría ser resuelta por la ciencia, que trata de hechos y busca una explicación de los mismos. Pero no es así: Sentimos que, incluso si todas las posibles preguntas científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida ni siquiera habría sido tocado. Desde luego, entonces ya no queda pregunta alguna; y esta es precisamente la respuesta. La solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema (Wittgenstein 2003 [1921]: 275). Ocurre, sin embargo, que —como ha mostrado la psicología de corte existencial— la cuestión del sentido de la vida es básica para el ser humano: ni es disoluble ni basta con que se considere una pseudocuestión para que su aguijón deje de punzar. Ciertamente, no se trata de una temática puramente teórica, funcional o económica, que pueda resolverse con una fórmula. Es, más bien, una exigencia práctica. Pero eso no significa que no pueda ser objeto de reflexión y aun de meditación. Sólo si soy capaz de comprender mi vida en alguna medida, y de proyectarla y vivirla a partir de esa comprensión, puedo esperar la plenitud de una vida lograda a la que no puedo dejar de aspirar, que llamamos felicidad: “el sentido de la vida —han dicho Yepes y Aranguren (2001: 164)— no se identifica con la felicidad, pero es condición de ella”69. De hecho —el diagnóstico es de Julián Marías—, “la ausencia de sentido puede tener dos desenlaces o salidas: una posibilidad es la atomización de la vida, la equivalencia, siempre fraudulenta, de los placeres o los éxitos con la felicidad; y esto conduce a la inautenticidad, a la vida en hueco [...] indicio de infelicidad. La otra posibilidad es el reconocimiento de ésta, […] y puede llevar a la desesperación” (1987: 334). 69 141 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor Pero, ¿cómo determinar si la vida tiene o no sentido? ¿Hay algún criterio que nos pueda iluminar en su búsqueda? Aquí las ciencias biológicas o incluso la psiquiatría (tal como suele ser hoy concebida) se encuentran atrapadas en un dualismo imposible de evitar: por una parte, sus descripciones del funcionamiento del cerebro, del genoma humano y las determinaciones de nuestra conducta producto de ellos; por otra, la necesidad de comprender el sentido y propósito de esos comportamientos y de fundamentar toda nuestra vida sobre un sentido último, total, radical y objetivo. Desde nuestro punto de vista, que pretende escapar de toda forma de reduccionismo, habría que distinguir dos aspectos o planos en relación con esta pregunta: el del porqué y el del para qué. El primero se refiere a la verdad de la vida humana, a su carácter inteligible o, si se quiere, a su esencia, a lo que de suyo es. Implica, obviamente, penetrar en el misterio del hombre y ser capaces de iluminarlo de algún modo. Julián Marías ha advertido a este respecto que el mayor obstáculo para responder a la pregunta de si la vida “tiene” sentido —y por tanto, para encontrar la felicidad— son “las falsas nociones sobre lo que es la vida”. Tanto la interpretación materialista como la espiritualista de la vida la “cosifican” reduciéndola a lo que no es (o a lo que sólo es en parte y bajo un aspecto: material, orgánica, económica, psíquica, espiritual…). Pero la vida humana —precisa— no es cosa alguna, de ninguna índole; es una realidad elusiva, que hay que apresar con conceptos adecuados: personal, proyectiva, dramática, argumental, circunstancial, corpórea, temporal, con memoria pero futuriza, intrínsecamente menesterosa, amorosa, con absoluta necesidad de perduración. Si esto no se tiene en cuenta, si no se dispone de conceptos capaces de pensar esa estructura, no es probable que se descubra el sentido de la vida. Y si no se está en él, o no se puede seguir estando, desaparece la felicidad (Marías 1987: 339). El segundo plano, el de la causa final, tiene que ver con la existencia concreta y con el carácter proyectivo y libre de esa vida personal. Soy yo (junto a los otros y en medio de mis circunstancias) el que configuro mi vida de un modo responsable, el que le doy sentido conformando su argumento, constituyendo su trama y marcando sus objetivos. No lo hago a partir de la nada, sino apoyándome en el ser del hombre que soy y en las aspiraciones a él inherentes: por tanto, no creo ese sentido «ex nihilo», me lo doy «ex novo». Y lo plasmo a través de un proceso de autorrealización que tiende a que este hombre llegue a ser lo que es y que tiene como cauces más importantes las vías mencionadas en el epígrafe anterior: la vertiente socio-profesional, la ética y la religión. 142 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Aunque los dos planos referidos estén inseparablemente unidos, “tener sentido es, pues, ontológicamente anterior al dar sentido, porque funda las condiciones necesarias para que el hombre pueda comprometerse responsablemente, es decir, con una libertad fundada en la verdad” (Lucas Lucas 2008: 77). Desde un punto de vista general, podríamos aventurar que la vida tiene sentido si las aspiraciones humanas más profundas e importantes pueden verse algún día satisfechas para todos los hombres. En cuanto al sentido que me doy, sólo será verdaderamente fecundo si mis pretensiones e ideales, y el modo en que tiendo a ellos, ayudan a que mi yo se realice y pueda “contemplarse gozosamente en la plenitud alcanzada” (Vicente Arregui y Choza 2002: 467). Lo problemático es que todo parece indicar que nada de esto es posible aquí y ahora, en nuestra condición actual, mortal. Por eso el nihilismo o el relativismo aparecerán siempre como posibles amenazas, particularmente en épocas como la nuestra en las que ya la pregunta misma por el sentido se ve postergada y despreciada. La mejor forma de escapar a esos riesgos y seguir creyendo en ese “imposible necesario” que es la felicidad pasa por reconocer que caminamos hacia una meta que no podemos no desear alcanzar; y que sólo puede saberse, vivirse y sentirse una vida con sentido y orientada hacia su plenitud en la esperanza cierta de un “ya” en formación que es también, por tanto, un “aún no”. De este modo, la esperanza se manifiesta como el motor radical de la existencia humana al mismo tiempo que como ingrediente definitorio de la felicidad70, pero para que pueda resultar verdaderamente eficaz ha de admitirse en ella un carácter teleológico y dinámico que apunta hacia un orden trascendente al que de algún modo anticipa: sólo el que muere esperanzado vive hasta el final. Eso no quiere decir, obviamente, que en su existencia concreta el ser humano no tenga necesidad de sentidos de carácter intramundano (la familia, el trabajo, los amigos, etc.). Significa, más bien, que también precisa de un sentido último que responda a su experiencia elemental —el deseo de felicidad—. Pues aunque es cierto que podemos narcotizar la intensidad de ese deseo o buscarle sustitutivos de un orden distinto, en el fondo esa felicidad a la que no podemos dejar de aspirar no es sino una felicidad plena (algo más allá de lo cual nada puede ser deseado), referida tanto a mi persona como a la de los otros (en el caso de los seres amados, como realidad efectiva; en el del resto, como posibilidad real). Por tanto, nos sitúa en un camino de trascendencia. “La expectación, la ilusión, son rasgos definitorios de lo felicitario. Uno es feliz cuando disfruta con lo que tiene, y con lo que aún no tiene, pero espera” (Yepes y Aranguren 2001: 161; Marías 1985). 70 143 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor La filosofía clásica reflexionó muy profundamente acerca de los elementos integrantes de la vida feliz y llegó a ricas conclusiones que, en mi opinión, hoy siguen siendo válidas. El primero de esos elementos consiste en un cierto bienestar material expresado en forma de salud física y psíquica, y en la satisfacción de las necesidades básicas del hombre (lo que hoy en día se suele llamar “calidad de vida”). Pero además de estos bienes útiles, los pensadores clásicos incluyeron también entre los bienes capaces de hacernos felices —e incluso les otorgaron una mayor importancia— aquellos que son valiosos por sí mismos: el saber, la virtud y la belleza. Aunque responden a deseos de orden natural, se expresan y satisfacen en el plano de la cultura y de la creatividad humanas. Por último, puesto que ser persona implica ser con los demás, la forma de vida más elevada, de la que el hombre no puede prescindir y a la que está llamado, es el amor. No nos basta con existir, necesitamos ser amados, es decir, justificados y aprobados en nuestra existencia, sobre todo cuando ésta se nos muestra fallida o fracasada en alguna o en toda su medida (¿y qué hombre se atreverá a afirmar que ya ha alcanzado una vida plena y sin tacha?). Nuestra experiencia nos dice que la verdad más profunda del hombre es, de hecho, su vocación al amor. Todos nosotros tenemos la experiencia cierta de que es lo relacionado con el amor —en sus diversas manifestaciones: amor fraterno, filial, conyugal, de amistad, amor a la propia vocación, amor a la patria, etc.— lo que llena más al ser humano. Como Goethe afirmó: “la verdadera felicidad sólo puede consistir en la participación comunicativa” (1981 [1814]), especialmente en la comunicación propia del amor interpersonal. Es el amor el acto que realiza de modo más completo la existencia de la persona: el amor a la verdad nos mueve a conocer y, especialmente respecto de los seres más nobles, el amor se erige en fuente última de conocimiento; el amor es la forma sublime del bien y la expresión suprema de la libertad; es el amor la modalidad más alta de belleza y lo que corresponde más justamente a los deseos de nuestro corazón. Sólo por la configuración en el amor consigue el ser humano existir del todo, sentirse en el mundo arropado dentro de su verdad. Sólo el amor puede servir de vínculo profundo de unidad y respeto con el orden natural y de comunión con el resto de los hombres; sólo el amor puede fundar una convivencia armónica y enriquecedora, cohesionar una sociedad verdaderamente humana; sólo él —ya lo dijimos— puede salvar el dilema entre ley y libertad, y animar —pacífica y apasionadamente a la vez— la lucha por la justicia. 144 Lecciones de Antropología para la psicología clínica (Hablamos aquí, obviamente, del amor verdadero. Del mismo modo que sabemos del poder elevador del verdadero amor, también sabemos del poder envilecedor y empobrecedor de sus sucedáneos). Gran parte de su valor radica en que la vivencia del amor es una vivencia totalizante, es decir, que engloba todas las dimensiones de nuestro ser: interpela nuestra inteligencia, compromete nuestra voluntad libre, estimula nuestro corazón. Implica además la conciencia de mí mismo y una relación estrecha con el otro al que amo, la tendencia a la unión afectiva con él. Esta relación, de un modo mucho más radical que el conocimiento, me hace identificarme con el amado hasta el punto de que también él me acaba constituyendo en lo que soy. Además, en cualquiera de sus formas o analogados, el verdadero amor es pasión oblativa (u oblación apasionada), eros y agapé. Nos hace salir del estrecho entorno del yo, nos impulsa a trascender, dota de alegría desbordante y contagia de esa dicha nuestra manera de hablar, de pensar y de obrar. Cuando amamos, incluso parece que la realidad se nos presenta con una cara más amable y gozosa. Y, sin embargo, enseguida cae en la cuenta el enamorado de que, si quiere perseverar en ese estado, más aún, si quiere progresar y madurar en él, esa pasión propia del verdadero amante tendrá que integrarse con el sacrificio, libremente elegido y ofrecido. Quien ama de verdad ha de querer bien y querer el bien para el que ama. Y eso exige de una actitud y de un compromiso que no surgen siempre espontáneamente ni pueden mantenerse por inercia. La enriquecedora experiencia de saberse y sentirse elegido y amado es profunda y genuinamente humana. La encontramos palpablemente en el caso común en el que los enamorados —quizás de forma poética pero muy profunda— se dan las “gracias por existir”, y cuando al amar y sentirse amados se ven sobreelevados y florece lo mejor de sí mismos (hasta el punto de que el mundo y los demás se ven, entonces, desde una perspectiva diferente que hace brillar ante sus ojos la bondad y amabilidad de todos los seres humanos y aún de todas las cosas). En este sentido, la experiencia sobrenatural de “amistad” con Dios no es muy distinta. Incluso diría que hay un cierto paralelismo o, mejor, una cierta apertura del amor humano a la trascendencia, que se echa de ver en la voluntad de eternidad de todo verdadero amor. Y es que, en realidad, el verdadero amor que deseamos y necesitamos no está al alcance del hombre si este cuenta única y exclusivamente con sus fuerzas: la experiencia del amor humano es siempre más imperfecta de lo que en principio promete. 145 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor La vocación humana al amor conlleva una exigencia de eternidad y trascendencia71 que, si no se cumple o al menos se vive como convicción esperanzada, conduce a los que aman a la resignación o a la desolación. El ateo lo intuye muy adecuadamente cuando se rebela contra Dios por la muerte o el sufrimiento del que ama. Hay en esa rebelión, objetivamente, una actitud algo absurda si se dice no creer en Dios, pero también un sentido que no me parece desdeñable y sí muy significativo. También lo es que cuando ama y puede alegrarse en la existencia y dicha del amado exulte su ser y quiera dar gracias a la vida. Hay aquí igualmente un equívoco y un absurdo (como si la vida tuviera conciencia y poder para dar y quitar) que, sin embargo, tienen cierto sentido. Chesterton dijo —parafraseando a Rossetti— que los momentos más desconcertantes para un ateo no son aquellos en los que sufre y toca fondo sino, más bien, aquellos en los que quisiera agradecer su felicidad y no sabe a quién dirigirse. La consecuencia es clara: quien ama y se sabe amado por Dios con un amor apasionado y oblativo es quien está en mejor disposición para alcanzar la plenitud del amor y la plenitud de su humanidad, la felicidad. Si para una persona el que otra la mire y le diga, a la vez que lo siente y lo “vive”: «es bueno, es maravilloso que tú estés en el mundo», implica que de alguna manera se sienta justificada y aprobada, incluso exaltada en su ser, de modo que al saberse y sentirse querida parece que esa persona alcanza entonces la plenitud y empieza para ella — digámoslo así— una nueva vida, uno se pone a pensar que no debe ser tan poco importante para el hombre que arrastra su existencia sobre el mundo el que tenga la posibilidad de sentirse «aprobado», consentido y confirmado de una forma absoluta” (Pieper 1997: 449). Una confirmación como la que supone el amor de Dios. Lo que ocurre es que — el ejemplo es también de Pieper— lo mismo que el amor de los padres por sus hijos no les serviría de nada a éstos, por muy dentro del corazón que saliese, si ellos no lo supieran, si de alguna forma no les afectase, la afirmación creadora de Dios tampoco tocaría ni transformaría la vida de los hombres si ellos no la “realizasen” por la fe, es decir, si no quisieran aceptarla, única manera de que esa verdad se convierta en una parte de su tesoro vital. “La apariencia de eternidad —ha dicho Julián Marías— no es una mera exageración efusiva de los amantes, es precisamente la condición intrínseca del amor. Esa pretensión de eternidad, de vinculación entera de la persona, con todo su pasado y un futuro ilimitado, interminable, es el carácter interno del amor” (1987: 349). 71 146 Lecciones de Antropología para la psicología clínica No hay mejor forma de que el hombre sienta pisar terreno firme, aun en las misteriosas estancias de su conciencia, que vivir esa convicción. Y cuando se da esta radical confianza [...], el fondo donde esa actitud se enraíza no es otro que la seguridad de ser amado de una forma tan insuperablemente eficaz y verdadera (Pieper 1997: 451). Así entendida, la caridad, lejos de anular lo que por sus propias fuerzas hay en el hombre como posible y presente en capacidad de amor y bondad, comprende en sí misma todas las configuraciones del amor humano. Además, si la caridad es la savia de la vida humana y sustancia de la vida divina, de alguna manera se puede decir también que será el “ingrediente” esencial de la vida eterna. La eternidad, —podemos atrevernos a afirmarlo—, será el Amor alcanzado, conocido y gozado, el cumplimiento de nuestra vocación humana. Y, por eso, será también Libertad plena, Justicia, Verdad, Belleza y Bondad, perfecciones todas ellas convertibles con el Ser, que es Amor. El que piensa y acepta esto no se sorprenderá de que toda la concepción de la caridad tenga como manifestación un signo estelar que la marca siempre: felicidad. Pues si, como antes dijimos, la felicidad más plena es la felicidad del amor, el fruto de la versión más sublime que existe del amor tiene que ser también lo más grande que pueda haber en felicidad de cuanto los hombres han podido imaginar para aplicar ese nombre. Conviene, no obstante, advertir contra una interpretación —¿cómo decir?— demasiado “espiritualista” y abstracta de la beatitud, que ha propiciado todo tipo de confusiones y caricaturas. Ni la vida eterna es aburrida, ni Dios es un anciano empalagoso al que nos dedicaremos a contemplar amorosamente de forma pasiva e interminable. Como diría San Agustín, “Dios es más joven que todos” (De Genesi, VII, 26, 48). Su Vida es el reino de la novedad, el Misterio insondable e inagotable del que participaremos activa, intelectual y fruitivamente, con todo nuestro ser. En él se recogerán y perfeccionarán sin fin todos los valores positivos de la vida humana, tendrán satisfacción todas nuestras aspiraciones más profundas sin sombra alguna de dolor ni de mal. Me parece que tiene razón Julián Marías cuando afirma que hay que entender la otra vida desde esta, como su plenitud. La visión inconexa la deja empobrecida, exangüe, sea lo que sea lo prometido, no por deficiencia de esto, sino del quién a quien se promete [...]. La teología —prosigue— ha puesto el acento, como es justo, en la visión de Dios; acaso no ha insistido tanto en el sujeto a quien se promete esa visión [...]. Al insistir en la resurrección de Cristo y de todos los hombres, ha reclamado y consagrado las perfecciones del cuerpo, de la carne. Pero ni siquiera todo esto es suficiente. Es menester la afirmación de la vida en lo que tiene de humano, argumental, dramático, 147 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor proyectivo; en suma, mío. Mi vida es mía, la de cada cual; no hay nada que pueda llamarse «vida en general». La «otra vida» tiene que ser mi otra vida. (Marías 1987: 357-358)72 La otra vida sería, así, otro acto del mismo drama que es mi vida. La vida eterna ya ha comenzado. La amistad divina, en definitiva, perfecciona al hombre a partir de su propia naturaleza: es la total y libre realización del hombre, que alcanza así un equilibrio humano y una riqueza que ningún otro amor humano puede producir pero que, lejos de apartarnos de la amistad con los hombres, nos lleva necesariamente a ella de un modo cada vez más profundo y abierto, a la vez que anima en el hombre la esperanza cierta de una vida perdurable en la que todos las aspiraciones de su naturaleza se vean cumplidas. 5 El hombre como ser doliente y mortal: sentido y psicología del sufrimiento humano Todo proyecto humano apunta más allá de sí mismo, pero acaba enfrentándose, antes o después, con la realidad del mal y de la muerte. Al mismo tiempo que el hombre experimenta en su propio ser aspiraciones que lo incitan a superarse sin fin, e incluso en medio de una búsqueda esperanzada de esos anhelos, también tiene la experiencia siempre desgarradora de sus límites. Por eso, una antropología que quiera intentar responder en su integridad al misterio del hombre y servir de fundamento firme para una psicología humanista debe dar también una respuesta a los aspectos dramáticos de la vida humana. La realidad del mal amenaza permanentemente la vida humana, se cierne como una sombra sobre nuestro proyecto vital, puede incluso llegar a velar u oscurecer nuestra visión acerca del sentido de la existencia poniendo seriamente en cuestión toda esperanza de felicidad. Quien no sabe qué hacer con el dolor —ha dicho Llano— llevará necesariamente una vida desgraciada o de penosa superficialidad [...] Si no se es capaz de integrar la muerte en el curso de la existencia y vislumbrar su sentido, nunca se alcanzará una vida auténticamente lograda (2002: 80-81). De hecho, el mal se presenta siempre ante el hombre como una cuestión compleja, doliente y hasta escandalosa, en todo caso difícil de afrontar incluso en su terminología73. En el capítulo XXIX de esta misma obra se atreve Marías a esbozar una “empresa imposible”: la “imaginación de la vida perdurable”. No le vamos a seguir hasta ese punto, aunque sus reflexiones sean enormemente sugerentes. 73 No queremos entrar en un análisis detenido de la cuestión terminológica, además bastante compleja y variable según los autores. Nos limitaremos a precisar que —desde la perspectiva que aquí adoptamos— 72 148 Lecciones de Antropología para la psicología clínica ¿Es posible atisbar en él y en la muerte algún sentido razonable que nos permitan vivir y aun hacerlo de modo esperanzado? Lo que se ha de tener claro de antemano, si se quiere plantear bien el asunto y, por tanto, vislumbrar alguna vía de respuesta, es que se trata de un misterio, no de un problema. La diferencia entre problema y misterio ha sido propuesta por la filosofía personalista del siglo XX. Un problema —ha venido a decir por ejemplo Gabriel Marcel— es una cuestión que tiene solución y que me lleva a otras soluciones o a otros problemas, una temática acerca de la cual es posible, por tanto, un progreso lineal y acumulativo en su conocimiento, una fórmula cuya incógnita puede ser despejada siguiendo un método determinado; en definitiva, algo respecto de lo cual podemos alcanzar una certeza universal y objetiva. En cambio, el misterio no es ininteligible pero sí inagotable pues no tiene límites definidos ante la razón humana, no es una cuestión que nos sobrepasa sino más bien algo que nos comprehende, en lo que estamos inmersos y frente a lo cual no podemos adoptar una actitud neutral y contemplarlo desde fuera con la suficiente distancia de perspectiva, algo en lo que a fin de cuentas estamos comprometidos y que se sitúa sobre todo en el plano de la experiencia vivencial. Si esto es un misterio (y todo apunta a que el mal lo es), es comprensible que siempre nos inquiete y desconcierte, y que carezca de una solución matemática. Eso no significa que no se pueda atisbar una respuesta o que todas las hipótesis valgan lo mismo, que carezca de interés reflexionar acerca de él y que la investigación no pueda arrojarnos algo de luz; significa, ni más ni menos, que esa luz no ilumina por entero la cuestión, que deja siempre aspectos en la penumbra y que, en última instancia, el misterio interpela a nuestra libertad y no sólo a nuestra razón. Por otra parte, en cuanto que misterio particular, el mal se me presenta a la conciencia desde la experiencia doliente, ya sea de orden físico o moral. No es el escándalo del mal algo que se suscite primeramente en el plano de la razón sino en el orden de la experiencia. Y eso tiene también consecuencias de largo alcance. Aclarado esto, ahora sí podemos intentar delimitar su realidad de algún modo intentando buscar una respuesta a nuestra pregunta. En sentido clásico, el mal se ha definido como “la privación de un bien debido a una naturaleza en el orden físico y/o consideramos el “dolor” como una mera sensación biológica, distinta por tanto de la “experiencia dolorosa” cuyo contenido es el “sufrimiento” y cuya causa es el “mal”. Lo que nos interesa es, obviamente, esa misteriosa vivencia sufriente que hace del hombre un ser “doliente” y que —unida a la realidad de su ser mortal— implica y amenaza toda su existencia. 149 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor moral”. Lo que esto significa, en primer lugar, es que no tiene un carácter sustantivo sino privativo, pero es real en lo que de suyo es bueno. Pueden extraerse de aquí implicaciones teológicas de gran importancia, pero lo que nos importa ahora es caer en la cuenta de que, además, así se explica que sea ambivalente en sus efectos, lo que permite que podamos afrontarlo en su aspecto vivencial desde una determinada convicción y experiencia personales. La actitud y disposición son, en este sentido, muy importantes. Como dice Monge, “el sufrimiento es un experiencia mala en la que se puede vivir algo positivo. El sufrimiento se me ofrece como posibilidad. Soy yo quien ha de decidir qué voy a ser, qué voy a vivir en el interior de esa experiencia dolorosa” (2010: 144). Contra el mal hay que luchar. De hecho este debe ser uno de los objetivos hacia el que se han de dirigir los esfuerzos de la humanidad. Hay mucho por hacer en esta dirección y todos podemos participar de un modo u otro en esta empresa. Sabemos, no obstante, que el progreso en este orden genera paradójicamente nuevas causas de sufrimiento y que esa lucha no tendrá fin pues el sufrimiento y la enfermedad forman parte de la condición de un ser corpóreo como lo es el hombre y de las limitaciones inherentes a su naturaleza creada, contingente. Por eso, ante esta situación no hay más que dos salidas: la huida, que es imposible; o la aceptación y la superación. Podemos aprender de él: el sufrimiento, físico o moral, tiene un dimensión pedagógica que no podemos olvidar. En este sentido, Viktor Frankl mostró con claridad hasta qué punto el sufrimiento sirve a la acción humana, al crecimiento y maduración personal, incluso al enriquecimiento espiritual propio y ajeno (1990b: 249-266)74. La experiencia dolorosa nunca nos deja indiferentes y siempre nos marca de algún modo. En algunas personas deja huellas de humanidad, comprensión, entereza y valentía. En otros, de amargura, rencor y rebelión. Todos tenemos ejemplos conocidos de los posibles efectos humanizadores del sufrimiento (de carácter personal y social). A menudo esos mismos ejemplos muestran también que se puede ser feliz en medio del sufrimiento. Y es que ni el sufrimiento es sinónimo de infelicidad ni su ausencia supone de por sí la felicidad. Podemos ilustrar lo que queremos decir con un ejemplo tomado de la vida del propio Frankl durante su estancia como prisionero en el campo de concentración de Auschwitz. Ante el dolor, viene a decir este autor, el hombre puede elegir entre dejarse Laín Entralgo, refiriéndose en este caso a la enfermedad, dirá que es al mismo tiempo “instancia” motivadora y “recurso” utilizable tanto por parte del enfermo como del médico (1985: 336-337). 74 150 Lecciones de Antropología para la psicología clínica vencer por él entregándose dócilmente a las circunstancias adversas o, con su libertad, dar un sentido a ese sufrimiento atroz e inevitable, y afrontarlo con valentía. ¿Qué motivos encontró Frankl para no lanzarse de modo suicida, como hacían otros compañeros suyos, contra la alambrada eléctrica que rodeaba el campo? Una mañana donde todo era gris (su rostro, sus ropas, sus pensamientos) comenzó a pensar en su esposa mientras cavaba una zanja y un vigilante no cesaba de insultarle. Meditó en ello mientras el frío penetraba como el filo de una espada por todo su cuerpo. La “contempló” durante horas y no dejó que en su mente entrase otra imagen más que el rostro de su amada hasta que comprendí cómo el hombre desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad —aunque sólo sea momentáneamente— si contempla al ser querido. Cuando el hombre se encuentra en una situación de total desolación, sin poder expresarse por medio de una acción positiva, cuando su único objetivo es limitarse a soportar los sufrimientos correctamente, con dignidad, ese hombre puede, en fin, realizarse en la amorosa contemplación de la imagen del ser querido (Frankl 1993: 46). Sus razones para seguir viviendo en medio del sufrimiento fueron, por tanto, el amor que sentía por su esposa y también la esperanza de volver a encontrarla algún día. No son malas razones. El amor, el acto más libre de la voluntad humana en cuanto que por él somos capaces de dar prioridad a quien amamos por encima de nosotros mismos, puede vencer al dolor. Hace que nos olvidemos de nosotros mismos para pensar en los demás, rompe nuestras fronteras —muchas veces egoístas— para abrirnos al otro y centrarnos en él y en sus necesidades. Frankl mismo, después de muchas vicisitudes, decidió presentarse voluntario como médico para encargarse del pabellón destinado en el campo de concentración a los enfermos de tifus. Y fue esta actividad, además del recuerdo de su esposa, la que lo mantuvo fuera y despreocupado de sí. Contemplar su trabajo como un servicio a los demás le hizo ver que su vida, a pesar de lo ardua y difícil que se presentaba, tenía un sentido muy profundo. Y el pensar que un día las tropas aliadas les liberarían y quizás podría volver a ver a sus seres queridos, también contribuía a mantenerle vivo en su cuerpo y en su ánimo. El psiquiatra vienés descubrió a través de esa durísima experiencia lo que más tarde escribiría: “Para asumir el sufrimiento, para poder aceptarlo, yo debo afrontarlo [...] Mas, para poder afrontarlo, debo trascenderlo. Con otras palabras: yo sólo puedo afrontar el sufrimiento, si sufro por un algo o un alguien” (Frankl 1990b: 257-258). El ser humano 151 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor puede sobrellevar el sufrimiento con dignidad, por tanto, cuando encuentra motivos o razones para hacerlo. Más aún, esos mismos motivos, de algún modo, pueden acabar por aminorar ese dolor. ¿No tenemos todos la experiencia de que los sufrimientos más difíciles de aceptar son los que se nos presentan como algo absurdo y sin sentido? En cambio, los sufrimientos que uno considera que son de cierto valor y utilidad, se enfocan de una manera completamente diferente hasta el punto de que prácticamente dejan de serlo. Y, por otra parte, en ese juego incesante de la aceptación de lo dado —el dolor también nos ha sido dado— y de la permanente disponibilidad al darse —que es tanto como el hecho de aceptarlo— es en donde emerge la experiencia de la libertad. Este juego es el que en verdad autorrealiza al hombre que, en tanto que aceptante/donante de sí mismo —y de los sufrimientos que acompañan el iter que es su vida—, está siempre y prontamente dispuesto a la solidaridad, sin caer en la seducción ni en la fascinación de tomarse lo dado a sí mismo como algo propio que le perteneciera (Polaino-Lorente 1997: 472). Además del descubrimiento de sus virtualidades ocultas, la manera en la que el sufrimiento se acepta y supera tiene mucho que ver con los recursos y valores personales interiores del sujeto: su sentido del realismo, su capacidad de autoaceptación, el equilibrio y dominio de sí, el valor y la fuerza de voluntad, motivaciones positivas como la vocación profesional o el amor, o incluso las convicciones de carácter religioso. Lo que parece claro es que una actitud optimista y positiva no puede ser nunca fruto de una opción gratuita, de un puro voluntarismo: ¿de que serviría en última instancia decidir que voy a afrontar una determinada situación si no tengo motivos para hacerlo, razones que sustenten esa decisión y me proporcionen al menos un rayo de esperanza? Hay una estrechísima relación entre sufrimiento y sentido de la vida. Si el sufrimiento, en primer lugar, acrisola y pone a prueba nuestra “opción fundamental”, e incluso —en el plano del darse sentido— ofrece al hombre “oportunidades [...] para añadir a su vida un sentido más profundo” (Frankl 1993: 71), también es cierto que son las respuestas a las preguntas referidas a si nuestra existencia tiene o no sentido, y cuál sea éste, las que han de iluminar y animar el modo en que afrontamos el sufrimiento: “el sentido del dolor — ha concluido Polaino-Lorente (1997: 472)— remite y se resuelve en el sentido de la vida”. Esta última reflexión nos permite conectar con el segundo de los aspectos que quisiéramos considerar: “el sufrimiento no posee sólo una dignidad ética; posee además una relevancia metafísica. El sufrimiento hace al ser humano lúcido y al mundo diáfano. 152 Lecciones de Antropología para la psicología clínica El ser se vuelve transparente, dejando asomar una dimensionalidad metafísica” (1990b: 255). En los momentos de sufrimiento, en la cercanía de la muerte o en la vivencia de la muerte de un ser querido, en efecto, el ser humano toma conciencia plena de la realidad contingente y de la limitación radical de su ser, al mismo tiempo que el mundo se nos revela y se transforma la percepción que de él tenemos. Cabría decir —observa Laín en un análisis de la enfermedad que es perfectamente aplicable en nuestro caso— que ésta es un suspiro de la creatureidad del homo sapiens — alteración perturbadora de su estructura, sí, mas también iluminadora de su destino— en su pretensión cósmica y personal de autoposeerse en plenitud. Por tanto, uno de los modos de «probación» del hombre, una de las vías por las cuales el hombre «prueba» si su realidad es como él se la había figurado y «es probado» respecto de su personal instalación en la realidad. Pero la enfermedad —añade— es siempre aflictiva; hasta cuando el enfermo se ha refugiado subconscientemente en ella. Entonces, ¿por qué la criatura se ve obligada a suspirar, no sólo a causa de su deficiencia, también a causa de su dolor? ¿Por qué ha de probar doloridamente, y dolorosamente ser probada? Mirada desde el punto de vista de su sentido en el todo de la realidad, la enfermedad nos abre la mente a un nuevo problema: el hondo, último problema de saber si la realidad intramundana puede o no puede ser entendida sin de algún modo trascenderla (Laín Entralgo 1985: 337). La respuesta que a este último interrogante hay que dar es, en nuestra opinión, negativa. Ya hemos desarrollado este asunto en el epígrafe anterior, pero ahora podemos perfilarlo y profundizarlo aún más al compás de nuestro análisis del sufrimiento y de la muerte. Ciertamente, hay un modo meramente humano —si se quiere decir así— de afrontar la experiencia del dolor, de la muerte y del mal: hemos visto su valor pedagógico y podríamos añadir multitud de argumentos para sacar brillo a su “utilidad” tanto en el orden individual como en el de la especie, o para afrontar el momento final de la vida con realismo y hasta con una cierta gallardía y elegancia. Sin embargo, es evidente que del mismo modo que hay sufrimientos útiles y aun necesarios, también hay sufrimientos que se nos aparecen como absolutamente innecesarios o cuya “utilidad” produce naturalmente escándalo por la instrumentalización que en ese caso habríamos de hacer de la persona doliente para proseguir esta línea de reflexión (por ejemplo, el sufrimiento de un recién nacido). Y respecto de la muerte, que trasciende el ámbito biológico quebrando dramáticamente nuestros proyectos y nuestro mundo de relaciones, sólo se puede decir que siempre “llega a destiempo”. 153 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor Si el mal ha aparecido ante el hombre en todas las épocas como una realidad paradójica y difícil de aceptar, el llamado “sufrimiento y muerte de los inocentes” viene a ser una especie de extremo que solemos percibir como algo especialmente absurdo. El mal se nos presenta, entonces, como una realidad insufrible e insoportable, de todo punto inexplicable e inasumible. Este es el planteamiento, por ejemplo, que llevó a Albert Camus a rechazar la soberanía de Dios sobre el mundo sustituyéndolo por el hombre y a considerar la vida como un sinsentido. Sin embargo, lo cierto es que mientras que frente al “tribunal” del mal, del sufrimiento y de la muerte, los no creyentes siempre salen, en mayor o menor medida, malparados, los creyentes al menos atisban una luz de inteligibilidad y esperanza en medio del misterio. Ya Voltaire advertía que “el sistema que admite la existencia de un Dios tropieza con dificultades que tiene que resolver. Pero todos los demás sistemas se encuentran con absurdos que tienen que devorar” (Elementos de la filosofía de Newton, I, I). El mal sólo se puede “entender” y abrazar por la existencia de Dios y del más allá, y —desde la perspectiva cristiana— por la cercanía de un Dios personal que, haciéndose un hombre como nosotros, ha participado y compartido nuestro propio sufrimiento para mostrarnos que si es objeto de su permisión es porque respeta y valora hasta el fin nuestra condición de criatura libre y porque también el sufrimiento es una realidad fructífera con tal de que el hombre sepa afrontarla, en el ejercicio de su libertad, como Él y con Él. De forma paralela, como ya apuntamos al tratar de la vida eterna75, aún siendo la muerte natural al hombre “está claro que no es posible sostener que la vida tiene un sentido sin la afirmación de la inmortalidad personal como estructura intrínseca de la existencia humana, no menos constitutiva que la misma muerte” (Lucas Lucas 2008: 79). ¿Quiere eso decir que los cristianos, a diferencia del resto de los hombres, son capaces de descifrar el jeroglífico del mal y pueden vivir y morir con la serenidad de aquél que tiene sus problemas resueltos? No. Del mismo modo que el hombre rebelde de Camus, aunque en otro sentido, también el creyente tiene preguntas y rebelión. Se pregunta por el misterio de la vida humana, llena de sufrimientos y destinada en el orden natural a la muerte, y no vive de seguridades materiales sino de fe, de una fe que no le exime de sufrir y de morir. También él 75 Sobre los argumentos a favor de la espiritualidad e inmortalidad del alma, ver el parágrafo 3.2 del capítulo I en este libro. 154 Lecciones de Antropología para la psicología clínica se rebela, porque su mente quiere entender y no se resigna a la oscuridad del misterio, porque no se rinde al sufrimiento, porque no es indiferente a la injusticia; pero [...] actúa con decisión para mitigar todo tormento físico y moral conociendo bien, sin embargo, los propios límites y los del mundo creado. Él sabe ser administrador de la vida y no su amo; administrará, por tanto, el don recibido sin constituirse en amo ni erigirse en juez absoluto (Lucas Lucas 2008: 109). Lo que desde el punto de vista intelectual todo ello significa, a fin de cuentas, es que el misterio no resulta accesible a la pura razón e —incluso con la ayuda de la fe— podemos arrojar luz pero no “resolverlo”. Al escándalo del mal sólo se puede responder desde la fe, por el testimonio vital de Cristo (el “Inocente por excelencia”) y por la experiencia del Amor Pascual que nos une vitalmente a Aquél que no ha querido evitarnos ni el sufrimiento ni la muerte sino llenarlos de sentido. El mensaje cristiano, encarnado en la figura de Jesús de Nazaret, no sólo nos enseña el valor pedagógico del sufrimiento (y, en su caso, del martirio) sino su carácter salvífico —siempre que se halle unido al amor—. Lo que ya desde el punto de vista puramente natural podemos comprender, que el sacrificio voluntario y por amor transforma el sufrimiento personal en un tesoro y dota de sentido al morir, adquiere así en Cristo y en los que a Él se adhieran una plenitud de sentido, sobrenatural y cósmico. En estas coordenadas cristianas, dice Polaino-Lorente, el sufrimiento deviene en una nueva realidad transformante, por la que el hombre se agiganta y madura más allá de lo que siempre soñó. Y lo mismo acontece con la muerte, que a pesar de no confundirse con el sufrimiento es, en cierto sentido, la plenitud del sufrimiento –en tanto que ruptura y máxima disociación del hombre—, pero también la condición ineluctable que abre la puerta de la felicidad eterna al hombre (1997: 477). En la fe, incluso puede uno atreverse entonces a decir que “los inocentes que sufren son los primerísimos testigos de Dios, los que reciben las gracias más grandes, porque salvan en mayor medida que los otros a sus hermanos los hombres, por estar más unidos a Jesucristo agonizante y resucitado” (Moeller, 1966: 117). 6 Conclusiones Aunque todo hombre posee una naturaleza y se enmarca dentro de una cultura determinada que le condicionan muy seriamente, su vida tiene un argumento y un guión que en buena medida él mismo escoge y diseña libremente en forma de un proyecto personal que busca responder a sus necesidades, inquietudes, deseos y aspiraciones. 155 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor La libertad que está en la base de todo auténtico proyecto vital es multiforme y tiene –en consonancia con la finitud de nuestro ser- una eficacia limitada, pero –pese a todas las formas de determinismo que pretenden negarla- es real. Sólo porque el hombre es libre (libertad trascendental) podemos afirmar que la libertad es una característica de su voluntad o, más concretamente, de determinados actos voluntarios en los que se autodetermina a decidir y/u obrar (libre albedrío) con una proyección ética y política que acaba enriqueciéndolo o envileciéndolo, perfeccionándolo o deteriorándolo —de forma personal y comunitaria— (libertad de independencia). De acuerdo con estas distinciones, se puede decir que la libertad es una dote natural de la que el hombre disfruta pero también –en otro sentido- el resultado de una conquista en los órdenes moral y político que es la que más nos concierne, pues acaba constituyéndonos en lo que somos y haciendo de nuestro proyecto vital algo logrado o fallido. El proceso de autorrealización humana (que corre paralelo con la maduración de nuestra personalidad) se desarrolla fundamentalmente en tres planos que nos son connaturales (socio-profesional, ético y religioso) y requiere para su culminación del compromiso de nuestra libertad con la verdad y el bien. Son éstos los que hacen del ejercicio de la libertad algo verdaderamente liberador para el ser humano, de manera que podamos aspirar a la consecución de nuestro fin último: ser felices. Dicha finalidad, entendida como plenitud de sentido en una vida lograda, implica no sólo descubrir que la vida tiene sentido sino configurar mi vida de un modo maduro y responsable dándole el sentido más acorde con el ser del hombre que soy y las aspiraciones a él inherentes. El amor es, a este respecto, esencial para nuestra realización personal. No se puede esperar alcanzar una vida plena, feliz, si no se es capaz de integrar el sufrimiento y aún la muerte en el curso de nuestra existencia, e incluso llegar a vislumbrar en ellos un sentido. A este respecto, aunque la actitud y la disposición personales son muy importantes a la hora de afrontar el dolor y el sufrimiento, difícilmente podrá darse esa integración desde un punto de vista exclusivamente racional. El mal es un misterio para el que sólo se puede atisbar un cierto sentido desde la fe. Lecturas recomendadas 156 Lecciones de Antropología para la psicología clínica BARRIO MAESTRE, J. M. (1999), Los límites de la libertad. Su compromiso con la realidad, Madrid, Rialp. CABANYES, J. y MONGE, M. A. (eds.) (2010), La salud mental y sus cuidados, Pamplona, Eunsa. FRANKL, V. (1990), El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia, Barcelona, Herder. MARÍAS, J. (1987), La felicidad humana, Madrid, Alianza. MILLÁN-PUELLES, A. (1995), El valor de la libertad, Madrid, Rialp. POLAINO-LORENTE, A. (1997), “Más allá del dolor y el sufrimiento: la cuestión acerca del sentido”. En: Manual de Bioética General, Madrid, Rialp. VICENTE ARREGUI, J. y CHOZA, J. (2002), Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad, Madrid, Rialp. 157 La libertad humana. Biografía y sentido. El problema del dolor 158 IV. PSICOLOGÍA DE LA PERSONA Xosé Manuel Domínguez Prieto Psicología de la persona Hasta este punto, en la presente obra se han analizado las dimensiones humanas que tienen que ver con el conocimiento (cap. I), la sociabilidad (cap. II) y la libertad (cap. III). Y se ha llevado a cabo desde una perspectiva filosófica que se basa tanto en la tradición realista clásica (Aristóteles, Tomás de Aquino) como de determinadas aportaciones del personalismo y el pensamiento dialógico contemporáneo. En definitiva, se ha dibujado una imagen concreta de quién y cómo es el ser humano, y para qué está hecho. Este análisis previo es imprescindible porque, por su objeto de estudio, la psicología debe basarse en una idea de ser humano, en una antropología. Toda psicología es deudora de determinada visión del ser humano. Cuando más realista y abarcante sea esta descripción, cuanto más fiel a la verdad, más capacidad explicativa tendrá la psicología. En el presente capítulo se pretende concretar qué psicología nace de la antropología esbozada en el resto del libro. Para ello, nos fijaremos tanto en ciertas aportaciones de la psicología experimental más acreditada como en los planteamientos fundamentales de la mejor psicología humanista. 1. Psicología y psicoterapia 1.1 Qué es psicología La psicología es una ciencia. Tomamos el término ciencia en el sentido amplio de la episteme griega, esto es, un saber universal, ordenado, metódico, demostrable y enseñable. Se trata, por tanto, de un conocimiento cierto por causas. Para que esto sea posible, debe precisar cuál es su objeto material y su objeto formal de estudio y, posteriormente, y de modo adecuado a este objeto, mostrar cuáles son sus métodos propios. El objeto material de la psicología es el ser humano. Pero dado que el ser humano es, unitariamente, un ser corporal, psíquico y espiritual, hay que precisar que la psicología como ciencia no puede reducirse sólo al estudio de los procesos empíricos, mensurables y cuantificables que se dan en el ser humano (lo cual es aplicable sólo a su dimensión corporal y a su actuación exterior), sino que también estudia los fenómenos, procesos, acontecimientos y estructuras interiores (psíquicas) y siempre en relación con su fundamento antropológico. Se distingue, por tanto, tanto de la biología y de la antropología física como de la antropología filosófica. En todo caso, estudiará los 160 Lecciones de Antropología para la psicología clínica fenómenos psíquicos como fenómenos-de-un-ser-humano y, más precisamente, fenómenos-de-una-persona76. Por eso, como veremos, toda psicología ha de estar fundamentada en una antropología. Significa esto que la psicología es una ciencia experimental, por cuanto debe observar y registrar fenómenos del sujeto. Pero significa también que la psicología desborda con mucho lo experimental: es una ciencia humana. Por tanto, aunque emplee el método experimental, no es el único que ha de emplear, habida cuenta de que los fenómenos observables de la persona tienen un significado más allá de lo observado. La psicología, como ciencia, debe atender a fenómenos cuantitativos y cualitativos, si quiere comprender a su objeto material. El objeto formal de la psicología es el alma en tanto que principio de vida íntima, de vida psíquica, de actividad interior (que puede ser intelectiva, afectiva y volitiva o tendencial)77. En este sentido, estudia el comportamiento humano, pero no sólo sus manifestaciones externas, sino su comportamiento íntimo78. Estudia, por tanto, la actividad íntima de la persona (y, por extensión, su posible manifestación exterior). El ámbito de lo interior, de lo psíquico o de la intimidad, es lo que en filosofía se ha llamado siempre el ámbito del alma. Estamos convencidos de que sigue siendo muy iluminador recurrir a la primera definición histórica de psicología: la psicología como ciencia de la psijé o ciencia del alma. Lo corporal y lo personal interesan a la psicología en cuanto que intrínsecamente unidos a lo psíquico. En nuestros días, más a causa de prejuicios cientificistas que por tener argumentos en contra, se desprecia esta definición por obsoleta, por no “científica”, prefiriéndose otras más acordes con la mentalidad dominante (y, por supuesto, más reductivas) como “ciencia de la conducta” o “ciencia de la mente”. Ciertamente, la psicología como ciencia del alma encierra dificultades: “La ciencia que trata del alma es ciertísima en el sentido de que cada uno experimenta en sí mismo que tiene alma y que los actos del alma le son interiores; pero conocer qué es el alma resulta dificilísimo” (Tomás de Aquino, De 76 Sobre la distinción entre persona e individuo, y la importancia de la categoría de persona, ver el epígrafe 1.1 del cap. II en este mismo libro. 77 Remitimos, para la explicación de estas dimensiones, al epígrafe 5 del cap. I en este mismo libro. Ha de tenerse en cuenta que en el De anima de Aristóteles se define la psicología como ciencia del alma, siendo el alma el fundamento o principio vital de un cuerpo natural organizado. La psicología trataba, pues, de los seres vivos, tanto vegetales, animales como seres humanos. Pero, en sentido estricto, tomaremos por psicología sólo el estudio de la vida propiamente humana, de la vida íntima del ser humano, sin desdeñar dos dimensiones del alma que también están en el ser humano, la vegetativa y la sensitiva, pero que no son lo que constituyen su forma propia, su esencia en tanto que humano. Teniendo en cuenta, eso sí, que sería un reduccionismo no conforme a la realidad reducir la vida íntima a la conciencia. 78 Utilizamos el término ‘comportamiento’ y no ‘conducta’ para distinguir nuestra actividad psíquica, intencional, libre, consciente, de la actividad animal. 161 Psicología de la persona veritate 10, 8, ad. 8). Sin embargo, alma (psijé en griego) es el término más adecuado para hacer referencia a esa dimensión de la persona en el que la persona toma conciencia de sí y se experimenta a sí misma y a la realidad. En todo caso, estrictamente, la psicología como ciencia del alma es propia de la llamada psicología racional, que pertenece epistemológicamente al ámbito de la filosofía. Sin embargo, la psicología científica en sentido moderno, que se trata de una psicología experimental, ha de tenerla en cuenta si no quiere caer en reduccionismos. a) Psique y cerebro La psicología como ciencia en el sentido moderno necesita conceptos operativos. Por eso no habla del alma sino de la psique y de procesos psíquicos. De esta manera, el objeto formal de la psicología experimental ha de ocuparse de las siguientes cuestiones: - Las funciones psíquicas, como la percepción, la atención, la memoria, la imaginación, el pensamiento y el lenguaje. - Las facultades humanas, como la inteligencia, la afectividad y la voluntad. - El aprendizaje y sus modos. - La personalidad, entendida como interacción entre un temperamento innato y un carácter adquirido. - El desarrollo y maduración humana, es decir, las formas de pensar, sentir y actuar en función del crecimiento de la persona. - Las anomalías en el comportamiento humano. Por otra parte, dado que la persona es una unidad psicosomática, la psicología necesita conocer —si no quiere caer en un psicologismo desencarnado— las aportaciones de las neurociencias. Sin duda, los fenómenos psíquicos están mediados y son correlativos a fenómenos neurológicos y bioquímicos. La actividad, excesos o carencias de la norepinefrina, la serotonina, la dopamina o la GABA y otros neurotransmisores, así como sus agonistas, antagonistas y agonistas inversos son factores neuroquímicos que se han de tener en cuenta para la explicación y tratamiento sintomático de fenómenos de ansiedad, depresión, la inestabilidad emocional, la impulsividad, los trastornos de la conducta alimenticia o patologías como la esquizofrenia. Del mismo modo, dado que los trastornos psicológicos manifiestan síntomas emocionales, cognitivos y de conducta, es posible encontrar, en algunos casos, lesiones cerebrales causantes (con lo cual estaríamos ya en el terreno de la neurología) y en otros casos las diversas partes del cerebro 162 Lecciones de Antropología para la psicología clínica implicadas. Así, es conocido el papel regulador del tálamo y el hipotálamo en los procesos conductuales y afectivos, o del cortex prefrontal en los procesos cognitivos y lingüísticos. Sin embargo, el neurocentrismo o cerebrocentrismo en el abordaje del psiquismo humano resulta reductivo79. Resulta ya demostrado que es de una simpleza científica inaceptable afirmar que hay una relación causal absoluta y unívoca entre las alteraciones de los neurotransmisores y las patologías psíquicas. Sin duda, son un factor presente en las mismas, pero no el único ni, en la mayor parte de los casos, el más determinante. Asimismo, es sabido que la actividad del cerebro es un hecho correlativo con las experiencias psíquicas, pero no su causa. Ya Nauta, en los años 70 del siglo pasado, tras descubrir la relación del cortex prefrontal con el sistema límbico, mostró que la persona, desde la conciencia, y de modo voluntario, puede influir y modificar los estados afectivos, de modo que sería un factor libre y extracerebral que puede controlar la actividad del sistema límbico (Nauta 1971). Asimismo, en su conocido El yo y su cerebro80, Eccles muestra que la conciencia, de modo libre y voluntario, y como fenómeno distinto a los cerebrales, puede modificar procesos neuronales, de modo que el cerebro es, en parte, “producto” del yo. También Mario Bunge había hablado en su momento de la plasticidad del cerebro y la capacidad del yo consciente de modificar circuitos sinápticos en función de los intereses, deseos y decisiones del sujeto consciente (Bunge 1985). Las sinapsis no están determinada genéticamente, por lo que pueden ser realizadas y modificadas por factores epigenéticos como la experiencia o la voluntad del sujeto (Kandell 2001). Para ambos neurólogos, el pensamiento consciente, en tanto que vivencia psíquica, tiene la capacidad de cambiar los patrones operativos del propio cerebro y modificar procesos bioquímicos. Y así, por ejemplo, como un trauma afectivo en la infancia produce un decremento de la norepinefrina, lo cual da lugar a su vez a hiperactividad, a pesadillas y a reacciones violentas, también una “sanación personal o espiritual” de dicho trauma modifica al alza los niveles de norepinefrina como resultado. Incluso se ha mostrado la influencia de la sociedad en la configuración del cerebro (Eisenberg 1995). Y, del mismo modo, los pathways neuronales pueden ser interrumpidos y restaurados por la plasticidad neuronal. 79 Recordemos, a este respecto, las críticas a aquellos autores que, desde la neurociencia, pretenden reducir la libertad a un fenómeno del cerebro en el epígrafe 2.2 del capítulo III en este mismo libro. 80 Repárese en que el título del libro no reza “El yo y el cerebro” sino “El yo y su cerebro”, pues muestra Eccles que el cerebro es instrumento y no causa del psiquismo humano, a diferencia de lo que pretenden los emergentismos materialistas (Popper y Eccles 1982). 163 Psicología de la persona b) Lo psicofísico y lo espiritual A todo lo anterior tenemos que hacer ahora una nueva aquilatación. En psicología ha sido lugar común afirmar que el ser humano es una unidad psicosomática, pues se entiende que todos los procesos psíquicos están radicalmente unidos a los corporales. Pero esta concepción, de origen griego, si no se hacen ulteriores aclaraciones, resulta reductivista. En primer lugar, porque si bien es cierto que la persona es unidad psicosomática, también lo son, por ejemplo, los animales. Y, en segundo lugar, porque esta unidad psicosomática está redimensionada por lo espiritual, por lo personal: se trata de un psiquismo-de-una-persona y del cuerpo-de-una-persona. Quizás ilumine más la realidad del psiquismo humano considerarlo, en la línea de la tradición bíblica, un todo tridimensional (en hebreo, estos tres momentos se denominan ruah, nefesh, basar), en el que la psique (nefesh) no se refiere sólo a una dimensión desgajable de las otras sino a todo el hombre como ser concreto viviente, como sentiente, como afectante, como volente, como inteligente. No es algo que la persona “tiene” sino algo que “es”. Por tanto, el psiquismo no es una estructura “independiente”, una entidad autónoma: no es nada fuera de la persona. Lo aclara Zubiri diciendo que la persona es un sistema completo, una sustantividad, de modo que es psico-orgánica en cada uno de sus actos (Zubiri 1986: 482)81. Por supuesto, dado que el ser humano es una unidad psicosomática, esta vida íntima o psíquica está vinculada a procesos corporales-cerebrales (percepción, atención, memoria, lenguaje…). Pero, por ser persona, sus procesos psíquicos están redimensionados: son fenómenos personales. Lo psíquico está, así, inextricablemente unido a lo corporal, pero también a lo espiritual, sin confundirse con estas dimensiones personales. “Por eso suele decirse que el alma humana es como el horizonte y confín entre lo corpóreo y lo incorpóreo, en cuanto es substancia incorpórea, pero forma de un cuerpo” (Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, II, 68)82. Por ello, no son aceptables ni los naturalismos biologicistas, que señalan a la psique como epifenómeno emergente de lo corporal, reduciendo la psique a cerebro, ni espiritualismos que afirman la independencia del alma respecto del cuerpo (reduciendo lo psíquico a lo racional, como los racionalistas). La psique es el gozne en el que la persona se abre al mundo, a sí misma, a las demás personas y a Dios. Es una encrucijada entre lo corporal y lo espiritual. 81 Sobre la persona como un todo completo, véase el parágrafo 1.1 del capítulo II en este mismo libro. Sobre la solución tomista a la espiritualidad del alma humana, véase el parágrafo 3.2 del capítulo I en este mismo libro. 82 164 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Así, no se trata de que la facultad de la inteligencia piense, la capacidad afectiva se ve afectada por lo que se le hace presente o que la voluntad opta a partir de tendencias. Se trata de que una persona piensa, siente y quiere. Además, estos elementos no son separables, sino que forman un sistema unitario, un proceso unitario de comportamiento y de ser. La persona, en este sentido, no tiene cuerpo ni tiene psiquismo sino que es corpórea y es psíquica. Y el psiquismo y el cuerpo, a su vez, son personales. Por su parte, la corporeidad lo es de un psiquismo y viceversa. La persona es más que su cuerpo y su psique, aunque no sería sin ellas. No es que lo psíquico actúe “sobre” lo corporal y lo “corporal” sobre lo psíquico, sino que son una unidad actuante. Lo psíquico actúa en lo orgánico y lo orgánico en lo psíquico. Por ello, una alteración orgánica (química, por ejemplo) producirá una alteración psíquica, y una alteración psíquica, producirá una modificación orgánica. Así, en las crisis de ansiedad se sabe que se produce una alteración de ciertos neurotransmisores como la serotonina y la GABA y algunos neuropéptidos como el factor liberador de la corticotropina o la colescistoquinina (lo cual no quiere decir que la ansiedad se deba a la alteración de estos complejos moleculares: se trata de fenómenos correlativos, pero que no permiten establecer una causalidad directa83). Lo psíquico no es captable directamente sino a través de vivencias, de sus manifestaciones. Pero aunque su captación siempre tiene lugar de modo consciente, lo psíquico no sólo abarca lo consciente. Podemos distinguir dos ámbitos en lo psíquico: el consciente y el extraconsciente84. No todo lo psíquico es consciente (Zubiri 1986: 47-48). Lo consciente puede ser la ratio cognoscendi de lo psíquico, pero nunca la ratio essendi. No se trata de estratos o niveles de realidad interior. No estamos describiendo lugares sino modos cualitativamente distintos de darse lo psíquico. En el nivel consciente se da la separación entre el yo y el objeto que se le hace presente. Por eso también se da la autorreflexión. Pero no así en lo extraconsciente donde no se da la separación entre el yo y su objeto. No se podría entender la conciencia sin un trasfondo extraconsciente que no es directamente accesible, pero que explica de diversas maneras lo que se produce en la conciencia. No estamos refiriéndonos a elementos no conscientes (por falta de atención o 83 Asimismo, se alteran en casos de depresión y en otras alteraciones emocionales en las que también se detectan alteraciones funcionales en la amígdala, el hipocampo o el tálamo, lo cual es natural dada su implicación en todos los procesos emocionales. Del mismo modo, que estas zonas del sistema límbico estén activadas en los procesos emocionales no significan que sean la causa de las emociones y los sentimientos. 84 Adoptamos aquí la aquilatada terminología fenomenológica de Jaspers (1993 [1913]: 16-19). 165 Psicología de la persona de advertencia, pero que se pueden hacer conscientes) sino de un ámbito de realidad psíquica que no es nítidamente perceptible y que de modo habitual no se puede percibir. 1.2. Dimensiones de lo psíquico Lo psíquico, en fin, abarca tres niveles: lo vegetativo, lo sensitivo y lo racional (intelectivo, afectivo y volitivo). Los dos primeros son extraconscientes y el tercero consciente (aunque no permanentemente y en todo caso). En el nivel vegetativo (Zubiri 1986: 494ss), lo psíquico está encarnado en lo corporal y orgánico y la psique no tiene conciencia, pero está presente impregnando lo corporal en modo de animación o vivificación. No sólo está ligado al cerebro sino al todo personal. Es, siempre, psique-de. Por tanto, es instrínsecamente orgánica desde sí misma y es un momento constitutivo del todo humano que podríamos denominar anima en el sentido griego de animación, de vivificación, de vitalización. Mediante la psique en esta dimensión vegetativa, el cuerpo está vivo y, además, es, pues actualiza e informa la corporeidad haciéndola posible (Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q.76, a. 1). De este modo, la psique supone dotar de unidad y de individualidad a un cuerpo organizado. La individualidad de la psique no procede del cuerpo sino que es correlativa a él. En el nivel sensitivo (Zubiri 1986: 498ss) lo psíquico permite el sentir. No el sentir una cualidad u otra, una sensación u otra —que dependerá de la existencia y funcionalidad del órgano sensitivo correspondiente— sino de la capacidad de sentir en sí. El sistema nervioso no crea ni constituye la capacidad de sentir, sino que la desgaja y posibilita. En este sentido, la psique sensitiva permite la animalidad y sus funciones, esto es, la capacidad de recibir estímulos, ser afectado por estímulos y responder a los estímulos. El nivel psíquico racional o intelectivo-afectivo-volitivo es aquel en que aquello ante lo que se está no es mero estímulo sino realidad, en la que el sujeto, mediante su psiquismo, se da cuenta de que está ante lo real, en el que es afectado por lo real y es capaz de responder a lo real. También para las operaciones intelectivas, afectivas o volitivas, la psique necesita al cuerpo. Expliquemos esto con algo más de detalle. En cuanto animal, el hombre está entre cosas que modifican su equilibrio dinámico (suscitación), le modifican el tono vital (afección) y le impelen a dar una respuesta (respuesta). Este esquema de suscitación, afección y respuesta es lo que constituye la acción animal y, como hemos visto, corresponde a un psiquismo animal, sensitivo. Pero en el hombre, este esquema suscitación-respuesta descansa en la manera en que tiene de enfrentarse con las cosas, en el modo que tiene de 166 Lecciones de Antropología para la psicología clínica habérselas con las cosas: en el hombre, lo que le suscita, afecta y le impele a responder no es aprehendido como mero estímulo como en el animal, sino como realidad. Así, la aprehensión será intelección sentiente, la afección sentimiento afectante y la tendencia a la respuesta voluntad tendente85. Al igual que suscitación, afección y respuesta no eran tres acciones sino tres momentos de una misma acción, intelección, sentimiento y voluntad son tres momentos de la misma acción en la que el hombre se enfrenta con la realidad con vistas a su autoposesión (Zubiri 1986: 17). Por su psiquismo superior, la persona no sólo intelige lo real. También tiene sentimientos de lo real y quiere lo real. Por ello, la realidad se le presenta también como fruible y como deseable. La realidad no sólo es el ámbito de lo aprehensible como real sino también el ámbito de lo determinable y el ámbito de lo fruible o satisfaciente. La persona está abierta a la verdad, a la belleza y al bien. 1.3. De qué se ocupa la psicología Aclarado esto, podemos afirmar que la psicología estudia la psique-de-la-persona. Esto, ciertamente, implica ocuparse de la psique vegetativa —principio vivificante, unitivo e individuante— íntimamente ligada al cuerpo… pero no como objeto propio. De lo que sí ha de ocuparse propiamente es de los procesos psíquicos del sentir. Y, en segundo lugar, la psicología estudia, como campo propio, el ámbito de las vivencias — intencionales o no—, las relaciones entre ellas y las totalidades en las que se insertan, esto es, la propia vida personal, consciente, con una determinada trama biográfica, en relación con otras personas. Desde Brentano se afirma que la nota que caracteriza a los actos psíquicos (se refiere a los superiores o racionales) es la intencionalidad, en tanto que están orientados hacia un objeto distinto del sujeto pero que se da interiormente. La persona es un ser abierto al mundo, consciente, despierto. Tiene conciencia de sí mismo y conciencia de lo que está ante él. A diferencia de los animales, nos damos cuenta de que existimos y nos damos cuenta de que lo que está ante nosotros existe como algo independiente de nosotros mismos. Pero en la esfera de la vida consciente no todas las vivencias son del mismo nivel 85 Estos tres elementos del comportamiento humano se basan en la intelección. Entendemos por inteligir aprehender lo real como real. La intelección humana es propiamente mero hacerse presente lo real en la inteligencia, estar algo físicamente presente. La intelección no consiste primariamente en el acto de una facultad ni de una conciencia, sino que es en sí misma un acto de captación o aprehensión. Y la aprehensión consiste en un hecho muy elemental: el hecho de que me estoy dando cuenta de que algo me está presente. 167 Psicología de la persona o tipo. Unas son vivencias intencionales y otras no lo son86, siendo las primeras de rango superior a las segundas, pues son las propiamente personales. Distinguiremos así entre vivencias de la persona (las no intencionales) y vivencias personales (las intencionales). El término “intencional” se refiere a una característica de algunas vivencias psíquicas que consisten en estar referidas de modo consciente y significativo a un objeto. Por tanto, son vivencias en las que se tiene conciencia de algo. Así, la duda lo es de algo. No se puede dudar si no es de algo. Cuando amo, amo a alguien.Y no puedo amar realmente si no amo a alguien en concreto. No se ama “en general”. Sin embargo, no ocurre así con el sentimiento de relajación o con el de aburrimiento, que pueden ser por algo, pero no de algo. Las vivencias intencionales son las propiamente personales pues implican la conciencia y la inteligencia, fenómenos propia y exclusivamente personales. Las vivencias no intencionales pueden ser de dos tipos: meros estados (aburrimiento, mal humor, contento), que son estáticos y siempre conscientes; y las tendencias teleológicas, que son impulsos y deseos propios de la espontaneidad animal, que son dinámicos y pueden ser no conscientes. Así, el deseo de conservación, o el instinto de succión en el niño recién nacido. Las vivencias intencionales son actos que implican la referencia consciente a una cosa exterior a la persona. Se dividen en actos cognoscitivos y respuestas. Los primeros incluyen la conciencia de un objeto, pero el sujeto no pone nada ante el objeto. Así, por ejemplo, la atracción física que se siente ante alguien concreto o el conocimiento de las características personales de alguien que está ante nosotros. Las respuestas, por su parte, suponen siempre un conocimiento previo pero son un acto del sujeto, vivencias llenas de sujeto. Así, por ejemplo, la alegría de encontrarme con alguien que quiero. La alegría es una expansión de mi propio ser como respuesta a la presencia del otro o, del mismo modo, la gratitud es la respuesta de agradecimiento por lo bueno que se ha recibido de otro. Ambas vivencias exigen la presencia de alguien ante nosotros. Existen tres tipos de respuestas: I. Las teóricas, como sucede con la duda respecto de algo que conozco, la convicción de que algo que conozco es verdadero o la certeza respecto de una verdad. II. Las prácticas, que se refieren a los estados de cosas que no son pero que podrían llegar a ser como, por ejemplo, querer realizar una acción de justicia con alguien 86 Seguimos la descripción de las vivencias conscientes llevadas a cabo por Dietrich von Hildebrand en sus obras Ética (1997 [1953]) y El corazón (1996 [1977]). 168 Lecciones de Antropología para la psicología clínica maltratado o reparar el daño hecho a una persona o querer estudiar algo para remediar mi ignorancia. III. Las afectivas, que son voces del corazón que revelan la importancia del objeto. Así, la admiración es una respuesta afectiva ante la grandeza y trascendencia de una persona o una acción valiosa. Junto a estas últimas, aparecen otro tipo de vivencias intencionales que son “el ser afectado”, en las que la intención va del objeto al sujeto: el objeto afecta, se padece. Así, por ejemplo, la reacción interior que sentimos cuando alguien nos insulta o nos difama. El ámbito de lo psíquico, en este nivel, engloba lo intelectivo, lo afectivo y lo volitivo. Desde estos tres ámbitos, que forman un subsistema (esto es, que no se trata de facultades independientes sino de tres dimensiones del actuar psíquico), la persona articula una idea de sí (el yo que quiere ser), descubre una idea de sí (el yo que cree que es), descubre una llamada o vocación (el yo que está llamado a ser) y ejerce su libertad optando entre posibilidades para construir su vida conforme a la idea de sí mismo, de su yo real, yo ideal y yo vocado o llamado. También la intimidad consciente es el ámbito del descubrimiento de las creencias, las esperanzas y del amor. Este es el ámbito de lo psíquico que se abre a la dimensión más profunda del ser humano, la dimensión espiritual. Pero lo pístico, lo elpídico y lo fílico (esto es, aquello en lo que creo, en lo que espero y a lo que amo) sin duda son los grandes motores del psiquismo humano, más allá de los impulsos y las motivaciones. Muestra esto que el psiquismo humano es un psiquismo personal, espiritual, abierto a lo valioso. Así como no se puede entender lo psíquico al margen de lo orgánico, tampoco al margen de lo espiritual. Lo primero sería caer en el psicologicismo y lo segundo en el mecanicismo. 1.4. Qué es psicoterapia La psicología es ciencia teórica y práctica. En cuanto teórica, trata de conocer y comprender todos aquellos fenómenos en los que se manifiesta la persona, tanto en su intimidad como en su comportamiento. En tanto que ciencia práctica, la psicología tiene una dimensión terapéutica por cuanto los conocimientos teóricos se traducen en procesos de acompañamiento reglado de las personas que solicitan ayuda87. Esta dimensión es 87 El término “terapia” procede del griego therapeutikos que significa aquel que cuida de otro. 169 Psicología de la persona esencial a la psicología si quiere ser no sólo conocimiento del ser humano sino instrumento para su plenitud. En general, se podría mostrar para cada área de la psicología (experimental, evolutiva, fisiológica, social, educativa, clínica, etc.) que el concepto de persona constituye su fundamento y la clave que permite su desarrollo más integral. Así, por ejemplo, creemos que el estudio de las funciones psíquicas debe ser considerado desde el marco de funciones-de-la-persona. Igual ocurre con las teorías del aprendizaje, con la psicología evolutiva o de la personalidad. Por razones pedagógicas, vamos a centrarnos en la psicología clínica y en la psicoterapia en tanto que dimensión práctica de la psicología, para mostrar cómo se articula esta propuesta de una psicología desde y para la persona. Podemos definir la psicoterapia como un modo de encuentro, parcialmente planificado, entre una persona que ejerce su capacidad de acompañamiento (en general, socialmente reconocida y reglada) y una persona que sufre. El terapeuta puede tratar, en el fruto de este encuentro, de aliviar el malestar o ayudar a que la persona afronte su problema e, incluso, a que lo acepte y soporte como parte de su crecimiento y como oportunidad para su vida. Por ello, algunos psicoterapeutas prefieren el término de counseling en tanto que consideran que, sensu stricto, no sanan sino que acompañan a la persona en su crecimiento y realización. Queda claro que estos tratamientos son siempre basados en el encuentro entre acompañado y terapeuta, en la comunicación que establecen y, por ello, son radicalmente distintos de los basados en medios farmacológicos o quirúrgicos (aunque, evidentemente, no los excluyen si hicieren falta). 1.5. Elementos comunes de la psicoterapia En toda psicoterapia es posible apreciar varios elementos comunes (Frank 1961): - Una persona que acompaña a quien sufre. No decimos que “cure” porque el terapeuta tiene una función distinta: de acompañar a quien sufre y promover un contexto en el que pueda sanar, lo que no significa que sea él quien ejecute la sanación o que dimane de él una vis curativa. Aunque no son los únicos con la capacidad de ejercer terapia real, nos referimos específicamente a personas socialmente autorizadas y capacitadas mediante estudios adecuados. - Una persona que sufre y busca alivio mediante la ayuda de un terapeuta. 170 Lecciones de Antropología para la psicología clínica - Un conjunto de encuentros estructurados más o menos orientados a facilitar cambios en las actitudes, emociones o conducta de quien sufre. En estos encuentros se produce una experiencia cognitiva (por un lado el insight sobre su situación y, por otro, un nuevo marco conceptual desde el que abordar su problema), una nueva experiencia afectiva (dado el afrontamiento de la propia realidad por parte del acompañado), una nueva experiencia conductual, resultado de las anteriores, incluyendo nuevas formas de relación (Karasu 1992). - Un procedimiento, orientado al favorecimiento de dicho cambio y alivio del sufrimiento. Lo que es común en las diversas definiciones y aproximaciones a la psicoterapia es que pretende un cambio en el acompañado: afectivo, cognitivo, volitivo, relacional, en su comportamiento. Y el cambio viene propiciado por unos afectos, situaciones o síntomas que el acompañado juzga problemáticos y que le hacen sufrir. El terapeuta es el contexto que permite esas experiencias. Pero psicólogos como Mahoney han mostrado otros aspectos clave que precisan qué es la psicoterapia: la importancia de que el psicólogo cuente con una teoría adecuada y contrastada que sea sustento de su acción terapéutica, especialmente respecto de la naturaleza humana y su desarrollo, y cómo el trabajo entre terapeuta y acompañado ha de basarse en un tipo de alianza afectuosa en la que el acompañado se sienta seguro y pueda descubrir y experimentar otras formas alternativas de afrontar su vida y sus problemas, de experimentarse a sí, a su mundo y a sus relaciones (Mahoney 1991). 1.6. Objetivos personalizantes de la psicoterapia El psicoterapeuta, con su relación personal y profesional, crea el contexto para que: - La persona recupere o haga más pleno su contacto con la realidad (y, por ende, con la verdad): con la propia realidad, con la realidad circundante, con la realidad axiológica, con los otros y con el Otro. Que se abra a lo real supone aprender a discriminar entre lo real y sus interpretaciones erróneas de lo real. La apertura a lo real significa también abrirse a todos sus factores y dimensiones: material, psíquica, axiológica, espiritual, comunitaria, social… Y, una vez visto cómo son las cosas, es necesario que la persona acepte que las cosas son como son, que vive con aquellos con los que vive, que son como son 171 Psicología de la persona y que él mismo es como es. Si no se ve y se acepta la realidad de las cosas, no hay modo de empezar un proceso de cambio realista. - El acompañado pueda comprender mejor su propia situación, ayudándole a un ejercicio de autotrascendencia, esto es, de ser capaz en cierto modo de ponerse fuera de su propio problema, de percibir que él es más grande que su problema y que puede manejarlo. Esta toma de distancia respecto de sí es lo que le permite al acompañado ver los problemas de otro modo, realizar adecuadamente el insight con otra perspectiva, bajo otras categorías. - El acompañado pueda establecer nuevas y más sanas experiencias afectivas, gracias al clima de empatía, aceptación incondicional y calidez que se da en la relación terapéutica, como ha explicado con detalle Rogers (1957). - El acompañado, afrontando sus afectos negativos, pueda estar en disposición de abordar sus conflictos, necesidades y situaciones no resueltos y, de modo global, de afrontar su propia vida. - El acompañado pueda adquirir nuevas competencias, esto es, hábitos de comportamiento constructivos88. Este tipo de comportamientos les servirá para afrontar justo aquellos problemas que tenían, buscando nuevas soluciones prácticas. De este modo, la terapia puede convertirse en un fortalecedor o reconstructor del carácter de la persona. De este modo, al mejorar sus competencias, la persona se hace más dueña de sí, dispone más de sí, logra más autocontrol y eficacia. Si la persona toma las riendas de su vida, madura. - El acompañado se ponga en disposición de restaurar o establecer relaciones comunitarias saneadas y personalizantes. - El acompañado descubra o recupere su sentido existencial y su horizonte de valores objetivos y sea capaz de orientar su vida desde ellos. Lo que la psicología denomina “adquisición de competencias” es lo que tradicionalmente la filosofía aristotélica ha denominado adquisición de virtudes o de hábitos positivos. El conjunto de virtudes constituía el carácter moral. Esta vuelta a la caracterología, como conjunto de fortalezas de la persona, se está recuperando por parte de la psicología positiva (Seligman). Desde la filosofía personalista ha sido una constante, como en la Ética de von Hildebrand (1997 [1953]), en el Tratado del carácter de Mounier (1993 [1946]) o en la Ética de Romano Guardini (1999). En el desarrollo terapéutico, como muestra la psicología positiva, es fundamental la adquisición de estas virtudes que den fortaleza a la persona. En este sentido, preferimos las aportaciones de Hildebrand, las de Guardini o las del mismo Aristóteles a las de Seligman, porque a diferencia de este último, las anteriores se fundamentan en una bien elaborada antropología, mientras que la de Seligman y otros psicólogos de esta escuela carece de este soporte y tiende en algún caso a cierto pragmatismo, hedonismo o sentimentalismo. 88 172 Lecciones de Antropología para la psicología clínica 2. La psicología necesita una fundamentación antropológica 2.1. ¿Por qué una fundamentación antropológica? Toda escuela psicológica supone y contiene, de modo implícito, una antropología. Ahí, y no en otro lugar, radica la pluralidad y oposición entre paradigmas psicológicos: en realidad, toda teoría sobre la acción humana, y la psicología lo es de modo eminente, es expresión de algún tipo de antropología. Estas antropologías descansan, a su vez, en núcleos teóricos fiducialmente admitidos. En la contraposición entre esos núcleos fiduciales y, por tanto, entre las diversas antropologías que en ellos se fundamenta es donde encontramos las contraposiciones entre paradigmas teóricos en las diversas ciencias humanas y, por tanto, en psicología89. Es tarea urgente, por tanto, acceder a una antropología lo más integral y abarcante posible, lo más transparente posible en sus fundamentos písticos90, para poder acceder a un fundamento adecuado para la psicología. Este es el caso de la antropología cristiana centrada en el concepto de persona, pues es la que tiene la mayor potencia explicativa, heurística y la más abarcante (Burgos 2012, Díaz 2002a y 2002b, Domingo Moratalla 1985, Mounier 1990 [1949]). a) La psicología como sistema teórico Un encuentro constructivo entre paradigmas psicológicos distintos nunca se puede hacer desde el mismo nivel epistemológico en que se sitúan los propios paradigmas, esto es, desde la misma psicología, sino desde un nivel epistemológico superior, desde un nivel metapsicológico. Expliquemos con tiento los fundamentos de esta aseveración porque en ella radica la cerna y núcleo de nuestro razonamiento. Desde los descubrimientos metalógicos de Gödel, quedó claro que la pretensión racionalista y positivista de responder a los fundamentos de la ciencia empírica desde la ciencia misma resulta imposible. Los fundamentos de una ciencia proceden siempre de otra de nivel epistemológico superior. De esta manera, cada ámbito de fenómenos psíquicos es susceptible de ser comprendidos y explicados desde la propia construcción teórica de la psicología pero también vistos como fenómenos-de-la-persona, siendo entonces la antropología filosófica la que debe dar cuenta de ellos. 89 90 Esta es la tesis, pulcra e inconcusamente argumentada, de Rafael Rubio de Urquía (2007). Con el término “pístico” nos referimos a las creencias o contenidos fiduciales. 173 Psicología de la persona Dado que el ámbito de los fenómenos antropológicos es más amplio que el de los fenómenos psicológicos, cabe hablar de comprensión de fenómenos psicológicos desde dentro de la psicología o desde el ámbito epistemológicamente superior de la antropología. Lo que proponemos es que la comprensión más cabal y completa de lo psicológico sólo se puede dar desde el ámbito de la antropología. De esta manera, por ejemplo, todo comportamiento analizado desde la psicología será siempre ya el comportamiento-deesta-persona. Como “la garantía de la determinación de los valores veritativos en los subsistemas vienen dados por los sistemas más abarcantes” (Domínguez Prieto 1999: 48), la verdad de un fenómeno psicológico sólo se podrá encontrar y comprender desde el ámbito más abarcante epistemológicamente, esto es, desde la antropología. Cuanto más abarcante, integral y cercana a la realidad sea la antropología, más poder heurístico, explicativo y hermenéutico tendrá respecto de la psicología. b) Lectura antropológica de fenómenos psicológicos Dicho esto, hay que hacer notar que si bien todo fenómeno psíquico que es explicable o comprensible desde la psicología lo es también desde la antropología, no todo fenómeno antropológico es comprensible desde la psicología (aunque sí sea descriptible). Así, por ejemplo, la bulimia puede ser descrita y explicada desde una perspectiva psicológica como crisis impulsiva de apetito sin control, de atracción incontrolable por la comida, pero también desde una perspectiva antropológica, a partir de la cual se muestra que la bulimia es una reacción compensatoria que simboliza un deseo profundo de plenitud o también puede tratarse de una forma de huída ante una realidad dolorosa o frustrante (el comer emocional). Del mismo modo, se puede entender la ansiedad, desde una perspectiva psicológica, como la activación de síntomas del sistema simpático. Así se entiende el cómo y el por qué. Pero sólo desde la antropología se comprenderá el “para qué” de dicha ansiedad: ser el signo y símbolo que manifiesta y da la señal de alarma de que el ritmo de vida que se lleva es excesivo y agitado o que las responsabilidades adquiridas son superiores a la capacidad de afrontamiento, o que se carece de los recursos personales para afrontar los problemas (reales o construidos por la distorsión cognitiva que nos hace ver como problemático lo que no es más que un temor o una interpretación de una situación). Pretender interpretar fenómenos ajenos al objeto formal de la psicología desde esta ciencia es un error epistemológico grave que da lugar al psicologismo y a la 174 Lecciones de Antropología para la psicología clínica psicologización de la antropología, lo cual supone una forma de reduccionismo. Así, un acontecimiento personal —propio de la dimensión antropológica—, como el compromiso permanente y fiel que una persona hace con otra por amor no puede ser comprendido ni explicado desde una perspectiva psicológica, excepto que se produzca un reductivismo clamoroso y se pretenda, por ejemplo, como sostiene la sociobiología, que este compromiso no es más que una treta de los genes de ambos para perpetuarse. Asimismo, fenómenos personales de orden antropológico como la codicia, la amistad, el amor, la culpa, la alienación o la experiencia religiosa son incomprensibles en sus fundamentos por la psicología, lo que no quiere decir que no sea capaz de describir los fenómenos psicológicos en los que se manifiesta e, incluso, detectar las formas correctas y erróneas de vivir este tipo de experiencias. 2.2. La antropología como fundamento Como ya señalamos, el profesor Rubio de Urquía ha mostrado que toda ciencia humana descansa en una antropovisión determinada y es expresión objetiva de la misma (2005, 2010). La racionalidad interna de la ciencia humana dependerá de dicha antropología, pues es la que determina las condiciones de posibilidad de dicha ciencia, de modo que “algo de la acción humana no susceptible de ser enteramente descrito en términos de una antropología no puede ser explicado mediante ninguna construcción M expresiva de esta antropología” (Rubio de Urquía 2010: 207-208). La fragmentación teórica que muestran las ciencias humanas no tiene su origen en una pretendida inmadurez de las mismas (en comparación con las naturales), ni en su identificación con ideologías que no se comparecen con la realidad. Al revés, la fragmentación, pluralidad e incompatibilidad de núcleos teóricos de ciencias humanas se debe a la incompatibilidad de las antropologías que las sustentan. A su vez, estas antropologías descansan en contenidos fiducialmente admitidos a los que se adhiere cada pensador. En general, toda cosmovisión parte de determinadas posiciones previas de carácter pístico, esto es, de unas creencias que son el suelo sobre el que se concibe el mundo (y, a fortiori, el ser humano). Toda contradicción entre psicologías hunde sus raíces en la oposición de sus antropologías. Por otra parte, no toda antropología tiene el mismo contenido de realidad, es decir, no toda construcción teórica sobre el hombre es igualmente abarcante y fiel a la realidad de lo que es el ser humano. Por ello, no todas tienen la misma capacidad explicativa. La capacidad explicativa de una ciencia humana, y en nuestro caso de la psicología, depende 175 Psicología de la persona de la capacidad explicativa de la antropología que le sirve de fundamento. De ahí que no todos los psicólogos ven lo mismo cuando acceden al estudio de los fenómenos psíquicos. La antropología más abarcante e integral, que será la más explicativa, la que tenga más capacidad de aprehensión racional y la que sea capaz de mostrar con mayor nitidez sus fundamentos písticos o fiduciales, es la que permitirá servir de fundamento y criterio de diversas formulaciones teóricas psicológicas. Sin duda, toda psicoterapia tiene a su base una cierta imagen del ser humano, pero sólo desde una antropología consistente se puede fundamentar y dar consistencia y potencia heurística a una psicoterapia. La antropología propuesta en los capítulos precedentes, centrada en la persona como ser digno, libre, dotado de inteligencia, voluntad y afectividad, capaz de amar, una antropología bien arraigada en una metafísica realista, pretende ser fiel a la realidad y fundante. Por ello pensamos que podría ser soporte catalizador de una integración de paradigmas en psicología clínica. Esto no significa que exista ya construida una antropología definitiva y cerrada. Al revés, cada antropología es formulable en número infinito de construcciones teóricas, pudiendo enriquecerse progresivamente en el sentido de dar cuenta de modo más fiel e integralmente de la realidad de la persona. 2.3. La psicología no es una mera ciencia empírica Vinculado a lo anterior se ha de tener en cuenta, además, las peculiaridades de la psicología como ciencia, no asimilable a una mera ciencia natural más. Utiliza métodos y conocimientos de las ciencias naturales, cierto, pero se trata también de una ciencia humana, con métodos y objetos propios (Jaspers (1993 [1913]: 847ss)91. Dado que su objeto de estudio (en sentido epistemológico) es un ser limítrofe, esto es, corporal, psíquico y espiritual, no basta su abordaje desde la mera ciencia empírica. Los métodos de las ciencias empíricas sólo comprenden lo cuantitativo del ser humano, pero no lo cualitativo (aunque son innegables los fundamentos no empíricos de los métodos de las ciencias empíricas (Polaino-Lorente 2010b: 41-61))92. Pero es que, además, la psicología, como toda ciencia necesita, para lograr completud, saltar a un nivel 91 Jaspers advierte que no se puede identificar la ciencia con las ciencias naturales. Fruto de este error positivista es el empeño de ciertas escuelas psicológicas de presentar la psicología como ciencia natural, con sus mismos métodos. Sin embargo, si bien es posible respecto del ser humano cierta explicación, expresable en términos cuantitativos, también es necesaria la comprensión, expresable cualitativamente. Por eso las ciencias humanas necesitan métodos adecuados a su objeto: la persona. 92 Como muestra Polaino-Lorente, tanto la elección de un objeto de investigación, como la selección de lo que se va a observar, están sometidos a procesos de abstracción selectivos que no se explican desde las ciencias naturales. 176 Lecciones de Antropología para la psicología clínica epistemológico superior: “Que en toda ciencia viva la filosofía es eficaz. La ciencia sin filosofía no es fecunda, no es verídica, sólo puede ser exacta” (Jaspers (1993 [1913]: 848). Por eso, la psicología se puede y se debe abrir a fundamentos no empíricos que den cuenta de lo empírico. Porque en psicología —y en las diversas terapias— no se puede dejar de atender como variables explicativas factores como la libertad, los valores, la existencia personal, la llamada, la trascendencia… que ya no son conocimientos del ámbito natural empírico sino filosófico. La misma relación terapéutica no se esclarece sino por recurso a la antropología filosófica. Por tanto, la psicopatología tiene que defenderse [...] contra el querer hacer pasar métodos particulares de investigación por los únicos válidos, objetividades singulares por el verdadero ser; así, tiene que tomar partido por la comprensión genética sin caer en biologicismo ni mecanicismo (Jaspers (1993 [1913]: 849). Si la psicología quiere no sólo explicar sino también comprender, ha de trascender el mero dato fenoménico e interpretarlo desde totalidades: la conciencia, la persona, el complejo sistemático o unidad nosológica, la totalidad biográfica. La psicología y la psicoterapia necesitan, al cabo, contar con el horizonte de las totalidades que no se ofrecen empíricamente: la persona, el mundo y Dios. En primer lugar, porque toda observación se hace desde alguna teoría previa, desde alguna cosmovisión, antropovisión, axiovisión y teovisión. El puro conocimiento empírico no existe (Polaino-Lorente 2010b: 72-87). Pero, además, porque sólo desde el horizonte de lo real es desde donde cobra sentido el dato empírico. Así, mostraremos que las psicopatologías y la infirmitas hunden una de sus más hondas raíces en la falta de contacto con lo real (Rosenzweig 1994 [1921]). 2.4. Los límites de la psicología No hay enfoque psicológico que pueda agotar la verdad sobre el ser humano93. La pretensión de verdad absoluta de alguno de ellos se debe más a un dogmatismo autodefensivo que al alcance real de sus fundamentos y antropovisión. Pero no sólo es que no haya un enfoque totalizante y definitivamente verdadero, sino que, necesariamente, todo enfoque psicológico sobre la realidad de la persona, dado que se sitúa en tanto que ciencia particular bajo una determinada perspectiva, jamás puede agotar quién es el ser humano. Deberá la psicología, por tanto, no sólo acudir a otras ciencias 93 Por ello mismo, no hay ninguna psicoterapia que sea patentemente más efectiva, en conjunto, que las demás (Luborsky, Singer y Luborsky 1975; Smith, Glass y Miller 1980). 177 Psicología de la persona complementarias (neurobiología, bioquímica, sociología…) y estar en permanente franquía a las nuevas aportaciones clínicas propias y de otras escuelas (Goldfried 1996: 143), sino también a un fundamento de orden epistemológico superior. Esto es lo que permite el análisis crítico de todas las diversas escuelas y orientaciones que, por definición, siempre serán limitadas. Además, en cuanto ciencias humanas, se ven lastradas por dos situaciones: ruptura con la filosofía (y, por ende, con la antropología) y haber adoptado el método científico-positivo (Polaino-Lorente 2010: 9-39). Dado que la ciencia pretende la sistematicidad y la totalidad en su explicación sobre lo real, es necesario abordar el nivel filosófico para dar pleno sentido a los saberes parciales que se alcanzan empíricamente (Jaspers (1993 [1913]: 826). Es el lugar donde cobra pleno sentido la psicología y la terapia, tomando en consideración todas las dimensiones de la persona, desde las que iluminar y a las que referir la tarea terapéutica. Si se carece de dicha antropología, será inevitable la fragmentación actual del panorama terapéutico. No hay, por tanto, interpretación cabal de lo empírico sin referencia a un fundamento, sabiendo que este fundamento siempre tendrá carácter de esbozo revisable y ampliable, habida cuenta de lo inabarcable, inobjetivable y misterioso de la realidad personal. La totalidad personal a la que referir todo proceso psicoterapéutico y al que referir toda psicología, es crisol de totalidades: la conciencia como totalidad, la unión cuerpoalma, el carácter, el bios como totalidad de la biografía personal, la totalidad de las dimensiones en que vive la persona (individual, social, comunitaria, institucional, espiritual) (Jaspers (1993 [1913]: 828). En cualquier caso, todo acercamiento a la persona siempre es esbozo provisional que nos permite mayor comprensión, pero no es nunca agotable. De ahí la importancia de la continua investigación en antropología, tarea no sólo para filósofos, sino también, inexcusablemente, para psicólogos, psiquiatras y terapeutas. 2.5. Psicología y psicoterapia: promocionantes de la persona En las secciones precedentes del presente trabajo colectivo ya se han presentado las principales coordenadas de una antropología que se presente como fundamento de la psicología. Pretendemos, a continuación, tomar en consideración algunos rasgos antropológicos complementarios de especial relevancia para la psicología y la psicoterapia. 178 Lecciones de Antropología para la psicología clínica En general, hemos de tener en cuenta que, históricamente, uno de los principales obstáculos para establecer una psicología de la persona es la propensión de ciertas concepciones psicológicas y psicoterapéuticas a hacer de la persona una cosa, susceptible de ser tratado como cosa estropeada o de ser estudiada de modo meramente cuantitativo. Pero desde la experiencia más cotidiana se descubre que la persona es indefinible, porque sólo son definibles las cosas, y la persona es precisamente aquello que no es una cosa: es la antítesis de una cosa (Mounier 1990 [1949]: 452). Pero que no sea definible, esto es, agotable en una definición, no significa que no pueda describirse ni que no sea susceptible de un acercamiento progresivo a lo que sea su esencia. Que la persona sea un modo de existencia opuesto al de una cosa, significa, en primer lugar, que la persona es aquella realidad que no puede ser tratada como objeto. Por tanto, la persona nunca puede ser utilizada, ni etiquetada, ni reducida a una categoría. Por otra parte, las cosas siempre son de una persona, siempre son de otro. Pero la persona es aquel ser que se pertenece a sí misma, es suya (Zubiri 1986: 110-113, 1988: 4850). Esto implica que la persona nunca puede ser un medio sino un fin en sí, esto es, que la persona es valiosa por sí misma: que la persona tiene una dignidad. Que todo tratamiento psicológico se construya desde este principio como su fundamento y tienda a esta constatación como a su fin, es innegociable si queremos construir una psicología personalizante, esto es, al servicio de la persona. Por otro lado, en el acontecimiento terapéutico del encuentro, la persona con desórdenes psíquicos re-descubre su dignidad radical, esto es, que vale más como persona que todos los daños que sufra o que haya sufrido. Cuando la persona toma conciencia de su dignidad personal se pone en vías de sanación. Que la persona sea justo lo que no es cosa implica además que, frente a lo ya acabado o construido, la persona es un ser inacabado. Tiene que construir su propia vida, optando entre las posibilidades que se le ofrecen. No nos referimos, como proponía el existencialismo de Sartre, a construir su esencia o su consistencia metafísica, como si no la tuviera94. La persona tiene una naturaleza que le viene dada. Pero es la persona la que ha de optar por adquirir una figura u otra porque es la autora de su vida, de su decurso biográfico. Por ello, una de las tareas terapéuticas radica en la necesidad de que la persona (del acompañado) se haga responsable de sí, de su construcción personal. Pero, en todo caso, esta realización no es absoluta: La persona tiene que hacer su vida pero apoyada en la realidad, 94 Sobre la libertad como auto-creación, ver el parágrafo 1.1 del capítulo II. 179 Psicología de la persona esto es, en las cosas y, sobre todo, en las otras personas. Recuperar el contacto con lo real, como veremos, es una prioridad terapéutica. Frente a las cosas que son realidades cerradas en sí, es la persona una realidad abierta. Y no sólo abierta, sino orientada intencionalmente a las otras personas. Frente a la filosofía existencialista que decía que ser persona es ser-con, descubrimos que la persona es siempre ser-desde otras personas y ser-para otras personas. Todo fracaso o daño en esta íntima vinculación comunitaria de la persona redunda en la patologización de su biografía, en su in-firmitas (Domínguez Prieto 2011: 271-349). Y, además, esto nos abre a la comprensión de otro hecho antropológico aun más radical: si la persona está abierta y orientada a las personas, a fortiori estará abierta a la Persona. No comprenderemos bien quién es la persona si prescindimos del hecho fundante de que se es persona desde la Persona, hacia la Persona y para la Persona. El corazón del ser humano está hecho para la plenitud. Pero ninguna cosa le satisface y llena plenamente. Sólo las personas. Pero, al cabo, ninguna persona termina por llenar salvo que esa relación se inserte en otra relación más fundamental: la del encuentro con la Persona, esto es, con un Dios-Persona. Todo esto nos conduce a unas conclusiones que resultan esenciales como fundamento de la psicología: - La persona se descubre ante sí con una cierta consistencia, como un cierto sistema de notas características, una estructura de dones. Esta dote, este conjunto de capacidades, está estructurada formando un sistema, una estructura, de modo que cada capacidad y característica afecta a todas las demás. Cada elemento en la persona, está vinculado a todo el sistema y le afecta. La psique lo es de este cuerpo y el cuerpo lo es de esta psique (Zubiri 1986: 48). - La persona descubre (o puede llegar a descubrir) que su vida tiene un determinado para qué, un sentido vital que está llamada a realizar. La vocación o llamada es la forma en que se concreta para cada uno la tendencia a ser en plenitud, que es lo que desde la psicología humanista se ha llamado actualización (Rogers) o autorrealización (Maslow, Bühler, Perls), conceptos que ha elevado a categorías antropológicas la antropología personalista de Wojtyla (2011 [1979]: 223-249). Por eso, la vocación personal es fuente de sentido, orientadora de la biografía personal, pues por ella la persona se descubre a sí misma como alguien que está llamado a mucho más que simplemente mantenerse en la existencia: se descubre llamada a actualizar y 180 Lecciones de Antropología para la psicología clínica perfeccionar todo lo que es. Es la llamada a ser alguien concreto (Chrétien 1997: 25, Balthasar 1993: 143). - La realidad es inteligible. La vida de cada persona es inteligible (se puede entender, porque tiene sentido). Por ello, ha de descubrirse el orden de las cosas y el orden axiológico que gobierna lo humano. La persona puede vivir, por tanto, de dos maneras: reconociendo el orden de lo real en su inteligencia y el orden axiológico en su conciencia (vivir desde la verdad) o vivir desde sí, desde lo que desea, quiere o imagina, al margen de lo real. Esta última postura supone vivir fuera de la verdad y es fuente de psicopatología. Frankl o Rollo May han estudiado cómo la ausencia de sentido existencial da lugar a diversas manifestaciones neuróticas como la ansiedad, y a una degradación de la vida personal (May 1974: 15-75, Frankl 1964: 150-168). - Para hacer su vida la persona necesita apoyarse en la realidad y, sobre todo, en otros. Y esto es posible para la persona porque la persona está abierta a otros y orientada hacia ellos. La persona, por su conciencia, está abierta a la realidad: a sí misma, a la realidad física, a los otros y a Dios. Para realizar su existencia no es autosuficiente, sino que ha de apoyarse en la realidad, sobre todo de los otros. Por todo ello, cada yo lo es siempre respecto de un tú. Este hecho es el que funda el acontecimiento central de la vida de toda persona: el encuentro con otra persona, esto es, la relación. La persona se constituye como tal desde la relación. Es el ser capaz de relación95. Cuando falta la relación o cuando se sustituye, la persona se encapsula en sí, se curva sobre sí y se pierde a sí. Este aislamiento y egotismo está a la base de muchas psicopatologías. De modo especial, cuando sustituye al otro, y sobre todo al Otro, por un ídolo, por una realidad absolutizada (objetos, negocios, prestigio, éxito, dinero, diversión), deja la persona de vivir en el ámbito de lo personal, en el mundo de las personas, para vivir en el ámbito de lo impersonal, de las cosas, convirtiéndose en esclavo de su finitud (Juan Pablo II 1990: 8)96. Esta es una importante causa de neurotización. En todo caso, el tratamiento terapéutico de la persona nunca puede realizarse como ente aislado sino desde y con su contexto comunitario, 95 La relación fontanal es la relación con Dios. De hecho, la realidad de la persona humana lo es en relación a Dios. No es solamente un accidente, el pros ti, algo sobrevenido, sino la relación constitutiva. La persona es por ser amada por Dios, por ser llamada y pensada y querida por Dios. 96 Sobre lo impersonal y la inautenticidad del vivir personal, Heidegger (1951 [1927]: §35-38). 181 Psicología de la persona bien para reconstruirlo o bien para que actúe como apoyo. La persona, por otra parte, nunca es simplemente un ser-con (por lo cual sería meramente sociable), sino un ser-desde-otros y un ser-para-otros. Y este ser-desde y ser-para se realiza en el encuentro, que afecta a lo profundo de la persona (Buber 1992 [1923]: 9-12)97. - Al cabo, la existencia personal se desarrolla en tres momentos: el hombre se centra sobre sí tomando conciencia de su identidad y realizándola (centración), se descentra sobre el otro (descentración) y se sobrecentra en uno mayor que él (trascendencia). Es decir, primero ser, luego amar y finalmente adorar (lo cual, a su vez, sólo es posible porque se ha sido amado). Al cabo, esta tercera tendencia, la sobrecentración o trascendencia, es el rasgo más definitorio del ser humano: su tendencia a Dios, su ser para y hacia Dios. Es lo que denominamos capacidad de trascenderse: La persona es aquel ser capaz de salir de sí, ponerse frente a sí y vivir-para algo más grande que ella misma. De que esto se realice depende su salud psíquica y personal. Por eso, la apertura y compromiso con lo valioso, con las personas y con la Persona es clave terapéutica98. Hay que ofrecer claves axiológicas y teológicas desde las que orientar y dar solidez a la vida personal. Sólo desde ellas resulta posible el autodistanciamiento. - En todo caso, la persona puede ir más allá de sí y vivir desde un horizonte más amplio que ella misma, esto es, vivir desde la verdad. En primer lugar, como muestra Frankl (1990b: 181ss), en la persona se produce un antagonismo noopsíquico, esto es, la persona es capaz de enfrentarse, desde su dimensión espiritual o propiamente personal, a los impulsos y motivos de su dimensión psicofísica. Por su conciencia, la persona puede tomar distancia de sí, de su situación, de su sufrimiento. Por eso, puede tomar una actitud ante su propia vida, sabiéndose más grande que sus patologías y llamada a algo más grande que a mantenerse homeostáticamente en su existencia. Según Frankl, será tarea de la psicoterapia la de ayudar a la persona a que tome esa distancia. Entonces podrá orientar su vida desde el horizonte de lo valioso, de la verdad, desde su propia llamada, siendo esto lo que le permitirá madurar. En este sentido, la 97 Sobre el encuentro también son capitales los textos de Lévinas (1993: 44-45, 1997: 58-60). Una psicología bien fundada y una terapia bien ordenada ha de tener en cuenta las tres dimensiones (Rosenzweig 1994 [1921]). 98 182 Lecciones de Antropología para la psicología clínica persona siempre es responsable de su vida (y, por ende, de su sanación) (Frankl 1990b: 188-190). Tomar distancia de sí es una clave de afrontamiento terapéutico insustituible. - Al cabo, el ser persona se manifiesta en acción. Y la acción que responde propiamente a la economía del ser personal es la donatividad. La capacidad de compromiso donativo muestra la madurez personal, pues se trata del rasgo más genuino del vivir como persona. El don de sí, dice K. Wojtyła, “da inicio a la relación y en cierto modo la crea, precisamente porque está dirigido hacia otra persona o personas” (2000: 238), de modo que funda la dimensión comunitaria de la persona. En efecto, la persona sólo puede ser en vías de plenitud, sólo puede crecer y encontrarse plenamente mediante el don de sí misma99. Este don tiene que ser don de lo que se es (y no sólo de lo que se tiene) y don gratuito. Por eso, afirma Wojtyła que “si sirviese a algún «interés» por una parte o por otra no sería ya un don; sería tal vez un favor o incluso una ganancia, pero no sería don” (2000: 237). Este ser don para el otro, lejos de disminuir a la persona, lejos de limitarla o encadenarla, es lo que permite su crecimiento. Sólo hay crecimiento personal desde el don de uno mismo. 3. El acompañado, como persona dañada Quien es acompañado100 en un proceso clínico, es ante todo, una persona. Es una persona que ha de realizar su vida, pero que encuentra especiales obstáculos en este proceso y le hacen sufrir. En el acompañado se manifiesta una paradoja: la situación y condición de la persona que explica que, a pesar de estar ordenada a la plenitud, sufra diversos desórdenes y desarmonías, entre otros ámbitos, en su psique. Señala Karol Wojtyła que este mismo hecho es el que fundamenta la familia y, a su vez, la familia es la que de un modo más inmediato supone la realización de este dinamismo personal. La antropología del Concilio Vaticano II también establece este aspecto como básico: “El hombre [...] no puede encontrarse plenamente sino a través de un sincero don de sí” (Gaudium et Spes: 24). 100 El término “cliente”, que sustituye en la literatura clínica al de “paciente”, no hace justicia a la cualidad esencial de quien es acompañado por un terapeuta. Si terapeuta es quien acompaña a la persona, cuidándola, sirviéndola, haciéndose cargo de ella, la persona con la que se encuentra para auxiliarla es, propiamente, el acompañado. El término habitual, “cliente”, resulta reductivo pues hace referencia únicamente al hecho de que quien acude a él lo hace en el contexto de un servicio reglado por el que paga. Tampoco utilizaremos el término ‘usuario’, que reduce semánticamente la persona a ser alguien que utiliza un servicio. La terapia es mucho más que algo por lo que se cobra, mucho más que un servicio. Es un acontecimiento de encuentro entre alguien que acompaña y alguien que quiere y necesita ser acompañado en el camino de su vida. Por eso preferimos utilizar el término “acompañado”. 99 183 Psicología de la persona Constatamos en nosotros mismos y en cualquier persona que, de una forma u otra, por un camino u otro, existe un deseo de plenitud, de dar-de-sí, aspiración a existir en plenitud. Y no sólo constatamos el deseo sino que sentimos el impulso y realizamos las acciones conducentes hacia esa plenitud. Este deseo es un deseo que va más allá de todos sus deseos particulares, de los deseos naturales y los promovidos socialmente. Es una querencia de ir más allá de sí misma y sobrepasarse. No siempre se tiene conciencia de él, pero siempre se quiere ir a más en la propia vida. La satisfacción de los deseos particulares nunca calma la querencia de plenitud. Incluso, descubrimos hondas frustraciones cuando se ha tomado por fuente de plenitud algo que no lo era (éxito profesional, incremento económico, poder, tener, carrera profesional). También está condenada al fracaso la búsqueda de equilibrio (hoy tan en boga en psicologías y ámbitos orientalistas), pues la plenitud supone un continuo desequilibrio hacia lo que va más allá de uno mismo: es tendencia a sobrepasarse. Pero es que, más allá de los deseos concretos de la persona, la persona es querencia que nunca se sacia ni satisface. Esta querencia de plenitud es la que le lleva a poner en juego todas las dimensiones antropológicas a las que han hecho referencia los apartados anteriores de este trabajo: inteligencia, voluntad libre, capacidad de desarrollar un proyecto de vida en función de un sentido existencial, su capacidad de encuentro, de amor, de amistad…101 101 Todas estas dimensiones corresponden, en el orden de la antropología teológica, al proyecto original del hombre en la creación. Pero esta naturaleza humana, a causa de la rebelión del hombre contra Dios, se ha visto dañada. El pecado ha introducido diversos desórdenes en la misma. Interesa reseñar ambos aspectos: cómo es el hombre y el daño que ha sufrido su naturaleza por el pecado (que, en última instancia, es la clave última de las psicopatologías). De Lubac en El misterio de lo sobrenatural (1991: 67-96), nuestra como lo sobrenatural (la llamada a vivir el hombre en plenitud en comunión con Dios e invitación a la filiación divina) no se puede separar de su naturaleza (que viene dada por ser criatura imago Dei). No se puede separar en nuestra condición de hombres nuestra creaturalidad y la llamada a la comunión con Dios. Ambos son constitutivos de la naturaleza humana. Por tanto para el teólogo no tiene sentido hablar de “naturaleza pura” al margen de Dios. Sin embargo, la naturaleza del hombre que tratamos de describir en la presente obra colectiva es la naturaleza real, tal y como estaba en el plan de Dios, pero modulada por este desorden posterior. Según aquel plan original, el hombre estaba llamado a trabajar por su perfección mediante el trabajo, la creatividad y su obrar. El hombre estaba en situación de excelencia (santidad) y justicia (ajustamiento al plan de Dios) para acometer dicha tarea de perfeccionamiento. Pero este plan quedó oscurecido —aunque no aniquilado— por el pecado. Por su inteligencia y libertad el hombre pudo —y lo hizo— rechazar la llamada de Dios a su plena realización en amistad con él, dando lugar a su malogro. Sin embargo, la redención de Cristo pone de nuevo al hombre en disposición de realizar esta plenitud originaria. Lo que estaba propuesto al principio, los dones naturales y sobrenaturales, siguen estando presentes, aunque oscurecidos. Sólo los dones preternaturales desaparecieron (Ladaira 2007: 43ss.). Esto supuso la posibilidad de desorden de la concupiscencia y la debilitación de todos las capacidades naturales: debilitamiento de la libertad (Ladaira 2007: 34, 49), oscurecimiento de la inteligencia y dificultad para descubrir la verdad, corporeidad desintegrada de lo espiritual, desavenencias en la relación con los demás… Como hemos señalado, en estas faltas de armonía se encuentra la raíz de las psicopatologías. Por lo mismo, la sanación integral de la persona, como veremos, ha de ser también espiritual: la redención de Cristo sana la naturaleza caída, fortalece lo natural y recupera lo sobrenatural, esto es, la amistad con Dios. 184 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Pero aunque la persona está hecha para su plenitud, descubrimos la grave paradoja de que su vida queda truncada por la muerte, de que junto a su capacidad de crecer en plenitud, frecuentemente sufre reversiones en este proceso, que su cuerpo enferma, que su psique sufre diversos desórdenes, que es capaz de obrar el mal y obrar con malicia. Hay vidas que se van logrando y otras que se van malogrando. Y aun las que se van logrando o madurando, sufren debilidades físicas, psíquicas y morales, son limitadas, son objeto de injusticias o las cometen ellos, cooperan o realizan el mal que no quieren, llevan a cabo o los sufren, actos de egoísmo, no puede evitar los diversos tipos de daño y dolor102… Está llamado a plenitud y no tiene en sí las fuerzas suficientes para lograrlo. Desea la felicidad y no puede alcanzarla, anhela su perfección y no está en sus manos lograrla definitivamente (Blondel 1996 [1893]). Las visiones racionalistas, naturalistas, ilustradas, materialistas y positivistas del ser humano ignoran o son ciegas para este hecho paradójico. Por eso, al no comprender que la persona está dañada interiormente, íntimamente desordenada, son incapaces no sólo de comprender el mal y los desórdenes que sufren los humanos (incluidos las psicopatologías y los desórdenes morales) sino también de ponerles un remedio adecuado. No entendiendo que el ser humano está dañado en su estructura más íntima (aunque no corrompido)103, no acertarán jamás a entender el sentido de la sanación (ni comprenderán, en el ámbito teológico, el sentido de la salvación). Junto con la pérdida histórica del sentido del pecado se ha dado la pérdida de la necesidad de salvación. Para entender mejor esta paradoja desde el nivel epistemológico de la antropología, hay que retomar la categoría aristótélica de pathein o pasión y darse cuenta de que es constitutiva de la persona y no meramente un accidente (Aristóteles, Metafísica, 1068 a 9-11). Sin duda la acción, como lo ha mostrado Wojtyla (2011 [1979]), se convierte en una manifestación esencial de la persona. Sin embargo, creemos que toda la 102 Desde la antropología teológica cristiana se explica dicha tendencia al desorden, aun estando orientados naturalmente al orden y la plenitud, a causa del pecado original, hecho que sólo se puede esclarecer a la luz de la Revelación (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), aunque podemos suponer su existencia a partir de las consecuencias paradójicas en el ser humano, especialmente a través del sufrimiento y la muerte. En cuanto el hombre se aparta de Dios, se produce un interno desorden que se hace escandalosamente patente: las fuerzas corporales se oponen a las espirituales en el hombre, se desintegran las diversas facultades humanas y surge el desorden con las otras personas (Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, 52). En todo caso, este daño y desorden afecta a cada hombre y a la humanidad: “los desequilibrios que fatigan el mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano” (Gaudium et spes: 10). 103 Como dejó establecido con claridad el Concilio de Trento, en su Decreto sobre el pecado original (1546), aquí radicaría la principal diferencia entre católicos y luteranos o calvinistas. Para los primeros, el ser humano está dañado por el pecado original, pero no radicalmente corrompido e incapaz de ningún bien, como proponen los segundos. 185 Psicología de la persona actividad de la persona debe ser entendida desde una pasividad y receptividad previa: la persona es amada, es creada, es llamada. Antes que actividad la persona es, receptividad, sujeto primigenio de donación, deudor. La principal dificultad para reparar en esta perspectiva, tan cercana sin embargo a la experiencia personal, es el lastre de la historia de la filosofía y la hybris inherente al ser humano, que —a pesar de los claros indicios en sentido contrario— se resiste a dejar de considerarse plenamente autónomo y señor absoluto de su existencia104. En efecto, a lo largo de la historia de la filosofía occidental, la mayor parte de los pensadores han supuesto que lo definitorio del ser humano era su actividad, el ejercicio de su función propia: su actividad racional, o su capacidad para actuar, su voluntad de poder o su voluntad de placer. Siempre se ha presentado al ser humano como agente, actor o autor de su vida. Y lo es. ¿Pero, acaso, de modo absoluto? ¿Acaso de modo primigenio? ¿Es esta su verdad más honda? En efecto, el pensamiento occidental, ya desde los griegos, ha solido acentuar el hecho del dinamismo interno como dato originario a la hora de explicar al ser humano. Así, desde Aristóteles, el hombre fue concebido como energeia, como conjunto de capacidades en actividad, que le posibilita conocer la verdad, amar el bien y disfrutar de la belleza. El ser humano era, para los griegos, considerado como un caso más del dinamismo cosmológico. Cierto es que la filosofía cristiana rompió esta concepción mostrando la dignidad del ser personal e introduciendo otros dos actores en el drama: el Tú divino (creador de la persona) y al otro humano (prójimo con el que me encuentro). Gran parte de la historia de la filosofía ha entendido la vida de la persona como acción: percibir, querer, pensar… Así, de modo especial desde el Renacimiento, se piensa en el ser humano como ser activo y, así, protagonista de su vida. Y con ser esto cierto, lo que pretendemos destacar es que no es ésta toda la verdad ni la más profunda. Porque el ser humano, antes de ser constructor de sí y del mundo, antes del poiein, el prattein y del agere, el ser humano es receptividad, pathetikós, pasividad, necesidad, carencia, menesterosidad. Previo al actuar, a poner en juego lo que hay en su propia vida para realizarse, la persona es amada, llamada, nombrada, enviada y se le pide que su vida sea 104 Sigue en el fondo la tentación más primitiva: la de querer ser Dios. Por ello, como muestra Boudrillard en El crimen perfecto (1996) pero, sobre todo, en su obra póstuma El pacto de lucidez o la inteligencia del mal (2008), esta hybris ha traído las siguientes consecuencias, en tres momentos: primero, la muerte de Dios (Nietzsche, Marx, Feuerbach, Freud); en segundo lugar, la muerte del hombre (estructuralismo: Lacan, Levi-Strauss, Derrida); en tercer lugar, la muerte de lo real. 186 Lecciones de Antropología para la psicología clínica respuesta a este amor del que es objeto, a esta llamada, a este nombramiento y misión. La persona no tiene la última palabra sobre su vida sino la penúltima. Ahora bien, para reconocer este hecho quizás haga falta desenmascarar un prejuicio ilustrado al que nos ha llevado toda nuestra cultura occidental: concebir a los humanos como seres autónomos, omnipotentes, dueños y señores de su propia vida, de su destino y del destino del mundo. Pues hay momentos en la vida de toda persona que nos muestran que nuestra vida tal vez no esté tan en nuestras manos como imaginábamos: unos, dolorosos (una grave enfermedad, un desorden psíquico, la muerte de un amigo, la pérdida o ruptura con un ser dilecto, un fracaso profesional o personal); y otros, inesperados (un encuentro decisivo, un enamoramiento, una propuesta profesional que parecía imposible, un golpe de fortuna). Se produce, por tanto, un choque entre nuestras ideas de suficiencia y nuestras experiencias radicales. Pero, por falta de fidelidad a la realidad o por comodidad preferimos asirnos a la ilusión de la omnipotencia y la radical autonomía, pretendiendo ser lo que no somos: dioses. El dolor, el fracaso, la muerte y todas las llamadas por Jaspers “experiencias límite”, nos muestran claramente y nos hacen asumir que no somos los protagonistas absolutos de nuestra vida. La destrucción de “lo nuestro”, de nuestras perspectivas, de nuestras ambiciones, nos sustrae a nosotros y nos muestra que no somos los protagonistas absolutos de nuestra vida. Nos hace más libres porque nos descentra (o, mejor, excentra). Cuando llega la enfermedad, el desorden psíquico, la muerte, la pérdida, la limitación, perdemos pie en nosotros mismos, nos vemos obligados a vaciarnos, sucede aquello con lo que no contábamos y se nos abre a la realidad tal cual es. Esto tiene una repercusión clara en el ámbito psíquico, pues se abre la posibilidad (y la realidad) del desorden y la desintegración personal, y con ello, de todas las psicopatologías. ¿En dónde radica el desorden y la desintegración personal? En la pérdida de armonía consigo mismo, con el mundo, con los demás y con Dios105. 105 Dichas pérdidas de armonía son las que la antropología teológica denomina las rupturas producidas por el pecado: el alma ya no gobierna sobre el cuerpo, se rompe la armonía entre hombre y mujer, se rompe la armonía con la creación y con Dios. Se rompe el ordo amoris y la tranquilitas ordinis en el interior del hombre (Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 95, a. 1). Tras el pecado, la naturaleza queda sibi relicta, y por tanto, en desorden. Aquí encontramos la raíz última de la infirmidad (Lorda 2009: cap. 14). Todo desorden, desde la antropología teológica, revela una misma causa profunda: el hecho de que la persona pretende alcanzar su plenitud, su fin, su felicidad, al margen de Dios. Se trata de que el hombre se quiere divinizar pero sin Dios (al margen de Dios o, incluso, contra Dios). Este alejamiento de Dios, este pretender la excelencia sin Dios es la raíz del pecado y de todo daño personal. Orgullo y concupiscencia son las maneras en las que el hombre procura la salvación por sí mismo, ignorando a Dios. Pero necesariamente termina degradándose y descubriendo que no puede darse la plenitud anhelada. El hombre está hecho para su plenitud. La plenitud no puede proceder de su relación con las cosas, sino de su relación con personas. 187 Psicología de la persona Así, ocurre en primer lugar, una falta de armonía consigo mismo. Esta falta de armonía se manifiesta, entre otras maneras, en que la persona cultiva sólo alguna de sus dimensiones (física, intelectual, afectiva) o las cultiva sin armonía con las demás (actividad sólo intelectual sin compromiso práctico, desarrollo de las capacidades físicas sin cultivo intelectual, cultivo afectivo sin desarrollo de la inteligencia, etc). Esta forma inadecuada de relacionarse consigo misma se manifiesta en diversos trastornos afectivos (como la depresión), de conducta alimentaria (bulimia, anorexia), así como en diversas formas de obsesiones y compulsiones. Por otra parte, esta falta de armonía dimana también de vivir sin sentido personal profundo, sin un horizonte axiológico, substituyéndolo por otro exterior. Esto supone substitución y negación de la vocación personal y, por tanto, vivir desde proyectos inadecuados, distorsionando desde ellos su relación consigo, con el mundo y con los demás. Las llamadas por Frankl neurosis noógenas tienen este origen (Frankl 1964). También, la deficiencia en la capacidad para afrontar la propia realidad da lugar a la ansiedad, a las fobias y trastornos afectivos como la distimia o la depresión. En segundo lugar, se ha producido una pérdida del tú, una pérdida de la dimensión comunitaria, viviendo en mundos institucionalizados, entre objetos, normas, asociaciones, pero no en un mundo de personas. Se hace imposible el encuentro. Esta pérdida comunitaria se vive, empíricamente, como carencia afectiva. Es la falta de amor de otros lo que propicia la falta de amor por uno mismo, siendo esta causa de múltiples patologías y disfunciones comportamentales, especialmente de huída y de trastornos de personalidad. Un cor in se incurvatus termina por cerrarse a todo encuentro, a las demás personas. Y esto incluye la ruptura respecto de todo Tú trascendente, de la relación con Dios. Pero ninguna persona finita colma su corazón. Sólo una persona infinita puede colmar el anhelo de plenitud y santidad del corazón humano. Cuando el hombre se aparta de quien es la fuente única de su plenitud, cuando se prefiere a sí antes que a Dios, necesariamente se produce el desorden personal, en cualquiera de sus niveles. Así, el pecado supone, dicho en términos agustinianos, una aversio a Deo et conversio ad creaturas: “El pecado del hombre es un desorden y una perversión; es apartarse de lo más valioso, que es el Creador, y volverse hacia lo inferior” (Agustín de Hipona, Sobre diversas cuestiones a Simpliciano, I, 2, 18.). El pecado supone siempre daño para la persona y, por tanto, necesidad de restauración. Así lo capta Jeremías con una bella metáfora: “Doble mal ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua” (Jr 2, 5-13). Y en este sentido habla Santo Tomás de los vulnera peccati o heridas producidas por el pecado: oscurecimiento de la inteligencia, malicia en la voluntad, debilidad de ánimo y desorden de la concupiscencia (Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 85, a. 3, c). En conclusión, el pecado, como ofensa a Dios (en tanto que desobediencia al orden y finalidades por Él establecidos y queridos, justamente a favor del hombre), supone también un desorden y daño en la persona que exige sanación y salvación (pues, dicho en términos paulinos, queda el hombre bajo el dominio de la muerte). 188 Lecciones de Antropología para la psicología clínica En tercer lugar, se produce una ruptura con el mundo. Esta pérdida de armonía revista varias formas: - Ruptura del contacto con lo real por enmascaramiento de la propia identidad (no se relaciona la persona desde quien es sino desde su persona), por dispersión (en lo hedónico, en la superficie de sí) y repliegue (en su interioridad hipertrofiada y cerrada a la verdad). Otras veces esta ruptura se produce por substitución de lo real por lo imaginado, por ideologización, por adoctrinamiento. - Huída de la finitud, que se traduce en incapacidad para aguantar el dolor físico o espiritual, de aceptar la propia creaturalidad, la propia limitación y caducidad. - Relación con el mundo o bien con relación de dominio destructivo, o de exclusivo disfrute hedónico o de sumisión pasiva. Todos estos casos se pueden manifestar psicopatológicamente, por ejemplo, en falta de control de los impulsos, en adicciones, en formas patológicas de anestesia. A todos estos desórdenes psicológicos, que son estudiados por la psicología clínica, habría que añadir los que tienen fundamento primordialmente biológico106 y que estudia la ciencia médica de la psiquiatría: la esquizofrenia, las psicosis delirantes o paranoides, las demencias, los trastornos de personalidad y todas las patologías que pueden ser clasificadas como enfermedad más que como desorden. 4. El terapeuta 4.1. Quién es el terapeuta como persona Terapeuta es, en sentido lato, aquella persona que acompaña a otra en su crecimiento personal o en sus sufrimientos, estableciendo con ella una relación de ayuda por demanda del acompañado. Dado que el terapeuta es una persona única y aquel a quien acompaña también, cada situación de encuentro terapéutico es única y original, por lo que las indicaciones de la tarea terapéutica, en la medida en que sean concretas, son imprecisas. En gran medida, no valen recetas. El proceso terapéutico es función de cómo es y actúa la persona del 106 Lo que no significa que los desórdenes psicológicos, como la depresión, la ansiedad o las fobias no tengan su correlato biológico y que lo neuroquímico no sea condición para las mismas. Pero no pueden considerarse, por sí mismas, ‘enfermedades’ puesto que su origen no es fundamentalmente biológico. Por ello, los tratamientos farmacológicos, en estos casos, pueden paliar síntomas pero no intervenir eficaz y duraderamente en el problema, tarea que se encomienda a las terapias que desarrolla la psicología clínica. 189 Psicología de la persona terapeuta y de cómo es y actúa la persona del acompañado. Sólo podemos tener cierto control del primer factor, de modo que lo que ocurre en cada encuentro terapéutico es siempre original e imprevisible. Podemos, eso sí, tratar de definir cómo debe ser el terapeuta y su actividad. El terapeuta ha de ser el contexto en el que la persona afectada pueda recuperar su vida, tomar sus riendas y madurar o sanar. Será el encuentro personal con el terapeuta, facilitado por sus competencias naturales y adquiridas las que harán posible la terapia, siendo lo más importante las características personales del terapeuta y calidez de la relación con el acompañado (Luborsky et al. 1982). La relación terapéutica siempre supone, por tanto, un encuentro de libertad a libertad, de comunicación personal, de destino compartido. “Terapeuta y enfermo son ambos seres humanos y como tales son compañeros de destino. El médico no sólo es técnico ni sólo autoridad, sino existencia para existencia, esencia humana perecedera con los otros” (Jaspers 1993 [1913]: 879). De ahí la importancia de la calidad personal, del equilibrio y de las competencias del terapeuta y de la calidad del encuentro personal. 4.2. Habilidades, actitudes y competencias del terapeuta La tarea terapéutica exige, por parte del terapeuta, contar con ciertas disposiciones, y competencias: - Las disposiciones consisten en capacidades naturales para desarrollar alguna función específica, para realizar algún tipo de actividad, para poner en juego alguna habilidad o capacidad. - Las competencias consisten en hábitos adquiridos que facilitan la ejecución de un determinado tipo de acciones. Disposiciones y competencias son mucho más importantes que las técnicas empleadas. Así son comunes afirmaciones como las de Luborsky quien afirma que “el principal agente de una psicoterapia eficaz es la personalidad del terapeuta, especialmente su habilidad para establecer una relación cálida de apoyo” (Luborsky et al. 1985). a) Las disposiciones del terapeuta En primer lugar, el terapeuta, ha de tener ciertas disposiciones naturales que le faciliten la labor terapéutica. Sin duda, ha de sentirse naturalmente inclinado a cuidar, curar, proteger, atender, educar, enseñar, acompañar, escuchar, ayudar. Dicho en términos más llanos, ha de sentirse llamado a la tarea terapéutica y, luego, ser consciente de la 190 Lecciones de Antropología para la psicología clínica misma, para tener claro desde dónde vive su tarea. De lo contrario, quizás sea un buen técnico, pero nunca un buen terapeuta. Por otro lado, ha de contar con las disposiciones que Carl Rogers (Rogers 2000: 40-45, Rogers 1962) precisó como imprescindibles en un terapeuta. Todas se pueden mejorar en la práctica, pero necesitan una base innata, que la persona ya tenga la tendencia natural a ser así. I. Autenticidad o congruencia. Consiste en que haya una coherencia o congruencia entre lo que piensan y siente el terapeuta, por un lado, y su expresión o manifestación al acompañado. Por tanto, debe ser capaz de que sus palabras y comportamiento, su lenguaje verbal y no verbal estén en consonancia. Por ello, el terapeuta debe actuar espontáneamente, no necesitan desempeñar el papel de terapeuta ni estar preocupado de cómo actuar. De este modo, está cercano al acompañado, abierto a él, sin barreras ni temores. Para esto el terapeuta ha de ser maduro, teniendo plena congruencia entre la idea de sí y su experiencia. El terapeuta ha de ser una buena “caja de resonancia” de la presencia del acompañado, siendo capaz también de compartir con el acompañado, en confianza, sus propias impresiones sobre su propio encuentro terapéutico (Cormier y Cormier 1994). II. Empatía. Consiste en saber ponerse en el punto de vista del acompañado, en una sensibilidad especial hacia sus sentimientos y pensamientos, pero sin fundirse en él. El empático hace contacto con la perspectiva cognitiva y afectiva del acompañado pero mantiene una cierta distancia que es la que permite abrirle una nueva perspectiva al acompañado. Mediante la empatía el terapeuta deja claro al acompañado el mensaje de que “no está solo”, de que “comprende lo que le sucede”. Quien es empático se da cuenta de qué siente el acompañado, comunica con su comportamiento que se hace cargo de eso que siente y piensa, que le comprende y que es sensible ante dicho sentimiento y pensamiento, apoyándole incondicionalmente. La empatía es, por tanto, cognitiva y afectiva simultáneamente. La empatía es la capacidad de transmitir al acompañado que el terapeuta está cerca, está de su lado y le comprende. Por tanto, la empatía supone ser capaz de compartir el mundo subjetivo del acompañado. Procura captar la forma de pensar y ver el mundo del acompañado, y también de captar el estado afectivo del acompañado y, en cierto modo, sentirlo con él (siendo capaz de tomar cierta distancia para no perder objetividad y capacidad de maniobra como terapeuta: no es adecuado una 191 Psicología de la persona implicación afectiva intensa y sin control con el acompañado porque no se podría ejercer como terapeuta). III. Aceptación positiva incondicional. Consiste en sentir y manifestar el terapeuta que “está de parte” del acompañado y que lo valora como persona y como siendo “esta persona concreta”. Es aceptar al otro sin juzgarle, acompañándole para buscar juntos nuevas formas de pensar, sentir y actuar. Se reconoce su dignidad personal y se lo hace ver, más allá de su comportamiento concreto o de sus reacciones hacia el terapeuta. Pero esta aceptación también la ha de aplicar el terapeuta a sí mismo, lo cual no quiere decir aprobar todo lo que hace y creerse ya perfecto, sino aceptar que es como es, como punto de partida de su propio proceso de cambio. El conocimiento y el respeto de uno mismo son condiciones del conocimiento y respeto a los otros. Todo esto redunda en su autoestima, en su filautía, elemento clave en toda recuperación y maduración personal (Polaino-Lorente 2003). Afirmando a la persona del acompañado, recupera éste su firmeza y sube un primer peldaño en la superación de su situación. Siendo reconocido como persona y afirmado como persona concreta por parte del terapeuta, el acompañado encuentra el lugar para su autoafirmación y autoaceptación. b) Las competencias adquiridas del terapeuta No nos referiremos en este apartado a las competencias adquiridas de carácter técnico o formativo (grado en psicología o afines, máster, formación en dinámica de grupos, capacitación para la entrevista, para la relación de ayuda, conocimientos específicos sobre drogodependencias, informática, conocimiento de terapias de conducta o sobre farmacología), sino a aquellas competencias de carácter personal que son importantes para una labor terapéutica eficaz y personalizante. Competencias del terapeuta respecto de sí mismo: I. Madurez personal. El terapeuta debe contar con una madurez personal que le proporciona estabilidad, lo que implica que se conoce, se acepta, vive conscientemente desde su propio sentido existencial y no desde sus roles o personajes, está abierto a la realidad y a los otros. Asimismo, la madurez supone que actúa de modo reflexivo y libre, libertad que ejerce en mediante compromisos y asumiendo responsabilidades. II. Estabilidad afectiva. La madurez implica estabilidad emocional, pues quien es maduro es capaz de afrontar las propias perturbaciones en el encuentro con el acompañado, dominando las emociones y sentimientos para que no paralicen o perturben la tarea terapéutica. Asimismo, implica capacidad para conocer los propios sentimientos, 192 Lecciones de Antropología para la psicología clínica nombrarlos, controlarlos, ser capaz de encajar las frustraciones (por ejemplo, de que la terapia o el proceso o el protocolo aplicado no ha dado resultado en el plazo previsto o no ha dado resultado en absoluto), ser capaz de afrontar y resolver los conflictos. III. Autoconocimiento. El terapeuta también tendrá que iluminar su propia existencia y confrontarse con su propia vida, caminar desde su verdad. El terapeuta debe ser él mismo transformado, analizado y lograr un buen conocimiento de sí para poder estar en disposición de acompañar un proceso semejante en el acompañado. De este autoconocimiento se deriva el reconocimiento sereno de los propios límites y carencias, sabiendo lo que se puede cambiar y lo que no se puede cambiar. IV. Experiencia comunitaria. El terapeuta necesita la experiencia de vivir en convivencia con otros y no en simple coexistencia, en un contexto comunitario. Las actitudes básicas que se desarrollan en dicho contexto comunitario son las de aceptación y la de donación personal de modo recíproco. Por tanto, es capaz de vivir desde el nosotros, abierto a la cooperación, pues el trabajo terapéutico es siempre cooperativo y no individual. V. Competencias comunicativas. De la experiencia comunitaria se deriva la capacidad de escucha, de abrirse al otro atentamente y disfrutar oyéndole; habilidades verbales para comunicarse con asertividad y eficacia, siendo capaz de conversaciones fluidas. VI. Silencio. La acción terapéutica es la densidad del silencio desde el que vive el terapeuta. Sólo haciendo silencio es capaz de vivir desde sí, desde su centro, desde su llamada, tomando conciencia del sentido profundo de la tarea terapéutica a la que está llamada. Sin silencio, la acción o deviene en activismo o en síndrome del burn out. Competencias del terapeuta respecto del acompañado: I. Confianza en el acompañado. Esto implica que siempre se espera en él, se confía en su capacidad de cambio, sin tener pretensiones sobre él y su propio proceso. II. Asertividad. La asertividad consiste en saber expresar sin agresividad y con claridad lo que se piensa y siente, así como las propias necesidades. III. Respeto a la persona del acompañado, a su integridad, a su propia vida, a sus propias decisiones. Respetar a otro es renunciar a tomar posesión de él, a suplantarle, a manipularlo o a dominarle (evitando así toda forma de paternalismo terapéutico). Respetar es reconocer la dignidad y libertad del otro, creando la distancia que permita al otro ser otro. IV. Tolerancia, que permita al acompañado mostrarse tal como es. 193 Psicología de la persona V. Responsabilidad. El terapeuta ha de responder a la presencia menesterosa del acompañado con su propio trabajo, su propia dedicación, su propia competencia. VI. Capacidad de establecer un encuentro personal con el acompañado, lo que significa ser capaz de hacer contacto y de tomar distancia. Supone mostrar comprensión, responder activamente al acompañado (verbal y no verbalmente) y hacerlo de modo congruente (Kleinke 1998: 78-108). VII. Sentido del humor, que consiste en la flexibilidad ante el discurrir de la propia vida, en una toma de distancia respecto de la propia circunstancia, lo cual permite flexibilidad creativa ante lo inesperado De esta manera se relativiza lo relativo y no se es susceptible a las dificultades y asperezas del trato o la terapia. El humor, exige madurez, dominio de sí. Por eso, el humor no se enfrenta a la seriedad (porque el que tiene humor se hace cargo de su propia realidad y en esto consiste la seriedad) sino a la severidad, a la rigidez. Además, este hacerse cargo de la realidad es benévolo, sin resentimientos, constructivo: por eso, la burla, la ironía, ridiculizar, son antitéticos del verdadero humor. El humor sólo es posible en el ámbito de la alegría, que no es el simple “estar contento” —fruto de satisfacer alguna necesidad o de poseer algo anhelado—, ni se identifica con la felicidad —vivencia de la plenitud del propio ser—. 4.3. Ética del terapeuta Aristóteles llamaba a la ética “la filosofía de las cosas humanas” (Ética a Nicómaco, 1181 b 14-15). Cuando hablamos de ética, pues, no hablamos de deontología, de moralina, de prescripción de normas prácticas, de protocolos de actuación convenientes. No se trata de un recetario de lo bueno y lo malo ni de un adoctrinamiento de lo que alguien ha determinado como correcto. Se trata, en este contexto, de la reflexión sobre los modos en que las personas se van haciendo plenas, sobre los modos de vivir como persona y sobre cómo la persona va constituyendo su carácter moral (êthos). La persona, por otra parte, es un ser moral. Y lo es porque no tiene más remedio que elegir quién quiere ser, cómo realizar las posibilidades que se le ofrecen: su actuación no está prefijada. Por ello, su acción puede orientarse en diversos modos, logrando una plenitud cada vez mayor o malográndola. De ahí la importancia, aplicada a la labor terapéutica, de una reflexión ética: porque está en juego la plenitud personal del acompañado y la del terapeuta. Por ello, para dar respuesta adecuada a los problemas que surgen en el decurso de la terapia, del encuentro entre terapeuta y acompañado, es necesario hacer una reflexión 194 Lecciones de Antropología para la psicología clínica ética. No bastan las respuestas técnicas, las habilidades propias de quien maneja un repertorio de respuestas aprendidas a diversos problemas o síntomas. Toda técnica ha de tener un para qué, un sentido, un contexto teleológico en el que cobre sentido: es necesario saber a dónde se va en el proceso terapéutico. Este es la cuestión sobre la que reflexiona la ética del terapeuta. Dado que la ética es la “filosofía de las cosas humanas”, el objeto inmediato de su reflexión será, en efecto, la plenitud de la persona humana. Si la terapia no tiene este objetivo se convertirá en habilitación, en técnica de arreglo de lo estropeado, entrenamiento, pero nunca acompañamiento personal orientado a la plenitud personal. Esta plenitud consiste en el desarrollo integral de la persona, lo cual, lejos de poder estar acabado alguna vez, es siempre un proyecto. Es el proyecto al que toda persona se ve necesariamente lanzado. Sólo algunas psicopatologías parecen frenar este dinamismo (aunque en realidad son formas de enquistamiento provisional mientras no se puede superar la situación de bloqueo). Otras situaciones, como las adicciones, son, en realidad, falsos caminos que prometen una cierta plenitud, cuando, en realidad, la destruyen. Esta plenitud supone, en fin, la puesta en marcha de todas las capacidades personales: las cognoscitivas (tanto el conocimiento como el autoconocimiento), las afectivas, las volitivas y las comunitarias o interpersonales. La terapia está llamada, por tanto, a abrir a la persona a la realidad total: a sí misma, al mundo, a los otros y al Otro. Sólo en y desde la realización experiencial de esta cuádruple apertura cabe la plenitud. Por otra parte, para realizar este proyecto biográfico, tiene la persona que ir haciéndose más suya, dominar sobre sí. Es éste, justamente, uno de los rasgos que la distinguen de las cosas, pues mientras que las cosas pertenecen a otro, las personas se poseen a sí. Pero esta posesión no es un hecho sino una meta: esta autoposesión debe ser actualizada, aumentada, lograda. Para poder realizarse, para elegir y elegir cada vez con más libertad, la persona tiene que estar cada vez más sobre sí, ser más dueña y señora de sí misma. En esto consiste el autodominio. Y esto, como veremos, se realiza de una manera bien concreta: mediante la adquisición de virtudes o competencias. La formación del carácter se muestra así como un camino terapéutico esencial. Por último, esta plenitud sólo se va actualizando en la medida en que la persona descubra un sentido, un para qué en su vida. También es tarea terapéutica el acompañamiento en la búsqueda de sentido y del horizonte axiológico en el que se encarna. 195 Psicología de la persona Así las cosas, parece que el profesional bueno y el buen profesional lo son no sólo en función de su eficacia, sino de los fines que dan sentido a su actividad. En el caso del terapeuta, estos fines propios son básicamente dos: - El crecimiento de la persona del acompañado - El crecimiento personal del propio terapeuta La ética del terapeuta debe, por tanto, analizar estos fines y los medios para su consecución. Pero se trata de hacerlo desde unas condiciones de racionalidad: basados en la dignidad del ser humano y procurando la universalidad, frente a la tentación de hacer una reflexión corporativista o de escuela. a) Ética del terapeuta como promoción de la plenitud del acompañado I. Apoyo, posibilitación e impulso del terapeuta La persona, que está llamada a realizar su vida, que descubre como tarea propia e indelegable la de habérselas con las riendas de su propia biografía, descubre y experimenta que no es autosuficiente. Ha de apoyarse en la realidad y, sobre todo, en otras personas. Y experimenta que en el logro de su vida (o en su malogro) intervienen otros, están otros implicados, en cuanto que son soporte, le posibilitan y le impulsan en su logro (o malogro) personal. En este sentido, el terapeuta tiene una tarea de especial relevancia, pues aunque no es el agente de su sanación, recuperación o personalización, si es fundamento de la misma. Veamos en qué sentido. En efecto, el terapeuta, para el acompañado, es apoyo y soporte, pues le proporciona recursos psicológicos —caminos para el autoconocimiento, modos alternativos para contemplar la situación, nuevas perspectivas sobre sí mismo y sobre las circunstancias, otros modos de utilizar la afectividad—, recursos sociales —como los modelos de comportamiento, formas alternativas de afrontar la relación con otros, propuesta de nuevas actitudes—, recursos personales —como el acompañamiento en el descubrimiento de lo importante, del sentido existencial, acompañamiento en el trabajo de adquirir de los hábitos de comportamiento o competencias personalizantes. En este sentido, el terapeuta es apoyo al ejercer su tarea de proporcionar el contexto para que la persona recupere el camino de su plenitud, para que se desbloquee en su crecimiento personal, para que aprenda a afrontar su realidad de modo positivo y constructivo. En segundo lugar, el terapeuta ofrece posibilidades a sus acompañados para su crecimiento. El mismo encuentro terapéutico es ya una importante fuente de vida personal, un contexto necesario para el crecimiento. De ahí la importancia de que el 196 Lecciones de Antropología para la psicología clínica terapeuta tenga una personalidad consistente, equilibrada, madura y bien formada, pues cuanto más consistente sea la madurez personal del terapeuta, más “potencia” posibilitadora tendrá respecto del acompañado. La mejor terapia es el terapeuta. De ahí, insisto, la necesidad de la madurez personal del terapeuta107 En tercer lugar, el terapeuta impulsa a los acompañados a realizar las posibilidades que tiene ante sí, animándole y permitiendo a cada uno ser quien está llamado a ser. Por eso, alabar, alentar y animar es tarea esencial. El buen terapeuta muestra alegría por el buen trabajo por parte del acompañado, enfatiza ante el acompañado los pequeños avances en la forja del carácter o en las tareas propuestas para afrontar los bloqueos. Repara siempre en lo positivo: no debiera tener mucho tiempo para la corrección y ninguno para quejarse. La queja esteriliza. En conclusión, la práctica terapeuta es una actividad personalizante. Y en esto consiste el hacer bien al otro: contribuir a que sea más plenamente persona. Por tanto, es buena práctica terapeuta la que mejor plenifica a las personas, no la que elimina afronta síntomas las domestica o somete a las necesidades del sistema imperante. II. Terapia personalizante frente a terapia mecánica Si no se tiene claro cuál es el objetivo último de la terapia, si esta se reduce a la reducción o eliminación de síntomas y si todo lo que se proponen son técnicas o protocolos de actuación, se corre el peligro de mecanizar la terapia. En una terapia mecanizada, la persona termina siendo frecuentemente mero receptáculo pasivo y lugar de perpetuación de modos de entender la psicología que dejan al margen su propia existencia. La terapia mecánica: - Niega la creatividad y responsabilidad de la persona del acompañado, quien se limitará a reproducir un estado de cosas que se percibe como absoluto (induciendo, incluso, los síntomas que se “deben” tener). - Domestica la conciencia y el comportamiento desde las propias categorías psicológicas. - Instaura el paternalismo porque no admite alternativas a los modelos propuestos. Impone el silencio al acompañado, y, así, la heteronomía. - Promociona la docilidad acrítica, el gregarismo, la masificación, la pasividad. 107 No son pocos los que se acercan a estudiar psicología para tratar de resolver sus propios problemas, en vez de con la intención de atender a los de los demás. Sin embargo, la falta de objetividad de los primeros impedirá su propio proceso de maduración, por lo que también algunos necesiten a su vez un terapeuta o un coach, mentor o counselor y un proceso de coaching o de acompañamiento. En todo caso la psicología tiene la virtualidad de confrontar a cada terapeuta con su propio proceso de maduración 197 Psicología de la persona - Ignora la persona del acompañado, reduciéndolo a ser “un caso”. Pero si no quiere ser opresiva, sino liberadora, personalizante, promocionante, la terapia ha de promover la creatividad, la responsabilidad y la autonomía del acompañado. Limitar la actuación terapeuta a la aplicación de protocolos supone cercenar —o ignorar— las capacidades personales del acompañado… ¡y del terapeuta! Y olvida, además, el sentido de la terapia en cuanto dirigida a que las personas se hagan responsables de su vida y alcancen las mayores cotas de compromiso y desarrollo personal, desarrollen su capacidad de diálogo, de expresión, de descubrimiento de lo valioso. Para ello, el terapeuta ha de saber que el principal experto en la situación del acompañado es el propio acompañado, por lo que, una terapia personalizante implica que el terapeuta: - Dialoga con el acompañado. Da la palabra al acompañado e impulsa que sea palabra crítica. Permite que el acompañado recupere su capacidad para el encuentro con otras personas. - Promueve la creatividad y la positividad a la hora de analizar los problemas reales como desafíos a resolver. - Estimula el autoaprendizaje reflexivo: los problemas por los que se pasan son siempre ocasiones para el crecimiento personal. Siempre cabe una lectura positiva de los síntomas, de lo que aflige al acompañado. El síntoma no es el “enemigo”, sino el “texto” que hay que leer para conocer qué nos ocurre. - Promueve el autoconocimiento del acompañado, para que conociendo sus potencialidades las pueda llegar a poner en acción. - Hace el acompañado propuestas ideales y transformadoras, nuevas visiones sobre su realidad y sobre su circunstancia. Le pone en disposición de encontrar su propio sentido existencial, su propia llamada. - Promueve que el acompañado se haga cargo de su realidad - Estimula y favorece la inserción del acompañado en sus contextos comunitarios. III. Recuperar y restaurar a la persona Una primera tarea ética que le compete al terapeuta bien podría ser la de colaborar para restaurar el sentido de la persona: - Frente a la cosificación, pues la persona nunca debe ser tratada como una cosa, nunca puede ser etiquetada, utilizada, empleada como instrumento. Y en nuestros días no sólo es esto frecuente, sino también que la persona se conciba 198 Lecciones de Antropología para la psicología clínica a sí misma como instrumento en función de una empresa, un sistema económico, etc. - Frente a la reducción de la persona a alguno de sus papeles o personajes: a mero consumidor, a ciudadano, a burgués de vida acomodada, tranquila y vacía. - Frente a los falsos ideales que alienan a la persona que se traducen en necesidades y, al cabo, en frustraciones (ideales de éxito, de triunfo profesional, de eterna juventud, de vida sin problemas y en equilibrio. - Frente a las formas degradadas de comunidad, sobre todo a su masificación, pues la masa es el reino de lo impersonal, del “se”, del interés. Puesta en camino de recuperación, la persona sólo podrá emerger plenamente y desarrollar todas sus capacidades en función de algún horizonte axiológico. Y ese horizonte lo descubre en sí (aunque no es él mismo ni lo construye él). La tarea del terapeuta es ayudar a su dilucidación. En concreto, recuperarse a uno mismo supone, ante todo, tomar conciencia y actuar en función de la propia llamada. No hablamos aquí de la “vocación profesional”, sino de la identidad más profunda, de lo que realmente es y a lo que está llamada a ser cada persona, a su puesto único en el cosmos (Domínguez Prieto, 2007)108. Se trata de una identidad a la que estamos llamados. Es la fuente de toda la creatividad personal, de la propia orientación, del sentido existencial personal. Por ello, estamos persuadidos de que su descubrimiento y elaboración mediante un proyecto de vida resultan esenciales en el proceso terapéutico. b) La ética terapeuta como promoción de la plenitud del terapeuta La vocación terapéutica es la llamada a poner la propia persona al servicio de la promoción integral de la de otra persona que sufre por no poder vivir en plenitud como persona. Esta llamada a ocuparse de la promoción de la persona es la que dota de identidad al terapeuta, pues su ser se hace responsable de la promoción del otro. No, por supuesto, suplantando su libertad e identidad sino, antes bien, poniéndose a su servicio para promocionarla. Por supuesto, este servicio al acompañado no supone una alienación o un olvido de sí. Paradójicamente, dedicar la vida al acompañamiento de otros trae consigo el propio crecimiento. Es más, es vía necesaria para el propio crecimiento, porque sólo se tiene lo 108 En este trabajo, desarrollamos teórica y prácticamente la cuestión de la llamada como elemento definitorio de la identidad personal en el contexto de la psicoterapia. 199 Psicología de la persona que uno ha dado… aunque para dar, antes hay que ser. La madurez, calidad y calidez del terapeuta son la mejor garantía terapéutica. La mejor terapia es el terapeuta. Por ello, también el terapeuta está llamado a la excelencia como persona a través de su ejercicio terapéutico que, así, es tomado como vocación, como modo de vida. Solo en la medida en que viva desde su ser personal, desde su vocación, desde su “sí mismo”, podrá promover gozosa y eficazmente la persona de los acompañados. 4.4. La relación terapéutica El acontecimiento terapéutico fontanal es el encuentro entre terapeuta y acompañado. Si no existe tal encuentro, si simplemente un profesional que ejerce un rol terapéutico se aplica con sus conocimientos, protocolos y procedimientos a “arreglar” un problema comportamental o disfunción en un acompañado, entonces no podrá percibir factores clave que dan cuenta de la situación de su acompañado: su carácter, su sistema axiológico, su forma de vivir y plantear la vida, sus fortalezas y debilidades, sus potencialidades. Todo esto queda eliminado y reducido a ser un caso habitualmente tipificado en los sistemas nosológicos. Se puede aplicar una terapia, un training, una determinada técnica sin saber nada de los problemas y textura de la persona de los acompañados. “En el polo opuesto el logoterapeuta se encentra en la tragedia del rol del psicoterapeuta que no se resigna a ser sólo un técnico (o mejor, a “hacer” de técnico) para permanecer hombre y un hombre capaz, finalmente, de prestar una ayuda de hombre a hombre” (Giorda 1981: 34). a) El encuentro terapéutico Para entender mejor la esencia del encuentro terapéutico hemos de acudir al concepto buberiano de “encuentro” (begegnung) que tanta importancia e impronta tuvo en el pensamiento de Frankl y otros terapeutas humanistas. En realidad, como aclara Buber, sólo mediante el encuentro comprendo al otro en su totalidad, unidad y exclusividad. En Elementos de lo interhumano (1997) describe Buber cómo lo que ocurre en el encuentro depende de que cada uno experimente al otro como alguien determinado y se cuide de él como compañero de acontecimiento vital, no tratándole nunca como objeto. Para que sea posible este encuentro, ninguno de los dos se puede presentar desde sus personajes, desde lo que quieren aparentar ser. Así, ni el acompañado puede presentarse bajo el ropaje o máscara de “enfermo” ni el terapeuta como “profesional de la sanación”. 200 Lecciones de Antropología para la psicología clínica El ámbito de lo interhumano sólo es posible si cada uno se presenta desde lo que es y no desde lo que quiere parecer (lo cual no es fácil porque a veces la apariencia a la que uno u otro se agarran se ha solidificado). Para que haya encuentro el terapeuta ha de comprender al acompañado del modo más integral, aceptarle en su diferencia, dirigirle la palabra y la atención y confiar en él. Sólo mediante la mutua presencia se puede comprender al acompañado en su totalidad, unidad y exclusividad, lo que se escapará de la percepción del terapeuta si somete al acompañado a una mirada analítica, reductiva, si elimina su misterio. Al contrario, la mirada del terapeuta debe captar al acompañado en su posible plenitud, en su inabarcabilidad y misterio (Buber 1997: 81-82). Reconoce que está llamado a ser una persona única y exclusiva, portadora de una determinada misión. Por tanto, al igual que más tarde dirá Rogers, la misión del terapeuta es acompañarlo en su proceso de actualización y crecimiento, despertando o potenciando sus fuerzas actualizantes, dejándole en disposición de que recorra sus propio camino. Confirmado por el terapeuta, el acompañado alcanza “el maná de ser sí mismo” (Buber 1997: 107). b) El tú hace ser al yo Inspirado directamente o indirectamente en Buber, autores como Yalom han afirmado que “es la relación lo que cura” (Yalom 1980). La relación yo-tú es el acontecimiento fontanal de la misma persona. La persona es un ser abierto y orientado hacia otros. La clausura en sí, la opción por vivir como individuo aislado, es una opción ulterior, pero no es la situación originaria. Y es que las otras personas no limitan a la persona, la hacen ser y desarrollarse. Ella no existe sino hacia los otros, no se conoce sino por los otros, no se encuentra sino en los otros. La experiencia primitiva de la persona es la experiencia de la segunda persona. El tú y, en él, el nosotros, preceden al yo (Mounier 1990 [1949]: 475). c) Relación profesional Las relaciones terapéuticas son también de carácter profesional, por lo que necesitan un encuadre y pueden ser retribuidas. Se denomina encuadre a la estructuración de la propia relación, que viene dada a priori por el terapeuta, y pactada con el acompañado (mediante lo que se llama “alianza terapéutica”), en forma de reglas que hagan posibles los procedimientos terapéuticos: duración y frecuencia de las sesiones, rol de cada uno, lugar de las sesiones, objetivos que se procuran, tareas que conlleva la 201 Psicología de la persona terapia, etc. Esto le da a la relación cierta formalidad. Y también ciertos límites (en sus objetivos y el tiempo). Una exigencia básica de la relación terapéutica en su vertiente profesional es la confidencialidad: lo que se habla entre terapeuta y acompañado queda protegido por el secreto profesional. Este tipo de relación no debe confundirse con ningún otro tipo de relación de carácter personal (por lo que se aconseja nunca ser terapeuta de personas con las que existen vínculos de sangre o amistad), lo que no quiere decir que, en el trato del otro como persona, no sean necesarios ciertos ingredientes de amabilidad, calidez, empatía o cercanía que hagan personales y personalizantes dichas relaciones. Esta calidez y calidad en el trato son necesarias para llevar a cabo lo que proponen ciertos autores conductistas: el terapeuta como objeto para el modelado y como reforzador de conductas. También son necesarios para que el terapeuta pueda ser orientador, como propone el cognitivismo. En todo caso, diversos psicoterapeutas coinciden en que la calidad de la relación terapéutica está más directamente relacionada con la mejoría del paciente que la mayor parte de las técnicas empleadas (Orlinsky y Howard 1986). 5. La sanación de la persona 5.1. Los modos inadecuados de vivir como persona La dimensión antropológica o personal no es un factor más a tener en cuenta a la hora de analizar una psicopatología sino la dimensión real profunda en la que resuena cualquier patología y cualquier disfunción. Si el modo de vivir no es adecuado al ser personal, se puede manifestar en forma de psicopatologías o incluso de somatizaciones. En todo caso, la dimensión personal se hace siempre presente en toda psicopatología. En algunos casos, es un factor condicionante de dichas patologías y, en otros, determinante. No es indiferente el estilo de vida, el bios, por el que se opta. Podemos utilizar el neologismo “infirmidad” (Domínguez Prieto 2011) para referirnos a los modos inadecuados de vivir como persona, esto es, a las formas de no vivir con firmeza en tanto que persona. La infirmidad se identifica con los falsos caminos de crecimiento y maduración, con las formas de no caminar hacia plenitud. Consiste en las formas despersonalizantes, empobrecedoras y desestructuradoras de vivir. Se trata de una desorganización de la vida personal. Es, por tanto, conveniente distinguir entre el enfermar físico, el desorden psíquico y el infirmar personal, siendo esto último el resultado de una vida impersonal o no 202 Lecciones de Antropología para la psicología clínica orientada desde valores y actitudes personales. Esta falta de armonía personal frecuentemente se manifiesta en desórdenes físicos y psíquicos, esto es, en patologías físicas o psíquicas. Tres dinamismos son esenciales en la persona: la puesta en juego de las propias capacidades para lograr la plenitud, la actuación desde un sentido y, en tercer lugar, la experiencia de apertura y de relación en un contexto comunitario. Si la persona no realiza sus posibilidades, se enferma, del mismo modo que las piernas se atrofiarían si no camináramos nunca [...] Esta es la esencia de la neurosis: las posibilidades sin utilizar, bloqueadas por las condiciones adversas del medio y por los propios conflictos interiores (May1974: 87). Del mismo modo, sólo es posible el desarrollo personal con otros, y no de cualquier forma sino en forma de experiencia comunitaria. Por último, sería imposible cualquier actividad sin un sentido por el cual llevar a cabo esta actividad. Para todo ello, hay un requisito previo: la apertura y el contacto con lo real. La infirmidad procede de elegir falsos caminos para hacerse persona o no vivir los adecuados. Se trata por tanto de no vivir como corresponde a su ser personal, de su introducción del desorden en el mundo, en sus relaciones y en su propio vivir personal. La infirmidad consiste en que el hombre, que está llamado a ser pleno, elige falsas formas de plenitud o rechaza dicha plenitud y elige vivir para ídolos. La infirmidad consiste en que el hombre, que está llamado a elevar su voluntad hacia lo trascendente, la inclina sobre sí. La infirmidad consiste en que el hombre, que está llamada a ser señor de su vida, sucumbe ante sus sentimientos, impulsos irracionales, debilidades. La infirmidad consiste en que se oscurece su inteligencia y no ve claro su fin, se ofusca su afectividad y no descubre lo que es realmente importante, se debilita la voluntad y no quiere lo bueno109. La psicología más naturalista o cientifista obvia este dato fundamental de la naturaleza humana (Burgos 2007), por lo que impide el afrontamiento integral de la raíz de sus patologías y sufrimientos, de sus culpas y frustraciones. 5.2. La sanación personal 109 Como señalamos en una nota anterior, Santo Tomás hablaba de los vulnera peccati, o heridas del pecado, que —visto desde la antropología teológica— son las causas profundas de toda infirmación por cuanto, por apartarse de Dios, traen como consecuencia la afección de la persona y sus diversas capacidades. El apartamiento de Dios trajo consigo la ruptura de la justicia original, quedando las diversas capacidades del ser humano destituidas de su orden (Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II q. 85, a. 3, c; Lorda 2009: 335-351). 203 Psicología de la persona Si la persona, tal como la describe la logoterapia y la antropología personalista, es un todo unitario que integra lo corporal y lo psíquico, cualquier curación ha de ir más allá de lo biológico y lo psíquico. En concreto, la sanación ha de operarse armónicamente en tres ámbitos: el espiritual o personal (el núcleo profundo de la persona), el psíquico y el físico o somático. Y ha de ser así porque estas tres dimensiones, y sus notas constitutivas, forman un sistema, una estructura. Consiste la persona en una estructura unitaria de notas (o componentes) pertenecientes a alguna de estas tres dimensiones. Dadas estas premisas, si la antropología sobre la que se construye una terapia sólo atiende a la dimensión psíquica o la física, está reduciendo a la persona y se incapacita para comprender en su auténtica dimensión su realidad y manifestaciones. Así, en una adicción, tratar sólo la dimensión física (p. e. tratar con metadona) o la psíquica (hacer terapias de grupo, terapias conductistas de modificación de hábitos) estaría dejando fuera de consideración el aspecto más radicalmente personal, que es el más desestructurado en todo proceso adictivo. Lo que confiere su sentido más profundo y su unidad a los fenómenos humanos es la dimensión personal. A fortiori, todo proceso de patologización ha de ser entendido, en última instancia, desde esta profundidad de lo personal. Por ello, para sanar a la persona no son suficientes las meras técnicas, pues la techné es el arte que se aplica a objetos o a procesos para configurarlos o, en su caso, para recomponerlos. Por tanto, tratando de personas, parece totalmente inadecuado el término “técnica” pues su propia esencia supone una concepción cosificante. La sanación provendría más bien de acontecimientos personalizantes. Por supuesto, no negamos la utilidad y eficacia de las llamadas “técnicas” terapéuticas. Lo que afirmamos es que no son suficientes. Con esto queremos decir que la sanación a la que nos referimos no es la que se deriva de una intervención extrínseca, como una acción técnica sobre un cuerpo o un mecanismo de comportamiento disfuncional. Entendemos más bien la puesta en marcha de dinamismos personales que permitan a la persona seguir creciendo en esa nueva circunstancia, que despierte en la persona nuevos recursos de crecimiento y apertura, lo cual puede eventualmente traer consigo la reducción o eliminación de algunas alteraciones bio-psicosocio-patológicas. En todo caso, el punto en el que nos situamos al hablar de sanación no es en el reductivo biológico o psicológico, sino en el personal, en el ámbito de la libertad, la creatividad, responsabilidad, la autoconciencia, la identidad personal, de la propia 204 Lecciones de Antropología para la psicología clínica llamada, etc. Si bien hay que intervenir en el ámbito biológico o en el psíquico para la sanación, a fortiori habrá que atender a la dimensión personal. 5.3. La terapia como acontecimiento, no como techné En una terapia orientada en clave antropológica personalista, la persona es tratada y valorada como persona, con su dignidad, con gratuidad. Al ser valorada y querida por sí misma puede recuperar su autovaloración y la conciencia de su dignidad personal. Es ahí donde tiene que redescubrir que es persona y no cosa. Este es el comienzo del cambio: descubrir y experimentar que es amada. De este modo puede quien sufre una patología percibir que su vida es recuperable, de manera que este descubrimiento actúe como motivación para seguir el proceso. Todo esto ocurre gracias al encuentro con otras personas significativas en quienes descubre que es escuchado, apoyado para resolver sus conflictos. Con ellos comenzará a dar los primeros pasos en una reestructuración biográfica que comienza por lo más elemental: volver a tomar conciencia de sí, el conocimiento personal. Esto le facilitará el (re)descubrimiento de su sentido personal, de sus capacidades y de la orientación de las mismas, comenzando a recuperar una imagen positiva de sí. En segundo lugar, volver a descubrir su dignidad le hace superar su ceguera axiológica y le permite volver a percibir nuevos valores para los que antes era ciego. Estos valores, si son percibidos adecuadamente, supondrán una invitación a su realización habitual, de modo que la persona se va haciendo dueña de sí misma, vuelve a vivir desde sí y desde lo que descubre como realmente valioso. También quizás descubra que los valores que movían su vida anterior eran, en realidad, antivalores. Es entonces cuando la persona comprueba que es posible un nuevo estilo de vida, una nueva gestión biográfica en la que, además de atender a sí mismo, caben también los otros. Se opera así la apertura al otro, la posibilidad de encuentros interpersonales de más calidad y hondura. En este momento la persona está en disposición de volver a retomar su crecimiento personal y su dimensión comunitaria de modo autónomo, a través de la puesta en práctica del nuevo proyecto de vida elaborado a partir del descubrimiento del sentido existencial y de los nuevos valores que ha descubierto, experimentado y adquirido en forma de virtudes. Dado que la persona no es objeto, no es técnica lo que se le ha de aplicar básicamente para solventar sus problemas. El saber sobre la persona no es técnico sino prudencial. 205 Psicología de la persona El camino de la terapia personalizante no son las técnicas por sí mismas sino los acontecimientos personalizantes. ¿Qué es un acontecimiento? Es un evento fundante, sorpresivo, inesperado, máximamente significativo, de fuerte impacto afectivo, que tiene capacidad de ofrecer un sentido y que es, por tanto, orientador de la acción y transformador de la vida de la persona. La terapia es la actividad en el que tiene lugar el acontecimiento terapéutico. Los acontecimientos terapéuticos son la toma de conciencia de la propia identidad y de los propios dones, la toma de conciencia y puesta en juego de estos dones desde la vocación y sentido existencial y, por último, aunque cronológicamente es el primero y fundante, la experiencia comunitaria. El acontecimiento es la experiencia que me abre a la novedad. Esto no significa que propongamos actuar sin método. Pero el método no puede ser únicamente el de las ciencias naturales. Nuestro método será el que muestre la forma en que se articulan los acontecimientos personalizantes. Se trata, por tanto, de la descripción de dichos acontecimientos (fenomenología) y su lectura o interpretación como acontecimientos personales (hermeneusis personalista) (Sichera 2002: 25ss). El método lo impone el objeto de estudio. Y la persona no es un objeto que sea entendible y agotable desde las ciencias naturales. Se escapa al mundo de los objetos. Por eso, el método ha de ser distinto. También el tratamiento terapéutico de lo personal no se puede asemejar en nada al arreglo de las cosas. Que la terapia es, ante todo, un acontecimiento, significa que es el camino de vuelta a casa, el camino esperanzado que se recorre para encontrar la verdad sobre uno allí donde estaba. Es un método personalizante: es el camino personal por el que la persona va recuperando su propia existencia. 5.4. Los acontecimientos terapéuticos Desde una perspectiva antropológica personalista, el proceso de sanar es el proceso en el que ocurren los acontecimientos personalizadores y terapéuticos. ¿Cuáles son esos acontecimientos? I. Toma de conciencia de la propia dignidad personal. La persona en proceso de sanación ha de tomar conciencia de que es persona y no cosa, es decir, de que tiene un valor por sí mismo y no se trata de un mero objeto dañado e “inservible”. Este es el primer acontecimiento terapéutico. Sólo cuando (re)descubre que vale de modo absoluto e incondicional, vuelve a quererse a sí, lo cual es condición para cualquier recuperación personal. 206 Lecciones de Antropología para la psicología clínica II. Recuperación y actualización de las capacidades o potencialidades de la persona. La persona ha de redescubrir y recuperar sus capacidades, sus cualidades y características, y ponerlas en juego de modo integrado. Cuando la persona es capaz de reconocer la riqueza que es, será capaz de abrirse paso en el proceso de recuperación. Y esto ocurrirá, en primer lugar, acompañando a la persona a tomar conciencia de sus capacidades intelectuales, afectivas, volitivas y corporales. Sin embargo, esto no basta. Hace falta la puesta en juego de esos dones o capacidades. En tercer lugar, estas capacidades han de crecer integradas. La superación del intelectualismo, el voluntarismo, el sentimentalismo o el hedonismo corporal son condiciones esenciales para una sanación integral. La sanación supone, por tanto, conocer en que me he convertido para poder así tomar mis propias riendas. La sanación es un proceso que permite un mayor autoconocimiento y un mayor conocimiento de la realidad y, en tercer lugar, un libre fluir de las propias capacidades y la propia energeia. Es el no aferrarse a la propia vida, el no querer asegurarla sino el dejarla fluir. III. Recuperación y existencia según el sentido existencial. Que la persona llegue a vivir desde un sentido existencial constituye una reivindicación de muchas psicoterapias existenciales: desde Frankl a Rollo May y Binswanger. Pero se trata de precisar dónde experimentar el acontecimiento del sentido. Y este sentido se descubre, ante todo, con otros. Son otros con los que vivo comunitariamente los que me ofrecen un protosentido, un contexto de sentido que tamiza y comunica el que hay en mi propia cultura. Profundizar en este sentido es vía necesaria. Pero es que, sobre todo, la propia relación con los otros es fuente de sentido, es iluminadora, sanadora, enriquecedora. En segundo lugar, las capacidades o potencialidades que soy no están en mí estáticamente sino que me llaman a una puesta en juego. Y me llaman de una manera determinada. Es la orientación personal a la acción. El descubrimiento de la propia llamada es acontecimiento esencial en una terapia personalista. Se trata de descubrir la propia cifra, el para qué personal. Pero, en tercer lugar, el sentido se encuentra en lo que nos sucede. No todo está en mí ni todo es previsible. La persona tiene que ir respondiendo a las circunstancias que se van presentando y sobre las que a veces tiene control y sobre las que otras veces no lo tiene. Entonces, el descubrimiento de lo realmente valioso, lo cual suele tener lugar en los momentos de dolor, de culpa, de muerte, de enfermedad, aunque también en los de alegría, es lo que orienta ante lo que sucede. Ser capaz de una axiostesis o percepción de los valores es otro acontecimiento terapéutico esencial. 207 Psicología de la persona La realidad no se hace presente de modo neutro, indiferente a nuestro corazón, sino teniendo un determinado relieve de importancia. Por “importancia” entendemos “el carácter que permite que un objeto llegue a ser fuente de una respuesta afectiva o motive nuestra voluntad” (Hildebrand 1997 [1953]: 34). Todo lo que nos hace crecer, lo que nos ayuda a ir a más, lo que se nos presenta como recurso, apoyo, impulso o posibilitante de nuestro crecimiento se nos presenta como importante. Más importante cuanto más nos ayude en este crecimiento. Y todo aquello que nos obstaculice se nos presenta también como importante en sentido negativo: es importante rechazarlo, evitarlo, combatirlo. Por eso muchas cosas, personas, opciones, acciones, etc. se nos presentan como teniendo un sentido. Y por ello, nos llaman. Lo importante, es decir, lo valioso, orienta la vida, ofrece un sentido y llama. Pero, llegados aquí, es muy importante señalar que los valores son ciegos si no se encarnan en hábitos valiosos de comportamiento, en competencias adquiridas. Una adecuada promoción de la persona exige no sólo conocer los valores, sino realizarlos. No basta con proponer posibilidades ideales: hay que experimentarlas. Los valores, como tales, son horizonte. Pero deben ser encarnados, experimentados. Estos hábitos adquiridos, corporales, intelectuales, afectivos o volitivos, son los que configuran la personalidad. Se trata de lo que desde la ética aristotélica se ha denominado areté o virtud. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que toda acción humana tiende a un bien. Y dicho bien es el fin de la acción. “Si existe algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los demás por él [...] será lo bueno y lo mejor” (1094 a 20). Este fin es la felicidad, entendida por Aristóteles como plenitud. Pero no consiste en conseguir algo sino en un cierto modo de vida, en un cierto bios (1095 a 15-20) que se orienta a la plena realización de la función propia del hombre, de su ergón (1097 b 25). Esta función propia ha de realizarse según la virtud (areté) adecuada. De este modo, “el bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud (1098 a 15-20). Siendo las virtudes hábitos de comportamiento que conforman una segunda naturaleza, la construcción biográfica pasará por la adquisición de virtudes. Por tanto, la experiencia biográfica se concreta en la realización de trayectorias vitales que configuran hábitos. Todo sentido y todo valor sólo es operante si se concreta en virtudes. En general, definiremos la virtud o competencia adquirida como hábito positivo de comportamiento o hábito operativo referidos a alguna capacidad humana, de modo que suponga una perfección en su funcionamiento, una capacitación. Se trata, por tanto, de una disposición estable a obrar de un modo plenificante que se adquiere libre y 208 Lecciones de Antropología para la psicología clínica voluntariamente. Como hemos dicho, el conjunto de estas competencias adquiridas o virtudes (y de sus contrarios), forman una segunda naturaleza o carácter moral (êthos). La areteología (o estudio de las virtudes) será complemento necesario de la axiología (o estudio de los valores) y camino para la formación (o recuperación) del carácter. La adquisición metódica de hábitos personalizantes (virtudes) es un notable instrumento terapéutico. Bien ha entendido la psicología positiva —en concreto, Martin Seligman y Christofer Peterson (2004)— la importancia de la terapia mediante la adquisición de virtudes y potenciar las propias “fortalezas”, afortunada aplicación terapéutica de la más clásica y tradicional ética aristotélica y tomista a la psicoterapia (¡lástima que aquellos psicólogos carezcan de la profundidad antropológica de estos filósofos!). IV. Recuperando el encuentro. El acontecimiento del encuentro es el más decisivo terapéuticamente. Es un acontecimiento no de simpatía ni empatía, sino de inclusión mutua, de estar dos en mutua presencia fecundante. Y esto ocurre en un doble plano: el de la acogida y en el de la donación al otro. Y esto de modo recíproco. Para ello, es necesario el descubrimiento del otro como persona, lo cual sólo ocurre cuando uno mismo es tratado como tal, y no como socio o como cosa. V. Recuperación de la apertura a lo real. Volver a tomar contacto con la realidad supone, en primer lugar, tomar conciencia de las propias cualidades y situaciones personales. Es la apertura a lo que uno mismo es como realidad. Pero, en segundo lugar, esta apertura lo es a las condiciones de lo real, a cómo están las cosas, a lo que realmente sucede (en vez de a lo que pienso o imagino o temo o quiero que sean las cosas). Asimismo, se trata de volver a tomar contacto con los otros y con el Otro. VI. Aceptación del dolor. Sanación es apertura confiada a la crisis, al dolor. La aceptación del dolor permite hablar al dolor y mostrarnos quiénes somos; nadie se conoce hasta que no ha sufrido. Y al conocer lo que somos, el dolor nos enseña a ser más misericordiosos y a mirar a los otros de otra manera más acogedora. Además, acoger el dolor es ser capaz de encontrar un sentido en el dolor, poniendo en marcha nuestros mejores recursos. VII. La sanación supone promocionar que la persona sea capaz de ejercer su libertad capaz de compromisos. La vocación del hombre supone ser una persona en situación de comprometerse libre y responsablemente. Pero, también, supone responsabilizarse y afrontar sus miedos, sus ansiedades, sus tristezas. 209 Psicología de la persona VIII. La salud, por tanto, no se reduce ni identifica con la eliminación del dolor, el malestar, la tensión, la culpa, la tristeza, sino la capacidad para afrontarlos y vivirlos positivamente, creativamente, fecundamente. 6. Conclusión A modo de resumen, tanto de este capítulo como en general del proyecto al que pretende contribuir este libro, querríamos señalar las siguientes conclusiones. El objeto material de la psicología es el ser humano. Pero dado que el ser humano es, unitariamente, un ser corporal, psíquico y espiritual, hay que precisar que la psicología como ciencia no puede reducirse sólo al estudio de los procesos empíricos, mensurables y cuantificables que se dan en el ser humano, sino que también estudia los fenómenos, procesos, acontecimientos y estructuras interiores y siempre en relación con su fundamento antropológico. El objeto formal de la psicología es el alma en tanto que principio de vida íntima, de vida psíquica, de actividad interior (que puede ser intelectiva, afectiva y volitiva o tendencial). En este sentido, estudia el comportamiento humano, pero no sólo sus manifestaciones externas, sino su comportamiento íntimo. Estudia, por tanto, la actividad íntima de la persona y, por extensión, su posible manifestación exterior. La psicología es ciencia teórica y práctica. En cuanto teórica, trata de conocer y comprender todos aquellos fenómenos en los que se manifiesta la persona, tanto en su intimidad como en su comportamiento. En tanto que ciencia práctica, la psicología tiene una dimensión terapéutica por cuanto los conocimientos teóricos se traducen en procesos de acompañamiento reglado de las personas que solicitan ayuda. Esta dimensión es esencial a la psicología si quiere ser no sólo conocimiento del ser humano sino instrumento para su plenitud. La psicoterapia es un modo de encuentro, parcialmente planificado, entre una persona que ejerce su capacidad de acompañamiento (en general, socialmente reconocida y reglada) y una persona que sufre. Su objetivo es que la persona tome contacto de modo pleno con la realidad y con su realidad, que sea capaz de comprenderse y comprender su situación, desarrollar nuevas formas de comportamiento y de afrontamiento de su situación y desarrolle modos de crecimiento en su madurez personal. 210 Lecciones de Antropología para la psicología clínica Toda psicología está construida sobre una antropología. Cuando más realista, integral y abarcante sea esta mayor y más verdadero será el desarrollo de la psicología. Dado que la persona no es sólo un ser cuantificable, la psicología es una ciencia limítrofe que puede y debe abrirse a fundamentos no empíricos que den cuenta de lo empírico. La psicología es ciencia natural y ciencia humana, y deberá utilizar métodos de ambos tipos de ciencias. La antropología descubre que el dolor, el fracaso, la muerte y la culpa nos muestran claramente y nos hacen asumir que no somos los protagonistas absolutos de nuestra vida, que nuestra vida se puede lograr o malograr. De ahí la posibilidad del desorden, falta de armonía y desintegración personal que están en la base de la psicopatología. A una persona así dañada necesita un terapeuta como acompañante, como contexto que permita que la persona se recupere. El terapeuta ha de ser el contexto en el que la persona afectada pueda recuperar su vida, tomar sus riendas y madurar o sanar. Será el encuentro personal con el terapeuta, facilitado por sus competencias naturales y adquiridas las que harán posible la terapia. Los fines de la terapia serán, así, el crecimiento de la persona del acompañado y el crecimiento personal del propio terapeuta. La ética del terapeuta ha de partir siempre de la dignidad del acompañado, de modo que su actividad se constituya en apoyo, posibilitación y fuente de posibilidades para su crecimiento y maduración. Esta terapia nunca podrá ser un procedimiento mecánico que trate al acompañado como si fuese una cosa dañada, sino un encuentro personal. También en este proceso terapéutico crece como persona el terapeuta. Por último, se afirma que junto a las enfermedades físicas y los desórdenes psíquicos, existen las infirmidades personales, que son las formas inadecuadas de vivir como persona. Son estas infirmidades un factor explicativo y presente en las psicopatologías. Para superar la infirmidad y lograr la salud personal es necesario que la persona ponga en juego sus propias capacidades para lograr la plenitud, viva desde un sentido y desarrolle la experiencia de apertura y de relación en un contexto comunitario. Si la persona es un todo unitario que integra lo corporal y lo psíquico, cualquier curación ha de ir más allá de lo biológico y lo psíquico. En concreto, la sanación ha de operarse armónicamente en tres ámbitos: el espiritual (el núcleo profundo de la persona), el psíquico y el físico o somático. 211 Psicología de la persona Lecturas recomendadas TORELLÓ, J. B. (2008), Psicología y vida espiritual, Madrid, Rialp. BUBER, M. (2005), Sanación y encuentro, Madrid. Fundación Mounier. CAÑAS, J. L., DOMÍNGUEZ, X. M. y BURGOS, J. M. (eds.) (2013), Introducción a la psicología personalista, Madrid, Dykinson. DOMÍNGUEZ PRIETO, X. M. (2007), De todo corazón, Madrid, Fundación Mounier. ——— (2011), Psicología de la persona, Madrid, Palabra. FRANKL, V. 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Profesora Titular de Filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid), su actividad docente e investigadora se ha centrado fundamentalmente en el ámbito de la antropología, ética y metafísica. Algunos de sus títulos publicados son: El lugar del hombre y la antropología en la bioética (2013), Filosofía fundamental (2012), Responsabilidad social y filosofía (2007), Desde el amor: caridad y solidaridad (2007), La antropología y sus retos ante la globalización (2004), El amor humano (2004), Amor y comportamiento intersubjetivo (2003), ¿Ética hoy? (2002), Entre la utopía y la realidad (2002), Hacia una nueva antropología (1999), Amore e relazione interpersonale (1999), Persona y amor. El personalismo de Jaime Bofill (1993). Juan Jesús Álvarez Álvarez es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, Miembro extraordinario del Instituto de Estudios Económicos y Sociales Francisco de Vitoria y profesor titular de Filosofía Fundamental del departamento de Formación Humanística de la Universidad Francisco de Vitoria (Madrid). Ha sido profesor visitante en la University of Saint Thomas (Minnesota.- USA) y en Assumption College (Massachussets.- USA). Es autor de varios libros y de decenas de artículos publicados en revistas nacionales e internacionales. Xosé Manuel Domínguez Prieto es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor de filosofía en Enseñanza Media y profesor de Psicología en el IT San Fulgencio (Universidad de Salamanca). Profesor asociado de la UNED y formador de antropología en Proyecto Hombre (Madrid). Ha sido colaborador del IEES de la Universidad Francisco de Vitoria. De sus cincuenta libros publicados destacan Llamada 224 Elementos de Antropología para la psicología clínica y proyecto de vida (2007), Antropología de la familia (2007), Psicología de la persona (2011) e Introducción a la psicología personalista (2013). 225 Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales Francisco de Vitoria Edificio H. Campus de la Universidad Francisco de Vitoria Carretera M-515 Pozuelo-Majadahonda, Km. 1,800 28223 Pozuelo de Alarcón (Madrid) ESPAÑA Teléfonos: (34) 91 709 14 00 (ext. 1654 y 1680) Fax: (34) 91 709 15 58 Skype: iies.francisco.vitoria Página Web: http://www.iies-fv.es E-mail: iies@ufv.es