DIOGENES Y EL CINISMO PRIMITIVO L escenario y los actores son conocidísimos. Estamos en las inmediaciones del Cráneo, el gran gimnasio de Corinto, más animado que nunca en estos años en que la ciudad, sede de la Liga helénica, se ha convertido en un campamento donde se prepara el asalto a Persia. E n el suelo, disimulada entre unos matorrales, la enorme tinaja desportillada y sucia; junto a ella, calentándose al tibio sol de invierno, un individuo indolentemente recostado. T o d o en su atuendo contribuye a caracterizarle de modo inequívoco: la barba larga y revuelta; el burdo manto lleno de mugre y de gras a ; las alforjas rústicas, de cuya boca rebosa tal vez el mendrugo de pan, o el lécito del aceite oloroso para los baños, o el cuenco de madera para el agua fresca del regato; el bastón nudoso; las sandalias empolvadas, a las que se asoman los pies cansados de un vagabundo. Es un tipo humano inconfundible; es un cínico. Mejor aún, es el primero, el más puro de todos los cínicos, Diógenes el sinopeo. Delante de él —seguimos en el mundo vigorosamente dibujado de los prototipos—, un joven arrogante rodeado de tropas. La mirada altiva, la frente noble, la boca imperiosa, la brillante armadura, todo delata al gran triunfador, 47 FERNANDEZ-GALIANO al conductor de hombres, a Alejandro el macedonio. El rey, llegado a Corinto para la asamblea de la Liga, ha sentido curiosidad hacia aquel personaje singular de quien tanta y tanta anécdota se cuenta; ha esperado que se le presentase, mezclado con la turba de oportunistas y aduladores que le asedia, y, como la visita tardaba en llegar, ha ido él mismo a buscar al filósofo. Y a están aquí, frente a frente. El joven intenta deslumhrarle con su nombre glorioso: " Y o soy Alejandro el r e y " . Pero Diógenes no se i n m u t a : " Y yo, Diógenes el perro". El macedonio se sorprende ante la insolencia : " P e r o ¿es que no te da miedo de m í ? " " ¿ D e t i ? ¿Eres bueno o eres m a l o ? " Alejandro comienza a turbarse, él que tan sereno se sabe mantener en las batallas y en los lances políticos: " S o y bueno, creo y o " . "Pues entonces ¿quién va a temer al que es b u e n o ? " U n a pausa embarazosa, que rompe secamente el m o n a r c a : " E n fin, te dejo que me pidas lo que quieras". "Sencillamente, que no me quites el sol". Y aquí termina la entrevista. El rey se aleja, más atónito que irritado. Diógenes se ha olvidado ya de é l : el bostezo que se apuntaba entre sus labios ha desaparecido; es que tal vez está contemplando atentamente el chapuzarse de las ranas en el arroyo vecino, o será que se ha acordado de pronto de que tiene que bajar a la fuente para lavar las lechugas que va a comer. ¡ Qué anécdota tan típica, tan bien lograda ! Pero ¡ qué lástima que sea falsa de cabo a r a b o ! Ni el Alejandro que estuvo en Corinto, antes de partir para la expedición asiática de que n o había de volver, era todavía el autócrata soberbio y todopoderoso que aquí nos pintan; ni Diógenes vivió nunca allí, sino en Atenas, ciudad jamás pisada por el hijo de Filipo; ni, en fin, parece que debamos ver en el relato más que una bella ficción escogida para describirnos, magníficamente, eso sí, el estado de ánimo del cinismo primitivo ante la nueva potencia imperial que alboreaba en Oriente. 48 D I O G E N E S Y E L CINISMO P R I M I T I V O Y esta decepción se repetirá muchas veces cuando se intente profundizar en el estudio de Diógenes y de lo que Diógenes y el cinismo representan. Fue tan llamativa y original su figura; tan interesados se sintieron ante ella sus contemporáneos y las siguientes generaciones y, al mismo tiempo, tan impotentes para entender bien el mundo ideológico de aquel hombre singular, que en torno a él ha venido concretándose, hasta enmascarar por completo su prístina significación filosófica, una espesa ganga de leyendas, anécdotas burdas o ingeniosas, hipótesis, verdaderos andamiajes de elaboración ficticia en relación con el cinismo y su auténtico significado. Diógenes se ha convertido en un personaje legendario apto para encajarlo en toda clase de contextos ideológicos: nos lo han pintado como un santo eremita, como un anarquista, como un loco peligroso y, por otra parte, nos han hecho ver en él un educador, un teorizante político, un sabio inspirador de reyes y gobernantes. Las fuentes antiguas sobre Diógenes son un caos. El propio Diógenes Laercio, compilador laborioso de hechos sobre la vida y doctrina de los filósofos, se v e más apurado que nunca cuando se trata de su casi h o m ó n i m o ; divaga, se repite, mezcla caóticamente elementos de procedencia diversa. Y así los d e m á s : el cave canem (jamás mejor empleada la palabra) es muy necesario si no se quiere naufragar en el mar de contradicciones. ¿Podremos aspirar a desbrozar algo este oscuro camino, a entrever algo del confuso mundo del pensamiento diogénico? Vamos a intentarlo. L o primero que nos sale al paso es la conocida y discutida historia de su llegada a la Grecia propia desde Sinope, la ciudad comercial de la orilla del mar Negro donde nació. Laercio nos cuenta una deshilvanada historia de la que se deduce que Diógenes y su padre fueron desterrados de su patria por acuñar dinero falso o, al menos, rebajar de modo indebido la ley de la moneda corriente. La cuestión es complicadísima: si no fuera porque algunas piezas conocidas 49 FERNANDEZ-GALIANO de Sinope llevan el nombre de Hicesias, que sabemos que fué el del padre de nuestro cínico, habría que entender que la leyenda se basa, como tantas veces, en una torpe interpretación materialista de hechos filosóficos: lo mismo que a Sócrates se le inventó una madre comadrona porque practicaba el género mayéutico de indagación, se forjó también la leyenda de una supuesta falsificación monetaria porque Diógenes había afirmado en una de sus obras que él se dedicaba a alterar los valores de la moneda. Pero esto habría que entenderlo en sentido puramente metafórico. El filósofo querría decir con esto que su misión consistía en una deliberada y sistemática demolición de la escala de valores éticos por que se regía un mundo frivolamente burgués. Más aún, sería un oráculo del propio Apolo, si creemos a otra de las fuentes de Laercio, el que le habría inducido a practicar esta revolucionaria operación numismática. Pero Diógenes, inexperto, no entendió bien en un principio a qué se refería el extraño mandato del dios; lo aplicó en sentido directo, modificó realmente el valor de las monedas sinopeas de modo fraudulento y tuvo por ello que abandonar su país; y entonces sería, al verse en la crisis psicológica del destierro y la miseria, al hallarse errante y desamparado ante un mundo hostil, cuando el filósofo habría nacido, como hombre nuevo, de la tremenda depuración espiritual provocada por las vicisitudes; entonces comprendió que se había equivocado ridiculamente al interpretar las palabras divinas y que su vida entera había de dedicarse, en lo sucesivo, a perseguir afanosamente, con su ejemplo y sus palabras y sus escritos, la subversión general de los valores, el grito y la postura estridentes en la rutinaria calma de un pueblo sin ilusiones ni creencias, la piedra que irrumpe con estrépito y agitación en las aguas del charco putrefacto bajo cuya mansa superficie de hipocresía se mueven más que nunca las pasiones. Diógenes va a ser, y no sólo en esto, un trasunto de Sócrates, un Sócrates vuelto loco, como donosa- 50 D I Ó G E N E S Y E L CINISMO P R I M I T I V O mente le llamó Platón; también él será otro tábano que intranquilice a los atenienses, que los traiga constantemente a la razón y a la recta valoración de las cosas desorbitadas; pero a él no le matarán como a su antecesor, porque la Atenas de la época de Alejandro no es ya la de ochenta años antes. Sócrates todavía era peligroso para los dirigentes de su tiempo porque su semilla renovadora podía prender, y de hecho había prendido ya, en una juventud cada vez más asqueada del viejo politiqueo y el zafio ir y venir de demagogos y arribistas; pero a Diógenes le toleran, en primer lugar porque se divierten infinitamente con sus chanzas y sus extravagancias geniales, pero además porque ya nada importa nada. Cuando se ha perdido todo lo que se podía perder, cuando los macedonios se pasean con aire dominador por las calles de Argos y de Corinto, cuando T e b a s es un campo de ruinas calcinadas, un tipo raro como Diógenes no es ya una amenaza para nadie. En el escenario de Atenas no se representa ya el drama político, sino la comedíela de costumbres o el grosero entremés; ¿ y qué mejor protagonista que Diógenes para una buena farsa? Pero veámosle arremeter briosamente contra toda clase de convenciones sociales : examinemos las palabras claves de su modo de vivir y de obrar. Ante todo, la Tiapp-qaia, la libertad ilimitada de expresión, aquello que él mismo definió como la más bella cosa de cuantas se dan entre los hombres. Aquí llega a su grado máximo la licencia, siempre tan típicamente ateniense, para hablar desenfadadamente de lo divino y de lo humano en el cuadro acogedor de las plazas públicas o la tertulia amistosa del gimnasio. E n este sentido, Diógenes es una inagotable fuente de anécdotas más o menos legendarias, pero siempre chispeantes e impregnadas de vivo sentido del humor. Nadie o casi nadie se libra de los ataques de su aguzada lengua: filósofos y políticos, oradores y gramáticos, músicos y atletas. Es una lectura realmente divertida, pero 51 FERNANDEZ-GALIANO que es menester acoger con alguna precaución: por lo regular, aunque la autenticidad del sucedido resulte más que discutible, no hay mal grave en utilizar la anécdota bien encajada dentro de nuestra idea general del personaje; mientras que, en otras ocasiones, nos es posible identificar con facilidad, en ciertos trillados chascarrillos o retruécanos, elementos claramente intrusos de este totum revolutum que el celo excesivo de Laercio nos ha transmitido. Y junto a esa libertad o libertinaje en el hablar, el impudor más absoluto en el obrar, la más completa falta de respetos divinos y humanos en la praxis social y el trato de gentes. Aquí, como ha visto bien Dudley, otra vez vuelve Diógenes a ser el Sócrates enloquecido de la sabrosa definición platónica. Donde el viejo maestro se limitaba a leves toques irónicos, todo lo hirientes que se quiera, pero envueltos en exquisita cortesía formal, la labia desvergonzada de Diógenes se explaya, como acabamos de ver, sin el menor recato; donde Sócrates desentona apenas de la rutina social en mínimas extravagancias disculpables (desaliño en el vestir, anárquico vagabundeo libre de trabas horarias, vulgarismo intencionado de su lenguaje filosófico), el cínico se lanza a un abierto desprecio de todos los usos y costumbres. Comenzando por su propio pintoresco modo de vivir, que tan honda huella dejó en el recuerdo de cuantos le conocieron. Laercio nos cuenta la graciosa historia; llegado a Atenas, y en vista de las dificultades que para encontrar vivienda se le ofrecen, el filósofo se instala tranquilamente en la gran tinaja de barro. Allí pasa su tiempo, y otras veces, cuando está de viaje o cuando se le antoja, quizá en las noches insoportablemente cálidas del verano, toma por dormitorios los pórticos de los templos y por el más bello de los artesonados el cielo mediterráneo cuajado de estrellas; y si ocurre algo imprevisto, como aquella vez que un muchacho insolente le quebró de una pedrada su morada frágil, nada será capaz de alterar la imperturbabilidad del va- 52 D I Ó G E N E S Y E L CINISMO PRIMITIVO gabundo nato, que se apl ica a sí mismo l os versos de un fragmento trágico de autor desconocido: " . . . s i n ciudad y sin casa, privado de su patria, viviendo al día como men­ digo e r r a n t e . . . " Si así son l as noches, puede suponerse cómo serán l os días. N o l e importa, y aún parece gustarl e, que l e vean l os atenienses, tan cuidadosos del recato en este punto, no sól o comer en públ ico, siempre que l e apetece y dondequiera que esté, sino dedicarse con l a misma imperturbabl e desver­ güenza a otras ocupaciones menos decorosas: escupe, abo­ fetea, insul ta, prorrumpe en risotadas cuando l e viene en gana. T i e n e , además, el don de l a payasada al egre y sana; o con más frecuencia aún, l a resignación bienhumorada en apariencia, amarga por dentro, del triste tonto de circo de nuestros días. Si l e gol pean, sonríe prometiendo que en adelante no sal drá a l a cal l e sin y e l m o ; si l e gastan pesadas bromas sobre su mote canino, arrojándol e huesos o l adrán­ dole con voz de fal sete, responde con un chiste o con una regocijante ordinariez. Y todo el l o ¿por q u é ? ¿ E s que este desgraciado no tiene l a menor dignidad, es que ha descen­ dido al nivel de l os más l amentabl es desechos humanos? Entonces ¿ q u é han visto en él l os antiguos para conservar su memoria? ¿Cómo se expl ica esta oposición paradójica entre una conducta y una f a m a ? Pues se expl ica, sencil l amente..., pero sobre esto pre­ fiero vol ver l uego. Ahora voy a pasar al tercero de l os principios motores del cinismo: después de l a παρρησία y de l a α ν α ί δ ε ι α , ese viejo ideal humano, desde l a más remota antigüedad hasta el día de hoy, que es l a autarquía, el orgull oso sueño del hombre que quiere bastarse a sí mismo. El principio era antiquísimo: ya l os viejos sofistas l o habían defendido. Pl atón nos mostró l a sonrisa socarrona de Sócrates ante l a coqueta petul ancia del viejo Hipias, que pudo jactarse una vez en Ol impia de que todos, absol uta­ 53 FERNANDEZ-GALIANO , mente todos los vestidos u objetos que llevaba sobre su cuerpo — e l anillo, la sortija de sello, la raedera, el vaso de aceite, las sandalias, el manto y la t ú n i c a — habían sido hábil y pacientemente fabricados por sus propias delicadas manos de intelectual. Hipias, como buen sofista, es un h o m bre enciclopédico, modelo de polifacética versatilidad, que se propone — b i e n comprendemos que ilusoriamente— llegar a abarcar todas las ciencias y las artes hasta que no quede una sola necesidad corporal o espiritual que no pueda ser saciada en la sabiduría genial de una persona; pero el caso de Diógenes es muy otro. Aquí lo que hace nuestro cínico es seguir tirando por la borda el embarazoso lastre que hubiera terminado por coartar su libre vuelo filosófico : primero fueron las trabas puestas por la cortesía a la franqueza despiadada; después, la pacata barrera del pudor social; ahora le vemos desprenderse también de las necesidades superfluas, que atentan contra la libertad del hombre convirtiéndole en esclavo de sus deseos. Mas ¿ q u é es lo superfluo, qué es lo necesario? En esto, como en tantas cosas, todo es relativo. Para el burgués de su tiempo, una apetitosa sopa caliente, una cama mullida, un rincón junto al fuego mientras tamborilea la lluvia en el tejado, pueden ser un mínimo sin el cual no valga la pena v i v i r ; pero Diógenes ha descubierto que puede privarse sin gran esfuerzo de muchísimas más cosas. H a empezado por resignarse a una vida de caracol con su casa a cuestas, que a nadie molesta y que de nadie necesita; ha perfeccionado sin cesar sus métodos, renunciando al vaso cuando comprobó que podía beber agua en la palma de la mano, renunciando al plato cuando vio que el hueco de un mendrugo de pan era capaz de reemplazarlo; ha permitido, en fin, que se le moteje de perro, y hasta ha terminado por aceptar gustosamente el apodo que habría de transmitirse a la escuela cínica entera, porque el can —dice un escolio a Aristóteles— es un animal sufrido al que nada importa comer, 54 D I O G E N E S Y E L CINISMO P R I M I T I V O amar y dormir en pl ena cal l e; porque es también una cria­ tura soberbia e impúdicamente col ocada por encima de todas las convenciones social es; mas también porque el perro es fiel, y sabe guardar unos principios y atenerse a el l os, y dis­ criminar muy bien entre amigos y extraños haciendo fiestas a l os primeros y l adrando a l os segundos. El cuerpo y sus exigencias viciosas, he aquí el e n e m i g o ; cortesanas, afeminados, gl otones, son objeto de sus más ace­ radas pul l as. La κ α ρ τ ε ρ ί α socrática l l ega en él a un verda­ dero paroxismo; se revuel ca durante el verano en arena caliente; abraza en invierno a l as estatuas cubiertas de nie­ v e ; prueba, venciendo su repugnancia, carnes crudas y en todo el l o se comporta como el más consumado practicante de una terribl e ascesis endurecedora. N o basta, sin embargo, l iberar al al ma de l a tiranía del cuerpo; hay que defenderl a también contra una serie de lazos convencional es que l a sofocan y atrofian. Por ejempl o, el amasijo de supersticiones en que se ha convertido una religión que ya no conserva de l as antiguas creencias más que el hueco cascarón de l as pompas l l enas de vanidad; por ejemplo, l a mezquina idea de una patria chica que ha sido módulo común a toda Grecia durante sigl os. Aquí fue también un factor personal , psicol ógico incl uso, el que creó l as condiciones necesarias para una postura nega­ tiva. Diógenes es un semibárbaro, un hombre nórdico, sobre el que no pesa el sedimento cul tural de mi l años de gl oriosa historia patria; y, además, ha perdido su ciudadanía en l os azares del mal hadado desl iz monetario, se ha convertido en un inquieto y errante misionero de sus ideas. ¿ E s extraño que, en tal es condiciones, el sentimiento patriótico se haya convertido para él en una más de l as embarazosas ataduras que atentan contra l a l ibertad del al ma humana? A este respecto se ha producido una notabl e confusión. Los inves­ tigadores se han preguntado durante mucho tiempo cómo se compaginaba el feroz individual ismo de Diógenes, ese 55 FERNANDEZ-GALIANO constante romper lazos y soltar lastres afectivos, con la supuesta tendencia filantrópico-universalista que ciertas frases suyas permitían suponer. Las frases son t r e s : "preguntado que de dónde era, contestó que ciudadano del mundo, K o o ^ o T t o X Í T T i c ; " ; "decía que la única verdadera ciudadanía era la del universo"; y "toda la tierra es mi patria". Evidentemente, existen dos maneras de entender estas expresiones bastante concordantes entre s í : lo usual hasta hace poco ha sido admitir que aquí Diógenes, con amplia visión política, se salta las fronteras convencionales para abrazar un régimen ideal de universal fraternidad. Pero también cabe interpretarlo de manera más acorde con el ideario de nuestro cínico tal como en general lo vamos descubriendo: y entonces hallaremos con sorpresa que lo que en estos lugares preconiza el sinopeo errante es precisamente todo lo contrario. "Mírame — d i c e Diógenes redivivo en pasaje famoso de E p i c t e t o — : no tengo casa, no tengo ciudad, no tengo bienes, no tengo familia; no tengo más que la tierra y el cielo". Esto, esto es lo que quiere decir él filósofo: que, a fuerza de amputaciones sentimentales dolorosas o no, también aquí ha conseguido llegar al ideal negativo de una orguUosa independencia apatrida. Desde el momento en que la ciudad, tan querida por los demás griegos, llegue a no significar nada para él, el mundo entero se convierte automáticamente en una gran patria del desheredado de la fortuna. Y con ello se ahorra el filósofo muchos disgustos y preocupaciones cívicas. Cuando Crates, el dulce y genial discípulo de Diógenes, entrevé la posibilidad de que su ciudad, Tebas, que había sido bárbaramente destruida por los macedonios, vuelva a ser reconstruida, su única reacción consiste en encogerse de hombros escépticamente : " ¿ P a r a q u é ? Vendrá otro Alejandro que la arrasará de n u e v o " . Con esa indiferencia, el que se declaró a sí mismo conciudadano de Diógenes en la ciudad ideal de la pobreza y la insignificancia está buscando, por una parte, un aislamiento egoísta 56 DIOGENES Y E L CINISMO PRIMITIVO en el torbel l ino de l os mal es de su país, pero también, al mismo tiempo, aferrándose ciegamente a l a única l fi osofía que l e sal va del total desastre espiritual . Schwartz ha expl i­ cado muy bien cómo en el azaroso mundo de l os diádocos, en que un período histórico moría y otro nacía entre el estrépito de l as armas y el fuego de l as teas, esta resigna­ ción fil osófica se convirtió en el único consuel o que el hom­ bre desamparado frente al destino podía hal l ar en l a vida. U n consuel o y, a l a vez, una fuga. Una azarosa navegación fantástica como l a que nos describe el bel l ísimo fragmento lírico del propio Crates. La nave del al ma abriéndose paso trabajosamente en un mar de niebl as, entre l os vapores del τΟφος, l a típica pal abra técnica del cinismo que significa a un tiempo "hinchazón", "vanidad", "obcecación" y " c e ­ , güera". Pero he aquí que mil agrosamente surge de este pié­ lago de engaños e il usiones humanas una isl a maravill osa, la isl a de Pera, el soñado refugio de pacífica e indol ente men­ diguez donde vive beatíficamente, despiojándose l as barbas filosóficas o durmiendo al sol , l a tropa pintoresca del cinismo. ¡Palabra mágica, el τ υ ψ ο ς ! [ Τ ύ φ ο ς de los sabios, que creyendo saber lo ignoran todo, como ya descubrió el viejo Sócrates; τ ΰ φ ο ς de l os ricos, perdidos en un mar de probl e­ mas menudos y estúpidos; τΟψος de l os adivinos y pseu­ doprofetas henchidos de soberbia; τ υ ψ ο ς de l os comil ones, embotados por l a congestión de su sangre gorda; τ ύ φ ο ς de los l ujuriosos, encadenados a sus propios cuerpos innobl es; τΟφος, en fin, de l os tiranos! Y más que de ningún otro, de Al ejandro, que es quien en l a Grecia del momento re­ presenta l a máxima ostentación y l a ambición de gl oria. Por eso es absurdo cuanto se ha inventado acerca de una su­ puesta rel ación entre Al ejandro y Diógenes; por eso decía­ mos al principio que l a famosa escena al l í descrita no nos servía más que como ejempl o bien gráfico de l a posición cí­ nica frente al poder pol ítico y mil itar. L o que pasó es que un tal Onesícrito, pil oto de l a nave real de Al ejandro que 57 FERNANDEZ-GALIANO había tratado a Diógenes en Atenas, estaba tan obsesionado con las doctrinas cínicas que en todas partes encontraba ecos y paralelos, sobre todo cuando oía hablar de sabios indios, más o menos fakires, que cultivaban las mismas prácticas de rusticidad y simplicidad alabadas por Diógenes. Este tema, desarrollado y embellecido con pláticas entre Alejandro y sus imperturbables interlocutores, encontró, como en las diatribas cínicas de un papiro ginebrino que han sido estudiadas por la señorita Photiadès, una entusiástica acogida en la literatura de tipo novelesco, pero en él lo que más bien aparece es una oposición entre el rey ensoberbecido y petulante y los nobles y pacíficos gimnosofistas tan despectivos ante su alta jerarquía como el Diógenes de la anécdota legendaria de Corinto. De parentesco ideológico entre el cinismo y Alejandro no hay nada, y si hay dos conceptos que se contrapongan fundamentalmente son el de la hermandad universal, fomentado en el bello sueño alejandrino del reino único, y el cosmopolitismo cínico de signo negativo, autárquico e introvertido. Y a tenemos, pues, al cínico liberado del sentimiento patriótico opresivo para su libérrima susceptibilidad. ¿ Q u é más queda por eliminar, cuáles son los últimos prejuicios, las últimas trabas que pueden caer ante esta filosofía demoledora? Pues sí, aún hay más. Se puede llegar al nihilismo más absoluto, a la total negación de todo y de todos. Hay un lugar de Diógenes Laercio que nos causa espanto. "Alababa a los que van a casarse y no se casan, a los que van a navegar y no navegan, a los que van a actuar en política y no actúan, a los que van a procrear hijos y no procrean, a los que, preparándose para vivir con los poderosos, no se arriman a ellos". Aquí estamos tocando ya el fondo de la sima vertiginosa: Diógenes, el oriental, se siente tentado — ¿ y quién no alguna v e z ? — por el nirvana búdico, por el dulce quietismo molinosista. "Abismaos en la nada —dice nuestro heresiarca— y Dios será vuestro t o d o " . Barbaridad 58 D I Ó G E N E S Y E L CINISMO PRIMITIVO inmensa, negación de negaciones; el acabóse, el apaga y va­ monos de l a Humanidad y de l a civi l ización. Pues bien, esto es aquí también Diógenes, pero sin Dios. Y su discípu l o Mó­ nimo l l egará más l e j o s : "todas l as suposiciones humanas son τΟφος, del irio febril , bagatel a, vapor l etal de vanidad e ilusión". Ahora ya el τΟφος l o l l ena todo ; l a nave de Cra­ tes, perdida para siempre en el humo venenoso, no l l egará jamás a l a isl a mágica de Pera, aquel l a al egre ciudad " h e r ­ mosa, opul enta, bien andrajosa, fal ta de todo, que no visita jamás ningún necio parásito ni ningún l ibertino prendido en l os encantos de una cortesana"; l a sencil l a isl a de l os cínicos que produce "tomil l o y ajos, higos y hogazas de p a n " y donde nadie siente deseos de empuñar l as armas por sim­ ples cuestiones de dinero o de honor. Nihilismo por un l a d o ; brutal animal ismo por otro. El Diógenes de l a Π ο λ ι τ ε ί α , l a obra perdida que con tanta curiosidad l eeríamos si reapareciese, l l ega al úl timo extremo, al non plus ultra de l a doctrina. Negación de l os l azos fami­ liares y, como l ógica consecuencia, aceptación del incesto como expresión normal del a m o r ; negación hasta del buen gusto y del más el emental decoro al admitir el canibal ismo fingiendo no ver diferencia al guna entre l a carne de hombre y l a de buey o l a de gal l ina. Aquí ya el fil ósofo se pasó de l a raya. Los mismos anti­ guos mostraron siempre asco y aversión a tal es manifesta­ ciones. Y , sin embargo, es posibl e que sea precisamente por este paroxismo de animal idad descarnada por donde poda­ mos comenzar el camino de regreso: el que va a l l evamos, desde el l óbrego y repugnante pozo de negativismo en que nos hal l amos, a l as consol adoras cimas de un cierto opti­ mismo humanístico que va a cul minar en el estoicismo. Porque en esto se insinúa tímidamente un rasgo positivo de nuestro cínico. Podemos, en efecto, suponer, aunque el l o es probl emático, que, si considera teóricamente aceptabl e l a 59 FERNANDEZ-GALIANO antropofagia, no lo hace, desde luego, seriamente, sino como una llamada de atención hacia el absurdo que representa nuestra condenación de este crimen mientras, en cambio, devoramos tranquilamente las carnes de seres vivos como nosotros. S e trata, en suma, del viejo tópico vegetariano. Y no es que sepamos que Diógenes haya preconizado jamás tal dieta alimenticia. En algún lugar de su biografía laerciana se nos dice, como antes apunté, que intentó comer carnes crudas sin que su estómago, ordinariamente resistente, le acompañara de modo satisfactorio en tan dura prueba. Este es el único pasaje relacionado con la ingestión de c a r n e ; en todas las restantes anécdotas nos salen constantemente al paso los ordinarios componentes de la frugal comida á t i c a : queso, aceitunas, higos y pan. Guardémonos de atribuirle gratuitamente con ello un vegetarianismo doctrinal: esos eran los manjares usuales en las gentes bajas de aquel sufridísimo pueblo que, a fuerza de sobriedad, sol y aire puro, se convirtió en maravillosa serie de modelos de equilibrio corporal y estético. D e todos modos, que existe en este gran original que es Diógenes una cierta dosis de amor hacia los animales, aunque expresada con el pudor de los sentimientos delicados que era casi programático en la ruda expresión oral del cínico, es indudable. Recuérdese, por ejemplo, la delectación con que se mira en el modelo y símbolo del perro. Y a antes enumeré las razones por que suele decirse que recayó sobre la escuela el remoquete de buena gana aceptado; en ellas, como se ve, no hay nada que no redunde en alabanza del noble animal: independencia, falta de prejuicios, coherencia consigo mismo, fidelidad en modo especial: "porque también yo, como el perro —dice Diógenes—, vuelvo sin cesar a la casa de quien me ha vendido". Animal gallardo y soberbio, que no se molesta ni en gustar de los alimentos insípidos como la remolacha ni en perseguir a las gentes despreciables y cobardes; animal infatigable, capaz de cansar 60 DIÓGENES Y E L CINISMO P R I M I T I V O en la caza a los más fuertes, como tampoco hay quien pueda seguir al terrible Diógenes en la implacable persecución de debilidades y flaquezas. Benigna complacencia ante el perro, pero también ante el ratón. H e aquí otro animalillo que ha servido sin sospecharlo como modelo ideal de vida para nuestro c í n i c o : porque fue contemplando sus correteos como llegó a la conclusión de que estaba al alcance de un hombre la envidiable libertad de movimientos, la falta de necesidades, la indiferencia nada supersticiosa ante la oscuridad de la noche que distinguen al simpático roedor. Que, además, proporciona al vagabundo y al desheredado una módica y caliente satisfacción interior: la J e pensar con una sonrisa, cuando se afanan las bestezuelas en torno a las migajas de la parva colación, que también Diógenes mantiene parásitos, que también al más humilde de los hombres le es lícito y factible ejercer la caridad. Pero donde, sobre todo, llega a hacerse más patente esta delectación ante las criaturas vivas de Dios que empieza a reconciliamos con el cínico es en un pasaje no tan conocido como debiera de la inagotable fuente de anécdotas que es la biografía de Laercio. Diógenes va a morir. Sus pocos, pero fieles amigos, le piden las usuales instrucciones sobre su sepelio. También se las pidió antaño Gritón a Sócrates; y éste contestó con un réspice al discípulo tardo de entendimiento que todavía n o había acabado de comprender que el cuerpo es simple basura dejada atrás por un alma inmortal. Ahora, sin duda, los amigos de Diógenes esperan una última e inolvidable originalidad; y así cabalmente sucede. A Diógenes le basta con cualquier c o s a : que arrojen su cadáver a una zanja y se limiten a cubrirlo con una tenue capa de polvo. O, mejor todavía, que lo dejen insepulto : así podrán sus cames servir de alimento a las bestias salvajes, últimas beneficiarías, en tan feroz modo, del único legado que el desnudo mendigo podía otorgar a la raza inocente de 61 FERNANDEZ-GALIANO los irracionales. "Pero otros aseguran —continúa Diógenes L a e r c i o — que dijo que le tirasen al Iliso, para que así pudiera ser útil a sus hermanos". La frase, demasiado concisa, admite varias interpretaciones. ¿Podría entenderse que el filósofo quiere que su cuerpo, arrastrado por las claras aguas del río de Atenas, vaya a fertilizar los campos? La idea no es mala, pero no acaba de cuadrar bien en nuestro esquema mental esa insólita mención de fraternidad humana. Estos hermanos no son otros que los peces, mudas y mansas criaturas que recibirán el inesperado festín por voluntad de un amador de todos los seres vivos; y henos ya trasladados, mutatis mutandis, al mundo claro, seráfico, luminosamente humano de San Francisco. Los hermanos peces, como el hermano perro y el hermano ratón, recibieron ya su primer himno y su primer madrigal muchos siglos antes de la dulce expresión de amor del "poverello" de Asís. Amor al animal, sí. ¿ Y amor al hombre? Al menos, amor a la condición humana y dolor de que no la posean todos los que tienen humana figura. Este es motivo casi obsesivo de muchas de sus frases. U n atleta se jacta de que en los juegos ha derrotado a hombres; Diógenes le contradice: no son hombres, sino montones de carne, viles esclavos de lo material, quienes han sido vencidos por su interlocutor. Le preguntan si había muchos hombres bañándose en las termas públicas, y él contesta que no, que lo que había allí era una gran multitud inconexa y amorfa. Y aquello de andar por las calles con la lámpara encendida buscando a un solo hombre, y tantas y tantas otras anécdotas del mismo tipo. N o hay hombres, efectivamente; y es porque nadie los ha sabido formar. E n este aspecto, los profesionales han fracasado totalmente. Porque ¿cómo van a saber formar hombres si ellos mismos no lo son? Los filólogos, que se pierden en el estudio minucioso de las calamidades de Ulises mientras se les escapa el sentido íntimo de sus propias desdichas; los músicos, que se agotan en el afinamiento de 62 D I Ó G E N E S Y E L CINISMO P R I M I T I V O las cuerdas de sus instrumentos mientras sus almas descuidadas caen en desorden y desafinación lamentables; los matemáticos y astrónomos, que contemplan el sol y la luna sin ver ninguna de las cosas de este m u n d o ; los oradores, que hablan mucho de justicia, pero no la practican ; ninguno de estos gremios está ciertamente capacitado para formar a la juventud. Y entonces, ¿quién va a hacerlo? El propio Diógenes, pero a su manera agria, áspera, feroz, sin concesiones a la blandura reinante. Quien le siga ha de prepararse a las mayores durezas; porque él es implacable con la molicie y el afeminamiento. Sabe burlarse de quien para todo acude a su esclavo, profetizándole que llegará un día en que, atrofiadas las manos por falta de uso, tendrá el otro que recurrir a un extraño hasta para que le limpie las narices: supo contestar orguUosamente, a quien en su primera época le compadecía por haberse quedado sin servidumbre, que sería lamentable que el señor no pudiera prescindir del esclavo cuando a éste le es perfectamente posible prescindir de su dueño. A estos rudos exabruptos de lógica implacable habrá de acostumbrarse quien frecuente su trato en una relación que no será, desde luego, la de discípulo a maestro. Diógenes se reiría a carcajadas si se le propusiera enseñar, mediante salario o no, a un auditorio fijo en clases sistemáticas. Eso es cosa de pedantes y burgueses: él se mueve en un mundo más libre y menos convencional. Nuestro cínico no reúne en tomo suyo a un grupo de escolares, sino de amigos o secuaces no siempre unidos a él por el desinteresado deseo de aprender, sino, en ocasiones, por el afán de chocarrería y de vituperio tan usual en la ociosa plebe de Atenas; y de él se ha dicho con razón que, más que maestro, fue guardián y testigo fiel de una doctrina ética. ¿Libros de t e x t o ? Ha escrito un par de cosas, pero las oculta como una debilidad. Y si algún adulador le pide prestado uno de sus libros, contesta con airosa intemperancia : " S i prefieres, como todo el mundo, un plato de frescos y jugosos higos a un cuadro 63 FERNANDEZ-GALIANO en que los higos aparezcan todo lo maravillosamente pintados que se quiera, ¿por qué no dejas mis libros para atender al ejemplo de mi persona?" Y es que Diógenes sabe bien que no ya sus dichos, sino sus propios movimientos, llenos de vigor plástico, resultan los mejores elementos de persuasión para quien le contemple. El cínico posee un magnífico sentido didáctico. U n a de sus frases es clave absolutamente decisiva de muchos de los extraños actos de su vida. " E l decía —anota L a e r c i o — que en su práctica había imitación de los maestros de c o r o ; porque también aquéllos daban la nota un poco subida para que los demás acertaran con el tono correspondiente". E n definitiva, ésta es gran virtud pedagógica: el maestro está obligado a excederse en entusiasmo, en objetivos y en exigencias consigo mismo y con los otros para que este exceso compense el inevitable detrimento que aportarán a su enseñanza la pereza, la rutina y la mediocridad de los más. Por eso Diógenes se entrega, en cuidadosa "mise en scène" nada espontánea, a esa serie de extravagancias buscadamente llamativas. Ponerse a silbar en público, pegar a las gentes con el bastón, llevar media cabeza rapada, darse ungüento en íos pies, comer altramuces delante de un orador, no eran muchas veces más que otros tantos clarinazos dados a un público distraído para que dejara lo accidental y atendiera a la verdadera función. Era el modo infalible de que el agora resonara todos los días, entre risas y denuestos, con el eco de su n o m b r e : por ahí se empezaba, y a lo mejor se terminaba por imitarle en la parte mejor de su vida... Como cuando, terminada la representación teatral, se empeñaba Diógenes en penetrar a contrapelo por las aperturas del vomitorio abarrotado; y como el uno le gastaba una broma, el otro le daba un pisotón, el de más allá le insultaba, alguno le preguntaba que a qué venía aquella inaudita extravagancia, el filósofo contestó: "Pues esto es lo que no paro de hacer a lo largo de toda la vida". E s 64 D I Ó G E N E S Y E L CINISMO P R I M I T I V O decir, andar contra corriente, ser el eterno " d o w n " , pero también el eterno aguafiestas de la ciudad alegre y confiada. Y siempre con finalidad más o menos pedagógica. Incluso cuando la lección dada a otro resulta una humillación para el propio orgullo. Si le pegan por gracia unos muchachos desocupados, se limita a pasear en torno a su cuello una tablilla con los nombres de los ofensores expuestos al bochorno público; si se trata de dar una lección al hombre remilgado que se avergüenza de recoger una hogaza de pan caída en el suelo, nada más fácil que atar una cuerda a un cacharro y arrastrarlo ruidosamente por las calles entre el jolgori6 popular; y la mejor manera de probar si un supuesto seguidor será capaz de resistir la dureza de la formación filosófica cínica es ordenarle que se pasee por el agora con un maloliente pescado en la mano. Todo bien meditado, nada dejado al azar en esa paciente búsqueda de hombres de verdad. Y ello aunque la dignidad personal padezca. Diógenes supo sacrificar su buena fama presente y futura en aras de la mayor ejemplaridad pedagógica lograda a través de la exageración y el ridículo. j Y bien sabe Dios que le costaba esfuerzo! E n eso Platón, si es cierto que tuvo el frecuente trato con Diógenes que las fuentes antiguas nos muestran, veía muy claro detrás de las apariencias; al ojo lúcido del genial observador de la Academia no se le escapaba nada. Una anécdota, probablemente falsa, pero muy significativa de la biografía laerciana nos presenta a los dos cara a cara en una escena callejera. A Diógenes le han empapado en agua, quizá unos jóvenes juerguistas o algún ciudadano a quien su mala lengua le ha causado m o lestias; alrededor del filósofo hay un nutrido grupo de desocupados atenienses que intentan consolar al embromado; y Platón, que pasa por allí, se detiene y les d i c e : " S i queréis verdaderamente compadecerle, dejadle solo". Y es que a Platón n o se le e n g a ñ a : Diógenes le acusa constantemente de TU(t)oq, aludiendo a sus costumbres refinadas y a sus 65 FERNANDEZ-GALIANO altas relaciones con magnates y reyes, perp el otro sabe perfectamente que si se escarba en el alma de Diógenes se encontrará muy dentro de ella, recóndito pero evidente, un poco de ese TU(t)oq inseparable de la condición humana que ni el más empedernido de los cínicos puede expulsar de sí. L o que ocurre es que Diógenes se domina perfectamente: lleva siempre bien ajustada la máscara del actor y su epidermis, curtida por los soles y las tormentas, se ha endurecido también contra los golpes y las heridas morales. Hay una frase suya tan genial como difícil de traducir. A uno que le expresa bienintencionadamente su compasión por lo mucho que se ríen de él las gentes, Diógenes le contesta: áXX' éycb oó KCítaysX5)[ia\. " p e r o es que en realidad de mí no se ríen". N o se ríen de mí, es decir, de quien se ríen es del falso Diógenes profesionalmente risible. Por debajo de las bromas y de los insultos, impávido ante las bofetadas y los remojones, el filósofo, serio y pálido, se esfuerza con toda su alma en conservar la imperturbabilidad y la arrogancia del payaso que desprecia al público; pero a éste lo que le hace aguantarlo todo es simplemente el dinero, mientras que a Diógenes no le mueven otras miras que la pura rectitud de su conciencia y la esperanza de influir en la mejora espiritual de otros seres humanos. Esta devoción hacia el prójimo, este creer en la posibilidad de una acción benéfica sobre los demás, es lo que explica que, contra toda verosimilitud, se haya creado en torno a Diógenes una verdadera novela pedagógica que Laercio, sin demasiado discernimiento, entremezcla con los restantes materiales. La historia es muy conocida: de cómo fue ven- dido el filósofo en el mercado de esclavos para ir a parar a poder de un corintio llamado Jeníades; de cómo impre- sionó a éste por sus dotes morales y pedagógicas hasta llegar a convertirse en el verdadero dueño y administrador de la casa; de las distintas enseñanzas que dio a los hijos del corintio, etc. T o d o esto, pedantesco y trivial, se ha inspi- 66 DIÓGENES y E L CINISMO PRIMITIVO rado, según parece, en una mala interpretación de las bromas de Menipo en su Venta de Diógenes, diálogo satírico, imitado luego por Luciano en su Subasta de filósofos, que presentaba una supuesta y graciosa exposición del cínico como mercancía venal; pero algo habría de ello cuando la leyenda ha llegado a formarse. Pues bien, tal vez podamos encontrar una explicación en la desordenada doxografía que intercala de mala manera el tantas veces citado biógrafo entre el infinito montón de anécdotas intencionadas o insulsas. Pero no esperemos, si no queremos sufrir una decepción, grandes principios filosóficos. Quien se rió de palabras abstractas de tipo técnico como TpanE^ÓTTiQ y KuaGÓTrjq, quien contestó a una teórica negación dialéctica de la posibilidad de la ambulación levantándose para dar unos pasos en clarísima demostración práctica, no estaba moralmente autorizado a construir sistemas para los que, además, le faltaban base científica y tradición de escuela. Tres son los diferentes elementos positivos que de la doxografía mencionada extraemos. Por una parte, algunos de los ya citados extremismos en cuanto a libertad de convencionalismos y prejuicios; un sentido igualitario de la propiedad de bienes, mujeres y niños, que no era nuevo para quien conociese La república de Platón; la cuestión del canibalismo, flojamente defendido con el argumento de que, después de todo, en la carne humana que pudiéramos comer no hay más que productos de la transformación fisiológica de otros elementos tan puros como los vegetales, el aire y el agua; y, en fin, la palabra clave de la filosofía diogénica, la a:oKT]Oiq, el ejercicio tenaz e incansable. Ascesis corporal y espiritual a la vez, en dualidad que recuerda de nuevo a la platónica; ascesis tan infaliblemente eficaz como el ejercicio profesional de los artesanos; ascesis que conduce de modo inevitable a la felicidad y a la tranquilidad interior, pues el desprecio de los placeres puede llegar, con una ejer- 67 5' FERNANDEZ-GALIANO citación adecuada, a producir más placer que los placeres mismos. Aquí es donde debemos colocar aquellos penosos ejercicios, el revolcarse en la arena caliente y en la nieve fría, a que antes me referí; aquí la vida dura, el fortalecimiento del cuerpo y el alma en la lucha constante contra todo y contra todos. Pero una ascesis, entiéndase bien para evitar peligrosos equívocos, que nada tiene que ver con la cristiana de los monjes y los santos salvo en lo e x t e m o . Porque Diógenes no se retira del mundo, sino que se mezcla con él y se complace en él dentro de la buena tradición de los sociables atenienses; ni predica, como nuestros ascetas, la lucha contra las debilidades camales. Se ha dicho muchas veces, es un viejo chiste entre nosotros, aquello de que la mejor manera de librarse de la tentación es ceder ante ella. Pero en Diógenes esto no es broma, sino muy serio principio de vida y de doctrina. L e preguntaron una vez si el sabio debía comer pasteles, y contestó sencillamente que todos los que le dieran, como cualquier otro hombre. Una cosa es esto, la sencilla aceptación de la vida con todo lo bueno y lo malo que pueda traer consigo, y otra la búsqueda animal del placer por el placer. L o mismo en lo amoroso. ¡ Ojalá fuera tan fácil —dice el c í n i c o — librarse del hambre como se libera uno de la comezón sexual! Pero de ahí a predicar la obsesión de los sentidos, la pasión amorosa esclavizadora y enloquecedora, media un abismo, el mismo que separa del hombre vulgar al filósofo equilibrado, sensato, mesurado en sus apetitos, que sabe tratar con elegante desenfado lo que, siendo natural y humano, no es para él ni una abominación ni un timbre de gloria. El principio del ascetismo no era, desde luego, cosa nueva, como casi ninguna de las que estamos viendo en Diógenes. Aquí se inserta el gran problema de sus relaciones con Antístenes. Sobre ello se ha escrito mucho y se seguirá escribiendo: los datos son contradictorios y permiten siem- 68 D Í O G E N E S Y E L CINISMO PRIMITIVO pre mul titud de interpretaciones. Para l os comentaristas an­ tiguos, constantemente preocupados con el trazado de es­ quemas y árbol es geneal ógicos, l a cuestión estaba cl ara: Sócrates ­ Antístenes ­ Diógenes ­ Grates ­ Zenón era l a sucesión dorada que permitía ver en l os estoicos una úl tima consecuencia de l o socrático, y con el l o l os del pórtico se situaban en igual dad de condiciones con respecto a l as otras dos grandes escuel as de l a Academia y el perípato. En real idad, l as cosas parece que no se presentan de modo tan fácil y cl aro. Dudl ey y Hoistad han representado últimamente dos irreconcil iabl es posiciones en t o m o a l a cuestión. Para el primero, en todo eso no hay más que arti­ ficiales creaciones l ibrescas y propagandísticas. En primer lugar es muy difícil , por razones cronol ógicas, que Diógenes haya podido conocer a Antístenes ni aprender nada directa­ mente de él . Pero, además, l as divergencias entre ambos son mucho más graves que l as afinidades ya desde hace tiempo observadas. Antístenes es un intel ectual , preocupado ante l os problemas fi l osóficos de índol e teórica; Diógenes se des­ entiende de estas cuestiones abstrusas y se l ibera de ell as con una pirueta frivol a. Antístenes se interesa por l a fi lo l o­ gía y l a retórica, tan despreciadas por el o t r o ; Antístenes lleva una modesta, pero auténtica vida social , habitando en casa propia, durmiendo en cama y frecuentando banquetes y reuniones; Antístenes profesa un cierto respeto hacia l os valores moral es y es capaz de indignarse ante el desvergon­ zado incesto de A l cibíades: etc. T o d o esto es innegabl e, pero también l as ana l ogías pesan. El que haya l eído el Banquete de Jenofonte recordará el discurso famoso de Antístenes, el ogio de l a pobreza rel ativa en que vive, l ibre de apetitos superfl uos y de l as preocupa­ ciones que embargan al hombre opul ento. Por l a indigencia, por el ascetismo, se ha l l egado así a l a ε υ δ α ι μ ο ν ί α , l a fel i­ cidad. Pero no todos pueden compl etar esta fel iz travesía. Este éxito l e queda reservado al σ ο φ ό ς , al sabio, al hombre 69 FERNANDEZ-GALIANO completo que sepa manejar los dos conceptos básicos de la doctrina antisténica: la α ρ ε τ ή , l a virtud fuente de dichas, y el itóvoQ, el honrado esfuerzo ennobl ecedor, el sufrimien­ to, al truista o no, por el que el hombre se sub l ima y se me­ jora. E n este sentido aparece como model o para l a huma­ nidad un antiguo héroe, Heracl es, del que se ha dicho que terminó convirtiéndose en una especie de santo patrono del movimiento cínico. Herac l es era ya para Antístenes un ejem­ plo de cómo el τιόνος es l a cl ave del b i e n ; Diógenes dice tener por model o también al héroe en su estimación de l a libertad por encima de t o d o ; Crates el tebano es conside­ rado como un nuevo Heracl es, en marcha heroica contra l os vicios y l as pl agas espiritual es del mundo como aquél pel eó sin tregua contra l os gigantes y l os monstruos; Peregrino Proteo, el charl atán vagabundo satirizado por Luciano, imita al hijo de Al cmena en su espectacul ar suicidio de Ol impia, una de l as más sugestivas escenas que nos presenta l a anti­ güedad tardía; y, sobre todo, Dión Crisòstomo escoge, para presentarse ante Trajano, l a el aboración cuidadosa de uno de l os más bel l os mitos de l a antigüedad; el de Heracl es en la encrucijada, ya tratado mucho antes por Pródico. Heracl es es un rey poderoso, pero ha recibido una recta educación, que l e ha enseñado a despreciar l as superfl uidades del mun­ do y a vivir casta y sencil l amente; tiene, pues, el funda­ mento espiritual que l e capacita para distinguir el bien del mal y dirigir él mismo su paso por l a vida. H a l l egado el momento de el egir. Heracles está en una encrucijada. Y si hay un término que acierte a definir con exactitud l a postura general del hombre hel énico ante el mundo es l o que podríamos l l amar "filosofía de l a encrucijada". Porque el griego, a diferencia del oriental y de cuantos tipos humanos l e precedieron, tie­ n e muy abiertos l os ojos para apreciar l as diversas posibil i­ dades que a un a l bedrío recién estrenado se l e abren en cada giro del 70 camino. Sería muy cómoda, demasiado cómoda l a DIÓGENES Y E L CINISMO P R I M I T I V O vida si l as rutas discurrieran siempre cl aras, igual es a sí mismas, encarril adas derechamente a un fm conocido de antemano. El probl ema del hombre está precisamente ahí, en esa capacidad de el egir que hace de él un ser racional , en esa necesidad dramática de el egir que l e convierte en responsable y fal ibl e. Ya el viejo Hesíodo l o cantó desde l a epopeya campe­ sina de sus Trabajos y Días. " L a miseria es muy fácil cose­ charla en abundancia: ll ano es el camino hacia el l a y muy cerca de nosotros habita. E n cambio, del ante del éxito per­ sonal pusieron l os dioses inmortal es el sudor: l argo y es­ carpado es el sendero hacia él , y duro en l os comienzos, pero una vez que hayas l l egado a l a cumbre, entonces ya se te convierte en fácil de difícil que era". La vida es un viaje. Cada encrucijada es un probl ema. Las rutas que al principio parecen l l anas, resul tan l uego f a ­ tales: así l a mol icie, madre de miserias. E n cambio, l as difí­ ciles a primera vista, como el sendero áspero e ingrato del trabajo, conducen indefectibl emente a l a αρετή, l a éxito meritorio y virtuoso. ] Qué difícil es escoger ! Por eso son tantos l os que yerran. " A n c h a es l a puerta y espaciosa l a senda que l l eva a l a perdición, y son muchos l os que por ella entran. ¡ Qué estrecha es l a puerta y qué angosta l a senda que l l eva a l a vida, y cuan pocos l os que dan con e l l a ! " En l as pal abras evangél icas vienen a subl imarse en definitiva muchos sigl os de experiencia ética. 1 Y si aún pudiéramos fiamos de l os consejeros 1 Parmé­ nides, al menos, contó con l a benévol a ayuda de una diosa para distinguir el camino de l a verdad del fal so y resbal a­ dizo que no conduce a ninguna parte; pero no todos tuvie­ ron l a misma suerte. Contemplemos, por ejempl o, al joven Paris, el pastor del Ida. Hasta su agreste redil han l l egado tres diosas. Cada una de el l as aspira a ser preferida; cada una de el l as ofrece un don distinto a cambio del veredicto favorabl e. Hera promete 71 FERNANDEZ-GALIANO el poderío sobre l os hombres todos; Atenea, l a victoria en las artes de l a guerra; Afrodita, el amor y l a mano de l a bella Hel ena. Tres géneros de vida típicos: pol ítico, bél ico, erótico. Tres posibil idades de el ección. Y Paris se equivoca. Ahora también es Heracl es, joven y fuerte, el que ha de decidirse. Pródico nos presenta, ante el muchacho en quien se simbol iza l a Humanidad agente y dol iente, a dos figuras femeninas. La una, κ α κ ί α , el vicio, pone ante él un panorama de fácil es y mue l l es bienandanzas; l a otra, α ρ ε τ ή , la virtud, desarrol l a un verdadero pl an de conducta mesu­ rada y austera. E n l a parábol a de Dión, l a el ección es de carácter pol í­ tico. Heracl es está perpl ejo, en l a misma situación en que se han visto y se verán todos l os gobernantes, y más si son jóvenes y poderosos. A un l ado, l a monarquía del buen rey, educado, sabio, prudente, cauto, moderado, amante de su pueblo, paradigma de cual idades éticas y pol íticas; al otro, la odiosa y cruel tiranía. Trajano y Domiciano; o, si se quiere ascender a l a escal a universal , Ciro, el monarca fil án­ tropo y piadoso convertido ya en viva estatua de virtudes por Jenofonte, y Sardanápal o, el cerdo coronado, maestro en l ujuria y codicia, a quien Menipo zaherirá con tanto malévolo gusto en l os infiernos. ¡Paradoja singul ar y conmovedora! Diógenes, el anar­ quista, el negador de todo y de todos, el interl ocutor des­ pectivo de Al ejandro, ha terminado sal iendo a l a fuerza de su tinaja para presentarse, cogido del brazo de un refi­ nado y mundano retor como Dión el bitinio, nada menos que en l os sal ones dorados del pal acio imperial de Roma. Y es que el cinismo ha terminado f>or desbordar a su crea­ dor. Era demasiado vigorosa l a semil l a de l a honestidad, de la l ibertad, de l a independencia personal e intransferibl e para que fuera posibl e mantenerl a en el coto cerrado de l a hoy puebl erina Atenas, ruina insigne, pero ruina sol amente de un pasado gl orioso. Al cabo de l os sigl os, quizá a pesar 72 D I Ó G E N E S Y E L CINISMO PRIMITIVO suyo, probablemente a pesar suyo, el cinismo, encauzado y suavizado por los estoicos, ha salido al fin del horizonte nihilista, quietista, improductivo en que al principio pareció confinarse para entrar por la puerta grande en el cauce de las doctrinas excelsas de la Humanidad. El cínico será, como en el bello pasaje de Epicteto, el mensajero entre Dios y los hombres, el que vendrá a enseñarles cómo se han equivocado en sus conceptos sobre el bien y el mal, el explorador que se interna como avanzadilla en el campo enemigo, que se atreve a descender a lo más profundo y hediondo de las cosas para contar a los demás cómo son de verdad; el hombre feliz, sereno, libre como el aire, como el perro, como el ave, como el pez... Y junto a esto, nueva paradoja, un tesoro inagotable de amor hacia los demás. Tampoco lo esperábamos, al menos a primera vista, de aquel gran gruñón, de aquel arisco y desvergonzado personaje tan misantrópico en apariencia. Pero esto sólo podía engañar a los que le mirasen de pasada, sin profundizar, atentos únicamente a la anécdota y al sentir general. El Ática ha sido siempre tierra de hombres sociables y generosos, pero también de grandes misántropos. T o d o el mundo se acuerda de aquel T i m ó n proverbial, alejado del mundo y de sus vanidades, que terminó muriendo ridiculamente de su propia misantropía, empeñado con testarudez en no llamar al médico que lo sanase. ¡ Y cuántas veces no se habrá cruzado el camino de Diógenes con el de algún vejete díscolo como el de la comedia menandrea recién descubierta, odiador de la Humanidad y apenas reconciliado con ella cuando le sacan sus nobles amigos del pozo en que ha caído! Pero Diógenes no es a s í : no puede serlo quien busca hombres, habla con hombres, se empeña en formar hombres. N o lo dice, claro e s t á : ¿cómo podría incurrir en blandos sentimentalismos sin quitarse la estudiada máscara del filósofo mordaz, veraz y procaz? Y , sin embargo, hay en él una chispa de escondido y vivo amor. 73 FERNANDEZ-GALIANO Una chispa que será ardiente hoguera en esa otra perso­ nalidad tan atractiva, tan bel l a, tan espiritual que es su se­ guidor en cinismo Crates el tebano. Porque tal vez, como Schwartz nos apunta, l a vida y l a acción de Diógenes hayan necesitado, para no quedarse en simpl e anécdota sin conse­ cuencias, de l a continuación por parte del notabl e personaje de quien varias veces he hecho mención ya. A Diógenes, como dije, l e empuja a l a vida andariega y a l a pobreza al tiva una circunstancia desdichada de carác­ ter biográfico: Crates, en cambio, es el tipo cl ásico del neó­ fito entusiasta. Es un hombre que goza de cierta posición y procede de buena famil ia, aunque su aspecto físico sea enteco y desagradabl e: y, sin embargo, l l ega un momento en que, atraído por el ejempl o de Diógenes, abandona sus granjas, tira su dinero al mar y se l anza, al egre y despre­ ocupado, a l a difíci l senda de l a peregrinación por el mundo en el pobre atuendo —^bastón y al forjas— del cínico tradi­ cional. Nada l e inquieta ni l e preocupa: l a nostal gia del terruño no vuel ve a rozar siquiera su espíritu. Ya vimos an­ tes qué poco l e importó, en l o sucesivo, que su ciudad hu­ biera sido cruel mente arrasada por l os macedonios, y así procede en l o d e m á s : una vez real izado el penoso corte de l azos con l a famil ia, con l os amigos, con l a sociedad, todo es ya, para este vagabundo bienhumorado y bur l ón, fel icidad sin mezcl a de penas. "Crates — d i c e — ha l iberado a Crates el t e b a n o " ; y a continuación, uno de sus más conocidos versos invoca a Τ ύ χ η , l a Fortuna, en cuyas manos provi­ dentes ha puesto el fil ósofo su vida. ¡ Gran divinidad del mundo hel enístico, l a τύχη ! Cuando ya no se cree en nada ni se siente li usión por nada, cuando Atenas ha caído y Persia no es más que un recuerdo y l os antes oscuros mace­ donios dominan el mundo, cuando l os proyectos para el futuro son inútil es y l as guerras y l as pestes se abaten sin cesar sobre l as ciudades, ¡ q u é fácil es recostarse en l a vaga, amena, consol adora esperanza en una suerte personal que 74 DIÓGENES y E L CINISMO PRIMITIVO va a encargarse ella sola de pilotar por un mar de desgracias y dificultades al pobre y desorientado ser h u m a n o ! ¡ Y qué bello es encontrar, al borde del camino o al calor de una hoguera, un compañero de fatigas, otro hombre tan desarmado frente al hado y tan expuesto a la muerte y a la enfermedad como uno m i s m o ! Por eso Grates, tan admirador de Diógenes en lo esencial, modera y endulza, con su suave genio y su robusto humor, las asperezas y sequedades del viejo perro de afilados colmillos. H a renunciado a la opulencia en su tierra natal, pero no hace incompatible un modesto y decoroso peculio con la práctica de la filosofía. L e repugnan los amasijos de grandes riquezas, trasunto de la innoble carga del escarabajo pelotero o del atesoramiento de la avarienta hormiga; pero estima en lo que vale el dinero "fácil de llevar, fácil de adquirir y precioso para la virtud". V i v e pero no en la miseria; humildemente, sus amigos, que entran en tropel por las puertas de su casa, saben que en ella encontrarán pobreza, mas no la repelente inopia absoluta del hombre de Sinope. Y , sobre todo, alegría arrolladora, inmenso goce de un vivir descargado de todo lo ingrato y embarazoso, son los lemas de la casa y escuela de Grates. Que lo diga, si no, Metrodes, un individuo de Maronea que llevaba bastante tiempo en Atenas estudiando filosofía y, de paso, arruinándose en un intento de seguir el tren de vida, lleno de lujos y finezas, académico y que imperaba en los aristocráticos círculos peripatético. U n bendito día, Metrocles oyó hablar de Grates y acudió a él para no volver a dejarle jamás; y, desde entonces, todo fueron jocosas bienandan- z a s : la amistosa algazara en los baños públicos, cuando se permitía a la cínica patulea ungirse de balde con los turbios del aceite usado por los ricos; el sentarse a comer sobre el yunque del herrero, después de haber asado en la fragua el sabroso arenque de la parva colación; la entrañable siesta 75 FERNANDEZ-GALIANO a la sombra de un pórtico, mal cubierto el cuerpo por el ruin m a n t e o . . . Y no paró ahí la cosa. T a n t o y tan bien habló Metrocles de Crates en su casa de Maronea, que su propia hermana, la joven e impetuosa Hiparquía, se presentó en Atenas con el propósito firme de unirse amorosamente a aquel hombre a quien ya quería sin conocerle. Con ello comienzan las infinitas historias contadas por los antiguos en t o m o a la famosa K ü v o y a ^ í a , las bodas a lo cínico de aquellos dos personajes célebres. Parece que Crates se resistía; porque, como más tarde apuntará Epicteto, el matrimonio es una enorme complicación para el auténtico cínico, que perderá mucho tiempo y mucha independencia atendiendo a su suegro y a sus cuñados, cuidándose de las enfermedades y embarazos de su mujer, introduciendo en su hogar objetos tan ridiculamente superfinos como la marmita del agua caliente, las prendas de lana para el puerperio de la madre y las tablillas y el estilete con que irá el niño a la escuela. Pero Crates era humano, humanísimo, y no tuvo valor para triunfar de la sincera obstinación de aquella mujer enamorada. Ni su fealdad, ni su pobreza, ni lo azaroso de su vida mendicante bastaron para disuadir a Hiparquía. Y desde entonces fueron ya dos, no uno solo los peregrinos. H a hablado antes Crates por nuestra boca de un dinero "precioso para la virtud". Precioso ¿por qué? Porque aquí el dinero se hace necesario para un cinismo bellamente teñido de filantropía y caridad. "Solía ir a las casas —dice Plut a r c o — y en ellas le recibían con placer y con h o n o r ; y de ahí le vino el remoquete de GüpeiravoÍKxriq, *el abridor de puertas' " . " Y no había —continúa A p u l e y o — ningún hogar en que no entrase oportunamente, para ser el arbitro de toda índole de querellas y disputas familiares". Y Epicteto nos lo presenta fijándose en quién tiene hijos y quién n o , y el que trata bien a su mujer y el que la trata mal, y quiénes se pelean entre sí, y cuál casa es próspera y cuál 76 D I Ó G E N E S Y E L CINISMO PRIMITIVO no lo e s ; y haciendo su ronda de visitas, como un médico, tomando el pulso a las gentes y diciendo : " T ú tienes fiebre ; tú, neuralgia ; tú, la gota ; tú ponte a dieta ; tú no te bañes ; a ti hay que operarte; a ti te hace falta un c a u t e r i o . . . " Antístenes era el intelectual, sumido en los problemas teóricos de un cinismo incipiente; Diógenes, el hombre de acción, demasiado preocupado con la aplicación práctica de un dogma idealmente perfecto para permitirse la menor desviación afectiva; en Grates, aquella precaria, clandestina, casi vergonzante chispa de amor humano que dejaba a pesar suyo vislumbrar el sinopeo en el mundo inhumano de su profesión de fe cínica, ha logrado prender definitivamente para encamarse en un tipo ideal que no es todavía el del estoicismo, pero lo anticipa en muchas cosas. 77