AUTONOMÍA MORAL Y DERECHOS HUMANOS EN LA ANCIANIDAD VULNERABLE Xabier Etxeberria Mauleon En la realidad de cada persona, la vivencia de su ancianidad puede ser muy diferente en todos los aspectos. También en el que aquí nos va a ocupar, el de la autonomía. De todos modos, si se nos propone abordarlo en unas jornadas como estas es porque, para un porcentaje muy relevante de ancianos –mujeres y hombres‐, a partir de un cierto momento de su vida más o menos tardío, el ejercicio de su autonomía se muestra problemático desde diversas perspectivas. Más cuando a los achaques propios de la edad se les suman los impactos de enfermedades crónicas. Más aún cuando a ello se suman relaciones y contextos sociales discriminatorios y marginadores. En las consideraciones que siguen pretendo afrontar esta problematicidad. El enfoque de mis reflexiones será dominantemente ético y de derechos humanos, guiado por una firme intención práctica: que en su modestia colaboren en motivar y orientar leyes, políticas públicas y sensibilidades sociales, así como comportamientos específicos de quienes, en contextos diversos, cuidan a personas ancianas con autonomías fragilizadas y vulnerables. Porque todos estos espacios, además en su interrelación, son relevantes para que la problematicidad de la autonomía de estas personas se viva de la forma más positiva posible. Dado el breve tiempo disponible solo podré ofrecer apuntes o esbozos, que, con todo, espero sean inspiradores.1 La problematicidad de la autonomía de las personas ancianas, en el marco de la condición humana La anciana o anciano en el que aquí estoy pensando es, pues, quien está resintiendo significativamente en su autonomía el ineludible decrecimiento que supone la vejez. Para situar bien esta realidad, es importante hacernos cargo de que implica no tanto un fenómeno original en la vida cuanto una concreción y modulación de lo que es la condición de todo ser humano a lo largo de su existencia. Aquí, unas básicas consideraciones antropológicas resultan muy pertinentes para situar como corresponde la problemática ética. Hablamos con naturalidad de vidas independientes que pasan a ser dependientes, de personas autónomas que dejan de serlo, como sería el caso de las personas ancianas 1 En el entramado teórico de esta reflexión se pueden encontrar huellas de diversos pensadores. Reconociendo mi deuda con ellos, dado que las he retrabajado, articulado, contextualizado y aplicado a mi modo, y dada la brevedad de este texto, no he considerado oportuno entrar a citarlas expresamente. 1 que aquí tenemos presentes. Pero el dilema dependencia/independencia, capacidad/incapacidad es existencialmente falso. Nadie, nunca, es plenamente independiente y siempre, todos, somos personas con dependencias y sus correspondientes lazos relacionales con los demás, que en nuestra biografía fluctúan de modos varios. Nuestro ideal, por eso, no puede ser el de la independencia sino el de la interdependencia compleja y biográficamente personalizada y cambiante, que sintetice en la solidaridad, de la mejor manera posible en cada momento, dependencias e independencias. El decrecimiento en autonomía de la ancianidad se sitúa en este marco global de lo que somos. Que supone entre otras cosas lo siguiente: ‐ ‐ ‐ La independencia ya no es definida como la pura autosuficiencia ante el otro, el no necesitar nada de él, pues siempre estamos “debiendo” algo a alguien, sino como la no dominación de la libertad por el otro. Ninguna persona anciana debe sufrirla nunca, ni en grados fuertes ni en grados tenues que al ser sostenidos son relevantes. La dependencia deja de ser identificada con sumisión al otro, para pasar a ser reconocimiento de nuestra fragilidad, pero enmarcándola en nuestra solidaridad constitutiva. La persona mayor tiene derecho no únicamente al respeto a su iniciativa libre, sino también al apoyo a su iniciativa fragilizada para activarla en lo posible, así como a la acogida y cuidado en los ámbitos en los que deja de ser definitivamente viable. La interdependencia que sintetiza solidariamente dependencias e independencias tiene como trasfondo una reciprocidad que desborda la típica de las relaciones contractuales y su ideal de equivalencia constante (reconociendo que estas tienen su lugar), para ser asimétrica y ajena al cálculo. Explico un poco esta afirmación. Forma parte de la estima ética de sí mismo percibirnos capaces de dar y no solo de recibir. Pero la ancianidad debe mostrarnos: que se trata de que demos bienes variables –materiales e inmateriales‐ según nuestras circunstancias y posibilidades; que estemos siempre atentos a detectar y a recibir de verdad lo que el otro, se encuentre en la situación en que se encuentre ‐aquí la persona anciana vulnerable‐ nos ofrece; y que situemos este dar y recibir en el conjunto de nuestras biografías afectadas por azares diversos y en dinámicas no sujetas a cálculo, no sometidas a la pretensión de equilibrar mensurablemente el “haber y el deber”. La persona mayor está invitada a vivir serenamente su decrecimiento en este marco, con una “autonomía acompañada” en la que, en la medida de lo posible, que puede ser mucha, la disminución de capacidades conviva con el afinamiento de las que mantiene, y el decrecimiento mismo con una maduración personal, interior y relacional, acorde con su sentido de la vida. A ello tienen que estar dirigidos los apoyos –de nuevo, materiales e inmateriales‐ y los cuidados. 2 No debe ocultarse que en este decrecimiento progresivo se puede llegar a carencias muy fuertes en autoconciencia, argumentación y comunicación, que hacen que la fragilización de la autonomía sea máxima. Incluso en estos casos habrá que estar atentos a que, más allá de las capacidades formalmente cognitivas, pueden seguir estando presentes capacidades afectivas y relacionales –con la vertiente cognitiva sui generis que implican‐, de suma importancia, con las que habrá que enlazar. Y nunca habrá que olvidar que, incluso en el mayor decrecimiento, la anciana o anciano mantienen plena la grandeza moral de su dignidad, con el respeto empático que merece, más manifiesta si cabe, en la medida de que está más desnudamente entregada y confiada a nuestro amparo. Variaciones de la autonomía y ancianidad La autonomía remite a realidades varias, lo que nos permite hacer diversas distinciones, muy pertinentes para abordar el modo de vivirla en la vejez. 1. Cabe distinguir, para empezar, entre autonomía moral y autonomía fáctica. La primera tiene que ver con la capacidad de toma de decisiones mediando una argumentación moral personal, con la consiguiente asunción de responsabilidad. La segunda remite a la posibilidad de llevar a cabo por uno mismo la decisión tomada; su sentido le viene de ser materialización de la primera, en la que reside el significado moral original. Esto implica: a) que tenemos que medir la capacidad de autonomía de la persona anciana primariamente en función de su capacidad de decisión moral; b) que esta decisión debe ser respetada siempre que no suponga daño a la autonomía de otros y a la justicia; c) que en la medida en que esta autonomía en la persona anciana se esté fragilizando psíquica y/o físicamente, los apoyos primarios tienen que encaminarse a robustecerla en lo que se pueda; d) que, siempre, cuando a la autonomía de decisión no le acompañe capacidad de autonomía fáctica, si la primera es moralmente legítima la segunda debe ser hecha posible en lo que se pueda, por justicia, a través de los apoyos pertinentes. 2. Ligada a esta primera distinción puede hacerse otra entre autosuficiencia para las acciones (destreza) y autonomía para las decisiones. Desgraciadamente, con frecuencia,2 cuando se plantea potenciar la autonomía fragilizada de las personas 2 Cuando emita valoraciones sobre la realidad de la atención a la ancianidad, como en este caso, no pretendo que respondan a estudios rigurosos de ella, que además, es variada según los países y lugares. Me remito a expresar intuiciones a partir de la observación espontánea de la realidad de mi país, que, creo, ayudan a ilustrar y dar relevancia a la idea que propongo. Aunque soy consciente de que se precisan análisis sociológicos para ajustar la lectura de la realidad, algo fundamental a la hora de diseñar y ejecutar políticas públicas a favor de la autonomía de los ancianos. 3 mayores se tiene presente únicamente la autonomía fáctica pero desgajada de la autonomía moral. Con ello no solo se priva a la primera de sentido, sino que se le transforma el significado. Ahora lo que se pretende es que las personas mayores sean capaces de hacer cosas solos, de ser autosuficientes en ellas, de mantener destrezas que han tenido o incluso adquirir algunas nuevas. A menudo, al hacer esto se proyecta inadecuadamente a otra realidad el modelo médico de rehabilitación ‐por ejemplo, el presente en traumatología‐ que tiene su sentido pero dentro de él. Tener destrezas es importante; pero, en el marco de la autonomía, son un medio para la ejecución de las decisiones. Y el medio debe servir al fin, no hacerse fin –a veces, además, impuesto‐. Pensando en la autonomía de las personas mayores, el foco que debe guiar los apoyos en destrezas es el de la capacidad de decisión y, a partir de él, capacidad de realización de las decisiones (aunque algunas iniciativas pueden ser previas a la decisión, encaminadas a fortalecer la capacidad de tomarla). 3. Puede distinguirse, además, dentro de la autonomía como decisión, entre autonomía como autodeterminación, como autolegislación y como autenticidad. En la primera nos damos una determinación a través de nuestras elecciones libres, hechas en función de lo que queremos, de lo que nos autorrealiza según nuestros proyectos. Cabe una amplia arbitrariedad de la libertad, al no imponernos más que la no obstaculización directa de la libertad de los otros. En la autonomía como autolegislación no se pretende ejercer sin más el libre arbitrio, sino que se busca específicamente que la decisión sea la conclusión de una argumentación moral sólida, en la que los sentimientos y deseos que puedan aparecer están purificados por ella, pretendiéndose universalidad, esto es, una consistencia tal en la argumentación que la haga asumible por otros sujetos que puedan considerarla en el mismo contexto. Por último, la autonomía como autenticidad persigue configurar en una trama una “historia de decisiones” que, unidas a lo que se reconoce como recibido y a las relaciones que se van trabando, va forjando una vida que pretende ser fiel a lo que la persona se considera llamada a ser, a una identidad que trata de que sea lograda. Ante los apoyos a ancianas y ancianos con autonomía fragilizada, normalmente se tiene presente la primera versión de la autonomía, pero haciéndola girar en torno a temas menores de la vida cotidiana. Como si las oportunidades de decisión de más largo alcance se les hubieran acabado. O como si la capacidad que les queda de decidir con lucidez se redujera a ellos. Cuando así es el caso, así hay que asumirlo. Pero debe criticarse la propensión a empujar, inconscientemente quizá, a esta limitación, a hacer que sea limitación impuesta desde una concepción infantilizadora de la persona mayor que en realidad es una falta de respeto. Por eso, en la medida de lo posible, hay que seguir reconociendo, y en lo que se precise alentando en el respeto, su autonomía como autolegislación y ante cuestiones existencialmente relevantes. 4 En cuanto a la autonomía como autenticidad creo que en la vejez merece una atención especial. Es cierto que en buena medida esa historia de decisiones que la plasma, en la que se van insertando las del presente, que configura con su trabazón una identidad, está para la persona anciana ya más en el pasado que en el horizonte del futuro, temporalmente corto. Pero precisamente por eso, en la vejez es una autonomía especialmente densa, que recoge con tintes evaluativos ese pasado de uno mismo, y que se apresta a clasurarse en formas que se quieren positivas, que permitan decir al interesado que, con sus luces y sombras, valió la pena vivir la vida que vivió. Ayudar en el exquisito respeto a la persona anciana a que esta autorrevisión no sea traumática, que esté empapada de la pertinente compasión consigo misma, que se vaya culminando pacificadamente a través de las decisiones de la última etapa de la vida sin que se encierre en la historia de lo ya pasado, puede ser muy importante. En este terreno, la escucha auténticamente atenta y abierta al diálogo real de la narración abierta en la que la persona anciana da cuenta de su biografía moral, ocupa un lugar clave en un proceso de acompañamiento en el que en el dar hay que estar abiertos a aprender (lo que va contracorriente en nuestras sociedades orientadas al puro futuro). 4. Otra variación en la autonomía, pertinente para nuestro tema, se plasma en la distinción entre autonomía actual, o capacidad de decisión que realmente se posee, y autonomía potencial, la que puede alcanzarse si se reciben las ayudas pertinentes a las que se tiene derecho. La referencia primaria para el reconocimiento del nivel de autonomía de ancianos y ancianas es la segunda, que da cuenta de una injusticia si no coincide básicamente con la primera. Lo que exige como medida fundamental en los responsables en los diversos niveles de intervención social que se hagan efectivas esas ayudas para que así se actualice la potencialidad. Algunas medidas encaminadas a ello están expresamente en las manos de las autoridades públicas, y a ellas voy a remitirme luego. En otras, sin que estas autoridades sean ajenas, el protagonismo de familiares y allegados de las personas mayores puede ocupar un lugar destacado. Aquí doy cuenta de una de estas con especial importancia. A veces funcionamos con el postulado de que el grado de autonomía que tenemos es una capacidad abstracta, que podemos ejercer luego en concreto, con la misma facilidad o dificultad, en cualquier contexto dado. Pero nuestro grado real de autonomía tiene mucho de contextual. Es claramente mayor cuando la vivenciamos en contextos –culturales, familiares, sociales, etc‐ conocidos e interiorizados que funcionan espontáneamente como apoyos. Si se nos resitúa repentinamente fuera de ellos, nuestra autonomía actual baja, el nuevo contexto pasa a ser obstaculizador en vez de facilitador, y precisamos todo un proceso para convertir el obstáculo en reto, familiarizarnos con los nuevos entornos y volver a los niveles precedentes de autonomía o incluso superiores. Ahora bien, esta dinámica funciona en situaciones vitales en las que la capacidad de autonomía no está fragilizada internamente. Cuando así sucede, como en la ancianidad sujeta a marcada 5 vulnerabilidad, el cambio contextual supone un duro empobrecimiento de la autonomía real del que es muy difícil salir. Es algo que habrá que tener muy presente en los cambios de situación a los que se somete a las personas ancianas, debiendo ayudarles en la preparación y en la reacomodación a ellos si se muestran inevitables. La autonomía de la persona anciana como ciudadana Si nos acercamos a la autonomía a través de la categoría de capacidad para decidir, y si, pensando en su efectividad, hablamos de oportunidad para elegir eficazmente, nos encontramos con que esta se da cuando no solo hay ausencia de coacción externa, sino cuando se dispone de los recursos que se precisan, en forma de bienes y servicios, y además se está en circunstancias personales y sociales que permiten aprovecharlos. A veces, y en ciertos niveles, el logro de estos recursos y el saber utilizarlos son responsabilidad personal. Pero, en sus formas más básicas y generales, remiten a la justicia distributiva. Aparece con ello una de las vías de enmarque de la autonomía personal en la ciudadanía. Ahora bien, la panorámica de este enmarque se muestra más completa cuando se contemplan los cuatro ámbitos en los que la autonomía puede ejercerse: ‐ ‐ ‐ ‐ el privado de la intimidad familiar y de amistades, en el que se toman de manera especial aunque no única, las decisiones conexionadas con la vida relacional afectiva; el privado de la vida civil, con elecciones o iniciativas que tienen que ver con la institución del mercado y las interrelaciones que ampara, y también con las instituciones conexionadas con el sentido, sea religioso o secular; el público en su expresión social, en el que la libertad se embarca en compromisos en organizaciones que, perteneciendo a la sociedad civil, persiguen el bien público en alguna de sus facetas (derechos de las mujeres, desarrollo, derechos civiles, paz, ecología, etc.); el público en su expresión política estricta, en el que las decisiones se sitúan dentro de las instituciones formales del Estado, a través de la participación democrática en ellas. Una autonomía personal florece de verdad cuando se expresa en los cuatro ámbitos. Ante este horizonte, la tendencia con las personas mayores con autonomía fragilizada es ayudarles a que la ejerzan en el ámbito privado de la intimidad y en el privado de la vida civil, limitadamente además, por ejemplo, remitiéndose al uso de sus bienes económicos y al apoyo en sus pertenencias a instituciones de sentido. Esto, tanto en los espacios familiares como residenciales. Con lo que se cercenan sus posibilidades y se debilita la vertiente pública de su autonomía, la que conecta a esta directamente con la ciudadanía. 6 Desarrollo un poco esta consideración. La ciudadanía en su sentido más preciso y en cuanto orientación al bien público, tiene que ver con la pertenencia a la comunidad política democrática y la correspondiente participación en ella. Pero, en sentido amplio, puede defenderse que consiste en la vivencia ajustadamente imbricada de la autonomía en los cuatro ámbitos señalados, articulándose en ella protección de las instituciones públicas y responsabilidad cívica, esta última en los niveles que corresponden a cada uno según su situación; siendo la referencia para ella los derechos civiles, políticos y sociales tomados en su interdependencia e indivisibilidad. El anciano o anciana con autonomía vulnerable sigue siendo ciudadano. Al ejercicio de su autonomía privada en el nivel máximo posible tiene que acompañarle el ejercicio de su autonomía pública (en sus ámbitos social y político), también al mismo nivel.3 Las posibilidades e iniciativas que, junto a las que él busque, se le ofrezcan a su libertad para que elija, deben tener presente esta doble referencia, amparadas siempre en el respeto a su decisión y en la imparcialidad ideológica en la oferta. De esta manera a la persona anciana con dificultades de autonomía se le facilitará que siga viviendo, en el modo que considere oportuno, su ciudadanía en forma densa, al estar abierta mientras pueda a sus dos vertientes. ‐ ‐ Por un lado, la vertiente de ciudadanía receptiva, la que nos corresponde en cuanto seres necesitados y vulnerables, la que nos da derecho a recibir los bienes y servicios que precisamos para satisfacer las necesidades y potenciar las capacidades. En la situación de ancianidad son especialmente relevantes la garantía de ingresos básicos, en general en forma de pensiones, el cobijo o vivienda decente, la atención de calidad a la salud, los servicios sociales apropiados a cada situación. Esta ciudadanía receptiva que remite a estos derechos “crédito”, llamados a funcionar con el criterio de “a cada uno según sus necesidades”, no se extingue mientras se vive. Por otro lado, está la vertiente de la ciudadanía activa, la del derecho de participación y de asunción de responsabilidades correspondientes. En la persona anciana con dificultades se irá fragilizando, pero es fundamental garantizarle la posibilidad de que la ejerza en la medida de sus “capacidades apoyadas”. En resumen, también la anciana o anciano están invitados a vivir estas dos vertientes de la ciudadanía en circularidad virtuoso‐creativa, por supuesto en relación con sus problemas como colectivo, pero también abiertos a los problemas sociales en general 3 La verdad es que las posibilidades de una autonomía viva en la ancianidad dependen en buena medida de la riqueza de autonomía que se ha podido vivir en las etapas precedentes de la vida. Una persona que, por la pobreza, se ha visto obligada a limitar el círculo de sus decisiones a la búsqueda de la supervivencia personal y familiar, se encontrará con mayores dificultades para una autonomía rica en la vejez que otra persona que no se ha visto coaccionada de ese modo. 7 en torno al bien público. La circularidad podría formularse así: porque son sujetos receptores de derechos sociales consolidan sus posibilidades de tener participación activa; y porque tienen participación activa, pueden vigorizar la reclamación publica de derechos sociales, para el colectivo de personas mayores y para el conjunto de colectivos vulnerables con los que se solidarizan. En definitiva, el ideal en las políticas de apoyo a los ancianos y ancianas vulnerables no debe ser el de que “no carezcan de lo necesario para vivir” (aunque desgraciadamente para muchos es lo básico de lo que no disfrutan) y el de que “se entretengan” para matar el aburrimiento, sino el de que estén en las mejores condiciones posibles para ejercer su autonomía orientada a objetivos estimulantes en una rica red de relaciones personales e institucionales. Apunte sobre los sujetos externos de responsabilidad ante la autonomía de las personas ancianas La persona anciana a la que se le ayuda a vivir y potenciar su autonomía en la medida en que lo necesita, tiene una responsabilidad personal en el ejercicio de esta, acorde con el grado en que la posea, que como tal se le debe exigir. Pero dado que aquí me he centrado especialmente en los derechos que tiene a recibir esos apoyos en situaciones de vulnerabilidad, conviene cerrar esta reflexión señalando los sujetos externos implicados en esta tarea y las responsabilidades que les corresponden, advirtiendo de antemano que, para afrontarlas, deben contar con la participación activa, crítica y propositiva, de las propias personas mayores, para no caer en el paternalismo. Están, para empezar, los responsables de la creación de las leyes. Por un lado deben amparar legalmente la autonomía existente de las personas mayores frente a abusos posibles de sus allegados, o profesionales, o de las instituciones, o de los ciudadanos. Por ejemplo, en conexión con sus bienes, o con sus decisiones en el campo afectivo, o con su derecho a hacerse presentes en los espacios sociales y en los organismos públicos sin ser discriminados ni menospreciados por su edad, etc. Por otro lado, deben potenciar su autonomía posible, facilitando legalmente su disfrute de los derechos de la vertiente receptiva de la ciudadanía concretada en su situación, para lo que una ley ajustada de atención a las personas en situación de dependencia relevante, acompañada de la correspondiente financiación, puede ser muy conveniente. Están, además, los responsables de la aplicación de las leyes: el sistema judicial y, subordinadamente a este, el sistema policial. La responsabilidad les concierne de dos modos. En primer lugar, cuando los jueces se planteen posibles sentencias de incapacitación de las personas ancianas, frente a incapacitaciones generales, tienen que responsabilizarse de hacer dictámenes ajustados a la realidad de autonomía actual 8 y potencial de cada persona, velando para que se reconozca y respete individualizadamente como capacidad legal en la toma de decisiones; si no lo hacen así son cómplices de los abusos a la autonomía de los mayores que, apoyados en su dictamen, pueden cometerse. En segundo lugar, corresponde a los jueces, con ayuda policial, perseguir los maltratos delictivos que sufran las personas mayores y aplicar la justicia no solo pensando en la dimensión penal hacia el maltratador, sino, muy expresamente, en la dimensión reparadora hacia la víctima. Todo maltrato es violación de la dignidad. Y en los ámbitos en los que el anciano o anciana mantiene autonomía esta violación de la dignidad se da por la vía de la violación de la autonomía. Siguiendo con el ámbito público del Estado, hay que citar también a los responsables de las políticas públicas. Es aquí donde deben diseñarse y realizarse políticas que acojan y potencien eficazmente la autonomía de las personas mayores, con todas las matizaciones hechas en las consideraciones precedentes. A veces, a través de iniciativas e instituciones directamente públicas; en otras ocasiones para apoyar iniciativas de organizaciones sociales a favor de la ancianidad –discerniendo su pertinencia y evaluando el uso de los recursos públicos transferidos‐, o a favor de las familias que los mantienen en su seno, también con el correspondiente seguimiento que evite abusos. La referencia mínima para todo esto es que ninguna anciana o anciano quede en situación de abandono. Es cierto que en la vida política no siempre es posible hacer todo lo que debería hacerse. Pero no se puede utilizar este argumento como excusa para dejar de hacer lo que con voluntad e ingenio y sin discriminación de los colectivos socialmente menos influyentes, podría realizarse en el reparto de los recursos públicos.4 Acabo de mencionar otro sector de sujetos de responsabilidad: las organizaciones sociales a favor del bien público, en este caso de los derechos de las personas mayores, en la sociedad civil. Es necesario que, con apoyo cívico, florezcan guiadas honestamente por esta intención, sin ánimo de lucro, en la medida en que es así como apoyan la justicia para ancianas y ancianos marginados. Y que trabajen en conexión colaborativo‐crítica con las instituciones públicas. El horizonte de autonomía aquí diseñado, con las enmiendas que se vean oportunas, puede ser una buena referencia para ello. A instituciones públicas y sociales les concierne también la tarea de concienciación cívica para que los ciudadanos nos hagamos cargo de la realidad de las personas mayores con autonomía fragilizada, para que tengamos viva conciencia de su dignidad, acompañada del respeto empático, a fin de que estemos en disposición positiva de 4 La actual crisis económica nos está mostrando que en diversos lugares las personas mayores en situación económica de precariedad –porcentualmente muy numerosas‐ están sufriendo esta discriminación, que juega a favor de los privilegiados e influyentes en el sistema económico. Cuando esto sucede, se las trata en realidad como puro medio al servicio del florecimiento del sistema. Las consecuencias negativas en las posibilidades de ejercicio de su autonomía son fortísimas. 9 apoyarles con nuestra aportación en los impuestos y la exigencia de su correcta distribución, de que nos cuidemos de no caer en actitudes de menosprecio y discriminación que bloquean las capacidades de autonomía, de que en definitiva, el anciano o anciana con dependencia marcada (el que podremos ser) no sea una cuestión que se relega a cada familia para que actúe como pueda y le parezca. Por último, se impone una mención especial a quienes (familiares y profesionales en especial) atienden directamente a personas ancianas con relevantes carencias en autonomía. Evidentemente, en el nivel más básico deben evitar conductas expresas de maltrato, en forma de coacción de la autonomía de la persona mayor y, en general, de irrespeto a su dignidad. También, en este mismo nivel, deben evitar el no buen trato o trato malo no intencionado pero objetivamente real –la víctima no deja de sufrirlo‐ que está presente en los paternalismos infantilizadores en el cuidado que, aunque estén guiados por la buena voluntad, oprimen de hecho esa autonomía y dignidad. Por último, desde el punto de vista ético, deben abrirse al buen trato o buen hacer en la atención. Aquí, a los parámetros de la profesionalidad es muy importante que añada el cultivo de las virtudes. En efecto, lo que garantiza el buen trato ético en lo cotidiano es la práctica de las virtudes, en quienes cuidan y en quienes, siendo cuidados, también aportan valor a la relación. No puedo detenerme en esto, pero la virtud es por definición, y frente a ciertos prejuicios en su forma de concebirla, un modo de ser de la persona, que se expresa como disposición a actuar habitualmente pero sin rutina de manera acorde con él. Basta que pensemos en virtudes como la escucha, el diálogo, la humildad, la paciencia, la confianza, la gratitud, la generosidad, etc. en la atención a personas ancianas, para que la tesis que acabo de expresar se muestre evidente. El que los agentes que he ido citando concuerden razonablemente en estos procesos de acogida de las personas mayores fragilizadas, aporta la síntesis de respeto, justicia y solicitud, abierta esta a aprender del anciano o anciana, en formas tales que la vulnerabilidad de este es atendida y su autonomía personal, enlazada en relaciones múltiples, queda potenciada en función de las posibilidades existentes. Porque, no habrá que olvidarlo, la autonomía real en las personas ancianas será la resultante de la interacción entre sus capacidades personales y las posibilidades y apoyos que se les ofrezcan. Como, desde otra perspectiva, sus limitaciones efectivas, sus dependencias concretas, serán también la resultante de la interacción entre las limitaciones subjetivas que tengan y los obstáculos que les impongan quienes se relacionan con ellas, así como los contextos en los que están. 10